Sei sulla pagina 1di 11

Especialización en Enseñanza de Escritura y Literatura en la Escuela Secundaria

Módulo Didáctica de la Teoría Literaria

Clase 3: La lectura como fenómeno cultural: del gusto


personal a la práctica social

¡Hola, colegas!

¡Bienvenidos a la clase 3!

La clase 2 estuvo dedicada a los modos de concebir la relación entre el texto y el autor, desde
aquellos abordajes que asumen que la significación de un texto depende del establecimiento de
las intenciones del autor y de la reconstrucción del contexto de producción hasta los enfoques
más formalistas, que analizan los textos en su inmanencia. Ambas perspectivas han tendido a
relegar a un segundo plano el fenómeno de la recepción.

El propósito de esta clase es que

 indaguemos acerca de la figura del lector y la instancia de la lectura.

Las distintas perspectivas que desde la teoría literaria se ocupan de la lectura se interrogan
fundamentalmente acerca del rol de los lectores en el establecimiento del sentido global de un
texto. Como bien sintetiza Compagnon, la cuestión central de cualquier reflexión sobre la lectura
radica en la libertad que el texto le deja al lector (2004: 107). En este sentido, los objetivos de
la Clase 3 se orientarán a determinar:

 hasta qué punto la intención del autor fija una lectura correcta del texto;
 hasta qué punto la lectura se encuentra preestablecida por el texto;
 qué restricciones le impone el texto al lector;
 qué grado de libertad puede reclamar el lector para sí.

Hasta hace poco tiempo la práctica de la lectura aparecía asociada fundamentalmente al texto
impreso. En los últimos veinte años esto se ha modificado de manera drástica. Son múltiples las
herramientas y soportes que en el presente le disputan al libro esa primacía trastocando los
modos en que tradicionalmente se leía o escribía. Asistimos, en efecto, a una transformación
profunda de las prácticas de escritura y de lectura que se pone de relieve no solo con la
aparición de nuevos soportes, géneros discursivos y modos de narrar sino, también, en los
niveles mínimos del relato, con la conformación de una gramática y un léxico nuevos a caballo
entre la lengua oral y la escrita. En un chat no basta con usar los tradicionales signos gráficos
sino que estos deben ir acompañados de logogramas, como los emoticones, y toda clase de
interjecciones y onomatopeyas. De igual modo, cada nueva invención informática trae
aparejados nuevos términos y tópicos que van organizando verdaderas redes semánticas en las
que, conjuntamente con la descripción de las acciones que estos dispositivos habilitan, se
modelan nuevas subjetividades (el blogger, el youtuber, etc.).

Una economía inédita parece regir estas nuevas prácticas escriturarias que tienden a reducirse a
su más mínima expresión para poder ajustarse a los pequeños avatares de la vida cotidiana.
Toma unos pocos segundos comunicarle a un amigo o a varios al mismo tiempo algo que nos
acaba de ocurrir y recibir una respuesta de su parte. Uno puede estar en el trabajo, en medio de
una clase o subiendo a un colectivo y enviando simultáneamente un mensaje de texto, una
fotografía o reenviando una noticia, cosa impensable cuando el diálogo todavía implicaba al
cuerpo de manera sustancial.

Al igual que ocurre con la tecnología del transporte, la escritura y la lectura también se van poco
a poco emancipando de las limitaciones que impone el espacio, acortando así el tiempo entre la
experiencia y la anotación, por un lado, y la anotación y la recepción, por otro. Basta comparar
el tiempo que demoraba en llegar una carta a su destinatario, que debía viajar literalmente de
un sitio a otro, y el que demora un correo electrónico, cuyo recorrido involucra dimensiones que,
a excepción de los programadores, suelen resultarnos incomprensibles e incluso inimaginables.

Este desligamiento del acto de leer y de escribir de un lugar habilitado específicamente o al


menos propicio para ello no comenzó con el desarrollo de la informática en el siglo XX sino
mucho antes, hace al menos tres siglos, cuando se consolida y generaliza la lectura silenciosa.
Aunque hoy cueste creerlo, como afirma Michel de Certeau, “(…) leer sin pronunciar en voz alta
o a media voz es una experiencia ‘moderna’, desconocida durante miles de años” (1997: 188).
La técnica de la lectura como acción fundamentalmente del ojo y no de la voz también implicó
en su momento un retiro del cuerpo y un distanciamiento del texto que proporcionaron una
mayor libertad de movimiento a los lectores, libertad que en el presente se ha visto potenciada
por los nuevos dispositivos y soportes digitales.

La adaptación de la escritura al ritmo y los tiempos de la oralidad suele, sin embargo, jugarnos
malas pasadas: mails que se envían al destinatario inadecuado, chistes que son interpretados
como ofensas o comentarios desafortunados, reclamos que cobran de pronto una trascendencia
desmedida, efectos todos que escapan a nuestra intención. Porque, no debemos olvidarlo, si a
las palabras se las lleva el viento, la escritura, por el contrario, nos permite volver una y otra
vez sobre el mismo mensaje para reconstruir lo que nos quisieron decir a distancia. El
malentendido es un riesgo propio de la lengua escrita precisamente porque lo que caracteriza a
la escritura es que se da en ausencia, fuera de contexto, incluso cuando se comporta a la
manera de la conversación oral. Ahora bien, ¿a qué responden los malentendidos? ¿Son un
problema del enunciado? ¿El enunciado no fue lo suficientemente explícito como para no dar
lugar a la confusión? ¿Son un problema de lectura? ¿El lector no decodificó bien las señales
presentes en el texto como para reconstruir la información del modo previsto por el otro
interlocutor?

La propiedad del sentido: en defensa de una visión subjetiva de la


lectura
En una sociedad como la nuestra, organizada por modelos escriturarios y textos de toda índole
(jurídicos, literarios, científicos, administrativos, políticos, periodísticos, publicitarios, artísticos,
etc.) que ya forman parte en muchos casos del paisaje urbano, la lectura ocupa,
necesariamente, un lugar central. Sin embargo, la dimensión de la recepción de los textos y sus
efectos desempeñó tradicionalmente un papel menor en los estudios literarios. A pesar del
reconocimiento del rol activo que desempeñan lectores, espectadores y oyentes en la vida de un
texto, se le suele prestar escasa atención a esta instancia. Habría al menos dos razones para
ello, una de orden epistemológico y otra de índole política.

En relación con la primera, la prioridad de la instancia de producción por sobre la


recepción parece responder a la dificultad de constituir en objeto de estudio una práctica que es
en rigor individual, solitaria e íntima. Por este motivo, hay teóricos que equiparan el texto a
una lengua o a una partitura que se actualizaría siempre de modo incompleto en la lectura, a la
que se asocia con el habla o con la ejecución de una pieza musical; en definitiva, con
la puesta en uso de un determinado código. En palabras de Antoine Compagnon, “(…) en
términos saussureanos, se podría decir que si el texto se presenta como habla [parole] en
relación con los códigos y convenciones de la literatura, también se ofrece a la lectura como un
sistema del lenguaje [langue] con el cual él asociará su propio discurso” (2004: 225; la
traducción es nuestra). Y, en este mismo sentido, Hans Robert Jauss establece la analogía entre
la interpretación musical y la lectura –“[La obra literaria] es más bien como una partitura
adaptada a la resonancia siempre renovada de la lectura, que redime el texto de la materia de
las palabras y lo trae a la existencia actual” (2013: 175). Si la lectura de un texto, al igual que
el habla, constituye una manifestación individual, momentánea y voluntaria que involucra tanto
aspectos psíquicos como físicos, un abordaje sistemático del fenómeno se vuelve inviable.

La razón política, por su parte, resulta indisociable de la lógica de la lectura, que como
sostiene Roland Barthes,

(…) es diferente de las reglas de la composición. Estas últimas, heredadas de la retórica,


siempre pasan por la referencia a un modelo deductivo, es decir, racional: como en el silogismo,
se trata de forzar al lector a un sentido o a una conclusión: la composición canaliza; por el
contrario, la lectura (ese texto que escribimos en nuestro propio interior cuando leemos)
dispersa, disemina. (…) Esta lógica no es deductiva, sino asociativa: asocia al texto material (a
cada una de sus frases) otras ideas, otras imágenes, otras significaciones” (1994, pp. 36-37).

Frente a una actividad heterogénea, singular y contingente como la lectura, que amenaza
siempre con transgredir o trascender la coherencia (o “intención”) del texto, el énfasis puesto en
la producción de mensajes constituiría un modo de salvaguardar las jerarquías e instituciones
sociales que condicionan las relaciones de los lectores con los textos en detrimento de la
productividad y creatividad de la lectura. La escisión tajante entre la escritura y la lectura
responde, desde esta perspectiva, antes a una cuestión de relaciones de poder y
mecanismos de control social que a aspectos formales inherentes a ambas prácticas. La
preponderancia del punto de partida de la obra determina, siguiendo a Barthes, una economía
peculiar según la cual el autor constituye el eterno propietario de su texto y los lectores simples
usufructuadores que deben elucidar un sentido “verdadero” ya fijado por el autor.

Llevada a un extremo, la concepción de una producción eficaz presupone, por un lado, un


público inerte que es modelado por medio de textos; por otro, promueve la asimetría entre
maestros y alumnos, autores y consumidores, intelectuales y reproductores acríticos en la
medida en que solo algunos pocos, verdaderos conocedores del código lingüístico, estarían en
condiciones de decodificar su “sentido”; por último, la jerarquización de la producción instituye
normatividades que propician la estabilidad del signo al reprimir el mecanismo metafórico
según el cual el significado de un término se desplaza con relativa libertad o solvencia a otros
significantes diseminados en el texto. Michel de Certeau describe la política de la lectura de la
siguiente manera:
La lectura se situaría entonces en la conjunción de una estratificación social (de relaciones de
clase) y de operaciones poéticas (construcción del texto por medio de su practicante): una
jerarquización social trabaja para conformar al lector a “la información” distribuida por una élite
(o semi-élite); las operaciones lectoras se las ingenian con la primera al insinuar su inventividad
en las fallas de una ortodoxia cultural (1997, p. 185).

El practicante individual, antes que priorizar “el” sentido correcto de un texto (su contexto, sus
vínculos con otros textos, su información principal), recorre el texto en función de sus propios
intereses y necesidades sin que en ese acto íntimo de lectura medie instancia alguna de control,
de evaluación, de juicio o de consenso. Este modo de leer –por fuera de cualquier pauta
externa- es empático, proyectivo e identificatorio, y empieza y termina en el mismo lector.
Cabría preguntarse si deja en él alguna huella concreta o efectiva y si es transferible. El escritor
francés Marcel Proust ha expuesto este fenómeno de la participación afectiva del lector en la
realidad del libro de la siguiente manera en el último tomo de su En busca del tiempo
perdido (1921):

En realidad, cada lector es cuando lee el propio lector de sí mismo. La obra del escritor no es
más que una especie de instrumento óptico que ofrece al lector para permitirle discernir lo que,
sin ese libro, no hubiera podido ver en sí mismo. El reconocimiento en sí mismo, por el lector,
de lo que el libro dice es la prueba de la verdad de éste, y viceversa, al menos hasta cierto
punto, porque la diferencia entre los dos textos se puede atribuir en muchos casos, no al autor,
sino al lector (Proust 1998: 263).

En definitiva, en la actividad de lectura -y subsidiariamente en el abordaje


de la lectura como objeto de estudio- se combinan y confunden dos tipos de
lectura cuyos vínculos nunca son del todo claros.

 De un lado, se ubicaría la lectura empírica, esto es, las operaciones


concretas que realizan lectores reales cuando se enfrentan a un
texto en particular. Entre estas operaciones se deberían considerar
no solo las que implican un alto grado de autocontrol y están
destinadas a “extraer” del texto un “sentido” o “comprender sus
ideas principales” sino también las “insignificantes”, como las
acciones de dispersión y de evasión, las asociaciones imprevistas y
los blancos, las tretas para sortear los escollos que presentan los
textos y las sensaciones físicas y los movimientos corporales que
acompañan la actividad mental, operaciones todas que también
tienen lugar en una lectura.

 Del otro, encontramos la lectura ejemplar que, bajo la forma de


teorías acerca de cómo se debe leer o de la figura de un lector ideal,
se orienta a corregir los defectos y errores de los lectores empíricos
de modo que la lectura no “traicione” el texto.

Entre estos dos extremos, se sitúan los distintos estudiosos de la


recepción de los textos literarios. Lo cierto es que a los apologistas de la
impertinencia del lector, como Barthes o Certeau, no se les escapa que no
todas las lecturas son igualmente válidas y que hay que ser un gran escritor
para que las identificaciones, proyecciones y distracciones que tienen lugar
durante la lectura se vuelvan productivas y significativas, así como tampoco
se les escapa a los defensores de un lector abstracto, como Umberto Eco,
que toda lectura concreta resulta siempre irreductible a un modelo. El
mismo juego de intenciones que habíamos visto a propósito del autor con
“su” texto puede plantearse en relación con el fenómeno de la lectura: el
lector viene a disputarle al autor la atribución del sentido de un texto.

Teorías de la recepción. La lectura como una respuesta individual o


como actualización de una competencia colectiva
La lectura consiste en correlacionar una expresión dada con un contenido por referencia a
determinado código. El lector construye así sintáctica y semánticamente el objeto semiótico al
que se refiere el texto-signo a partir del diccionario y las reglas gramaticales que maneja. Esta
operación requiere, por lo tanto, como sostienen Joseph Courtés y Algirdas Greimas (1990), de
un destinatario con una competencia lingüística análoga a la del productor del texto para poder
identificar los términos y sus funciones recíprocas en el contexto de la oración.

Todo texto contiene, sin embargo, numerosos puntos de indeterminación, problemas y


lagunas que deben ser salvados en la lectura. Incluso si un escritor se propusiera ser lo
suficientemente explícito como para no dar lugar a ambigüedades, jamás podría evitar la
proliferación de interpretaciones inherente a todo signo. La definición de un término
proporcionada por un diccionario no agota en modo alguno sus propiedades semánticas puesto
que todo término admite además de un sentido denotado, un sentido connotado.

Por este motivo, todo texto implica, además, como plantea Eco, “(…) ciertos movimientos
cooperativos, activos y conscientes, por parte del lector” para poder actualizar aquellos
elementos no dichos en el plano de la expresión (2000: 74), elementos que, según este
enfoque, el autor prevé serán rellenados. La iniciativa interpretativa del lector no solo
enriquece el texto sino que constituye la condición de posibilidad de concreción de una obra,
una función del propio texto que, como buen “mecanismo perezoso (o económico)”, “(…) vive de
la plusvalía de sentido que el destinatario introduce en él” (Eco 2000: 76). Ahora bien, el
productor también espera que el texto sea interpretado con un cierto margen de univocidad.
Para Eco, la suerte interpretativa de un texto forma parte de y orienta el propio proceso de
composición del texto: el productor despliega distintas estrategias textuales en función de sus
previsiones respecto de los movimientos que efectuará un lector potencial. De este modo, el
autor concibe imaginariamente un “lector modelo” capaz de interpretar el texto de la manera
prevista por él y contribuye a su vez a construirlo. El lector, por su parte, construye en base a
las estrategias y operaciones formales de composición del relato una imagen del autor que
orientará su interpretación de lo que lee.

Rayuela (1963) de Julio Cortázar admite, al menos, dos lecturas posibles, dos modos de
recorrerla: por un lado, la lectura de corrido sin considerar los capítulos prescindibles y, por
otro, la lectura que incorpora intercalados los fragmentos del final de acuerdo con la propuesta
del autor. Ahora bien, el texto no se limita a señalar estas dos alternativas sino que promueve
desde el prólogo y desde la teoría del arte, y de la literatura que desarrolla, fundamentalmente,
a partir del personaje Morelli, un tipo de texto (la novela fragmentaria opuesta a la novela rollo)
y un tipo de lector (el lector cómplice en contraposición al lector-hembra) específicos.

Como no hay modo de determinar si los sentidos previstos en la instancia de producción


coinciden con los recreados en la instancia de recepción, la propuesta de Eco debe fundarse,
necesariamente, sobre la base de las proyecciones que autor y lector hacen del otro. La
interpretación, por lo tanto, implica necesariamente cierto grado de intencionalidad y
de arbitrariedad. No podemos mantenernos dentro de los límites del texto y hacer caso omiso
a la pregunta por la voluntad del autor (¿qué quiso decir?), como tampoco desconocer que esa
intención, esa coherencia interna, es (re)construida en el proceso de lectura a partir de los
indicios que proporciona el texto y también de las propias proyecciones y figuraciones del lector.
- ¿Qué es, entonces, lo que lee un lector?

- ¿Lee lo que él quiere leer, lo que puede leer o lo que el autor quiere que
lea?

A pesar de considerar y valorar positivamente la libertad del lector para interpretar un texto, la
teoría de Eco tiende a ceñir ese ejercicio de libertad a aquellos “vacíos” que el autor, de algún
modo, había contemplado, con lo cual el autor continúa jugando un rol preponderante en el
establecimiento de una interpretación.

Por otra parte, independientemente de las intenciones y previsiones del autor, existen otro tipo
de restricciones que condicionan las lecturas posibles de un texto (o que orientan a los lectores
en su tarea interpretativa) y que se vinculan con el medio sociocultural del lector:

Toda lectura deriva de formas transindividuales: las asociaciones engendradas por la literalidad
del texto (por cierto, ¿dónde está esa literalidad?) nunca son, por más que uno se empeñe,
anárquicas; siempre proceden (entresacadas y luego insertadas) de determinados códigos,
determinadas lenguas, determinadas listas de estereotipos (Barthes, 1994, p. 37).

En todo momento, existe un repertorio de convenciones o un sistema de


normasdeterminadas históricamente que constituyen la competencia del lector y definen, a su
vez, un conjunto de lectores. Es a partir de un saber previo que lo que hay de nuevo en un texto
se hace experimentable o legible y pasa a integrar nuestro conocimiento:

Aunque aparezca como nueva, una obra literaria no se presenta como novedad absoluta en
medio de un vacío informativo, sino que predispone a su público mediante anuncios, señales
claras y ocultas, distintivos familiares o indicaciones para un modo de recepción completamente
determinado (Jauss, 2013, p. 178).

El género discursivo funciona como un esquema de recepción que le indica implícitamente al


lector cómo debe abordar el texto y asegura en cierta medida su comprensión. El sentido último
de un texto resulta, por consiguiente, inseparable de las restricciones genéricas: son las
convenciones históricas propias del género con el que el lector identifica un texto en particular,
las que determinan, entre los distintos recursos y procedimientos diseminados en el texto,
aquellos que serán actualizados en la lectura.

En resumen
Hasta aquí nos hemos referido a lo que el autor espera que el lector lea y a lo que el lector
puede leer en función de sus saberes y experiencias previos. Faltaría, entonces, decir algo
respecto de lo que el lector efectivamente lee en un texto, pero para eso sería necesario que
cada cual interrogase su propia lectura, que cada cual retuviese y registrase ese texto que
escribe mentalmente cuando lee, que cada cual leyese ese libro interior del que habla Marcel
Proust. ¿Podemos, en efecto, decir algo en general del modo en que nos paseamos de un sitio a
otro en Internet para detenernos luego en un fragmento que no sabemos a quién pertenece y
que nos recuerda algo que leímos alguna vez en un libro al tiempo que nos lleva a hacer
determinadas proyecciones a futuro? Difícilmente. Las lecturas concretas continúan siendo
refractarias a cualquier encasillamiento teórico.
Los géneros discursivos
Hemos descrito en esta unidad cómo se desenvuelve la lectura y qué papel tiene el lector en
esta situación comunicativa tan peculiar que se da en el texto literario. Es necesario aclarar
que, antes del acto de lectura, el texto ya prevé al lector, le anticipa qué es lo que va a
encontrar en su interior. Al entrar a una librería, antes de convertirnos propiamente en lectores
de un texto, nos dirigimos a un sector en particular: literatura, poesía, autoayuda, historia,
filosofía, economía, etc. El circuito comercial define de antemano un tipo de lector y un tipo
de libro. Recordemos que la palabra “texto” deriva etimológicamente del término latino “textus”
que significa literalmente “tejido”, “entramado”. Cuando hablamos de telas, el género es el tipo
de “tejido” que tengo entre las manos: buscamos un género específico en función de su
entramado, de las características que dan a la tela una apariencia a los ojos, un brillo o color
determinado, una sensación especial al tacto. Algo similar sucede con los textos: las
necesidades del lector definirán lógicamente la búsqueda de un tipo de texto dentro de un
género.

Ya puestos a leer, el texto también ofrece pautas concretas de pertenencia a uno u otro
género, es decir, presenta pautas formales que nos indican qué reglas o patrones rigen la
composición (y en consecuencia la lectura) de ese texto. Si un libro cualquiera comienza con la
frase “Había una vez” sabremos que se trata de un cuento infantil o de un texto que toma en
cuenta y dialoga con ese género ya que esa frase es una típica fórmula de inicio de los cuentos
populares clásicos. Para identificar un género literario debemos tener en cuenta criterios
de composición, estilísticos y temáticos que imprimen rasgos diversos y variables a cada
género. Otros críticos, en cambio, han propuesto clasificar los géneros literarios de acuerdo al
público al que están dirigidos los textos. Como vemos, es complejo (si no imposible) adoptar un
criterio único para decidir la pertenencia o no de un texto a un género dado.

Géneros Literarios
En definitiva, los géneros literarios son las clases en las que pueden clasificarse o agruparse las
obras literarias; un principio de generalización del que no siempre somos del todo conscientes y
que permite vincular cada trabajo individual con los textos canónicos de la literatura nacional o
universal, proporcionándonos, por semejanza, pautas para su abordaje. Hay tres grandes
géneros literarios que, a su vez, conocen múltiples subclases o subdivisiones: el lírico,
el narrativo y el dramático. Dentro del narrativo, podríamos distinguir, en principio, entre
novela, novela corta y cuento, pero a su vez (y en función del argumento, los personajes, las
coordenadas espaciotemporales más que de su forma o composición) distinguiríamos entre
policial, fantástico, maravilloso, realista, etc. Las combinaciones son múltiples, de modo que
ninguna clasificación puede ser exhaustiva sin correr el riesgo de volverse arbitraria.

Así como el sentido global de un texto se determina en virtud de un esfuerzo interpretativo, la


pertenencia a un género también implica un esfuerzo por establecer semejanzas o filiaciones
con otros modelos. Debido a la pluralidad y libertad con que la literatura acopia y reelabora sus
materiales, la atribución a un género no es algo dado de antemano sino que es parte del trabajo
interpretativo y depende en gran medida del bagaje cultural del lector.
Bibliografía citada
 Barthes, R. (1994) “Escribir la lectura”, en El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra
y la escritura, Barcelona, Paidós, pp. 35-38.
 Certeau, M. de (1997) “Leer: una cacería furtiva”, en La invención de lo cotidiano1. Artes
de hacer. México, Universidad Iberoamericana, pp. 177-189.
 Compagnon, A. (2004) Literature, Theory, and Common Sense, Princeton, Princeton
University Press.
 Cortázar, J. (1995) Rayuela, Madrid, Altaya.
 Courtés, J. y A. J Greimas (1990) “Lectura”, en Semiótica. Diccionario razonado de la
teoría del lenguaje, Madrid, Gredos, pp. 235-236.
 Eco, U. (2000) “El lector modelo”, en Lector in fabula. La cooperación interpretativa en el
texto narrativo, Barcelona, Lumen, pp. 73-95.
 Jauss, H. R. (2013) “La historia de la literatura como provocación de la ciencia literaria”,
en La historia de la literatura como provocación, Madrid, Gredos, pp. 151-207.
 Proust, M. (1998), En busca del tiempo perdido. 7. El tiempo recobrado, Madrid, Alianza
Editorial.

Bibliografía obligatoria
 Certeau, M. de (1997) “Leer: una cacería furtiva”, en La invención de lo cotidiano1. Artes
de hacer. México, Universidad Iberoamericana, pp. 177-189.

Actividades
A partir de la lectura de la clase y el texto de Borges, comenten en el
FORO “LA ESCRITURA DE LA LECTURA” la relación entre lectura y
escritura que se dramatiza en el texto de Borges, atendiendo
especialmente a los siguientes puntos:

a) la relación entre un texto y el género al que pertenece;

b) la relación entre la literatura y la crítica literaria;

c) la literatura como instrumento óptico;

d) los vínculos entre las distintas figuras de autor y lector que aparecen
diseminadas en el texto.

Kafka y sus Precursores

Yo premedité alguna vez un examen de los precursores de Kafka. A éste, al


principio, lo pensé tan singular como el fénix de las alabanzas retóricas; a
poco de frecuentarlo, creí reconocer su voz o sus hábitos, en textos de
diversas literaturas y de diversas épocas. Registraré unos pocos aquí, en
orden cronológico.

El primero es la paradoja de Zenón contra el movimiento. Un móvil que


está en A (declara Aristóteles) no podrá alcanzar el punto B, porque antes
deberá recorrer la mitad del camino entre los dos, y antes la mitad de la
mitad, y antes, la mitad de la mitad, y así hasta el infinito; la forma de
este ilustre problema es, exactamente, la de El Castillo, y el móvil y la
flecha y Aquiles son los primeros personajes kafkianos de la literatura. En
el segundo texto que el azar de los libros me deparó, la afinidad no está en
la forma sino en el tono. Se trata de un apólogo de Han Yu, prosista del
siglo IX, y consta en la admirable Anthologie raisonée de la littérature
chinoise (1948) de Margouliès. Éste es el párrafo que marqué, misterioso y
tranquilo: “Universalmente se admite que el unicornio es un ser
sobrenatural y de buen agüero; así lo declaran las odas, los anales, las
biografías de varones ilustres y otros textos cuya autoridad es indiscutible.
Hasta los párvulos y las mujeres del pueblo saben que el unicornio
constituye un presagio favorable. Pero este animal no figura entre los
animales domésticos, no siempre es fácil encontrarlo, no se presta a una
clasificación. No es como el caballo o el toro, el lobo o el ciervo. En tales
condiciones, podríamos estar frente al unicornio y no sabríamos con
seguridad que lo es. Sabemos que tal animal con crin es caballo y que tal
animal con cuernos es toro. No sabemos cómo es el unicornio”.

El tercer texto procede de una fuente más previsible; los escritos de


Kierkegaard. La finalidad mental de ambos escritores es cosa de nadie
ignorada; lo que no se ha destacado aún, que yo sepa, es el hecho de que
Kierkegaard, como Kafka, abundó en parábolas religiosas de tema
contemporáneo y burgués. Lowrie, en su Kierkegaard (Oxford University
Press, 1938), transcribe dos. Una es la historia de un falsificador que
revisa, vigilado incesantemente, los billetes del Banco de Inglaterra; Dios,
de igual modo, desconfiaría de Kierkegaard y le habría encomendado una
misión, justamente por saberlo avezado al mal. El sujeto de otra son las
expedientes al Polo Norte. Los párrocos daneses habrían declarado desde
los púlpitos que participar en tales expediciones conviene a la salud eterna
del alma. Habrían admitido, sin embargo, que llegar al Polo es difícil y tal
vez imposible y que no todos pueden acometer la aventura. Finalmente,
anunciarían, que cualquier viaje –de Dinamarca a Londres, digamos en el
vapor de la carrera-, o un paseo dominical en coche de plaza, son, bien
mirados, verdaderas expediciones al Polo Norte. La cuarta de las
prefiguraciones la hallé en el poema “Fears and Scruples” de Browning,
publicado en 1876. Un hombre tiene, o cree tener, un amigo famoso.
Nunca lo ha visto y el hecho es que éste no ha podido, hasta el día de hoy,
ayudarlo, pero se cuentan rasgos suyos muy nobles, y circulan cartas
auténticas. Hay quien pone en duda los rasgos, y los grafólogos afirman la
apocrifidad de las cartas. El hombre, en el último verso, pregunta: “¿Y si
este amigo fuera Dios?”.

Mis notas registran asimismo dos cuentos. Uno pertenece a las Histoires
désobligeantes de Léon Bloy y refiere el caso de unas personas que
abundan en globos terráqueos, en atlas, en guías de ferrocarril y en
baúles, y que mueren sin haber logrado salir de su pueblo natal. El otro se
titula “Carcassonne” y es obra de Lord Dunsany. Un invencible ejército de
guerreros parte de un castillo infinito, sojuzga reinos y ve monstruos y
fatiga los desiertos y las montañas, pero nunca llegan a Carcasona, aunque
alguna vez la divisan. (Este cuento es, como fácilmente se advertirá, el
estricto reverso del anterior; en el primero, nunca se sale de una ciudad;
en el último, no se llega).

Si no me equivoco, las heterogéneas piezas que he enumerado se parecen


a Kafka; si no me equivoco, no todas se parecen entre sí. Este último
hecho es el más significativo. En cada uno de esos textos está la
idiosincrasia de Kafka, en grado mayor o menor, pero si Kafka no hubiera
escrito, no la percibiríamos; vale decir, no existiría. El poema Fears and
Scruples de Browning profetiza la obra de Kafka, pero nuestra lectura de
Kafka afina y desvía sensiblemente nuestra lectura del poema. Browning
no lo leía como ahora nosotros lo leemos. En el vocabulario crítico, la
palabra precursor es indispensable, pero habría que tratar de purificarla de
toda connotación de polémica o rivalidad. El hecho es que cada escritor
crea a sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado,
como ha de modificar el futuro. En esta correlación nada importa la
identidad o la pluralidad de los hombres. El primer Kafka de Betrachtung es
menos precursor del Kafka de los mitos sombríos y de las instituciones
atroces que Browning o Lord Dunsany.

Borges, Jorge Luis (1996) “Kafka y sus precursores”, en Otras inquisiciones


(1952). Obras completas II, Buenos Aires, Emecé.

¿Qué leen los que escriben?


Para enriquecer la participación en el foro y abrir otras posibles líneas de
discusión, les proponemos que miren el siguiente video sobre las lecturas
del escritor argentino Leopoldo Brizuela.

Esta semana les proponemos la lectura del siguiente texto de Certeau


como obligatoria.

Certeau, M. de (1997) “Leer: una cacería furtiva”, en La invención de lo


cotidiano1. Artes de hacer. México, Universidad Iberoamericana, pp. 177-
189

Asimismo, les recordamos que deben continuar trabajando en la confección


de nuestro glosario. Busquen en la clase nuevos conceptos para agregar al
glosario así como también información relevante que les permita expandir
las entradas existentes. No descuidemos esta actividad que puede llegar a
ser una herramienta de gran ayuda en un futuro.

El foro permanecerá abierto hasta el martes 15 de noviembre.


Autor :Equipo Especialización

Cómo citar este texto:


Equipo Especialización (2016). Modulo Didáctica de la Teoría Literaria. Clase 3. La lectura como
fenómeno cultural: del gusto personal a la práctica social. Especialización en Enseñanza de Escritura y
Literatura para la escuela secundaria. Ministerio de Educación y Deportes de la Nación.

Esta obra está bajo una licencia Creative Commons


Atribución-NoComercial-CompartirIgual 3.0

Potrebbero piacerti anche