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El pintor Oscar Rodríguez Naranjo interrogado por Gabriel Carreño

Revista Aurora No. 4 Bucaramanga, julio de 1941

Sin escenario

Hasta ahora dice Oscar Rodríguez Naranjo no he dado en el país un ver-dadero reportaje sobre
asuntos de arte o de mi vida profesional desde que regresé de Europa, no por egoísmo, mucho
menos por estúpidas ínfulas, sino porque nadie se me había presen-tado con interés de saber y de
instruir.

Las curiosidades surgían, claro está, pero hacia otras finalidades de desviada importancia, como la
invasión nazi, el estruendo de los obuses, o la risa por-cina de Laval...

Parece mentira, pero así es: en una entrevista para el público el éxito y la utilidad están en quien
pregunta. El más conspicuo personaje del mundo dirá perogrulladas, si es esto lo que se le quiere
averiguar.

Mas advierto que el caso se pre-senta distinto: a mi deseo de hablar para provechosa información
del público se suma su anhelo de llevar a AURORA algo que interese. Bien está. He obser-vado en
esa Revista una firme y soste-nida tendencia de hacer cátedra y apostolado.

Tomando rumbo —¿Le interesa mi información sobre los estudios que realicé en Europa?... ¡Mag-
nífico!... Ese relato se lo debo a Santan-der, mas comencemos por el principio. No puedo de
ninguna manera opa-car con un fatuo alarde de extranjerismo la eficacia de los estudios artísticos
de nuestro país. En la Escuela de Bellas Artes de Bogotá se estudia la pintura como en cualquiera
otra escuela similar del mundo; pero, quienes en el arte —como en la ciencia—logramos escalar
una pequeña altura, ya sentimos la nece-sidad de la amplitud panorámica y de la especialización
que sólo podrán obte-nerse en los grandes centros universa-les. De ahí mi viaje a Europa. Tenía
urgencia de conocer a fondo la compo-sición mural decorativa, el fresco, las nuevas tendencias,
los viejos maestros, todo eso que únicamente proporcionan París, Madrid, Roma, Florencia...

—Pero usted iba con rumbo a Italia...

—Es cierto, y allá hubiera llegado a no haber sido porque conocí la capital francesa. París... ¿quién
puede cono-cerla sin amarla para siempre?... Mire usted estas fotografías: los malecones del Sena
salpicados de pescadores y orlados de kioskos... la silueta del puente de arcos romanos... allá lejos,
Notre-Dame...

Primera fuga

Y mientras Rodríguez Naranjo pasa y pasa fotografías y vuela en su pensa-miento hecho sonrisa
hasta la dudad luz, yo recuerdo a Huysmans: él tam-bién vivió aquel paisaje en los ojos y en el
espíritu, él fue también el enamorado eterno de la orilla izquierda del Sena...

Vuelve en sí el maestro pintor para tomar de nuevo el hilo del relato.


Sobre el terreno

Al llegar a París, hace cuatro años, en cuanto a lo primero recorrí las Acade-mias libres de
Montparnase, en una de las cuales, la "Grande Chaumiére" tomé algunas clases. Es este un célebre
insti-tuto: sus cátedras fueron aprestigiadas por Rodin, Bourdelle, Besnard, y actual-mente allí
enseña Othon Friez, discí-pulo de Cezanne.

Poco después ingresé en la Acade-mia "Julián", acaso la más prestigiosa de Europa, en donde
hasta mi regreso recibí lecciones de grandes veteranos del pin-cel como Soubervie y Pougheon, y
en la que pude penetrar de lleno en los estu-dios de gran composición sin descuidar por ello el
curso completo de pintura, el fresco y la decoración y con buen pro-vecho para mis aficiones a la
escultura.

Bien es cierto que yo ya conocía la Aca-demia Julien...

—Cómo puede ser... —Muy fácil: la había conocido en Bogotá, y nada menos que en estudio privado
del Maestro Cano... No se sor-prenda y recuerde que él, como Roberto Pizano, estudió en la
misma Academia y no pierda de vista que el ambiente de un centro de estudios de esa magnitud,
se adueña del individuo en tal forma que siempre será su propio ambiente en todo tiempo y en
cualquier parte...

—Volvamos a París, maestro. ¿Mu-cha brega para empezar?

—Bastante. La transición de mi anti-guo estilo a la adaptación del de la Aca-demia fue penoso.


Tenía por vez pri-mera ante mis ojos el inmediato y des-lumbrador contacto de la nueva escuela
francesa...

Mas el aturdimiento fue breve: a las pocas lecciones me daba cuenta de los métodos de
enseñanza y adivinaba el plan de mis profesores.

—¿Triunfos, satisfacciones, días fe-lices?...

—No pocos. De antemano, vivía encantado con mi albergue, una típica bohardilla cerca a la luna,
contagiada de pintores, dentro de una casona secular, negruzca y barriguda. El callejón se llama
"Calle del arpa", no lejos de otro callejón, el del Cato que pesca, ambos rezagos del viejo París en
los que todavía parece que suenan en opacas madruga-das choques de aceros y gritos de angus-
tiados hugonotes...

Luego, en la exhibición anual de la Academia de 1938, el Ministro Sarraut me felicitó efusivamente


por algunos trabajos de composición. Un año des-pués, más empapado en mis estudios, advertí
que los profesores no permitían la destrucción de mis trabajos de ensayo.

Una cierta vez, la Directora de la Aca-demia condujo intempestivamente al mismo Ministro hasta
mi sitio de labor y sus felicitaciones me fueron reiteradas.
¡Ah!... recuerdo también con el más íntimo orgullo que el profesor Niclausse me honraba con sus
citas, en las que me colocaba como digno de imitación ante otros estudiantes...

Ya pronto se me iban a expedir cer-tificados generales de estudios pero... llegó la invasión. Nadie
pensó más que en protegerse. En los altares del Arte apenas quedaron para perpetuidad del
eterno fuego débiles lucecillas votivas.

Los vehículos se escondieron, sedientos de gasolina, las restricciones militares agarraron con su
tenaza la exquisita y libre frivolidad de París, la inquietud demacró los semblantes, el Sena lloraba
entre un silencio de mustias y lejanas glorias...

Así, pues, tuve necesidad de regre-sar al país, cuando precisamente me ocupaba en estudiar a los
primitivos ita-lianos: Botticelli, Fray Angélico... Con todo no crea usted que carezco de cre-
denciales; en los archivos de la Educa-ción Pública departamental deben estar las frecuentes
cartas de mi directora en las que relata mis esfuerzos y adelantos.

Yo no las conozco pero me informó de ellas el doctor Mario Galán Gómez.

—Volviendo al tema principal:

¿Qué nación de Europa va a la cabeza de pintura?

—Francia, indudablemente; es el país que demuestra mayores y más audaces inquietudes en el


arte. Allí las tendencias surgen en cada individuo, nadie imita servilmente, todos quisieran ser
creadores y en cada pintor se advierte el afán de hacer escuela. De ahí el que la pintura francesa
casi tenga tantas escue-las como maestros. Sin embargo, no hay anarquía: todos avanzan dentro
de vas-tas normas y acordes en trascendentales modalidades, y no por ello se menos-precian las
tendencias ya un poco en desuso. Así, por ejemplo, los cubistas de hoy —Picasso, Braque—todavía
expo-nen en la Galería Rossemberg; el futu-rismo y el surrealismo aún cautivan muchos ingenios y
dan preciosos frutos.

Mas todas estas sub-escuelas, si así pu-diera llamárseles, pertenecen en- esen-cia al árbol
frondoso de Cezanne, quien empezó su carrera en el impresionismo, y en su rápida evolución llegó
a formar su gran escuela cuya influencia ha sido definitiva en el desarrollo del arte con-
temporáneo, en todas sus manifestacio-nes y en todo el mundo.

Cezannismo agudo

¿Estudió a Cezanne detenidamente?

Si no, ¿cómo podría hablar así?

¿Y no advirtió en él a un extra-vagante?

Así parece ante los ojos profanos o al primer golpe de vista, como todavía lo parece Wagner o
como algunos tildan a Debussy. Pero, ¿quién sino Cezanne enseñó el arte de la construcción de los
motivos y el de la armonía sutil en el colorido? Antes de él, salvo excepciona-les manifestaciones
del genio, los pinto-res modelaban; con él se aprendió a odular. Tal fue su influencia.

—¿Modelar?... ¿Modular?...

—¡Si pudiera explicárselo!... En la armonía musical hallará usted mejor esta diferencia. Recuerde
que de César Franck hacia acá la música empezó a descubrir riquísimos matices, no sólo en la
manifestación física de la orquesta, sino en la alta concepción y desarrollo de los planes. Y así, los
nuevos maestros musicales han hecho el prodigio de la sinfonía colorista. De igual modo (y
exceptúo al viejo Tiziano a quien podría llamarse el orquestador de los colores) la nueva escuela
francesa de pintura ha creado el cuadro sinfónico. El funda-mento de la innovación es lógico y sen-
cillo: sonidos y colores son similares estados vibratorios; ojos y oídos son ten-táculos de un mismo
centro que capta, iguales antenas de un mismo cerebro que difunde...

De paseo por las galerías

¿Y qué hizo en los museos?

Estudiar, estudiar y estudiar.

¿Copió bastante?

No mucho, pero bien: a Rem-brandt, al Greco, al Correggio...

¿En París está el Greco?

No, lo estudié en cincuenta días de vacación pasados en Madrid.

El caso de los copistas

¿En la copia se realiza verdadera obra de arte?

Según y como; hay copistas de copistas. Quien al copiar a un célebre pintor lo iguala, pudiera
enlazarse con el maestro en el más íntimo de los abra-zos, el de la fusión de personalidades. Pero
copiar bien no es calcar, no es obra de retina, técnica y pulso, es penetrar y empaparse en el
espíritu del maestro y de su obra. Mas como esto es imposible, tenemos que los grandes
conductores de la pintura son incopiables y que el que copia será tanto más artista cuanto mejor
penetre en el misterio de la ajena mentalidad. Ahora bien, quienes únicamente copian con
fidelidad de líneas y de colo-rido, apenas son hábiles pintores. Por cierto que entre éstos existen
los que pudieran llamarse falsificadores, más hábiles que nadie hasta el punto de que con sus
maravillosos trucos ponen en dudas y aprietos aún a los mismos téc-nicos.

Algo en ilusionismo

¿De qué trucos habla?


De muchos que ya conozco. Algu-nos de los grandes cuadros que enfilan en lujosas colecciones al
amparo de fir-mas inmortales, son producto de este contrabando. Que yo recuerde... ¡esco-gencia
de lienzos viejos, artificiales pá-tinas en sitios en los que la copia es más dudosa, barnices
especiales que al ser sometidos a la acción del calor se quie-bran en una perfecta simulación de
antigüedad!... ¡Infinito es el número de los picaros y de sus picardías!

Me dijo que había copiado del Correggio... ¿quisiera hablarme de tal maestro?

Con gusto. Por cierto que yo eje-cuté una de las más difíciles copias de este pintor: "El sueño de
Antíope" que existe en el Salón Cuadrado del Museo del Louvre, trabajo que pronto exhibiré en
esta ciudad y que aprecio como mi verdadero diploma. Muy difícil es el cuadro de que le hablo, no
tanto por sus peculiares claroscuros como por su complejo colorido que lo hace único dentro de la
técnica del glacis.

¿Del qué, maestro?

Perdone, son términos del oficio. Glacis llamamos la manera de pintar con colores diluidos o
claros, los que, al ser superpuestos, poco a poco van produ-ciendo increíbles tonalidades, volúme-
nes no soñados, vida milagrosa.

¿Y en cuanto a copiar de la natu-raleza?

También tiene eso sus distingos.

Sin duda, la Naturaleza es la maestra suprema del arte pero, copiarla como yo lo hacía
habitualmente y como a veces todavía lo hago y como tantos lo hacen, con verismo y exactitud de
cámara foto-gráfica, sólo demanda habilidad visual y más o menos técnica. Mas de ahí a utili-zar la
Naturaleza como elemento de creación, hay bastante. El verdadero artista aprovecha los
elementos natura-les para combinarlos, componerlos y crear nuevas formas y ritmos diversos. Al
hablarle así he vuelto a recordar la música. Las Bellas Artes, sobre todo ésta y la pintura, tienen
una afinidad más íntíma de lo que a menudo se cree.

Usted, que es músico, me dirá si es lo mismo copiar fielmente en el penta-grama el cantar


espontáneo del pueblo, o engarzar sus temas en obra de pulcra estructura y lógico desarrollo en la
que la mente del artista construye y presenta algo superior y nuevo. Claro es que no, como no es
igual el montón de valiosos y revueltos materiales al edificio que con ellos se levante...

Segundo paréntesis

El interrogatorio va extenso: no lo siento en mí, sino que lo advierto en Rodrí-guez Naranjo. Ya


varias veces ha aban-donado nerviosamente la silla, ya sus ojos —de un azul sajón—se van tor-
nando medrosos a fuerza de inquietud.

Ha pedido café, ha pretendido hablar tonterías, ha hecho lo posible por subs-traerse a la tiranía de
mis palabras... Pero hay preguntas todavía sin las cuales la charla quedaría desconectada del am-
biente. El pintor y yo hemos vivido hasta ahora en una dilución cuasi-universal, sin recordar que
estamos en el último piso del Hotel Nueva York, área urba-na de Bucaramanga, corazón de
Colombia...

Historia Patria

¡Ah... Colombia!... —murmura pláci-damente Rodríguez Naranjo, otra vez dueño del sosiego,
mientras que sus ojos se eclipsan para Europa y, menos azules, brillan con fervor tropical—. En
nuestra patria el arte propiamente colombianista apenas empieza. Hasta ahora hemos sido
influenciados por el arte extranjero del que predomina, en aplastante proporción, el realismo de
las escuelas españolas, educadoras casi exclusivas de nuestros pintores. Última-mente se ha
venido observando un movimiento liberatorio con asomos de nacionalismo puro, mas aún cuando
esto pudiera ser el principio de una era propia, no es más que el efecto de otra influencia, aunque
más afín y cercana: la del arte mexicano. Fíjese usted y verá cómo los nuevos pintores que
intentan el arte chibcha, casi no han hecho sino seguir tras de Ribera y Orozco. En fin, principio
tienen las cosas...

—Por lo que veo, la escuela espa-ñola...

—No, no. La pintura española tiene sus aspectos admirables, aunque me fatiga su monotonía
realista, ese su actual girar de noria alrededor de Romero de Torres... Mas para sacarla en limpio,
llena de gloria, bastaría el Greco, aunque no fuera español. ¡Ah, el Greco!

Yo lo copié. ¡Qué fuerza constructiva y destructora la de sus concepciones...!

¡Su pincel rasgaba los cielos y despeda-zaba la tierra...!

Sonó el gong

Rodríguez Naranjo se ha fatigado defi-nitivamente de su actitud confesional y recorre la habitación


bajo (a disculpa del intenso calor. Yo lo imito y así, el último párrafo surge peripatético, y como
for-jado sobre el bloque del silencio noc-turno por las once campanadas de la hora.

Vista al frente

Mi futuro —dice—quiero vivirlo en Santander, en cuanto sea posible. Son tan comprensivos y
generosos mis pai-sanos. Y mi mayor satisfacción será la de influir como factor eficaz en el
desarro-llo de esta cultura en marcha, en la que el talento sobra y sólo falta un impulso, un
estímulo permanente. En eso estoy, amigo mío, y en eso habré de estar: ini-ciaré mis clases en
magnífico local que me ha suministrado el gobierno, luego abriré una exposición, más tarde for-
maré pintores finalmente... seré crucifi-cado...

Era en broma

La frase amarga del pintor no alcanzó a producir su corrosivo efecto porque la diluyó en una
carcajada. En cambio, en esa risa mi espíritu sufrió la última cruci-fixión del día.
Fin de fiesta

Buscamos el aire libre de la calle. El poli-cía no manifestaba sueño; entre hue-co asfaltado del
silencio, repiqueteaba el retozo de las carambolas; el cafetín ya casi cerraba sus puertas. Rodríguez
Naranjo se comió dos conservas de limón y yo atrapé un merengue.

Sin duda, la media noche se carac-terizaba en una inequívoca dulzura de caña de azúcar...

Julio de 1941.

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