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La dentadura postiza de

George Washington
1 ENERO, 1996

Robert Darnton

Robert Darnton

Robert Darnton es el historiador indispensable del monumento de


la ilustración francesa, La Enciclopedia, y de la literatura de los
bajos fondos en la Francia pre y revolucionaria. En nexos 212
publicamos “El libelo político”, fragmento de su último libro, The
Forbidden Best-Sellers of Pre-Revolutionary France (Norton).

A la Memoria de Tiradentes

¡Bande Mataran! ¡Bande Mataran! La frase no ha dejado de


repicar en mis oídos a lo largo del verano, el cual dediqué a los
archivos de la Agencia India en Londres, para estudiar el primer
estallido de nacionalismo bajo el gobierno del rajá británico.
Bande Mataran -Viva la Madre India, digamos- fue el grito de
batalla entre los revolucionarios que querían expulsar a los
feringhees (foreigners: extranjeros) al comienzo de este siglo. Fue
su Libertad, Igualdad, Fraternidad. Los hacía llorar, en ocasiones
les llevaba a realizar suicidas embestidas con bombas. Y la
fascinación de este lema, para un feringhee, radica en que es
impensable. ¿Qué es para mí Bande Mataran?

¿Y Libertad, Igualdad, Fraternidad? Dos siglos de pésimo clima


han borrado casi por completo las palabras de las fachadas de
casi todos los cabildos en Francia. Dudo que hoy esas palabras
tengan algún eco en el alma de muchos franceses. Se las
escucha, si acaso, en broma: “Ni libertad ni igualdad ni fraternidad
sino un poco de mostaza, s’il vous plaît”. La última vez que noté
un patriótico nudo en la garganta de un francés fue en una
exhibición de Casablanca, cuando el personaje de Victor Laszlo
se ponía a dirigir el canto de la Marseillaise.

Sin embargo, hoy en día los hombres se matan entre sí por unos
cuantos kilómetros cuadrados de Bosnia. ¿Morir por una Gran
Serbia? Otra idea que es impensable. ¿Y por una Irlanda Unida?
El Sinn Fein se niega aún a deponer las armas. Los Unionistas de
Ulster siguen dispuestos a colocar bombas en los pubs de los
católicos. Los tirabombas de la ETA no paran de matar en
nombre del País Vasco. Los kurdos matan en Turquía, los
palestinos en Israel, los sijs en el Punjab, todos por
modificaciones en el mapa. Lo mismo sucede en Chipre, Sri
Lanka, Azerbaiján, Chechenia… No es necesario dar la lista
entera. La sabemos bien. Lo que no sabemos ni podemos admitir
es la pasión que impele a los hombres a matar por tales motivos.
Para nosotros -la reducida minoría de occidentales bien
alimentados y educados- Robert Graves lo dijo al final de la
Primera Guerra mundial cuando declaró Adiós a todo eso.
Nuestros padres lucharon en la Segunda Guerra mundial para
apagar el nacionalismo, no para desatarlo. Y sin embargo, el
nacionalismo estalla todos los días ante nuestros ojos en la
televisión. ¿Cómo darle sentido al impulso de morir por fantasías
decimonónicas como la de Madre India?

Véase a Ajit Singh, apasionado nacionalista, al arengar a una


multitud de hindúes en Rawalpindi en 1907, según un agente de
la policía quien registró secretamente sus palabras: “Mueran por
su país. Somos 300 crores [300 millones]. Ellos son un laj y medio
[150 mil]. Una ráfaga de viento los aniquilaría. Olvídense de los
cañones. Es fácil romper un dedo. Pero cuando se juntan los
cinco dedos para formar un puño, nadie los rompe [Esto lo dijo
con gran ardor y le aventaron flores.]”.
Claramente se entiende cuál es el punto. ¿Pero “se entienden” la
lluvia de flores, el pataleo de los pies descalzos, las canciones
que salen del pecho, los muchachos apresurándose hacer
juramentos de sangre, los ancianos con lágrimas en los ojos, los
nudos en la garganta?

La letra subsiste, sólo que la música se perdió -al menos para


quienes respondemos a Robert Graves y añadiríamos: “¡Adiós y
que te vaya bien! Mil muertes muera el nacionalismo y que nunca
más se levante”. Sin embargo, ahí está el nacionalismo, vivo y
coleando a nuestro alrededor, a unos pasos prácticamente de
Londres, París y Roma. ¿Habrá modo de cogerle el paso, si no
con simpatía al menos sí con la empatía suficiente para entender
la fuerza que le impulsa?

Nuestro único recurso está en nuestras propias tradiciones


nacionales. Tal vez nos desconcierte toda la sanguinolencia
patriótica prodigada en nuestro pasado, pero hasta el más culto
alguna vez ha sentido ese peculiar nudo en la garganta.

Yo experimenté un ataque de semejante emoción, debo


confesarlo, durante una visita guiada a la Sala de la
Independencia en Filadelfia hace algunos años. Ahí se sentó
Washington, explicaba el guía, en esa misma silla, en esa misma
habitación. Era una hermosa silla georgiana con un sol
emblemático gravado en el respaldo y Washington presidía la
Convención Constitucional de 1787. En un momento
particularmente difícil de los debates, cuando el destino de la
joven república parecía pender de un hilo, Benjamin Franklin le
preguntó a George Mason, sentado ahí, “¿El sol está saliendo o
se está poniendo?”. Pasaron por ese aprieto y por una docena
más. Y cuando al fin terminaron su trabajo, Franklin se pronunció
así: “Es un sol que sale”.
“Qué tipazos aquellos”, me dije a mí mismo, con un nudo en la
garganta cada vez mayor. “Washington, Franklin, Madison -y
Jefferson, al instante de asesorar a Lafayette durante la primera
etapa de la Revolución Francesa. Políticos de mucha mayor
estatura que los nuestros”.

Un extranjero tal vez no entienda mi emoción. El culto a la


Constitución y a los Padres Fundadores desde fuera parecerá
raro folklore. A decir verdad, el propio Washington ya no despierta
muchas emociones en el corazón de los estadunidenses. A
diferencia de Lincoln o Roosevelt, Washington se ve muy tieso,
como de palo en los retratos de Gilbert Stuart, con el mentón
salido, los labios apretados, el ceño pensativo: más un icono que
un ser humano. Los iconos, desde luego, son para el culto, pero
el Washington icónico al que se venera en Estados Unidos es el
que nos observa desde los billetes de un dólar.

Ahora que a lo mejor el culto al dólar no sea tan malo. Es pobre


su rango emocional pero no mortal. A diferencia del nacionalismo,
aquél inspira el interés personal más que la autoinmolación, la
inversión más que el lanzamiento de bombas. Y pese a su
tosquedad, es ecuménico: el dólar de una persona es tan bueno
como el de otra. El principio tal vez no sea tan sublime como
Libertad, Igualdad, Fraternidad; pero hizo posible una vida nueva
en el Nuevo Mundo a millones de inmigrantes y tal vez a la larga
renueve a Rusia, en donde el dólar se ha convertido en la
moneda efectiva.

Este tren de ideas tiene un linaje respetable. Se deriva de la


fisiocracia francesa, de la filosofía moral escocesa y del
utilitarismo inglés. Pero nos lleva más allá de las pasiones que
inspiraron a nuestros ancestros a principios del siglo XIX, cuando
grabaron, pintaron, bordaron y cantaron imágenes de Washington
en todo lo que hacían. Si no podemos compartir semejante
emoción, sí podríamos aprender algo echando un vistazo al
hombre detrás del icono.

Una vez de visita en la casa de Washington en Monte Vernon, me


topé con la que debe ser una de las reliquias más raras que se
haya mostrado en un santuario nacional, más extraña que toda la
pedacería en el Museo Lenin de Moscú y en el Museo Wellington
de Londres: la dentadura postiza de Washington. Ahí estaba,
detrás de un vidrio, ¡de madera! ¡El Padre de la Patria con muelas
de madera! Así que por eso salía tan sombrío en los retratos. El
hombre sufría todo el tiempo. No podía sacar jugo alguno a su
carne sin enviar oleadas de dolor a sus encías.

La gente me pregunta con frecuencia, como especialista, si me


hubiera gustado vivir en el siglo XVIII. Primero, les contesto,
habría insistido en nacer lejos del campesinado. En segundo
lugar, sin dolores de muelas, por favor. Al leer miles de cartas de
personas en todos los niveles de la vida en el siglo XVIII, encontré
con mucha frecuencia dolores de muelas. El dolor atraviesa el
lenguaje arcaico y el escritor surge en la imaginación de uno en la
temerosa espera de que algún sacamuelas llegue al pueblo y
que, a cambio de una breve sesión de tortura, ponga fin a
semanas de agonía.

Hoy en día tenemos menos dolores de muelas y más mostaza,


casi toda de primera, proveniente de Dijon. ¿Podemos llamar a
esto Progreso? Esta es otra idea del siglo XVIII que a la luz de
dos siglos de sufrimiento se ve con recelo. Progreso, Patria,
Humanidad -tal vez más nos valiera hacer a un lado esas
sublimes abstracciones que nos vienen del pasado y que arrollan
numerosísimas vidas en el presente. No tengo nada contra la
Libertad, la Igualdad y la Fraternidad; pero estoy a favor de
modestos, crecientes aumentos del placer sobre el dolor, del
progreso con “p” minúscula. Esto sólo podrá ocurrir, creo, si
aprendemos a ser escépticos ante las grandes causas, si
contenemos el impulso hacia la destrucción, si apretamos los
dientes ante el fanatismo y recordamos lo difícil que era para
Washington apretar los suyos.

Traducción de Antonio Saborit

En el mapa contemporáneo de las desgracias históricas, la


religión y el nacionalismo se levantan de nuevo como una
amenaza. Frente a esto, Robert Darnton recuerda aquí el valor de
las dimensiones humanas, más humildes y más lúcidas, del
progreso con p minúscula y la pátina histórica de las grandes
ideas.

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