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Anoche vi al fantasma más triste del mundo, no sé por qué apenas lo vi tuve la

impresión de tal cosa, pero lo he bautizado con ese calificativo. Nunca antes había
visto a uno de ellos, ni cuando trabajaba de recepcionista por las noches en un hotel
del centro de la ciudad. Dudo mucho que tenga la oportunidad de llegar a ver a otro.
Pero todo era triste en él, todo era triste en esa noche.
Había salido tarde de la oficina y decidí dar una vuelta por mi antiguo barrio. La casa
de mi madre era la única de dos pisos, los demás lo tenían de cuatro para arriba.
Pensé que quizás se alegraría de verme, pero ver que la luz de la sala estaba
apagada me desanimó, no quería molestarla. Así que di dos vueltas y me marché.
Llegué pasado la medianoche a la casa. Mi mujer seguro dormía con nuestra hija
de dos meses. Tuve cuidado de no hacer ruido, mi boca me amargaba, tenía una
sed inmensa desde hace una hora. Cerré lentamente la puerta, di vuelta a la llave
tres veces, avancé unos pases hacia el grifo del patio, coloqué de costado mi cabeza
y cuando empecé a sentir la frialdad del agua en mi garganta es que lo vi. Estaba
sentado en medio del corredor, parecía como un gran saco negro lleno de papas.
Miraba el vacío del cielo oscuro. Recordé que cuando era niño andaba casi siempre
asustado porque mis hermanos contaban historias terroríficas y sanguinarias sobre
ellos, pero este no se les parecía en nada, era todo lo contrario. Seguí bebiendo
mientras pensaba qué diablos hacer. Gritar, prender la luz o hacer como si no lo
hubiese visto. Lo más curioso de todo es que no tuve miedo, me parecía lo más
natural del mundo llegar a casa a tal hora y encontrarse con un fantasma en alguna
parte de la casa. Entonces sentí pena por él, por mí, por mi mujer y por nuestra hija.

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