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¡Hola, colegas!
¡Bienvenidos a la clase 3!
La clase 2 estuvo dedicada a los modos de concebir la relación entre el texto y el autor, desde
aquellos abordajes que asumen que la significación de un texto depende del establecimiento de
las intenciones del autor y de la reconstrucción del contexto de producción hasta los enfoques
más formalistas, que analizan los textos en su inmanencia. Ambas perspectivas han tendido a
relegar a un segundo plano el fenómeno de la recepción.
Las distintas perspectivas que desde la teoría literaria se ocupan de la lectura se interrogan
fundamentalmente acerca del rol de los lectores en el establecimiento del sentido global de un
texto. Como bien sintetiza Compagnon, la cuestión central de cualquier reflexión sobre la lectura
radica en la libertad que el texto le deja al lector (2004: 107). En este sentido, los objetivos de
la Clase 3 se orientarán a determinar:
hasta qué punto la intención del autor fija una lectura correcta del texto;
hasta qué punto la lectura se encuentra preestablecida por el texto;
qué restricciones le impone el texto al lector;
qué grado de libertad puede reclamar el lector para sí.
Hasta hace poco tiempo la práctica de la lectura aparecía asociada fundamentalmente al texto
impreso. En los últimos veinte años esto se ha modificado de manera drástica. Son múltiples las
herramientas y soportes que en el presente le disputan al libro esa primacía trastocando los
modos en que tradicionalmente se leía o escribía. Asistimos, en efecto, a una transformación
profunda de las prácticas de escritura y de lectura que se pone de relieve no solo con la
aparición de nuevos soportes, géneros discursivos y modos de narrar sino, también, en los
niveles mínimos del relato, con la conformación de una gramática y un léxico nuevos a caballo
entre la lengua oral y la escrita. En un chat no basta con usar los tradicionales signos gráficos
sino que estos deben ir acompañados de logogramas, como los emoticones, y toda clase de
interjecciones y onomatopeyas. De igual modo, cada nueva invención informática trae
aparejados nuevos términos y tópicos que van organizando verdaderas redes semánticas en las
que, conjuntamente con la descripción de las acciones que estos dispositivos habilitan, se
modelan nuevas subjetividades (el blogger, el youtuber, etc.).
Una economía inédita parece regir estas nuevas prácticas escriturarias que tienden a reducirse a
su más mínima expresión para poder ajustarse a los pequeños avatares de la vida cotidiana.
Toma unos pocos segundos comunicarle a un amigo o a varios al mismo tiempo algo que nos
acaba de ocurrir y recibir una respuesta de su parte. Uno puede estar en el trabajo, en medio de
una clase o subiendo a un colectivo y enviando simultáneamente un mensaje de texto, una
fotografía o reenviando una noticia, cosa impensable cuando el diálogo todavía implicaba al
cuerpo de manera sustancial.
Al igual que ocurre con la tecnología del transporte, la escritura y la lectura también se van poco
a poco emancipando de las limitaciones que impone el espacio, acortando así el tiempo entre la
experiencia y la anotación, por un lado, y la anotación y la recepción, por otro. Basta comparar
el tiempo que demoraba en llegar una carta a su destinatario, que debía viajar literalmente de
un sitio a otro, y el que demora un correo electrónico, cuyo recorrido involucra dimensiones que,
a excepción de los programadores, suelen resultarnos incomprensibles e incluso inimaginables.
La adaptación de la escritura al ritmo y los tiempos de la oralidad suele, sin embargo, jugarnos
malas pasadas: mails que se envían al destinatario inadecuado, chistes que son interpretados
como ofensas o comentarios desafortunados, reclamos que cobran de pronto una trascendencia
desmedida, efectos todos que escapan a nuestra intención. Porque, no debemos olvidarlo, si a
las palabras se las lleva el viento, la escritura, por el contrario, nos permite volver una y otra
vez sobre el mismo mensaje para reconstruir lo que nos quisieron decir a distancia. El
malentendido es un riesgo propio de la lengua escrita precisamente porque lo que caracteriza a
la escritura es que se da en ausencia, fuera de contexto, incluso cuando se comporta a la
manera de la conversación oral. Ahora bien, ¿a qué responden los malentendidos? ¿Son un
problema del enunciado? ¿El enunciado no fue lo suficientemente explícito como para no dar
lugar a la confusión? ¿Son un problema de lectura? ¿El lector no decodificó bien las señales
presentes en el texto como para reconstruir la información del modo previsto por el otro
interlocutor?
La razón política, por su parte, resulta indisociable de la lógica de la lectura, que como
sostiene Roland Barthes,
Frente a una actividad heterogénea, singular y contingente como la lectura, que amenaza
siempre con transgredir o trascender la coherencia (o “intención”) del texto, el énfasis puesto en
la producción de mensajes constituiría un modo de salvaguardar las jerarquías e instituciones
sociales que condicionan las relaciones de los lectores con los textos en detrimento de la
productividad y creatividad de la lectura. La escisión tajante entre la escritura y la lectura
responde, desde esta perspectiva, antes a una cuestión de relaciones de poder y
mecanismos de control social que a aspectos formales inherentes a ambas prácticas. La
preponderancia del punto de partida de la obra determina, siguiendo a Barthes, una economía
peculiar según la cual el autor constituye el eterno propietario de su texto y los lectores simples
usufructuadores que deben elucidar un sentido “verdadero” ya fijado por el autor.
El practicante individual, antes que priorizar “el” sentido correcto de un texto (su contexto, sus
vínculos con otros textos, su información principal), recorre el texto en función de sus propios
intereses y necesidades sin que en ese acto íntimo de lectura medie instancia alguna de control,
de evaluación, de juicio o de consenso. Este modo de leer –por fuera de cualquier pauta
externa- es empático, proyectivo e identificatorio, y empieza y termina en el mismo lector.
Cabría preguntarse si deja en él alguna huella concreta o efectiva y si es transferible. El escritor
francés Marcel Proust ha expuesto este fenómeno de la participación afectiva del lector en la
realidad del libro de la siguiente manera en el último tomo de su En busca del tiempo
perdido (1921):
En realidad, cada lector es cuando lee el propio lector de sí mismo. La obra del escritor no es
más que una especie de instrumento óptico que ofrece al lector para permitirle discernir lo que,
sin ese libro, no hubiera podido ver en sí mismo. El reconocimiento en sí mismo, por el lector,
de lo que el libro dice es la prueba de la verdad de éste, y viceversa, al menos hasta cierto
punto, porque la diferencia entre los dos textos se puede atribuir en muchos casos, no al autor,
sino al lector (Proust 1998: 263).
Por este motivo, todo texto implica, además, como plantea Eco, “(…) ciertos movimientos
cooperativos, activos y conscientes, por parte del lector” para poder actualizar aquellos
elementos no dichos en el plano de la expresión (2000: 74), elementos que, según este
enfoque, el autor prevé serán rellenados. La iniciativa interpretativa del lector no solo
enriquece el texto sino que constituye la condición de posibilidad de concreción de una obra,
una función del propio texto que, como buen “mecanismo perezoso (o económico)”, “(…) vive de
la plusvalía de sentido que el destinatario introduce en él” (Eco 2000: 76). Ahora bien, el
productor también espera que el texto sea interpretado con un cierto margen de univocidad.
Para Eco, la suerte interpretativa de un texto forma parte de y orienta el propio proceso de
composición del texto: el productor despliega distintas estrategias textuales en función de sus
previsiones respecto de los movimientos que efectuará un lector potencial. De este modo, el
autor concibe imaginariamente un “lector modelo” capaz de interpretar el texto de la manera
prevista por él y contribuye a su vez a construirlo. El lector, por su parte, construye en base a
las estrategias y operaciones formales de composición del relato una imagen del autor que
orientará su interpretación de lo que lee.
Rayuela (1963) de Julio Cortázar admite, al menos, dos lecturas posibles, dos modos de
recorrerla: por un lado, la lectura de corrido sin considerar los capítulos prescindibles y, por
otro, la lectura que incorpora intercalados los fragmentos del final de acuerdo con la propuesta
del autor. Ahora bien, el texto no se limita a señalar estas dos alternativas sino que promueve
desde el prólogo y desde la teoría del arte, y de la literatura que desarrolla, fundamentalmente,
a partir del personaje Morelli, un tipo de texto (la novela fragmentaria opuesta a la novela rollo)
y un tipo de lector (el lector cómplice en contraposición al lector-hembra) específicos.
- ¿Lee lo que él quiere leer, lo que puede leer o lo que el autor quiere que
lea?
A pesar de considerar y valorar positivamente la libertad del lector para interpretar un texto, la
teoría de Eco tiende a ceñir ese ejercicio de libertad a aquellos “vacíos” que el autor, de algún
modo, había contemplado, con lo cual el autor continúa jugando un rol preponderante en el
establecimiento de una interpretación.
Por otra parte, independientemente de las intenciones y previsiones del autor, existen otro tipo
de restricciones que condicionan las lecturas posibles de un texto (o que orientan a los lectores
en su tarea interpretativa) y que se vinculan con el medio sociocultural del lector:
Toda lectura deriva de formas transindividuales: las asociaciones engendradas por la literalidad
del texto (por cierto, ¿dónde está esa literalidad?) nunca son, por más que uno se empeñe,
anárquicas; siempre proceden (entresacadas y luego insertadas) de determinados códigos,
determinadas lenguas, determinadas listas de estereotipos (Barthes, 1994, p. 37).
Aunque aparezca como nueva, una obra literaria no se presenta como novedad absoluta en
medio de un vacío informativo, sino que predispone a su público mediante anuncios, señales
claras y ocultas, distintivos familiares o indicaciones para un modo de recepción completamente
determinado (Jauss, 2013, p. 178).
En resumen
Hasta aquí nos hemos referido a lo que el autor espera que el lector lea y a lo que el lector
puede leer en función de sus saberes y experiencias previos. Faltaría, entonces, decir algo
respecto de lo que el lector efectivamente lee en un texto, pero para eso sería necesario que
cada cual interrogase su propia lectura, que cada cual retuviese y registrase ese texto que
escribe mentalmente cuando lee, que cada cual leyese ese libro interior del que habla Marcel
Proust. ¿Podemos, en efecto, decir algo en general del modo en que nos paseamos de un sitio a
otro en Internet para detenernos luego en un fragmento que no sabemos a quién pertenece y
que nos recuerda algo que leímos alguna vez en un libro al tiempo que nos lleva a hacer
determinadas proyecciones a futuro? Difícilmente. Las lecturas concretas continúan siendo
refractarias a cualquier encasillamiento teórico.
Los géneros discursivos
Hemos descrito en esta unidad cómo se desenvuelve la lectura y qué papel tiene el lector en
esta situación comunicativa tan peculiar que se da en el texto literario. Es necesario aclarar
que, antes del acto de lectura, el texto ya prevé al lector, le anticipa qué es lo que va a
encontrar en su interior. Al entrar a una librería, antes de convertirnos propiamente en lectores
de un texto, nos dirigimos a un sector en particular: literatura, poesía, autoayuda, historia,
filosofía, economía, etc. El circuito comercial define de antemano un tipo de lector y un tipo
de libro. Recordemos que la palabra “texto” deriva etimológicamente del término latino “textus”
que significa literalmente “tejido”, “entramado”. Cuando hablamos de telas, el género es el tipo
de “tejido” que tengo entre las manos: buscamos un género específico en función de su
entramado, de las características que dan a la tela una apariencia a los ojos, un brillo o color
determinado, una sensación especial al tacto. Algo similar sucede con los textos: las
necesidades del lector definirán lógicamente la búsqueda de un tipo de texto dentro de un
género.
Ya puestos a leer, el texto también ofrece pautas concretas de pertenencia a uno u otro
género, es decir, presenta pautas formales que nos indican qué reglas o patrones rigen la
composición (y en consecuencia la lectura) de ese texto. Si un libro cualquiera comienza con la
frase “Había una vez” sabremos que se trata de un cuento infantil o de un texto que toma en
cuenta y dialoga con ese género ya que esa frase es una típica fórmula de inicio de los cuentos
populares clásicos. Para identificar un género literario debemos tener en cuenta criterios
de composición, estilísticos y temáticos que imprimen rasgos diversos y variables a cada
género. Otros críticos, en cambio, han propuesto clasificar los géneros literarios de acuerdo al
público al que están dirigidos los textos. Como vemos, es complejo (si no imposible) adoptar un
criterio único para decidir la pertenencia o no de un texto a un género dado.
Géneros Literarios
En definitiva, los géneros literarios son las clases en las que pueden clasificarse o agruparse las
obras literarias; un principio de generalización del que no siempre somos del todo conscientes y
que permite vincular cada trabajo individual con los textos canónicos de la literatura nacional o
universal, proporcionándonos, por semejanza, pautas para su abordaje. Hay tres grandes
géneros literarios que, a su vez, conocen múltiples subclases o subdivisiones: el lírico,
el narrativo y el dramático. Dentro del narrativo, podríamos distinguir, en principio, entre
novela, novela corta y cuento, pero a su vez (y en función del argumento, los personajes, las
coordenadas espaciotemporales más que de su forma o composición) distinguiríamos entre
policial, fantástico, maravilloso, realista, etc. Las combinaciones son múltiples, de modo que
ninguna clasificación puede ser exhaustiva sin correr el riesgo de volverse arbitraria.
Bibliografía obligatoria
Certeau, M. de (1997) “Leer: una cacería furtiva”, en La invención de lo cotidiano1. Artes
de hacer. México, Universidad Iberoamericana, pp. 177-189.
Actividades
A partir de la lectura de la clase y el texto de Borges, comenten en el
FORO “LA ESCRITURA DE LA LECTURA” la relación entre lectura y
escritura que se dramatiza en el texto de Borges, atendiendo
especialmente a los siguientes puntos:
d) los vínculos entre las distintas figuras de autor y lector que aparecen
diseminadas en el texto.
Mis notas registran asimismo dos cuentos. Uno pertenece a las Histoires
désobligeantes de Léon Bloy y refiere el caso de unas personas que
abundan en globos terráqueos, en atlas, en guías de ferrocarril y en
baúles, y que mueren sin haber logrado salir de su pueblo natal. El otro se
titula “Carcassonne” y es obra de Lord Dunsany. Un invencible ejército de
guerreros parte de un castillo infinito, sojuzga reinos y ve monstruos y
fatiga los desiertos y las montañas, pero nunca llegan a Carcasona, aunque
alguna vez la divisan. (Este cuento es, como fácilmente se advertirá, el
estricto reverso del anterior; en el primero, nunca se sale de una ciudad;
en el último, no se llega).