Documenti di Didattica
Documenti di Professioni
Documenti di Cultura
Siempre pienso en eso que no hicimos a tiempo cuando recuerdo aquellos hermosos versos que
leyó Robert Frost en la posesión de John Kennedy, donde declara la clave del destino de los Estados
Unidos; cómo ese país que es históricamente nuestro contemporáneo cumplió una tarea que aún
nosotros no hemos
cumplido:
única aventura digna de ser vivida, aquella por la cual los colombianos tomemos verdaderamente
posesión de nuestro territorio, tomemos conciencia de nuestra naturaleza -una de las más
hermosas y privilegiadas del mundo-, tomemos conciencia de la magnífica complejidad de nuestra
composición étnica y cultural, creemos lazos firmes que unan a la población en un orgullo común y
en un proyecto común, y nos comprometamos a ser un país, y no un nido de exclusiones y
discordias donde unos cuantos privilegiados, profundamente avergonzados del país del que
derivan su riqueza, predican día y noche un discurso mezquino de desprecio o de indiferencia por
el pueblo al que nunca supieron honrar ni engrandecer, que siempre les pareció "un país de
cafres", una especie subalterna de barbarie y de fealdad. La primera traición a ese sueño nacional
la obraron los viejos comerciantes que, preocupados sólo por sus intereses privados, se impusieron
en el gobierno de la joven república para bloquear toda posibilidad de una economía
independiente, y permitieron que el país siguiera siendo un mero productor de materias primas
para la gran industria mundial y un irrestricto consumidor de manufacturas extranjeras. Así como
nuestras sociedades coloniales habían provisto a las metrópolis de la riqueza con la cual
construyeron sus ciudades fabulosas y desarrollaron su revolución industrial, así nuestro acceso a
la república no impidió que siguiéramos siendo los comparsas serviles de esas economías
hegemónicas, y siempre hubo entre nosotros sectores poderosos interesados en que no dejáramos
de serlo. Ello les rendía 6 beneficios: siempre hubo una aristocracia parroquial arrogante y
simuladora que procuraba vivir como en las metrópolis, disfrutando el orgullo de ser mejores que
el resto, de no parecerse a los demás, de no identificarse con el necesario pero deplorado país en
que vivían. Nunca he dejado de preguntarme por qué los que más se lucran del país son los que
más se avergüenzan de él, y recuerdo con profunda perplejidad el día en que uno de los hijos de
un expresidente de la república me confesó que la primera canción en español la había oído a los
20 años. Allí comprendí en manos de qué clase de gente ha estado por décadas este país.