Documenti di Didattica
Documenti di Professioni
Documenti di Cultura
de la primera globalización
ISBN 978-958-695-384-9
Ediciones Uniandes
Carrera 1ª. No 19-27. Edificio AU 6
Bogotá D.C., Colombia
Teléfono: 3394949- 3394999. Ext: 2133. Fax: Ext. 2158
http//:ediciones.uniandes.edu.co
infeduni@uniandes.edu.co
ISBN: 978-958-695-384-9
Esta publicación es el resultado de la investigación financiada por Colciencias “Instituto Colombiano para el
Desarrollo de la Ciencia y la Tecnología”
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en su todo ni en sus partes, ni
registrada en o trasmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún
medio sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro-óptico, por fotocopia o cualquier otro, sin
el permiso previo por escrito de la editorial
Contenido
Introducción.................................................................................................... 1
1. Algunas reflexiones sobre los contornos históricos de los siglos xix
y xx............................................................................................................. 21
Ahora bien. No obstante sus virtudes interpretativas, así como los aportes
que ha entrañado para volver a problematizar desde un nuevo ángulo muchas ma-
nifestaciones de nuestra contemporaneidad, incluida la política internacional en
un contexto de historia mundial o global, el largo periplo investigativo que hemos
emprendido durante un buen número de años sobre este particular fenómeno nos
llevó concluyentemente al convencimiento de que se debe asumir la globalización
como una herramienta heurística, porque un enfoque que se limite a discurrir de
modo exclusivo en los términos en que la globalización acontece en el tiempo y
en su espacialidad se queda corto en su capacidad explicativa y, a la larga, tam-
poco resulta del todo adecuado, porque la globalización no constituye –ni podrá
elevarse nunca al rango de– un macroconcepto con validez general, tanto en su
geografía como en su historia, ni menos aún se puede prever que llegue a conver-
tirse en una nueva teoría explicativa de la vida social (Therborn, 2000, p. 154), lo
cual, obviamente, no contradice el hecho de que sea un adecuado concepto de la
teoría social.
Es de esta forma que consideramos que la globalización constituye un punto
de partida muy apropiado para organizar de manera novedosa la interpretación
de variados asuntos sociales, pero no representa un adecuado punto de llegada,
porque no puede brindar información y análisis sobre otros tantos problemas de
la realidad social, presente o pasada, ni tampoco sobre su combinación, y muchas
cuestiones de la vida social no pueden ser decodificadas en sus mismos términos.
O, para decirlo en otras palabras, la globalización es una adecuada agenda de in-
vestigación para las ciencias sociales, pero que debe entenderse como un proyecto
necesariamente incompleto para la investigación, que nunca podrá conformar un
cuerpo cerrado de ideas. La globalización debe entenderse de manera similar a
como Charles Tilly (1984, p. 74) valoraba el descomunal trabajo braudeliano, el
cual debía abordarse “más como una fuente de inspiración que como un modelo
de análisis”, porque mientras la primera manera es una adecuada brújula para
orientar nuevas vetas para la investigación, la segunda postura puede terminar
esterilizando el pensamiento. En efecto, si en algo se ha estrellado buena parte
de la literatura especializada que ha surgido sobre este concepto ha sido que ha
pretendido convertir a la globalización en una teoría social o en un cuerpo ya
elaborado con sólidas ideas.
Así, se puede concluir que los debates que se han organizado en torno a
la globalización han tenido el significativo mérito de haberse convertido en im-
portantes desarrollos a partir de los cuales se han podido visualizar desde otros
ángulos, y en toda su polivalencia, los principales problemas del mundo contem-
poráneo. Pero suponer que la globalización puede explicar la condición de ser de
la contemporaneidad constituye un craso error, porque difiere de otros macrocon-
Introducción 9
lugar, los nuevos ángulos de visualización de los asuntos humanos y las dinámi-
cas que potencia, pero desde una escala de observación distinta, perspectiva que
hemos definido como una historia global (Fazio, 2006 y 2007a).
En cuanto realidad presente y/o pasada, la historia global es un tipo de cir-
cunstancias consustancial sólo a nuestro presente, porque recaba su existencia en
la intensificación que ha experimentado la globalización, situación que ha dado
lugar a que el mundo en sí se haya convertido por primera vez en “un posible
objeto de investigación histórica” (Giovagnoli, 2005, p. 240), en una “unidad ope-
rativa” (Hobsbawm, 1981, p. 72), en “una categoría histórica” (Ianni, 1996, p. 3).
Además de ser un tipo de organización de la realidad histórica, la historia global
también constituye un enfoque para la interpretación de los asuntos sociales, que
procura recuperar el sentido de los temas sociales en sus dimensiones espaciales
y temporales globalizadas.
Por esta razón, en lugar de ofrecer una definición de la globalización, prefe-
rimos brindar un acercamiento a lo que entendemos por historia global, pues, en
últimas, ésta será la perspectiva en la cual se sustentará el presente trabajo. Por
historia global entendemos un alto nivel de compenetración del mundo en donde
se acentúan y entrecruzan las diversas trayectorias históricas de modernidad, las
cuales, a través de los intersticios globalizantes, entran en reverberación, sincro-
nicidad y resonancia. Es decir, es un tipo de historia que aspira a ser una narrativa
en la cual “todos los pueblos se puedan identificar, pero sin que sea consustancial
a ninguno de ellos” (Mazlish, 1993, p. 120); es, en el fondo, un sistema complejo
de relaciones en el cual las sociedades se encuentran imbricadas, donde todos los
componentes interactúan y se reajustan continuamente.
Sin ser un enfoque poscolonial, una historia global comparte algunos presu-
puestos con los autores que se reclaman de las corrientes subalternas y poscolo-
nialistas, pues, al igual que el primero, se piensa como un recurso conceptual, un
tipo de pensamiento que opera un descentramiento fundamental de perspectivas a
través de la crítica del eurocentismo, el reconocimiento de la articulación entre lo
local y lo global, y que apunta a la transformación del presente, motivo por el cual
se identifica con algunas de esas tesis, por ejemplo, con las de Chatterjee, cuando
escribe: “La tarea del teórico político no occidental es encontrar los conceptos
adecuados para describir la trayectoria no occidental del Estado moderno no en
términos de distorsión o de insuficiencia, lo que es inevitable en una narrativa
lineal de la modernización, sino como la historia de diferentes modernidades mo-
deladas por las prácticas y las instituciones que la teoría política occidental, con
su pretensión de universalismo, se ha mostrado incapaz de englobar” (Chatterjee,
1993, citado en Smouth, 2007, p. 48).
Introducción 11
rías usuales aplicadas al pasado y, por ello, urge desarrollar un aparato conceptual
y analítico que incluya la globalidad, no como pretexto, o en el mejor de los casos
como marco descriptivo o normativo de los asuntos contemporáneos, sino como
factor de causalidad de los problemas del presente.
En esta historia global no existe ninguna ley universal que presida el curso
de los eventos, aun cuando su trayectoria se sustancie en un mundo que se re-
presenta de manera policéntrica, potenciado por el despliegue de las disímiles
trayectorias históricas de modernidad que se sincronizan unas con otras. Es una
historia que no tiene un fin al cual esté obligada, ni una dirección preestablecida
hacia la cual se encamine; tampoco tiene un principio o motor que la determine;
únicamente consta de un sentido que se sintetiza en su andar. Al igual que la
globalización, la historia global tampoco la entendemos como una teoría social o
algo similar a ello, simplemente la consideramos como un cuerpo incompleto de
ideas que permite construir nuevas agendas y perspectivas de investigación.
Si, como hemos visto, lo global resulta ser un asunto bastante complejo de
aprehender y, de suyo, también de explicar, lo mismo puede decirse de otro con-
cepto que ocupa un lugar central en este trabajo: las relaciones internacionales.
Las complicaciones en este plano también saltan a la vista, más aún cuando, por
ser un término de uso habitual y con unos antecedentes muy antiguos, aparente-
mente se cree tener mayores certezas sobre su significado. Pero, en la práctica, el
concepto reviste igualmente una alta dosis de complejidad.
Un primer problema que comporta la acepción corriente que se ha asignado
a las relaciones internacionales consiste en ser excesivamente reduccionista. Al-
gunos especialistas incurren en el error de reducir este amplio campo a la práctica
diplomática, “aislando el problema de las relaciones internacionales de otras con-
diciones determinantes de los asuntos de los estados y pueblos en el tiempo” (For-
migoni, 2006, p. 10). Otros constriñen las relaciones internacionales a simples
epifenómenos y construyen sus guiones interpretativos a partir de determinados
acontecimientos y situaciones, muchos de los cuales son circunstanciales, pero
ello no ha sido óbice para que las inferencias que realizan tengan una pretensión
de generalidad. No faltan tampoco quienes simplifican el amplio espectro de pro-
blemas que abarca lo internacional a un número escueto de determinantes, que
pueden ser económicos, sociales, geográficos, etc., procedimiento que tampoco
permite visibilizar las particularidades que encierra este campo de estudio.
No obstante estos problemas específicos, el mayor problema consiste, a
nuestro modo de ver, en el uso instrumental de la historia en que ha incurrido
el subcampo de lo internacional. En su mayor parte, las teorías que se han de-
sarrollado en el último medio siglo para intentar dar cuenta de lo internacional
Introducción 13
tendido ver en Polibio al precursor de los check and balance, cuando en realidad
su intención era comprender la historia mediterránea en su propia sincronicidad.
Como hemos tenido ocasión de demostrar en anteriores trabajos (Fazio, 2008), el
predominio y la validez de la matriz nacional han resultado ser mucho más efí-
meros de lo que comúnmente se admite. Corresponde predilectamente a la época
de influjo efectivo de Europa en el mundo, es decir, sus antecedentes se remontan
con mucho a los finales del siglo XVII, y como principio organizador no sobrevi-
vió el desenlace del siglo XX (Hobsbawm, 1991 y 1997; Minc, 1993).
Con base en la organicidad que suponía esta matriz hemos identificado el
desarrollo en seguida de otras dos plataformas organizadoras, en las cuales tam-
bién se han tenido que desenvolver las relaciones internacionales: la planetarizada
y la globalizada. La primera de éstas se refiere a aquellos fenómenos que abarcan
el mundo en su conjunto, son más de naturaleza ecológica que medioambiental,
se relacionan más con la Tierra como espacio natural o con la cartografía como
representación que con el Mundo como escenario de la historia humana (Marra-
mao, 2006; Grataloup, 2007). Lo más cercano a una práctica histórica de este tipo
fue el esquema de la Guerra Fría, aquella “extraña globalización”, al decir de San-
dro Rogari (2007), es decir, esa estructura de bipolaridad que sobre todo durante
sus dos primeras décadas de existencia actuó como vector organizador de la vida
internacional a lo largo y ancho del planeta, y que subsumió dentro de su lógica
y en sus presupuestos todas las demás temáticas internacionales. Éste fue un tipo
de organización de la política que puede ser inscrito dentro de los parámetros de
lo que definimos previamente como historia mundial.
La globalidad representa una dinámica de otro tipo, aun cuando comprenda
ciertos elementos de los dos componentes anteriores de la matriz. Es, ante todo,
un conjunto de dinámicas de naturaleza espaciotemporal; se identifica sobre todo
con la expansión de las relaciones sociales a lo largo y ancho del planeta, y en su
calidad de proceso, es un fenómeno que reviste diferentes modalidades, que van
desde la constitución de dinámicas propiamente globales, pasando por el carácter
“fantasmagórico” que asumen algunos tipos de relaciones sociales, hasta la ex-
presión globalizada que registra lo local, que ocurre cuando determinados acon-
tecimientos sincronizan múltiples factores para luego expresarse en clave local.
Transversalmente, la globalidad pone en contacto a distintos ámbitos espaciotem-
porales, y de ahí que su sentido no puede reducirse a uno de ellos en particular.
En cuanto a su representación, podríamos decir que mientras que la interna-
cionalidad recababa en los vínculos que se sellaban entre las partes (las naciones
a través de sus Estados), la globalidad se refiere a la emergencia de una política
interna o unas relaciones internas al mundo, porque, como señala Rüsen: “Una
narrativa rectora que sea convincente para las necesidades actuales tiene que ha-
Introducción 15
significa acabar con los restos de coherencia que le quedan a este campo de es-
tudio.
Por último, debemos pronunciar un par de palabras sobre la manera como
entendemos la historia, tema tanto más importante cuando, en esta ocasión, se
encuentra asociado con el estudio de la contemporaneidad, y con toda seguridad
muchas personas suscribirían gustosamente las palabras del historiador Pierre
Nora, cuando argumentaba que “en tanto que no hay más que historia del pasado,
no hay historia contemporánea. Es una contradicción en los términos. En sí, la
historia contemporánea jamás se ha encontrado […] es una historia sin objeto, sin
estatus y sin definición” (citado en Noiriel, 1998, p. 7).
No obstante esta identificación permanente de la historia con el pasado, cada
vez ha ido ganando mayor fuerza el argumento de que el presente constituye
una importante condición de ser de la historia. De modo general, es casi un lu-
gar común admitir que la historia es un permanente diálogo entre dos registros
temporales: el presente que interroga y el pasado que es interrogado. Ésta es una
primera constatación del estrecho vínculo que existe entre estas dos dimensiones
de tiempo. Hay otra, sin embargo, muy pertinente para los objetivos del presente
trabajo: lo que hemos denominado como la historia del tiempo presente.
Sin tener que entrar en una disquisición sobre los variados elementos que
comporta la comunión de vocablos aparentemente tan dispares, como son la his-
toria, el tiempo y el presente, digamos que por este oxímoron entendemos una
secuencialidad que, en tanto que perspectiva de análisis, arranca del futuro del
pasado, expresión que con gusto retomamos del magistral libro de Reinhart Ko-
selleck (1993), en dirección de esas profundidades del ayer, pasando por el pre-
sente, sin que este último constituya una “delgada línea que separa el pasado del
futuro” (Garton Ash, 2000), sino que comprende una dilatada duración, es un
longueur con fronteras temporales variables (Fazio, 2008).
Este enfoque no constituye un simple capricho o una moda intelectual, sino
que se sustenta en el destacado hecho de que la intensificación de los procesos de
globalización ha dado lugar a un escenario topológico, conformado por elementos
que provienen de atrás (diacronías), con otros que trasversalmente entrecruzan las
trayectorias históricas particulares (sincronías) y que, en un incierto punto, se en-
tremezclan con aquellos que se desprenden de un hipotético futuro “de riesgo”. En
tanto que perspectiva intelectual, la historia del tiempo presente sintetiza variadas
duraciones de tiempo y constituye un tipo de ejercicio académico que se concibe
dentro de una secuencialidad temporal distinta de la linealidad que registra la
cronología histórica convencional.
Introducción 17
Para decirlo en otras palabras, la historia del tiempo presente alude al estu-
dio del presente en su misma duración, entendido éste como un presente histórico,
es decir, un dilatado intervalo de tiempo cuyas fronteras cronológicas vienen de-
terminadas por su misma cadencia temporal, o sea, un espacio de tiempo donde
se amalgama la sincronía con la diacronía dentro de los confines de un registro
de modernidad, el cual hemos definido como modernidad mundo, situación que
explica el hecho de que ésta sea una historia cuyo sentido se realiza mediante la
cambiante combinación de los “horizontes de expectativas” con los “espacios de
experiencias”, al decir del pensador alemán Reinhart Koselleck (1993).
Una historia del tiempo presente difiere en aspectos fundamentales de los
procedimientos usuales que utilizan los historiadores. Si éstos por lo general es-
tablecen un determinado momento como el punto de partida y cronológicamente
avanzan en dirección del después, la historia del tiempo presente recurre a la
fórmula contraria: del después (el futuro del pasado) avanza en dirección de lo
acontecido en el ayer. Un buen ejemplo de este recurso lo brindaba hace algunos
años el historiador inglés Geoffrey Barraclough, cuando recordaba que un histo-
riador que intentara develar el sentido del siglo XIX y tomara como punto de par-
tida el año de 1815, inevitablemente se ocuparía de los asuntos europeos porque
los problemas nacidos de los acuerdos de 1815 fueron esencialmente problemas
políticos intrínsecos de la historia de este continente. Pero el historiador que no
arranca de 1815 sino del presente verá el mismo período desde una perspectiva
muy diferente. “Su punto de partida será el sistema global de la política interna-
cional en la cual vivimos y su mayor preocupación será explicar su nacimiento”.
De esta manera, estará interesado al mismo tiempo en Oregón y en el Amur, en
Herzegovina y el Rin, en los encuentros de los imperialistas en Asia Central y en
el Pacífico, en los Balcanes y en África, en el transiberiano y en la línea Berlín-
Bagdad (Barraclough, 2005, p. 16).
De tal suerte, la noción de historia que trabajaremos en este escrito no es la
que se utiliza en su acepción usual, o sea, la construcción de una cronología de
múltiples eventos y situaciones, sino que será un enfoque que deberá brindarnos
herramientas para poder dar cuenta de los caracteres “internacionales” funda-
mentales de la globalización internacionalizada.
A partir de estas coordenadas, el trabajo quedará dividido en las siguien-
tes secciones. En la primera parte, ofreceremos una visión amplia que permite
aproximarse a los elementos específicos que en la historia humana han compor-
tado los siglos XIX y XX, procedimiento que nos ayudará a develar las razones
que nos llevan a sostener que sólo en el transcurso de estas dos centurias se
puede hablar de globalización y, de suyo, de historias mundial y global y de rela-
ciones internas al mundo. Un balance panorámico extenso nos mostrará el lugar
18 Hugo Fazio Vengoa
[…] casi inmóvil, la historia del hombre en sus relaciones con el medio que lo rodea;
historia lenta en fluir y en transformarse, hecha no pocas veces de insistentes reitera-
ciones y de ciclos incesantemente reiniciados […] Por encima de esta historia inmóvil
se alza una historia del ritmo lento […] una historia social, la historia de los grupos
y las agrupaciones […] Finalmente, la historia tradicional, o, si queremos, la de la
historia cortada, no a la medida del hombre, sino a la medida del individuo, la historia
de los acontecimientos […] Una historia de oscilaciones breves, rápidas y nerviosas.
(Braudel, 1997, tomo I, pp. 17-18, cursiva en el original)
La interdependencia vital […] que atraviesa las fronteras fue sobre todo la obra de los
últimos cuarenta años […] Es el resultado del uso cotidiano de estas invenciones que
datan apenas de ayer: el correo rápido, la diseminación instantánea de la información
financiera y comercial por medio del telégrafo, y de manera más general, por la in-
creíble aceleración de la comunicación, que ha permitido a media docena de capitales
de la cristiandad acercarse en el plano financiero, volviéndolas más dependientes las
unas de las otras de lo que estaban las grandes ciudades inglesas hace cien años. (Ci-
tado en Berger, 2003, p. 82)
cuando manifestó en 1911, desde el estrado público, que “la red de intereses eco-
nómicos y financieros obliga a todos los pueblos a arreglarse los unos con los
otros, a evitar las grandes catástrofes de la guerra” (citado en Berger, 2003, p. 83).
Con la exposición, la difusión y el consenso alcanzados en torno a este tipo de
tesis optimistas, que no eran más que el reflejo de un elevado nivel de interdepen-
dencia, quién hubiera imaginado que pocos años después estallaría un conflicto
militar de proporciones tan descomunales como la Primera Guerra Mundial.
El interés que despierta la reflexión a la que nos invita la economista del
MIT radica en que muchos analistas consideran en la actualidad que las guerras
entre los actores más importantes son igualmente improbables y que no podría
llegarse a un escenario en el cual una eventual competición entre los grandes
Estados u organizaciones, como pueden ser Estados Unidos, China, India, Rusia,
Japón, la Unión Europea, etc., o coaliciones de algunos de ellos, reconstituyera
una situación análoga a la que existió a inicios del siglo XX, el cual culminó en
un conflicto de devastador, por la simple razón de que los niveles de interdepen-
dencia e interpenetración entre todos ellos, incluida la gran potencia del norte,
son tan elevados que ningún país puede “desengancharse”, en aras de oponerse.
Al igual que suponía el periodista Norman Angell, también ahora los triunfadores
terminarían a la larga convirtiéndose en perdedores.
Concordamos con esta tesis pero no por las razones que subyacen a esta
suposición habitual: no es la intensificación de los vínculos económicos y finan-
cieros lo que le proporciona seguridad al mundo en su conjunto, o a algunas de
sus regiones, tal como demostró la experiencia histórica de inicios del XX. La
interdependencia, entonces, era muy elevada y, sin embargo, ello no fue óbice
para que estallara el conflicto.
Si una guerra entre grandes actores es hoy improbable ello obedece a que el
escenario que existía a finales del siglo XIX era internacional, mientras que en
el actual prima la condición de globalidad. Entender esta disimilitud resulta ser
un asunto muy importante porque permite desarrollar otro tipo de perspectivas
analíticas para comprender de modo más cabal algunos de los caracteres funda-
mentales de nuestro presente.
En un escenario internacional, la relación costo-beneficio es de suma cero,
es decir, las ganancias que alcanzan unos Estados se ocasionan por las pérdidas
que registran los otros, tal como se evidenció en el fragor mismo de la contienda,
con una Rusia zarista, por ejemplo, que necesitaba debilitar al Imperio austro-
húngaro para hacer valer su condición de potencia europea y al imperio otomano
para disponer de una salida a los “mares calientes”, o una Alemania que se encon-
traba cercada por poderosos Estados, lo que constreñía su posibilidad de posicio-
28 Hugo Fazio Vengoa
En las épocas anteriores a ésta los acontecimientos del mundo estaban como disper-
sos, porque cada una de las empresas estaba separada en la iniciativa de conquista, en
los resultados que de ellas nacían y en otras circunstancias, así como en su localiza-
ción. Pero a partir de esta época la historia se convierte en algo orgánico, los hechos de
Italia y los de África se entrelazan con los de Asia y con los de Grecia, y todos comien-
zan a referirse a un mismo fin. (Polibio, citado en Robertson e Inglis, 2006, p. 36)
Por razones históricas hoy por hoy bien documentadas (Abu-Lughod, 1989;
Fernández-Armesto, 1995), en un primer momento, sobre todo a partir del siglo
XIII, el Mediterráneo entró a formar parte de las redes sistémicas comerciales que
se desarrollaban en Asia y África y que tenían en el Índico uno de sus principales
escenarios de contacto. Posteriormente, a medida que esa civilización europea fue
creciendo, se desarrollaba, expandía y arraigaba territorialmente en el continente,
y dado que, además, sobre el Mediterráneo pesaba la “amenaza” turca, se vio im-
pulsada a dar inicio a la lenta colonización del océano Atlántico.
La literatura especializada ha destacado que el mayor peso que empezaron
a desempeñar los pueblos de Europa en las redes de intercambios entonces exis-
tentes se debió a la expansión que registraron las redes mercantiles en el destino
de estos pueblos. Si bien la comercialización era una práctica recurrente en China
desde los primeros siglos del segundo milenio, todo permite prever que una dife-
rencia importante entre Europa y el coloso asiático consistió en que en la primera
era mucho mayor el grado de autonomía de los mercaderes y banqueros (con res-
pecto al poder político y religioso) que forjaron la nueva economía interregional.
Con esta nueva dinámica que dio lugar a la conformación de un espacio interre-
gional, el Atlántico, océano que se encontraba en los confines del mundo, entró a
desempeñar su papel:
El capitalismo del norte no tuvo nada que ver con ninguna tradición cristiana en par-
ticular […] Lo que importaba era la posición geográfica de las sociedades potencial-
mente imperiales. Lo que los imperios tenían en común era su punto de partida en
las costas del Atlántico. Pues el Atlántico, en la edad de la navegación a vela, era un
36 Hugo Fazio Vengoa
camino real que conducía no sólo a las Américas, con sus recursos inmensos, poco
explotados e indefensos, sino también a los sistemas de vientos que lo unían con el
resto del mundo. (Fernández-Armesto, 1995, p. 284)
Desde esta nueva posición, y con los “grandes descubrimientos” que fueron
su evidente corolario, los europeos traspasaron sus confines históricos, “descu-
brieron” América y forzaron una primera fusión intercivilizatoria con los pueblos
que habitaban el continente americano. Esta fusión dio lugar a uno de los mayores
genocidios que ha registrado la historia: millones de aborígenes americanos caye-
ron muertos por las armas, los maltratos y las enfermedades, luego del contacto
con el invasor, tal como puede observarse en el cuadro 1. Los 25 millones de in-
dios que habitaban México antes de la Conquista quedaron reducidos a un millón
hacia el año 1600 y en Perú el descenso de la población fue igualmente brusco: de
9 millones en 1520 se pasó a 600 mil en 1630 (Sánchez-Albornoz, 1991).
Los efectos de esta primera fusión se hicieron sentir incluso en el continente
africano, en donde se sometió a la esclavitud a millones de hombres y mujeres
para ser enviados a trabajar en las minas y plantaciones azucareras americanas,
convirtiendo esta migración forzada en un sólido pilar de interconexión “proto-
Cuadro 1
Población mundial, por regiones
(en miles)
globalizada” del continente africano con Europa y América. De suyo, esta inclu-
sión africana tuvo otros efectos, algunos de los cuales tardarían mucho tiempo
en madurar: la trata de esclavos fomentó la creación y la expansión de los Esta-
dos en el África Subsahariana, la militarización de muchas de sus sociedades,
la mercantilización de las mismas, y seguramente también ayudó a promover el
islam, debido a la prohibición de la ley musulmana de esclavizar a los creyentes
(McNeill y McNeill, 2004, p. 191).
En América, dos importantes civilizaciones, como eran la inca y la azteca,
vieron desaparecer su anterior autonomía y violentamente fueron destruidas y fu-
sionadas con los europeos, proceso que aceleró el fortalecimiento del eje atlántico
como centro organizador del mundo y la correspondiente pérdida de la anterior
posición periférica en la que se encontraba el continente europeo en las coorde-
nadas mundiales entonces prevalecientes. Además, al traspasar los confines his-
tóricos, la civilización europea amplió sustancialmente su geografía al comenzar
a ocupar las dos orillas del océano y trasladar muchas de sus instituciones. Como
recuerda Paul Kennedy (2004, p. 62), el comercio intraatlántico aumentó ocho
veces entre 1510 y 1550 y otras tres más entre 1550 y 1610.
Esta ocupación del Atlántico resultó ser un asunto de la mayor importancia
porque, a diferencia de lo que ocurrió en los otros océanos –como el Índico, don-
de los europeos se inmiscuyeron en las redes comerciales y de poder existentes
y finalmente terminaron apropiándoselas–, éste fue un mare nostrum, es decir,
un océano en donde no había ninguna fuerza en capacidad de disputarles su su-
premacía, lo que permitió que esta región se convirtiera en una economía mundo
desde donde se comenzó a irradiar la proyección mundial europea.
El lugar que le ha correspondido a este proceso en la historia de la humani-
dad constituye también otro hecho bien documentado. Acentuó las interconexio-
nes entre los distintos continentes, incrementó los flujos financieros, dinámica
que supuso un fortalecimiento de los intercambios entre las distintas regiones
del planeta; dio inicio a un radical intercambio de productos, biotas y personas,
y selló el destino del continente americano y, después, del Pacífico y Oceanía
con Europa (Fernández-Armesto, 2004; Gruzinski, 2004). También promovió
cambios cualitativos: mientras que la experiencia atlántica original fue una aven-
tura profundamente medieval en su desarrollo y en su finalidad (Le Goff, 2003,
p. 253), América y después Oceanía fueron dos de los principales laboratorios
para el despegue de la revolución científica en Europa (Ballantyne, 2002) y de la
Europa moderna. Fue este contacto con pueblos “más atrasados” lo que condujo
a los historiadores europeos a identificar la historia del mundo con la historia
europea.
Algunas reflexiones sobre los contornos históricos de los siglos xix y xx 39
Pero fueron el afán de lucro y el papel dominante ejercido por los europeos
los que dieron lugar a una sistemática penetración de este tipo de instituciones y
prácticas por todo el mundo. Así lo sostiene Paul Keneddy cuando escribe: “Lo
que había comenzado como una cantidad de expansiones aisladas, se convertía
en una totalidad interrelacionada; el oro de la costa de Guinea y la plata del Perú
eran utilizados por portugueses, españoles e italianos para pagar las especias y la
seda de Oriente; los abetos y la madera de Rusia ayudaban a comprar cañones de
hierro de Inglaterra; los granos del Báltico pasaban por Ámsterdam en su camino
al Mediterráneo. Esto generó una interacción continua de posterior expansión
europea que produjo nuevos descubrimientos y, en consecuencia, oportunidades
comerciales, que a su vez originaron mayores ganancias que estimularon una ma-
yor expansión” (Kennedy, 2004, p. 65).
Como ha sostenido Serge Latouche, a lo largo de los últimos siglos y hasta
hace un puñado de décadas atrás, una gran “máquina civilizatoria”, “impersonal
y sin alma”, “cuyos agentes eran la ciencia, la técnica, la economía y el imagina-
Algunas reflexiones sobre los contornos históricos de los siglos xix y xx 41
rio, sobre los cuales reposaban los valores del progreso, constituía el molde que
determinaba la fisonomía del mundo en su conjunto” (Latouche, 2005, pp. 26 y
40). Esta formidable “máquina” operaba también como una anticultura negativa
y uniformadora, pues no presuponía una real integración social y cultural del
“otro”, sino su anulación. El avance de este modelo de modernización occiden-
tal fue tan grande que tempranamente llegó a “identificarse con la modernidad
misma” y a “convencerse a sí misma de que no existía más que un camino a la
modernización” (Touraine, 2006, p. 70). Del mismo parecer es Gérard Leclerc
(2000, p. 330), cuando escribe:
La civilización occidental no es más que una de las grandes civilizaciones que ha exis-
tido en el planeta. Sin embargo, desde hace aproximadamente un cuarto de milenio,
el ascenso de Occidente afectó al conjunto del mundo. Durante este (relativamente)
breve período, Occidente contribuyó a la unificación de la Tierra, por las técnicas que
creó, por la ciencia a la que ha impreso un ritmo acelerado y por las ideologías que han
permitido interpretar y comprender el mundo.
Todas las ciencias, tanto las físicas como las sociales, parecen sostener, al menos en
el sentido común que producen, esta idea de progreso y de superioridad, tal como la
técnica había acompañado la última fase de la conquista europea (impensable sin el
fusil Gatling y la quinina); de la misma manera, la arqueología, la antropología y,
sobre todo, la geografía la interiorizaron como [un atributo] natural y necesario en
42 Hugo Fazio Vengoa
tras que para gran parte del “resto” del mundo se ha expresado como un producto
“importado” tanto de las viejas potencias coloniales como de las neocoloniales, o
ha sido el resultado de la lógica estructurante del sistema internacional. Sobre el
particular, no está de más recordar que el Estado-nación ha sido una institución
típicamente europea. Sin embargo, durante el siglo XX, se convirtió en uno de
los organismos más emblemáticos, además de ser el principal soporte del sistema
internacional. En varias partes del mundo, como en algunas regiones de África,
fue la lógica configuradora del sistema internacional la que impuso la tendencia a
construir Estados-naciones “desde arriba”, sin que éstos fueran el resultado de su
“misma” historia (Hannerz, 1998, p. 128).
Este modelo civilizatorio impersonal comportaba además otra particulari-
dad, la cual le imprimiría una impronta muy especial a este desarrollo: si bien
era universalizable en su naturaleza misma, su difusión se realizó mediante la
absorción y el parcial desmonte del transnacionalismo antiguo y medieval (Hob-
son, 2006; Le Goff, 2003), dado que se impuso mediante el desarrollo de unas es-
tructuras estatales, las cuales sirvieron de fundamento para el despliegue de unas
relaciones internacionales, o sea, interestatales. En el avance de esta estatización
un papel importante le correspondió igualmente a la gran revolución militar de la
época moderna, fenómeno que inhibió la posibilidad de que en Europa se consti-
tuyera un único gran Estado regional.
Sobre esta anulación del transnacionalismo ancestral y la naciente estatiza-
ción conviene recordar que en un trabajo anterior (Fazio, 2001) sostuvimos que si
con los “grandes descubrimientos” se había dado un desarrollo extravertido –el
cual, a través de la ampliación e intensificación del comercio internacional, enla-
zaba a numerosos pueblos y regiones y los situaba dentro de unos determinados
marcos de interdependencia–, a lo largo de los siglos XVII y XVIII se asistió a
una territorialización en el proceso de consolidación de las naciones, siendo ésta
una dinámica complementaria de la anterior, de tipo vertical, que consistió en
transformar los espacios territoriales nacionales para hacerlos funcionales a ese
mismo desarrollo extravertido, pero dentro de una dimensión nacional.
De esta manera, el universalismo de esta megamáquina civilizatoria no se
realizó en su transnacionalidad, aun cuando tuviera vocación para ello, sino que
se estatizó y posteriormente se cubrió con el ropaje de la nacionalidad. En buena
medida, este salto por intermedio de la nación simboliza la transformación cuali-
tativa que se presenta entre la protoglobalización y la globalización.
Así nos adelantemos un poco a lo que analizaremos después, se observa que
como la cadencia del impacto de estas proyecciones universalistas terminó siendo
muy diferente en las otras latitudes, fueron paradigmáticos, en este sentido, los
44 Hugo Fazio Vengoa
Todo el mundo quedó “unido” en torno a una serie de elementos, prácticas e ins-
tituciones compartidos, independientemente del hecho de que el origen de todos
ellos fuera europeo y después europeo-norteamericano u occidental.
Sólo a partir del momento en que tuvo lugar esta segunda fusión, de alcance
más abarcador que la anterior, se puede empezar a hablar de que se está frente
a la emergencia de lo global y, de suyo, de la globalización. Con anterioridad al
siglo XIX existieron interacciones y después formas más sofisticadas de compe-
netración entre las distintas civilizaciones. Como tuvimos ocasión de observar,
el terreno para este nuevo estadio en el que ingresó la humanidad no surgió de
manera súbita. Fue apareciendo lentamente, luego de la primera gran fusión, du-
rante los tres siglos anteriores, período en el cual germinaron y se expandieron
aquellos elementos ecualizadores que harían posible el debut de la globalización
en el siglo XIX.
Vista desde la realidad europea, se puede afirmar que la unificación del
mundo pudo haberse iniciado en las postrimerías del siglo XV, pero una aseve-
ración tal no es representativa para los demás pueblos del mundo y por ello no es
una aseveración válida en su misma globalidad. Como advierten Osterhammel y
Petersson, “la periodización habitual que sitúa en torno a 1450 a 1500 una profun-
da cisura y el inicio de la modernidad ha sido recientemente puesta en discusión
en cuanto se refiere a Europa, y no es válida para grandes áreas del mundo, como
el este asiático” (2005, p. 39). Para el mundo, y no para ninguna experiencia en
particular, lo global propiamente dicho sólo apareció en el momento histórico que
se constituye en la segunda mitad del siglo XIX.
De tal suerte que para los períodos muy lejanos se puede hablar primero de
una preglobalización, válida para el conjunto de prácticas de interconexión que se
experimentaban desde tiempos inmemoriales hasta finales del siglo XV, coyun-
tura histórica en la que se dio inicio a la primera gran fusión. Después se debe
hablar de una protoglobalización (Fazio, 2001; Hopkins, 2002), que corresponde
al período que se extiende desde el siglo XVI hasta inicios del XIX, fase durante
la cual se fueron preparando las condiciones para la globalización a través de la
expansión de la gran “megamáquina” occidental y de variados tipos de interpe-
netraciones, pero el término ingresa con fuerza en la historia tan sólo cuando
el mundo comenzó a adquirir una fisonomía globalizadora más o menos clara,
situación que se hizo evidente a medida que el siglo XIX se acercaba a su final.
Todo esto nos lleva a concluir que los siglos XIX y XX se diferencian de
cualquier período anterior por el hecho de que disponen de un elemento o de un
sustrato común: la globalización, dinámica que participa en la determinación del
contexto histórico en el cual se desenvuelve el conjunto de relaciones sociales.
46 Hugo Fazio Vengoa
por cada habitante; nadie podría ver a sus vecinos a simple vista; todo indivi-
duo se encontraría en un completo aislamiento y tendría que recorrer un largo
trayecto para encontrar a su semejante más próximo. Diferente es el escenario
que se presenta en la actualidad: en poco más de dos siglos, la proporción se ha
reducido en un 600%, es decir, si proyectáramos el mismo ejercicio a nuestro
presente más inmediato, y distribuyéramos a esos seis mil y tantos millones de
personas por toda la superficie terrestre, la distancia entre habitantes se redu-
ciría a tal grado, que todo individuo no sólo vería a sus vecinos a simple vista,
sino que podría comunicarse sin problemas con gritos o señas de mano. Esta
tendencia demuestra que en los dos últimos siglos el comportamiento pobla-
cional en el mundo ha sido muy distinto al de épocas anteriores, y en ello los
factores globalizantes han encontrado un terreno abonado para su expansión
casi permanente.
Un panorama de otra naturaleza pero similar en cuanto a sus resultados pue-
de visualizarse cuando se observa el indicador del crecimiento que ha registrado
el producto interno bruto a lo largo de los dos últimos milenios, tal como muestra
la información contenida en el cuadro 2.
Su incremento fue moderado durante el primer milenio, aunque con un com-
portamiento muy errático entre las diferentes regiones, con algunas que se man-
tuvieron estancadas, mientras que otras doblaron su producto en el transcurso de
esos mil años. En la primera mitad del segundo milenio la situación empezó a
cambiar: algunas regiones experimentaron una aceleración en el crecimiento del
Producto Interno Bruto, mientras otras registraron severos retrocesos, como efec-
tivamente ocurrió de nuevo en América Latina, que tuvo que esperar dos siglos
para alcanzar el nivel que tenía en vísperas de la llegada de los españoles.
El crecimiento continuó en los siglos siguientes y se tornó vertiginoso en el
siglo XIX: en sólo cincuenta años –de 1820 a 1870– el PIB de Europa Occidental
se duplicó, y en los cuarenta años siguientes se triplicó, mientras que tres o cuatro
siglos atrás la productividad no crecía más de un 10 o un 20% cada cien años, es
decir, 1 o 2% por década y a veces por siglo, situación que en buena parte obedecía
a que más del 80% de la población en esa época vivía en el campo y realizaba una
producción destinada al autoconsumo. Mientras América Latina y los llamados
eufemísticamente países de inmigración europea (Estados Unidos, Canadá, Aus-
tralia, Nueva Zelanda) registraron significativas tasas de crecimiento, otros, como
los países de Asia, prácticamente experimentaron un estancamiento durante este
mismo período, en lo cual, sin duda, un factor explicativo muy importante recayó
en las prácticas imperiales y colonialistas que cultivaban las potencias europeas.
Cuadro 2
PIB mundial, años 1-2001
(en millones de dólares de 1990)
Región/Año 1 1000 1500 1600 1700 1820 1870 1913 1950 1973 2001
Europa
11.115 10.165 44.162 65.640 81.302 160.145 367.591 902.341 1.396.188 4.096.456 7.550.272
Occidental
Europa del
1.900 2.600 6.696 9.289 11.393 24.906 50.163 134.793 185.023 550.756 728.792
Este
Ex URSS 1.560 2.840 8.458 11.426 16.196 37.678 83.646 232.351 510.243 1.513.070 1.343.230
Países
inmigración 468 784 1.120 920 833 13.499 111.493 582.941 1.635.490 4.058.289 9.156.267
europea
América
2.240 4.560 7.388 3.763 6.346 15.024 27.519 119.871 415.907 1.389.029 3.087.006
Latina
Japón 1.200 3.188 7.700 9.620 15.390 20.739 25.393 71.653 160.966 1.242.932 2.624.523
Asia sin
77.040 78.930 153.601 206.975 214.117 392.194 401.616 608.695 822.771 2.623.004 11.481.201
Japón
África 7.096 13.720 19.283 23.349 25.692 31.161 45.234 79.486 203.131 549.993 1.222.577
Total 102.619 116.787 248.308 330.982 371.269 695.346 1.112.645 2.732.131 5.329.719 16.023.529 37.193.868
Fuente: elaborado a partir de datos contenidos en Angus Maddison, L’économie mondiale. Statistiques historiques, París, OCDE, 2003,
p. 273.
Algunas reflexiones sobre los contornos históricos de los siglos xix y xx
49
50 Hugo Fazio Vengoa
Desde el punto de vista del crecimiento del PIB, el siglo XIX puede ser cata-
logado como la antesala que hizo posible el siglo XX. Fue en ese período cuando
emergió la actual tríada (al presente, conformada por Estados Unidos, Japón y la
Unión Europea) como la zona más rica del planeta, se presentó un crecimiento ex-
ponencial de la brecha que separa a las regiones más pudientes de las más pobres,
y esta misma situación explica el hecho de que las compenetraciones más fuertes
se presenten entre los circuitos más desarrollados. No es fortuito, por tanto, que
dentro de este contexto la globalización comenzara a adquirir ya en aquel enton-
ces la fisonomía que hoy le conocemos.
Visto desde otro ángulo, se puede sostener, tal como tuvimos ocasión de ha-
cerlo en un trabajo anterior (Fazio, 2001), que el advenimiento de lo global se
produjo precisamente durante el siglo XIX, tal como lo evidencia el hecho de que
en este período fue cuando se presentó una serie de crisis simultáneas en la organi-
zación del poder, la producción y la cultura en todas las regiones del planeta. Entre
las primeras podemos citar, entre otros, la revolución Meiji en Japón, la rebelión
Taiping y la guerra civil en China, la guerra de Crimea, los sucesivos conflictos
entre Rusia y el Imperio otomano, las revueltas hindúes contra el dominio britá-
nico, la guerra de Paraguay, la repartición de África, las pretensiones imperiales
sobre México, la guerra civil en Estados Unidos, las contiendas en el Cono Sur
africano y las unificaciones nacionales de Italia, Alemania, España y Serbia. Si
bien todas estas situaciones constituían crisis locales o regionales de poder y de
estabilidad, que reflejaban trayectorias autónomas de evolución, en su mayor parte
se convirtieron en el origen de una historia propiamente mundial porque se desa-
rrollaron en un contexto de interacciones y compenetraciones entre regiones cada
vez más competitivas, competencia inducida en alto grado por las fuertes inter-
venciones europeas. Estas interacciones de acontecimientos y no sólo de flujos de
personas, bienes o capitales, de esta manera, produjeron efectos globalizantes, ya
que comenzaron a sincronizar y a encadenar el destino de los distintos pueblos.
Además, las soluciones de las crisis regionales comportaron un sostenido
recurso a adaptaciones y apropiaciones interregionales, que acabaron con la era
de la autosuficiencia, y desarrollaron una sincronicidad competitiva que elevó las
interacciones regionales a un nuevo nivel global. Los márgenes y las periferias
que salvaguardaban la distancia se evaporaron y se desdibujaron los espacios en-
tre las regiones alguna vez autónomas.
Dentro de esta perspectiva que privilegia la interacción entre acontecimien-
tos, se puede sostener que el inicio del proceso de globalización no fue simple-
mente el resultado de la aceleración de una continua expansión europea, sino un
nuevo orden de relaciones de compenetración, dominación y subordinación entre
las más variadas regiones del mundo.
Algunas reflexiones sobre los contornos históricos de los siglos xix y xx 51
Vista desde este ángulo, esta dinámica capta la calidad revolucionaria del
predominio europeo tal como se ejerció desde mediados del siglo XIX. A diferen-
cia de las otras regiones en crisis, Europa por sí sola resolvió sus crisis regionales
volcándose hacia afuera, externalizando la búsqueda de soluciones a través de la
expansión y la ocupación espacial, sincronizando el tiempo mundial y coordi-
nando las interacciones en el mundo. Las iniciativas europeas se superpusieron e
interactuaron con las dinámicas de crisis paralelas en las otras regiones (Bright
y Geyer, 1987, p. 1046). Fue así como nació una historia mundial en esta primera
época global, que comportaba un tiempo del mundo finito por encima de la plu-
ralidad de mundos.
Cualquier comparación que se acometa entre el ciclo globalizante que se ubi-
ca en el recodo de los siglos XIX y XX y el actual, es decir, aquel consustancial
a nuestro presente histórico, no constituye, por tanto, un esfuerzo intelectual que
se asiente en presupuestos arbitrarios, razón por la cual pierde sentido determinar
las similitudes y las diferencias. La correlación que se puede establecer entre am-
bos resulta ser una tarea posible porque ambos ciclos se inscriben dentro de una
misma matriz globalizada, aun cuando la primera fuera más internacional, mien-
tras que en la segunda ha predominado el ejercicio de lo global. A partir de este
fundamento estructural, que sirve de sustento a la comparación, procederemos a
definir los caracteres fundamentales del primero de estos períodos, lo cual, a la
distancia, brindará mucha información, así como marcos de referencia sobre las
particularidades que encierra lo internacional en nuestro presente histórico.
2. Revoluciones industriales, naciones
y globalización económica
que después recibirían el calificativo del Tercer Mundo o del Sur aventajaban
precisamente a la mayor parte de las naciones que durante el siglo recién pasado
conformaron el grupo de las naciones avanzadas, desarrolladas o industrializa-
das. A este mismo tipo de conclusión puede llegar el lector si observa con cierto
detenimiento la información suministrada por el cuadro 2. Paul Bairoch, uno de
los más grandes especialistas en historia económica, sobre el particular, ha con-
cluido lo siguiente:
pudo superarlos, obviamente, esta vez con creces. La velocidad de la nueva brecha
que comenzó a abrirse en favor de Occidente puede ser observada en unos pocos
datos. En 1850, momento en el cual se empieza a hacer visible la supremacía de
Occidente, la diferencia entre algunos países contemporáneos catalogados como
ricos (Gran Bretaña, Australia, Suiza) y otros de los más pobres (China, India,
Pakistán) era de 4 a 1. Para 1913, dicha diferencia había aumentado de modo casi
exponencial y era de 10 a 1.
Esta veloz disparidad en la renta no fue un hecho fortuito, sino el resultado
de la rápida industrialización que experimentaron los países europeos y la corres-
pondiente desindustrialización de los núcleos desarrollados del resto del mundo,
fenómenos acelerados e inducidos por la expansión del comercio internacional y
por las prácticas colonialistas de las potencias europeas. En 1750 el futuro Tercer
Mundo representaba el 73% del total de la fabricación de manufacturas del orbe.
En 1830 dicho porcentaje había caído al 50%, y en 1913, a un escaso 7,5% (La De-
hesa, 2000, p. 49). Más adelante volveremos sobre este asunto, pero digamos por
el momento que en el presente histórico contemporáneo se asiste a la tendencia
contraria: una parcial desindustrialización del norte y una acelerada industriali-
zación de los países del sur.
Convendría señalar un último aspecto: ha sido un lugar común en la litera-
tura especializada la tesis de que si bien estos países podían haber dispuesto de
grandes PIB, las actividades comerciales, empero, eran muy reducidas. Dejando
por fuera el substrato ideológico que se esconde detrás de esta tesis –que presu-
pone que lo que aparentemente ocurrió en Europa constituye la norma y repre-
senta el ideal máximo y que el libre comercio, de por sí, sería un facilitador del
desarrollo–, algunos datos contradicen terminantemente este tipo de argumentos.
Mucho se ha dicho de que la plata americana fue devorada por China y que esta
avidez habría sido un importante conducto comercial que se estableció con Euro-
pa. La estadística histórica construida por Maddison (2006, p. 66) confirma esto,
pero sugiere, al mismo tiempo, otra situación complementaria: las importaciones
chinas de plata procedentes de Filipinas entre 1500 y 1770 totalizaron 1.548 tone-
ladas métricas. En el mismo período, las mismas importaciones provenientes de
Japón ascendían a 4.875 toneladas métricas, es decir, eran tres veces superiores.
Para China, efectivamente, fue muy importante la plata procedente del con-
tinente americano, que llegaba a través de las Filipinas o de Europa Occidental,
pero igualmente importante, en volumen y en valor, siguió siendo la que tradicio-
nalmente se negociaba dentro de la misma Asia. Esto demuestra que el comercio
intraasiático era muy boyante y que China devoraba plata porque su economía
crecía rápidamente y necesitaba este lubricante para mantener en funcionamien-
to sus intercambios internos, así como aquellos que realizaba con el extranjero.
Revoluciones industriales, naciones y globalización económica 55
Como glosa al margen, que demuestra desde otro ángulo el poderío de la econo-
mía china, conviene recordar que mientras que la plata que fluyó a España fue
uno de los factores que más contribuyó al rezago económico que experimentó este
país al ocasionar una fuerte inflación en los precios que barrió con la competiti-
vidad de las manufacturas y del campo ibérico, a China se destinaron volúmenes
aún mayores, sin que ello hiciera mella en su voluminosa economía.
Ante la contundencia de este tipo de evidencias, no han faltado connotados
historiadores económicos mundiales que han intentado recusar la solidez de es-
tas cifras. David Landes (1999), por ejemplo, en su importante libro en el que ha
pretendido explicar las razones que subyacen al enriquecimiento y al empobreci-
miento de las naciones, intentó minimizar la importancia de Oriente, tratando de
demostrar que mientras ese continente habría experimentado un estancamiento,
Occidente habría dispuesto de un conjunto de atributos y cualidades únicas que
habrían hecho posible su veloz crecimiento.
En la misma perspectiva, de manera paternalista, un buen número de autores
ha supuesto el atraso de Oriente por su infantilidad, cuando no por su barbarie,
tan distinto del inventivo y racional Occidente. Esta actitud condescendiente po-
demos observarla en el siguiente pasaje de uno de los libros de Carlo Cipolla:
“Mientras los europeos empleaban lentes para construir microscopios y anteojos,
los chinos se divertían usándolos como juguetes encantadores. Lo mismo hicieron
con los relojes. Lentes, relojes u otros instrumentos habían sido inventados en
Europa para satisfacer las exigencias experimentadas por un específico ambiente
sociocultural. En China, estas innovaciones cayeron casualmente del cielo y los
chinos las miraron como divertidas extrañezas” (Cipolla, 1998, p. 94).
En este mismo orden de ideas, David Landes ha preferido ocultar la eviden-
cia del mayor desarrollo asiático recurriendo a variados procedimientos analíti-
cos, por ejemplo, ciñéndose a la información sobre la renta nacional per cápita,
formalismo intelectual que le ha permitido situar inmediatamente a Oriente por
detrás de Occidente.
Según estos indicadores, mientras China tenía un PIB por habitante (en dó-
lares de 1990) de $600 en 1300, en 1820 se mantenía en los mismos $600, de lo
cual se infiere mecánicamente que el coloso asiático habría experimentado un
prolongado estancamiento a través de un buen puñado de siglos. A diferencia
de ello, Europa Occidental habría arrancado en la misma época con un producto
interno bruto per cápita un poco inferior, $593, hasta ascender a $1.204 en la se-
gunda década del siglo XIX.
La información que esconde este tipo de argumentaciones es el hecho de
que la población en China no sólo superaba con creces a la de Occidente, sino que
además mantuvo una elevada tasa de crecimiento: alcanzó los 100 millones de
56 Hugo Fazio Vengoa
habitantes en 1300 y trepó a los 381 millones en 1820, mientras que la población
europea arrancó de 58,4 millones en 1300 y alcanzó los 133 millones en 1820. Es
decir, mientras el primero casi cuadruplica su población en el período considera-
do, el segundo solamente lo multiplica por dos. Ahora bien, como se desprende
de la estadística histórica contenida en los textos de Maddison (2003), cuando se
descuenta la población, se observa que el PIB chino era muy superior al de Eu-
ropa Occidental: 600 dólares per cápita y 228.600 millones de dólares (total) en
esos mismos años, contra 34,6 dólares per cápita y 160.000 millones de dólares
(total). Este mismo autor recuerda que en 1820 China representaba el 29% del PIB
mundial, una magnitud tan grande que equivalía a la de la totalidad de los países
europeos.
John Hobson (2006, pp. 116-117) ha sido mucho más contundente en el cues-
tionamiento de este eurocentrismo académico cuando recuerda que en 1750, la
participación de china en la producción manufacturera mundial superaba en más
de un 1.600% a la de la principal potencia europea –Gran Bretaña– y en 1800
esa proporción todavía era mayor en un 670%. Se tuvo que esperar la década de
1860 para que la reina de los mares alcanzara el volumen de producción chino. Si
los indicadores del coloso asiático eran avasallantes, los de la India tampoco se
quedaban atrás: eran superiores a toda Europa en 1750 y todavía eran un 85% más
elevados que los de Gran Bretaña en 1830. “La India del siglo XVIII fue un enor-
me exportador de productos manufacturados, hasta el punto de que el imperio del
gran mogol era casi con certidumbre el Estado más productivo del mundo en tér-
minos de manufacturas para la exportación, y ello a despecho de la modestia del
equipo técnico del que disponían en general sus industrias” (Fernández-Armesto,
1995, p. 423).
Tal como se puede observar en el cuadro 3, incluso hasta mediados del siglo
XIX, los intercambios comerciales entre la India y la Gran Bretaña eran favora-
bles al primero. Sobre el particular, Angus Maddison concluye diciendo que “si
Bairoch tiene razón, buena parte del atraso del Tercer Mundo debería explicarse
presumiblemente apelando a la explotación colonial y la ventaja de Europa se de-
bería mucho menos a su precocidad científica, a siglos de lenta acumulación, y a
su superioridad organizativa y financiera” (citado en Hobson, 2006, p. 115).
Asia no sólo descollaba en la magnitud de los datos brutos, también sobre-
salía de acuerdo con ciertos parámetros cualitativos; tampoco en este campo los
países de Asia se encontraban rezagados frente a Occidente. Hobson recuerda que
Kenneth Pomeranz construyó interesantes datos con los cuales demostraba que
en torno al 1800 China y Japón tenían una calidad de vida similar a la europea
y que en algunos ámbitos, como la sanidad y el suministro de agua, eran mucho
más desarrollados.
Revoluciones industriales, naciones y globalización económica 57
Cuadro 3
Intercambio entre Inglaterra e India
(en millones de dólares corrientes)
Importaciones provenientes
Exportaciones a la India
de la India
1700 0,5 2,5
1770 4,5 5,5
1800 10,0 19,0
1850 43,0 45,0
1900 156,0 134,0
1913 310,0 233,0
Fuente: Paul Bairoch, Victoires et déboires II, París, Gallimard, 1997, p. 851.
Podemos volver más precisas las palabras de Paul Bairoch y afirmar que, en
efecto, el sistema económico emergente disponía de algunos atributos que permi-
ten definirlo como una economía mundial, pero que en la segunda mitad del siglo
XIX era todavía inter-nacional, es decir, se estructuraba a partir de la división que
existía entre las distintas economías nacionales. Como sostiene Clarc (1997, p.
19), una economía internacional es aquella que se conforma a partir de una amplia
actividad entre Estados y donde la separación de los espacios económicos nacio-
nales sigue siendo predominante. La economía internacional es muy distinta de
una economía globalizada, en la cual las distintas economías nacionales quedan
subsumidas y son rearticuladas dentro del sistema por procesos internacionales
y por innumerables tipos de transacciones. El sistema económico decimonónico
evidentemente no era globalizado, pero era algo más que una simple economía
internacional. Por tanto, podemos definirlo como un sistema económico mundia-
lizado, que se estructuraba a partir de su internacionalidad.
Así lo reconoce Eric Hobsbawm (1991, p. 34), cuando argumenta que en el
período que se extiende desde el siglo XVIII hasta los años que siguieron a la
Segunda Guerra Mundial era reducido el espacio de acción para los agentes trans-
nacionales, que tan importante papel habían desempeñado en los orígenes del
capitalismo transatlántico: “Al volver la vista atrás para examinar el desarrollo de
la moderna economía mundial, nos inclinamos a ver la fase durante la cual el de-
sarrollo económico estuvo íntegramente vinculado a las ‘economías nacionales’
de varios Estados territoriales desarrollados, situada entre dos eras esencialmente
transnacionales”.
He aquí la primera gran transformación cualitativa que experimentó el mun-
do durante el siglo XIX: la segunda gran fusión posibilitó la constitución de una
economía mundial organizada en torno a un centro: las naciones europeas. Mu-
chos podrán suponer que por qué esto deberá representar alguna novedad cuando
desde el siglo XV se venía avanzando en la conformación de tal espacialidad eco-
nómica.
Debemos tener en cuenta que el cambio que se experimentó no fue de
volumen, ni de alcance, sino de calidad: con anterioridad al siglo XIX, la econo-
mía internacional mundial era simplemente la sumatoria de todas las unidades
económicas, incluidos los vínculos que se presentaban entre todas ellas. Pero a
partir de esta coyuntura histórica Europa empezó a organizar y ecualizar formas
de organización económica que impuso a lo largo y ancho del planeta. En rigor,
esta integración del mundo en torno a Europa constituyó la principal transfor-
mación que experimentó el planeta durante el siglo XIX, pero era todavía una
economía mundo, de acuerdo con la conceptualización braudeliana, porque se
sometía a un polo, a un centro. “Todas las economías mundo se dividen en zo-
Revoluciones industriales, naciones y globalización económica 59
nas sucesivas. Está el corazón, después vienen las zonas intermedias, en torno
al eje central y, finalmente, surgen los márgenes vastísimos que, en la división
del trabajo que caracteriza a una economía mundo, más que participantes son
subordinados y dependientes” (Braudel, 1979, tomo 3). En efecto, lo que estaba
teniendo lugar era la constitución de un vasto espacio económico plurinacional
jerarquizado, que ni económica ni políticamente se encontraba aún totalmente
integrado y que se vinculaba preferentemente a través de las actividades comer-
ciales.
Como demuestra el caso japonés que comentamos con anterioridad, esta
pretensión de universalidad por parte de las instituciones económicas occiden-
tales no había alcanzado aún una amplitud tal que permitiera catalogarlas como
ambientes propiamente mundiales.
En rigor, fue el comercio exterior uno de los factores que más acentuó y pro-
yectó en esencia la integración de este sistema económico originalmente europeo.
Bayly, sobre el particular, ha demostrado que hacia 1860 el grueso del comercio
naviero mundial ya se encontraba controlado por las flotas mercantes de las gran-
des potencias europeas y de Estados Unidos, con el resultado “de que las viejas
potencias comerciales marítimas fueron reducidas al estatus de adjuntos locales
de un sistema financiero y de control marítimo basado en Londres, Ámsterdam,
Nueva York y Marsella” (Bayly, 2002, p. 62). Es decir, aconteció algo similar a lo
que tuvo lugar luego de los “grandes descubrimientos”, cuando los portugueses
y holandeses se apropiaron de las redes comerciales en el Índico. En el siglo XIX
fue el capitalismo europeo el que terminó subsumiendo las redes mercantiles y
productivas antes existentes e incorporándolas en posición subalterna dentro de
su lógica expansiva.
Esta evolución, empero, no fue producto del azar ni el resultado de la supe-
rioridad implícita de los pueblos más “avanzados”: Europa supo más bien sacar
provecho de la primera gran fusión, con lo cual, entre otros tantos factores, con-
virtió a América, con la riqueza extraída de sus entrañas, en el “banquero del
60 Hugo Fazio Vengoa
mundo”. De acuerdo con estimaciones compiladas por Maddison (2006, p. 66) los
embarques de oro y plata de las Américas a Europa entre 1500 y 1800 alcanza-
ron las 1.708 toneladas métricas de oro y las 72.825 toneladas métricas de plata.
Varios factores explican la importancia que adquirió esta inclusión de América
en la economía atlántica europea. Carlo Cipolla ofrece, al respecto, la siguiente
síntesis:
Durante todo el Medioevo, hasta la mitad del siglo XIV, Europa había sufrido una
grave escasez de metal que la había sofocado, obstaculizando mucho su comercio y,
sobre todo, sus tráficos internacionales, por falta de una adecuada masa de medios
de cambio y de pago. La llegada de metal precioso a la España del siglo XVI […]
representó para Europa una gran novedad, una novedad, casi revolucionaria, y fue
tal su importancia que los sistemas monetarios se vieron literalmente revueltos […]
Para comprender la tendencia de los reales a moverse hacia Oriente es preciso con-
siderar que los europeos, ávidos de productos orientales, no tenían nada que ofrecer
a cambio, porque ni la India ni la China tenían interés en productos europeos […] Si
exceptuamos los intercambios entre Acapulco y las Filipinas, el comercio interna-
cional en los siglos XVI y XVII puede ser descrito sumariamente así: una masa de
plata que en forma de monedas o de panes se movía desde México o desde el Perú
hacia España, desde donde se difundía luego a todos los países de Europa. Luego,
gran parte de esta plata se movía hacia Oriente, para finalizar en la India o en China.
En sentido opuesto, una masa de productos europeos se movía hacia las Américas.
La plata iberoamericana, representada por el real de a octavo, proveyó la liquidez
necesaria para el funcionamiento de este sistema, cuyo volumen, justamente por
falta de una adecuada liquidez, habría sido inconcebible en el Medioevo. (Cipolla,
1999, pp. 38, 60 y 66)
La invisibilidad histórica de un gran número de los temas que se tratan en este libro
debe mucho a la represión que inicialmente se desencadenó contra ellos: la violencia
de la hoguera, del tajo, del cadalso y de los grilletes en la oscura bodega de un barco.
También debe mucho a la violencia de la abstracción utilizada a la hora de escribir la
historia y la severidad de la historia que durante mucho tiempo ha sido cautiva del
Estado-nación, el cual en la mayor parte de los estudios ha sido y es un marco de aná-
lisis que en gran medida no se cuestiona. Este libro trata de las conexiones que durante
siglos han sido generalmente negadas, ignoradas, o simplemente no se han visto, pero
que, sin embargo, han configurado en profundidad la historia del mundo en el que
todos nosotros vivimos. (Linebaugh y Rediker, 2005, p. 27)
fecha tan tardía como podía ser la década de 1860, todavía constituía más bien la
excepción que la regla. “En la mayoría de los sectores la gran fábrica constituía
la excepción y, en algunos sectores en los que predominaba, una buena parte de
las operaciones se realizaba sobre la base del trabajo de artesanos reclutados de
oficios tradicionales” (Peemans, 1992). Este nuevo tipo de industria se volvió
predominante en Inglaterra sólo a finales del siglo XIX, es decir, una centuria
después de haber sido introducida. De este tipo de análisis se puede extraer otra
importante deducción: la Revolución Industrial, tal como generalmente se asume,
como un inusitado cambio tecnológico, comprimido en la corta duración, en rea-
lidad nunca tuvo lugar.
Nos ha parecido importante recordar brevemente esta polémica que ha atra-
vesado la literatura especializada, porque en efecto, el conocimiento histórico ha
planteado, de modo imperativo, un necesario alejamiento respecto a las concep-
ciones heroicas y eurocéntricas de lo que habría sido el desarrollo. De pasada, di-
gamos también que en la historia no es cierto que un fenómeno de tanto repetirse
termine convirtiéndose en realidad.
Ahora bien, si el proceso industrializador que debutó a finales del XVIII
en Inglaterra no puede ser considerado como una revolución, entendiendo por
este término su acepción moderna, es decir, como una transformación abrupta,
tampoco podemos presuponer que este fenómeno se haya extendido a lo largo de
un siglo o más, porque con ello simplemente no podríamos comprender cómo el
tema de la industrialización condujo a una situación en la que Europa prestamente
aventajó a las demás civilizaciones.
A nuestro modo de ver, el problema debe visualizarse desde una escala de
observación distinta, la cual permite combinar elementos de ambas perspectivas:
evidentemente, no existió un extendido y único proceso de industrialización a
lo largo de un siglo; más bien debe afirmarse que tuvieron lugar dos ciclos dis-
tintos de revoluciones industriales, de los cuales el segundo fue de lejos el más
importante porque, a la postre, jalonó y le imprimió el carácter transformador al
primero.
Sostenemos que la condición revolucionaria de la primera fase fue originada
por el segundo ciclo industrializador porque entre ambas etapas se presentan gran-
des e importantes disimilitudes: de una parte, la primera fue parcial y se circuns-
cribió a unos pocos sectores productivos, mientras que la segunda se extendió por
todos los ámbitos económicos y, al favorecer la conectividad, actuó como un imán
que jalonó al resto del mundo para que siguiera los mismos procedimientos. De la
otra, la primera tuvo lugar en las postrimerías del extenso período que hemos de-
finido como la protoglobalización, mientras que la segunda arrancó en los inicios
66 Hugo Fazio Vengoa
en Japón y China), proceso que le permitió construir nuevas redes sobre las cuales
asentar su actuación y su poder.
La disimilitud de experiencias que acabamos de presentar con estos dos
ejemplos resulta ser un asunto muy importante para comprender las diferencias
que se presentan entre las perspectivas y las modalidades de desarrollo en el me-
diano y en el largo plazo, porque ello hace posible entender las disparidades de
performance de ambos países en las décadas siguientes y porque permite com-
prender cómo el capitalismo, sistema que es eminentemente transnacional, dio
paso a la construcción de variados esquemas nacionales.
Esta nacionalización, empero, no iba en contravía del carácter transnacional
del sistema capitalista. La nueva industria requería paralelamente de abundantes
materias primas y de amplios mercados para la colocación de sus productos. A
diferencia de los períodos anteriores –en los cuales las redes comerciales inter-
nacionales producían un intercambio de bienes entre las distintas regiones del
planeta entre “productos” originados localmente y que sólo de modo tangencial,
salvo casos muy puntuales, estaban orientados de modo preferente al mercado
mundial–, con el surgimiento de las nuevas empresas industriales se potenció
el establecimiento de una división nacional del trabajo, se estableció un circuito
económico entre aquellas regiones que producían las materias primas y los insu-
mos productivos, los centros industriales que elaboraban la nueva producción y
los mercados de colocación de la producción a escala. Finalmente, esta naciona-
lización del desarrollo económico resultó ser un asunto crucial para el despliegue
en potencia de la globalización, porque ésta para existir ha requerido siempre de
modo imperativo de la alteridad, es decir, de los conjuntos de diferencias que
introduce la formalización de los espacios nacionales. Si la economía o cualquier
otro ámbito social funcionara como una constelación única, si la homogeneidad
fuera completa, la globalización simplemente no tendría derecho a la existencia.
Es decir, si las anteriores redes mercantiles protoglobalizadoras se limitaban
a facilitar los intercambios, la Revolución Industrial introdujo como elemento de
novedad los primeros componentes de integración de las economías nacionales
con las regionales dentro de un mismo ciclo productivo e hizo posible de esta
manera la estructuración de una división interna e internacional del trabajo, or-
ganización que deparó un mayor nivel de consistencia y sistematicidad a las reci-
procidades económicas a escala internacional. Esta desemejanza con respecto a
las formas anteriores de intercambio obedecía a que la industria “demandaba una
forma de crecimiento económico completamente diferente de la generada por la
conquista y el comercio. La conquista y el comercio se apoyaban en la exclusión,
la tecnología en la inclusión económica” (Robertson, 2005, p. 171).
Revoluciones industriales, naciones y globalización económica 69
horas. Otros han calculado que una diligencia recorría una velocidad promedio de
2,2 kilómetros por hora en el siglo XVII, aumentó a sólo 3,4 kilómetros por hora en
el siglo XVIII y hacia mediados del siglo XIX el trayecto ascendía a 9,5 kilómetros
por hora. También podemos recordar que en 1800 las mercancías, la información y
las personas tardaban cerca de un año para dar la vuelta al mundo.
Ahora bien, en esa época no solamente la velocidad era lenta, más complica-
do aún era que la movilidad se encontraba totalmente subordinada a la topografía
y a los ritmos y caprichos de la naturaleza, como ocurría con el hecho de que
América estaba más cerca de España que ésta de la primera, porque, debido a las
corrientes y a los vientos, los viajes de regreso a la Madre Patria eran más veloces
que los de venida. Con ese tipo de medios de transporte no se presentaban mayo-
res variaciones con el espacio ni el tiempo; en realidad, la duración de los despla-
zamientos se encontraba supeditada a los caprichos de la naturaleza y del territo-
rio. “La red del mundo se había vuelto en verdad mundial, pero las personas, las
mercancías, las ideas y las infecciones seguían moviéndose sólo ligeramente más
aprisa que en el momento de formarse la primera red metropolitana alrededor de
Sumer” (McNeill y McNeill, 2004, p. 238).
No muy distinta era la situación en el plano de las comunicaciones. Hasta
mediados del siglo XIX, la información se transmitía a la misma velocidad en
que se trasladaban las personas, los animales y las cosas. El único sistema de co-
municación más veloz que el desplazamiento humano era la poco segura paloma
mensajera, de la que se sabía a ciencia cierta de su partida, pero no se tenían cer-
tezas sobre su arribo, más aún cuando muchas de ellas se extraviaban o perecían
en el intento. El gran cambio en este campo se presentó con la introducción del
telégrafo, que acortó el tiempo de la comunicación, viabilizó las relaciones que ya
no tenían lugar “cara a cara” e hizo posible que emergieran las ideas de la instan-
taneidad y de la aceleración.
En la esfera de los transportes, los mayores avances tuvieron lugar con el
desarrollo del ferrocarril y de la navegación a vapor, medios que, en un buen nú-
mero de países, tuvieron un impacto transformador tremendo al convertirse en la
columna vertebral de la modernización económica, por los eslabonamientos a que
daban lugar entre distintos sectores de la economía, por su función en la unifica-
ción del mercado nacional, por su inmenso impacto financiero (representaba gran
parte del capital fijo que se destinaba a la economía mundial), por su papel en el
desarrollo del comercio internacional (reducción de fletes) y por sus demandas de
mejoras científicas, técnicas y tecnológicas. El ferrocarril transformó y movilizó
el aparato productivo y ocasionó seguramente una de las mayores revoluciones en
el mercado de capitales. También desempeñó un importante papel en otro sentido:
estimuló la concepción y la realización de grandes obras de ingeniería. “El tendi-
76 Hugo Fazio Vengoa
los contrastes dentro del mismo Occidente. Si 390 millones de europeos repre-
sentaban en 1901 el 24% de la población del planeta, realizaban la mitad de la
producción mundial. Pero en esta coyuntura el centro de Europa se convirtió en
el motor de la expansión industrial, mientras las áreas meridionales y orientales
permanecían rezagadas y apegadas al legendario régimen agrícola.
Este proceso, empero, comportó especificidades en los distintos países, es
decir, no en todas las naciones se expresó de la misma manera, no en todos los
Estados se intensificó la integración en la economía mundial de la mano del fe-
rrocarril y del barco a vapor. En Estados Unidos, por ejemplo, la reducción del
costo de los transportes contribuyó a fortalecer la consolidación del expansivo
mercado interno y posibilitó la integración de la mayor parte de los estados de la
Unión dentro del naciente mercado nacional. En el caso de este país emergente
no fue muy evidente que los transportes incrementaran la integración en la eco-
nomía mundial, como sí lo hizo en la aceleración de la unificación del mercado
nacional. Distinta fue la situación que predominó en la mayor parte de los países
latinoamericanos, que buscaron el establecimiento de modelos extravertidos de
desarrollo, los cuales, a través de la exportación hacia Europa o Estados Unidos
de una materia prima o un recurso natural, anhelaban potenciar el desarrollo. En
este caso fue más fuerte la integración del correspondiente “enclave” productivo
con la economía mundial que la unificación de un mercado nacional, el cual, por
regla general, siguió siendo un mosaico de formaciones sociales dispares.
La masificación de estos medios de transporte y la reducción de los fletes en
el comercio internacional no sólo incidieron en temas conexos con la economía,
también tuvieron un gran impacto en la infraestructura y las instituciones. Lo
primero fue factible por las masivas exportaciones de capitales europeos, cuya
voluminosa cuantía hizo posible sufragar la construcción de la infraestructura de
la economía mundial. Es de señalar que ésta fue la primera vez en la historia de la
humanidad en que surgió un circuito regular y permanente que posibilitó la inter-
penetración constante entre las distintas economías nacionales. Si nos atenemos a
la construcción de vías férreas, observamos que los kilómetros de vías construi-
dos aumentaron de manera exponencial. Como se observa en el cuadro 4, de 212
kilómetros levantados en la década de los treinta del siglo XIX se pasó a más de
un millón en la primera década del siglo XX. Su repartición, obviamente, no era
equivalente en las distintas regiones del planeta; como tantos otros procesos, en-
tonces y hoy en día, la distribución era muy desigual. En los albores del siglo XX,
Estados Unidos representaba cerca del 40%, en Europa se había construido un
tercio del total mundial, en América Latina alrededor de un 10%, un poco menos
en la extensa Asia y sólo un 5% se había reservado a África.
Cuadro 4
78
Total mundial Europa (a) América Norte América Latina Asia (b) África
1830 212 175 37 - - -
1840 7.680 2.930 4.560 195 - -
1850 38.500 23.500 14.600 410 - -
1860 108.000 51.900 52.700 1.280 1.390 460
1870 209.800 104.900 89.200 3.980 8.190 1.790
1880 372.400 169.100 161.800 12.900 16.200 4.650
1890 617.300 225.300 291.100 40.300 32.300 9.390
1900 790.100 294.400 340.800 61.400 51.400 20.100
1910 1.030.000 351.300 429.000 94.400 84.500 36.900
1913 1.105.500 362.700 456.200 110.900 92.100 48.000
Fuente: Paul Bairoch, Comerce extérieur et développement économique de l’Europe au XIXe siècle, París, Mouton, 1976.
a. Incluye Rusia.
b. Excluye la Rusia asiática.
Hugo Fazio Vengoa
Revoluciones industriales, naciones y globalización económica 79
La separación del espacio y del tiempo preparó el camino para otra transformación ín-
timamente relacionada con el desarrollo de las telecomunicaciones: el descubrimiento
de la simultaneidad despacializada. En los primeros períodos históricos la experiencia
de la simultaneidad –esto es, de los acontecimientos que ocurren al mismo tiempo– su-
ponía la existencia de un lugar específico en el que el individuo podía experimentar los
acontecimientos simultáneos. La simultaneidad presuponía localidad: el mismo tiem-
po presuponía el mismo lugar. Sin embargo, con la separación del espacio y del
tiempo desencadenada por las telecomunicaciones, la experiencia de la simultaneidad
se separó de la condición espacial. Fue posible experimentar acontecimientos de ma-
nera simultánea a pesar del hecho de que sucediesen en lugares espacialmente lejanos.
En contraste con la exactitud del aquí y el ahora, surgió un sentido del ahora que nada
tiene que ver con el hecho de estar ubicado en un lugar concreto. Simultáneamente se
extendió en el espacio para finalmente convertirse en global. (Thompson, 1995, p. 53)
vector configurador del tiempo por la cadencia de la economía y, sobre todo, del
mercado, el cual a partir de la velocidad del consumo, de la producción, de los
intercambios y las utilidades tiende a desvincular el presente del pasado, trans-
forma todo en actualidad y retrotrae los anhelos futuros a la inmediatez. Dentro
de esta modalidad bajo la cual se comprime un tiempo que tiende a presentizarse
participan también las modernas tecnologías, que promueven la dictadura de la
inmediatez, y la televisión, que impone la temporalidad del videoclip, totalmente
ignorantes de lo anterior y lo posterior (Chesneaux, 1996). Esta tendencia que
convierte al presente en la referencia temporal principal entraña una readecuación
de las relaciones que éste mantiene con el pasado y el futuro,
[…] y altera un cambio del significado mismo que se atribuye al pasado y al futuro.
Esto implica también que se debilita el nexo directo entre el pasado y el futuro porque
la interposición del presente no sólo es más significativa, sino que además termina
por convertirse en una variable autónoma, que atrae el pasado y el futuro a su órbita.
En un cierto sentido, el pasado y el futuro pierden su significado autónomo, tienden a
convertirse en apéndices funcionales respecto al presente: son pensados y reinventa-
dos en función de las exigencias del presente. (Ferrarese, 2002, p. 12)
El campo donde de manera más clara se expresaron los nuevos instrumentos que
ponía a disposición este segundo ciclo industrializador fue en el plano de las re-
laciones económicas. Si la Primera Revolución había creado las condiciones para
impulsar nuevas modalidades de integración de distintas economías y sectores
dentro de un mismo circuito económico compartido, eso pudo haber quedado co-
mo un cambio con alcances limitados, de no haberse revolucionado el campo
de los transportes y de las comunicaciones. El impacto no sólo fue cuantitativo,
igualmente importante fue el hecho de que hizo posible el surgimiento de nuevos
ámbitos de realización de la economía como el mercado financiero, el cual siguió
siendo internacional, pero no bajo la figura de la interconexión, tal como venía
funcionando por lo menos desde el siglo XIII, sino de la compenetración entre
economías nacionales.
En esa época, los primeros mercados de capitales que comenzaron a actuar
mancomunadamente, con altos niveles de integración, fueron el norteamericano
y el británico. Indudablemente el origen de esta interpenetración se remonta a la
puesta en funcionamiento del cable telegráfico en julio de 1866, que incrementó
el flujo de información y acortó el tiempo de transmisión. Con la transferencia
por cable, los inversionistas podían encontrar la información sobre los precios y
enviar las respectivas decisiones en el intervalo de un día, en lugar de las tres
semanas que se demoraba anteriormente el barco. Para 1900, las decisiones de un
agente londinense llegaban a la bolsa de Nueva York en sólo tres minutos. Claro
está que este acceso a la tecnología entrañó, en perspectiva, un nuevo elemento de
diferenciación en tanto que los beneficios quedaron reservados a quienes tuvieran
acceso a estos medios, y castigaba a quienes estaban privados de los mismos. No
obstante estas desigualdades, las principales consecuencias fueron que el mercado
financiero se volvió más denso, los precios de las mercancías y de los intereses se
aproximaban al estándar de una convergencia y las crisis y depresiones saltaban de
país en país a través de las fronteras sin que ninguna fuerza las pudiera contener.
La novedad que entrañaba el aparecimiento de este mercado y la celeridad
con que el capital traspasaba las fronteras nacionales fueron valoradas por im-
90 Hugo Fazio Vengoa
América América
Europa Asia África Oceanía Total
Norte Sur
1830 72,1 11,9 7,8 6,3 1,6 0,3 100
1840 68,5 9,8 9,8 8,6 2,3 0,9 100
1850 67,6 12,2 8,9 7,9 2,6 0,8 100
1860 67,5 9,1 7,7 10 3,2 2,5 100
1870 70,6 9,2 6,8 9,6 2,1 1,7 100
1880 72,2 8,4 6,0 8,6 2,5 2,3 100
1890 69,5 8,5 7,2 9,1 3,0 2,8 100
1900 71,1 6,7 5,3 9,8 4,4 2,7 100
1910 67,8 7,6 7,5 9,8 4,8 2,4 100
Hacia la conformación de una economía mundial
Fuente: Paul Bairoch, Commerce extérieur et développement économique au XIXe siècle, París, 1976.
Cuadro 6
Valor de las exportaciones de mercancías en precios constantes, países seleccionados, 1870-1998
(millones de dólares de 1990)
de hecho, antes del siglo XIX es una simple capa, en ocasiones muy fina, situada
entre el océano de la vida cotidiana que subyace y los procedimientos del capita-
lismo que, una vez cada dos, la dirigen desde arriba” (Braudel, 1997a, p. 47).
Valga igualmente recordar que a comienzos del siglo XIX no más del 2% de
la producción europea se destinaba a la exportación. A finales de la centuria la
situación ya era otra: esta proporción se había encumbrado al 14%. Para 1913, en
vísperas de la Primera Guerra Mundial, alrededor del 33% de la producción mun-
dial se comerciaba a través de las fronteras nacionales (Hoogvelt, 2001, p. 14). Fue
así como entre 1870 y 1914, la economía mundial alcanzó una tasa de crecimiento
jamás vista en la historia: 2% en promedio, un cociente tres veces mayor que el de
los cincuenta años anteriores y ocho veces más rápido que el crecimiento alcan-
zado entre 1500 y 1800.
Además de este cambio de naturaleza cuantitativa, se registró también una
transformación cualitativa y espacial. De una parte, la producción de zonas geo-
gráficamente distantes de los principales centros económicos mundiales empezó
a quedar integrada en la economía mundial. La geografía del comercio mundial
registró un vuelco trascendental; al ampliarse su radio de acción se estimuló el
tránsito de una economía-mundo, al decir de Braudel, a una economía mundial.
Con anterioridad a que se masificaran estos nuevos medios de transporte, la geo-
grafía del comercio internacional se extendía exclusivamente hacia las regiones
costeras o las zonas próximas a los centros de consumo. Pero a partir de mediados
del siglo XIX ya no existían lugares que estuvieran vedados para el mercado: el
ferrocarril facilitó la vinculación de los enclaves productivos distantes de las zo-
nas de comercialización con los puertos, y a través de éstos los barcos realizaban
el enlace con los principales centros del mercado mundial.
También la composición del comercio internacional sufrió una radical trans-
formación. Si en las décadas anteriores –debido a las severas limitaciones que
constreñían el transporte, con altos fletes, y un mercado delgado– el comercio se
realizaba entre productos de alto valor, a finales de este período, las dos terceras
partes de los bienes intercambiados consistían en productos de bajo valor comer-
cial, como las materias primas o los productos agrícolas (v. gr., los cereales), pero
que debido a la reducción de fletes podían ser transportados a mercados lejanos.
Al respecto, McNeill y McNeill (2004, p. 247) concluyen:
San Francisco importó incluso casas prefabricadas de Hong Kong. Pronto atravesaron
los océanos varias clases de mercancías, entre ellas carbón y cereales, con lo que no
tardó en cuadruplicarse el tráfico mundial (1850-1910).
Occidental, América del Norte y Australia y Nueva Zelanda. Los países europeos,
que conformaban el corazón del sistema, realizaban alrededor de dos tercios de
los intercambios mundiales. Como se puede observar en el cuadro 5 los flujos
intraeuropeos representaban la parte más sustancial del comercio mundial.
Los intercambios de Europa con el resto del mundo correspondían a poco
más del 20% del comercio internacional. Sus principales socios extrarregionales
eran Estados Unidos y Canadá, y, a partir de la década de 1860, un lugar cada vez
más preponderante le empezó a corresponder a Asia, ocupando América Latina
un tercer lugar (Bénichi, 2006, p. 31). En el universo de los países colonizados,
los únicos lugares que actuaban como nodos comerciales con gravitación mundial
eran India y Sudáfrica.
En cuanto a la estructura del comercio, la mayor parte de las importaciones
que realizaban los países europeos (80%) consistía en materias primas y sólo una
quinta parte estaba conformada por manufacturas. Las exportaciones, por el con-
trario, estaban representadas en un 60% por productos manufacturados, contra
un 40% de primarios.
Este ciclo de prosperidad fue evidentemente desigual y no afectó de idéntica
manera a las distintas regiones del planeta ni tampoco a todos los países tomados
de manera individual. Era un juego de suma cero: favoreció a unos en detrimento
de otros. Hacia 1800, Europa Occidental, que representaba el 10% de la población
mundial, realizaba el 15% de la producción global, mientras que en 1913, las zonas
más desarrolladas del Viejo Continente y Estados Unidos, que totalizaban el 17%
de la población del planeta, representaban casi el 50% del producto mundial.
De tal suerte, se puede sostener que si la Primera Revolución Industrial creó
las condiciones para que en potencia se formalizara una división internacional
del trabajo, este nuevo período le imprimió un sólido impulso a la diferenciación
entre un centro cada vez más rico y poderoso y vastas zonas periféricas. Es
decir, en momentos en que se asistió a un fortalecimiento de la internacionali-
zación, los países europeos más desarrollados fueron capaces de crear sistemas
económicos autocentrados y pudieron sacarles provecho a las nuevas tendencias
mundiales.
Esta tendencia se puede observar claramente con la estructura de la produc-
ción y de la demanda de Estados Unidos. Entre 1820 y 1913, la población nor-
teamericana ocupada en la producción primaria descendió del 70% al 27%, y
creció en idéntica proporción el número de personas ocupadas en la industria y en
los servicios. Diferente fue la suerte que corrieron las zonas periféricas, donde se
mantuvo la anterior estructura de trabajo y de producción.
98 Hugo Fazio Vengoa
Paul Bairoch (1999, p. 74) era del mismo parecer, aun cuando focalizara su
argumentación en otros parámetros, cuando sostenía que “el período de reforza-
miento del proteccionismo coincide con una aceleración de la expansión comer-
cial, […] lo más paradójico es que los países más proteccionistas fueron los que
crecieron más rápidamente [...] Además, la expansión comercial no fue un fin en
sí, sino simplemente un medio para el crecimiento económico”.
Las tesis sostenidas por estos autores son muy reveladoras porque contro-
vierten una idea muy difundida hoy en día, la cual proclama que la liberalización
del comercio constituye una premisa fundamental para promocionar el desarrollo.
Una buena ilustración de esta ideologizada concepción sobre la globalización po-
demos encontrarla en palabras de Joseph Piqué, cuando escribe: “Aunque pueda
parecer paradójico, la globalización ayuda a todos los países en pie de igualdad,
puesto que ayuda a diluir el poder que ciertos países, o bloques de ellos, hayan
podido tener en el pasado, neutralizando así esquemas de dependencia que tan
nocivos han sido históricamente. Con la internacionalización de las economías y
el progreso de la tecnología, las distancias geográficas se acortan, los mercados se
amplían, las posibilidades de elección aumentan en consecuencia y las relaciones
cautivas, por tanto, se debilitan. En el fondo, la globalización nos hace más libres
puesto que permite elegir con absoluta independencia a nuestros socios comercia-
les, financieros e, incluso, tecnológicos” (Piqué, 1999, p. 26).
100 Hugo Fazio Vengoa
Con anterioridad a 1860 sólo unos cuantos países europeos, todos de peque-
ñas dimensiones, los cuales en su conjunto no representaban más del 4% de la
población de la Europa continental, disponían en la práctica de unas estrategias
políticas que podríamos catalogar como liberales. Éstos eran los Países Bajos,
Dinamarca, Portugal y Suiza. Los demás, incluida Gran Bretaña, optaron recu-
rrentemente por prácticas proteccionistas.
Además, identificar al siglo XIX como liberal es un craso error histórico
porque en la práctica el ciclo europeo de libre comercio fue muy efímero: sólo
duró un par de décadas, de 1860 a 1879, y no fue generalizable ni siquiera al con-
junto de países europeos. Esta fase se inició con la firma del tratado comercial an-
glo-francés, ejemplo que replicaron varios países europeos en los años venideros
(acuerdo franco-belga de 1861; franco-prusiano de 1862; de Francia con Italia en
1863; con Suiza en 1864; Suecia, Noruega, España y Holanda en 1865, y Austria,
en 1866). Este ciclo se cerró abruptamente cuando la Alemania bismarckiana re-
introdujo en 1879 medidas proteccionistas, ejemplo que rápidamente se apresuró
a replicar un buen número de gobiernos en el continente.
Por último, la literatura especializada ha demostrado de manera contunden-
te que el desempeño económico fue más bien magro durante las dos décadas de
mayor liberalización, mientras que experimentó una evidente mejoría cuando se
optó por revertir ese tipo de tendencias y se recurrió a las prácticas proteccio-
nistas.
Otro problema generalmente minusvalorado por la literatura económica ha
consistido en que, por lo general, ha tratado de explicar el fin del ciclo liberal
recurriendo a condicionantes de naturaleza propiamente económica, cuando, en
realidad, en este cambio de tendencia hacia el restablecimiento de prácticas pro-
teccionistas participó otro tipo de elementos de naturaleza más política e institu-
cional. En la década de los ochenta del siglo XIX se inauguró la edad de oro de la
territorialización, o sea, fue un período que se caracterizó por los esfuerzos para
conectar las relaciones sociales con un espacio político territorial bien delimitado,
el cual, de suyo, tenía que coincidir con las fronteras de los Estados nacionales.
La opción por integrarse en la economía mundial, desde esta óptica, consistía en
que debía producir una ventaja al poder del Estado, de la misma manera en que
la legitimidad política se encontraba garantizada en la prioridad acordada a los
intereses internos (Osterhammel y Petersson, 2005, p. 78). Para decirlo en otras
palabras, la globalización económica y el reforzamiento del esquema nacional y
del respectivo Estado eran dinámicas que iban de la mano y en ningún caso se
contradecían, porque, como señalamos páginas arriba, la alteridad ha sido una
condición sine qua non de la globalización.
Hacia la conformación de una economía mundial 101
En rigor, los países que más crecieron fueron aquellos que establecieron im-
portantes medidas proteccionistas, mientras que los que buscaron una liberaliza-
ción a ultranza fueron los que se quedaron más rezagados. El mejor ejemplo de
los primeros fue Estados Unidos, país en el cual caló profundamente la idea de
que la industrialización requería de medidas proteccionistas, similares a las que
había aplicado Gran Bretaña en los estadios preliminares de su industrialización.
En la época de mayor apogeo del liberalismo en Europa la tasa promedio de dere-
chos aduaneros oscilaba entre el 9% y el 12%, mientras que en Estados Unidos se
situaba alrededor del 40 y 50%.
En síntesis, la información actualmente disponible demuestra que los países
que tuvieron un mejor comportamiento comercial fueron los que recusaron las
prácticas liberales en lo económico. Claro está que, para el caso del coloso del
norte, las tasas aduaneras no fueron el único instrumento que hizo posible su
éxito económico. Como veremos más adelante, en ello participaron otros factores,
entre los cuales cabe destacar la abundancia de tierras agrícolas en relación con la
producción, la prodigalidad de materias primas para la industria y para la econo-
mía en general, la afluencia masiva de mano de obra y de capitales provenientes
de Europa, y ciertas condiciones políticas particulares.
Distinta fue la situación en los países del resto del mundo. En términos gene-
rales, se puede concluir con Paul Bairoch que “el Tercer Mundo estaba sumergido
en un océano de liberalismo, pero se trataba de un liberalismo económico forzado
que adoptaba principalmente dos formas: uno para las colonias, y el otro para los
países formalmente independientes a los cuales se les habían sugerido o impuesto
ciertas reglamentaciones aduaneras […] El liberalismo económico impuesto al
Tercer Mundo en el siglo XIX es uno de los principales elementos de explicación
del retraso adoptado en el proceso de industrialización” (Bairoch, 1999, pp. 62 y
79).
Con todo, si aproximamos el zoom y observamos más de cerca se puede
distinguir que este conjunto de países se encontraba fragmentado en tres grandes
grupos. El primero estaba conformado por las colonias, que eran un complemen-
to pero, con contadas excepciones como la India o Sudáfrica, no constituían un
engranaje económico esencial de esta naciente economía mundial. Si nos atene-
mos exclusivamente al caso británico, podemos observar que el imperio absorbía
alrededor de un tercio de las exportaciones de manufacturas y era el origen de
sólo un quinto de las importaciones de materias primas. El mismo escenario se
presentaba en el caso de las inversiones extranjeras; el imperio representaba una
cuantía menor de éstas, tal como se observa en el cuadro 8. Las colonias eran,
sin embargo, un sistema muy útil para la proyección de la influencia británica por
todo el mundo: la cadena de bases navales servía de apoyo para las penetraciones
102 Hugo Fazio Vengoa
Cuadro 8
Distribución geográfica de la inversión extranjera certificada
(en millones de dólares, a precios corrientes, 1913)
Estimado
Europa 26
América del Norte 24
América del Sur 20
África 9
Asia 16
Oceanía 5
Total 100
Fuente: Patrick Karl O’Brien, “Colonies in a Globalizing Economy, 1815-1948”, en Barry
Gills y William Thompson, Globalization and Global History, Nueva York, Routledge, 2006,
p. 267.
Claro está que si bien para las metrópolis las colonias constituían un comple-
mento, una valoración de otro tipo se puede hacer cuando el análisis se concentra
en estas últimas. Además de ayudar a desarrollar actividades económicas y mi-
neras en gran escala, la inversión extranjera directa contribuyó, así fuera en una
proporción menor a la deseada, a la adquisición de maquinaria, equipos, herra-
mientas, infraestructura ferroviaria y portuaria, etc. El impacto de estas “impor-
taciones” en estos países, por tanto, fue muy grande y estratégico a largo plazo,
porque contribuyó a ecualizarlos en torno a los parámetros de la “megamáquina”
occidental, al decir de Serge Latouche.
Distinta era la situación en aquellos países formalmente independientes, co-
mo China, pero que, en los hechos, se encontraban sometidos a un esquema de
relaciones neocoloniales. En estos países se impusieron tratados ignominiosos
que usurpaban a las autoridades locales la autonomía arancelaria y limitaban los
derechos aduaneros a un escaso 5%. Tratados de este tipo “suscribió” Gran Bre-
taña con Brasil (1810), China (1842-1858), Japón (1858), Siam (1824-1855), Persia
(1836, 1857) y el Imperio otomano (1838, 1861) (Hobson, 2006, p. 344). El caso
más célebre de todos ellos fue el de China, impuesto por la fuerza luego de las
Guerras del Opio, en donde se establecieron ámbitos de extraterritorialidad, se
impusieron la administración extranjera de instituciones burocráticas fundamen-
tales, como la aduana, el correo y la recaudación de impuestos, además de unos
reducidos aranceles a las importaciones europeas.
Hacia la conformación de una economía mundial 103
Una tendencia muy característica del siglo XIX consistió en la gran movilidad de
personas que atravesaron las fronteras nacionales en busca de mejores oportuni-
dades en países y, muchas veces, incluso en regiones tan lejanas como podían ser
el extremo oeste norteamericano, el Cono Sur americano u Oceanía. A diferencia
de las presiones migratorias que se incrementaron en el último tercio del siglo
XX, que se originaron en los países del sur en dirección de las naciones del norte,
en ese entonces millares de hombres y mujeres salían, principalmente, desde los
Estados más desarrollados hacia las regiones periféricas o las zonas de coloniza-
ción fronteriza.
Hagamos de entrada una importante salvedad: que se reconozca el carácter
móvil que tuvo este período desde el punto de vista poblacional, ello no significa
que esté presuponiendo que la movilidad fuera total o que adquiriera los rasgos
de un fenómeno universal. Un parangón con lo que acontecía en el plano de las
relaciones económicas puede servir de ilustración: así como en el ámbito econó-
mico no todas las actividades hacían parte de los circuitos del mercado, pues la
vida material seguía siendo el ámbito más denso en torno al cual se organizaba
la cotidianidad de la mayor parte de los individuos del planeta, una situación
parecida ocurría al nivel de la vida social: que hubiese un incremento en los des-
plazamientos no debe entenderse como una tendencia generalizable a la totalidad
de las personas.
Sobre el particular, conviene recordar las palabras de Eric Hobsbawm, cuan-
do a la pregunta de si se puede afirmar que el mundo de los años setenta del siglo
106 Hugo Fazio Vengoa
1851 1861 1871 1881 1891 1901 1911 1921 1931 1941 1951
1860 1870 1880 1890 1900 1910 1920 1930 1940 1950 1960
Alemania
671 779 626 1.342 527 274 91 564 121 618 872
(1)
Austria-
31 40 46 248 440 1.111 418 61 11 … 53
Hungría (2)
España 3 7 13 572 791 1.091 1.306 560 132 166 543
Italia 5 27 168 992 1.580 3.615 2.194 1.370 235 467 858
Reino
1.313 1.572 1.849 3.259 2.149 3.150 2.587 2.151 262 755 454
Unido (3)
Rusia … … 58 288 481 911 420 … … … …
Suiza 6 15 36 85 35 37 31 50 47 118 23
Fuente: J-C. Chesnais, “La transition démographique. Etapes, formes, implications économiques. Etude de séries temporelles (1720-
1984) relatives a 67 pays”, PUF, Travaux et documents No. 133, París, 1986, p. 167.
1. RFA: 1941-50 y 1951-60.
2. Después de 1921, sólo Austria.
Hugo Fazio Vengoa
3. Incluye Irlanda.
Hacia la conformación de una economía mundial 109
Estas tres dinámicas que acabamos de comentar fueron los indicadores más evi-
dentes del tipo de globalización que se puso en marcha a finales del siglo XIX.
Los dirigentes de aquellos gobiernos que supieron ubicar a sus respectivos países
dentro de estos intersticios económicos y sociales globalizantes fueron los que ma-
yores dividendos pudieron sacarles a estas nuevas dinámicas en provecho propio.
Entre los casos exitosos sobresale Estados Unidos, país que contó desde los
inicios del siglo XIX con una condición muy favorable que permitió que su evo-
lución histórica transcurriera por cauces distintos al del resto de vecinos en el
continente. Su independencia, con la consabida revolución que le permitió dotarse
de instituciones republicanas, se produjo como resultado de una breve guerra, de
tan sólo ocho años de duración; contó, además, con un nada despreciable apoyo
Hacia la conformación de una economía mundial 113
extranjero y, por último, se aplazó por más de medio siglo la solución del proble-
ma latente de la vía de modernización a seguir.
La disimilitud de trayectorias entre América Latina y Estados Unidos ha
sido esbozada por el historiador Felipe Fernández-Armesto, en los siguientes tér-
minos: “Las economías de las colonias españolas quedaron arruinadas por las
guerras, que habían provocado una larga y completa interrupción del comercio
exterior, mientras que los Estados de la Unión del norte, que gozaban de la ven-
taja de la protección de las armadas francesa y española, ganaron nuevos socios
comerciales y multiplicaron sus embarques durante la guerra […] Por suerte, la
guerra entre los estados se retrasó hasta una época en la que tres o cuatro gene-
raciones de paz habían construido la sociedad civil y la prosperidad económica”
(Fernández-Armesto, 2004, p. 143).
Es muy interesante la explicación que brinda el polémico historiador inglés
porque, en contravía de tantas tesis que han intentado encontrar las fuentes de esta
desemejanza en las “calidades” de sus habitantes, Fernández-Armesto se decide
a buscar la explicación en el mismo desarrollo histórico. Además, este enfoque
es útil porque permite historizar el hecho de que esta emancipación de colonos
originalmente europeos en América estuvo mediada por problemas y tensiones
intereuropeos. La victoria de los ingleses en la guerra de los siete años y el tratado
de París de 1763, que fue su evidente corolario, creó condiciones idóneas para la
independencia, entre otras, porque los estados de la Unión ya no tenían necesidad
de la flota ni del ejército de Su Majestad. Pero el factor más importante fue que
nunca se rompió completamente el vínculo que mantenía atado a Estados Unidos
con el Viejo Continente.
Una vez resuelta la guerra de Independencia, Estados Unidos encontró un
terreno abonado para entrar en la senda del desarrollo. Varios factores confluye-
ron para que descollara su acelerada modernización: a diferencia de los Estados
de Europa o de América Latina, que procuraban por todos los medios reforzar sus
fronteras nacionales, los Estados de la Unión eran parte de una espacialidad eco-
nómica en proceso de unificación, que no tropezaba con obstáculos geográficos
ni geopolíticos insuperables en su proceso de ampliación de la “frontera”.
Este espacio económico se benefició igualmente de la existencia de una
política de desarrollo nacional, de la ausencia de barreras arancelarias entre los
estados de la Unión, de una poderosa red de ferrocarriles, una moneda común,
elevados aranceles externos y abundancia de tierras y de recursos naturales. Si
bien este desarrollo fue posibilitado por adecuadas condiciones internas, en ello
también concurrieron factores de otra índole, de naturaleza más “internacional”.
Además de factores políticos internacionales que contribuyeron a cimentar esta
114 Hugo Fazio Vengoa
hacen parte de una estrategia política deliberada, pueden ser perfectamente con-
gruentes y retroalimentarse mutuamente.
Esta concordancia entre la globalización y el desarrollo nacional no sólo
permitió a Estados Unidos ganar posiciones, sino que posibilitó también que una
vez alcanzado el estadio de “despegue”, la participación en los circuitos de la
globalización se convirtiera en un sólido impulso para promover el desarrollo
nacional, la conciencia nacional e, incluso el nacionalismo. La balanza finalmen-
te se inclinó a su favor y no fue extraño que en los mismos inicios del siglo XX,
Estados Unidos se encontrara en una posición ya no de dependencia con respecto
a otros Estados, sino en capacidad de direccionar los circuitos globalizantes e
intentar controlar aquellos elementos que contribuyeron enormemente a norte-
americanizar el mundo durante el siglo que acabó de finalizar. Como adecuada-
mente ha escrito un destacado especialista en la historia de Estados Unidos: “La
integración nacional en el siglo XIX sentó las bases para la globalización del XX,
y la globalización a su turno reforzó la integración nacional. En el XIX la expan-
sión europea ayudó a promover la integración americana; en el XX el repliegue
de Europa fue un estímulo para la expansión americana. Ésta ha sido la dialéctica
de la historia internacional” (Reynolds, 2002, p. 255).
Esta especificidad que comportó la experiencia norteamericana nos lleva a
reiterar una constatación que hacíamos años atrás en un texto dedicado a com-
parar las distintas posturas que se han asumido de cara a la globalización (Fazio,
2002). Es evidente que la literatura ha destacado que el país más exitoso desde
el punto de vista de la industrialización fue la Gran Bretaña y que su triunfante
modelo intentó ser exportado a todo el mundo, sobre todo varias décadas después,
cuando entraron en boga las teorías anglosajonas de la modernización (Peemans,
2002).
Sin embargo, los países más exitosos no fueron aquellos que siguieron el
idealizado ejemplo británico, sino los que procuraron viabilizar un itinerario de
desarrollo, ajustado a sus propias particularidades societales y que era congruen-
te con el tipo de dinámicas que prevalecían en el escenario internacional. Esta
afirmación es válida incluso cuando se acomete el estudio del caso inglés. Si
dejamos de lado los innumerables mitos que han reproducido las teorías de la
modernización, en realidad, la industrialización británica no se produjo por haber
recurrido a una política de laissez-faire, sino por haber utilizado los instrumentos
contrarios, como fueron los elevados impuestos, los altos aranceles que se man-
tuvieron hasta mediados de la década de 1840, es decir, hasta cuando la industria
se encontró debidamente arraigada, un permanente déficit presupuestal, una abul-
tada deuda nacional y un encopetado gasto militar. Incluso, el afamado Banco
de Inglaterra y la bolsa de Londres no surgieron por un supuesto espíritu liberal
116 Hugo Fazio Vengoa
británico, sino para facilitar el costo financiero de las guerras en las que la isla se
veía involucrada de manera periódica.
Los preceptos del idealizado modelo de desarrollo británico tampoco fue-
ron seguidos por los países más pujantes de la Europa continental. Fácilmente se
puede reconocer que en el resto del continente se pusieron en marcha variados
esquemas de modernización. El de la Alemania unificada por Bismarck constitu-
yó uno muy particular, pero también el francés fue disonante con respecto a este
presunto ideal.
La potencia centroeuropea fue la nación que logró combinar la grandeza de
su Estado con el dinamismo industrial y, desde esa posición, pudo entrar a com-
petir con el liderazgo que hasta finales del siglo XIX detentaba “la reina de los
mares”. Alemania optó por un esquema que fue definido como un capitalismo de
Estado, es decir, constituyó una vía particular de distribución de la riqueza, cuyo
eje central se conformaba a partir de la centralidad que el poder político asignaba
a los sectores fundamentales de la industria pesada, con lo que se reforzaba ade-
más a los grandes grupos empresariales, los cuales obtenían grandes beneficios
de los pedidos estatales y militares.
El modelo francés fue diferente de los tres anteriores. Su centro de gravedad
se organizaba en torno a la defensa estatal de una estructura social fundada en
la pequeña propiedad agrícola y en el artesanado. Jean-Philippe Peemans brinda
una clara descripción de su naturaleza, cuando escribe:
las presiones del mercado, incluso dentro de los países más desarrollados– em-
pezaron a ser permeados por el mercado, con lo cual comenzó a autonomizarse
un campo en el que actuaban ciertos tipos de relaciones económicas al margen
de las antiguas regulaciones sociales, y sin que los Estados pudieran encontrar
los dispositivos adecuados para contener las coacciones que se derivaban de
la lógica de funcionamiento predominante en los intercambios internacionales
(Berger, 2003, p. 19). Fue así como poco a poco aparecieron sociedades de mer-
cado, primero en torno al Atlántico y después en otras partes del planeta. “La
economía de mercado, lo olvidamos con demasiada facilidad, es una estructura
institucional que no ha existido en otras épocas, sino únicamente en la nuestra,
e incluso en este último caso no es generalizable a todo el planeta” (Polanyi,
1997, p. 76).
Una sociedad de mercado es aquel tipo de organización social que se basa
en la generalización de los precios en el sector mercantil, en la extensión de la
esfera comercial a sectores que se encontraban parcial o totalmente excluidos, en
la infiltración creciente de esta lógica en la construcción y en el reconocimiento
de las identidades profesionales, en la penetración del imaginario mercantil en las
relaciones sociales y en el desarrollo de la lógica comercial en la regulación de los
bienes públicos no transables (Laïdi, 2000). Esta sociedad de mercado se articula,
por tanto, en torno a la creciente mercantilización de las actividades sociales y la
proclividad por representarse la esfera social como un mercado. Los dos factores
convergen en un punto: la mayor parte de las representaciones se realizan en el
contexto de la economía de mercado.
En cuarto lugar, ésta fue una coyuntura histórica en la cual apareció una
nueva gama de empresas multinacionales, que rememoran de manera cercana a
las que descollaron en el último tercio del siglo XX. En realidad, las empresas
que pueden estar acompañadas del calificativo de transnacional tienen una larga
historia. Un primer tipo se desarrolló en la Italia renacentista, como la compa-
ñía Peruzzi, que organizaba negocios de telas por buena parte de Europa y el
Mediterráneo. Las más conspicuas vinieron después, entre las que se destacaron
obviamente las grandes compañías comerciales, como la holandesa y la británica,
que tan importante papel desempeñaron en el fortalecimiento de los respectivos
sistemas coloniales. Posteriormente, durante el período en que primó el patrón
oro hasta que sobrevino la Primera Guerra Mundial, una buena parte de aquel
35% de la inversión extranjera que no era de portafolio, sino directa, se originó
a partir de este tipo de empresas, las cuales se interesaron preferentemente en el
sector primario (55%), la fabricación (15%), y el resto se distribuía en servicios
públicos, bancarios y comerciales. Valga recordar que a lo largo del siglo XIX, las
inversiones de cartera constituyeron la mayor parte de las inversiones extranjeras.
120 Hugo Fazio Vengoa
Hacia 1870 más del 60% estaba representado por préstamos a gobiernos y por
capitales que se destinaban a modernizar la infraestructura.
A finales del siglo XIX, las compañías transnacionales empezaron a tener
algunas semejanzas estructurales con las empresas contemporáneas de este tipo,
lo que las hacía radicalmente diferentes de las primeras compañías comerciales.
En épocas más remotas, gran parte de la inversión extranjera se destinaba a las
empresas “autónomas”, “donde los inversionistas administraban un negocio en el
extranjero que no formaba parte de una cadena de producción internacional. No
obstante, a finales del siglo XIX, los negocios mineros y agrícolas empezaron
a organizar la producción y la distribución sobre una base más internacional.
Muchas de las compañías que más adelante llegaron a dominar la producción y
la distribución de los productos primarios, en especial las compañías petroleras,
aparecieron durante este período” (Held et al., 2001, p. 281).
Todo ello permite sostener que fue en el período comprendido entre 1880
y 1913 cuando se asistió a la aparición de las primeras sociedades industriales y
comerciales multinacionales, las cuales comenzaron a crear filiales en el extran-
jero y a reubicar una parte de su producción con el fin de evadir el aumento que
nuevamente habían experimentado las tarifas aduaneras (Bénichi, 2006, p. 41).
En el último tercio de la centuria, debido a la emergencia de nuevos países
exportadores de capitales, como Alemania, Francia y Estados Unidos, que junto
con el Reino Unido conformaban el núcleo principal de inversionistas internacio-
nales, fue creciendo de manera sustancial la inversión extranjera directa (IED).
En el fragor de este período, la IED, entendida como aquel capital que se invierte
en la propiedad de activos reales para implantar una filial en el extranjero o para
adquirir el control de una firma extranjera existente, selló su vínculo con las
nacientes empresas transnacionales. Colt, por ejemplo, estableció una fábrica en
Londres en 1852; Bayern se instaló en Estados Unidos en 1865 y Singer abrió una
filial en Glasgow en 1867.
La IED, de esta manera, se convirtió en un asunto muy importante en el
último tercio del siglo. La relación entre el valor del stock de inversión extranjera
directa de Estados Unidos y el producto nacional bruto norteamericano era de
5,1% en 1897 y ya había trepado al 7,3% en 1914 (Andreff, 2003, p. 11). Estas
empresas, potenciadas por las nuevas tecnologías y las nuevas condiciones co-
merciales, dieron lugar a la creación de carteles, es decir, conjuntos de empresas
que se ponían de acuerdo para fijar precios o dividirse los mercados, o de trust, o
sea, una unión de empresas del mismo sector o una alianza que controlaba todo el
ciclo productivo, desde las materias primas hasta las mercancías finales.
Hacia la conformación de una economía mundial 121
Por último, otra dinámica globalizante fue que durante estas décadas se asis-
tió a la emergencia de algunas formas sistemáticas de distribución, cotización,
precios y venta de algunas mercancías, sobre todo de aquellas que tenían una alta
demanda en el mercado mundial. Así fue como apareció un mercado global del
cobre que vinculaba el transporte y la comercialización entre Australia, Chile,
Cuba, Inglaterra y Estados Unidos.
Todo esto nos lleva a concluir que en el recodo entre el siglo XIX y el XX se
asistió a un cambio profundo en la composición de la economía mundial, la cual
dejó de ser la simple sumatoria de “economías nacionales” para transformarse en
un tipo de estructura con apariencias de unicidad. En términos generales, se puede
sostener que hasta mediados del siglo XIX coexistían varias economías-mundo,
de acuerdo con la terminología de Fernand Braudel. Sin embargo, a medida que se
intensificaron las interpenetraciones entre los distintos pueblos, durante este siglo
las distintas economías-mundo comenzaron a quedar subsumidas dentro de una
economía mundial, la cual tuvo como centro originalmente a Europa Occidental
y después al Atlántico. Sólo algunas regiones se mantuvieron con contactos espo-
rádicos con esta naciente economía mundial, como ocurría con parte del África
subsahariana, las regiones internas de China o zonas hacia donde no se extendía
la proyección del ferrocarril o del barco a vapor.
La exposición que hemos realizado sobre algunos elementos de la globali-
zación económica y social a finales del siglo XIX e inicios del XX nos permite,
llegado este momento, ofrecer un pequeño balance sobre lo que cierta literatura
contemporánea ha dicho sobre ella, así como precisar los elementos de conti-
nuidad con los de diferencia que existen cuando se quiere comparar con nuestro
presente histórico.
En retrospectiva, y tratando de sintetizar, hemos sostenido que esta compa-
ración entre estos dos períodos es perfectamente pertinente para percibir cuánto
en realidad se ha avanzado en estos procesos de globalización, en la medida en
que en ese entonces también se vivió un momento similar al nuestro, ya que tuvo
lugar una coyuntura, en la perspectiva braudeliana, similar a la que comenzó a
presentarse a partir de la década de los sesenta del siglo XX. Se produjeron una
significativa revolución tecnológica en los transportes (barcos a vapor y ferroca-
rriles) y en las comunicaciones (cables submarinos telegráficos intercontinenta-
les), un veloz crecimiento del comercio internacional, un sensible aumento de las
exportaciones de capital y una más densa interrelación entre pueblos de diferentes
latitudes, aun cuando fuera bajo una forma imperialista y/o colonialista. Entre
1880 y 1914 también tuvo lugar un conjunto de cambios tecnológicos y culturales
que engendraron nuevas representaciones de lo social y del mundo. Esto fue el
producto de una serie de transformaciones en el plano comunicacional, científico
122 Hugo Fazio Vengoa
y cultural: la invención del teléfono, del telégrafo sin hilos, los rayos X, el cine, el
automóvil, el cubismo y la teoría de la relatividad.
Importantes analistas contemporáneos han utilizado la información que su-
gieren estas dinámicas decimonónicas para sostener la tesis de que la globaliza-
ción actual no entrañaría ninguna novedad y que el mundo actual no es distinto
de las formas de organización históricamente predominantes que han sido con-
sustanciales al capitalismo o la economía de mercado (Hirst y Thompson, 1996).
Este esfuerzo de deconstrucción ideológica, que tiene el importante mérito de
poner en tela de juicio muchas aseveraciones que se realizan bastante a la ligera
sobre nuestra contemporaneidad, tiene el inmenso inconveniente de que como no
propone ninguna definición de globalización, la cual es identificada acríticamen-
te con la apertura económica, no logra avanzar en el entendimiento del fenómeno
en cuestión ni en el de las particularidades de los siglos XIX y XX.
Como se puede observar en el cuadro 10, la proporción del comercio sobre
el PIB hace pocas décadas se aproximó a los estándares que había alcanzado en
las postrimerías del siglo XIX. De este tipo de datos estos autores infieren que el
aumento que ha registrado la globalización en el período actual no ha alcanzado
una magnitud que permita sostener que haya entrañado cambios sustanciales en
el comportamiento económico internacional de los grandes Estados; simplemente
se estaría volviendo a una tendencia histórica de larga data.
En efecto, cuando se visualizan los problemas actuales dentro de una pers-
pectiva de largo plazo se observa que, con excepción de Alemania y Estados
Unidos, la participación del comercio de mercancías fue menor en la década de
los noventa del siglo XX que en 1913. Para el conjunto de países desarrollados,
la relación entre exportaciones de mercancías y el PIB era de un 12,9% en 1913,
14,1% en 1974, y se tuvo que esperar a 1993 para que alcanzara el 14,3%. Si
tenemos en cuenta la relación comercio internacional/PIB, Inglaterra, con una
relación cercana al 47%, y Francia, con otra de 37%, se habrían encontrado en la
década pasada en niveles apenas superiores a los de 1913.
De esta información también se puede colegir que si el comercio interna-
cional sigue representando un porcentaje relativamente bajo en relación con el
PIB de los grandes países industrializados, esto significa que la mayor parte de la
producción (aproximadamente entre el 85% y el 90%) se sigue realizando dentro
–y en función– de las necesidades del mercado interno. La única excepción tanto
en ese entonces como ahora, estaría conformada por los países pequeños, para los
cuales este promedio, obviamente, por regla general, es mucho mayor.
Hacia la conformación de una economía mundial 123
Cuadro 10
Proporción del comercio de mercancías en relación con el PIB, en precios
corrientes (exportaciones e importaciones combinadas), 1913-1993
1913 1950 1973 1993
Francia 35,4 21,2 29,0 32,4
Alemania 35,1 20,1 35,2 38,3
Japón 31,4 16,9 18,3 14,4
Países Bajos 103,6 70,2 80,1 84,5
Reino Unido 44,7 36,0 39,3 40,5
Estados Unidos 11,2 7,0 10,5 16,8
Fuente: Grahame Thompson, “Globalization and the Possibilities of Domestic Economic
Policy”, en Politik und Gesellschaft No. 2/1997.
relaciones internacionales, desde los años cincuenta habría comenzado una nueva
fase de recuperación (Rodrik, 1997, p. 22), situación que se habría estabilizado
hacia la década de los años setenta del siglo XX.
No muy diferente era la situación en los países no europeos, como Argentina.
En 1914, este país exportaba más de la mitad de su producción de trigo, un 85%
de la producción de lino, un 65% de la de maíz. En aquel entonces el comercio ex-
terior representaba aproximadamente el 50% del PIB, mientras que a finales del
XX se situaba alrededor del 20% (Krause, 1998). En lo que respecta al conjunto
de América Latina, Cárdenas, Ocampo y Thorp (2003, p. 9) sostienen que si bien
el sector exportador no siempre era el más relevante en la generación de empleo,
representaba el elemento más dinámico de las economías y era el principal con-
ducto por el cual los países de la región se relacionaban con el mundo exterior.
Si dejamos de lado el comercio y nos concentramos en las inversiones, la
situación tampoco es muy diferente. En 1913, la tasa de flujos de inversión ex-
tranjera directa de los países desarrollados en relación con el PIB era del orden del
3%, es decir, una tasa similar al 4% que se alcanzó en 1990, y el stock de inversión
directa pasó del 9% del producto mundial en 1913 a un 9,7% en 1994. Es más,
diversos estudios sugieren que la comentada movilidad internacional de capital
desde la década de los setenta en muchos aspectos sería menor que la observada
para 1914 (Nogueira, 1997, pp. 86-88).
La única gran novedad de la época contemporánea consistiría en el carác-
ter multilateral de la inversión, que se repartiría entre los tres polos de la tríada
(Estados Unidos, Japón y la Unión Europea). De otro lado, una parte sustancial
de la IED productiva se canaliza en la actualidad a actividades de fusión o de
adquisición de empresas existentes, siendo además el grueso de las inversiones
de portafolio (Andreff, 2003). Así, por ejemplo, las políticas de privatizaciones
habrían sido las responsables del 52% de la inversión extranjera directa que se
destinó al África subsahariana en 1993, del 22,3% en el Medio Oriente y del
16,9% del total de inversión extranjera directa destinada a América Latina entre
los años 1989 y 1993.
De las inversiones también se puede concluir que, en general, los flujos de
capitales fueron mayores a finales del siglo XIX que en nuestro presente históri-
co. Entre 1880 y 1913 Gran Bretaña registró un superávit promedio en la balanza
de pagos de cuentas corrientes del 5% del PIB, mientras que en la actualidad son
pocos los países que pueden mantener un flujo líquido de capital equivalente al
3% del PIB por un período tan prolongado.
Sin embargo, como adecuadamente ha señalado Zaki Laïdi (1998, pp. 40 y
43), entre 1870 y 1913 tuvo lugar la época de oro de la globalización económica,
Hacia la conformación de una economía mundial 125
mismo puede decirse del Japón de la dinastía Meiji, cuya revolución fue conduci-
da por los samurái e intelectuales con conciencia nacional, que forjó la construc-
ción del Estado moderno; la tierra retornó al emperador, siendo sustraída de los
grandes señores, con lo cual se puso fin al sistema feudal y de castas y el gobierno
entró a administrar el poder. A falta de una clase empresarial, también en Japón el
proceso de acumulación fue iniciado y desarrollado por el Estado.
Ésta no fue, empero, una particularidad exclusiva de Rusia y Japón. El co-
mentado caso norteamericano que analizábamos con anterioridad y el siempre ci-
tado experimento modernizador alemán demuestran que la globalización en estos
países fue un proceso que transcurrió en alto grado de la mano del Estado. Este
mismo tipo de argumentaciones es válido incluso para el más liberal de los Esta-
dos europeos: la Gran Bretaña. John Hobson ha sostenido que el Estado británico
se entiende mejor cuando se comprende que fue un Estado despótico, intervencio-
nista y de desarrollo tardío. “La caracterización que se hace convencionalmente
de la industrialización británica como un fenómeno basado en el laissez-faire es,
aunque absolutamente generalizada, un puro mito. Los impuestos, los aranceles,
el déficit presupuestario, la deuda nacional y los gastos militares de Gran Bretaña
destacaron sólo por sus altos niveles” (Hobson, 2006, p. 335), y ello no fue una
pura coincidencia histórica. El sistema financiero nació para sufragar el gasto
militar, y la bolsa, para organizar los bonos del gobierno. La industrialización se
construyó con base en la sustitución de importaciones, la esclavitud y una polí-
tica comercial estratégica e imperialista, y el libre cambio “sólo llega al final del
proceso de industrialización” (Hobson, 2006, p. 330).
Del mismo parecer es Paul Bairoch cuando argumenta que la idea de que el
liberalismo, el laissez-faire y el libre mercado hubieran estado detrás de la expan-
sión de la globalización económica constituye en el fondo un simple mito. Más
bien ocurrió todo lo contrario: “la política liberal de Europa no duró más de dos
décadas y coincidió con –de hecho provocó– el período económico más negativo
del siglo XIX” (Bairoch, 1999, p. 7).
También este ciclo difiere del actual en otro sentido. Mucho se ha argumen-
tado que el Estado de bienestar es inconcebible en un contexto de intensificada
globalización (Giddens, 2007). Éste es otro gran mito ampliamente difundido por
un pensamiento que se ha vuelto hegemónico, pero que no se ajusta a la evidencia
histórica, más aún cuando se observa fácilmente que los países más globalizados
son las naciones escandinavas, que mantienen importantes políticas asistenciales
(Navarro, 2000).
Lo mismo puede sostenerse para el siglo XIX. Si el caso inglés demostró
la manera como se asumió esta primera globalización en el campo financiero y
Hacia la conformación de una economía mundial 129
fiscal, los ejemplos de Alemania y Francia ilustran las nuevas competencias que
se impusieron en el área de la protección social, donde “el papel de los Estados
europeos se encontraba en plena expansión”.
Como recuerda la citada economista del MIT, en una fecha tan temprana
como 1872 se votó en Francia el primer impuesto sobre el ingreso de los bienes
inmuebles, en 1902 se introdujo la progresividad impositiva sobre las herencias,
en 1909 la Cámara de Diputados aprobó el impuesto sobre el ingreso y en 1910 se
estipuló la jornada laboral de diez horas. En 1898 se adoptó la ley sobre los acci-
dentes de trabajo; la semana laboral de seis días y las pensiones en 1910, mientras
que en Alemania se aprobó en 1884 la legislación sobre los accidentes industria-
les. Todo esto le permite a la autora concluir que “la globalización no impide la
adopción de leyes fiscales con importantes efectos redistributivos […] La Francia
de 1914 introdujo la espina dorsal del Estado Providencia. Se debe insistir en que
todo esto ocurrió en el transcurso de la primera globalización: el espacio otorgado
a la acción del Estado, en materia de reformas sociales y en política de redistribu-
ción, era mucho más vasto de lo que se hubiera esperado” (Berger, 2003, pp. 78
y 79). Alemania, el país social por excelencia, estableció, por su parte, el seguro
de enfermedad en 1883, el de accidentes en 1884 y las pensiones de jubilación en
1889, convirtiendo a Bismarck en el primer estadista que instituyó una protección
social. Esta modalidad de Estado de bienestar no fue una práctica exclusiva de los
países más desarrollados. José Battle y Ordóñez, quien fuera elegido dos veces
presidente de Uruguay, en 1903 y 1915, introdujo una de las legislaciones más
avanzadas que se haya conocido en el mundo: educación gratuita y universal, jor-
nada de ocho horas, regulación laboral, seguro de paro y pensiones públicas, un
amplio sistema sanitario, divorcio legal y derechos para las mujeres.
En síntesis, se puede concluir este capítulo diciendo que la principal parti-
cularidad que tuvo la primera globalización fue haberse producido no mediante
la anulación de las fronteras, sino gracias a la emergencia y a la cimentación al-
canzada por las naciones y los Estados en las regiones más dinámicas del mundo:
Europa, América y Oceanía. Globalización y nación, por tanto, no constituyen
opuestos, sino complementos tan indisolubles que es imposible imaginar la glo-
balización sin las naciones, como sería irreal la existencia de las naciones sin la
globalización. Pero no obstante las similitudes, las diferencias entre estas dos
coyunturas históricas son también inmensas y ello no obedece a cambios que se
130 Hugo Fazio Vengoa
FERRO Marc, 2000, La colonización. Una historia global, México, Siglo XXI
Editores.
FERRO Marc, 2003, Le livre noir du colonialisme XVIe-XXIe siècle: de
l’extermination à la repentance, París, Robert Laffont.
FIELDHOUSE D. K., 2005, The West and the Third World. Trade Colonialism,
Dependence and Development, Malden, Blackwell Publishing.
FLORES Marcello, 2002, Il secolo mondo. Storia del novecento 1900-1945, tomo
I, Bolonia, Il Mulino.
FONTANA Joseph, 1994, Europa ante el espejo, Barcelona, Crítica.
FORMIGONI Guido, 2006, Storia della politica internazionale nell’età contem-
poránea, Bolonia, Il Mulino.
FREEMAN Robert, 1991, “América Latina, los Estados Unidos y las potencias
europeas”, 1830-1930”, en Leslie Bethell, editor, Historia de América La-
tina, tomo 7. América Latina: economía y sociedad c. 1870-1930, Barce-
lona, Crítica.
FRIEDEN Jeffrey A., 2007, Capitalismo global. El trasfondo económico de la
historia del siglo XX.
FRIEDMAN Thomas, 2006, La tierra es plana. Breve historia del mundo globa-
lizado del siglo XXI, Madrid, Ediciones Martínez Roca.
GALGANO Francesco, 2005, La globalizzazione nello specchio del diritto, Bo-
lonia, Il Mulino.
GALLI Carlo, 2001, Spazi politici. L’età moderna e l’età globale, Bolonia, Il Mu-
lino.
GARTON ASH Timothy, 2000, Historia del presente. Ensayos, retratos y cróni-
cas de la Europa de los 90, Barcelona, Tusquets.
GEERTZ Clifford, 1999, Mondo globale mondi locali. Cultura e politica alla fine
del ventesimo secolo, Bolonia, Il Mulino.
GELLNER Ernest, 1988, Naciones y nacionalismo, Madrid, Alianza.
GEYER Michael y BRIGHT Charles, 1995, “World History in a Global Age”,
American Historial Review, octubre.
GIDDENS Anthony, 1999, Consecuencias de la modernidad, Madrid, Alianza.
GIDDENS Anthony, 2000, El mundo desbocado, Barcelona, Taurus.
GIDDENS Anthony, 2007, Europa en la era global, Barcelona, Paidós.
140 Bibliografía
KERN Stephen, 1995, Il tempo e lo spazio. La percerzione del mondo tra Otto e
Novecento, Bolonia, Il Mulino.
KOSELLECK Reinhart, 1993, Futuro pasado. Para una semántica de los tiem-
pos históricos, Barcelona, Paidós.
KOSELLECK Reinhart, 1997, L’expérience de l’histoire, París, Gallimard,
Seuil.
KOSELLECK Reinhart, 2004, historia/Historia, Madrid, Ediciones Trotta.
KOSSOK Manfred, 1993, “From Universal to Global History”, en Bruce Mazlish
y Ralph Buultkens, editores, Conceptualizing Global History, Boulder,
Westview Press.
KOZLAREK Olivier, 2007, coordinador, Entre cosmopolitismo y “conciencia del
mundo”. Hacia una teoría del pensamiento atópico, México, Siglo XXI.
KRASNER Stehpen, 1976, “State Power and the Structure of International Rela-
tions”, World Politics, volumen 28, Nº 3.
KRAUSE Martín, 1998, “Globalización y crisis”, Contribuciones, Nº 3, Buenos
Aires.
LA DEHESA Guillermo, 2000, Comprender la globalización, Madrid, Alianza.
LAÏDI Zaki, 1998, Malaise dans la mondialisation, París, Editions Textuel.
LAÏDI Zaki, 2000, Le sacre du présent, París, Flammarion.
LAÏDI Zaki, 2004, La grande perturbation, París, Flammarion.
LANDES David, 1999, La riqueza y la pobreza de las naciones, Barcelona, Crí-
tica.
LATOUCHE Serge, 2005, L’occidentalisation du monde, París, La Découverte.
LE GOFF Jacques, 2003, L’Europe est-elle née au Moyen Age?, París, Seuil.
LECHNER Frank y BOLI John, 2000, The Globalization Reader, Massachusetts,
Blackwell.
LECLERC Gérard, 2000, La mondialisation culturelle, París, PUF.
LEWIN Moshé, 2003, Le siècle soviétique, París, Fayard y Le Monde Diploma-
tique.
LEWIS Bernand, 2002, ¿Qué ha fallado? El impacto de Occidente y la respuesta
de Oriente Próximo, Madrid, Siglo XXI.
LINEBOUGH Peter y REDIKER Marcus, 2005, La hidra de la revolución. Mari-
nos, esclavos y campesinos en la historia oculta del Atlántico, Barcelona,
Crítica.
Bibliografía 143
ROGARI Sandro, 2007, L’eta della globalizzazione. Storia del mondo nell’età
contemporanea, Turín, UTET.
ROSEMBERG Justin, 2004, Contra la retórica de la globalización, Bogotá, El
Áncora.
ROSTOW, Walt W., 1978, The World Economy. History & Prospect, Austin, Uni-
versity of Texas Press.
RÜSEN Jörn, 2007, “Idea europea de una historia universal en sentido intercultu-
ral”, en Olivier Kozlarek, coordinador, Entre cosmopolitismo y “concien-
cia del mundo”. Hacia una teoría del pensamiento atópico, México, Siglo
XXI.
SÁNCHEZ-ALBORNOZ Nicolás, 1991, “La población de América Latina, 1850-
1930”, en Leslie Bethell, editor, Historia de América Latina, tomo 7. Amé-
rica Latina: economía y sociedad c. 1870-1930, Barcelona, Crítica.
SARTORI Giovanni y MORLINO Leonardo, editores, 1991, La comparación en
las ciencias sociales, Madrid, Alianza.
SCHÄFER Wolf, 1993, “Global History: Historiographical Feasibility and Envi-
ronmental Reality”, en Bruce Mazlish y Ralph Buultkens, editores, Con-
ceptualizing Global History, Boulder, Westview Press.
SCHOLTE Jan Aart, 2000, Globalization. A Critical Introduction, Nueva York,
St. Martin Press.
SEN Amartya, 2006, El valor de la democracia, Madrid, El Viejo Topo.
Serge Gruzunski, 2004, Les quatre parties du monde. Histoire d’une mondialisa-
tion, París, Editions La Martinière.
SERVICE Robert, 2000, Historia de Rusia en el siglo XX, Barcelona, Crítica.
SMOUTH Marie-Claude, editora, 2007, La situation postcoloniale. Les postcolo-
nial studies dans le débat français, París, Sciences Po Les pressés.
SPYBEY Tony, 1997, Globalizzazione e società mondiale, Trieste, Asterios.
SUBERCASEAUX Bernardo, 2000, Historia del libro en Chile (Alma y Cuerpo),
Santiago, Lom.
SUBERCASEAUX Bernardo, 2002, Nación y cultura en América Latina. Diver-
sidad cultural y globalización, Santiago, Lom.
TELLIER Luc-Normand, 2005, Redécouvrir l’histoire mondiale sa dynamique
économique, ses villes et sa géographie, Montreal, Liber.
146 Bibliografía
WILLIAMSON Jeffrey, 2006, Globalization and the Poor Periphery before 1950,
Cambridge, The MIT PRESS.
WOLF Eric R., 2006, Europa y la gente sin historia, México, Fondo de Cultura
Económica.
ZARIFIAN Philippe, 2001, Temps et modernité. Le temps comme enjeu du monde
moderne, París, L’Harmattan.
ZOLO Danilo, 2000, Cosmópolis. Perspectiva y riesgos de un gobierno mundial,
Barcelona, Paidós.
ZOLO Danilo, 2006, Globalización. Un mapa de los problemas, Bilbao, Edicio-
nes Mensajero.
ZUPI Marco, editor, 2004, La globalizzazione vista dal Sud del mondo, Bari,
Laterza.
Este libro se terminó de imprimir
en noviembre de 2008,
en la planta industrial de Legis S. A.
Av. Calle 26 Nº 82-70 Teléfono: 4 25 52 55
Apartado Aéreo 98888
Bogotá, D. C. - Colombia