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La Palabra del alcohólico 1

Jean Clavreul
Traducción: A. Sampson

Al hacer de la palabra el eje de este ensayo sobre el alcoholismo, ante


todo me propuse como objetivo poner el acento sobre un punto, el
único quizá, con el cual parece que todo el mundo está de acuerdo.
Porque todos estamos firmemente convencidos de que el alcohólico no
tiene palabra.

Yo hubiera podido partir, sin duda, de la extraña e ingenua fórmula:


“Sin alcohol, no hay alcoholismo”, para afirmar que está “superada”,
como se dice, e intentar precisar cómo se produjo esa superación.

También en este punto una especie de unanimidad podría


establecerse. Pero, de todos modos, habría sido necesario que yo
mismo estuviera persuadido de esta superación. Ahora bien, los
estudios sobre el alcoholismo, por interesantes que sean, se
acompañan de tantas consideraciones sobre la debilidad del yo del
alcohólico, sobre la importancia de los factores biológicos, sobre el
papel de las influencias económicas y sociales, que las observaciones
más pertinentes parecen siempre dudar de su propio alcance y
parecen estar condenadas a la esterilidad. Así, demasiados autores,
fascinados tal vez por la idea de la abstinencia a la que van a condenar
a sus pacientes, confieren a sus trabajos una anticipación del gusto
insípido del agua que preconizan.

Con el riesgo, entonces, de cometer las más graves injusticias, he


preferido seguir como hilo conductor, no una bibliografía, sino la
opinión generalmente escuchada entre mis colegas, opinión que podría
resumirse así: “los alcohólicos no me cuentan nada”.

Esto me devuelve a mi propósito; porque si los problemas suscitados


por el alcoholismo casi no encuentran eco en nuestras discusiones,
debe ser que los alcohólicos no hablan.

Me ha parecido tan interesante este punto como para que nos


interroguemos sobre este ser aparte, este fuera-de-la-ley, que
indudablemente no se sitúa entre los seres normales, insertos en el

1
Tomado de La Psychanalyse Nº 5, París, Presses Universitaires de France, 1959.

1
lenguaje común, ya que es preciso promulgar leyes de excepción para
él, pero, al mismo tiempo, no es tan loco como para ser declarado
inimputable.

¿Sería el alcohólico un ser desprovisto del don de la palabra? Desde el


mismo punto de vista teórico este problema merece nuestra atención.

Pero, es sobre todo en función de nuestras ambiciones terapéuticas, si


esperamos que superen los meros métodos coercitivos, como hemos
de preguntarnos si podemos concebir algún contrato posible entre el
alcohólico y nosotros, contrato que sirva como punto de partida para
su encaminamiento hacia un progreso.

En efecto, si siempre es posible decidir a un enfermo a curarse usando


presiones físicas o morales que pueden ir hasta la amenaza de
internarlo, si podemos desintoxicarlo, modificarlo – se nos dice – en
sus reflejos condicionados, si podemos proveerlo de todas las
explicaciones psicológicas deseables sobre los motivos de su
comportamiento, no es menos cierto que el enfermo, debidamente
curado, pero descontento de no haber tenido la ocasión de dar su
opinión sobre la misma legitimidad de su cura, el enfermo, pues,
puede recordarnos, mediante una juma memorable, – para su
perjuicio, pero para nuestra confusión – que puede preferir su propio
camino, por detestable que sea, al paraíso que nosotros elegimos por
él.

El interés teórico que consiste en preguntarse si el alcohólico es un ser


dotado de la palabra se redobla, por tanto, de un problema práctico
esencial: ¿puede él, y quiere él, encaminarse hacia la cura, e incluso,
podemos saber qué es lo que legitima su misma presencia en nuestro
consultorio?

En primer lugar, nos esforzaremos por descubrir lo que aísla, de esta


manera, al alcohólico de los demás, hasta el punto de hacer tan difícil,
si no imposible, la creación de una relación intersubjetiva.

Luego, intentaremos hallar aquello que, a nuestro juicio, constituye


para el enfermo, en medio mismo de su alcoholismo, una tentativa de
reconstruir un tipo de relación que ha perdido.

En fin, plantearemos algunos de los problemas hacia los cuales


nuestras investigaciones teóricas y terapéuticas podrían orientarse.

2
I. – EL NARCISISMO DEL ALCOHÓLICO

Entonces, primero me ocuparé del universo narcisista del alcohólico.


Para introducirnos en él, es menos útil referirnos a tal o cual
observación particular que a un cierto tipo de situación, siempre
parecida, entre las innumerables variantes, más pintorescas que
instructivas, que nos es dado observar.

El círculo del enfermo opina que bebe demasiado, perjudicándose


tanto a sí mismo como a los suyos. Consejos amistosos, llamados a la
razón, súplicas, reproches, amenazas, nada sirve; continúa bebiendo y
burla con habilidad diabólica las medidas de coerción que a su
respecto se han tenido que tomar. En breve, se trata de una situación
de guerra en la que todas las violencias, todas las astucias son
utilizadas.

El alcohólico en una relación “en espejo”

Para la familia, la situación es muy sencilla. Sencilla como el Bien y el


Mal, como Dios y el Diablo.

Cuando él bebe, es la ruina, la degradación, la vergüenza absoluta.


Ruina social que evoca la alcantarilla; el crimen abyecto ni siquiera se
aureola de la gloria de la provocación. Ruina familiar del tugurio y de
los altercados. Ruina psicológica que señala el hospital psiquiátrico
como futuro lugar de encuentro. Ruina física que confirman los afiches
de propaganda que ofrecen a nuestra reprobación un hígado o corazón
en vías de putrefacción.

Si no bebe, es todo lo contrario. Porque cuando acepta ser razonable,


es extraordinariamente dulce, encantador, obediente y buen
trabajador. Y si, a pesar de todo, le aguantan es porque a veces, muy
raras veces, el enfermo, con su arrepentimiento, permite a los suyos
gozar del espectáculo enternecedor de una familia feliz en torno de un
hijo pródigo al fin recuperado.

Para el alcohólico, es igualmente sencillo. En ese momento es la


abdicación, el ridículo total, la sumisión a las faldas de la familia. Uno
se recupera, ciertamente, pero sobre todo se recupera la consciencia
de la triste perspectiva que un porvenir de alcohólico le ofrece a uno.
Es ridículo someterse, y como además uno sabe que no aguantará, no
se escapa al temible porvenir pintado por una familia que no quisiera
desaprovechar los muy escasos momentos de lucidez.

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Pero, ¿si, por lo contrario, bebe? Todo se borra. El pasado así como el
futuro desaparecen para dejar lugar a una sensación de plenitud en la
que los pesares y los remordimientos no caben. Él podrá con total
tranquilidad hacerse admirar por los demás o, por lo menos, hacerse
temer. Apurada toda vergüenza, encuentra un simulacro de dignidad.

… En los dos casos, para la familia así como para el enfermo,


encontramos las situaciones opuestas descritas por Lacan como
características del “estadio del espejo”.

Para la mujer del alcohólico, es o bien la asunción jubilosa de la


imagen tan soñada de una familia unida y feliz; o bien, por el
contrario, la ruptura brutal de esta imagen, la perspectiva de la
catástrofe.

Para el alcohólico, al contrario, es o bien el triunfo de un narcisismo


omnipotente; o bien la consciencia de su degradación, de la ruina de
un cuerpo, mientras que, frente a los demás, pierde valía.

En este combate entre dos narcisismos, no hay necesidad de palabras,


no hay intercambio, sino solamente una sucesión de victorias y de
rendiciones incondicionales. No hay diálogo posible, sino solamente la
sucesión de relaciones de identificación y de agresividad.

Identificación, cuando los camaradas de borrachera, poniendo en


común sus creencias, sus mujeres, su dinero, se esfuerzan por
suprimir toda diferencia en su grado de ebriedad, todo escepticismo
ante la mitomanía de sus camaradas. Identificación también cuando,
en los períodos de sobriedad, el alcohólico sólo procura parecerse a
todo el mundo.

Agresividad, en cambio, desde que la relación de identificación ya no


es posible y, sobre todo, cuando alguien hace alusión al estado de
ebriedad, al alcoholismo del sujeto. Se sabe en qué temible furor entra
el alcohólico en tales casos.

El predominio de esta relación narcisista, en tanto que subordina todos


los demás elementos de la vida del alcohólico, en tanto que nivela los
rasgos distintivos de una personalidad y en lo que tiene de inmutable
en su fondo, así como en su forma, en el curso de largos años de
enfermedad, nos parece explicar el poco éxito de las tentativas por
distinguir diferentes tipos de alcohólicos y por describir una evolución.
Al final del interminable combate, Jellinek cree poder señalar a nuestro
optimismo la derrota del alcohólico vencido por la acumulación de
catástrofes. Sin embargo, esta derrota me parece más comparable a
una tregua episódica que a una paz verdadera.

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En efecto, la decisión de no beber nunca más, la cura de
desintoxicación, ¿es otra cosa distinta a una retirada estratégica
impuesta por las circunstancias? En ella vemos al enfermo abandonar
sus razones para someterse a la Razón, la de los otros. Lo vemos pura
y simplemente renegarse de un comportamiento cuyo sentido no
puede sino escaparle, ya que ha decidido por anticipado que
renunciará a él. Tristemente, va aún más lejos hablándonos de su
ceguera anterior. Quizá vaya hasta hacer una confesión pública en la
que los últimos restos de su historia individual se perderán en la gran
historia moralizante de los alcohólicos regenerados. Tal vez incluso irá
a engrosar la multitud de bebedores arrepentidos en una de esas
asociaciones la más importante de las cuales, bajo el nombre tan bien
escogido de “Alcohólicos Anónimos”, propone claramente un programa
de renunciación a toda personalidad.

Después del demonio, es el turno del ángel de entrar en escena, pero


nuestro hombre no aparece aún.

Por lo demás, ¿qué valor tiene esta cura que puede ser anulada en
cualquier momento, con el primer vaso de vino encontrado? ¿Con la
primera duda caída del cielo sin nubes de las certidumbres sobre la
virtud de la abstinencia?

El alcohólico, el tiempo y la muerte

Nada, pues, cambia verdaderamente para el alcohólico en el curso de


los largos años de enfermedad; y, si siempre somos sensibles a la
urgencia de los problemas que él nos plantea, es probablemente
porque pensamos que nada verdaderamente nuevo podrá ocurrir para
él hasta su muerte, si no nos apresuramos a intervenir.

Esta supresión del tiempo es el corolario de la preeminencia de la


relación narcisista en el alcohólico. En esta perspectiva, parece útil
recordar lo que Jellinek dice sobre los palimpsestos a los cuales
atribuye un valor patognomónico.

Así mismo, Binswanger, con razón, ha observado en la obra de Proust


una verdadera descripción fenomenológica de la embriaguez, cuyo eje
es esta abolición de la dimensión espacio-temporal. En ella, el ebrio es
descrito como “aferrado a la sensación actual, sin tener más expansión
que ella, ni otro fin que el de ser separado de ella”; experimenta “el
imperio efímero y poderoso del minuto” y no se aparta de él. El
hombre escapa así al tiempo y al espacio, está en un universo cerrado
en el que ni la muerte ni la ética encuentran su lugar.

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La ausencia de tiempo es ausencia de un destino, y es también
ausencia de la muerte. Por tanto, la angustia experimentada por el
alcohólico no puede relacionarse con la angustia de castración ni con la
angustia de la muerte, sino con aquello que la Dra. Favez-Boutonnier
ha descrito bajo el nombre de “angustia de anonadación”. En efecto,
no es la muerte lo que el sujeto teme en la incapacidad en que se halla
de pensarse “acabado”. Forma parte como partícula de un mundo en
que él es incapaz de pensarse como partícula. Ebrio, él es Todo y el
Mundo no es Nada. Sobrio, él no es Nada, ni siquiera una partícula. El
final de su aventura, entonces, no puede ser una muerte que nos
dejaría al menos un recuerdo, sino más bien una anonadación que
corresponde a aquella imagen de “cuerpo fragmentado” en la que se
pierde.

El destino del alcohólico, si podemos hablar de destino, lo conduce,


salvo error, no a la tumba sino a la fosa común. Su muerte es una
“muerte anónima”, como su vida habrá sido una vida sin alcance; no
un destino personal, sino la vida cualquiera de un alcohólico cualquiera
que ocasionó muchas historias, a falta de tener una propia.

El narcisismo del alcohólico en función de las otras instancias de la


personalidad

Nos falta ligar el narcisismo a los otros elementos de la estructura de


la personalidad. Aquí los trabajos de Daniel Lagache aclaran con una
singular precisión la alternativa ante la cual se encuentra situado el
enfermo.

- Ebrio, inflado del narcisismo de la omnipotencia heroica e


invulnerable, rechazando todas las instancias morales, se
confunde de manera particularmente ejemplar con la imagen de
su “yo ideal”.
- A la inversa, la perspectiva ofrecida por la abstinencia, aquello
en lo cual se convierte efectivamente cuando, por un tiempo, él
es el perfecto marido, el excelente padre de familia, el obrero
modelo, es otra imagen, la del “ideal del yo”.

Así, el conflicto entre las dos identificaciones – con el “yo ideal” y con
el “ideal del yo” – se encuentra objetivado en la alternativa de la
intemperancia y de la abstinencia.

Más exactamente, no hay conflicto propiamente hablando, cada


solución significa no solamente la sumisión a una u otra de las
instancias, sino también la exclusión total de la otra. Es la ausencia de

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posibilidad de una solución intermedia, resultante de una transacción o
de una ambigüedad, lo que ha permitido hablar del “yo débil” del
alcohólico. Parece más provechoso y más comprensible decir que el
alcohólico oscila entre estas dos identificaciones, con el “yo ideal” o
con el “ideal del yo”, y se sobreentiende, entonces, que el sujeto
experimentará una dificultad particular para conservar cierta distancia
con respecto a estas dos instancias, pero también una satisfacción
electiva en la identificación misma con la una o la otra de estas dos
imágenes. Solución eminentemente coja, y es muy cierto que los
alcohólicos no renuncian verdaderamente a la intemperancia sino con
la condición de darse la satisfacción narcisista de ser los campeones de
la abstinencia, los modelos de la redención, convalecientes ejemplares,
incluso los héroes de la lucha contra el alcoholismo. Lo cual es una
manera de encontrar en otra parte ese “yo ideal” con el cual habían
renunciado a reunirse en la embriaguez.

El carácter precario de la cura obtenida en estas condiciones se vuelve


evidente cuando se considera que la estructura psicológica se
encuentra modificada por el hecho mismo de que el “ideal del yo” se
halla artificialmente desplazado; pero esta última instancia no deja de
ser igualmente exigente, y cuando el enfermo haya logrado alcanzar la
imagen del perfecto desintoxicado no le quedará más que recaer, a
menos que encuentre satisfacciones substitutivas en la salvación del
prójimo.

Estructuración imaginaria del mundo del alcohólico

Al intentar situar el narcisismo del alcohólico en función de los Otros,


en función del Tiempo y de la Muerte, en función de la estructura de
su personalidad, hemos encontrado poco más que un álbum de
imágenes, más propio para enriquecer la iconografía psicoanalítica que
para abrir una vía a nuestra comprensión.

Pero, indudablemente hemos podido espigar, aquí y allá, algunas


enseñanzas:

Primero, al proponerle imágenes del alcoholismo y de sí mismo cada


vez más repulsivas, no podemos sino incitar al enfermo a
emborracharse para no verlas más, substituyéndolas por la imagen de
un narcisismo soberano.

Después, al evocar el sombrío porvenir que le espera, no podemos


sino empujarlo a suprimir tanto este porvenir como el tiempo,
bebiendo.

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En fin, al hacernos los abogados de la abstinencia, al hacer entender al
sujeto que la solución de sus conflictos depende de una decisión que
después de todo es muy sencilla, no hacemos otra cosa que proponer
un nuevo objetivo a su “ideal del yo”, pero dejamos a éste igualmente
exigente y tiránico.

Aquí, todo se presenta bajo una forma negativa, y no tenemos por qué
asombrarnos de ello, puesto que permanecemos prisioneros del juego
de forcejeo y de seducción entre las diferentes imágenes que se
sobreponen, de la relación especular misma en la que el enfermo, con
toda claridad, se complace y se desplace, sin lograr escapar a ello. Lo
más precioso que habremos observado es la fuerza cautivante de un
imaginario todopoderoso, fuerza lo suficientemente fascinante como
para hacer imposible con los demás toda relación que no sea de
imaginario a imaginario.

¿Debemos pensar, no obstante, que el mundo del alcohólico está


estructurado, como el del animal, por un simple juego de imágenes
atractivas o repulsivas?

A este respecto, los trabajos de Masserman son significativos cuando


nos muestran, en efecto, cómo el animal también utiliza
espontáneamente el alcohol para levantar las inhibiciones que el
experimentador ha creado. Se trata, efectivamente, de hacer triunfar
el esquema fundamental, proporcionado por el instinto, sobre el
esquema artificialmente agregado por el hombre, quien aquí
desempeña el papel del superyó.

Masserman, desafortunadamente, no da suficientes precisiones sobre


un hecho que me parece mucho más importante. Y es que el animal,
una vez vencidas sus inhibiciones, abandona el uso del alcohol,
mientras que el alcohólico continúa bebiendo.

Ahora bien, a mi juicio, es allí donde conviene establecer una


distinción crucial entre el uso del alcohol con la finalidad de levantar
las inhibiciones y el alcoholismo propiamente dicho. A este punto
dedicaremos ahora nuestra atención.

II. – EL ALCOHÓLICO, LA MUERTE, LA PALABRA

Indudablemente, el alcoholismo no puede ser reducido al uso


crónicamente excesivo de bebidas alcohólicas. Lo cual lo haría un
simple error de régimen, o incluso una pasión electiva por un alimento,

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a lo máximo digno de ser analizado de pasada, como se es llevado a
hacerlo ocasionalmente en el curso de la cura de una neurosis.

Pero tampoco se puede identificar el alcoholismo con el uso del alcohol


con el único fin de levantar una inhibición. Porque el levantamiento de
la inhibición, a pesar de tener éxito en la medida en que autorizaría la
satisfacción de ciertas pulsiones, no por ello es decisivo, porque ha
sido realizado en la alienación de la embriaguez y, por consiguiente,
no ha podido ser incluido en una dialéctica, integrado.

En el sujeto normal o neurótico, una tal experiencia de embriaguez


está destinada a ser abandonada porque no es decisiva. En el
alcohólico, por lo contrario, ella se repite y es esto lo que constituye el
problema.

Alcoholismo y automatismo de repetición

Esta repetición de borracheras, o de estados de semi-embriaguez,


variable además en su periodicidad y en sus modalidades, constituye,
por tanto, el único hecho que podemos tomar como verdaderamente
característico del alcoholismo.

Ahora bien, esta repetición no puede dejar de evocar en nosotros el


automatismo de repetición descrito por Freud en el juego del fort – da,
para introducirnos a la noción de pulsión de muerte. Por él, hemos
aprendido a reconocer, en este juego de presencia y ausencia, el
asesinato de la cosa y, de esta manera, la simbolización del objeto
amado y la eternización en el sujeto de su deseo2. Es este camino el
que le permite al sujeto tomar la medida de su poder sobre las cosas,
del dominio sobre las cosas que adquiere a través de la simbolización.

En el alcohólico, efectivamente, hay repetición, pero también hay


juego de escondite. No nos llamemos a engaño: cuando está borracho,
“se ha ido”, como dicen, él ya no es el mismo, y esto es tan evidente
que pone en los más grandes apuros a los juristas que se ven
obligados a adoptar medidas de excepción, disminuyendo o agravando
las sanciones contra los borrachos al azar de la subjetividad de la
época.

En cambio, cuando está sobrio, lo volvemos a encontrar, de nuevo


está presente, está tan presente que se hace con él lo que se quiera,
hasta tal punto está dulce y arrepentido.

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Aquí adopto los términos del comentario de Lacan.

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La repetición y el juego de presencia y ausencia efectivamente se dan
y no nos equivocaremos al respecto, aunque el objeto escondido sea al
mismo tiempo el sujeto que se esconde.

Si tomamos en consideración esta noción de la repetición de las


borracheras, del juego de presencia y ausencia del alcohólico,
abandonaremos nuestro álbum de imágenes para interrogarnos sobre
ese personaje que jamás estará tan ausente como cuando está
presente para sus citas, no para hablarnos sino confirmarnos que aún
está sumiso, y que en su vida toda va bien, nada pasa. Personaje
jamás tan presente, al contrario, como cuando está ausente,
dejándonos adivinar así que pronto va a recaer, si no lo ha hecho ya, y
que pronto oiremos hablar de él.

La consulta del alcohólico

Ahora bien, captaremos aquello hacia lo cual tiende este automatismo


de repetición si, desde la primera consulta, ponemos cuidado en
escuchar lo que se nos dice:

El alcohólico jamás viene solo; se hace preceder por una carta, por
una llamada telefónica, incluso por una visita previa de algún miembro
de su familia, con el fin de que estemos en guardia contra sus
mentiras. Por lo menos, se hace acompañar de su mujer quien
siempre toma la iniciativa de hablar.

Por lo demás, ella explica muy bien la situación. Primero, nos


previene: “Doctor, es una verdadera pesadilla”. Hay que interpretar,
entonces, como si fuera un sueño.

Pues bien, como muchas cosas, preferentemente comienza el sábado


por la tarde, después del trabajo. Como una ya está acostumbrada,
una se da cuenta desde que llega, o más bien desde que irrumpe,
porque atraviesa la puerta violentamente. Está lleno, inflado, turgente,
rojo amoratado, rígido como una estaca, aunque tambaleante.

Y la escena comienza: grita, hace ruido, resopla; es espantoso, sobre


todo para los niños (no es bueno que ellos vean eso, ¿no es cierto
Doctor?). Se agita en todas las direcciones, una cree que va a romper
todo. Y eso dura, y dura y nunca termina.

Y ella, ¿qué hace durante este tiempo? Ella intenta la fuerza, intenta la
dulzura, intenta tomarlo por todos los medios. Pero no hay nada que
hacer; mientras más lo toca, más lo excita. Mirarlo simplemente
aumenta su excitación. Después de un tiempo, al borde de un ataque

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de nervios, ella se desploma, llora. Lo cual exacerba aún más su
excitación.

Finalmente, todo termina; él vomita… y eso huele feo. Se ensucia todo


y se duerme en su suciedad. Para ella, todo termina con un balde y
una esponja y, para él, en un sueño animal.

Este relato admite variantes. Otras veces pasa todo entre hombres, y
cuando llegan las mujeres es la desbandada. Y, en otros casos, es sólo
lejos de las miradas, en la soledad, donde esta operación parece
poderse efectuar.

Después de este relato, es el turno de él de explicarse. Pues bien, él


parece haber comprendido la situación muy bien, porque hace la única
cosa que le queda por hacer. Todo avergonzado por haber sido
exhibido de esa manera, él se retracta, se esconde. Dice que
exageran, que sobreestiman la cantidad que bebe, la frecuencia y la
gravedad de sus borracheras. En breve, dice que no es alcohólico. Por
tanto, es un relato en contradicción manifiesta con el primero.

A veces, sin embargo, el alcohólico no ha podido hacerse acompañar o


preceder de un alma gemela. No por ello dejaremos de tener dos
relatos. El primero no nos permite tener ninguna duda sobre la
gravedad de la situación y sobre el papel determinante que el alcohol
desempeña en ella. El segundo, al contrario, superpuesto al primero,
intenta mostrarnos que todo esto no es nada, se excusa casi de
habernos molestado por semejantes bagatelas.

Queda el tercer jugador, es decir, nosotros mismos. Aquí no cabe la


menor duda y, cualquiera que sea el esfuerzo que hayamos hecho por
no comprender nada, no podemos sino dar a la familia y al enfermo
mismo el espectáculo reconfortante del médico perspicaz que ha
sabido desenredar la madeja embrollada de las declaraciones
contradictorias y que, en una palabra, no se deja contar historias.

La negación del alcohólico

Y, no obstante, es probable que hayamos cometido una vez más el


error de creer ingenuamente en lo que nos habrá dicho la esposa del
enfermo y de atribuir la negación del alcohólico a la vergüenza o a una
última tentativa de rechazo al cambio.

Porque simplemente hemos cedido a nuestro gusto por la nosología, a


nuestra propia pasión por los libros de imágenes, y hemos descuidado
el texto. Hace un momento, cuando la mujer del enfermo hablaba,

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faltó poco para creer que detrás de la hoja de parra era el falo lo que
ella quería designar. ¿Por qué no? Pero, ¿por qué no otra imagen
cualquiera? ¿Por qué no un barco que retorna al puerto hinchadas las
velas? ¿Por qué no un bebé tomando tetero? ¿O qué sé yo?

¿Y por qué no la imagen de un alcohólico? Por supuesto, nos


detuvimos en esta última imagen, prisioneros como estamos de
nuestro oficio de diagnosticadores; desde ese momento, todo lo que
nuestro enfermo podía decirnos ya no nos interesaba sino para
confirmar que todos, decididamente, son iguales, todos son tan
mentirosos los unos como los otros.

Su negación, sin embargo, era la única cosa importante de la consulta.


Era ella la que le daba un sentido, lo único que justificaba
retrospectivamente los lamentos de su mujer y sellaba el diagnóstico.
Porque si el relato de la mujer, como un sueño, permitía una
apreciación puramente imaginaria de la realidad, la negación era
esbozo de interpretación, esbozo de simbolización.

Fue debido a la necesidad de un diagnóstico, o a nuestro narcisismo,


por lo que decidimos que el alcohólico era un mentiroso, redoblado de
un ingenuo que subestimaba nuestra perspicacia, mientras que todo,
al contrario, tiende a demostrarnos que él es patológicamente incapaz
de mentir. Es incluso por esta razón por lo que, frente a nosotros que
estamos allí para hacer un diagnóstico, él ha jugado el juego del
perfecto alcohólico, tratando oblicuamente a los hechos reales; si no,
si hubiera confesado francamente, ¿no habríamos pensado: “este es
un alcohólico que no es como los demás?” En ese momento, nos
habría mentido.

Pero, hay más en esta negación que un simple juego en el que nuestro
diagnóstico halla su confirmación. Al mismo tiempo que un endoso que
certifica el decir de su esposa, esta negación constituye un mentís e
instituye el esbozo de una relación más dialéctica.

Porque aquí la negación no es una tentativa por borrar de un solo


golpe lo que se acaba de decir, es más bien de un rayón de lo que
habría que hablar, de una barra, muy parecida a la que Lacan pone
sobre la S del sujeto para indicar que está atravesado por el
significante.

Que el comportamiento de nuestro consultante sea comparable al de


un falo, al de un bebé tomando tetero o hasta al de un alcohólico, una
vez más, nadie duda de ello; pero, la comparación no vale sino en la
medida en que queramos dar algún crédito a las imágenes así
evocadas. La negación testimonia aquí de ese crédito que el sujeto

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puede acordar o rehusar a aquello que uno piensa y a aquello que él
mismo piensa que es. Porque, después de todo, se puede hacer lo que
se quiera con estas imágenes.

… Esta negación no es privativa de la consulta. Se da en todas partes


en la vida del alcohólico; porque todo, fracaso o éxito, triunfo o
humillación, adquiere un sentido muy diferente según se atribuya su
mérito al sujeto mismo, a la facilidad dispensada por el alcohol, o
incluso a la disminución de las aptitudes determinada por el mismo
alcohol.

Todo cambia de sentido, según si el estado de embriaguez pueda ser


más o menos puesta en cuestión, y si la negación, implicada por la
ebriedad, proporciona al alcohólico un dominio sobre la imagen que él
da de sí mismo.

Negación y simbolización

Hallaremos las claves de esta distancia que el alcohólico se esfuerza


por tomar, con respecto a lo que él es, en el comentario de Jean
Hyppolite sobre la Verneinung.

No es el juicio de existencia lo que la negación pone en cuestión, y lo


sabemos muy bien, nosotros que no nos equivocamos jamás sobre la
existencia misma del alcoholismo de nuestro consultante.

Lo que se pone en cuestión, es el juicio de atribución. Jean Hyppolite


nos dice: “Detrás del juicio de atribución… está el ‘Yo quiero
apropiarme, introyectar’ o el ‘Yo quiero expulsar’, y esto se relaciona
con la formación del ‘dentro y afuera’.

Este movimiento de introyección y de expulsión de las imágenes


reflejadas de sí mismo adquiere, en el caso del alcohólico, un singular
relieve.

Y nos es menester seguir aún más a Jean Hyppolite cuando nos


precisa: “Dos instintos están, por decirlo así, entremezclados en el
mito que el sujeto porta; uno es el de la unificación; el otro es el de la
destrucción”.

Es en esta destrucción, en esta negación, donde el alcohólico elabora


su juicio. Y este juicio se hace mediante la simbolización. Es Freud
quien nos dice: “La realización de la función de juicio no se hace
posible sino mediante la creación del símbolo de la negación.”

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Mediante la embriaguez, nuestro alcohólico dispone de la misma
posibilidad de crear un símbolo de negación para poner sobre las
imágenes que él no desea soportar más. Podemos captar este proceso
en la obra de un alcohólico, Alfred Jarry. En efecto, ¿en qué consiste la
pareja del Padre y de la Madre Ubú, sino de dos personajes demasiado
brutales, odiosos, maliciosos como para no volverse grotescos,
ridículos y finalmente, quizá, enternecedores? Al autor le basta con
hacer matar a muchas personas, demasiadas personas, para que la
tragedia se convierta en farsa. Por lo demás, ¿no se nos dice
finalmente que se trata de vivir semejante drama con la única finalidad
de tener una buena historia para contar cuando vuelvan a Francia?

Es evidente que el motor de la obra de Alfred Jarry está marcado por


esta simbolización y pienso que el espectáculo del Padre Ubú
“rasgando” sus enemigos y finalmente su mujer no puede dejar de
recordarnos a Juanito estrujando la imagen de la jirafa.

No deberíamos olvidar este universo de “Ubú Rey” cuando se nos


viene a pedir que entremos en el universo de un alcohólico.
Deberíamos pensar en lo grotesco de esa tragicomedia que es una
consulta en la que su suerte está echada de antemano. Deberíamos
pensar que nuestro enfermo no niega su alcoholismo sino porque él
sabe que a nuestros ojos no cabe la menor duda de que él es
alcohólico, así como Jarry no se decía el Padre Ubú sino porque se
sabía el propio creador de ese personaje. Sobre todo, deberíamos
pensar que nuestro paciente, como lo hacía Jarry, no verá en nosotros
un Médico tan especial como para no denominarnos, con toda
seguridad, “El Mérdico”, probablemente para decir que de ello no
tenemos sino la “R”.

Lugar de la palabra en el alcohólico

De esta manera, después de haber visto en un primer tiempo la


captación puramente imaginaria que nosotros mismos, así como el
enfermo, podemos tener de la realidad ante la cual el alcohólico se
encuentra situado, percibiremos que los fenómenos de repetición, así
como de la negación, introducen un nuevo elemento, indispensable
para nuestra comprensión, el de la dimensión simbólica.

Aparece ahora el esbozo de un texto como leyenda al pie de las


imágenes del álbum que primero atrajo nuestra atención. Es la
existencia misma de este texto lo que principalmente quisiéramos
señalar; porque si nadie jamás ha dudado seriamente de su existencia,
de todos modos, es preciso mirar dónde está.

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La anécdota, lo pintoresco e incluso la banalidad de una historia de
alcohólico pueden interesarnos por la única razón de que allí creemos
hallar la clave de la situación. Ahora bien, allí no hallaremos nada. O
más bien, lo que hallamos es una notable ausencia que significa lo
mismo que “Sin palabras” que el caricaturista a veces pone debajo de
su dibujo cuando quiere señalar a nuestra torpeza que es en el dibujo
donde se encuentran las palabras.

Así se podría subtitular, a nuestro juicio, la historia de Ubú Rey o la de


cualquier alcohólico. Es también por esta razón por lo que la mejor
manera de volver viva la observación de un alcohólico me ha parecido
ser la de no hacer ninguna en particular, para así poner de relieve los
problemas suscitados por esta ausencia.

III. – INCIDENCIAS EN LA PRÁCTICA PSIQUIÁTRICA

Dos órdenes de problemas se nos presentan, el uno remite a la


nosología, el otro nos conduce al tratamiento psicoterapéutico de los
alcohólicos. Es así como los abordaré, sin ignorar el carácter artificial
de tal separación que se ha hecho con la única finalidad de facilitar
nuestra investigación.

Problemas nosológicos

Desde el punto de vista de la clasificación psiquiátrica habitual, el


alcoholismo es una perversión y esto concuerda con la opinión
corriente que lo considera un vicio.

Indudablemente esta clasificación nos es sugerida por el vínculo


electivo del sujeto a un objeto privilegiado, el alcohol, y por la
erotización de que se ha investido el acto de beber. Así, el alcohol
sería el objeto investido detrás del cual se disimularía el Objeto por
excelencia, el que la represión no permitiría alcanzar. Lo cual
prácticamente no concuerda con la observación de que el alcohol, por
lo contrario, sería el medio para vencer la represión e inhibición y
alcanzar el Objeto.

La experiencia clínica no nos permite hallar sino escasa confirmación


de estas concepciones, y es más bien en la utilización ocasional del
alcohol por el sujeto normal donde hallaríamos algo parecido a la
perversión. Porque en el alcohólico, por el contrario, no se ve cómo

15
ese diagnóstico de perversión podría dar cuenta de esa oscilación, de
ese vaivén de un mundo de imágenes que, a nuestro juicio, la
repetición de borracheras tiene como finalidad precisamente impugnar.

Alcoholismo e histeria

Me parece más importante intentar hacer un paralelo entre nuestro


alcohólico y una histérica. En ésta como en aquel, encontramos el
mismo gusto por darse en espectáculo, por hacer escándalo. También
podríamos decir que el alcohólico se parece a la histérica en la medida
en que como ésta siempre está en huída, inasible, como el deseo, al
mismo tiempo que, en últimas, conserva un dominio suficiente sobre
la situación como para saber casi siempre hasta dónde puede ir. En
fin, a la luz de lo que hemos visto, diremos que, en ambos casos, se
trata de simbolizar un imaginario que no es aceptado como tal.

Aquí, sin embargo, termina la similitud. Porque la histérica permanece,


de cierta manera, externa al papel desempeñado por ella; ella es, con
nosotros, la espectadora, o mejor, el espectador, y ese personaje que
ella nos presenta sólo tiene como fin disimularnos su temor, su
vergüenza de mostrarse desnuda. El alcohólico, al contrario, se funde
con su personaje y la puesta en escena tiene como fin designar como
pura comedia, como farsa grotesca aquello que todos, él también,
sienten como tragedia.

Si el mundo de una histérica es el del teatro, el mundo del alcohólico


es el del circo. En el primer caso, el único tema que nos interesa es el
de la pieza; en el segundo, el único tema que retiene nuestra atención
es el actor. En el teatro la muerte puede y debe sernos presentada
como trágica, porque sabemos que si el personaje muere el actor no
arriesga nada. Pero en el circo, al contrario, jamás es cuestión
explícitamente de la muerte, puesto que el actor arriesga su vida
verdaderamente.

La diferencia aparece claramente en los fracasos de la función. En el


teatro, si la respuesta no viene, si se cae la peluca, si el muerto tiene
hipo, es ridículo. Que es lo que la histérica teme ante todo.

Por el contrario, en el circo, si el funámbulo se cae, si el domador es


herido, si el hombre aparece de detrás de la máscara del payaso, es
trágico. Es esto lo que el alcohólico pretende ocultar, dominar,
presentándonos un personaje que se burla de sí mismo y de nosotros,
que no vacila en hacer participar a todos los suyos en este juego en

16
que la muerte, siempre presente, siempre temida, debe ser
transfigurada 3.

Por elemental que sea, esta distinción entre alcoholismo e histeria


merecería ser precisada, porque demasiado a menudo el alcohólico es
considerado como un comediante excesivamente sensible, como un
personaje sugestionable a quien le conviene evitar “las malas
compañías”.

Alcoholismo y psicosis

Sobre todo, lo que arriesgamos al confundir nuestro payaso con un


comediante es desconocer como para él la dificultad consiste en
situarse con respecto a la marioneta. Porque él sabe muy bien que la
vida no es teatro, pero está menos seguro de que no sea guiñol.

Esto nos lleva a intentar situar el alcoholismo en relación con las


psicosis. Y este es un problema mucho más delicado, porque no
podemos olvidar que nada se parece tanto a un loco como un
borracho. Es preciso reconocer que, si no tuviéramos consciencia de su
embriaguez, seríamos llevados a emitir un diagnóstico de delirio
paranoico:

Delirio megalomaníaco, más bien que mitomanía.

Delirio de celos, y no celos mórbido del infiel.

Delirio de persecución, y no simple agresividad.

Delirio erotomaníaco, más bien que Don Juanismo.

Es en estos seudo-delirios paranoicos donde encontramos la noción ya


clásica de la homosexualidad de los alcohólicos, y no tanto en un
historial clínico donde se transparenta habitualmente.

Esta homosexualidad, totalmente comparable en su expresión a la del


delirio paranoico, permanece, como ésta, fuera de nuestro alcance.
Quiero decir que al intentar articularla con las otras instancias de la
personalidad del enfermo sólo desembocamos en el fracaso. Porque si
la homosexualidad se expresa y se muestra a nosotros es bajo una
forma alienada, en la embriaguez, lo mismo como en el paranoico sólo
encuentra su expresión en un discurso alienado.

3
Para este pasaje, rogamos al lector remitirse al trabajo de O. Mannoni publicado en
este mismo número, “Le Théâtre de point de vue de l’imaginaire”.

17
La analogía entre las dos alienaciones (la del alcohólico y la del
paranoico) tiene una gran importancia teórica y práctica, y no cabe la
menor duda de que Serge Leclaire estuvo particularmente bien
inspirado al referirse a la amnesia de la embriaguez para evocar
aquello que puede ocurrir a un episodio real afectado por la forclusión
y que después resurge bajo la forma de un delirio.

Esto nos lleva a preguntarnos lo que podemos pensar aquí de la


forclusión en el papel que le atribuye Lacan en el origen del fenómeno
psicótico. Es muy cierto que en el alcohólico se encuentra casi la
misma “no hablemos de eso” como en el psicótico. Cuando se pide a
un alcohólico vuelto abstemio que explique sus episodios ebrios, habla
generalmente de ellos sin mucha dificultad, pero es asombroso oírle,
entonces, decir: “no era yo, era el alcohol que me hacía actuar y
hablar así”, y el delirante nos dice: “yo no estoy en ello para nada,
sino que esta Verdad, esta Voz, esta Visión se imponen a mí”.

Así, el alcohólico, enteramente alienado en sus pensamientos


delirantes durante los períodos de intemperancia, es incapaz de
reconocer su subjetividad en ellos. Pero, cuando está en un período de
abstinencia, se retrae detrás del alcohol al cual se atribuyen todos los
males. En ambos casos, pues, como en el delirante, es detrás de algo
considerado como real donde se retrae la subjetividad del enfermo.

Lo que no ayuda para nada es que todo el mundo, e inclusive el


médico, encantado de ver al alcohólico criticar su comportamiento,
sanciona esta explicación. Así Baco se encuentra confirmado en su
omnipotencia significante por aquellos mismos que pretenden
combatirlo.

Entonces, si queremos llevar más adelante nuestro paralelo con los


psicóticos, diremos que esta ausencia, que este vacío en el
significante, colmado durante la borrachera por un relato delirante
tomado como significado por el sujeto, se encuentra colmado en
período de abstinencia por la frase: “es culpa del alcohol, es culpa de
Baco”.

Frase mágica sobre la cual se precipitan los especialistas del anti-


alcoholismo para, a su turno, dar explicaciones del fenómeno de que
se ocupan que son delirantes por la simple razón de que, como sus
protegidos, rehúsan interrogarse sobre el difícil problema que se les
plantea.

18
Problemas propios del alcoholismo

Para no hablar sino de nuestro paciente, diremos, pues, que, si el


discurso del alcohólico se sostiene tan mal, tan mal especialmente en
el curso de una tentativa de análisis, es porque él siempre tiene una
respuesta lista en el momento en se le plantea una pregunta.

A decir verdad, no es una respuesta la que él da, sino dos: una que es
la de su delirio favorito durante la borrachera, la otra es la
impugnación del alcohol cuando está sobrio.

Ahora bien, es mediante la existencia sucesiva de estas dos respuestas


como de nuevo la pregunta llega a plantearse, y en medio de las dos
se halla la coyuntura donde se encuentra la subjetividad del alcohólico.
Porque estas dos respuestas, como arriba lo hemos intentado
demostrar, estas dos respuestas se alternan y se repiten, creando su
sucesión una verdadera experiencia del sin sentido. Cada una de ellas
es también, y sobre todo, negación de la otra respuesta. Detrás de la
realidad en la que el enfermo cree cuando está borracho o cuando está
sobrio, existe una virtualidad, esa posibilidad que siempre subsiste de
estar o no borracho.

Así, cada relato, marcado por una virtualidad, queda afectado siempre
por un signo que podríamos intentar denominar: punto de
interrogación quizá, punto de ironía más bien, pero ciertamente no un
punto aparte. Es en esto en lo que el alcoholismo se distingue
inequívocamente de la psicosis.

Entre las dos respuestas, igualmente irrisorias, una alienada, la otra


alienante, una en la que el significante es tomado como el significado,
la otra en la que el signo es tomado como el significante, el alcohólico,
a decir verdad, no vacila: al negar a ambas, reniega de la una y de la
otra.

No volveremos sobre esta doble negación, siendo la primera: “yo no


soy, ya no soy un alcohólico”, y la segunda: “yo no soy un no-
alcohólico”. Esta negación indudablemente implica la pregunta: “¿qué
soy? ¿Soy un alcohólico? ¿Qué es un alcohólico?” y, claro está, la más
frecuente: “mi padre alcohólico, ¿qué es él?”.

Esta pregunta misma constituye una tentación de quedarnos con ella,


tan satisfechos estamos de oírla enunciar por enfermos demasiado
encantados con las certezas. Y no hay duda de que esta dimensión
narcisista no podría ser ignorada impunemente.

19
Pero, éste no es el verdadero problema. El alcohólico, al interrogarse a
sí mismo, piensa en su padre, en un padre que no es necesariamente
él también alcohólico, pero si piensa en él es a través de su madre, y
entonces podría formularse esta pregunta: “¿qué es mi padre para mi
madre?”. O mejor aún: “¿quién es mi madre para juzgar a mi padre
así?”.

¿Es su padre aquel que gana el dinero, que hace el papel de macho
reproductor, pero que, totalmente alienado por las obligaciones
materiales, por el embrutecimiento del alcoholismo, o por alguna otra
tara, imperdonable a los ojos de la madre, ha quedado excluido de la
vida del hogar, ha perdido todo derecho a la palabra? O bien, ¿es la
madre la que, sentando un juicio muy apresurado (el mismo que el
médico es tentado de sentar), ha excluido de su vida al hombre que,
no obstante, era realmente su marido?

Problemas terapéuticos

Esto nos lleva directamente a nuestra práctica. Ya hemos evocado la


consulta del alcohólico, el relato de su mujer, la negación del enfermo.
Explícitamente o no, una pregunta se nos plantea: “¿es el sujeto
alcohólico?”. Y cueste lo que nos cueste, responderemos “sí”, porque
somos médicos; diremos “sí” como su madre, como su mujer. Desde
el comienzo, estamos en ese papel femenino y maternal; en el
“mérdico” de Jarry hay madre y hay pecho 4. Y poco importa si en su
vida privada el médico en cuestión es un hombre, poco importa si le
encanta el buen vino; en consulta, es como la madre en la misma
medida en que está confinado en su papel de médico.

Desde este momento, todo queda listo para las frases de cajón.
Diremos que el alcohol le hace hacer bobadas; diremos que no sabe
defenderse de él. En breve, le diremos que no accederá a la condición
de un ser humano digno de ese nombre sino mediante la intervención
de nuestra ciencia: será lo que haremos de él.

Es verdad. Es verdad si comprendemos ”será lo que haremos de él”


como equivalente a decir: “su padre fue lo que su madre quiso que
fuese”.

Por lo demás, es una evidencia flagrante que los alcohólicos son como
se los han vuelto y, si eso ya no se reconoce, debe ser porque de ello
se saca provecho.
4
“Merdecin”, el neologismo de Jarry, en lugar del habitual “médecin” (médico),
incluye, efectivamente, “mère” (madre) y “sein” (pecho), N. del T.

20
No obstante, Jellinek ha observado que el alcoholismo asume formas
tan diferentes de un país a otro, de una época a otra que sería
irreconocible si no encontráramos en el uso y abuso del alcohol una
dimensión común. Igualmente, Fouquet ha señalado que el
alcoholismo parece ser una enfermedad totalmente diferente para
cada observador.

Sería oportuno detenerse en esta observaciones, aunque sólo fuera


para poner en su sitio, muy secundario, la influencia de los factores
económicos en el origen del alcoholismo: así, Italia, fuerte productor y
fuerte consumidor, sometida a la influencia de poderosos grupos de
presión, no obstante, no tiene sino muy pocos alcohólicos. Suecia, al
contrario, débil productor, donde el Estado detenta el monopolio de los
alcoholes y frena el consumo, tiene un número considerable de
alcohólicos. Y qué decir de la URSS, de los Estados Unidos, del Japón,
donde las variaciones bruscas del alcoholismo sólo son sancionadas
tardíamente por leyes de prohibición. El más impresionante ejemplo
aún es proporcionado por nuestro país (Francia) donde la comunidad
judía se ve totalmente libre del alcoholismo, mientras que las
condiciones económicas y sociales, evidentemente, son las mismas
como para los demás franceses.

Está absolutamente claro que lo que desempeña el papel más


determinante en la frecuencia y la forma del alcoholismo es la
subjetividad del grupo social, su actitud no sólo frente a los
alcohólicos, sino, sobre todo, frente a los miembros deficientes,
alcohólicos o no, del grupo.

A nivel de nuestra práctica cotidiana, es evidente que nos suponen


solidarios de esta subjetividad, como también lo son la mujer y la
madre de nuestro paciente. No debemos olvidarlo, si queremos
comprender que, antes de hablar del “yo débil” del alcohólico, tenemos
que reconocer que nuestra propia posición es muy fuerte, tan fuerte
que la protesta de nuestro enfermo no puede expresarse de manera
diferente a una negación irrisoria o en el verdadero “acting-out” que
constituye una recaída.

De manera que el alcohólico que viene a consultar al médico espera


las mismas palabras que el penitente espera del sacerdote. Porque
sabe que el otro dirá: “estoy en contra”, en tanto que es solidario del
cuerpo social al cual pertenece.

Entre el perfecto alcohólico y el perfecto médico no puede haber otra


relación que la de imaginario a imaginario, de yo a yo. En estas
condiciones, todo lo que hay que decir se dice rápidamente. Médico y
paciente no tendrán otra cosa que hacer que volver a sus respectivos
21
desiertos y, desde luego, vendría mal de nuestra parte urgirle a
nuestro enfermo que ponga pronto un poco de sí, ya que al beber él
puede hacer su propia caricatura y la nuestra.

El error que cometemos al hacer un diagnóstico de alcoholismo,


creyéndonos objetivos, es que nos limitamos a adoptar la subjetividad
de la época, es que no dejamos lugar en nuestro mundo ni al enfermo
mismo, ni – sobre todo – a su padre. Así, dejamos un hueco abierto, y
seríamos muy ingenuos al creer que podrá llenarse con las
satisfacciones narcisistas que el enfermo experimentará al sentirse
físicamente en buen estado.

Este ideal de hembra satisfecha es indudablemente el que,


confusamente, el alcohólico busca. No creamos, sin embargo, que este
ideal será alcanzado simplemente porque le pintamos el mismo cuadro
que su madre le pintó de los alcohólicos y de los otros seres más o
menos alienados. Al contrario, ya que hay todas las razones para
pensar que él está demasiado encerrado en esa visión.

Por tanto, es al contrario, al borrarnos, al rehusar tomar partido a


favor o en contra de él, como permitiremos a nuestro alcohólico darse
cuenta de que esperaba al principio que, al desmontar sus mentiras, lo
íbamos a poseer; y, como consecuencia del desconcierto que esto no
dejará de provocar en él, él permitirá que aparezcan los rasgos en que
su propia subjetividad se transparentará.

Ciertamente, nuestra actitud psicoterapéutica no puede tener nada de


sistemática. Es apenas natural que cierta manera de comprender el
análisis, que se asemeja más a las prácticas chamanísticas que a la
enseñanza freudiana, sólo podrá confirmar a nuestro paciente en la
convicción de que somos el brujo portavoz de la aldea, y él, el infeliz
poseído por el demonio.

Pero, un análisis clásico también presenta, al principio, dificultades


insuperables. Porque si el término ambiguo de “cura” es utilizado sin
inconveniente en el caso de las neurosis para designar el fin del
tratamiento, este término tiene un sentido demasiado preciso para el
alcohólico; cura, para él, significa abstinencia, hasta tal punto que la
cura rápidamente se vuelve inútil o impotente.

La psicoterapia ciertamente no tiene como fin, como lo creen el


alcohólico y su familia, hacerle entrar en la legalidad a este “fuera-de-
la-ley” en que se ha convertido al igual que su padre. Al contrario, se
trata de impugnar esta Ley y de preguntarse por quién ha sido
promulgado. Al aceptar que el problema se plantee en estos términos,
veremos, en el mejor de los casos, al enfermo aportarnos un

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abundante material en el que el principal personaje será la Muerte.
Porque si el alcohol ya no está allí para matar a la mujer, a la madre,
será preciso que nuestro paciente la tome a su cargo.

CONCLUSIÓN

En el curso de esta exposición, hemos evocado algunas de las


dificultades que el alcohólico encuentra para situarse en una relación
intersubjetiva. No podríamos concluir sin decir algunas palabras sobre
el papel simbólico del alcohol en una relación intersubjetiva y, para
hacerlo, no podemos dejar de remitir a un texto de Claude Lévi-
Strauss.

El autor, en Las estructuras elementales del parentesco, describe


prolijamente el microdrama que se realiza entre dos desconocidos
obligados a convivir durante el tiempo relativamente largo cuando
almuerzan, frente a frente, en cualquier restaurante popular del sur de
Francia. Al sufrir de la tensión que resulta de la ignorancia en que
están, el uno respecto al otro, se esforzarán por reducirla: es el jarro
de vino vertido en la copa del otro lo que proporciona el pretexto para
el comienzo de una interrelación, y constituye el primer término
simbólico de un intercambio destinado a prolongarse en un diálogo. El
autor indica las múltiples connotaciones de este primer gesto:
obligación de reciprocidad, demostración de aplomo social, lucha de
prestigio por la importancia de la generosidad, obsequio ostentoso de
un bien superfluo, esbozo de una organización dualista… Se trata, nos
dice Lévi-Strauss, de un “hecho social total… Este drama, en
apariencia fútil… nos parece, al contrario, ofrecer al pensamiento
sociológico material para inagotables reflexiones”.

Indubitablemente, las bebidas alcohólicas, y especialmente el vino,


ofrecen, más que cualquier otro objeto, las cualidades que uno tiene el
derecho de exigir del don, en la medida en que éste estructura las
relaciones interhumanas más elaboradas. Y para los conocedores, la
elección de un viñedo y de una cosecha particulares, su conservación,
su preparación cuidadosa constituyen un preámbulo que a menudo
dura varios años, mediante lo cual se prepara la calidad del don,
testimonio de la delicadeza de una amistad.

En los meandros de un procedimiento tan lento y tan delicado, es


evidente que nuestros alcohólicos se pierden, y allí reside su mal. Fue
Balzac, si mal no recuerdo, quien protestó al ver a un invitado beberse

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de una el vino que se le acababa de servir. Como éste, sorprendido, le
preguntó qué había que hacer si no beberlo, Balzac explicó: “caballero,
uno lo aspira”. El huésped lo hizo, antes de intentar beberlo de nuevo.
Indignado, Balzac lo detuvo otra vez, provocando una nueva pregunta
de nuestro hombre: “entonces, ¿qué hay que hacer ahora?”. “Pues
caballero”, respondió Balzac, “uno lo comenta”.

Esta anécdota transforma a nuestro invitado un poco apresurado en un


vulgar patán, en un alcohólico quizá. Balzac no tuvo necesidad de leer
a Lévi-Strauss para saber que, para un hombre que se respeta y que
respeta a los demás, el vino debe considerarse como un producto de
lujo elevado a la más alta función social, la del intercambio. Pero no
debe servir jamás para llenar un hueco, sea un hueco en el estómago
o en el significante, llámese sed o mala educación. Balzac, con su
anécdota, muestra como el significante “vino” puede caer bruscamente
de otro lado, aquí en el cuerpo de nuestro hombre. No hay la menor
duda de que allí conserva su función de significante, es decir que será
hablante, pero, de ahí en adelante, hablará para designar a aquel que
se lo ha apropiado como indigno de la sociedad refinada en la que ha
sido introducido por error.

De este triste destino, el de los alcohólicos, quise hablarles, pensando


que este patán, del que nunca se habla, de todos modos tenía su lugar
en una sociedad de psicoanalistas, cuyos miembros se interesan, sobre
todo, en aquello que no se dice.

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