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Antropología y medio ambiente. Revisión de una tradición y nuevas


perspectivas de análisis en la problemática ecológica

Article  in  AIBR: Revista de Antropología Iberoamericana · May 2008


DOI: 10.11156/aibr.030203 · Source: DOAJ

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Beatriz Santamarina
University of Valencia
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144 Antropología y Medio Ambiente

ANTROPOLOGÍA Y MEDIO AMBIENTE.


REVISIÓN DE UNA TRADICIÓN Y NUEVAS
PERSPECTIVAS DE ANÁLISIS EN LA
PROBLEMÁTICA ECOLÓGICA

Beatriz Santamarina Campos


Universidad de Valencia

Recibido: 26 de febrero de 2008


Aceptado: 8 de abril de 2008

Resumen
Durante los últimos años la producción etnográfica sobre el conflicto medio ambiental ha
generado un volumen considerable de aportaciones. En este artículo se contextualiza, en la
tradición antropológica, las distintas perspectivas (la ecológica, la simbólica cognitiva y la
política) que se han ocupado del entorno, de la construcción de la naturaleza y del papel
otorgado a la naturaleza en la distribución de relaciones de poder. Todo para situar a las
perspectivas de la ecología simbólica y ecología política como los enfoques, desde nuestro
punto de vista, más pertinentes para abordar el conflicto medio ambiental. En un mundo
donde se imponen visiones hegemónicas y discursos ecológicos globalizados, basados en
una racionalidad político-económica que se pretende única, se hace necesario un análisis
crítico para descifrar las claves de nuestra práctica cultural y para poner en práctica todo el
conocimiento local aprendido, que permita sacar a la luz otros discursos practicables posibles
desde lógicas marginales.

Palabras claves
Ecología cultural, Ecología simbólica, ecología política, antropología medio ambiental

ANTHROPOLOGY AND THE ENVIRONMENT. REVISION OF A TRADITION


AND NEW ANALYTICAL PERSPECTIVES FOR THE ECOLOGICAL
PROBLEM

Abstract
In recent years, ethnographic work on environmental conflict has generated a considerable
amount of activity. This article contextualizes the different perspectives (ecological, symbolic-
cognitive and political) that have dealt with the environment, the construction of nature, and the
role given to nature in the distribution of power relations. The authors consider the perspectives
of symbolic ecology and political ecology to be the approaches that are most relevant for
addressing environmental conflict. In a world of imposed hegemonic visions and globalized
ecological discourses based on a political-economic rationality that claims to be unique, a critical
analysis is needed to decipher the code of our practice of culture and to put into practice all of
the acquired local knowledge, which will allow us to draw out other possible, viable discourses
from marginal logics.

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Volumen 3, Número 2. Mayo-Agosto 2008. Pp. 144-184
Madrid: Antropólogos Iberoamericanos en Red. ISSN: 1695-9752
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Key words
Cultural Ecology, Political Ecology, Symbolic Ecology, Environmental Anthropology

1. Introducción

D
esde la antropología, hacer una aproximación reflexiva al medio ambiente en
nuestra práctica cultural supone invitar a la consideración de un tema que ha
ocupado un importante volumen en la producción etnográfica. El medio
ambiente se presenta como una recapacitación entre dos polos tensionales tan
clásicos en la antropología como en nuestra sociedad: naturaleza-cultura. Nos es
imposible pensar el medio ambiente sin una referencia explícita a la Naturaleza, y con
ella se abre una reflexión sobre lo nuestro. Ahora bien, el fenómeno medioambiental y
la necesidad de abordarlo desde una visión concreta, exige una primera mirada sobre
cómo la antropología ha contribuido no sólo a la comprensión de nuestras relaciones
con la naturaleza, sino también a configurar el mundo de lo natural. Dicha reflexión
debe hacerse en dos sentidos. En primer lugar, podemos observar cómo la naturaleza
ha sido un eje de vital importancia en el desarrollo de la disciplina antropológica,
apareciendo como un polo fundamental en su constitución y distribución de sentidos.
Así, una aportación indiscutible de la antropología1 es haber definido la cultura frente a
la naturaleza; de hecho “la relación entre cultura y naturaleza (o entre población y
entorno, si prefiere utilizarse el vocabulario ecológico-técnico) ha ocupado una parte
sustancial del análisis antropológico” (Comas d’Argemir, 1998:124). En este sentido,
hasta la segunda mitad del siglo XX, la delimitación de la cultura era “negativa porque
hablar de cultura equivalía a hacer algún tipo de referencia, implícita o explícitamente,
a lo que se estimaba su contrapartida, la naturaleza” (Luque Baena, 1990:93).
Después de este largo periodo, asistimos a un reconocimiento de la complejidad y del
dinamismo para explicar ambos conceptos, pero las fronteras y las relaciones entre
ambos vendrán marcadas, de igual modo, por la delimitación de esferas. Hay que
esperar hasta mediados de los 80, con la aparición y el desarrollo de la ecología
simbólica, la ecología política y la antropología de la ciencia, para asistir a la
superación de esta dicotomía clásica. Sin duda, la reflexión sobre el medio ambiente,

1
Una característica que no es propia de la disciplina porque, como veremos más adelante, la constitución
moderna de la ciencia occidental se basa en la distinción ontológica entre mundo natural y mundo social (Latour,
1993).

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en un contexto marcado por la globalización y la reestructuración del capitalismo y


caracterizado por la destrucción/degradación del entorno, ha contribuido a una
redefinición del problema.
Y, en segundo lugar, este papel central ha posibilitado una atención especial a
la construcción social del mundo de lo ‘natural’. Así, nos interesa atender a las
contribuciones que desde la disciplina antropológica ayudan a descubrir la
complejidad y las múltiples dimensiones del complejo cultural ‘naturaleza’. Las
diferentes tradiciones en antropología han abordado la ‘naturaleza’ de distinta manera:
como proceso evolutivo en continuo, como esfera delimitada y contrapuesta, como
sistema de flujos..., y en este artículo pretendemos acercarnos a ellas. No obstante, el
objetivo no es hacer una síntesis exhaustiva sobre el papel otorgado por los
antropólogos a la naturaleza, sino más bien poner al descubierto la importancia y la
centralidad que dicha categoría ha ocupado y la pertinencia hoy en día de reflexionar
sobre este legado.
En definitiva, en este texto, atenderemos, a las diferentes perspectivas
antropológicas que se han ocupado, de forma especial, del mundo de lo natural. Así,
diferenciaremos tres grandes perspectivas: la ecológica, la simbólica cognitiva y la
política. En la perspectiva ecológica revisaremos la elaboración antropológica del
entorno, lo que se ha venido llamando ecología cultural. En cuanto a la perspectiva
simbólico-cognitiva veremos la manera en que se ha utilizado como construcción
cultural, observando las distintas interpretaciones y manifestaciones a las que ha
dado lugar la noción de naturaleza. Y, por último, en la perspectiva política,
analizaremos el papel otorgado a la naturaleza en la distribución de relaciones de
poder significativas. Todo para situar a las perspectivas de la ecología simbólica y
ecología política como los enfoques, desde nuestro punto de vista, más pertinentes
para abordar el conflicto medio ambiental, sin renunciar con ello a las aportaciones
que se han venido haciendo desde la disciplina y que han permitido un debate
constante sobre el entorno.

2. Las perspectivas de la(s) naturaleza(s) en antropología

El papel que se asignó a la naturaleza como eje fundamental en el discurso


antropológico proporcionó a la disciplina tanto herramientas analíticas para la

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investigación como un marcador de identidad. La naturaleza cobró un lugar


destacado epistemológicamente, ya que garantizaba tanto la posibilidad de establecer
un primer proceso constitutivo de atribución de orden y sentido, como un primer
marco de comprensión de los fenómenos que se pretendían estudiar. Así, la
naturaleza actuaba como un polo tensional para construir un universo de significación y
como una fuente primordial para la constitución sistemática de una cosmovisión del
mundo. De ahí que, durante largo tiempo, se tendiera a definir la cultura por
oposición a la naturaleza.
En algunos planteamientos, dicho eje se torna fundamental, como es el caso
del funcionalismo psicobiológico de Malinowski (1944), donde podemos encontrar
una versión de este tipo de interpretaciones. Sin embargo, Malinowski no fue el
primero ni el único que tomó el modelo dualista como motor de su teoría. Antes que él
los evolucionistas la habían consagrado para su esquema interpretativo de la evolución
de la historia. Después, debates como el idealista-materialista, que coparon buena
parte de las décadas de los 60 y 70 del siglo XX, escondían tras ellos la polémica entre
naturaleza y cultura. De facto, la confrontación naturaleza/cultura es posible rastrearla
hasta bien entrado el último cuarto del siglo XX. Podemos decir que tanto en la
ecología cultural, como en las propuestas materialistas e incluso en algunas marxistas,
se encuentra un esquema reduccionista sustentado en la dicotomía naturaleza-cultura.
Del mismo modo, en la antropología estructuralista o simbólica, hallamos un esbozo
similar basado en el binomio naturaleza-cultura pero, en este caso, como propuesta
analítica para interpretar diferentes procesos sociales. Así, detrás de la aparente
diferencia, entre el enfoque estructuralista y simbólico subyace una misma concepción
basada en la polaridad (Descola y Pálsson, 1996). Las consecuencias que dicha
representación ha traído consigo se pueden resumir fundamentalmente en dos: en
primer lugar, el modelo dualista ha obstaculizado una visión ecológica de las relaciones
entre los seres humanos y el medio ambiente (Hornborg, 1996; Descola, 1996;
Hornborg y Pálsson, 2000) y, en segundo lugar, ha imposibilitado interpretar el
conocimiento ecológico y tecnológico de otras culturas por estar las mismas
supeditadas a las pautas de comprensión del modelo occidental (Hviding, 1996; Ellen,
1996).
Distintas aproximaciones han puesto en entredicho el modelo dualista,
aduciendo que las diferenciaciones establecidas por el pensamiento científico

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occidental no son ni exportables a otros modelos culturales ni, necesariamente, se


encuentran en ellos (Hornborg, y Pálsson, 2000). Desde la etnografía, Descola (1993,
1998, 2003), como veremos más adelante, ha puesto en evidencia cómo la dicotomía
naturaleza-cultura pierde el sentido en algunas prácticas culturales. Siguiendo a esta
crítica, numerosos autores han mostrado, en diferentes contextos etnográficos, cómo
en distintos saberes locales no hay posibilidad de aplicar el dualismo cultura-
naturaleza, entrando en las cosmologías toda suerte de interrelaciones entre humanos,
objetos, espíritus y animales (Arhem, 1996; Rival, 1996). Ello hasta el punto de que
han puesto en duda que en algunas culturas exista realmente una categoría específica
que haga referencia a lo que nosotros denominamos naturaleza (Howell, 1996). Pero la
dicotomía naturaleza-cultura no sólo ha sido desacertada para el estudio de realidades
no occidentales. Esta polaridad tampoco da cuenta de las relaciones existentes entre
naturaleza y cultura en nuestra propia sociedad. Latour (1993) ha puesto en evidencia
cómo en la práctica de la ciencia moderna nunca se ha superado el modelo dualista.
Pese a que la constitución moderna se basa en la división entre el mundo natural y el
mundo social (separación resultado de un proceso epistemológico de ‘purificación’ que
crea dos zonas ontológicas diferenciadas), en realidad, al existir otro conjunto de
prácticas que (por un proceso de ‘traducción’) permiten la multiplicación de los híbridos
de la naturaleza y la cultura, la ciencia moderna nunca ha podido llegar a cumplir la
máxima del modelo dualista; de tal forma que, nunca hemos sido modernos.
Por otro lado, la inconsistencia del modelo dualista también ha salido a la luz
cuando se ha prestado una mayor atención a los procesos de elaboración científica,
considerándolos como generadores de culturas locales y que están sujetos a
tradiciones, a contextos productivos específicos y a relaciones de poder. Por poner un
ejemplo, Nothnagel (1996) ha estudiado cómo la ciencia ‘reproduce’ la naturaleza, es
decir, no sólo estudia los fenómenos dados ‘naturalmente’ sino que es capaz de
reproducir artificialmente sus propios fenómenos. Asimismo, es evidente que la
aparición de múltiples híbridos como la oveja Dolly, los bebés probetas, los alimentos
transgénicos, etc., fuerzan a repensar los frágiles límites establecidos entre naturaleza
y cultura (Santamarina, 2007). Autores como Haraway (1995, 1999) hablan de la
reinvención posmoderna de la naturaleza, donde la iconografía del cyborg (un híbrido
entre máquina y organismo) encapsularía ejemplarmente la disolución de límites : “el
cyborg aparece mitificado precisamente donde la frontera entre lo animal y lo humano

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es transgredida” (Haraway, 1995:257). Y Papagaroufali (1996) considera que las


prácticas biotecnológicas, como los xenotrasplantes y la transgénesis, cuestionan y
jerarquizan las fronteras establecidas entre lo humano y lo animal.
Junto a lo señalado, el nuevo contexto de degradación medioambiental ha
puesto sobre la mesa el debate sobre nuestras relaciones con el medio y con lo que
consideramos el mundo de lo natural (Eder, 1996), unas relaciones fundamentadas en
una visión del mundo dualista y jerárquica, que ha desencadenado una destrucción sin
límites. Al reducirse la naturaleza simplemente a “la materia prima de la cultura,
apropiada, reservada, esclavizada, exaltada o hecha flexible para su utilización por
parte de la cultura en la lógica del colonialismo capitalista” (Haraway, 1995:341),
hemos asistido a una dominación, ligada a la lógica de la producción y del capital,
que permite la reducción sistemática de espacios (naturales, colectivos y
discursivos) con total impunidad. La crisis medioambiental pone sobre la mesa la
irresponsabilidad de nuestros cimientos y supone el quiebro del mito moderno de una
dominación absoluta de la naturaleza (Santamarina, 2006a).
Con todo, antes de la deconstrucción del modelo dualista, se han producido
en antropología numerosas contribuciones que suponen un importante legado para
esta tradición de pensamiento. Tres perspectivas (ecológica, simbólica y política)
agrupan las distintas aportaciones que se han ocupado especialmente del mundo de
lo natural; de ellas nos ocupamos a continuación, viendo sus limitaciones y las
propuestas que permiten superarlas.

2.1 La perspectiva ecológica

Al comenzar cualquier monografía clásica de antropología, lo primero que nos


encontramos es un capítulo de introducción dedicado al hábitat y al entorno de la
cultura observada. El medio donde se ha desarrollado la investigación y donde se
desenvuelve la sociedad estudiada sirve como un primer marco de referencia, es el
contexto que da sentido al texto. Sin embargo, eso no significa que los antropólogos
hayan considerado siempre el entorno como un factor explicativo de los fenómenos
culturales2. La perspectiva ecológica no llega a la disciplina hasta los años cuarenta,
va a ser entonces cuando se importen los primeros conceptos de la doctrina

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darwiniana (Valdés y Valdés, 1996). Las tensiones generadas entre la biología y la


antropología hicieron posible el desarrollo de la ecología cultural. Este enfoque centró
su atención en los procesos adaptativos de la cultura, entendiendo que las culturas se
adaptan al medio, y que en ese proceso podemos ver cómo una cultura se constituye.
El debate de los ecólogos culturales parece moverse en una discusión centrada sobre
el determinismo cultural y el determinismo ambiental3. Comenzaremos con Kroeber,
como un claro exponente de la concepción de la autonomía cultural en un espacio
determinado; su obra perfila de manera ejemplar la tensión entre la biología y la
antropología. Seguiremos con White, como continuador de la tradición boasiana y
antecedente inmediato de la adopción de la perspectiva ecológica. El punto de
inflexión viene dado por Steward, al que se le atribuye la paternidad de la ecología
cultural. En él observaremos el primer intento de conjugar los factores biológicos con
los culturales; por ello, se considera a este autor como una bisagra entre dos modos
fundamentales de entender las relaciones entre naturaleza y cultura. Aunque, como
veremos, sus continuadores, materialistas e idealistas, vuelven a situar en dos polos la
naturaleza y la cultura respectivamente. Para terminar, nos aproximaremos a los
enfoques principales a los que ha dado lugar el desarrollo de la ecología cultural: el
sistémico y el individualista. Nos detendremos sólo en el sistémico, a través de la
obra de Rappaport, para analizar las dificultades que arrastra la perspectiva ecológica
y para tomar a este autor como puente hacia las nuevas ecologías (Biersack, 1999a).
Kroeber (1917) en su clásico artículo ‘Lo superorgánico’ delimita y contrapone
cultura y naturaleza, siguiendo el camino iniciado por Boas, intentando tanto combatir
las formulaciones de biólogos evolucionistas, como delimitar la cultura como un
campo específico de investigación. Para él, la cultura es ‘superorgánica’, está por
encima de lo orgánico, de lo natural. La frontera entre lo natural y lo cultural es trazada
de forma clara y contrapuesta. La naturaleza, lo orgánico, pasa a ocupar un papel

2
Más bien, dicha descripción se ha utilizado como una doble estrategia: permitía ubicar y dar realidad a una
sociedad concreta. Eso legitimaba al antropólogo al reconocerse su conocimiento del terreno.
3
Seguiremos para este bosquejo las periodizaciones de Orlove (1980) y Valdés y Valdés (1996). Orlove (1980)
diferencia tres estadios en el desarrollo de la antropología ecológica: un primero caracterizado, por el trabajo de
Steward y White; un segundo ocupado por las teorías neofuncionalistas y neoevolucionistas; y un tercero, donde
se desarrollan las enfoques procesuales. Valdés y Valdés (1996) señalan tres etapas: una marcada por la
discusión de los argumentos posibilistas y la aparición de la ecología cultural, otra caracterizada por el afán de
fundar una disciplina más general, y que da lugar al enfoque sistémico y a la perspectiva individualista; y, por
último, la etapa actual, en la que se produce una síntesis de los enfoques anteriores (homeostático y procesual).
Por otro lado, hay que señalar que Milton (2001a) utiliza otro esquema para hablar del desarrollo de la
perspectiva ecológica, aunque hemos preferido utilizar estos porque se ajustan más, desde nuestro punto de
vista, a una visión global de las distintas etapas de la perspectiva de la ecología cultural.

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pasivo (el entorno tiene sólo un sentido delimitador, un papel negativo); es la cultura,
lo supraorgánico, quien cobra el protagonismo (lo social es lo que determina lo social).
En 1952, después de las fuertes críticas suscitadas por el valor otorgado a lo
superorgánico, ofrece una definición de cultura más elaborada; sin embargo, los
postulados no difieren de sus planteamientos anteriores. El esquema se repite: existe
una ‘natural’ naturaleza de la cultura. Esta es quizás la frase que mejor resume el
planteamiento de Kroeber.
Los planteamientos de Kroeber fueron muy atacados en su época, pero, como
ha señalado Harris, “el más decidido apoyo a lo superorgánico de Kroeber llegó de un
ángulo totalmente inesperado. En ‘The expansion of the scope of science’, Leslie
White defiende a Kroeber como uno de los pocos antropólogos que se han esforzado
por formular la filosofía de una ciencia de la cultura” (1987:287). La concepción de
White parte de unas premisas muy parecidas a las de Kroeber, pero radicalizando aún
más el determinismo cultural. Para él, la cultura sólo se explica a través de la cultura
([1959]1975b) puesto que la cultura tiene un desarrollo propio una vez se ha
desprendido de su origen en la evolución biológica. La delimitación entre la naturaleza
y la cultura queda establecida de forma precisa por la capacidad simbólica de los
seres humanos4. En su teoría cobra especial importancia la relación entre la energía,
la eficacia tecnológica y la evolución. Su modelo contempla tres subsistemas: el
tecnológico, el social y el ideológico. De ellos, el tecnológico es el principal y explica la
evolución de la cultura. Su esquema es sencillo: la evolución depende de la capacidad
para aprovechar la energía que hay en el entorno, y esto se consigue a través del
sistema tecnológico5. Dicha fórmula “contradice el postulado inicial de White. ¿Cómo
argumentar que la cultura sólo se explica por la cultura si hay al menos un elemento
exógeno que la determina?” (Luque Baena, 1990:98). Al definir la cultura le concede
una autonomía propia pero, al explicar el desarrollo de la humanidad en términos
tecnológicos-energéticos, da entrada al medio como un factor explicativo en la
evolución cultural. Para White, la clave está en controlar los recursos naturales. La
diferencia radica en que no es lo mismo apropiarse de ellos que aprovecharlos y
transformarlos. El factor tecnológico se convierte en fundamental para explicar el

4
La cultura es “la clase de las cosas y acontecimientos que dependen de simbolizar, en cuanto son
consideradas en un contexto extrasomático” (White, [1959]1975:139).
5
“La cultura se desarrolla según aumenta la cantidad de energía aprovechada per cápita al año, o según
aumenta la eficacia de los medios instrumentales que ponen la energía en funcionamiento” ([1949]1993b:325).

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progreso, ya que la energía utilizada depende del mismo. El sistema tecnológico


condiciona a los otros subsistemas, los convierte en subsidiarios; de ahí la critica a su
determinismo tecnológico-mecánico. En definitiva, la evolución está condicionada por
la facultad de extraer energía y por los diferentes grados de desarrollo tecnológico6. La
metáfora orgánica le permite ver la cultura como un proceso evolutivo.
Si bien White introduce la perspectiva ecológica, al reconocer la influencia del
entorno en la cultura, será Steward quien definitivamente integrará en su perspectiva
las interrelaciones entre cultura y naturaleza, aunque seguirá anclado en el modelo
dualista. Su aportación más notable reside en su conceptualización de la adaptación
cultural y de las relaciones entre entorno y cultura, que permite el desarrollo del nuevo
enfoque de la ecología cultural. Para Steward, el problema de la adaptación al entorno
(ecología) del ser humano radica en que se introduce el ‘factor superorgánico de la
cultura’. De ahí que “el problema de explicar el comportamiento cultural del hombre es
de un orden diferente al de explicar su evolución biológica. Los modelos culturales (…)
no pueden analizarse del mismo modo que las características orgánicas”
([1955]1993:335). Crítica el papel minúsculo otorgado al entorno por parte de los
antropólogos que, al dedicarse a la historia y la cultura, han obviado el medio,
reservándole un ‘papel secundario y pasivo’. Según él, el concepto normativo de
cultura ha dejado de lado las adaptaciones ambientales, al considerarse que todo está
determinado por la cultura. Pero, la cultura no sólo se explica por la cultura, sino
también por el entorno. Así, se deshacía de la concepción circular de la cultura
ofreciendo un nuevo paradigma, “la ecología cultural difiere de la ecología humana y
social en la búsqueda por explicar el origen de modelos y características culturales
que caracterizan áreas diferentes más que por derivar principios aplicables a cualquier
situación cultural y ambiental. Difiere de las concepciones relativista neoevolutiva de la
historia cultural en que introduce el entorno local como factor extracultural en la
infructuosa suposición de que la cultura viene de la cultura” ([1955]1993:338)7.

White lo expresa en la siguiente fórmula E x T = C, donde E es la energía per cápita, T la eficiencia para
aprovecharla y C el grado de desarrollo cultural.
6
“Los sistemas culturales, igual que los del nivel biológico, tienen capacidad para crecer. Es decir, el poder de
captar energía es también la capacidad de aprovecharla cada vez más. Así, los sistemas culturales, igual que los
organismos biológicos, se desarrollan, multiplican y expanden” ([1949] 1993: 366).
7
Para Steward, los aspectos de la cultura son interdependientes, pero varía el grado y el tipo. El concepto de
‘núcleo cultural’ permite ver cómo existen elementos que están más vinculados a la subsistencia y a la economía
(también en el núcleo se encuentran las pautas sociales, políticas y religiosas), aunque existen otros elementos
secundarios que dependen de factores histórico-culturales, y que pueden dar una imagen distinta entre dos culturas
que tienen un mismo núcleo. Así, “la ecología cultural presta especial atención a aquellas características con las

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Como han señalado Valdés y Valdés, “Steward admitía la actuación conjunta


de una doble causalidad, la bioecológica y la cultural, pero fue incapaz de precisar
los respectivos ámbitos de aplicación” (1996:98). De todas formas, fue el precursor
de la problemática ambiental en la antropología, sentando tanto las bases para un
posterior análisis del interaccionismo como estimulando el debate entre sus
seguidores, divididos en dos posiciones extremas: el materialismo y el idealismo. La
discusión entre ambas posturas, entre razón práctica y cultura, queda personificada
en sus dos máximos exponentes, Harris y Sahlins respectivamente. Detrás de este
debate aparece, una vez más, la dicotomización naturaleza/cultura o, si se prefiere,
la reducción de una sobre la otra. Para el materialismo vulgar, la cultura se explica
en términos de naturaleza. Para el idealismo, la cultura es autónoma,
autodeterminante y explicable en sus propios términos.
El materialismo de Harris parte de considerar “que la vida social humana es
una reacción frente a los problemas prácticos de la vida terrenal” (1982:11), y que,
por tanto, el énfasis debe ponerse en la relación entre producción, reproducción y
ecología. Los condiciones tecnoecológicas y tecnoeconómicas ocupan un lugar
privilegiado en su formulación, ya que serán los factores responsables de la
organización social y la ideología. Este determinismo infraestructural viene
justificado porque los seres humanos no podemos cambiar las leyes de la
naturaleza, estamos sujetas a ellas. La tecnología permite alterar las tasas
productivas y reproductivas pero, aún así, queda sujeta a las leyes biológicas y
ecológicas, y a la capacidad de cada hábitat de ser modificado. Los
constreñimientos infraestructurales son los que determinan los componentes
estructurales y superestructurales8. Ejemplo de su argumentación lo encontramos en
su interpretación de los tabúes alimentarios (1989, 1997). Harris ([1985]1997)
cuestiona los postulados de Lévi-Strauss, planteándose si los alimentos son buenos
para pensar o para comer. Su respuesta es clara: “las gentes hacen lo que hacen
por buenas y suficientes razones prácticas y la comida no es a este respecto una
excepción” ([1985]1997:13). Así, las cosas, “la comida debe nutrir el estómago
colectivo antes de poder alimentar la mente colectiva” ([1985]1997:14). Para él, los

que el análisis empírico muestra estar más estrechamente relacionado en la utilización del entorno de modos
culturalmente prescritos” ([1955]1993:339).
8
“A la naturaleza le da lo mismo que Dios sea un padre amantísimo o un sanguinario caníbal. Pero no le es
indiferente que el período de barbecho de un campo cultivado por el método de roza dure un año o
diez”(1982:73).

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154 Antropología y Medio Ambiente

alimentos ‘buenos para comer’ son, sin duda, aquellos que tienen una relación
coste/beneficio más óptimo en comparación con los que son ‘malos para comer’. En
esta relación coste/beneficio, nos dirá Harris, las culturas no sólo tienen en cuenta el
valor nutritivo sino también el coste/beneficio9 de la producción y sus efectos sobre
el medio. Las cocinas serán más carnívoras o más herbívoras dependiendo de las
poblaciones, los hábitats y los recursos tecnológicos, de tal forma que todos los
rasgos culturales tienen un sentido ecológico. El determinismo ambiental de su
explicación es evidente al otorgar al ambiente un papel sobresaliente en el desarrollo
de las culturas y al considerar los rasgos culturales como expresiones de la
racionalidad adaptativa. En suma, el materialismo cultural enarbolado por Harris,
reduce la cultura a la naturaleza, la ideología a la práctica, lo ideal a lo material, y
todo desde un determinismo infraestructural que desvaloriza el orden cultural y que
reduce sus explicaciones a la adaptación al medio por parte de los sistemas. Las
críticas a esta perspectiva han sido numerosas, aunque el ataque más directo le
viene formulado por Sahlins y Godelier10.
Nada más contrario al materialismo cultural que la posición adoptada por
Sahlins, la cual queda bien recogida en Cultura y Razón práctica ([1976]1997). En su
comienzo advierte: “este libro contribuye a una crítica antropológica de la idea de que
las culturas humanas se formulan a partir de la actividad práctica y, subyacente a ella,
del interés utilitario” (Sahlins, [1976]1997:9). Frente a la razón práctica, Sahlins
propone la razón simbólica o cognitiva; frente al postulado de que los humanos nos
movemos en un mundo material adopta la consideración de que somos los únicos
seres que tenemos esquemas significativos. De ahí que parta de la premisa de que la
cultura debe explicarse en términos de ella misma. Para él, las culturas son órdenes
significativos sistemáticos y no pueden ser simplemente aleatorias invenciones de la
mente. La cultura no puede ser vista como una variable dependiente de la lógica
práctica, ni debe ser entendida a partir de las fuerzas materiales; más bien al
contrario, los efectos materiales dependen de la interpretación cultural. Su postura
frente a la naturaleza es justo la inversa a la de Harris, puesto que para él se produce

9
Estos costes/beneficios se traducirían en las economías de mercado en ‘bueno para comer, bueno para
vender’.
10
Las principales críticas de Godelier al materialismo vulgar se centran en subrayar el reduccionismo que
establece Harris de las relaciones entre economía y sociedad, en su definición histórica como una serie de
hechos con cierta frecuencia estadística y en su concepción del término adaptación. Volveremos a Godelier más
adelante.

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una culturización de la naturaleza (‘naturaleza culturizada’). La naturaleza es sólo


materia prima en espera de que los seres humanos le den una forma significativa y un
contenido. El orden cultural es el encargado de definir la naturaleza, en este sentido,
las leyes de la naturaleza son indeterminadas. Esta concepción idealista reduce la
naturaleza a la cultura, de la misma forma que el materialismo reducía la cultura a la
naturaleza, e imposibilita pensar las relaciones naturaleza/cultura de otra forma que no
sea la confrontación y el menoscabo de una por la otra. Sahlins, en su empeño de
subrayar la dimensión ideológica, cae en la misma trampa que Harris.
Sin embargo, siguiendo con el desarrollo de la ecología cultural, vemos cómo
en los años setenta dicha perspectiva se apartó de los presupuestos de Steward y
puso mayor énfasis en los conceptos de adaptación y ecosistema. A ese nuevo
enfoque se le ha denominando sistémico, por el acento puesto en la interrelación de
factores dentro de un sistema que se considera autorregulado y funcional, y por el
estudio de los factores que inciden en la conservación del equilibrio de un sistema. En
Rappaport podemos apreciar el giro hacia esta nueva visión. El planteamiento inicial
es justo el inverso del visto hasta ahora: se trata de establecer qué es lo que no es
humano en vez de observar lo que es exclusivamente humano11. Así, al situar a los
seres humanos como animales, se pueden adoptar las perspectivas ecológicas y
biológicas en las generalizaciones antropológicas. El punto de partida es que “los
hombres son animales, y como todos los animales están indisolublemente ligados a
medios ambientes compuestos de otros organismos y sustancias inorgánicas de los
cuales deben obtener materia y energía para sustentarse y a los cuales deben
adaptarse para no perecer” (1975:269). Rappaport reconoce que en los seres
humanos nos encontramos con adaptaciones culturales al medio, pero en el proceso
de adaptación entran en juego las mismas reglas que podemos encontrar en la
adaptación biológica. Esto abre las puertas para la adopción de una perspectiva
ecológica. La complejidad está en las relaciones que se establecen entre naturaleza y
seres humanos porque “aunque el hombre actúa en la naturaleza de acuerdo con sus
conceptos y deseos, es sobre la naturaleza donde actúa, a la vez que ésta actúa
sobre el hombre” (1975:271). El problema radica en las discrepancias que existen
entre el ‘modelo percibido’ y el ‘modelo operativo’ en la comprensión de la naturaleza.

11
“Aunque la antropología ecológica comparte con el resto de la antropología cultural el objetivo de esclarecer la
cultura humana, difiere en una gran parte de aquella en que intenta explicar la cultura en términos de la parte que
juega en los aspectos de la existencia humana que son comunes a los seres vivientes” (Rappaport, 1975:268).

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156 Antropología y Medio Ambiente

El trabajo de los antropólogos ecólogos será integrar ambas perspectivas para


‘evaluar la capacidad adaptativa’. Para Rappaport todo puede ser explicado como un
proceso adaptativo.
El neofuncionalismo de Rappaport se hace evidente en su explicación. Toda la
argumentación responde a un mecanismo discursivo circular: la adaptación cultural al
medio contribuye a mantener el equilibrio en el ecosistema porque es adaptativa. Al
partir de una inversión (de la especificidad humana se pasa al énfasis de su condición
de animal), legitima su posición de adoptar el lenguaje de la ecología para explicar la
cultura; los seres humanos como seres animales no escapan al natural proceso
adaptativo de cualquier especie. El medio condiciona todas las relaciones de los seres
humanos. La tensión entre ecología y cultura se resuelve a favor del primero. La
cultura es un factor independiente que funciona como instrumento de adaptación a la
naturaleza. Si bien reconoce la influencia entre ambas, parece que, en última
instancia, el medio impone restricciones. El enfoque sistémico reduce las
interrelaciones a constricciones en aras de un sistema equilibrado y autorregulado12.
En resumidas cuentas, podemos decir que la perspectiva ecológica tradicional
arrastra serias dificultades teóricas. Desde diversas ópticas encontramos críticas a los
planteamientos de la ecología cultural. El uso de la terminología de la ciencia
ecológica aplicada al estudio de la cultura genera más de un problema, empezando
por el polémico proceso de adaptación. El concepto implica que existen una serie de
rasgos que son adaptativos y otros inadaptativos; la dificultad está en establecer qué
condiciones son las que nos permiten atribuir las mencionadas características. Como
señala Godelier, “hay que concebir la adaptación y la inadaptación como dos aspectos
de una misma realidad dinámica, movida por sus propias contradicciones” (1989:59).
Además, el enfoque ha dejado de lado aspectos tan importantes como el conflicto o
como la construcción social de las relaciones con el medio. La tensión entre ecología

12
Tal enfoque será sustituido a finales de los setenta por la ecología evolutiva, una perspectiva individualista,
que bebe tanto de la teoría evolucionista y genética como de los modelos matemáticos. Las unidades de análisis
ya no serán las poblaciones sino los individuos, y el interés se centra en ver cómo un organismo individual es
capaz de desarrollar estrategias para resolver la adaptación al entorno. En los ochenta este enfoque conducirá a
un análisis procesual de las sociedades cazadoras-recolectoras (Optimal Foraging Theory). El presupuesto de
esta teoría es que la conducta depredadora ha sido proyectada por selección natural como adaptación a las
situaciones cambiantes, y que las respuestas procuran el mayor beneficio posible. Es decir, se trata de observar
a qué problemas se enfrenta un depredador para ver qué estrategias pone en marcha el individuo para
asegurarse la supervivencia y la reproducción. Según Valdés y Valdés, “las últimas investigaciones ecológicas en
antropología apuntan a una síntesis de estos dos enfoques, el sistémico y el individualista [...] La tendencia es
abandonar la concepción monolítica tanto del entorno como del organismo que se adapta a él y considerar la
variabilidad tanto ambiental como individual” (1996:101).

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y cultura sólo se resuelve en el plano simbólico a través de la denominación de este


enfoque como ‘ecología cultural’. Detrás se evidencian las dificultades de
conceptulizar la naturaleza y la cultura. Tras el determinismo ambiental, cuyo debate
se centraba en el modo en que la naturaleza actuaba sobre la cultura, y el enfoque
sistémico basado en el ecosistema, cuya premisa consideraba a la naturaleza y la
cultura como independientes pero en un sistema de influencia mutua, subyace un
mismo esquema dualista que permitía a los antropólogos tener un primer marco de
referencia para su interpretación (Milton, 2001b:17). Pese a que el planteamiento
iniciado por Steward intentaba establecer las interrelaciones entre ambas, la
naturaleza y la cultura se siguen viendo como realidades diferenciadas. El esquema
pasa de la mera confrontación a la búsqueda de influencias mutuas, pero ese
reconocimiento no escapa de la visión de dos entidades autónomas relacionadas
externamente.
A finales de los 80 y a lo largo de los 90, se aprecia un cambio profundo de
esta perspectiva. Biersack (1999a) expone que las nuevas ecologías han dejado de
lado los viejos debates (materialismo/idealismo) y dicotomías del pasado
(naturaleza/cultura). Al mismo tiempo, los flujos transnacionales y la articulación local-
global han contribuido a un cambio que ha dado lugar a nuevas perspectivas. La obra
de Rappaport representa -para Biersack- el puente entre el pasado, marcado por el
materialismo reduccionista, y el presente, caracterizado por una ecología neo-
materialista. En este sentido, lo considera como el precursor de las emergentes
ecologías actuales y como el antecedente inmediato para entender la nueva dirección
de la antropología ecológica. Para él, las nuevas ecologías beben de muy distintas
fuentes y, aunque se enmarcan en el contexto de las viejas ecologías, se distancian
de ellas al incorporar diferentes tradiciones analíticas (economía política, antropología
simbólica y antropología histórica). Pese a la dificultad de establecer sus genealogías,
el autor reconoce el legado rappaportiano en las mismas, de ahí que se convierta en
puente. Según Biersack, las críticas suscitadas tras la publicación de Cerdos para los
antepasados, en el contexto de la controversia entre materialistas e idealistas, fueron
contestadas por Rappaport mediante dos textos claves: Ecology, Meaning and
Religion (1979) y en el epílogo de la nueva edición de Cerdos para los antepasados
(1984). En ellos, el autor se distancia del funcionalismo y del reduccionismo
materialista de su obra, desarrollando una hipótesis sobre la complejidad de la

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158 Antropología y Medio Ambiente

condición humana. Rappaport redefine, en estos escritos13, su ecología, ya no habla


en términos de la utilidad adaptativa de la cultura, sino que la considera como un
aparato heurístico que permite poner al descubierto los aspectos disfuncionales de las
relaciones ser humano-naturaleza, insistiendo en la complejidad de la condición
humana, que es al mismo tiempo significante y natural. Para Biersack, “Rappaport
había llegado a la conclusión de que la vida es intersticial, a caballo entre la
Naturaleza y la Cultura. Ser humano exige vivir la relación entre la Naturaleza y la
Cultura y habitar un mundo basado en esa relación” (1999a:7). Dicha reorientación, no
determinista y no reduccionista, sienta las bases para el desarrollo de nuevas
ecologías, al distanciarse de la disyuntiva entre idealismo y materialismo y al
introducirse en el terreno de la ecología política.
La deconstrucción del modelo dualista y los cambios actuales han forzado a
repensar las proposiciones reduccionistas del pasado. En el contexto de la
globalización, la nueva antropología ecológica, o medio ambiental, debe diferenciarse
de la de antaño no sólo por las nuevas unidades analíticas y los métodos utilizados,
sino por su conciencia política frente a la vieja antropología ecológica (Kottak, 1999).
Para Kottak, los antropólogos son testigos de las amenazas externas que sufren las
personas estudiadas y no pueden, ni deben, quedarse indiferentes. De ahí que
aparezcan nuevas orientaciones, como la ecología política, más comprometidos con la
realidad que viven.
En definitiva, podemos decir que la antropología adoptó pronto el modelo
ecológico, dando al entorno un papel protagonista, aunque dicha incorporación no
estuvo exenta de serias dificultades teóricas y metodológicas. El nuevo giro de la
ecología cultural hacia nuevas ecologías (simbólica, histórica, y política) pone en
evidencia la necesidad de romper las dicotomías de antaño y la urgencia de explorar
nuevos campos de análisis más acordes con la transformación del mundo de hoy.

2.2 Perspectiva simbólica-cognitiva

Como venimos apuntando, en la disciplina ha habido un esfuerzo por situar


diferencialmente su producción respecto a otras disciplinas y otros objetos. Las

13
En su último libro, Ritual y Religión (1999), podemos ver claramente el cambio en los planteamientos de
Rappaport.

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características intrínsecas de lo ‘humano’ han permitido extraer las condiciones


necesarias para la constitución de una forma de vida distinta a la de otros seres. El
énfasis se ha puesto en la diferencia, dando paso a una reflexión sobre la alteridad
(quiénes, cómo, qué somos y quiénes, cómo, qué son los otros). En dicha elaboración
encontramos un dispositivo clásico en la construcción de identidades: nos asimilamos
a la naturaleza (otro) y la establecemos como parte integrante de lo nuestro; y la
expulsamos de lo nuestro, marcando límites que nos diferencien de un todo. La
expresión de la búsqueda de la naturaleza humana resume esta doble estrategia y, en
este sentido, lo simbólico ha jugado un papel destacado como marca de diferencia.
Cassirer, desde la antropología filosófica, se plantea qué es lo que realmente
nos distingue del resto de organismos; para él la respuesta está en el modo, tanto
cuantitativo como cualitativo, de adaptarse al medio. Los seres humanos
experimentan con respecto a los animales una realidad no sólo más amplia sino
también distinta14. Los seres humanos retardan su respuesta al medio porque el
individuo “ya no vive solamente en un puro universo físico sino en un universo
simbólico” (1965:47). Esta es la diferencia fundamental entre los dos mundos, el
natural y el cultural. Gracias al simbolismo Cassirer puede establecer una frontera
nítida entre dos formas de vida. La posibilidad de establecer la ‘clave de la naturaleza
del hombre’ la realiza a través de la diferencia. La alteridad se construye frente a los
‘otros seres’ al ofrecernos el referente necesario para pensarnos. En Cassirer
podemos ver cómo dentro del modelo dualista la naturaleza ha sido utilizada como
delimitadora y sustentadora de un orden diferente que permite hablar desde un lugar
distinto del mundo natural, situándonos en un plano opuesto al resto de los ‘otros’ por
nuestras propias características constitutivas. El situar lo animal frente a lo cultural
(somos seres simbólicos) proporcionaría un primer esquema analítico. Pero las
aportaciones más relevantes en el campo simbólico-cognitivo han venido de la
consideración de la naturaleza como modelo de orden y clasificación, y como
esquema analítico para la comprensión de múltiples procesos sociales. En este
sentido, destaca el estructuralismo de Lévi-Strauss. En su teoría, el par
naturaleza/cultura juega un papel fundamental como principio metodológico (Lévi-
Strauss, [1962]1988:358), aunque su consideración de la naturaleza y cultura va

14
“Existe una diferencia innegable entre las reacciones orgánicas y las respuestas humanas. En el caso primero,
una respuesta directa e inmediata sigue al estímulo externo, en el segundo la respuesta es demorada, es
interrumpida y retardada en un proceso lento y complicado de pensamiento” (1965:47)

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modificándose a través del tiempo. Dicho eje atraviesa toda su argumentación en dos
sentidos: en primer lugar, el paso de la naturaleza a la cultura instaura la norma y el
orden; en segundo lugar, aparece como base para comprender los procesos mentales
y los principios organizativos de categorización y diferenciación social a partir de los
objetos naturales.
En Las estructuras elementales de parentesco ([1949]1981) podemos ver cómo
el puente entre naturaleza y cultura constituye el cimiento, no sólo de su teoría del
parentesco, sino también de toda su concepción antropológica. Para Lévi-Strauss, el
átomo de parentesco es la alianza, o en negativo, la prohibición del incesto y la función
de esta prohibición consiste en impulsar el intercambio recíproco de las mujeres. El
incesto se elevará a la expresión de un principio universal de reciprocidad y, aunque
éste no sea un principio explicativo, sí lo será orientativo. Además, el principio de
reciprocidad es remitido finalmente a la estructura mental subyacente. Lévi-Strauss
parte de formular una cuestión clave en su interpretación, “¿Dónde termina la
naturaleza? ¿Dónde comienza la cultura?” ([1949]1981:36). Él mismo dice que es
imposible saber dónde se produce el pasaje de una a otra. Sólo sabemos que, cuando
aparece la regla, estamos hablando de cultura y que, cuando tomamos como criterio
lo universal, hemos atravesado la frontera de la naturaleza. Así, pasa a demostrar que
la prohibición del incesto cumple los dos criterios que definen tanto a la cultura como a
la naturaleza: la regla y la universalidad. La regla del incesto es social pero, al mismo
tiempo, es presocial por la universalidad y por el tipo de relaciones que impone su
norma. La prohibición se encuentra en el umbral de la cultura, en la cultura y es la
cultura misma. No tiene un origen cultural o natural, constituye “el pasaje de la
naturaleza a la cultura (...) el vínculo de unión entre una y otra” ([1949]1981:59).
Supone el nacimiento de un nuevo orden al superarse ‘la naturaleza a sí misma’. De
modo que el incesto representa “el pasaje del hecho natural de la consanguinidad al
hecho cultural de la alianza” ([1949]1981:66)15. En este sentido, el incesto instaura la
regla (domestica el azar) al establecer un orden que inaugura la organización. La
prohibición del incesto es el estigma del principio de organización. Supone un sistema
de prestaciones y contraprestaciones que conecta a los miembros entre sí. La regla

15
La misma naturaleza actuaría bajo el doble principio de dar y recibir, que se traduce en la oposición de
matrimonio y filiación. La alianza está más libre puesto que la naturaleza no le fija su contenido; inversamente, la
filiación se halla determinada por la naturaleza. La alianza se presenta como el único fenómeno universal sobre
el que la naturaleza no ha acabado de decirlo todo, la impone pero sin determinarla. El papel desempeñado por
la cultura es el de sustituir el desorden por la organización.

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permite afirmar lo social sobre lo natural, lo colectivo sobre lo individual, lo organizado


sobre lo caótico. La exogamia es la expresión social ampliada del incesto. Ambas,
exogamia e incesto, son en lo formal idénticas para Lévi-Strauss. El contenido
negativo que se esconde tras ellas, se transforma en motor insustituible de
intercambio. De manera que la exogamia representa el arquetipo de la reciprocidad,
mientras que el incesto se transforma en la donación por excelencia y en carácter total
de todo sistema de parentesco ([1949]1981). El vínculo de la alianza asegura la
primacía de lo social sobre lo biológico, lo cultural sobre lo natural16. El incesto se
convierte en el principio de la cultura y en el final de la naturaleza. Una metáfora del
eslabón perdido que le permite situar a la cultura sobre la naturaleza, una concepción
del tránsito de una a otra que es, a la vez, evolutiva y brusca. La cultura se sitúa en el
orden, la regla es su identificación por excelencia. La naturaleza se ubica en el
desorden, la universalidad es su característica. Y el incesto bebe de ambas, abriendo
paso a la alianza, a la familia; en definitiva, a la sociedad. Vemos, pues, cómo el eje
naturaleza/cultura se convierte en el principio que dota de sentido a su argumentación,
aunque la brusquedad de dicha demostración hipotética (el paso de una a otra) no
resulta muy convincente.
Pero, como ya hemos apuntado, en la obra levistraussiana la relación entre
cultura y naturaleza es también clave en otro sentido. Si en el parentesco veíamos el
tránsito entre naturaleza y cultura, ahora veremos cómo el pensamiento se convierte
en ‘mediador’ entre ambas esferas. Para Lévi-Strauss, la naturaleza ofrece a los
seres humanos un esquema de intelección que éstos ciertamente aprovechan, “el
mundo vegetal y el mundo animal no son utilizados solamente porque se encuentren
ahí, sino porque proponen al hombre un método de pensamiento (...) la vinculación
real entre los dos órdenes es indirecta, porque pasa por la mente” ([1962]1997:26)17.
La evolución de un conocimiento sistemático no puede deberse de forma exclusiva a
su uso práctico (satisfacer las necesidades), sino que su desarrollo se corresponde

16
Lenguaje e incesto jugarán para el autor el mismo papel universal ([1949]1981:571), mientras que lenguaje y
exogamia cumplen la misma función de comunicación entre los hombres.
17
Según Malinowski o Radcliffe-Brown, todo animal totémico podía ser explicado por el principio de ‘bueno para
comer’; sin embargo, para Lévi-Strauss dicha teoría no deja de ser una imagen simplista del tótem que, en cierta
medida, se corresponde con las visiones tradicionales acerca de los pueblos salvajes o primitivos. En dicho
sentido aclarará “nunca y en ninguna parte, el ‘salvaje’ ha sido, sin la menor duda, ese ser salido apenas de la
condición de animal, entregado todavía al imperio de sus necesidades y de sus instintos, que demasiado a
menudo nos hemos complacido en imaginar y, mucho menos, esa conciencia dominada por la afectividad y
ahogada en la confusión y la participación” ([1962]1988:69).

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más bien a exigencias intelectuales18. El sistema totémico se revela como una


reflexión particular que permite el ordenamiento y la clasificación de la realidad. El
mundo natural ofrece al mundo social una nomenclatura privilegiada para denotar y
no sólo se utiliza porque existe sino porque sirve como método de pensamiento. El
totemismo permite establecer principios de categorización y diferenciación social,
por lo que resulta absurdo considerarlo un mero recurso primitivo. Además, el hecho
de establecer un orden está en la base de todo pensamiento; por tanto, el
pensamiento salvaje no hace otra cosa que hacer suya la exigencia de orden. La
gran virtud del totemismo es adoptar códigos que permiten la transformación de
mensajes de diferentes niveles. Una de las funciones principales del operador
totémico será la “mediación entre naturaleza y cultura” ([1962]1988:136). La
naturaleza se convierte en objeto de pensamiento y ofrece un modelo de
diferenciación para la cultura: “el totemismo establece una equivalencia lógica entre
una sociedad de especies naturales y un universo de grupos sociales (...) la división
natural y la división social son homólogas; y la elección de la división en un orden
implica la adopción de la división correspondiente en el otro, al menos como forma
privilegiada” ([1962]1988:155). Así, se establece una homología entre dos sistemas
de diferencias, uno en la naturaleza y otro en la cultura. Los seres humanos se valen
de mediadores para superar la oposición naturaleza/cultura y poder pensar en
términos de totalidad organizada. Las taxonomías y clasificaciones que operan en
los sistemas indígenas resultan al final ser, en el plano de lo formal, idénticas a las
utilizadas por el biólogo. Lévi-Strauss se esfuerza en demostrar la semejanzas que
existen entre el pensamiento salvaje y el científico19, reconociendo que “el sistema
entero del conocimiento humano cobra, así, un carácter cerrado” ([1962]1988:390).
Pero el estructuralismo lévistraussiano no ha sido el único en reparar que el
mundo natural ofrece un modelo de pensamiento para el mundo social, a partir de la
confrontación naturaleza-cultura. En este sentido, el libro que mejor recoge esta
tradición quizás sea el de Douglas, Símbolos Naturales. Como la autora reconoce “el
título de este volumen encierra a primera vista una contradicción. La Naturaleza se

18
“Se comprende que las especies naturales no sean elegidas por ‘buenas para comer’ sino por ‘buenas para
pensar’” ([1962]1997:131).Como ya vimos dicha permisa será contestada por el materialismo cultural (Harris,
[1985]1997).
19
La diferencia entre tipos de conocimiento (salvaje/científico) se diluye, según Lévi-Strauss, porque ambos
constituyen “los dos niveles estratégicos en que la naturaleza se deja atacar por el conocimiento científico: uno
de ellos aproximativamente ajustado a la percepción y la imaginación y el otro desplazado” (Lévi-Strauss,
[1962]1988:33).

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conoce por medio de símbolos (...), artificios y convencionalismos, y, por ello,


contrarios a lo natural” ([1970]1988:13). La naturaleza se interpreta por medio de
símbolos fundados en la experiencia y los símbolos son una elaboración del
pensamiento. No tiene sentido, pues, hablar de un sistema ‘natural’ de símbolos
naturales. En primer lugar, porque todo sistema de símbolos se desarrolla en un
contexto particular, se rige dentro de un esquema general más amplio y con unas
normas particulares; en segundo lugar, porque las propias características de una
cultura los hacen diferentes; y tercero, porque la propia estructura social condiciona
aún más la diversificación. Su argumentación acaba siendo paradójica: parte de una
culturización de la naturaleza y su demostración se convierte en una naturalización de
la cultura. El problema reside en que, a veces, aplica una definición antropológica al
término naturaleza y otras se rige por el lenguaje común. Al final, resulta que la cultura
construye sistemas simbólicos a partir de la experiencia de la naturaleza, y que la
naturaleza ofrece un ‘sistema natural’ de símbolos, “la búsqueda de símbolos
naturales se transforma así, en la búsqueda de sistemas naturales de simbolización”
([1970]1988:14).
Douglas inicia su propuesta distanciándose de Lévi-Strauss, aunque el modelo
aplicado no deja de ser muy diferente en el plano de lo formal. Sigue un
estructuralismo de corte durkheimiano, al considerar que no es la mente, con las
oposiciones binarias, la que determina la aprehensión, sino la propia estructura social
quien prescribe la forma en que conocemos. Según ella, el cuerpo social determina la
experiencia del cuerpo físico, en la medida que la imagen que tenemos de éste se
corresponde con una determinada experiencia social. Las categorías a través de las
cuales percibimos el cuerpo se corresponden con las categorías sociales20. Lo
importante es señalar que “el cuerpo físico puede tener un significado universal sólo
en cuanto sistema que responde al sistema social” ([1970]1988:107). No existen
símbolos naturales que no respondan a la experiencia de una estructura social. De
hecho, los símbolos naturales permiten manifestar la relación que se establece entre
el individuo y la sociedad, simbolizan la correspondencia de las partes con el todo.
Así, Douglas invita a una reflexión sobre las categorías culturales a través de las
cuales los sistemas simbólicos persiguen la construcción de un orden. Los símbolos

20
Existe “una tendencia natural a expresar determinado tipo de situaciones por medio de un estilo corporal
adecuado a ellas. Esa tendencia puede calificarse de natural en tanto que es inconsciente y se obedece a ella en
todas las culturas” (Douglas, [1970]1988:93).

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164 Antropología y Medio Ambiente

expresan la cosmología de una sociedad, establecen las directrices, y con ellas, las
normas y el control social. Las categorías sociales se expresan por símbolos
‘naturales construidos’ pero, a su vez, parece como si existiera, en su explicación, un
‘natural’ sistema de ‘símbolos naturales’ que facilitaría la correspondencia de
categorías. Es preciso retener que Douglas, al igual que Turner, como veremos a
continuación, considera que se produce una culturización de la naturaleza.
En Turner ([1967]1980) podemos ver otro ejemplo de la utilización de la
dicotomía naturaleza-cultura como marco analítico para la interpretación. En cada
ritual, nos dice, podemos encontrar una teleología propia con unos fines
determinados, siendo los símbolos los vehículos a través de los cuáles se pueden
alcanzar esos fines. Los símbolos son representaciones sociales, hechos sociales.
Así, ve las celebraciones rituales “como fases específicas de los procesos sociales por
los que los grupos llegaban a ajustarse a sus cambios internos y adaptarse a su
medio ambiente” ([1967]1980:22). Para Turner, lo importante es establecer de partida
cuáles son las características propias de los símbolos rituales. Estos presentan tres
rasgos fundamentales: la propiedad de condensación; la capacidad de unificar
significados dispares; y la polarización de sentido. Este último está referido a los dos
polos de sentido: uno ideológico y uno sensorial. En el primero, los significados se
refieren a elementos de los órdenes moral y social, se encuentra en él una distribución
de las normas y valores de la sociedad, los principios de organización social; en el
segundo polo, los significados están referidos a fenómenos naturales o fisiológicos,
existe una correlación entre el contenido y la forma externa del símbolo. Los símbolos
son multirreferenciales, “su cualidad esencial consiste en su yuxtaposición de lo
groseramente físico con lo estructuralmente normativo, de lo orgánico con lo social”
(Turner, [1967]1980:33). Dicha culturización de la naturaleza, expresada a través de
los símbolos, es lo que para Turner hace posible la aceptación del sistema social. Los
símbolos rituales son medios para conducir la realidad social y natural ([1968]1990). El
ritual, a través de sus símbolos, pone de relieve elementos de su cultura y, a su vez,
los relaciona con regularidades naturales y fisiológicas. Es una ‘representación
económica’ de aspectos fundamentales, “en la medida en que representa la
destilación o la condensación de muchas costumbres seculares y de muchas
regularidades naturales” (Turner, [1967]1980:55). Los símbolos son capaces de
aglutinar, por un lado, referentes de carácter natural y, por otro, los principios que

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rigen la sociedad. Dicha particularidad hace que un mismo símbolo represente


conjuntamente lo moral y lo material, lo obligatorio y lo deseable21. La cultura socializa
a la naturaleza, en la medida en que la experiencia fisiológica de los humanos sirve
como fuente de configuraciones primarias que le permiten una primera taxonomía
para interpretar la realidad. Los símbolos son capaces de encapsular lo groseramente
físico con lo normativo estructural.
En definitiva, el modelo dualista es evidente detrás de las explicaciones de
Douglas y Turner; además, sería injusto no reconocer la notable influencia que estos
autores recibieron del legado levistraussiano. De hecho gracias al trabajo de Lévi-
Strauss, se estimularon los estudios simbólicos sobre los objetos y animales naturales
como modelos de organización social. Y fue precisamente un alumno suyo, Descola,
quien introdujo una nueva perspectiva, al conjugar la antropología simbólica con la
antropología ecológica, dando como resultado el desarrollo de la ecología simbólica22.
Pero, quizás, el legado más importante de la obra de Descola ha sido cuestionar las
argumentaciones clásicas de la antropología ecológica, lo que ha permitido una nueva
reconsideración de la dicotomía entre naturaleza y cultura23. En sus trabajos este
autor reconoce la influencia que ha recibido tanto del estructuralismo lévistraussiano
como de la antropología marxista de Godelier, señalando que ambos le han enseñado
que, para comprender las lógicas sociales, es necesario estudiar los modos materiales
e intelectuales de la socialización de la naturaleza. Para él, la ecología24 debe ser
entendida como un hecho social total, es decir, como una síntesis de elementos
técnicos, económicos y religiosos. Por tanto, para comprender la socialización de la

21
Turner pone, como ejemplo, la clasificación de los colores en el ritual ndembu, un sistema clasificatorio basado
en una tríada de colores. En el contexto ritual, los colores son símbolos que representan la experiencia humana
de lo orgánico, los productos del cuerpo humano, y esa experiencia física vinculada a los colores es, a su vez,
expresión de las experiencias de las relaciones sociales. Además, los colores no sólo manifiestan las
experiencias corporales, sino que suponen un esquema de clasificación fundamental de la realidad.
22
Biersack (1999a) reconoce que Descola fue el primero en utilizar el neologismo ‘ecología simbólica’, aunque
apunta que existieron numerosos antecedentes al mismo. Entre ellos destaca, como fundamental, el legado de
Rappaport por su distinción entre modelos cognitivos y modelos operativos y por la importancia que otorga a la
construcción de la naturaleza. No obstante, ve en la mitología de Lévi-Strauss, en la antropología simbólica de los
60 y 70, en la etnosemántica de los 50 y 60, y en el estudio de Mauss y Durkheim sobre la clasificación primitiva, los
primeros pasos hacia la misma. Además, considera que el trabajo de MacCormak y Strathern (1980) fue el primero
en explicitar que la naturaleza era una construcción socialmente variable. Por otra parte, señala que la ecología
simbólica también ha sido influenciada por diferentes disciplinas que van desde la geografía cultural o la historia del
arte, hasta la ecocrítica en literatura y los estudios de historia sobre la construcción histórica de la naturaleza.
23
Anteriormente, Strathern (1980) ya había insistido en la necesidad de no interpretar bajo nuestros esquemas
de naturaleza, cultura y sociedad a otras culturas, puesto que ‘naturaleza y cultura’ son productos culturales, no
realidades dadas.
24
Descola la define como “el estudio de las relaciones entre una comunidad de organismos vivos y su medio”
(1986:15)

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166 Antropología y Medio Ambiente

naturaleza hay que combinar de forma indisoluble los aspectos materiales y los
simbólicos, es imposible separar las determinaciones técnicas de las mentales.
Su punto de partida es rechazar las dos concepciones dominantes sobre las
relaciones de los seres humanos con el medio, ya que una se caracteriza por el
énfasis puesto en las producciones mentales, y la otra por la reducción de la práctica a
la función adaptativa, ignorando todo significado. En contraste, Descola considera
que, para acceder a las relaciones ser humano-naturaleza, es necesario observar las
interacciones simbólicas entre las técnicas de socialización de la naturaleza y los
sistemas simbólicos que las organizan. Así, muestra cómo la práctica social de la
naturaleza se articula a la vez sobre la idea que la sociedad tiene de sí misma, sobre
la idea que se hace de su medio ambiente natural y sobre la idea que se forma de su
intervención sobre este medio ambiente. De su aportación, interesa resaltar, sobre
todo, la ruptura de la dicotomía naturaleza/cultura. A través de su etnografía,
demuestra la existencia de otros modelos culturales de aprehensión de la naturaleza
alejados del nuestro. Al analizar el orden antropocéntrico de los achuar pone en
evidencia que, en su construcción de la naturaleza, no existe división entre naturaleza
y cultura; los animales, las plantas y los humanos pertenecen a la misma comunidad y
están sujetos a las mismas reglas. La idea de la naturaleza como una realidad
independiente es totalmente extraña en dicha comunidad; para ellos existe una
continuidad entre los seres humanos y los seres de la naturaleza, entre el mundo
cultural de la sociedad humana y el mundo natural de la sociedad animal. No existe
una separación entre lo natural, lo humano y lo sobrenatural y esta continuidad es
patente en símbolos, rituales y prácticas. Las relaciones sociales engloban a un todo.
Como reconoce el propio Descola, ésta es una de las lecciones más importantes que
ha recibido: “La naturaleza no existe en todas partes ni es eterna; o más exactamente,
que esta separación radical establecida hace mucho tiempo por Occidente entre el
mundo de la naturaleza y el mundo de los hombres no tiene mucha importancia para
otros pueblos que confieren a las plantas y los animales los atributos de la vida social,
los consideran como sujetos antes que como objetos y no sabrían, por tanto,
expulsarlos a una esfera autónoma” (Descola, 1993:440). Y esta lección es, sin duda,
una contribución fundamental para acabar con una dicotomía tan fuertemente
instalada en nuestra práctica social y en la disciplina antropológica. La posibilidad de
reconocer otros modelos locales de naturaleza ha supuesto iniciar un nuevo

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movimiento contra el reduccionismo etnocéntrico y contra los prejuicios presentes en


las concepciones sobre las relaciones medio ambiente/ser humano.
Pero, Descola (1999) va más lejos, al concluir que la manera en que una
sociedad conceptualiza sus relaciones con un medio dado es independiente de las
características locales del ecosistema y de las técnicas de uso de los recursos25.
Esta idea la justifica con dos ejemplos etnográficos, mostrando que sociedades con
una organización social comparable, un ecosistema similar y unas técnicas
idénticas, perciben sus relaciones con el medio ambiente de forma muy diferente; y,
a la inversa, observando cómo sociedades que tienen ecosistemas completamente
diferentes, con técnicas disímiles, perciben el medio de manera similar. Estos casos
le llevan a preguntarse ‘¿de qué dependen entonces los valores?’ ‘¿cuál es la
naturaleza de los esquemas?’. Para él, los ‘esquemas prácticos de la práctica’
estructuran la forma en que se construyen las representaciones del medio y la
manera en que se interactúa con él, de forma que existe una correspondencia
estrecha ‘entre los modos de objetivación y el tratamiento de los humanos’ y ‘los
modos de objetivación y el tratamiento de los no humanos’. Los esquemas no son
para Descola estructuras universales del pensamiento humano, sino más bien
modelos mentales que orientan las relaciones con el medio y que varían en el
tiempo y en el espacio. Horizontes éticos que cada cultura escoge privilegiando unas
relaciones sobre otras.
El postestructuralismo de Descola ha contribuido de forma directa al
replanteamiento del modelo dualista y ha influido en numerosos autores al situar el
simbolismo y la ecología dentro de una perspectiva dinámica26. En esta línea,
distintas aportaciones han puesto de manifiesto cómo existen otras formas de
concebir las relaciones naturaleza-cultura. Howell (1996) ha señalado que el
esquema dualista occidental debe considerarse, no tanto un principio universalista,
como un ejemplo etnográfico, entre otros, de cómo los seres humanos construyen su
identidad y su medio ambiente. En su trabajo sobre los chewongs muestra cómo
dicho grupo mantiene una cosmovisión del mundo muy alejada de nuestro modelo:

25
“Una experiencia etnográfica en Amazonia me ha convencido finalmente de la idea que las ligaduras técnicas y
ecológicas no son informaciones que existen fuera del pensamiento, y que las lecciones económicas de una
sociedad son mayormente debidas a la manera en que sus miembros se representan la relación con los
componentes orgánicos e inorgánicos de su entorno” (Descola, 1999:118).
26
Como él mismo apunta, “comprender los mecanismos que hacen posible, en los diferentes contextos
históricos, la actualización de estos esquemas de la práctica me parece que constituyen la tarea prioritaria de

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168 Antropología y Medio Ambiente

no existe ni una separación entre los seres humanos y los animales, ni entre el
cuerpo y la mente, ni entre el mundo natural y el cultural. No tienen una categoría
que haga referencia a lo que nosotros entendemos por naturaleza, las distinciones
entre seres, objetos y plantas las establecen en función de si son personajes o no.
Una frontera que, en cualquier caso, nos dice el autor, es fluida. Rival (1996), por su
parte, en su estudio sobre los huaorani, pone en evidencia cómo en su cosmología
no hay separación entre el mundo animal y humano, ambos se relacionan
activamente. Y, por poner otro ejemplo, Arhem (1996) señala que entre los makunas
no se da una división jerárquica entre la naturaleza y la cultura, sino un orden
integrado donde los seres (humanos, espíritus, animales y plantas) están
interconectados en una continuidad entre naturaleza y cultura.
En este sentido, la ecología simbólica ha permitido que lo simbólico y lo
material dejen de ser vistos como dicotómicos, reconociendo que interactúan y que
dicha interacción es la que tiene efectos en la realidad. Así, es posible descubrir que
las relaciones humano/naturaleza son dialécticas, siendo el medio ambiente tanto un
producto de esas relaciones como de sus sedimentaciones. Frente a las nociones
clásicas de nicho y medio ambiente (caracterizadas por lo físico, estático, ahistórico,
no relacional...), aparecen nuevas apuestas para definir el entorno. Tal es, por
ejemplo, el caso de Biersack (1999b) que nos propone la noción de ‘lugar’ para una
antropología de la naturaleza focalizada en la interacción de lo simbólico y la
realidad física27. El lugar entendido como una construcción discursiva y material, es
decir, como un producto de la imaginación humana y de la historia, pero también una
realidad material producida por las relaciones sociales28.
Para concluir, podemos decir que la dimensión simbólica de la naturaleza cobra
hoy un nuevo protagonismo, al poner en evidencia que existen muchos modos de
edificar las relaciones ser humano/naturaleza y al sacar a la luz las prácticas, las
instituciones y los discursos que condicionan nuestra percepción del medio. La
percepción dualista se sustenta, desde la época clásica, en la filosofía moral de

una ciencia social renovada que no hace más distinciones entre los objetos de la antropología, de la historia y de
la sociología” (1999:128).
27
Define el lugar como un término flexible que analice las articulaciones local/global y la dialéctica entre lo
simbólico/lo material.
28
Biersack (1999b) realiza un estudio sobre la minería de oro en Papúa Nueva Guinea siguiendo los modelos
cognitivos de Rappaport. En el mismo señala que, para poder interpretar la cosmología y mitología actual de los
paielas, es necesario entender que se trata de modelos cognitivos híbridos resultado del conjunto de las
relaciones entre lo simbólico y lo material.

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occidente y trae consigo una jerarquización que legitima distintos campos de


dominación. El desarrollo de la ecología simbólica abre las puertas de una crítica más
rigurosa sobre nuestro sistema de representación del mundo. Esta desmantelación
sistemática de categorías interpretativas que han condicionado los discursos
etnográficos, es un primer paso hacia una antropología crítica.

2.3 Perspectiva política

La dimensión política de la naturaleza ha sido obviada durante largo tiempo en


la disciplina antropológica. La dicotomía naturaleza-cultura y el reduccionismo implícito
que conllevaba no fue superado hasta mediados de los ochenta. Además, en este
periodo, el aumento de los problemas y desastres ecológicos provocó una respuesta
por parte de diferentes perspectivas teóricas. El postmodernismo, el feminismo o el
marxismo, se hicieron participes de la discusión sobre la crisis ecológica impulsando el
desarrollo de la ecología política. En la práctica antropológica, la ecología política es
un nuevo enfoque que introduce en sus análisis las relaciones entre economía,
ecología y poder, alejándose de las viejas ecologías al considerar las relaciones
locales/globales y al partir del presupuesto de que el mundo de hoy se caracteriza por
flujos constantes que no permiten seguir viendo a las culturas como islas. En este
sentido, ha sabido incorporar a sus trabajos diferentes aproximaciones y disciplinas,
como la crítica posmoderna a las concepciones clásicas de la cultura y del trabajo de
campo (Clifford y Marcus, 1991), que han supuesto un movimiento de renovación; las
aportaciones de Foucault (1991, 1994, 1997) a la investigación sobre las
interrelaciones entre poder/saber/discurso, su concepción de la gubernamentalidad y
su contribución al estudio de las técnicas y aparatos disciplinarios, que han puesto de
manifiesto la necesidad de prestar una mayor atención a los mecanismos de poder;
las nuevas propuestas marxistas en el análisis de lo ecológico, como la capitalización
de la producción y de la representación. (O’Connor; 1992, O’Connor, 1994), que ha
contribuido a desarrollar la necesidad de profundizar sobre lo ecológico en los
conflictos sociales; o las críticas surgidas del feminismo, como las elaboradas por
Holland-Cunz (1996), Mies y Vandana (1997,1998) o, desde una posición contraria a
éstas últimas las de Salleh (1994 y 1995) y Molyneux y Steinberg (1994). De dichas
elaboraciones se ha sabido beneficiar la perspectiva antropológica de la ecología

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política, que se distancia de la ecología simbólica al conceder mayor importancia a la


politización de las representaciones y al papel jugado por los discursos con sus
efectos políticos y materiales. Buen ejemplo de ello es la ecología política
postestructural de Escobar (1995b), quien considera el discurso, no como un reflejo de
la realidad, sino como la constitución de la realidad misma. Para él, la comprensión
cultural dominante, la narrativa, define los tipos de comportamiento deseables y
razonables y la forma de los modelos de uso de los recursos.
Según Comas D’Argemir (1998) es difícil determinar los precedentes en el
desarrollo de la ecología política en la antropología si bien los autores más citados
son: Wolf, que aplica por primera vez el término de ecología política29, y Polanyi y
Geertz, que realizan sus trabajos bajo esta perspectiva30. Siguiendo a Comas, en la
obra de Polanyi La gran transformación (1944) encontramos un análisis que se
aproxima mucho a la ecología política actual. En él, el autor se plantea cómo el
mercado capitalista convierte a la naturaleza en mercancía, y cómo en una sociedad
dominada por la lógica del mercado se subordina lo social a la obtención del máximo
beneficio. Por su parte, Geertz (1963), plantea que para comprender la involución
agrícola, el proceso que produce una intensificación del trabajo para conseguir
rendimientos, es necesario atender a los factores políticos, la colonización y la
independencia.
Pero, sin duda, en la obra de Wolf (1982), podemos ver sintetizadas las
aportaciones a la ecología política. Entre ellas nos parece fundamental resaltar dos.
En primer lugar, el énfasis puesto en las conexiones entre lo local y lo global, con el
objeto de sacar a la luz que “la gente que dice que la historia le pertenece como la
gente a quien se le ha negado la historia afloran como participantes en la misma
trayectoria histórica” (Wolf, 1982:39). Así, insiste en que es necesario considerar al
mundo como un todo de relaciones. En este sentido, Wolf considera que la
hegemonía ideológica reduce los nombres (naciones, culturas, etc.) a cosas para la
dominación31. Desde esta consideración, deconstruye el concepto de historia
eurocéntrico, viendo cómo la historia ha sido edificada como un modelo de

29
Siguiendo a Comas (1998), Wolf utiliza el concepto de ecología política, por primera vez, en 1972, en una
ponencia en la que se relaciona los sistemas de propiedad y transmisión con las formas de aprovechamiento de los
recursos, analizando los factores económicos y políticos globales que inciden en los sistemas locales.
30
Ahora bien, apunta que si tomamos como antecedentes los autores que han relacionado ecología y política
habría que incluir a muchos más, como F. Barth y J. Friedman.
31
De tal manera que “los nombres se volvieron cosas y a las cosas señaladas con una x se les podía considerar
como blancos de guerra” (1982:20).

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culminación moral; su invitación pasa por contemplar la historia como un conjunto de


‘relaciones entre conjuntos de relaciones’. Y, en segundo lugar, la importancia
analítica que concede al concepto de modo de producción, ya que permite “revelar las
relaciones clave por medio de las cuales el trabajo social deja huella en la naturaleza”
(Wolf, 1982:466) y “poner de relieve los modos cambiantes en que un modo, el
capitalista, interactuó con otros modos para lograr su dominio actual” (Wolf, 1982:101).
En su análisis de los procesos históricos del desarrollo mercantil y capitalista, estudia
paralelamente las consecuencias sobre diferentes prácticas locales. Además, tiene en
cuenta que dichos efectos no se producen sobre sujetos pasivos (gente sin historia),
sino que suponen la participación de muchos pueblos que contribuyeron de forma
activa a las transformaciones sufridas, siendo en cada caso una síntesis ecléctica de
sus propios rasgos con las nuevas demandas del mercado. Desde esta perspectiva
considera que los diferentes pueblos “no son ‘antecesores contemporáneos’, ni
pueblos sin historia” (Wolf, 1982:465), sino agentes activos con una historia propia que
debe ser entendida en un contexto global. Wolf ofrece, en definitiva, una historia (con
la no-historia), para comprender los efectos de la explotación y de la dominación. Y en
esa historia ocupan un lugar destacado los recursos y la manera en que concebimos
nuestras relaciones con la naturaleza. De hecho, se separa, de forma tajante, del
postulado estructuralista, al considerar que es por medio del trabajo social como se
transforma la naturaleza32. Cada modo de producción formará una ‘ecología de
representaciones colectivas’ y es en ellas donde es posible observar los procesos de
selección y la práctica del poder33.
Ahora bien, Wolf no ha sido el único en centrar su atención en los modos de
producción, desde diferentes ángulos se ha tomado dicho concepto como eje
interpretativo. El argumento defendido es que, para superar el modelo dualista, es
necesario atender a las relaciones establecidas entre lo cultural y lo tecnoecológico
que quedan sintetizados, precisamente, en los modos de producción. En la producción
es posible observar la complejidad de las respuestas culturales, más allá de
considerarlas un mero proceso adaptativo, sacando a la luz los intereses, conflictos y

32
Frente a quien “sostiene que la Mente sigue un curso independiente y propio, yo sostengo que la construcción
de ideología no surge de la confrontación del pensar del Hombre Desnudo sobre la Naturaleza Desnuda; creo
que más bien ocurre dentro del ámbito determinado de un modo de producción cuyo fin es hacer que la
naturaleza se preste al uso humano” (Godelier,1982:469).
33
En “Cognizing ‘Cognized Models’ ” (1999), Wolf realiza una reflexión sobre las contribuciones de Rappaport; en él
podemos ver su insistencia en la necesidad de estudiar el poder estructural desde la perspectiva de la ecología
política y la historia ecológica.

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estrategias en juego. En Godelier encontramos una versión de este tipo de


argumento, siendo su propuesta de la ‘racionalidad económica’ una contribución
fundamental a la ecología política. Para Godelier, cada sistema económico-social
determina un modo particular de explotación de los recursos. No existe una
racionalidad económica única34, “cada sistema económico determina un modo
específico de explotación de los recursos naturales y de empleo de la fuerza del
trabajo humana, y en consecuencia determina las normas específicas del ‘buen’ y
‘mal’ uso de tales recursos y de tal fuerza, es decir, una forma específica y original de
racionalidad económica intencional” (Godelier, 1989:63). Y la racionalidad intencional
es “un sistema de reglas sociales, conscientemente elaboradas y aplicadas para
conseguir del mejor modo un conjunto de objetivos” (Godelier, 1989:63). Por tanto, la
racionalidad es la adaptación específica de cada cultura; y por adaptación entenderá
la lógica material y social de explotación de los recursos y las condiciones de
reproducción35. En el desarrollo de cada sistema social encontramos contradicciones
(en el nivel de funcionamiento de la sociedad y en los niveles de organización de la
sociedad) porque no hay un sistema totalmente integrado. Cuando se da una
contradicción entre las relaciones sociales y sus condiciones de producción y
reproducción (contradicciones no intencionales), los seres humanos tienen que
hacerse cargo de ellas y actuar (intencionales). En la evolución de las sociedades
vemos actuar ambas lógicas, intencional y no intencional, cuyo producto es la
historia36. Pero la suerte de los humanos, y su principal condición, depende de su
facultad de hacerse cargo de la parte no intencional de su existencia. Sin embargo,
esta especificidad humana no implica que podamos someter de forma total a la
naturaleza ni dominar todas sus leyes. Para Godelier, si aceptamos esto, estamos
reconociendo a la naturaleza cierta independencia y autonomía o, lo que es lo mismo,
estamos reconociendo que no todo es una construcción cultural. En definitiva, los
procesos de adaptación de las culturas (contradictorios e inestables) siempre implican
la construcción de un sistema de representación de la naturaleza y las relaciones que
se mantienen con ella dependen de ese sistema de interpretación. Para comprender

34
Para Godelier es necesario tener presente que lo racional no es una búsqueda de optimización, sino más bien
una respuesta de conducta intencional que permite la adaptación.
35
El concepto de modo de producción difiere de Wolf a Godelier; de hecho, en este último, es un término más
impreciso.
36
“La intención y la acción de los hombres echa siempre sus raíces y encuentra los límites de sus efectos en las
propiedades y las necesidades no intencionales de las relaciones sociales y de las condiciones de existencia. La
historia, pues, no explica nada, puesto que ella misma precisa ser explicada” (Godelier, 1989:94).

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el desarrollo de una sociedad hay que tener en cuenta dos tipos de materialidades:
una que procede de los seres humanos y otra que procede de la naturaleza. Las
primeras han sido puestas en funcionamiento para actuar sobre las de las segundas.
Pero no siempre la acción humana tiene todo el control sobre la naturaleza. Los
efectos no intencionales nos recuerdan la imposibilidad de someterla por completo, ya
que ésta guarda un grado de independencia con respecto a nosotros.
Si la racionalidad económica de Godelier, entre otras, ha sido una contribución
fundamental, también es cierto que “la ecología política no tiene un corpus
homogéneo, por lo que podemos encontrar reflejados en ella distintos enfoques
teóricos” (Comas D’Argemir, 1998:144). El eclecticismo teórico, la
multidisciplinariedad, la heterogeneidad de su metodología son, sin duda, sus rasgos
más sobresalientes (Vaccaro y Beltran, 2007). Así, la ecología política tiene en común
con la economía política ciertos intereses, pero tiene tantas similitudes como
diferencias respecto a ella. Ambas comparten preocupaciones como las relaciones de
poder que determinan los usos del medio ambiente, la historia del capitalismo y su
crítica, y la desigualdad que ha generado el capitalismo a escala global. Pero la
ecología política se diferencia de la economía política al subrayar los impactos del
medio ambiente, las relaciones de poder que se establecen, no sólo entre clases, sino
entre los seres humanos y la naturaleza (la dominación de la naturaleza) y al
incorporar no sólo las complejas relaciones entre local-global, nacional-global,
nacional-regional, sino también las asimetrías de poder de género, etnia, raza, etc, es
decir, sobre cualquier ecoviolencia (Biersack, 1999a).
De este modo, la nueva perspectiva de la ecología política está generando
múltiples investigaciones, enfatizando el papel de las prácticas y los discursos, que
plantea nuevas interpretaciones sobre intereses clásicos de la antropología (como el
ritual), sobre temas tradicionales de las investigaciones sociales (como los
movimientos sociales) y sobre el conflicto medioambiental (como la construcción
política de la naturaleza en el discursos, las prácticas y las instituciones). El trabajo de
Gezon sobre los Antankarana37 (1999) es un ejemplo de cómo se puede analizar un
conflicto ecológico y un ritual desde la perspectiva de la ecología política38. Desde una
visión postestructuralista, se analiza cómo el simbolismo ritual es desplegado

37
Los Antankarana viven en el norte de Madagascar, en una región rica en recursos de importancia nacional e
internacional.

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174 Antropología y Medio Ambiente

discursivamente para conseguir la jurisdicción sobre los recursos, puestos en peligro


por las incursiones exteriores. Así, se examinan las relaciones entre los distintos
niveles políticos y las interacciones entre significado y relaciones materiales39. Para
Gezon, los Antankarana realizan rituales para reclamar los recursos marinos en una
tentativa de defenderse de los competidores nacionales e internacionales. Además,
dichas respuestas deben entenderse en un contexto espacial y temporal más amplio;
el estudio etnográfico del presente necesita atender a la historia de las relaciones
interétnicas de la región (entre los Antankarana, los franceses y los Merina). El ritual,
para Gezon, no es un instrumento regulador y una herramienta adaptativa, sino más
bien un elemento discursivo que representa una política de oposición40. El fisehana es
una herramienta política que debe entenderse en el doble contexto de la historia
colonial y poscolonial de la lucha interétnica, y de la participación regional en el
mercado global. La memoria histórica y la representación ritual proporcionan un marco
ideológico para la negociación del control y uso del medioambiente. Gezon concluye
que las relaciones ser humano/medio ambiente se forman, histórica y
discursivamente, en y a través de la política y los instrumentos simbólicos.
Los estudios de Brosius (1997, 1999a, 1999b) son también un ejemplo, desde
la ecología política, del análisis de las relaciones de poder y las tensiones entre lo
local y lo global. Para el autor, el aumento y la rápida proliferación de los movimientos
medioambientales representa una nueva forma política y un cambio fundamental en la
distribución del poder41. Desde su punto de vista, el estudio de los movimientos
sociales se ha centrado en las imágenes, en la contestación y en la transnacionalidad,
olvidando lo que él considera crucial desde una posición foucaultiana: el hecho de que
los movimientos ambientales están creando un desarrollo progresivo de vigilancia y
gobierno del medio ambiente, a través de una ‘institucionalización de la tierra’42. Pese

38
El estudio se centra en la industria de la pesca y en el papel que juega la posesión de los espíritus y la
innovación ritual como instrumento de lucha para reclamar los recursos territoriales
39
El contexto del análisis es el incremento, desde la década de los 70, de la pesca del camarón en
Madasgascar, lo que provocó la reacción de los Antankarana. Su líder político, reclamó la jurisdicción sobre las
aguas de la costa.
40
En este sentido, se separa de las nociones funcionalistas rappaportianas criticando sus conceptos de
homeostasis y equilibrio dinámico, y entendiendo que las perturbaciones son inherentes a los sistemas.
41
Dicho proceso habría despertado el interés por ellos por dos motivos. En primer lugar, porque los movimientos
están presentes en el contexto de investigación de los antropólogos. Y, en segundo lugar, por los nuevos
intereses de la antropología (Brosius, 1999a:37). Ahora bien, indica que muy pocos antropólogos han prestado
atención al campo de la institucionalización.
42
Brosius sigue los trabajos de Escobar (1995b) sobre la ‘institucionalización’, en los que crítica el desarrollo de
instituciones internacionales y sus manifestaciones locales. A través de un análisis de la construcción del tercer
mundo, pone de manifiesto cómo se han creado aparatos eficaces para edificar conocimientos, desplegándose
un régimen de gobierno sobre el mismo.

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a que la institucionalización puede ser vista, en algunos aspectos, como positiva (el
propósito es la conservación medio ambiental), es necesario atender al proceso por el
cual estas instituciones inscriben y naturalizan ciertos discursos, ya que al tiempo que
proponen alternativas para la preservación medio ambiental, excluyen otras
posibilidades, privilegian a ciertos actores y marginalizan a otros. Podemos ver esto en
el proceso de desplazamiento de las iniciativas y voces indígenas por las voces
nacionales e internacionales en la campaña internacional contra la destrucción de la
selva y los derechos indígenas en el estado de Sarawak (al este de Malasia), en los
años 90 (Brosius, 1999a). En su análisis muestra cómo los actores indígenas son
desplazados por ‘instituciones para la vigilancia y gobierno medioambiental local,
nacional y global’ (el gobierno malayo y las ONG medio ambientales del Norte43 y
malayas). Los acontecimientos hicieron que el domino moral y político se deslizara
hacia el dominio de la gubernamentalidad y la burocratización, a través de privilegios y
exclusiones, ya que las instituciones capacitan o limitan, concretan los espacios de
discurso y de praxis, definen o redefinen los espacios de acción, privilegian algunas
formas de acción y limitan otras. Esta dinámica representa el desplazamiento político
en el dominio del medio ambiente y debe ser leída como un proceso de
gubernamentabilidad en el sentido foucaultiano44. Brosius concluye que las
instituciones medio ambientales, lejos de ser liberadoras, son formas de intervención.
En este sentido, Benabou (2007) en su trabajo sobre el ecoturismo en la Reserva de
Nanda Devi, habla también del carácter paradójico de las ONG medioambientales al
constituirse en portadoras de reivindicaciones locales pero también en figuras
autoritarias. Asimismo algunos autores, como Lauer (2005) en su análisis sobre los
ye’kwana del Alto Orinoco, reconocen la visión idealista y reduccionista de las ONG
sobre los pueblos indígenas (visión naturalizada, podríamos añadir, que ha
impregnado no sólo a las ONG)45. Y otros como Arach (2002), en su investigación
sobre el movimiento originado por la represa de Yacyretá en Paraguay, apuntan que

43
“A la hora de hablar de ‘medioambientalistas del Norte’, imito el uso actual en el que se emplea el término
‘Norte’ para referirse a los países industrializados de Europa, Estados Unidos, Japón y Australia (frente al
término ‘Sur’ que se refiere al ‘Tercer Mundo’)” (Brosius, 1999a:51).
44
“Utilizo el término ‘gubernamentalidad’ en el sentido Foucaultiano de ‘racionalidad gubernamental’ (Gordon,
1991). Cuando hablaba de ‘gubernamentalidad’, Foucault se refería, no sólo al dominio civil/político del gobierno
en su acepción habitual, sino que aludía a un dominio más amplio de discursos y prácticas que crean y
administran a los sujetos mediante la presencia de una serie de aparatos creadores de conocimientos” (Brosius,
1999a:51).
45
Nos encontraríamos con el mito señalado por Milton (1996) de la ‘sabiduría ambiental primitiva’ o, como dice
Descola (1998), con la ‘figura filosófica del buen salvaje’ que convierte, bajo la mirada del mundo industrializado,
a los indígenas “en sagaces sociedades de botánicos y farmacólogos” (1998:221).

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los intereses y perspectivas entre las ONG y las comunidades locales divergen,
aunque la acción puede converger.
En esta dirección, Kottak (1999) ha señalado que las etnoecologías locales, es
decir, las percepciones sociales del medio ambiente, se encuentran hoy en día
desafiadas, transformadas y reemplazadas por las propias transformaciones del
mundo actual. Las migraciones, la difusión de los mass-media, las tecnologías, la
industria, etc., han provocado la importación de valores y prácticas que entran a
menudo en conflicto con las representaciones indígenas. Los sistemas tradicionales
(sus valores, sus ideas, sus lugares) son atacados por todas partes. Pero los impactos
de las fuerzas externas no son uniformes, puesto que cada comunidad tiene su propia
historia y tradición; de ahí que la extensión del desarrollismo y medio ambientalismo
se vea influenciada siempre por las etnoecologías nacionales, regionales y locales, y
por sus poderes de adaptación y resistencia. Desde esta perspectiva, considera que la
existencia de discursos homogeneizadores, como el discurso del desarrollo
sostenible, está imponiendo una moral ecológica global al reemplazar las prácticas
locales por normalizaciones externas. Así, Brosius (1999b) habla del aparato
transnacional del desarrollo sostenible.
Pero la perspectiva de la ecología política no ha sido solamente aplicada en los
contextos postcoloniales. Pese a que su impulso en la disciplina, sobre todo, en la
década de los noventa, se centró en estos contextos por las propias condiciones de
producción (la sustitución de las teorías desarrollistas, la degradación ecológica y el
impulso de los estudios sobre el conflicto medioambiental, el aumento de las
desigualdades sociales, la correspondencia entre la crisis ecológica y el
empobrecimiento, las relaciones desiguales entre lo local y lo global, etcétera), durante
la última década vemos la pertinencia de incorporar dicha mirada en los países
industrializados. Escobar (1995a, 1996, 2000) ha puesto de manifiesto precisamente
cómo el desarrollo sostenible se fundamenta en los logros de la modernidad occidental,
asumiéndolos acríticamente. En dicho enunciado, la construcción histórica del
complejo económico no se pone en duda, ni tampoco su concreción ni su realidad, de
tal forma que la ‘economización de la naturaleza’ se presenta como dada (recursos,
valores, productos, mercados...). Así, denuncia que el juego establecido entre
economía y ecología oculta la creencia de que el sistema sólo necesita pequeños
ajustes en el mercado para lograr un desarrollo ecológico, cuando en realidad lo que se

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necesita es una reestructuración integral del sistema (Santamarina, 2004). Su crítica


más contundente va dirigida hacia la consideración de la naturaleza como mercancía y
su propuesta pasa por la articulación de resistencias para construir nuevas estrategias
productivas y para edificar una nueva representación de la Naturaleza. Para Escobar la
raíz de los problemas ambientales está precisamente en la forma de organización
social (1995a).
La propia crítica de Escobar al desarrollo sostenible y su consideración de que
es necesario que ‘antropologicemos’ nuestra práctica cultural distanciándonos de la
misma para comprender las estructuras históricas, ha sido continuada por numerosos
antropólogos. Por ejemplo, Vaccaro (2005) ha trabajado sobre el proceso de
gubernamentalidad del paisaje en el Pirineo español. La expropiación y apropiación del
territorio por parte del estado moderno evidencia las relaciones entre el paisaje y la
intervención política sobre el territorio y los recursos a lo largo del tiempo. En el mismo
camino, se insertan los trabajos compilatorios de Fernández y Florido del Corral (2005),
de Frigolé y Roigé (2006), de Vaccaro y Beltran (2007) o de Selmi y Hirtzel (2007) que
introducen la perspectiva de la ecología política en el análisis del paisaje y los parques
naturales estudiando la relación entre los cambios ecológicos, los procesos políticos y
los económicos. Mi propio trabajo sobre la institucionalización y normalización de lo
ecológico (Santamarina, 2006a) o sobre el análisis de las prácticas y narraciones en la
conformación de los espacios naturales y de los discursos hegemónicos (Santamarina,
2005; 2006b) se sitúan en esta línea.
En definitiva, la perspectiva de la ecología política se nos presenta hoy como
un campo de análisis fructífero, que permite destapar los mecanismos implícitos de las
relaciones de poder. El desarrollo de la ecología política supone un nuevo esfuerzo en
la comprensión de los vínculos ideológicos que subyacen a cualquier representación
ecológica. La incorporación en los análisis de las relaciones entre lo local y lo global;
el énfasis en mostrar que las prácticas y los discursos, como productos históricos y
culturales, condicionan nuestras relaciones con el entorno; el hecho de sacar a la luz
que hay distintas lógicas materiales y sociales que determinan nuestra relación con el
medio y que existen otras formas posibles de configurar los vínculos
naturaleza/cultura, son aportaciones que nos invitan a una nueva consideración sobre
lo ecológico más allá de los determinismos tradicionales de nuestra disciplina.

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4. Recapitulación: hacia una nueva antropología comprometida

La antropología, igual que ha ocurrido con el desarrollo de otras ciencias, ha


sido presa de sus propias representaciones conduciendo, en muchos casos, a una
reafirmación de los modelos culturales occidentales como hegemónicos de los
sistemas cognitivos. De hecho, es sorprendente que, hasta hace relativamente poco,
la disciplina no haya logrado deconstruir las categorías de naturaleza y cultura,
sobre todo si se tiene en cuenta que dichos conceptos son centrales en una serie de
oposiciones clave del pensamiento occidental que los antropólogos han conseguido
desmantelar con cierta solvencia, tales como mente-cuerpo, sujeto-objeto, etc.
(Descola y Pálsson, 1996). Ahora bien, después de haber puesto en tela de juicio
dicha dicotomía, la disciplina ha abierto un nuevo campo de análisis especialmente
interesante en el contexto actual de una degradación medioambiental sin
precedentes y sin límites. Desde nuestra consideración, las perspectivas de la
ecología simbólica y de la ecología política, son las que mejor permiten entablar un
diálogo sobre cómo nuestros procesos culturales han construido una imagen muy
particular del mundo natural y sobre cómo se está elaborando la compleja categoría
de medio ambiente. Desde nuestro punto de vista, el medio ambiente se nos
presenta como una categoría política producida desde instancias tecno-científicas,
que desplaza el mundo de lo natural en favor de un único mundo cultural, al reducir
la naturaleza a una mera mercancía (materia, producto, recurso). Y, al hacerlo,
parece haber obviado las múltiples dimensiones, así como los límites que en sí
misma contiene.
En este sentido, se hace ineludible comprender los mecanismos de poder que
subyacen a nuestra práctica cultural y recordar que la naturaleza y la cultura son
realidades construidas por procesos culturales a través de prácticas, discursos e
instituciones. La estrategia de reducción para el control y la destrucción de la(s)
naturaleza(s) y de la(s) cultura(s) se ha basado en una edificación objetiva de estas
realidades como objetos transaccionales y como sujetos de apropiación lícita. La
legitimación sobre el(los) otro(s) ha pasado por estrategias de subordinación que
incluían su confinamiento como paso necesario para su colonización. Tras la
práctica de naturalizar a las culturas y a los diversos otros (mujeres, razas, clases...)
y tras la práctica de culturizar a la naturaleza (convertida, de igual modo, en otro)

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encontramos un aparato análogo que permite imponer una visión normal y


normalizada de nuestras relaciones con el mundo a partir de la comparación, la
diferencia, la exclusión y la jerarquización. Estos dispositivos tradicionales han
domesticado y, en muchos casos, destruido (en lo real y en lo simbólico) a todos
estos Otros bajo distintos discursos disfrazados de paternalismo autoritario46. Todo
esto se ha llevado a cabo desde relaciones de poder asimétricas, que se sustentan
en aras del desarrollo, la evolución, el bienestar, la protección... y que siguen
fabricando nuevos modelos de interpretación, las cuales, lejos de romper con las
viejas fórmulas opresivas, las reafirman (globalización) (Petras y Veltmeyer, 2002).
El resultado de dicho proceso ha sido la constitución de una cultura (bajo la capa de
lo occidental), caracterizada por su cualidad de ser global, universal y homogénea,
que acosa a los conocimientos locales y reduce a la naturaleza a su dominio. En
suma, lo que tratamos de poner de manifiesto es que, en la construcción de la
naturaleza ha jugado un papel destacado nuestra manera de concebir la cultura y los
otros. Y que dicha concepción responde a una misma lógica de reducción y
normalización que han sufrido de forma paralela la cultura, los otros y la naturaleza.
Al margen de otro tipo de consideraciones (de la destrucción de modos de vida, de
la desposesión de masas ingentes, del asesinato, del ecocidio,...), el gran éxito del
progreso es un mundo cultural que impone a destajo sus productos, sus
objetividades y sus autenticidades.
En definitiva, podemos decir que, en un sistema donde se nos imponen
visiones hegemónicas y discursos ecológicos globalizados, basados en una
racionalidad político-económica que se pretende única, se hace necesario un
análisis crítico para descifrar las claves de nuestra práctica cultural y para poner en
práctica todo el conocimiento local aprendido, que permita sacar a la luz otros
discursos practicables posibles desde lógicas marginales. Tal y como ha puesto de
manifiesto Escobar, “si es cierto que siempre hay formas de posdesarrollo, no
capitalismo y ‘otras naturalezas’ en construcción, entonces, hay esperanza de que
se puedan llegar a constituir nuevas bases para la existencia y rearticulaciones
significativas de la subjetividad y de la alteridad en sus dimensiones económica,

46
Las culturas a través de las distintas formas de colonialismo y de dependencia (bajo manifestaciones
ideológicas, políticas, económicas, religiosas, científicas...), la naturaleza a través del capitalismo y de la
explotación de los recursos (bajo manifestaciones ideológicas, políticas, económicas, religiosas, científicas...), y
las mujeres, por poner un ejemplo más, a través del patriarcado y del androcentrismo (bajo manifestaciones
ideológicas, políticas, económicas, religiosas, científicas...).

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cultural y ecológica” (2000:209). Así el reto de la nueva antropología ecológica o


medio ambiental pasa porque la práctica antropológica “pueda usarse como un
instrumento para la reflexión crítica y como una herramienta para la liberación
humana” (Scheper-Hughes, 1997:39). Y como nos sugiere Ingold, “el último objetivo
de la investigación medio ambiental en antropología social” debería desestabilizar la
jerarquía de poder y control, siendo sus recursos “no tanto técnicos y metodológicos
como políticos y epistemológicos” (Ingold, 2000: 222). Denunciar los desequilibrios y
desigualdades de nuestro mundo y recuperar otras maneras posibles de construir
nuevos escenarios para el presente presupone un esfuerzo y compromiso colectivo
por redefinir nuestro mundo.

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Volumen 3, Número 2. Mayo-Agosto 2008. Pp. 144-184
Madrid: Antropólogos Iberoamericanos en Red. ISSN: 1695-9752

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