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Sor ueresa

del JNíño jesús


Y de la Santa Paz
RELIGIOSA CARMELITA
Muerta en olor de santidad en el Carmen
de Lisieux, el 30 de Septiembre
^ dj| 1897, a la edad de 24 años.
1873-1897

VIDA
por ella misma

A ROSA DESHOJAD

Bibl eca A/ac/o /cíe E


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LA 8IKRVA DE DIOS
SOR TERESA DEL NIÑO JESÚS Y DE LA SANTA FAZ
MARÍA FRANCISCA TKRKSA MARTÍN

Nació en Alengón, el día 2 de Enero de 1873. A la edad de 15


años entró en las Carmelitas de Lisieux donde pasó 9 años y seis
meses en la práctica de todas las virtudes, distinguiéndose sobre
todo por su ardiente amor de Dios y admirable confianza en El.
Murió en opinión de santa el día 30 de Septiembre de 1897, a la
edad de 24 años.

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UNA ROSA DESHOJADA
— EDICIÓN POPULAR —

Sor Teresa del Niño Jesús


Y DE LA SANTA PAZ
Carmelita Descalza
Muerta en olor de santidad en el Carmen de Lisieux, el 30 de
Septiembre de 1897, a la edad de 24 años.
------------ «-0-»-------------

TRADUCCIÓN DEL FRANCÉS POR EL

R P. Fr. Romualdo de Santa Catalina


Carmelita Descalzo

—■ ■ - BARCELONA ===
HEREDEROS DE JUAN GILI
Editores — ~........... ...........; Cortes, 581
1914

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ADVERTENCIA

Al servirse en este libro de las palabras Santa, Venerable


u otra equivalente, referentes a la sierva de Dios Sor Teresa
del Niño Jesús y de la Santa Faz, no se intenta contravenir
en cosa alguna los decretos del Papa Urbano VIII de 13 de
Marzo de 1625 y 4 de Junio de 1631, ni prevenir el juicio de
la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Roma .

ES PROPIEDAD.—TIPOGRAFÍA DE LOS EDITORES, BARCELONA

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CARTA
— DE —

Su Santidad el Papa Pío X

A LA EDA. M. PRIORA DE LAS CARMELITAS DE SANTA


Magdalena de Pazzis en Florencia O)

Suavissimum jucunditatis fructum Nobis


peperit volumen, in quo Lexoviensis Virgi­
nia nitent virtutes et fere spiral anima. Vere
floruit quasi lilium et dedit odorem et fron-
duit in gratiam: collaudavit canticum et
benedixit Dominum in operibus suis.
Dilecta in Christo filia Aloysia J. a SS.
CC. Florentini Carmeli Moderated cujus
pietati id Nobis affulsit solatii, ceterisque
rehgiosis feminis ejusdem disciplina alum-
nis peramanter benedicimus, borlantes in-
simul ne imitari pigeat quam celebrare de-
lectat.
Datum ex /Edibus Vaticanis die Ia No-
vembris MCMX.
PIUS PP. X.
(1) Con motivo de haberle ofrecido un ejemplar de la Historia de un
aliña, traducida al italiano por una religiosa de dicho Convento.

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IV Aprobación de Su Santidad Pío X

Traducción castellana del precedente documento

Ha sido para Nos causa de dulcísima ale­


gría este libro en que brillan las virtudes y en
cierto modo respira el alma de la Virgen de
Lisieux. Verdaderamente floreció como el lirio,
esparció su agradable aroma y abundó en
gracias; entonó un cántico de alabanza y ben­
dijo al Señor en sus obras.
A nuestra amada hija en Cristo Luisa de
los SS. CC., Priora del Carmen de Florencia,
cuya piedad filial Nos ha procurado este con­
suelo, y a todas las otras religiosas de su con­
vento, Nos damos afectuosamente Nuestra
Bendición, exhortándolas al mismo tiempo a
que no dejen de imitar con anhelo a la que
tan agradable es alabar.
Dado en el Palacio del Vaticano, a l.° de
Noviembre de 1910.
Pío Papa X.

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Aprobaciones V

CARTAS de Sü Eminencia el Cardenal Gotti, Pre­


fecto de la Sagrada Congregación de la Propa­
ganda.
J. t M.

Roma, 5 de Enero de 1900.


Mi muy Reverenda Madre: El sábado 30 del pasado mes
Diciembre, entregué a Nuestro Santísimo Padre el Papa el
magnífico ejemplar de la Historia de un alma que con este
objeto me remitió V. R
Su Santidad, que quiso enterarse en el acto del contenido,
prolongando notablemente su lectura con evidente satisfac­
ción, me encargó que escribiera a V. R. en su nombre, par­
ticipándole que acepta gustoso este presente de su piedad
filial y que envía a V. R. y a su Santa Comunidad, la Ben­
dición Apostólica.
Al propio tiempo que cumplo la agradable misión que me
ha confiado Su Santidad, tengo el gusto de expresarle, Re­
verenda Madre, mi profundo agradecimiento por el hermoso
ejemplar que de la misma obra ha tenido V. R. a bien en­
viarme. Lo poco que llevo visto me ha parecido tan intere­
sante, que espero impaciente los primeros momentos de des­
canso para acabar su lectura.
Dígnese aceptar, Rda. Madre, la expresión del religioso
respeto con que quedo de V. R. atento servidor en Cristo
Señor Nuestro.
Fr, Jerónimo María, Card. Gotti.

Roma, 19 de Marzo de 1900.


Muy Reverenda Madre: Con profundo agradecimiento he
recibido el rico cofrecillo y su precioso contenido (1). Agra­
dezco tanto más esta delicada atención cuanto su Reveren­
cia y la Comunidad han tenido que hacer un gran sacrificio
al desprenderse, en obsequio mío, de estos recuerdos de Sor
(1) Un rizo de la cabellera de Sor Teresa del Niño Jesús y su primer
diente engarzado en una de sus joyas.

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VI Aprobaciones

Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, que tienen en tan


justa estima. Los he mostrado al Rvmo. Padre General de
los Carmelitas Descalzos, y hemos creído conveniente guar­
darlos en el Arca de la Postulación de las causas de nuestros
Venerables. En esta Arca, que será para ellos la mejor sal­
vaguardia, tendremos la satisfacción de hallarlos si algún
día se digna Dios conceder a su fiel Hierva los honores del
culto público en su Iglesia. Rogándole que acepte mis más
expresivas gracias, queda de V. R. atento servidor en Cristo
Señor Nuestro.
Fr. Jerónimo María, Card. Gotti.

CARTA de S. E. EL Cardenal Mercier, Arzobispo de


Malinas, a la Priora de las Carmelitas de Flo­
rencia.

Malinas, Pascua de 1910.


Mi estimada hija:
V. R. me pide una palabra que sirva como de prefacio al
frente de la versión italiana, que acaba de llevar a cabo, de
la conmovedora Historia de un alma, escrita por Sor Tere­
sa del Niño Jesús, del Carmen de Lisieux.
El afecto mezclado de reconocimiento que conservo en mi
corazón por su querido Convento florentino, el gozo que ex­
perimento al ver mi nombre junto al del Arzobispo ele Flo­
rencia, mi venerado amigo, y el poder bendecir a V. R., al
par que su trabajo, serían otras tantas censuras para mí si
no asintiese a su piadoso deseo. Pero ¿qué podré decir de
aquella amable hijita que no haya sido ya expresado por
Su Eminencia el Cardenal Gotti, Su Eminencia Mons.
Amette, Cardenal Arzobispo de París, y muchos otros, con
una delicadeza de matices que no trato de igualar!
El alma delicada que V. R. descubre a sus compatriotas
se parece a aquellas flores primaverales de nuestros jardines,
jacintos y tulipanes, cuyas perfumadas corolas hacen olvi­
dar las escarchas del invierno y que, entre el rayo de luz
que las baña, nos hacen levantar la vista al manantial lumi­
noso y caliente que fecundará en breve nuestras cosechas.
La lectura de una vida como la de Sor Teresa del Niño Je­

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Aprobaciones VII
sús, no se concluye sin sentirse el alma más dilatada y sere­
na, y sin experimentar con más fuerza y viveza el atractivo
del Amor divino.
¿Dónde puede seguirse mejor la acción divinamente ven­
cedora del Espíritu Santo? Reflexione V. R. la manera co­
mo, realmente, esta niña tan pura teme lastimar el Corazón
paterno de su Dios; con qué religioso abandono se dedica a
su servicio y se consagra a la Iglesia y al linaje humano;
cuánta seguridad de juicio pone en discernir lo verdadero
de lo falso y el bien del mal. Considere aquella energía de
voluntad que guía a una doncella de quince años a la cum­
bre del heroísmo; pero el consejo de lo alto dirige siempre y
en todas las ocasiones todos los pasos de esta alma superior,
a la que riega lo sobrenatural, y cuyo pensamiento no cesa
un punto de ser ilustrado por la verdad de la fe; siempre y
en tq^o, la sabiduría une con Dios esta alma, y no le inspi­
ra otro amor que para El sólo.
Temor de Dios, piedad, ciencia, fortaleza, consejo,
entendimiento, sabiduría, abundan en Teresa; y todas es­
tas maravillas de la gracia se transparentan atravesando la
endeble cubierta de la naturaleza humana, limpia como un
cristal.
Dios bendiga, estimada hija mía, la obra de su celo y de­
pare la más amplia difusión a esta hermosa biografía; per­
mita que la bendiga también yo, mientras le ruego que re­
ciba la expresión de mi más religioso respeto.
t D. G. Card. Mercier, Arzobispo de Malinas.

CARTA del Excmo. Sr. Arzobispo de Florencia.


Florencia, 7 de Mayo de 1910.
Carísima hija mía:
Hace poco recibí de la Madre Priora de las Carmelitas de
Himes el hermoso libro que acabáis de traducir a nuestro
idioma y que vais a publicar: Vida de Teresa del Niño
Jesús.
Ciertamente, poco es el tiempo que, ocupado continua­
mente en los graves asuntos de la Diócesis, puedo dedicar a
la lectura; pero el atractivo experimentado al recorrer las

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VIII Aprobaciones

primeras páginas fué tal, que tuve que leerlas todas con
gran satisfacción espiritual.- ¡Oh caray santa criatura!
Concedida por Dios a un hombre que, en el momento de
entregar el corazón a su querida compañera, exclama con
fervor: «¡Señor, tú lo sabes: si tomo una esposa en la tierra,
sólo es con el deseo de tener posteridad que bendiga tu san­
to nombre,» es verdaderamente una flor del cielo, de cuya
belleza, de cuya suavidad, de cuya sonrisa, es ella fiel expre­
sión en la tierra; es el ángel del amor, que, de pasada, hace
feliz al que se le acerca o al que mira.
¡Oh, si las jóvenes de nuestro tiempo supieran imitar este
dulce y espiritual modelo! ¡Cuán felices serían los padres,
cuán benditas las familias, cuán alegres y contentas vivi­
rían!
¡Ojalá se realice este mi deseo en cuantas lean su hermo­
sa y elegante versión, pues tendrán la suspirada recompensa,
gracias a la útil fatiga soportada con tan afectuosa so­
licitud.
Entre tanto la bendigo, lo mismo que a todas sus Herma­
nas.
Rueguen por mí,
t Alfonso María, Arzobispo.

CARTA de Monseñor Amettb, Obispo de Bayeüx y de


Lisieux (1) Obispado de Bayeux.
24 de Mayo de 1899.
Mi Reverenda Madre: Dice el Espíritu Santo que «si muy
buenp es guardar el secreto del rey, nada hay tan hermoso
para Dios como publicar y glorificar sus obras.»
Sin duda tuvo V. R. presentes estas palabras al determi­
narse a dar publicidad a la Historia de un alma. Depositaría
de los secretos íntimos de su muy querida hija Sor Teresa
del Niño Jesús creyó V. R. que no era justo guardar para
su uso particular y el de sus Hermanas lo que sólo para
V. R. había ella escrito; sino que juzgó -y con V. R. lo mis­
mo creyeron otros muy buenos jueces—que redundaría en
(1) Actualmente Cardenal Arzobispo de París.

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Aprobaciones IX
gloria de Nuestro Señor dar a conocer las maravillas de su
gracia en esta alma tan pura y generosa. No salieron fallidas
sus esperanzas; la rapidez con que se agotó la primera edi­
ción del libro es prueba elocuente de ello.
El aroma celestial que exhalan las páginas escritas por su
angelical hiia, ha enamorado a las almas llamadas a aspirar­
lo, y sin duda que ha atraído a más de una en pos del divi­
no Esposo.
Pido a Dios Nuestro Señor que envíe igual bendición, y
más abundante si cabe, a la nueva edición que ahora prepa­
ra, y le reitero, Reverenda Madre, la expresión de mi reli­
gioso y paternal afecto.
t León Adolfo, Obispo de Bayeux y Lisiedx.

CARTA de MonseStoe Joukdan de la Passaediéee,


Obispo de Rosea.
París, 12 de Marzo de 1889.
Mi Reverenda Madre: Ha tenido a bien V. R. enviarme
la Historia de un alma; he aquí mi opinión sobre estas pá­
ginas tan interesantes por su sobrenatural y luminosa senci­
llez: Su misma amada hija, en la última de sus cartas citada
por V. R., nos da, sin advertirlo, la razón de la publicación
de su vida, tan corta y tan provechosa a los ojos de Dios.
«¿Qué importa - dice - que se rompa el vaso de nuestra vida
y se esparzan los aromas que encierra, si nuestro Señor reci­
be consuelo, y el mundo se ve obligado, a pesar suyo, a per­
cibir el olor que despiden, tan necesario para purificar la at­
mósfera malsana que respiral»
Sin duda alguna, Rda. Madre, al referir ella a V. R. esta
tierna y embelesadora historia de las misericordias divinas
para con su alma, le repetía las palabras del Espíritu Santo:
Secretum meum mihi: <Mi secreto para mí.» Pero este Espí­
ritu Divino, que se llama a sí propio: Spiritus omnia pros-
piciens et qui capit omnes spiritus: «el Espíritu que ve en
lontananza y comprende en su admirable variedad las múl­
tiples necesidades de las almas,» haría recordar a V. R. esta
otra sentencia por El dictada: Sacramentum regis absconde-
re bonum est; operd autem Dei revelare et glorificare honori-

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X Aprobaciones

ficum est: «Bueno es guardar los secretos de los reyes de la


tierra; pero nada hay tan honorífico como el publicar y glo­
rificar las obras de Dios.» No es posible leer estas páginas
sin tocar con el dedo, por decirlo así, la palpable realidad de
la vida sobrenatural; hoy en día no hay predicación tan efi­
caz como esta. Ha llegado el caso de decir con el P. Lacor-
daire: En la tierra sólo el placer del alma es verdadero pla­
cer.
En los postreros días de su vida de sufrimiento y de amor,
cuando ya a los 24 años terminaba una larga carrera, Sor
Teresa del Niño Jesús, en una de las páginas más elocuentes
salidas de su pluma, comparaba a su divino Esposo con un
águila que desde las alturas del cielo descendía sobre ella pa­
ra llevarla a la región de la luz y del fuego, a la patria de los
resplandores sin sombras y sin ocaso. Pues bien, creo yo que,
mucho antes, dos grandes águilas de la santidad, Teresa de
Jesús y- Francisco de Asís, la prepararon a subir hacia esas
alturas, cobijándola bajo sus potentes alas; difícil es no ad­
vertir con viveza la semejanza que existe entre esta niña y
aquellas dos almas verdaderamente seráficas, como se com­
place en llamarlas la Iglesia en su incomparable lenguaje.
¡No revive, por ventura, en vuestra Florecita, Santa Teresa
de Jesús, flor y gloria del Carmelo, flos et decor Carmelil La
misma atmósfera, la misma sólida y sorprendente piedad se
observa en ambas familias: la madre de Teresa de Avila
muere bendiciendo a sus hijos y confiándolos a la Madre ce­
lestial; así obra la piadosa madre de nuestra Teresita; y su
padre, de robusta y enérgica fe, que recuerda la de los San­
tos de otros tiempos, da cuatro hijas al Carmelo, reflejándo­
se santa alegría en sus lágrimas.
Hay en el alma de esta niña privilegiada un ardor increí­
ble por todo lo grande, noble y puro.
La llama del apostolado prende en aquel corazón de quin­
ce años y lo consume; no quiere vivir sino para la Iglesia, ni
respirar sino por ella y en particular, signo característico de
Santa Teresa y de sus hijas, por la santificación de los sacer­
dotes. El pensamiento de esta obra por excelencia se halla
siempre vivo y ardiente en sus palabras encendidas de cari­
dad, en su inclinación a las misiones lejanas, en su devora­
do ra pasión por la conquista de las almas y por el martirio
del amor divino, a falta de derramamiento de sangre.

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Aprobaciones XI
Y el seráfico San Francisco de Asís, que se apareció más
de una vez a Santa Teresa para alentarla en su reforma del
Carmelo, jno revive también, por ventura, en ese natural tan
delicado y puro, el cual, presa de admiración y ternura por
todo lo que en la creación le habla de la belleza eterna, ama
el sol y la nieve, los pájaros y las flores, llega a sonreír, en
su lecho de muerte, a un pajarillo que va a cantar en su cel­
da el canto del adiós, y mezcla los más ardorosos pensamien­
tos de amor divino con el ternísimo recuerdo de su familia
en la tierra y de la casa donde transcurrieron los años de su
infancia1?
Por eso nuestro Señor, con la delicadeza propia de su Co­
razón, que reserva sólo para sus escogidos, permitió que los
funerales de Sor Teresa del Niño Jesús se celebrasen el 4 de
Octubre de 1897, fiesta del Santísimo Rosario y de San Fran­
cisco de Asís.
Bien pudierais haber cantado sobre su tumba virginal
aquella estrofa de un himno de la liturgia franciscana de es­
te día: In sanctorum rosario, novellus flos producitur: Una
nueva flor se ha abierto en el rosal de los Santos. Con el pen­
samiento y con un santo deseo, sigamos el alma de nuestra
querida Hermana a los eternos esplendores, donde la trans­
portaron aquellas grandes águilas que la tomaron sobre sus
alas: Sicut aquila provocans ad volandum pullos suos exten-
ditalas suas et assumpsit «os¿No podemos acaso repetir: Bea­
ta quam elegisti et assumpsisti; inhabitabit in atriis tuis?
Bienaventurada eres, porque el Señor te ha escogido y eleva­
do hasta El; habitas en sus tabernáculos1! Y ahora: Trahe
nos post te: Llévanos en pos de ti, a fin de que, a imitación
tuya, no vivamos sino para Jesús, para la Iglesia y para las
almas, clavados los miembros en la cruz que nos ha señalado
el Señor, y más aún el corazón y los ojos en el cielo, buscan­
do allí la radiante visión de la faz de Dios.
Le ruego que acepte, Reverenda Madre, mis respetuosos
afectos en nuestro Señor.
t F. J. Javier, Obispo de Rosea.

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XII Aprobaciones

CARTA del Reverendísimo Padre Bernardino de San­


ta Teresa, General de los Carmelitas descalzos.
J. + M.

Roma, Corso d Italia, 39.

31 de Agosto de 1899.
Muy Reverenda Madre: ¡Cuánto agradezco la atención
que me ha dispensado V. R. al enviarme la embelesadora
Historia de un alma1 No es posible leer estas páginas sin
sentirse uno hondamente conmovido a la vista de una vir­
tud tan sencilla y delicada, y al propio tiempo, tan elevada
y heroica.
Muy grande ha de ser la predilección del Señor por el Car­
men de V. R. cuando le ha dotado de semejante tesoro. Ver­
dad es que este ángel de la tierra no ha hecho sino cruzarla
de un vuelo; tanta era su prisa para ir a reunirse con sus
hermanos del cielo y descansar en el Corazón de su único
amor. Mas el claustro que tuvo la dicha de cobijarla, ha
quedado embalsamado del aroma de sus virtudes e ilumi­
nado por la brillante claridad que dejó en pos de sí.
Creyó V. R. que no era sólo su Carmen el que convenía
que respirase ese aroma, ya que luz tan brillante y pura no
podía permanecer oculta en el estrecho recinto de un monas­
terio, sino que debía difundir a lo lejos sus rayos bienhe­
chores: seis mil ejemplares de esa preciosa vida, agotados en
el corto espacio de algunos meses, demuestran suficientemen­
te que no se ha equivocado V. R. Mucho me complace el sa­
ber que se prepara una nueva edición; sin duda tendrá el
mismo feliz éxito que la precedente. Si me fuera dado expre­
sar aquí un deseo, sería, Reverenda Madre, el de que esta
Historia de un alma se tradujera a muchas lenguas por plu­
mas entendidas, aptas para reproducir fielmente la gracia
casi inimitable de la autora; de este modo, la Orden entera
del Carmen estaría en posesión de lo que considero preciosa
joya de familia.
Reiterándole mis más expresivas gracias, ruégole que acep­

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Aprobaciones XIII
te la expresión del religioso respeto con el cual quedo de
V. R. humilde servidor en nuestro Señor.
Fe. Bernardino de Santa Teresa,
General de los Carmelitas Descalzos.

CARTA del Reverendísimo Padre Godofredo M adela i-


ne,Abad de los Premonstratenses de San Miguel de
FRiGoLET (Bocas del Ródano).
Reverenda Madre: Varias veces V. R. ha solicitado de mí
una palabra que sirviera de introducción a la biografía de
una de sus hijas. A decir verdad, carezco de título y cuali­
dades para dársela, pero ¿cómo no confesar muy alto que la
primera lectura del precioso manuscrito me hechizó y que la
segunda me ha causado arrobamiento indescriptible? Me
atrevo a pronosticar que esta doble impresión la sentirán to­
dos aquellos que lleguen a conocer la Historia de un alma.
Realmente es este libro de los que se recomiendan por sí
solos.
Desde la primera hasta la última línea, se respira en él
una atmósfera celeste. La angelical Hermanita Teresa ama
todo lo que en algo refleja la espiritual hermosura de Dios.
Ama, en primer lugar, a su familia; ama la hermosa natura­
leza, las flores, los pájaros, la gota de rocío, la nieve, el sol,
el cielo estrellado, <el espacio inmenso»; ama a los pecado­
res, verdaderos hijos pródigos del Padre celestial; ama a Jua­
na de Arco, la libertadora de la patria; ama a la Virgen In­
maculada, y por encima de todo, ama con amor purísimo a
Jesús, su inmortal Esposo. Hay en este libro páginas tan vi­
brantes, tan vehementes, tan sugestivas, que queda uno ab­
sorto y enajenado. Encierra una teología rara vez observada
en grado tan elevado, aun en los más hermosos libros espi­
rituales. Leyéndola no podemos menos de recordar la «Vida
de Santa Teresa escrita por ella misma». El mismo tono, el
mismo acento de sencillez y a veces la misma profundidad.
Si el vuelo de nuestra Hermanita es menos poderoso, si su
arranque no tiene tanto vigor como el de la gran Santa de
Avila, se admira en cambio, en el relato de Sor Teresa, can­
dor de niño, exquisita ingenuidad, unida a extraordinaria
madurez de juicio, perfección de pensamiento, y con fre­

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XIV Aprobaciones

cuencia un estilo que hechiza la mente y va recto al cora­


zón.
¿No es maravilla que una joven de poco más de veinte
años, se pasee holgadamente por el vasto campo de las ins­
piradas Escrituras y recoja con mano segura los textos más
diversos y los más apropiados a su objeto? A veces se re­
monta a unas alturas místicas sorprendentes; pero su mis­
ticismo es siempre amable, delicado y enteramente evangé­
lico.
Páginas hay en las cuales trata del Evangelio, de la San­
tísima Virgen y de la Caridad, con tal maestría, que podrían
ir firmadas por un escritor de nota. Ya refiera en prosa la
historia de su infancia y vocación, ya cante en deliciosos ver­
sos el amor de Dios, el cielo, la Eucaristía, es siempre poeta,
y poeta de buena ley.
Acaso no siempre se observen fielmente, en esas impro­
visadas poesías, las reglas de la poética, pero, en cambio, se
advierte el soplo de una inspiración elevada y extraordina­
ria.
Despertada el alma por el ángel que pasa a su lado, se le­
vanta, sacude el polvo y se remonta suavemente a lo que
constituye su ideal, a Dios que es el eterno amor. Al leer es­
ta suave historia, o estas poesías tan puras, creeríase uno
ante algún fresco de Era Angélico; valiéndome de la gracio­
sa expresión de nuestra Hermana, parécenos escuchar «una
melodía celestial). En resumen, desafío a cualquier alma rec­
ta y pura a que recorra estas páginas íntimas sin sentirse
movida a perfeccionarse sin dilación. ¿Puede hacerse mejor
elogio de este escrito?
Debo, pues, Rda. Madre, agradecerle el que haya V. R.
permitido a los profanos respirar el perfume de esta bendita
flor del Carmen. Los lectores de la Historia de un alma, y
estoy persuadido de que serán numerosos, le quedarán a
V. R. obligados por haberles abierto un instante las rejas de
ese convento, habitualmente cerrado al mundo.
¿Y qué diré si por casualidad estas deliciosas páginas fue­
ran a caer en manos de algún incrédulo? Pienso que, pasado
el primer movimiento de sorpresa, deseará leerlas hasta el
final, y que serán para él como el descubrimiento de un nue­
vo mundo. ¡Quién sabe si nuestra amada Hermanita, conti­
nuando en su corazón el apostolado por el cual tanta pre­

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Aprobaciones XV

dilección sentía, le atraerá suavemente a Dios y al Evan­


gelio!
Y si, desde su misteriosa morada, puede nuestra querida
santa vislumbrar lo que sucede en nuestro planeta, le sor­
prenderá más que nada ver su manuscrito sacado a la luz
pública, pues ya lo sabe, Rda. Madre, que para V. R. sola
consignó al correr de su pensamiento y de la pluma, o como
ella decía, <al correr de su corazón), esos mil detalles ínti­
mos de la vida de familia y del claustro, ante los cuales
hubiera quizás retrocedido, si hubiera podido adivinar que
llegaría un día en que el público se entregase a su lectura.
Mas, indudablemente, su inmenso amor a Jesús y a las al­
mas'le harían aceptar gustosísima este sacrificio, hasta el
punto de que, por sólo la conversión de un pecador obsti­
nado, ratificaría gustosa lo que con el mismo fin ha hecho
V. R.
Difúndase, pues, en alas de la caridad este precioso libro,
enseñando a sufrir y a amar a Dios, y repita a todo el que
lo abra su dulce cantilena: ¡Sursurn corda! ¡Arriba los co­
razones!
Reciba, Reverenda Madre, la expresión de mi religioso
afecto en nuestro Señor.
Fr. G. Madelaine, Prior.
Abadía de Mondaye, Viernes Santo, 8 de Abril de 1898.

CARTA del Reverendísimo Padre Dom Esteban, Abad


de LA Gran Trapa de Mortagne (Orne).

21 de Enero de 1899.
Mi Reverenda Madre: Con gusto me convertiría en pro­
pagador y apologista de los escritos y admirables virtudes
de su santa hija, pero, forzoso es confesarlo, esta alma pre­
dilecta de Nuestro Señor no necesita el elogio de nadie; le
basta su mérito ante Dios y ante los hombres.
Seguramente que otros ascetas—esté seguro de ello V. R.,
— al leer estas hermosas páginas, no dejarán de enviarle el
tributo de sus felicitaciones y su aprobación: en cuanto a mí,
Reverenda Madre, quedo subyugado por el embeleso de este
eco del cielo, de este ángel terrestre, que cruzó el mundo con

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XVI Aprobaciones

rápido vuelo sin ajar sus alas, y que nos ha enseñado, por
medio de sus palabras y de sus actos, el camino que hay que
seguir para llegar a Dios.
No me sorprende la rapidez con que se ha agotado la pri­
mera edición. Quien ha leído el precioso libro titulado His­
toria de un alma, anhela darlo a conocer a todo el mundo;
tan grande es el atractivo de piedad y de doctrina, de natu­
ral y sobrenatural, de humano y divino que encierra. Nues­
tro Señor humanado, hecho palpable, sensible, es el que cul­
tiva con incesante amor esta florecita del Carmen, haciéndo­
la germinar y crecer, embalsamándola con sus • más suaves
aromas, para deleite de su Corazón y hechizo del nuestro.
Hay en esta vida una espiritualidad dulce, viva, práctica,
atractiva, envidiable, que hace amar y entender las palabras
de Jesús: <Mi yugo es suave y mi carga ligera.) Nadie pue­
de dejar de deleitarse en esta lectura y de encontrar en ella
luz y estímulo.
Le doy las gracias en nombre de mis religiosos y en el mío
propio, pues a todos nos ha hecho gran bien.
Reciba, mi Rda. Madre, la expresión de mi religioso res­
peto.
F. M. Esteban, Abad de la Gran Trapa.

CARTA del Muy Reverendo Padre Le Doré, Superior


GENERAL DE LOS EüDISTAS.
París, 14 de Febrero de 1899.
Nos cum prole pía benedicat Virgo Maria.
Mi Reverenda Madre: Me dice V. R. que desea hacer una
nueva edición del delicioso libro que con tanto acierto han
llamado Historia de un alma. Ha tenido V. R. una idea mag­
nífica, que seguramente le ha sido inspirada por Dios Nues­
tro Señor.
Mientras estuvo en la tierra la joven Sor Teresa, la Divi­
na Providencia juzgó conveniente reservarla por entero a sus
Hermanas en religión. Muy justo era que el Carmen de Li-
sieux disfrutase, primero que nadie, en la intimidad de fa­
milia, de sus amables prendas, y se edificase con sus virtu­
des. Pero ahora son ya demasiado estrechos los límites de un
monasterio para contener tan precioso tesoro. Tanto en las

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Aprobaciones XVII
Congregaciones religiosas como en las filas del Clero, y aun
en el mundo, hay infinidad de almas que, como V. R., se
considerarán dichosas de gustar los encantos de esta floreci­
da nacida en ese Carmelo.
Ofrece ella a la vez la blancura de la azucena, el suave aro­
ma de la violeta y la fragancia de la rosa. No abundan los
temperamentos tan ricos y tan completos; hasta en la mag­
nífica colección de nuestras santas se encuentran pocas que
ofrezcan modelo tan acabado de todas las virtudes.
Tiene ciertos puntos de contacto con la santa Fundadora
Teresa de Jesús, y, por otra parte, recuerda a la joven már­
tir romana Inés. Pertenece a la escuela de Santa Gertrudis y
de Santa Hildegarda.
Su índole no desmiente un momento la ingenua gracia y
la recta franqueza de la juventud. Forma el ideal de aquella
pequenez e infancia tan recomendadas por Nuestro Señor.
Tiene su imaginación frescura exquisita, gran amplitud de
inteligencia, admirable perspicacia su mirada y gran seguri­
dad su juicio. Sus aspiraciones y su lenguaje están satura­
dos de poesía, y nada hay tan noble, tan generoso, tan deli­
cado y amante como su corazón. Con todo, bajo frágil apa­
riencia sabe mostrar la entereza de su alma de héroe. En el
Corazón de Jesús bebió la humildad y la dulzura que la ca­
racterizan, y del Corazón de María aprendió la resignación y
la confianza en la bondad de Dies. ¡Con qué candor tan ver­
dadero, con qué lealtad tan desprendida y sincera, refiere, con
clarísimo estilo, la historia de su vida, y, lo que es más atrac­
tivo aún, la historia de su alma! Aun desde el punto de vis­
ta literario, forman sus memorias una verdadera obrita maes­
tra.
Todo el que abra este libro, lo leerá hasta el final, y le su­
cederá lo que a mí: repetirá su lectura con deleite, y aun pue­
do añadir que lo consultará. Las horas transcurren muy rá­
pidas, leyendo esas páginas, en las que se muestra la virtud
sin afeites ni rebuscamientos, mas, á pesar de ello, llena de
atractivos. Sin advertirlo, sigue uno a Sor Teresa en su vue­
lo hacia el ideal, remontándose con ella hacia la cumbre de
la perfección; en su compañía se ama a Dios con más ardor;
estamos dispuestos a servir y soportar al prójimo en la tri­
bulación. La historia y su protagonista gustan de la perfec­
ción y estimulan a ella.

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XVIII Aprobaciones

He dado a leer el ejemplar que se sirvió enviarme V. R a


varios sacerdotes, a señoras del mundo y a los Novicios de
nuestra Congregación; todos han quedado complacidos y
todos también han reportado de su lectura algún provecho.
Reciba, mi Reverenda Madre, la expresión de mi más pro­
fundo y religioso respeto.
Angel Le Doré, Superior de los Budistas.

CARTA del Muy Reverendo Padre Luis T. de Jesús


Agonizante, de la Orden de los Pasionistas.
Este venerable religioso, notable por sus escritos y más todavía por
la santidad de su vida, confirmada con hechos sobrenaturales, murió
en 1907 a la edad de 89 años, después de haber ocupado repetidas veces
las primeras dignidades de su Orden.
j. t p.
Merignac, 30 de Noviembre de 1898.
Mi Reverenda y querida Madre:
¡Gracias!... ¡Un millón de gracias!... Merced a V. R. he
vivido durante tres días con un ángel.
¡Qué admirable es Dios! ¡Qué descubrimiento tan nuevo
de santidad, y aun, me atreveré a decirlo, tan desconocido
hasta hoy!
Es esta una nueva especie de santidad promovida por el
Espíritu Santo, a propósito para los tiempos presentes, en
los que tantas almas, aun entre las cristianas, sólo ven en los
sacrificios del claustro los horrores de la Cruz. ¡Qué gloria
para el Carmelo y qué esperanza para todos!
Al soplo del Altísimo, salió esta estrellita de su nubecilla,
y luce hoy como un arco iris que anuncia el final de la tor­
menta... ílor de las rosas... lirio del valle, incienso del Car­
melo: ARCUS REFULGENS INTER NEBULAS... FLOS
ROSARUM, LIL1UM... THUS... Este perfume virginal
embalsama suavemente el Calvario de todas las flores del
Carmelo.
Además, la Historia de un alma, aprovechará tanto a la
sociedad como al claustro, puesto que ofrece un modelo aca­
bado de la paternidad cristiana. Particularmente la familia,

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Aprobaciones XIX
necesita ser santificada y lo será: Joaquín y Ana dieron con
gozo su María al Señor.
En cuanto al Carmen, tiene ya sus ángeles. ¡Cuántas al­
mas jóvenes acudirán a la montaña santa, atraídas por los
destellos de este astro santo que se levanta en el firma­
mento!
Tengo la íntima convicción de que esta estrellita se hará
cada vez más radiante en la Iglesia de Dios... Ahora no es
más que la estrella de la mañana en medio de una nubecilla:
STELLA MATUTINA IN MEDIO NEBULvE... Mas lle­
gará un día en que llenará la casa del Señor: 1MPLEBIT
DOMUM DOMINI. Cuando el Señor la ha enviado al mun­
do estos días tenebrosos, en estos días llenos de nubarrones y
torbellinos, no dudemos un momento que es para traernos la
luz, la paz, la esperanza, el cielo.
Todos los deseos de esta virgen apostólica hallan eco en el
cielo; el Divino Esposo ha convertido esta humilde Reined-
ta en una gran Reina, y ha puesto en su mano el cetro de su
omnipotencia.
En brazos del Amor le repite con irresistible hechizo aquel
deseo suyo: Quiero pasar mi délo haciendo bienenla tierra.
¿Podría rehusárselo el Señor!
Por eso con irresistible atractivo me he encomendado a
ella; quiero reanimar mis fuerzas en las energías de su virtud
y calentar mi corazón en las llamas de este Serafín. He pedi­
do a esta privilegiada de María que acuda a mi socorro cuan­
do dirija a la Inmaculada Virgen esta oración que fuá suya:
¡Tú que venir quisiste a sonreirme
De mi vida en la aurora,
No me niegues, ¡oh Madre!, tu sonrisa
Hoy que a su ocaso ya mi vida toca!
Concluyo... Pero ¡cuánto habría que decir sobre sus poe­
sías, tan delicadas, tan jugosas, tan límpidas y, sobre todo,
tan celestiales! Parece una lira pulsada por la mano de un
ángel. Alguien dijo al terminar el siglo pasado: La poesía ha
muerto. No, no ha muerto, es inmortal; esta hija del cielo se
elevará siempre del claustro, junto con su hermana la ora­
ción, hasta el trono de Dios en ardientes aspiraciones y ar­
moniosos impulsos.

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Aprobaciones

Ruego a V. R, mi Reverenda Madre, que pida por mí a


esta triunfadora hija de Teresa que me alcance del Divino
Esposo la felicidad y la gracia de ir a celebrar con ella la glo­
ria de la Trinidad Santísima.
In Christo Jesu.
P. Luis T., Pasionista.

• EXTRACTO DE VARIAS OTRAS CARTAS DE


PERSONAJES EMINENTES
Tengo la firme esperanza de que un día (¡ojalá sea pron­
to!) esta jovencita será venerada en nuestros altares.
Respiran los escritos de la hija, como respiran los escritos
de su Madre, la Reformadora del Carmelo, el más delicioso
misticismo. No un misticismo vago, aéreo y puramente sen­
timental, sino un misticismo sólido, legítimo con su cruz y
sus espinas, como decía Bossuet refiriéndose a San Francisco
de Sales. El alma de Sor Teresa del Niño Jesús, como la de
Santa Teresa de Jesús, vivía del amor puro, de la caridad
ardiente; por eso se alimentaba del sufrimiento y no aspiraba
sino al martirio, que es la expresión suprema del sufrimiento
y del amor.
Puede decirse de una y otra igualmente que fueron márti­
res místicas que murieron abrasadas por su amor.
¡Bendito sea Dios, cuya mano siempre próvida y bienhe­
chora hace resplandecer, aun en nuestros días, en el jardín
de su Iglesia, estas extraordinarias y maravillosas flores!...
t Augusto, Arzobispo de Evora.
(Edición portuguesa de la Historia de un alma).

Fué serafín de rostro y de alma, y puede repetirse de ella


lo que de San Francisco dijo San Buenaventura, esto es,
que era un volcán de amor. El amor divino es llama, nos di­
ce el Cantar de los Cantares; y Jesús, amor substancial, de­
clara que Juego vino a prender sobre la tierra, y ¿qué ha de

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Aprobaciones XXT
querer sino que arda? El corazón de Sor Teresa es brillante
antorcha, llama pura del Paraíso, cuyo fuego no se amorti­
gua jamás, sino que abrasa y abrasará muchos otros corazo­
nes. Pero... ¡con qué poder y suavidad al mismo tiempo!
¡Cuán admirablemente se le puede aplicar el texto sagrado:
Arrástrame con el atractivo de tus aromas, y correremos tras
de ellos.
¡ Dichosa víctima, que no sólo fue consumida por el vivo
fuego del amor divino, sino que tuvo además el don precioso
de comunicar poderosamente el mismo fuego a otras almas!
Las vidas de los Santos nos hablan del fuego del amor divi­
no; la vida de Sor Teresa nos lo hace vislumbrar y sentir;
aquéllas excitan en nosotros el fuego del amor divino; ésta
enciende el fuego en nuestras almas.

¿Quién, al leer esta vida, dejará de creer que está leyendo


las palabras de fuego y ciencia divina de alguno de los doc­
tores más encumbrados, más profundos y más suaves de la
Iglesia?
No son las almas consagradas a Dios las que únicamente se
sienten reanimadas y atraídas; las mismas personas que vi­
ven en el mundo no pueden sustraerse a su influencia apos­
tólica. ¡Oh, amado Jesús, mil veces seas bendito por habér­
nosla dado!

A juzgar por el espectáculo de las maravillosas transfor­


maciones obradas por esta san tita, me parece que será para
su siglo lo que las Gertrudis, las Teresas y las Margaritas,
fueron para los suyos. En nuestro tiempo, Teresa del Niño
Jesús ha mostrado más todavía el camino que conduce al
amor, camino estrecho al par que sublime, el cual, lejos de
espantar, anima y atrae.

Jamás podré manifestarle con qué deleite he leído la His­


toria de un alma; preferiría la desaparición de las obras

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XXII Aprobaciones

maestras de Homero, Virgilio, o de Rafael, a la de este li­


bro, en el cual tan vivamente resplandece el amor de Dios,

A los ojos del mundo, soy un hombre de ciencia que ha


consagrado su vida al estudio de lo humano y de lo divino;
pero en mi vida íntima, a los ojos de Dios, quiero imitar a
Teresa y hacerme pequeñuelo en todo. Esto ha sido lo que
en mi querida Reinecita me ha arrebatado irresistiblemente.
¡Feliz Teresita, que comprendió de lleno el amor, cuando
tantas otras almas, aun siendo buenas, lo comprenden tan
mal! El corazón de esta niña es, a la luz de esta considera­
ción, una de las más delicadas flores de la Santa Iglesia.

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PREFACIO

Si se nos pregunta por qué hemos levantado el misterioso


velo que debía cubrir aquí en la tierra la existencia ignorada
de una humilde carmelita, responderemos sencillamente que,
habiendo conocido desde su niñez esta alma privilegiada, y
habiéndola visto crecer cada día en sabiduría y gracia, le ro­
gamos que escribiera las misericordias que había recibido
del Señor. Al pedírselo, no teníamos otra intención ni otro
fin que el de aprovecharnos de lo que dejase escrito para
nuestra propia edificación.
Pero recorriendo el piadoso manuscrito, espejo fiel de un
alma seráfica, no nos fué posible dudar un momento de que
no nos era lícito reservar sólo para nosotros este tesoro. Ha­
bíase abierto un nuevo manantial a los pobres sedientos de
este mundo, y era nuestro deber difundir sus aguas vivas.
Esto hemos hecho. En verdad que cuando, antes que nadie,
bebimos en esta pura fuente, no creíamos llegada la hora de
compartir sus delicias... Mas la blanca azucena de aquella
alma seráfica habíase abierto ya desde los primeros días de
una primavera radiante; el racimo había madurado antes de
la época ordinaria de la vendimia; el Señor se inclinó, cortó
cuidadosamente la fragante flor, y hallándolo completamen­
te dorado por el fuego del Amor divino, separó sin esfuerzo
su racimo escogido de la cepa amarga del destierro.

<¿Qué acciones heroicas o brillantes pudo llevar a cabo


Sor Teresa del Miño Jesús y de la Santa Faz, a la edad de
24 años? La joven carmelita se había limitado a servir a Dios
con fidelidad constante en las cosas más pequeñas. Nacida
de familia admirablemente cristiana, y sintiéndose, desde su
infancia, atraída al claustro, obtuvo a los 15 años, con sus
diligencias y súplicas, permiso para entrar en el Carmen. A

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XXTV Prefacio

los 24 años, minada por una enfermedad de pecho, se dur­


mió en la paz del Señor.
>¡He aquí toda su carrera! Con diez páginas tendríamos
de sobra, si tratáramos de referir sus acciones externas; pero
si quisiéramos penetrar en la vida íntima de esta alma, po­
co parecería un volumen entero.
»Ahora bien, esta vida íntima fué descrita por la mano
más a propósito para componer semejante obra: la mano de
Sor Teresa.
> Huelga decir que la humilde carmelita no emprendió es­
te trabajo por inspiración personal; la Superiora fué quien,
admirando aquella virtud modesta, y previendo con temor el
fin prematuro de aquella existencia angelical le ordenó que
escribiese su vida. Obediente ante todas cosas, y sincera so­
bre todo, la escribió Sor Teresa sin omitir cosa alguna. Una
virtud mediana se hubiera turbado, una humildad de mal
temple hubiera tratado de disminuir sus méritos a expensas
de la verdad; en cambio, la humildad legítima no pone em­
peño en ocultar sus méritos; ignora si posee alguno, por lo
que se limita a exponer con sencillez, como dones celestia­
les, las virtudes que en su conducta se admiran, y revela con
inocente candidez, como bondades inmerecidas, las gracias
extraordinarias en que cualquiera reconoce la predilección
de Dios por un alma tan privilegiada. En cambio, no piensa
siquiera en disimular estas virtudes ni estas gracias. Con
este espíritu escribió Sor Teresa la historia de su alma.
»No titubeamos en recomendar las Memorias de esta car­
melita a los hombres de gusto, fatigados por las complica­
ciones y refinamientos de la literatura contemporánea, pues
hallaran en ellas, aun consideradas solamente por el lado
del goce artístico e intelectual, un calmante delicioso y un
ambiente saludable, en el cual todo respira inocencia, suavi­
dad y candor.
»En cuanto a las almas cristianas, ¿es necesario decir que
les aconsejamos vivamente esta angelical lectura? En ella
experimentarán un impulso hacia el cielo, tan potente como
suave.
»Lo que caracteriza la santidad de Sor Teresa del Niño
Jesús es la sencillez de un niño en su trato con Dios. La jo­
ven religiosa, recordando el consejo de Cristo Señor Nues­
tro: Si no os volvéis y hacéis semejantes a los niños, no en­

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Prefacio XXV
traréis en el reino de los cielos (1), se hace chiquita ante el
divino Maestro; le habla, le escucha, le sirve con la familia­
ridad y prontitud de un niño dócil y amante. No le suelta,
confía enteramente en El, le profesa aquella confianza ciega
y sin límites propia de los pequeñuelos con los muy grandes.
En cuanto concibe un deseo, lo confía sin temor a Jesús y
cumple con alegría todos los deseos que Jesús le manifiesta.
De esta manera, sin esfuerzo aparente y como dejándose
conducir, toca en lo sublime.
>Sin esfuerzo aparente, pero no sin penas ni trabajos
efectivos, esta pura inocencia debió sostener luchas diarias
y soportar en lo íntimo de su alma pruebas terribles; prue­
bas y luchas que describió en su (historia» con la misma
franqueza y la misma serenidad que refiere las gracias y las
misericordias.
»Mas no se crea que la constancia en querer ser pequeñita
delante de Dios imprimió un carácter pueril a la virtud de
Sor Teresa. Aquella religiosa adolescente, que se aplicaba a
empequeñecerse, había adquirido, por lo contrario, en poco
tiempo, con la oración y el estudio, tal madurez de inteli­
gencia, tal vigor de juicio, que su Superiora no vaciló en con­
fiarle la dirección de las novicias en una edad en que podía
contarse entre sus compañeras ,2).»
¡Querida Escogida, que tan bienhechora te has hecho—
escribe otro autor, - que bajas de nuevo del seno de la gloria
para hacer el bien como lo prometiste! Creciste en este mun­
do en el jardín escogido del Esposo, y fuiste allí verdadero
lirio de los valles, protegida con singular cuidado contra las
tempestades del mundo y los malos vientos, que con dema­
siada frecuencia ¡ay! deshojan y tronchan las más hermosas
obras maestras de Dios. Para aliento de muchos, te has con­
vertido en ñor de los campos, que los pobres caminantes del
todo cubiertos del polvo del camino, pueden admirar, al par
que los vivifica y alegra su suave aroma, gracia que no deja­
remos pasar sin apropiárnosla; admiramos en ti la obra del
divino Jardinero, suplicándole que la continúe y renueve en
muchas otras almas.
Mons. Gay pinta admirablemente la fisonomía de la joven1

(1) Mat., XVIII, 3.


(2) Francisco Veuillot, />’ Univers., 11 de Julio de 1906.

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XXVI Prefacio

Carmelita, hasta el punto de que se diría que la tuvo por


objetivo cuando escribió las siguientes páginas sobre la sanr
ta sencillez.
«El alma sencilla vive de fe, espera como respira, ama sin
cesar. Todo impulso divino, sea cual fuere, la encuentra li­
bre, todo le parece igualmente bueno. No ser nada, ser mu­
cho, ser poco; mandar, obedecer; ser humillada u olvidada;
carecer de algo o estar provista; vivir mucho, morir pronto,
morir al momento, todo le agrada. Ella lo quiere todo, por­
que no quiere nada, y no quiere nada, porque lo quiere todo
Su docilidad es activa, y amorosa su indiferencia. No es pa­
ra Dios sino un continuo y viviente Así sea.
>j. Diré la última palabra de este dichoso y sublime estado]
Es ia vida de los hijos de Dios, la santa infancia espiritual.
¡Oh, qué perfecto es esto! Más perfecto que el amor de los
padecimientos, pues nada inmola tanto al hombre como ser
sincera y apaciblemente pequeño. El espíritu de infancia
mata el orgullo con mucha más seguridad que el espíritu de
penitencia.
>...La desolada cumbre del Calvario ofrece todavía algún
pasto al amor propio; en el pesebre muere por necesidad de
inanición todo el hombre viejo. Ahora bien, tomad como
queráis este bendito misterio del pesebre, exprimid este fru­
to de la santa infancia, y no podréis hacer salir de él sino la
santa sencillez. Un niño se entrega sin defensa y se abando­
na sin resistencia. ¿Qué sabe] ¿Qué puede] ¿Qué pretende sa­
ber o poder] Es un ser del que se hace lo que se quiere. Por
esto, con qué precauciones se le trata y cuántas caricias se le
hacen... >
Sor Teresa del Niño Jesús se había entregado hasta aquel
punto; por eso conoció la suavidad de las caricias divinas y
comprendió el secreto del Rey, que es el amor, en el mismo
corazón del Maestro, en sus dulces latidos. El espíritu de in­
fancia le comunicó también aquella libertad que el P. Gra-
try ha definido tan bien, el estado de un alma «que salvólos
estrechos límites de su horizonte personal y abandonó la es­
trecha prisión de la rutina para emprender una vida amplia
y poderosa, siempre renovada en Dios.» Aquella esposa fiel,
de tal manera había sabido dominar su natural altivo y ar­
diente y la extrema sensibilidad de su corazón, que poco an­
tes de morir pudo dar de sí este testimonio: «Desde la edad

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Prefacio XXVII
de tres años jamás rehusó nada a Dios.» Cierto que había
recibido mucho, pero también dio mucho; por eso salió el
mérito de ella como el riachuelo procede del manantial.

Sería imposible analizar y entender mejor aquella alma


privilegiada, infantil y heroica al mismo tiempo.
Antes de introducir al lector en este santuario íntimo, de­
bemos prevenirlo, como hicimos en las ediciones anteriores,
acerca de algunas modificaciones que hemos creído conve­
niente introducir en el Manuscrito original, dividiéndolo en
varios capítulos para mayor claridad del relato.
Ante todas cosas, permítasenos dar a conocer, en pocas
palabras, las aspiraciones de aquella virgen apostólica, y la
manera como Dios nuestro Señor se complace en col­
marlas.
No quiero permanecer inactiva en el cielo— decía;- mi
deseo es trabajar todavía allí por la Iglesia y por las al­
mas...
Después de mi muerte, haré caer una lluvia de rosas.
Quiero pasar mi cielo haciendo bien en la tierra.
En efecto, estas esperanzas, estas promesas se realizan por
modo admirable y a menudo maravilloso. Después de la apa­
rición de la Historia de un alma, de la que se han tirado más
de ciento veinticinco mil ejemplares sin contar los 350 000 de
la edición del compendio (Llamamiento a las almas peque-
ñitas) (1), no cesamos de recibir de todas partes las pruebas
mas preciosas de esta afirmación.
La Historia de un alma, con nombres diferentes, está
traducida en nueve lenguas; y las traducciones portuguesa e
inglesa, por privilegio singular, están enriquecidas con in­
dulgencias por el Cardenal Patriarca de Lisboa, ocho Prela­
dos de la misma nación y por Mons. Bourne, Arzobispo de
Westminster.
De catorce años acá son cada día más numerosas las pere­
grinaciones ala sepultura de Sor Teresa del Niño Jesús;be­
san con respeto aquella tierra santa, guardan sus flores como
verdaderas reliquias, y, lo que es preferible a las flores efí-
(!) Solamente de las ediciones francesas.—Nota del Traductor.

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XXVIII Prefacio

meras, llevan consigo de este lugar bendito consolaciones


duraderas y toda suerte de gracias.
Después de su peregrinación a este sepulcro, «que pronto
— dijo—será glorioso,» nos manifestaba confidencialmente
un Obispo misionero haber visto a Teresita sonreirle por
tres veces. Pero Teresita no hace acepción de personas; si
sonríe a un Príncipe de la Iglesia, enjuga también gustosa
las lágrimas de los pobres. ¡Cuántas veces nos lo ha dado a
entender! Citemos sólo, por vía de ejemplo, el de aquella
mujer andrajosa que, sorprendida junto al sepulcro, llorando
y con señales de la más horrible desesperación, cambia de
pronto y se pone sonriente, como si irradiara de ella celes­
tial visión. El testigo oculto de esta escena, que no sabía na­
da de Sor Teresa ni de su tumba, maravillado del contras­
te, osó acercarse a interrogar a la mendiga para conocer la
causa de tan súbita transformación: «He invocado a la san-
tita del Carmen—respondió la pobre mujer conmovida y
confusa...—¡Oh, qué bien me ha consolado!...»
Grandes y pequeños, todos son, pues, clientes de este án­
gel.
Con dificultad llegamos a satisfacer los piadosos deseos de
todos los que piden algún pedacito de sus vestidos, una re­
liquia cualquiera, por mínima que sea, de la Reinecita, de
la santita Teresa, de la gran Santita, como indistintamente
la llaman. Son ya innumerables los recuerdos que se han
distribuido. Por eso, mediante su intercesión, se alcanzan los
más señalados favores.
En volumen aparte daremos otros ejemplos; pero sólo el
libro de oro del cielo podrá revelarnos la abundancia y aro­
ma de esta Lluvia de rosas, que desciende ahora en silen­
cio...
En este libro del cielo aprendemos también los nombres
benditos de aquella legión de almas pequeñitas pedida por
Teresa, víctima como ella del amor misericordioso, arras­
tradas en pos de ella por el sendero de la infancia espiritual:
camino de sencillez, de confianza y de paz, del que ha dicho
el Espíritu Santo por boca del Profeta: Allí habrá una sen­
da y camino real que se llamará o será camino santo... y es­
to será para vosotros un camino recto; de tal suerte que aun
los más lerdos no se perderán en él. (Is., XXXV, 8).
¡Oh Teresa! por cuanto recibiste de Dios el don de com­

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Prefacio XXIX
prender perfectamente este camino santo, de seguirlo fielmen­
te, de llamar a él con tanta suavidad a las almas, por lo mis­
mo que nos dijiste en tu lecho de muerte: No he dado jamás
a Dios sino amor; él me devolverá amor;... tus palabras son
una profecía. Sí, nosotras somos felices testigos de ello: ¡el
Señor te devuelve amor! ¡Cuántos altares se te han levanta­
do ya en los corazones! ¡Con qué ardientes deseos suspiran
esos corazones que te aman por el día en que terminen con
toda felicidad los pasos que deben conducir a tu glorificación
en la tierra!
Efectivamente, sometida a la Santa Sede en 1909 la causa
de beatificación de Sor Teresa del Niño Jesús, en los pri­
meros meses de 1910 se instruyó ya el Proceso diocesano de
los Escritos. El Proceso llamado de Reputación de santidad,
principiado en Agosto de 1910, llevado rápidamente, fué de­
positado en Roma en Febrero de 1912, y sufre actualmente
el examen preparatorio ante la Sagrada Congregación de
Ritos (1).
Humildemente pedimos a los numerosos amigos de Sor
Teresa del Niño Jesús unión de oraciones para asegurar el
éxito de esta obra, emprendida únicamente a mayor gloria
de Dios.
La Madre Priora de las Carmelitas.

Convento del Carmen de Lisieux


dedicado al Sagrado Corazón de Jesús y a la Inmaculada Concepción1

(1) El día 10 de Diciembre de 1912 la Sagrada Congregación de


Ritos pronunció el nihil obstat con relación a sus escritos.—N. del T.

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INTRODUCCION

Era el mes de Septiembre de 1843; un joven de veinte


años subía pensativo y soñador la elevada cumbre del Gran
San Bernardo. Su mirada profunda y melancólica irradiaba
piadoso entusiasmo. La majestuosa belleza de aquel grandio­
so paisaje de los Alpes hacia brotar en su alma pensamien-

Hospicio del Gran San Bernardo (Alpes)


tos generosos; su ardiente corazón, puro cual la nieve de
aquellas montañas, no pudo contener por más tiempo la olea­
da de amorosa alabanza que le embargaba y se detuvo largo
rato, deshaciéndose en lágrimas...
Ya serenado, reanudó su interrumpida marcha, llegando
presto al término de su viaje, el bendito Monasterio que en
lo alto de aquella peligrosa cima brilla a lo lejos, cual faro de
esperanza y de inefable caridad.
Admirado al punto el venerable Prior de la singular be­
lleza de su huésped y de la noble expresión de su fisonomía,
recibióle con particular benevolencia, informándose de su
familia y del lugar de su nacimiento. Averiguó que se llama­
ba Luis José Estanislao Martín, y que había nacido en Bur-

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Introducción XXXI
déos, el 22 de Agosto de 1823 (t), cuando su padre, bizarro
capitán (2), modelo acabado de fe, valor y honor, hallábase
de guarnición en la ciudad. Supo también el Prior que por
aquel entonces vivían sus padres en la Baja Normandía, en
la ciudad de Alengón, y que Luis era el Benjamín querido de
sus hermanos y el preferido de todos.
Mucha es la distancia que separa a Suiza de Normandía,
y muy incómodo el camino que debía hacerse, parte en dili­
gencia, y largos trechos a pie. ¿Qué idea llevaba el joven al
emprender tan largo viaje? ¿Por ventura la de visitar tan sólo
las pintorescas bellezas de aquel país embelesante? No, no
iba a aquellos parajes a solicitar asilo para pasar la noche o
descansar algunas horas; pedía hospitalidad y refugio para
pasar la noche algo más larga de la vida...
—Amigo mío-le dijo entonces el respetable religioso,—
¿ha terminado Vd. sus estudios de latín?
Como le contestase Luis negativamente, repuso el an­
ciano:
—Lo siento, hijo mío, pero para ser admitido entre nues­
tros hermanos, se exige esta condición. No se desani­
me Vd., vuelva a su país, trabaje con ahinco y luego le reci­
biremos con los brazos abiertos.
Algo desalentado, emprendió nuestro viajero el camino de
vuelta a su patria, que le parecía entonces el camino del des­
tierro. Mas bien pronto echó de ver que el Señor tenía sobre
él otros designios, muy diferentes, pero igualmente miseri­
cordiosos e inefables, y que el antiguo monasterio de San
Bernardo sólo sería en su vida un lejano y dulce recuerdo.
A su vez, en la misma ciudad de Alengón-no en la mis­
ma época, sino algunos años más tarde,—se presentaba en el
Hospital de San Vicente de Paúl, acompañada de su madre,
una piadosa joven, cuya agradable fisonomía expresaba ex­
traordinaria energía de carácter. Su nombre era Celia Gue­
rin; hacía ya tiempo que deseaba solicitar su admisión en
aquel santo asilo de la caridad, mas desde el primer momen­
to, sin vacilación alguna, le contestó la Madre Superiora,1

(1) El santo e ilustre arzobispo de Burdeos Monseñor de Avian


honró a los padres bautizando al pequeño Luis. Con inspiración profó­
tica, les dijo: «Alegraos, este niño es un predestinado.>
(2) Caballero de la Real y Militar Orden de San Luis,

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XXXII Introducción

inspirada por el Espíritu Santo, que no era aquella la volun­


tad de Dios. Volvió, pues, Celia a la casa paterna, junto a
sus queridos padres, en la dulce compañía de su hermana
mayor (1) y de su hermano menor, de quien se hará mención
más de una vez en el curso de este relato.
He aquí la ingenua oración que después de esta infruc­
tuosa tentativa, dirigía a menudo nuestra joven a Dios, des-

Hospital de Alengón

de el fondo de su corazón: < Dios mío, ya que no soy digna de


ser vuestra esposa, como mi hermana, para cumplir vuestra
santa voluntad abrazaré el estado del matrimonio. Si así lo
hago, dadme muchos hijos, pero que todos se consagren a
Vos.»
Dios en su misericordiosa bondad, reservaba para esta al­
ma escogida el virtuoso joven de que hemos hablado ante­
riormente; y, por un cúmulo de circunstancias verdadera-1
(1) Vino a ser ósta poco después Sor María Dositea, en el Monaste­
rio de la Visitación de Mans. Practicó constantemente todas las virtu­
des religiosas, y se sabe por propia confesión que jamás cometióla más
ligera falta con propósito deliberado. Dom Guéranger, que la conocía,
la citaba como modelo de perfección religiosa. Pocos días antes de su
muerte, fué a visitarla Monseñor d’Outremont, de santa memoria, y le
dijo estas palabras, que la colmaron de gozo: «Hija mía, no tenga nin­
gún temor; donde cae el árbol, allí queda; Vd. caerá en el Corazón de
Jesús, donde permanecerá eternamente.» Llena de esta santa confianza,
entregó a Dios su hermosa alma el 24 de Febrero de 1877, a los 48
años de edad.

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Introducción XXXIII
mente providenciales, el 12 de Julio de 1858 se celebraban
sus bodas en la iglesia de Nuestra Señora de Alengón.
La misma noche de este venturoso día - una carta íntima
nos lo ha revelado, - confió Luis a su joven compañera el de­
seo de mirarla siempre como a una hermana predilecta. Pa­
sados muchos meses, compartió la noble ilusión de su espo­
sa, y como ella, deseó que su posteridad fuera numerosa pa­
ra ofrecerla a Dios. Pudo entonces decir al Señor con el cas­
to Tobías: (Señor, tú sabes que no movido de concupiscen­
cia tomo a esta mi hermana por esposa, sino por el solo de­
seo de tener hijos que bendigan tu santo nombre por los si­
glos de los siglos.» (Tob., VIII, 9).
Su condescendencia agradó al Señor, y de esta tierra esco­
gida brotaron nueve blancas flores (1). Desde la cuna fueron
consagradas todas a la Rema de los lirios, la Virgen Inma­
culada. Damos a continuación sus nombres, haciendo notar
el noveno como privilegiado entre todos; del propio modo
que, en los coros de los ángeles, se designa como superior el
último, el de los Serafines.
María Luisa, María Paulina, María Leontina, María Ele­
na, muerta a la edad de cuatro años y medio, José María
Luis, José María Juan Bautista, María Celina, María Mela­
nia Teresa, que murió a los tres meses, Marla Francisca Te­
resa.
Los dos niños llamados José María fueron obtenidos del
cielo a costa de oraciones y lágrimas. Después del nacimiento
de las cuatro hijas mayores, los piadosos padres pidieron a
Dios, por intercesión de San José, un müionerito. el cual no
se hizo esperar; lleno de hechizos apareció en la tierra el pri­
mer José María. Mas ¡ay! no hizo más que mostrarse a su
madre; después de cinco meses de destierro, voló al santua­
rio de los cielos. A toda costa ansiaban obtener en la fami­
lia un sacerdote, un misionero, por lo que redoblaron sus
oraciones y fervorosas novenas. Pero (los pensamientos del
Señor no son los nuestros, sus caminos no son nuestros ca­
minos;» llegó otro José María lleno de esperanzas; mas ape-1

(1) De ellas, cuatro, tiernas todavía, fueron a abrirse en los verge­


les celestes, mientras las otras cinco desplegaron sus cálices más tarde,
ya en la Orden del Carmen, ya en la de la Visitación, realizándose así
el deseo de su madre,
2b

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XXXIV Introducción

ñas transcurrieron nueve meses, cuando salió de este mundo


para reunirse con su hermano en los eternos tabernáculos.
Vista la voluntad de Dios, no pidieron ya más misioneros.
Si entonces se hubiese descorrido un instante el misterioso
velo de lo por venir, ¡qué transportes de agradecimiento y ale­
gría no hubieran sido los de aquellos venturosos padres! Sí,
a pesar de las frustradas apariencias, el deseo de estos cris­
tianos, chapados a la antigua, se colmó plenamente en la úl­
tima de sus hijas, alma bendita, reina entre sus hermanas,
escogida y privilegiada por excelencia... Acertadamente, se
ha escrito de ella: «Teresa es ahora un notable misionero, de
potente e irresistible palabra; su vida tiene un atractivo que
no se perderá jamás; todas las almas que se dejen coger en
este anzuelo, no permanecerán en las aguas de la tibieza ni
en las del pecado...
Sus mismos padres jno se hicieron también misioneros?
En las primeras páginas de la traducción portuguesa de la
Historia de un alma, vemos la hermosa dedicatoria siguien­
te, de un piadoso y sabio religioso de la Compañía de Jesús,
el R. P. Santanna:
A LA SANTA Y ETERNA MEMORIA DE LUIS JOSÉ ESTANIS­
LAO Martín y de Celia Güérin, afortunados padres de
Sor Teresa del Niño Jesús, para servir de modelo a
todos los padres cristianos.

Lejos de sospechar este apostolado futuro, lo preparaban


sin saberlo, gracias a la perfección cada día mayor de su vi­
da. En las repetidas tribulaciones que tuvieron, la resigna­
ción llena de amor era su sola respuesta a Dios, siempre Pa­
dre, que jamás abandona a sus hijos.
La aurora les sorprendía siempre al pie de los altares; jun­
tos se acercaban al banquete sagrado, observaban rigurosa­
mente las abstinencias y ayunos de la Iglesia, guardaban fi­
delidad absoluta al descanso dominical, y las lecturas piado­
sas eran sus recreaciones preferidas. Oraban juntos, de igual
y conmovedora manera que el abuelo, el capitán Martín, a
'quien no podía oirse rezar el Padrenuestro sin derramar lá­
grimas.
Las grandes virtudes cristianas brillaban en este hogar. El

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Introducción XXXV
bienestar no introducía el lujo, y su vida no salió jamás de la
sencillez patriarcal. ¡En qué ilusión viven la mayoría de los
mortales! — repetía a menudo la señora Martín.—«Si tienen
riquezas, no tardan en desear honores; mas si los obtienen,
son más desgraciados todavía, pues jamás quedará satisfecho
el corazón que busca algo fuera de Dios.»
Toda su ambición maternal se encaminaba al cielo. <Ya
están bien colocados cuatro de mis hijos—escribía;—los
otros, ciertamente, irán también al mismo reino celestial
cargados todavía con más méritos, puesto que combatirán
por largo tiempo...»
La caridad en todas sus formas era el fruto de esta pureza
de vida y sentimientos generosos. Cada año los dos esposos
apartaban fuerte suma del fruto de su trabajo para la obra
de la Propagación de la Fe. Aliviaban a los pobres en sus
apuros y les servían con sus propias manos. A ejemplo del
buen Samaritano, se vió al padre de familia levantar sin ru­
borizarse a un trabajador beodo tendido en medio de concu­
rrida calle, tomar la espuerta de herramientas, ofrecerle el
apoyo de su brazo, y mientras le amonestaba con suavidad,
conducirle a su casa.
Imponía tal respeto a los blasfemos, que con una simple
observación callaban en su presencia.
Jamás las pequeñeces del respeto humano aminoraron la
elevación de su alma. Fuera con quien fuese, saludaba siem­
pre al Santísimo Sacramento cuando pasaba por delante de
una iglesia; de igual manera, por respeto al carácter sacer­
dotal, saludaba a todo sacerdote con quien se encontraba.
Finalmente, citemos otro ejemplo de la bondad de su cora­
zón:
Habiendo visto en una estación a un desgraciado epilépti­
co que se moría de hambre, sin dinero para volver a su país,
le inspiró tal compasión, que tomó su sombrero, puso en él
la primera limosna e hizo la colecta entre todos los viaje­
ros. Las monedas llovían en la bolsa improvisada, y el en­
fermo, enternecido por tanta bondad, lloraba de reconoci­
miento.
En premio de tan raras virtudes, acompañaban los pasos
de su fiel servidor todas las bendiciones de Dios. Desde el
año de 1871, pudo dejar su comercio de joyas y retirarse a
su nuevo domicilio de la calle de San Blas, continuando en­

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XXXVI Introducción

tornees sólo la fabricación de encajes llamados «punto de


Alengón,» negocio principiado por la señora Martín.
En esta casa de la calle de San Blas fue donde debía en­
treabrirse nuestra celeste flor; así la llamamos por haber ella
misma dado este título al manuscrito de su vida: Historia
primaveral de una blanca florecilla. Ella, en efecto, no de­
bía conocer el otoño, y menos todavía el invierno, con sus
noches heladas...
Sin embargo de esto, en pleno invierno fue cuando, el día
2 de Enero de 1873, vino al mundo en el seno de la familia
bendita de que hemos hecho mención. Por una delicadeza
verdaderamente providencial para con sus dos hermanas
mayores, pensionistas entonces en la Visitación de Mans es­
ta fiesta coincidió con las vacaciones. ¡Cuán grande fue su
júbilo cuando a eso de media noche subió su buen padre con
paso ligero a la habitación donde se hallaban, y con acento
alegre les dijo: «¡Niñas, tenéis una hermanita!» Con todo,
esta vez esperaba también, aunque no quiso confesarlo, un
misionerito. Pero la decepción no fué grande, y la última
niña fué recibida como un regalo del Cielo. «Fué el florón
de la corona,» como decía más tarde su queridísimo pa­
dre. Llamábala también preferentemente su Eeinecita, aña­
diéndole a veces los pomposos títulos de «Francia y de Na­
varra.»
Vemos, pues, que la «Eeinecita» fué muy bien recibida, y
como vino al mundo por Navidad, los ángeles cantaron tam­
bién en su cuna, por boca de un pobre niño, que tímidamen­
te llamó a la puerta de aquella feliz morada, entregando un
papel que contenía los siguientes versos:

Los regalos divinos y los éxtasis


Con su raudo volar,
A la visión eterna de los Cielos
Te invitan sin cesar.
¡Tierno capullo... que la aurora entreabre
Al fuego del amor!
Ttf serás pronto del Jardín divino
La más preciosa flor.

Fueron estas palabras un dulce presagio, una halagüe­


ña profecía: más tarde, en efecto, convirtióse el capullo en
rosa de amor; pero ¡ay! duró poco tiempo, floreció tan sólo

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Introducción XXXVII

una mañana, fué únicamente capullo que la aurora entre­


abre.
Entre tanto sonreía la tierna niña a la vida, y todos co­
rrespondían a sus sonrisas. El 4 de Enero la bautizaron so­
lemnemente en la iglesia de Nuestra Señora, siendo madri­
na su hermana mayor, María, y poniéndole los nombres ya
dichos de María Francisca Teresa. Hasta entonces todo
fué júbilo y felicidad, pero muy pronto el tierno capullo se
inclinó sobre su delicado tallo; perdieron sus padres la es­
peranza; de un momento a otro te­
mían verle caer y morir... Su tía,
monja de la Visitación, escribió en­
tonces diciendo: «Encomiéndenla
a San Francisco de Sales y promé
tanle que si la niña se salva, la
llamarán por su segundo nombre
Francisca » Fué una espada para
el corazón de su madre. Inclinada
sobre la cuna de su Teresa amada,
espiaba, por decirlo así, el último
momento, pensando para sus aden­
tros: «Sólo cuando se pierda el úl­
timo rayo de esperanza, haré la pro­
mesa de llamarle Francisca.»
El dulce Francisco de Sales ce­
dió el honor a la Santa Reforma­
dora del Carmelo: la niña volvió a
la vida y se llamó definitivamente
Teresa. Esto no obstante, fué pre­ Iglesia de Nuestra Señora
de Alengón donde fué
ciso consolidar la curación a costa bautizada Teresita
de un gran sacrificio: enviarla al
campo y encontrarle una nodriza. Entonces el capullito de
rosa se irguió en su tallo, tornóse fuerte y vigoroso, los me­
ses del destierro pasaron aprisa y pronto volvió fresco y lo­
zano a los brazos de su verdadera madre.

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XXXVIII Introducción

He aquí la partida de bautismo de Sor Teresa del Niño Jestís, tal


como se halla en el libro parroquial de la Iglesia de Nuestra Señora
de Alengón:

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UNA ROSA DESHOJADA

SOR TERESA DEL NIÑO JESÚS


Y DE LA SANTA FAZ
1873-1897

« Vine a traer fuego a la tierra


iqué más quiero sino que arda?»
San Luc., XII, 49.

Acuérdate que esta tan dulce llama


Que en el corazón quieres til prender,
La pusiste en mi alma, y yo deseo
Sus divinos ardores extender.
Una débil centella es suficiente
Para un inmenso incendio. Acuérdate.
Yo deseo ¡oh Dios mío!
Llevar lejos sus llamas.
Acuérdate.
Sor Tei'esa del Niño Jesús

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AL LECTOR

Entre el cielo y la tierra ¿queréis vivir una hora,


Un aire delicioso con ansia respirar,
Ver a los pies el mundo bañado en luz radiante,
Y oir a vuestro lado un ángel palpitar?

Leed de amor el canto... cuyo sentido oculto


Del vulgo la mirada no puede discernir:
Veréis cómo se ama en el convento santo,
Y en sus sagrados muros qué dulce es el vivir.

Tierna flor de quince años, purísima azucena,


Ofrece a Dios Teresa su virginal candor,
Lirio gentil y hermoso, para el altar bendito
Por nuestro Padre Santo con efusivo amor.

La expresión del cordero, la celestial sonrisa,


Los líricos acentos de amor al buen Jesús,
Todo en ella proclama que un serafín dichoso
Pasado ha por el Carmen envuelto en viva luz.
P. N.

Abadía de Mondaye, 8 de Abril de 1898,


Traducción de Modesto H. Villaescusa.

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CAPITULO PRIMERO
Primeras notas de un canto de amor.—El

CORAZÓN DE UNA MADRE.- RECUERDOS DES­


DE LOS DOS A‘LOS CUATRO AÑOS.

on el mayor afecto de mi alma, le con­


fío, Madre venerada, la historia de mi
vida. El día que me la pidió, temí que
se disipara en ella mi corazón; pero des­
de entonces acá, me ha hecho
comprender Jesús que, obede­
ciendo con sencillez, le sería
agradable. Comenzaré, pues, a
entonar el cántico que repeti­

3
Biblioteca Nacional de España
2 Una rosa deshojada

ré eternamente: ¡Las misericordias del Señor! Antes de to­


mar la pluma, me he postrado ante aquella imagen de Ma­
ría Santísima (1) que tantas pruebas ha dado a mi familia
de la maternal preferencia de la Reina del Cielo; le he supli­
cado que guíe mi mano, para que no trace ni una sola línea
que no sea de su agrado; he abierto luego los Santos Evan­
gelios, tropezando mis ojos con estas palabras: Subiendo Je­
sús a un monte, llamó a sí a aquellos que le plugo (2). Muy
claro se ve aquí el misterio de mi vocación, el de mi vida
entera, y más que nada, el misterio de los privilegios que Je­
sús se ha dignado conceder a mi alma. No llama el Señor a
los que son dignos, sino a los que le place. Según dice San
Pablo: Dios se compadece de quien quiere y usa de misericor­
dia con quien le place hacerlo (3). No obra por sí el que quiere
ni el que corre, sino Dios, que le hace misericordia W.
Durante mucho tiempo me preguntó por qué tenía Dios
sus preferencias, por qué no repartía por igual sus mercedes.
Extrañaba yo verle prodigar favores extraordinarios a peca­
dores tan grandes como Pablo, Agustín, María Magdalena y
tantos otros a quienes obligaba, por decirlo así, a recibir sus
gracias. Sorprendíame también, al leer la vida de los santos,
el ver cómo acariciaba el Señor a ciertas almas desde la cuna
al sepulcro, quitándoles del camino todos los obstáculos que
les impedían llegar a El, sin permitir que el pecado empaña­
ra jamás el nítido esplendor de su vestidura bautismal. Me
preguntaba a mí misma por qué los pobres salvajes, por ejem­
plo, mueren casi todos sin haber oído siquiera pronunciar el
nombre de Dios.
Jesús se dignó ilustrarme acerca de este misterio. Puso
ante mi vista el libro de la naturaleza, y vi que todas las flo­
res por El creadas eran hermosas, que el esplendor de la rosa
y la blancura de la azucena no amenguan en nada el perfume
de la humilde violeta, ni quitan nada a la sencillez hechiza­
dora de la margarita. Comprendí que si todas las flores qui-1
(1) Esta preciosa imagen, aunque sin ningún valor artístico, se ani­
mó dos veces para iluminar y consolar en tristes circunstancias á la
madre de Sor Teresa. También recibió ésta, por mediación de la ben­
dita imagen, muy señaladas gracias, como más adelante se verá.
(2) Marc., III, 13.
(3) Rom., IX, 15; véase Exod., XXXIII, 19.
(4) Rom,, IX, 16.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—I s

sieran ser rosas, perdería la naturaleza su galanura prima


veral, y no estarían los campos tan lindamente esmaltados
de flores. Lo mismo ocurre en el jardín animado del Señor,
en el mundo de las almas. A semejanza de los lirios y las ro­
sas, plugo a Dios crear los grandes santos, mas también creó
otros más pequeños, que se contentaron con ser humildes
margaritas o sencillas violetas, destinadas a recrear sus divi­
nos ojos cuando los inclina a la tierra. La perfección de estas
florecidas depende del gozo con que aceptan la voluntad de
Dios.
Comprendí además otra cosa... y es que el amor de Nues­
tro Señor revélase lo mismo en el alma más sencilla, que
no opone ningún obstáculo a su gracia, como en la más su­
blime. En efecto, propio del amor es humillarse; si todas las
almas se asemejasen a las de los Santos Doctores que ilumi­
naron la Iglesia, parece que Dios no descendería bastante
bajo llegándose a ellas. Pero ha creado también al niño des­
valido, que no sabe sino gemir débilmente; ha creado al
pobre salvaje, sin más brújula para gobernarse que la ley
natural, y hasta esos corazones se digna bajar. Estas son flo­
res del campo, cuya sencillez le enamora; y por el solo hecho
de descender tan bajo, muestra el Señor su infinita grande­
za. A la manera como el sol alumbra a la vez el alto cedro
y la florecita, ilumina el Astro divino cada alma en particu­
lar, sea grande o pequeña, y todo lo encamina a su bien; al
igual que en la naturaleza están dispuestas las estaciones
de manera que a su debido tiempo florezca hasta la más hu­
milde margarita.

Sin duda se preguntará sorprendida, Madre mía, adonde


quiero ir a parar con estos preámbulos que en nada se rela­
cionan con mi vida; pero ¿no me ha ordenado que exprese
sin trabas de ninguna especie lo que naturalmente me ven­
ga al pensamiento? No es, pues, mi vida, propiamente dicha
la que encontrará en estas páginas, sino más bien mis pen-
samientos acerca de las gracias que se ha dignado conceder­
me Nuestro Señor. Me encuentro en aquella época de mi
existencia en que puedo echar una ojeada a lo pasado; ha
madurado mi alma en el crisol de las pruebas interiores y

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4 Una rosa deshojada

exteriores. Hoy, cual la flor después déla tormenta, le­


vanto la cabeza y veo que se realizan en mí las palabras del
salmo.
El Señor me pastorea, nada me faltará El me ha coloca­
do en lugar de pastos: me ha conducido junto a unas aguas
que restauran y recrean. Me ha conducido por los senderos de
la justicia... De esta suerte, aun que caminase yo por medio de
las sombras de la muerte, no temeré ningún desastre; porque
tú estás conmigo 0).
Sí, siempre ha sido el Señor conmigo compasivo y benig­
no, tardo en airarse, y de gran clemencia (%). Por tanto, es
dicha verdadera para roí celebrar sus inefables beneficios al
referirlos a V. R., Madre mía. Voy, pues, a escribir la histo­
ria de esta Jlorecilla cogida por Jesús, pero para V. R. sola­
mente; con esta convicción, hablaré con entera confianza, sin
cuidarme del estilo ni de las muchas digresiones que haré;
el corazón de una Madre entiende siempre a su hija, aunque
sólo sepa ésta balbucear; tengo, pues, la seguridad de que
V. R. me comprenderá y me adivinará.
Si una florecita tuviera el don de la palabra, me parece
que diría con sencillez cuánto ha hecho Dios por ella, y no
intentaría ocultar sus hechizos. A pretexto de humildad, no
diría que carece de gracia y de fragancia, que el sol ha des­
colorido su esplendor y que la tormenta tronchó su tallo, te­
niendo la convicción de que es todo lo contrario. La flor que
va a referir su historia se regocija al tener que publicar las
atenciones verdaderamente gratuitas de Jesús. Reconoce que
nada hay en ella capaz de atraer sus divinas miradas; que
sólo su misericordia la ha colmado de bienes. El es quien la
hizo nacer en una tierra santa, saturada de fragancia virgi­
nal; El es quien permitió que ocho lirios resplandecientes de
blancura la precedieran. Su amor quiso preservarla del en­
venenado soplo del mundo, y cuando apenas comenzaba a
entreabrirse su corola, la trasplantó este Divino Maestro
a la Montaña del Carmelo, selecto jardín de la Virgen
María.
En breves palabras acabo de resumir lo que Dios ha he­
cho conmigo, Madre mía; entraré ahora en los detalles de(I)

(I) Salmo XXII, 1, 2, 3, 4.


'. (2) Salmo CII, 8.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—I 5
mi infancia: sé que para cualquiera otra persona resultaría
enojosa esta relación, pero su corazón de Madre se compla­
cerá en leerla.

Hasta mi entrada en el Carmelo, distingo en la historia dé


mi alma tres períodos muy bien determinados: a pesar de su
corta duración, no es el primero menos fecundo en recuerdos
que los otros; abarca desde el despertar de mi razón hasta la
partida de mi madre a la patria
celestial, es decir, hasta la edad de
cuatro años y ocho meses.
Dios, en su misericordia, abrió
mi inteligencia muy temprano,
como si quisiera hacerme conocer
y apreciar la madre incomparable
que me había dado y que desgra­
ciadamente tan pronto me arreba­
tó su divina voluntad, para coro
narla en el cielo. Los recuerdos de
mi infancia han quedado tan pro­
fundamente grabados en mi me­
moria, que los hechos me parece
que sucedieron ayer.
El Señor se ha complacido en
rodear de cariño mi vida entera;
mis primeros recuerdos están lle­
nos de tiernas sonrisas y caricias. La Casa donde nació/Te-
Mas no sólo me prodigó este amor, resita en Alen?ón
sino que también lo infundió en
mi corazón, haciéndolo tierno y sensible. No es posible ima­
ginar hasta qué punto amaba yo a mi padre y a mi madre!
Mi índole, naturalmente expansiva, les demostraba este amor
de mil maneras; hoy no puedo menos de reirme al recordar
los medios que empleaba en aquella época de mi vida.
Se ha servido V. E. entregarme las cartas que dirigía mi
madre a mi hermana Paulina, cuando ésta era educanda en la
Visitación de Mans; recuerdo perfectamente todos los acon­
tecimientos que en ellas refiere, pero me será más fácil
citar sencillamente algunos párrafos de estas lindas cartas, a

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6 Una rosa deshojada

veces demasiado lisonjeras para mí, pues hay que tener pre­
sente que fueron dictadas por el amor maternal.
He aquí algunas líneas de mi madre, en confirmación de
lo que yo decía respecto al modo de demostrar mi cariño a
mis padres:

¡La chiquitína es un diablillo sin rival, que me acaricia deseándome


la muerte! ¡Ay cuánto me gustaría que te murieras, mamá/—me dice;—y
al regañarla yo por tan extrañas palabras, me contesta con aire muy
sorprendido:—/ Pero si yo lo digo para que te vayas al cielo, ya que tú afir­
mas que oara ir allá ha de morirse uno!—Cuando la dominan estos ex­
tremos ae amor, también le desea la muerte a su padre.
Esta hija de mi alma no me quiere dejar un momento. Continuamen­
te está pegada a mí; a todas partes me sigue con alegría, particular­
mente al jardín; pero no quiere quedarse en él si yo no estoy con ella;
llora de tal manera, que se ven obligados a traérmela. No hay quien le
haga subir la escalera sólita, si no es llamando a cada escalón: ¡Mamá!,
/mamál Tantos escalones, tantos mamás. Y si, por desgracia, dejo de
contestarle una sola vez: Aquí estoy, hijita mía, se para en seco, sin
avanzar ni retroceder un paso.

Iba yo a cumplir tres años cuando escribía mi madre lo


siguiente:

...El otro día me preguntaba Teresita si iría al cielo. Si eres muy bue-
na, sí que irás—le contesté.—¡Ay mamá!—me replicó entonces;—no
fuera buena, ¡fue iría al infiemot... Pei'o yo haría una cosa; me ii'ía vo­
lando al cielo, y tú allí me apretarías muy fuerte en tus brazos, y Dios no
podría separarme de ti! Leí claramente en sus ojos que estaba persuadi­
da de que Dios nada podría si se escondía on los brazos de su madre.
María ama mucho a su hermanita, porque es una niña que no nos da
más que alegrías. Es su franqueza extraordinaria; graciosísimo es verla
correr tras de mí para hacerme su confesión: Mamá, he empujado a Ce­
lina, le he pegado una vez, pero no volveré a hacerlo más.
En cuanto comete la menor trastada, ha de enterarse todo el mundo.
Ayer, porque rasgó sin quererlo una esquinita del papel de la pared,
daba lástima ver como se puso, pidiendo en medio de sus lágrimas que
se lo dijeran al punto a su padre. Cuando entró éste en casa, cuatro
horas después de lo sucedido, nadie se acordaba ya de nada, pero ella
corrió a decirle a María: Cuéntale pronto a 'papá que he rasgado el papel.
Y como un criminal que espera su sentencia, aguarda ella su condena;
se le ha metido en la cabecita que si se acusa de su falta, la perdona­
rán más fácilmente,

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Sor Teresa del Niño Jesús.—I 7
Al ver aquí el nombre de mi querido papá, me vienen a la
memoria mil recuerdos alegres de aquella dichosa edad. Siem­
pre que entraba en casa, corría invariablemente a su encuen­
tro, me sentaba en una de sus botas, y en esta posición, me
paseaba por las habitaciones y por el jardín todo el tiempo
que se me antojaba. Decíale mi madre riendo que hacía siem­
pre mi santa voluntad, y él le contestaba: <¡Qué quieres, si
es la reina de la casa!» Y estrechándome en sus brazos, me
levantaba muy alto, me sentaba en sus hombros, me besaba
y acariciaba de mil maneras.
Mas de ningún modo puedo decir que me mimara. Recuer­
do muy bien que un día que me balanceaba en el columpio,
pasó él y me llamó diciendo: ¡ Ven a darme un beso, reina
mía! Contra mi costumbre, no quise ir y le respondí con aire
de terquedad: Moléstate en venir, papá. Se marchó sin hacer­
me caso, e hizo muy bien. Pero María, que se hallaba presen­
te, me dijo: Chiquilla mal educada, ¡cómo se entiende con­
testar así a su padre! La lección hizo efecto, salté al punto
del fatal columpio y en toda la casa resonaron mis acentos
de contrición. Subí corriendo la escalera, mas esta vez sin
gritar mamá a cada escalón; mi único pensamiento era recon­
ciliarme con mi buen papá, lo cual fué cuestión de un mo­
mento.
Inmediatamente que cometía una falta, reconocía mi ye­
rro y no podía soportar un momento la idea de haber con­
tristado a mis padres, como lo demuestra este otro rasgo de
mi infancia, relatado con tanta naturalidad por mi misma
madre:

Una mañana quise darle loa buenos días a Teresita antes de bajar.
Como me parecía profundamente dormida en su camita, no me atreví
a despertarla; pero me dijo María: ¡Estoy segura de que hace la dormida,
mamá! Entonces me incliné para besarla en la frente; mas se escondió
precipitadamente debajo de las sábanas, dicióndome con tono de niña
mimada: No quiero que me vean. Esto me desagradó y se lo di a enten­
der. No habían transcurrido dos minutos, cuando rompió a llorar amar­
gamente, y de pronto, con gran sorpresa mía, la vi a mi lado. Había
saltado sólita de la cama, había bajado la escalera con los pies descal­
zos, enredándose en su camisa de dormir, más larga que ella, y con la
carita inundada de lágrimas, me dijo, echándose a mis pies: ¡Mamá,
mamá, he sido mala, perdóname! ¡Bien pronto quedó perdonada! Levan­
té a mi querubín, y estrechándola contra mi corazón, la cubrí de be-
eos.

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8 Una rosa deshojada

Recuerdo también el gran cariño que sentí desde entonces


por mi hermana mayor, María, que acababa de terminar sus
estudios en la Visitación. Sin darlo a entender, fijaba mi
atención en todo lo que pasaba y decían en torno mío; me
parece que juzgaba las cosas tal como ahora. Estaba muy
quieta y obedecía en todo a mi hermana María, con tal de
alcanzar el favor de ser admitida en su cuarto durante las
lecciones que daba a Celina, lecciones que escuchaba yo
atentamente. En recompensa, me colmaba de regalos, los
cuales, a pesar de su poco valor, me proporcionaban grandí­
sima alegría.
Verdaderamente, sentíame orgullosa y satisfecha de mis
dos hermanas mayores; pero como me parecía que Paulina
estaba muy lejos, todo el santo día no pensaba más que en
ella. Cuando apenas empezaba a hablar y mé preguntaba
mi madre: ¡En qué piensas?, invariablemente le respondía:
En Paulina. Oí decir algunas veces que Paulina sería monja,
y sin saber apunto fijo lo que significaba esto, pensaba: ¡Yo
también seré monja! Este es uno de mis primeros recuerdos;
desde entonces jamás cambié de resolución. Fué, pues, el
ejemplo de esta querida hermana la que me atrajo desde la
edad de dos años en pos del celestial Esposo de las vírgenes.
¡Cuántos dulces recuerdos quisiera confiarle aquí, Madre
mía, acerca de mis relaciones con Paulina! Pero me alarga­
ría demasiado.
Mi querida Leontina ocupaba también lugar preferente
en mi corazón; me quería mucho, y cuando volvía del cole­
gio, mientras la familia estaba de paseo, se quedaba conmi­
go; todavía me parece escuchar su dulce voz y las bonitas
cantinelas que me cantaba para hacerme dormir. Recuerdo
perfectamente la ceremonia de su primera Comunión. Mi
madre, siguiendo la piadosa costumbre de las familias aco­
modadas de Alengón, vistió a una niña pobre, que fué la
compañera de mi hermana en aquel bendito día. También
me acuerdo muy bien de ella; no se separó un instante de
Leontina, y por la noche, en el convite de la familia, le re­
servaron el sitio de honor. Desgraciadamente, era yo muy
pequeña para asistir a este piadoso festín; pero algo parti
cipe de él. gracias a la bondad de mi padre, que vino a los
postres a traer a su reinecita un dulce del ramillete cen­
tral,

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Sor Teresa del Niño Jesús.—I 9
Bástame ahora hablar de mi compañerita de infancia, de
mi Celina. Son tantísimos los recuerdos que conservo de ella
a esa edad, que no sé cuáles escoger. Las dos nos entendía­
mos perfectamente, pero yo era mucho más viva y menos
ingenua que eila. La siguiente carta le demostrará, Madre
mía, a qué extremo llegaba su mansedumbre y a qué otro mi
maldad. Tenía yo entonces cerca de tres años y Celina seis
y medio.
«Mi Calinita es muy inclinada a la virtud; en cuanto al huroncito, no
se sabe adn qué tal será. ¡Es tan chiquitín y atolondrado! Es una niña
muy inteligente, pero mucho menos cariñosa que su hermana, y sobre
todo de una terquedad casi invencible. Cuando dice que no, nada le
hace ceder; antes pasaría todo el día y la noche entera encerrad» en el
sótano, que decir que sí»

Tenía yo además un defecto que no menciona mi madre en


sus cartas; tai era un amor propio excesivo. Como muestra,
citaré dos ejemplos:
Un día, queriendo probar mi madre hasta dónde llegaba
mi orgullo, me dijo sonriendo: Teresita, si besas el suelo, te
daré cinco céntimos. Cinco céntimos eran para mí una fortu­
na, y para ganarlos en aquella ocasión, no tenía que rebajar
mucho mi grandeza, pues mi exigua personita se elevaba
muy poco sobre el suelo. Esto no obstante, se rebeló mi orgu­
llo, y poniéndome muy tiesa, contesté a mamá: ¡Ah, no, ma­
mita, prefiero quedarme sin los cinco céntimosl
En otra ocasión, teníamos que ir a casa de unos amigos que
vivían en el campo. Mamá le dijo a María que me pusiera
mi mejor vestidito, recomendándole que no me dejara los
brazos al aire. No repliqué ni una palabra, y hasta demostró
la indiferencia que deben tener los niños a esa edad; pero
pensé interiormente: ¡Hubiera estado mucho más linda con
mis bracitos al aire!
Me hago muy bien cargo de que, con semejante naturale­
za, a no haber sido educada por padres virtuosos, hubiera
sido muy mala andando el tiempo, y aun quizás me hubiera
condenado eternamente. Pero Jesús velaba por su pequeña
esposa, e hizo que estos mismos defectos le sirvieran para su
bien, a fin de que, combatidos a tiempo, la movieran a ade­
lantar en la perfección. Efectivamente, bastaba que me dije­
ran una sola vez; «Tal cosa no se hace», para que el amor

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10 Una rosa deshojada

Í>ropio y el amor al bien me impidieran volver a hacerla. Por


as cartas de mi querida mamá, veo con gusto que, conforme
iba creciendo, le daba más consuelos; los buenos ejemplos
que tenía siempre ante mi vista, me impulsaban a imitarlos;
vea V. R. lo que escribía mi madre en 1876:
«Hasta Teresa se empeña en hacer sacrificios. María dió a sus herma-
nitas unos rosarios hechos exprofeso para contar los actos de virtud, y
es curioso ver cómo Teresa mete la mano en su bolsillito cien veces al
día para correr una cuenta de su rosario cada vez que hace un sacrificio.
Es graciosísimo también oir las conversaciones espirituales que sostie­
nen las dos hermanitas entre sí. El otro día preguntaba Celina: ¡Cómo
es posible que Dios esté en una hostia tan pequeñal—Contestóle Teresa: No
es tan extraño, puesto que Dios es todopoderoso.—¡Qué quiere decir todopo-
dei'osot — Quiere decir que hace todo lo que quiere.
Las dos son inseparables y no necesitan de nadie para distraerse. El
ama regaló a Teresa un gallo y una gallina de raza pequeña; pues al
punto la nena dió el gallo a su hermana. Cada día, después de comer,
coge Celina con gran destreza su gallo; atrapa luego la gallina de su
hermana, y van las dos con sus animalitos a sentarse al lado del fuego,
jugando allí gran rato.
Una mañana tempranito se le ocurrió a Teresa pasar a la cama de
Celina. La niñera la buscaba para vestirla; por fin la descubrió, mas la
niña, besando a su hermana y extrechándola muy fuerte entre sus bra­
zos, le dijo: Déjeme, Luisa, ¡no ve Vd. que nos pasa como a las dos galli-
nitas blancast ¡No podemos separar nos1

Era mucha verdad; yo no podía pasar un momento sin


Celina. Prefería no concluir de comer mis postres a dejar de
seguirla en cuanto se levantaba de la mesa; revolvíame en­
tonces en mi elevada silla, hasta que me bajaban y nos íba­
mos a jugar juntas.
Era yo demasiado pequeña para asistir los domingos a la
Misa Mayor, por lo que mamá se quedaba en casa conmigo.
Entonces ponía especial cuidado en portarme muy bien; an­
daba de puntillas para no hacer ruido, pero en cuanto oía
abrir la puerta, mi júbilo era indecible; desalada corría al
encuentro de mi hermanita pidiéndole el pan bendito, que
invariablemente me traía. A este regalo le llamaba yo mi
misa. Olvídesele cierto día, por lo que, perplejas, nos pre­
guntamos: ¿Quéharemos?... Pues de ninguna manera podía
yo pasarme sin él. De pronto una idea luminosa cruzó por
mi mente: «¿No tienes pan bendito? Bueno, pues, hazlo.) ~
Abrió entonces el armario, y cortando un pedacito de pan,

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Sor Teresa del Niño Jesús.—I 11
rezó ante él un Avemaria con tono solemne, y me lo presen­
tó triunfante. Yo, haciendo la señal de la cruz, lo comí con
gran devoción, encontrándole el mismo sabor que al pan
bendito.
Considerándose sin duda Leontina demasiado crecida pa­
ra jugar a muñecas, vino un día á nuestro encuentro con
una cesta llena de vestidos, de bonitos retazos de telas de
varios colores y otros adornos, y acostad ita encima de todo,
su muñeca. Tomad, hermanitas, escoged lo que queráis nos
dijo.—Celina echó una ojeada sobre todo aquello y eligió un
ovillo de seda. Yo. tras un momento de reflexión, alargué la
mano diciendo: / Yo lo escojo todo! Y sin más cumplidos, me
llevó la cesta, la muñeca y cuanto aquélla contenía. Este ras­
go de mi infancia resume, por decirlo así, mi vida entera.
Cuando vislumbró más tarde la perfección, comprendí que,
para llegar a ser santa, era preciso padecer muchísimo,aspi­
rar siempre a lo más perfecto y olvidarse de sí misma. Com­
prendí que hay muchos grados de perfección, y que el alma
es libre de responder como quiera a las insinuaciones de
Nuestro Señor, que tiene la libertad también de hacer poco
o mucho por su amor; en una palabra, que puede escoger en­
tre los sacrificios que le pide Dios. Entonces, como en los
días de mi niñez, exclamó: ¡Dios mió, lo escojo todo! No quie­
ro ser santa a medias; no tengo miedo de sufrir por Vos, tan
sólo temo una cosa, conservar mi voluntad; tomadla, pues
descojo todo lo que Vos queréis!>
Pero olvido, Madre carísima, que no he de hablar aún de
mi juventud; soy todavía la pequeñuela de tres a cuatro
años.
Me acuerdo de un sueño que tuve entonces y que se gra­
bó profundamente en mi memoria. Soñé que me paseaba so­
la por el jardín, cuando de repente vi cerca del emparrado
dos espantosos diablillos que bailaban sobre un barril de
cal, con agilidad asombrosa, a pesar de las fuertes cadenas
que llevaban en los pies. Me miraron echando fuego por los
ojos, y después, como poseídos de temor, los vi precipitarse,
en un abrir y cerrar de ojos, en el fondo del barril. Volvie­
ron a salir al punto por no sé qué rendija, y echaron a co­
rrer, escondiéndose, por último, en la ropería, que daba al
jardín. Al verlos tan poco valientes, quise saber lo que iban
a hacer, y dominando mi primer movimiento de terror, me

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12 Una rosa deshojada

acerqué a la ventana... Los pobres diablillos corrían por en­


cima de las mesas huyendo de mi vista De cuando en cuan­
do, se acercaban inquietos a espiar por los cristales, y al
verme allí todavía, comenzaban de nuevo su desesperada ca­
rrera
Este sueño no tiene nada de extraordinario; creo, con to­
do, que Dios se sirvió de él para darme a entender que un
alma en estado de gracia no tiene nada que temer del de­
monio, que es cobarde, pronto a huir ante la mirada de un
niño.
¡Qué feliz era yo en aquella edad, Madre mía! No sólo co­
menzaba a gozar de la vida, sino que la virtud encerraba
mil hechizos para mí. Paréceme que me encontraba enton­
ces en Jas mismas disposiciones que hoy, con gran dominio
de todas mis acciones. Tenía la costumbre de no queiar-
menunca cuando me quitaban algo mío; si me acusaban
injustamente, prefería callar, sin excusarme, mas en ello
no había mérito alguno por mi parte, pues lo hacía natural­
mente.
¡Ah, con qué rapidez pasaron aquellos años llenos de luz
de mi tierna infancia! ¡Qué impresión tan suave dejaron en
mi alma! Recuerdo aún complacida los paseos del domingo,
en los que nos acompañaba siempre mi buena madre. Toda­
vía experimento los profundos y poéticos afectos que nacían
en mi corazón a la vista de los campos de trigo esmaltados
de amapolas, acianos y margaritas. Gustábame ya enton­
ces extender mi vista por el lejano horizonte; gustábame
contemplar el espacio, los altos árboles; en una palabra,
toda la naturaleza hechizaba y transportaba mi alma al pa­
raíso.
Durante aquellos largos paseos, encontrábamos a menudo
algunos pobres; siempre era Teresita la encargada de darles
limosna, y con ello gozaba extraordinariamente. Muchas ve­
ces también encontraba mi buen Padre demasiado largo el
camino para su reinecita, por lo que con gran disgusto de
ella, la hacía presto volver a casa; mas al regresar, me traía
siempre Celina, para consolarme, su lindo canastillo lleno
de margaritas.
En verdad puedo decir que todo en la tierra me sonreía;
mi camino estaba sembrado de flores, mi genio alegre con­
tribuía en mucho a hacerme la vida agradable. Pero iba a

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Sor Teresa del Niño Jesús.—I 13
comenzar una nueva fase: a la que tan pronto había de ser
esposa de Jesús, tocábale sufrir desde la niñez. Al igual que
las flores de la primavera empiezan a germinar bajo la nieve,
abriéndose a los primeros rayos del sol, la florecita, cuyos re­
cuerdos escribo, tuvo que pasar por el invierno de la tribula­
ción y llenar su tierno cáliz del rocío de las lágrimas...

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CAPITULO II
Muerte de su madre. - <Les Büissonnetsx—
Amor paterno.— Primera confesión.— Las
VELADAS DE INVIERNO. - VlSIÓN PRO-
FÉTICA.

odos los pormenores de la enfermedad de


mi madre han quedado profundamente
grabados en mi corazón, particularmente
las últimas semanas que pasó en la tierra.
Celina y yo parecíamos unas pobrecitás
desterradas. Todas las mañanas
venía a buscarnos la señora X**
y pasábamos el día en su casa.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—II 1$
Una vez no tuvimos tiempo de rezar nuestras oraciones
antes de salir; mi hermanita me indicó en voz baja por el
camino: ¿Diremos que no hemos hecho la oración? - Ya lo
creo — le respondí. Confió entonces ella tímidamente su se­
creto a aquella señora, la cual nos dijo: Ahora podréis ha­
cerla, hijitas mías. Y dejándonos en una habitación muy
grande, se marchó. Celina me miró sorprendida... Yo no lo
estaba menos; por eso exclamó: ¡Ay, no es como mamá! Siem­
pre nos hacía rezar con ella.
A pesar de las distracciones que se esforzaban en procu­
rarnos, el pensamiento de nuestra querida madre nos perse­
guía de continuo durante el día. Recuerdo que dieron a mi
hermana un hermoso albaricoque; llegándose a mí, me dijo:
No lo comeremos, se lo daré a mamá. Mas ¡ay! nuestra que­
rida madre estaba demasiado enferma para comer las frutas
de la tierra; sólo debía saciarse ya de la gloria de Dios; pron­
to debía beber con Jesús el misterioso vino de que habló en
la última Cena, prometiendo compartirlo con nosotros en el
reino de su Padre.
La conmovedora ceremonia de la Extremaunción quedó
grabada en mi alma; todavía me parece ver el lugar donde
me hicieron arrodillar; todavía oigo los sollozos de mi pobre
padre... Mi madre dejó este mundo el 28 de Agosto de 1877,
a los 46 años. Al día siguiente de su muerte, tomándome en
brazos mi buen padre, me dijo: Ven a besar por última vez
a tu mamá. Yo, sin pronunciar palabra, acerqué mis labios
a la helada frente de mi adorada madre.
No recuerdo haber llorado mucho, pero a nadie comuni­
caba los profundos sentimientos que embargaban mi cora­
zón: observaba y escuchaba en silencio. Veía muchas cosas
que hubieran querido ocultarme, y hubo un momento en
que me encontré sola frente al ataúd, que habían colocado
de pie en el pasillo. Nunca había visto ninguno, pero com-
Íyrendí para qué servía. Permanecí gran rato contemplándo
o; era yo tan pequeña, que tenía que levantar mucho la ca­
beza para verlo por entero, y me parecía muy grande, muy
triste...
Quince años después, me encontraba ante otro ataúd, el
de nuestra santa Madre Genoveva (1), Todos estos recuerdos1
(1) Esta venerada Madre profesó en el Carmen de Poitiers y de allí

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16 Una VOsa deshojada

de mi infancia acudieron en tropel a mi memoria; la Teresi-


ta de entonces había crecido; ya no le parecía grande el
ataúd; no levantaba la cabeza para mirarlo, sino para con­
templar el cielo, que le parecía muy alegre, pues las tribula­
ciones habían madurado y templado su alma de tal modo,
que nada en la tierra podía entristecerla.
Al morir mi madre, Dios no me dejó del todo huérfana: el
mismo día que recibía cristiana sepultura, me dió otra ma­
dre, dejándome la libertad de escogerla. Estábamos reunidas
las cinco hermanas mirándonos tristemente, y al vernos tan
desconsoladas, se enterneció nuestra criada y exclamó mi­
rándonos a Celina y a mí: /Pobrecitas niñas, ya no tenéis
madreI Entonces Celina, echándose en brazos de María, le
dijo: ¡Ahora serás tú nuestra mamá! Yo solía imitaren todo
a Celina; en esta circunstancia debía haberlo hecho más que
nunca; pero pensé que quizás Paulina tendría pena y que se
sentiría demasiado sola sin tener una hijita propia; la miró
con cariño, y escondiendo mi cabecita en su pecho, dije:
¡Pues para mí, Paulina será mi mamá!
En esta época, según llevo ya dicho, empieza el segundo
período de mi vida, el más triste y doloroso, sobre todo des­
de la entrada en el Carmen de la que había escogido para
mi segunda madre. Este período comprende desde la edad
de cuatro años y medio hasta la de catorce, fecha en que vol­
ví a recobrar mi carácter de niña, sin dejar por ello de com­
prender cada vez más la parte seria de la vida.
Debo advertirle, venerada Madre, que después de la muer
te de mamá, cambié por completo de carácter; antes era vi­
va, expansiva y alegre; ahora tímida, dulce, de exagerada
sensibilidad. Bastaba una mirada a veces para que me des­
hiciera en lágrimas; no me gustaba que se cuidaran de mí;
el trato de los extraños se me hacía insoportable; sólo volvía
a recobrar mi alegría en la intimidad de la familia, donde
seguía rodeada de las mayores atenciones y delicadezas. El
corazón naturalmente afectuoso de mi padre, parecía enri-
pasó a fundar el de Lisieux en 1838. En ambos monasterios se guarda
de ella piadosa memoria. Practicó constantemente las más heroicas vir­
tudes, bajo la sola mirada de Dios, y coronó su vida, llena de buenas
obras, con una muerte santísima, el 5 de Diciembre de 1891, a los 86
años de edad. Véase La fundación del Carmen de Lisieux y sufundadora
la Rtv. Madre Genoveva de Santa Teresa.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—IÍ ti

quecido de un amor verdaderamente inagotable; mis herma­


nas eran para mí tiernas y desinteresadas madres. Si Dios
no hubiera hecho descender sobre su florecita sus bienhe­
chores rayos, jamás hubiera podido aclimatarse en la tierra.
Demasiado tierna todavía para soportar la lluvia y las tor­
mentas, le era necesario mucho calor, suave rocío y brisas
primaverales. Nada de esto le faltó, ni siquiera bajo la nieve
de la tribulación.

Poco después de nuestra desgracia, tomó mi padre la reso­


lución de abandonar a Alengón, yéndonos a vivir a Lisieux,
con objeto de estar cerca de un tío nuestro, hermano de mi
madre. Hizo mi padre este sacrificio, tan grande y merito­
rio, para que mis hermanas, demasiado jóvenes todavía pa­
ra tener experiencia, estuvieran bajo la dirección de mi que­
rida tía, sirviéndonos ésta, en cierto modo, de madre. No
tuve ningún sentimiento de abandonar mi ciudad natal; a
los niños les gusta el cambio y todo lo que se sale de lo or­
dinario; por eso me trasladé con gusto a Lisieux. No me he
olvidado del viaje; llegamos de noche a casa de mi tío, y to­
davía veo a mis primitas, Juana y María, esperándonos a la
puerta de la casa con mi tía. ¡Ah, cuánto agradeció mi cora­
zón el cariño que nos demostraron nuestros parientes!
Al siguiente día
nos instalamos en
nuestra nueva vi­
vienda, conocida con
el nombre de <Les
Buissonnets»; esta­
ba situada en un so­
litario barrio, vecino
del hermoso paseo
llamado «Jardín de
la Estrella». La casa
alquilada por mi pa­
dre me pareció pre­
ciosa; tenía un her­ Los «Buissonets», casa en donde vivió Te-
moso mirador desde resita desde los 4 a los 15 años.
donde se disfrutaba La cruz indica su habitación (Lisieux)
4

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18 Una rosa deshojada

de espléndido y extenso panorama. Delante de la fachada


había un jardín inglés, muy bien cuidado, y detrás un her­
moso huerto; todo esto era feliz novedad para mi infantil
imaginación. En otra parte, según he dicho ya, me conside­
raba como desterrada, lloraba, echaba de menos a mi ma­
dre; pero allí se dilataba mi corazoncito sonriendo todavía
a la vida. En efecto, esta alegre morada fué teatro de mu­
chas alegrías y de inolvidables escenas de familia.
Me despertaban las caricias de mis hermanas; junto cón
ellas, rezaba mi oración de la mañana, y luego, daba mi lec­
ción de lectura con Paulina. Todavía recuerdo que la pala­
bra cielo fué la primera que pude leer sola. Terminada la
clase, subía al mirador, sitio predilecto de mi padre. ¡Qué
alegría la mía cuando podía anunciarle que había merecido
buena calificación!
Todas las tardes iba a dar con él un paseíto y a visitar el
Santísimo Sacramento, cada día en una iglesia diferente. De
este modo entré por primera vez en la capilla del Carmen.
¿Ves, reina mía? — me dijo papá; detrás de esa gran reja
hay muchas santas religiosas que alaban siempre a Dios.
¡Qué lejos estaba yo de pensar que nueve años después me
encontraría entre ellas, y que en este bendito Carmen reci­
biría tan grandes mercedes!
A la vuelta del paseo, cumplía mis tareas escolares, y el
resto del día brincaba y jugaba en el jardín, bajo la mirada
de mi buen padre. No sabía jugar a muñecas; mi mayor di­
versión consistía en preparar tisanas con semillas y cortezas
de árboles; cuando tomaban un bonito color, las ofrecía al
punto a papá en una linda tacita, que daba verdaderamente
deseos de saborear el contenido. Mi cariñoso padre dejaba
en el acto su trabajo, y sonriendo hacía como si bebiera.
También me gustaba cultivar flores, y me divertía levantan­
do altarcitos en un hueco que por suerte se encontraba en
medio de la pared de mi jardín. Cuando todo estaba listo,
corría a llamar a papá, quien por darme gusto se extasiaba
ante mis maravillosos altares, admirando lo que consideraba
yo como obra maestra. No acabaría nunca si quisiese referí:
todos los recuerdos de esta clase que conservo en mi memo­
ria; jamás podré explicar todas las ternuras que mi incom­
parable padre prodigaba a su reinecita. De gran felicidad
eran para mí los días en que mi querido rey, como me gus-

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Sor Teresa del Niño Jesús.—II 19
taba llamarle, me llevaba a pescar. Algunas veces probaba
yo también con mi cañita de pesca, pero prefería sentarme
algo retirada en el florido prado. Allí, sin saber lo que era
meditar, se sumergía mi alma en verdadera oración, y mis
Ípensamientos se tornaban profundos. Gozaba de aquella so­
edad escuchando los ruidos lejanos y el murmurio del vien­
to; a veces llegaban a mis oídos algunas notas perdidas de
la música militar de la ciudad, llenando mi corazón de sua­
ve melancolía. Parecíame la tierra un lugar de destierro, y
soñaba en el cielo.
De este modo se pasaba la tarde volando; se acercaba la
hora de volver á los Buissonnets, pero antes de recoger los
utensilios de pesca, tomaba la merienda que llevaba prepa­
rada en mi cestita Mas ¡ay! la hermosa rebanada de pan
con dulce, preparada por mis hermanas, había cambiado de
aspecto; ya no tenía su vivo color rojo, sino sólo de rosa des­
colorida y marchita. Entonces la tierra me parecía todavía
más triste, y pensaba que sólo en el cielo gozaría de una ale­
gría serena, sin nubes.
A propósito de nubes: hallándonos en el campo cierto día,
encapotóse el hermoso cielo azul, y comenzó a rugir con
fuerza la tempestad, acompañada de deslumbradores relám­
pagos. Yo me volvía a derecha e izquierda, sin querer per­
der nada de aquel majestuoso espectáculo, y vi caer un ra­
yo en un prado cercano. Lejos de atemorizarme en lo más
mínimo, me llené de contento, parecióndome que Dios es­
taba cerca de mí. No le sucedió lo mismo a mi querido pa­
dre, pues menos satisfecho que yo, me sacó de mi arroba­
miento tomándome en sus brazos, a pesar de sus utensilios
de pesca. Teníamos que atravesar muchos prados para to­
mar la carretera. La hierba y las margaritas, más altas que
yo, brillaban cuajadas de piedras preciosas; yo las contem­
plaba casi lamentando no verme cubierta e inundada de tan
hermosos diamantes.

Me parece no haber dicho que durante mis paseos diarios,


tanto en Lisieux como en Alengón, daba limosna muy a
menudo a los pobrecitos que encontraba. Un día vimos a
un pobre viejo que se arrastraba trabajosamente sobre unas

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2Ó Una rosa deshojada

muletas; me acerqué para darle mi monedita, mas él, fijan­


do en mí una mirada intensa y triste, sacudió la cabeza con
dolorosa sonrisa y rehusó mi limosna. No puedo explicar lo
que pasó en mi corazón. Yo deseaba consolarle, aliviarle, y
en vez de esto, tal vez acababa de humillarle, de darle pena.
Sin duda adivinó mi pensamiento, pues le vi volverse y son-
reirme de lejos. Como mi buen padre acababa de comprarme

un pastel, entráronme entonces grandes deseos de correr


tras del anciano y dárselo, pensando: (No ha querido dine­
ro, pero seguramente aceptaría un pastel.) A pesar de
esto, no sé qué temor me retuvo; estaba tan apenada, que
casi no podía contener las lágrimas. Acordéme entonces de
haber oído decir que el día de la Primera Comunión se al­
canza cuanto uno pide, y esta idea me consoló al punto, pues
aunque no tenía más que seis años, pensé: (Rezaré por mi
pobre el día de mi Primera Comunión.) Cinco años más tar­
de, cumplí fielmente mi resolución. Siempre he creído que
mi infantil plegaria por aquel miembro dolorido de nuestro
Señor, fué bendecida y recompensada.
A medida que crecía, amaba más a Dios; muy a menudo
le ofrecía mi corazón, sirviéndome de la fórmula que me
había enseñado mi madre; me esforzaba en agradar a Je­
sús en todas mis acciones, poniendo especial cuidado en no
ofenderle jamás. A pesar de ello, cometí un día una falta
digna de ser referida en este lugar, porque es para mí ob­
jeto de humillación, y creo haber tenido de ella contrición
perfecta.
Era el mes de Mayo de 1878. Considerándome mis her­
manas demasiado pequeña para asistir a los ejercicios del

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Sor Teresa del Niño Jesús.—II 21
mes de María, todas las tardes hacía mis devociones en casa,
junto con la criada, ante un altarcito que arreglaba yo a mi
gusto. Era todo tan pequeño, los candelabros, los floreros,
etc., que bastaban dos cerillas largas para alumbrarlo per­
fectamente. En ocasiones, me daba Victoria la sorpresa de
traerme dos cabos de vela, para que durara más mi provisión
de cerillas, pero estotra muy contadas veces.
Nos disponíamos una tarde a hacer el mes de María.
iQuiere Vd empezar el < Acordaos» mientras yo enciendo?—
le dije. Hizo ademán de empezar, pero me miró y se echó
a reir muy alto. Yo véía que mis magníficas cerillas se con­
sumían rápidamente, por lo que le supliqué otra vez que
dijera pronto el Acordaos. A pesar de todo, ¡el mismo silen­
cio! ¡las mismas carcajadas! Entonces, en un arranque de in­
dignación, me levanté, y saliendo de mi habitual manse­
dumbre. di con el pie en el suelo con toda mi fuerza y le
grité: ¡Es Vd. muy mala, Victoria! A la pobre muchacha
se le heló la risa en los labios, me miró muda de extrañeza,
y me mostró, aunque por desgracia demasiado tarde, los dos
cabos de vela escondidos debajo de su delantal. Después de
haber llorado de cólera, derramó lágrimas de contrición, y
llena de vergüenza y desconsuelo, tomé la firme resolución
de no volver a hacerlo jamás.
Poco tiempo después, fui a confesarme. ¡Grato recuerdo!
Paulina me decía muchas veces: Teresita, no es a un hombre
sino a Dios mismo a quien vas a declarar tus pecados. Lle­
gué a convencerme de ello tanto, que pregunté muy en serio
si tendría que decirle al Rvdo Señor D.** que le amaba con
todo mi corazón, puesto que era Dios en persona a quien iba
a hablar. Bien enterada de cuanto tenía que decir, me puse
en el confesonario frente a frente del sacerdote, para verle
mejor y recibir su bendición con gran espíritu de fe, pues
habíame dicho mi hermana que en este momento solemne
las lágrimas de Jesús caían en mi alma para purificarla. Re­
cuerdo muy bien la exhortación que me hizo; trataba prin­
cipalmente de la devoción a la Santísima Virgen, y prometí
redoblar mi ternura con la que ocupaba ya puesto tan gran­
de en mi corazón. Al concluir, entregué mi rosarito al sacer­
dote para que lo bendijese, y me separé del confesonario tan
ligera y contenta, como nunca lo había estado. Era ya de
«oche; al pasar bajo un farol, me detuve, saqué el rosario

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22 Una rosa deshojada

recién bendecido de mi bolsillo, y empecé a darle vueltas en


todas direcciones. ¿Qué miras, Tét enla1 me preguntó Pau­
lina. - Miro cómo está hecho un rosario bendito. Esta inge­
nua respuesta divirtió mucho a mis hermanas. Durante lar­
go tiempo quedé penetrada de la gracia que había recibido,
y desde entonces quise confesarme en todas las grandes fies­
tas. Puedo decir que estas confesiones llenaban de alegría lo
íntimo de mi alma.
¡Las fiestas!... ¡Ah, cuán dulces recuerdos trae a mi mi-
moria esta palabra! ¡cuánto me gustaban! Sabían mis her­
manas explicarme tan bien los misterios que encierran, que
esos días déla tierra venían a ser para mí días del cielo. Me
gustaban sobre todo las procesiones del Santísimo Sacra­
mento. ¡Qué alegría poder sembrar de flores el camino por
donde pasaba Dios! Antes de dejarlas caer, las lanzaba muy
alto, gozando extraordinariamente cuando veía que mis ro­
sas deshojadas tocaban la Sagrada Custodia.
Si las fiestas solemnes eran pocas, en cambio cada sema­
na me traía una muy querida a mi corazón:el domingo. ¡Día
radiante, consagrado a Dios y al descanso! Toda la familia
asistía a la Misa Mayor; recuerdo aún que como la capilla que
ocupábamos estaba muy distante del pulpito, en el momen­
to del sermón teníamos que ir a buscar sitio en la nave cen­
tral; esto no era fácil, pero todo el mundo se apresuraba a
ofrecer sillas a Teresita y a su padre. Mi tío se alegraba de
vernos llegar a los dos, me llamaba su rayito de sol, y decía
que era un cuadro interesantísimo el de aquel venerable pa­
triarca llevando de la mano a su hijita. Yo no me cuidaba
poco ni mucho del efecto que producía; solamente me ab­
sorbía en escuchar con atención al sacerdote. El primer ser­
món que comprendí fué uno sobre la Pasión de Nuestro Se­
ñor que me dejó muy enternecida. Tenía cinco años y medio
y desde entonces pude comprender y apreciar el sentido de
todas las instrucciones.
Siempre que se trataba de Santa Teresa, se inclinaba mi
padre hacia mí, diciéndome al oído: Escucha bien, reinecita
mía; hablan de tu santa Patrona. Yo escuchaba, en efec­
to, pero confieso que miraba más a menudo a mi padre que
al predicador. ¡Me decía tantas cosas su hermosa fisonomía!
Llenábansele a veces los ojos de lágrimas, y en vano procu
raba contenerlas. Cuando escuchaba las verdades eternas,

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Sor Teresa del Niño Jesús.—II 23
diríase que no habitaba en la tierra; su alma parecía arro­
bada en otro mundo. Mas ¡ay! muy lejos estaba su carrera
de llegar al término; largos y dolorosos años debían transcu­
rrir todavía antes que el hermoso cielo se le abriera y enju­
gara el Señor con su divina mano las lágrimas amargas de
su fiel servidor.
Volviendo a mi día del domingo, recuerdo que pasaba es­
ta alegre fiesta rápidamente, pero con cierto dejo de melan­
colía. Nada turbaba mi felicidad hasta el Oficio de Comple­
tas; en esta hora, un sentimiento de tristeza embargaba a
mi alma; pensaba que al día siguiente tendría que empezar
otra vez la vida ordinaria: trabajar, estudiar las lecciones;
sentíase mi corazón desterrado en el mundo, suspirando por
el descanso del cielo, por el domingo sin ocaso de la verda­
dera patria.
Mi tía nos invitaba, por turno, a pasar la velada en su ca­
sa, lo cual me gustaba muchísimo. Escuchaba con grandísi­
mo placer cuanto decía mi tío; aun sus conversaciones serias
me interesaban, no sospechando él siquiera la atención que
a ellas prestaba. Pero cuando me sentaba en una de sus ro­
dillas y cantaba con voz potente «Barba Azul,» mezclábase
mi alegría de terror.
A eso de las ocho venía mi padre a buscarnos. Recuerdo
que por el camino iba yo contemplando las estrellas con un
arrobamiento indescriptible... Sobre todo fijaba mi vista con
delicia eu un grupo de perlas de oro en el profundo firma­
mento (el tahalí de Orion); observaba que tenía la forma de
una T - *** - y le decía a mi padre: «Mira, papá, ¡mi nombre
está escrito en el cielo!) Miraba a la tierra y todo lo de ella
me parecía feo: entonces rogaba a mi padre que me guiara
para no tropezar, y levantando muy alto mi cabecita, no me
cansaba de contemplar ni un momento la estrellada bóveda
celeste.

[Qué diré respecto a nuestras veladas de invierno en los


Buissonnets? Después de jugar una partida de damas, leían
mis hermanas el Año litúrgico y varias páginas de algún li­
bro interesante al par que instruct] vo. Mientras tanto, me

Biblioteca Nacional de España


24 Una rosa deshojada

acomodaba yo sobre las rodillas de mi padre; y terminada la


lectura, me cantaba éste con su hermosa voz melodiosas can­
tinelas, como si quisiera hacerme dormir. Apoyaba yo en­
tonces la cabeza sobre su corazón, meciéndome él suavemen­
te. Subíamos luego a rezar las oraciones de la noche, y me
arrodillaba también al lado de mi buen padre; no tenía más
que mirarle para saber cómo oran los santos. Rezadas las

Comedor de Les ¿Buieeonets»


oraciones, me acostaba Paulina, y ya en mi cama, le pregun­
taba invariablemente: ¿He sido buena hoy? ¿está Dios con­
tento de mí? ¿volarán los angelitos en torno mío?... La res­
puesta era siempre afirmativa; a no ser así, hubiera pasado
la noche entera llorando. Después de este interrogatorio,
venían a besarme mis hermanas y me quedaba sólita en la
obscuridad.
Considero como verdadera gracia que me acostumbrasen
desde pequeña a vencer el miedo. Muchas veces me manda­
ba Paulina a buscar algo en un cuarto apartado, sin admi­
tir réplica ni excusa alguna; esto me convenía, pues de lo
contrario, hubiera sido muy miedosa. En cambio, hoy nada
me asusta.
A veces me pregunto cómo pudo educarme mi madrecita
con tanto cariño sin mimarme, pues no me toleraba la me­
nor imperfección. Jamás me reprendía sin justo motivo pero
tampoco, y de ello estaba yo bien convencida, cambiaba de
resolución, A esta hermana ouerida le hacía yo mis confi­
dencias íntimas, y ella aclaraba mis dudas. Un día le pre-

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Sor Teresa del Niño Jesús.—II 25

gunté sorprendida por qué Dios no daba en el cielo igual


gloria a todos sus escogidos, pareciéndome que todos no po­
dían ser muy felices. Paulina me mandó traer el vaso grande
de papá y lo puso al lado de mi dedalito; llenó los dos de
agua, y me preguntó cuál me parecía más lleno. Yo le res­
pondí que los veía tan llenos el uno como el otro y que era
imposible echarles una gotita más de agua. Entonces me hi­
zo comprender cómo, en el cielo, el último de los justos no
envidia en nada la felicidad del primero. De este modo, po­
niendo a mi alcance los más sublimes secretos, daba a mi al­
ma el sustento necesario.
¡Con qué júbilo veía llegar cada año la repartición depre-

Los Buissonnets por la parte posterior. La cruz señala la ventana


donde estaba Teresita cuando tuvo la visión de su padre, ,
encorvado y envejecido

mios! Aunque concurría yo sola, la justicia, como siempre,


era rigurosa; no se me otorgaba ni una recompensa más de
las que merecía. El corazón me latía con fuerza al escuchar
mi sentencia y al recibir de manos de mi padre, en presencia
de toda la familia, los premios y las coronas. Era para mí co­
mo una imagen verdadera del juicio final.
¡Ay! Al ver a mi padre tan contento, ¿quién hubiera pre­
visto las grandes tribulaciones que le aguardaban?

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26 Una rosa deshojada

Esto no obstante. Dios rae mostró un día, en visión ex­


traordinaria, la viva imagen de este dolor venidero. Mi pa­
dre estaba de viaje y debía tardar algunos días en volver; se­
rían poco más o menos las dos o tres de la tarde; brillaba el
sol con vivo resplandor y la naturaleza toda parecía de fies­
ta. Estaba yo asomada a una ventana que daba al huerto,
con la imaginación llena de alegres pensamientos, cuando vi
ante el lavadero, que estaba enfrente de mí, un hombre ves­
tido enteramente como papá, de su misma estatura y mane­
ra de andar, pero muy encorvado y envejecido. Digo enveje­
cido, refiriéndome al conjunto de su persona, porque no le
veía la cara, pues la llevaba cubierta con un denso velo. Con
paso acompasado, avanzaba lentamente a lo largo de mi jar-
dincito. Me sobrecogió el ánimo un sentimiento de terror so­
brenatural y grité en voz muy alta y temblorosa: /Papá!
/Papá/... -Pero el misterioso personaje no dió muestras de
oirme, continuó su camino sin volver la cabeza, dirigiéndose
a un grupo de abetos que dividía la avenida central del jar­
dín. Esperaba verle aparecer otra vez al otro lado de los
árboles, mas aquella visión profética se había desvanecido
por completo.
Todo esto duró sólo un instante, pero se grabó tan pro­
fundamente en mi memoria, que hoy, a pesar de haber trans­
currido tantos años, mi recuerdo es tan vivo como la misma
visión.
Como mis hermanas estaban en una habitación contigua,
al oirme llamar a papá experimentaron también cierta im­
presión de susto. Disimulando María su turbación, corrió
hacia mí, preguntándome por qué llamaba a papá sabiendo
que estaba en Alengón. Les referí lo que acababa de ver, y
Eara tranquilizarme, me dijeron que sin duda la criada ha­
la querido asustarme cubriéndose la cabeza con el delantal.
Pero interrogaron a Victoria, y ésta aseguró que no ha­
bía salido de la cocina; además, la verdad era muy evidente:
Yo había-visto a un hombre, y este hombre se parecía ente­
ramente a papá. Bajamos todas al bosquecillo, y no encon­
trando nada, me dijeron mis hermanas que no pensase más
en ello. Pero me era imposible no recordarlo; constante­
mente se me representaba en la imaginación esta visión mis­
teriosa; muchas veces intenté, aunque inútilmente, levantar
el velo que me ocultaba su significado, pero guardaba en el

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Sor Teresa del Niño Jesús.—II 27
fondo de mi alma la íntima convicción de que algún día se
me revelaría por completo.
Ya sabe V. R lo que sucedió, Madre carísima; ya sabe que
en verdad era mi padre aquel que me mostró Dios avanzan­
do encorvado por la edad y llevando en su venerable rostro,
en su encanecida cabeza, la señal de su infortunio. Así como
la adorable Faz de Jesús se veló durante su Pasión, del mis­
mo modo debía velarse el rostro de su siervo en los días de
su humillación, para aparecer más tarde radiante y esplen­
doroso en los cielos ¡Qué admiración me causa la bondad de
Dios mostrándome de antemano esta cruz preciosa, como un
padre que deja entrever a sus hijos el glorioso porvenir que
les prepara, complaciéndose en su amor y considerando las
riquezas sin precio que han de constituir la herencia de ellos!
Mas se me ocurre una idea: ¿por qué dió el Señor esta luz
a una niña, la cual, si la hubiese sabido interpretar, murie­
ra de dolor? ¿Por qué? ¡He aquí uno de esos misterios impe­
netrables que sólo comprenderemos en el cielo, para admi­
rar eternamente la sabiduría divina!
¡Dios mío, cuán bueno sois! ¡Cómo sabéis proporcionar las
cruces a nuestras fuerzas! En aquel tiempo no hubiera teni­
do ánimos para pensar sin terror en la muerte de papá. Su
bido un día en una escalera muy alta, a cuyo pie me hallaba
yo, díjome estas palabras: Apártate de aquí, reinecita mía,
pues te aplastaría si me cayese. Al oirlas, rebelóse todo mi
ser interiormente, y acercándome más todavía a la escalera
pensé: <Por lo menos, si papá se cae, no tendré el dolor de
verle morir; moriré con él.» ¡No, no me es posible explicar lo
mucho que quería yo a mi padre; todo lo suyo me causaba
admiración! Cuando me explicaba sus ideas sobre asuntos
muy serios, tal como pudiera hacerlo con una joven ya ma­
yor. le decía ingenuamente: <Si hablaras así a los hombres
de Estado, con seguridad, papá, que te elegían rey; Francia
sería entonces feliz como nunca lo ha sido; pero tú serías des­
graciado, que tal es la suerte de los reyes; y luego ya no se­
rías mi rey para mí sólita; por tanto, prefiero que note conoz­
can. >

Tenía yo de seis a siete años cuando vi el mar por prime­

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28 Una rosa deshojada

ra vez. Me era imposible apartar los ojos de aquel espectá­


culo; me impresionó profundamente. Su majestad, el rumor
de sus olas, todo me hablaba de la grandeza y poder de Dios.
Recuerdo que, en la playa, un caballero y una señora me mi­
raron largo rato; preguntaron a papá si era yo hija suya, y
le dijeron que era una niña muy bonita, Mi padre les hizo
señas para que no me dirigieran ningún cumplido. A mí me
satisfizo mucho el oir esto, porque no me consideraba bonita;
tenían mis hermanas tanto cuidado en no decir jamás nada
que pudiera hacerme perder mi sencillez y candor infantil, y
las creía yo en todo tan ciegamente, que no di importancia
alguna a las palabras y muestras de admiración de aquellas
personas, por loque las olvidé al punto.
Por la tarde de aquel día, a la hora en que el sol parece ba­
ñarse en la inmensidad de las ondas, dejando tras de sí un
surco luminoso, sentóme con Paulina en una roca solitaria;
largo tiempo contempló aquel surco de oro que comparaba
mi hermana a la gracia iluminando en la tierra el camino de
las almas fieles. Representóseme el corazón, en medio del lu­
minoso surco, como una ligera barquita con graciosa vela
blanca, y tomé la resolución de no alejarla jamás de la mira­
da de Jesús, para que pudiera siempre bogar en paz y rápi­
damente hacia la playa celestial.

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CAPITULO III
El Colegio.— Dolorosa separación.-Extra­

ña enfermedad. — Sonrisa visible de la Rei­


na DEL CIELO.

lo olvidaré; tenía ocho años y me­


dio, cuando terminó Leontina su educa­
ción, entrando yo a reemplazarla en la
Abadía de las Benedictinas de Lisieux.
Me'pusieron en una clase de niñas mayo­
res que yo; una de ellas, de cator­
ce años, poco inteligente, pero
que dominábala to­
das sus compañe­

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30 Una rosa deshojada

ras, al ver el cariño que me demostraban las religiosas, y que


a pesar de ser la más chica era casi siempre la primera en las
composiciones, tuvo envidia de mí y me hizo pagar de mil
maneras mis pequeños triunfos. Mi natural tímido y delica­
do no sabía defenderse, contentándome con llorar sin de­
cir nada. Celina y mis hermanas mayores ignoraban mi
pena, y yo no tenía bastante virtud para sobreponerme a
estas miserias, de modo que mi pobre corazoncito sufría
mucho.
Por fortuna, cada noche volvía al hogar paterno, y allí se
regocijaba mi alma. Saltaba sobre las rodillas de mi padre,
le decía las notas que había merecido y sus besos me nacían
olvidar todas mis penas. ¡Con qué gozo anuncié el resulta­
do de mi primera composición! Había tenido sobresaliente
y recibí en recompensa una flamante monedita de plata,
que guardé en mi alcancía, destinándola a los pobres, lo
mismo que la que casi cada jueves recibí en adelante. Es­
tos mimos le eran realmente necesarios a la pobre floreci­
ta; sí, le era menester hundir a menudo sus tiernas raíces
en la tierra amada y selecta déla familia, porque en ninguna
otra parte encontraba la savia precisa para su subsistencia.
Todos los jueves teníamos asueto, pero estas vacaciones
no se parecían a lasque me concedía Paulina, las cuales, por
lo regular, pasaba yo en el mirador con mi padre. No sabía
jugar como las demás niñas; así, pues, no era yo compa­
ñera muy agradable, por lo que, comprendiéndolo, hacía to­
do lo posible para imitar a las otras, aunque jamás pude
conseguirlo.

Después de la compañía de Celina, que me era, por decir­


lo así, indispensable, buscaba sobre todo la de mi primita
María, porque me dejaba elegir los juegos que me gustaban;
nuestros corazones y nuestras voluntades marchaban siem­
pre a la par, como si Dios nos hubiera hecho presentir que
abrazaríamos un día la misma vida religiosa en el Car­
men (1).
¡1) María Guerín entró en las Carmelitas de Lisieux, el día 15 de
Agosto de 1895, y profesó con el nombre de Sor María de la Euca/rittía.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—III 31
Jugábamos en casa de mi tío, y muchas veces María y Te­
resa se convertían en dos verdaderos eremitas, sin más bie­
nes que una pobre cabaña, un trigalito y un jardín, donde
cultivaban algunas legumbres. Pasaban la vida en continua
contemplación, reemplazándose la una a la otra en la oración
cuando era necesario ocuparse en la vida activa. Todo lo ha­
cíamos con la cordialidad, silencio y modales propios de un
religioso. Si íbamos de paseo, continuábamos nuestro género
de vida, aun en la calle; los dos ermitaños iban rezando el
rosario, contando con los dedos para no llamar la atención
del indiscreto público Pero un día se descuidó el solitario
Teresa; le dieron un pastel para su merienda, mas antes de
comérselo, lo bendijo, haciendo la señal de la cruz, y muchos
profanos del siglo no pudieron contener una sonrisa.
Nuestra unión de voluntades era excesiva a veces. Vol­
viendo una tarde de la Abadía, quisimos imitar la modestia
de los solitarios Yo dije a María: Condúceme, voy a cerrar
los ojos — Yo quiero cerrarlos también me respondió.—Y
ambas los cerramos.
No debíamos temer los carruajes, pues íbamos por una ace­
ra; pero después del agradable paseo de algunos minutos, en

Se hizo notar por su gran espirito de pobreza y paciencia en medio


de sus grandes padecimientos. sNo sé si he padecido macho—dirá en su
última enfermedad; - pero parece que Teresa me comunica sus sentimientos
y que tengo la misma confianza. [Oh, si me fuera dado morir de amor como
ella/ Nada, con todo, tendrá de particular, puesto que me. cuento entre las
de. la legión de las pequeñas víctimas que ella pidió a Dios. Si re V. II.,
Madre mía, que durante mi agonía, los padecimientos me impiden hacer
actos de amor, le suplico que me recuerde este deseo. Quiero morir diciendo
a Jesús que le amo.tr
Este deseo se realizó. La Madre Priora, en su carta circular a los con­
ventos de Carmelitas, describe sus últimos instantes en estos términos:
«Verdaderamente no era de este mundo el ambiente que en su celda
se respiraba. Allí llevó una hermana la Virgen de Teresa, y a su vista,
reflejo celestial iluminó la ya tan radiante mirada de nuestra María.
[Cuánto la amoI—dijo tendiéndole los brazos.—¡Oh cuán bella es/
>be acercaba el momento supremo y los afectos ardientes de nuestra
amable moribunda eran siempre más expresivos y abrasados. ¡No temo
la muerte![Oh, qué paz/... No debemos temer al sufrimiento... DI siempre
da fuco'zas... ¡Oh, quisiera morir ae amor/... de amora Dios... ¡Jesús mío,
te amo/ Y el alma de nuestra angelical Hermana, abandonando su frágil
cuerpo, voló en este acto de amor... el 14 de Abril de 1905, a la edad
de 34años.»

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32 Una rosa deshojada

que las dos aturdidas saboreaban la delicia de caminar sin


ver, cayeron juntas sobre unas cajas colocadas a la puerta
de un almacén y las volcaron del golpe Al punto salió el
comerciante lleno de cólera para recoger sus mercancías, pe­
ro las ciegas voluntarias se habían levantado solas, con los
ojos bien abiertos, como también las orejas, para oir los jus­
tos reproches de Juana que parecía tan enfadada como el
mercader.

Nada he dicho aún de mis nuevas relaciones con Celina.


En Lisieux se trocaron los papeles: tornóse ella un diabli­
llo lleno de malicia, y Teresa, una niñita muy mansa, pero
en extremo llorona. Así es que necesitaba un defensor, sien­
do de ver la intrepidez con que mi querida hermanita se en­
cargaba de este oficio. Solíamos hacernos mutuamente algu­
nos regalitos que nos proporcionaban grandísimo placer.
¡Ay! es que en aquella edad no conocíamos los sinsabores de
la vida; nuestra alma, en toda su lozanía, se abría como flor
primaveral, dichosa de recibir el rocío de la mañana; la mis­
ma ligera brisa balanceaba nuestras corolas. Sí, nuestras ale­
grías eran comunes: claramente lo experimenté el hermoso
día de la Primera Comunión de mi querida Celina.
Contaba yo entonces siete años de edad y todavía no iba
ala Abadía. ¡Cuán grato recuerdo guardo de su preparación!
Durante las últimas semanas que precedieron a este gran ac­
to, le hablaban mis hermanas cada noche de la inmensa gra­
cia que iba a recibir; yo escuchaba, ávida de prepararme
también, y cuando ordenaban que me retirara diciéndome
que era todavía muy pequeña, se entristecía mucho mi co­
razón. Me parecía que cuatro años no eran demasiados para
prepararse a recibir a Dios.
Una noche oí que le decían a mi feliz hermanita: Desde la
primera Comunión tendrás que empezar una vida entera­
mente nueva. Entonces tomé la resolución de no esperar has­
ta aquel día para comenzar yo también una vida nueva, sino
que decidí empezarla al mismo tiempo que Celina.
Los días del retiro preparatorio los pasó como interna en
la Abadía. ¡Cuán largos me parecieron! Llegó por fin el ven­
turoso día. ¡Ah, qué deliciosa impresión dejó en mi alma!

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Sor Teresa del Niño Jesús.—III 33
Fuó para mí como el preludio de mi Primera Comunión.
¡Cuántas gracias recibí! Considero aquel día como uno de los
más hermosos de mi vida.
He retrocedido algo en mi relato, para mencionar este ine­
fable recuerdo; tócame ahora hablar de la dolorosa separa­
ción que destrozó mi alma, al arrebatarme Jesús mi tierna y
amada madrecita. Le había dicho un día que me gustaría re­
tirarme con ella a algún apartado desierto; respondióme que
aquel era también su deseo, pero que no lo realizaría hasta
que yo fuese bastante mayor. Tomó en serio Teresita este
imposible proyecto, y ¡cual no sería su desconsuelo al oir a
su querida Paulina hablar con María de su próxima entrada
en el Carmen! No sabía yo lo que era el Carmen, pero com­
prendí que había de dejarme para entrar en un convento;
comprendí que no me esperaría.
¿Cómo podré expresar la angustia de mi corazón ? En aquel
instante se me presentó la vida con toda su realidad, llena
de sufrimientos y continuas separaciones, y derramé amar­
guísimas lágrimas. Ignoraba entonces el goce del sacrifi­
cio; era yo tan sumamente débil y delicada, que considero
como favor del cielo el haber podido soportar sin morir
aquella prueba, que aparentemente era muy superior a mis
fuerzas.
Nunca olvidaré la ternura con que me consoló mi madre-
cita. Me explicó la vida del claustro, y una noche, repasan­
do sólita en mi corazón el cuadro que me había trazado,
sentí que el Carmen era el desierto donde Dios nuestro Se­
ñor quería también ocultarme. Lo sentí con tal fuerza, que
no cruzó por mi mente la menor duda de ello; no fue una
ilusión de niña que se deja arrastrar por el entusiasmo, sino
la certidumbre de un llamamiento divino. Esta impresión,
que me es imposible describir, dejóme con una paz muy
grande.
Al día siguiente confió mis deseos a Paulina; mirándolos
ésta como voluntad del cielo, me prometió conducirme pron­
to al Carmen para ver a la Madre Priora a quien podría con­
fiar mi secreto.
Se escogió un domingo para esta solemne visita. Grande
fué mi contrariedad cuando supe que tendría por compañera
a mi prima María, bastante joven todavía para poder ver a
las Carmelitas. Esto no obstante, era indispensable encon
6

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34 Una rosa deshojada

trar un medio de quedar sola; he aquí lo que se me ocurrió.


Dije a María que, habiéndosenos concedido el privilegio de
ver a la Reverenda Madre, debíamos ser muy amables y corte­
ses, y para ello confiarle nuestros secretos; por tanto, que se­
ría preciso salir un momento launa y después la otra. A pe­
sar de su repugnancia en confiar secretos, que no tenía, Ma­
ría dióme crédito y pude así quedar sola con V. R., mi que­
rida Madre Entonces oyó mis grandes confidencias y se con­
venció de mi vocación; con todo, me dijo Y. R. que no se re­
cibían postulantes de nueve años y que sería preciso esperar
hasta cumplir los dieciséis. A pesar del vivo deseo de entrar
con Paulina y hacer mi primera comunión el día de su toma
de hábito, tuve que resignarme.
¡Llegó al fin el 2 de Octubre, día de lágrimas y de bendi­
ciones, en el cual tomó Jesús la primera de sus flores, flor re­
galada, que había de ser, andando el tiempo, Madre de sus
hermanas. En tanto que mi queridísimo padre, en compañía
de mi tío y de María, subía la montaña del Carmelo para
ofrecer su primer sacrificio, mi tía me llevó a misa, con mis
hermanas y mis primas. Llorábamos de tal manera al entrar
en la iglesia, que la gente nos miraba con extrañeza, pero es­
to no me impidió manifestar mi dolor. Me parecía imposible
que el sol pudiera continuar luciendo sobre la tierra.
Quizás encuentre V. R., venerada Madre, que exagero un
tanto mi pena. Comprendo que esta ausencia no hubiera de­
bido afligirme hasta tal extremo, pero he de confesar que
distaba mucho mi alma de haber alcanzado su madurez y
que debía salvar todavía muchos escollos antes de arribar a
is benditas playas de la paz, antes de gustar los deliciosos
frutos del completo abandono en Dios y de su perfecto amor.
La tarde de aquel mismo día, 2 de Octubre de 1882, vi a
mi querida Paulina convertida en Sor Inés de Jesús, tras las
rejas del Carmen. ¡Cuánto sufrí en aquel locutorio! Ya que
escribo la historia de mi alma, paréceme que debo declararlo
todo; pues bien, confieso que no fueron nada los primeros
sufrimientos de la separación comparados con los que si­
guieron a ella. Yo, que estaba acostumbrada a conversar tan
íntimamente con mi madrecita, a duras penas conseguía ver-
la a solas dos o tres minutos al finalizar en el locutorio la
visita de familia; excuso decir que los pasaba derramando
lágrimas, y que me iba con el corazón destrozado.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—111 35
No comprendía que le fuera imposible dedicar media hora
á cada una, y que debiera emplear el mayor tiempo que pu­
diera con papá y con María; no me hacia cargo de esto, y mé
decía en lo íntimo de mi corazón: «¡He perdido a mi Paulina!»
Mi espíritu se desarrolló tan extraordinariamente al contacto
del sufrimiento, que poco después caí enferma de gravedad.

La enfermedad que me atacó provenía sin duda de la envi­


dia del demonio, el cual, furioso por esta primera entrada en
el Carmen, pretendió vengarse en mí del perjuicio tan gran­
de que debía causarle mi familia en lo futuro. Mas ignoraba
él que la Reina del Cielo velaba cuidadosamente por su flo­
recita, que le sonreía desde arriba y que haría cesar la tem­
pestad en el crítico momento en que su delicado y frágil ta­
llo fuera a troncharse sin remedio.
Al finalizar aquel año de 1882, empecé a sentir un dolor de
cabeza continuo, pero soportable, que no me impidió prose­
guir mis estudios; duró esto hasta la Pascua de 1883. Por
entonces fué mi padre a París con mis hermanas mayores,
dejándonos a Celina y a mí al cuidado de mis tíos. Cierta
noche, encontrándome sola con mi tío, empezó a hablarme
de mi madre y de los recuerdos pasados con tal ternura, que
me llegó al alma y me hizo llorar. Mi sensibilidad le impre­
sionó, quedó sorprendido de que en mi edad demostrara yo
tanto sentimiento, y resolvió proporcionarme toda clase de
distracciones durante los días de vacación.
Dios lo tenía dispuesto de otra manera. Aquella misma no­
che se me agravó en extremo el dolor de cabeza, y me entró
un temblor extraño, que me duró hasta el día siguiente. Mi
tía no se separó de mí un momento; como verdadera madre,
me colmó durante toda mi enfermedad de los más solícitos,
tiernos y abnegados desvelos.
Fácil es adivinar el dolor de mi pobrecito padre al encon­
trarme an aquel estado desesperante a su regreso de París.
Creyó que me moría; pero nuestro Señor hubiera podido res­
ponderle: No, esta enfermedad no es mortal; ha sido ordena­
da para gloria de Dios (1). Efectivamente, Dios fue glorifi­
(1) San Juan, XI, 4.

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36 Una rosa deshojada

cado en esta tribulación. Lo fué por la admirable resigna­


ción de mi padre y de mis hermanas, particularmente de Ma­
ría. ¡Cuánto sufrió por mi causa! ¡qué agradecimiento tan
grande guardo a esta querida hermana! Su corazón le dicta­
ba lo que justamente requería mi estado, y en verdad que el
corazón de una madre puede mas que la ciencia de los más
sabios doctores.

Entre tanto aproximábase la toma de hábito de Sor Inés


de Jesús, si bien evitaban hablar de ello ante mi por temor
de afligirme, pensando que no podría asistir a ella. Pero en
lo íntimo de mi corazón yo abrigaba la creencia de que Dios
me daría el consuelo de volver a ver en tal día a mi querida
Paulina. Sí, abrigaba el convencimiento de que aquella fiesta
no tendría nubes; sabía que Jesús no privaría a su esposa de
la presencia de esta hijita, cuya enfermedad tanto la había
hecho ya sufrir.
Y así sucedió; pude abrazar a mi madre querida, sentar­
me en su falda, esconderme bajo su velo y recibir sus dulces
caricias; pude contemplarla sumamente embelesadora bajo
sus blancos atavíos.
Verdaderamente, fué aquel un día espléndido en medio de
mi sombría tribulación; pero un día, o mejor dicho, una ho­
ra que pasó con extraordinaria rapidez, viéndome obligada
a subir al coche que me alejó del Carmelo.
Al llegar a los Buissonnets, me hicieron acostar, aunque
no sentía cansancio alguno; pero al otro día, volví a recaer
tan gravemente, que, según los humanos cálculos, era impo­
sible que sanara.
No sé cómo explicar aquel mal tan extraño. Decía cosas
que no pensaba, hacía otras como obligada y, a pesar mío,
casi siempre parecía delirar; con todo, tengo la seguridad de
no haber perdido un solo instante el conocimiento. A veces
permanecía desmayada horas enteras, hasta el punto de
quedarme privada enteramente de acción. Pero en medio
de aquel extraordinario entorpecimiento, oía claramente
cuanto se decía en torno mío, aunque fuera en voz baja;
todavía me acuerdo de ello.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—III 37
¡Qué terrores más espantosos me sugería el demonio! Te­
nía miedo absolutamente de todo; mi cama me parecía ro­
deada de horribles precipicios; varios clavos que había en la
pared de la habitación, tomaban a mis ojos la aterradora
figura de unos dedotes negros y carbonizados, que me arran­
caban gritos de espanto. Un día me miraba mi padre en si
lencio, y su sombrero, que llevaba en la mano, se transformó
de repente en no sé qué forma horrible, causándome terror
tan grande, que al notarlo mi pobre papá, se marchó sollo­
zando.
Mas si Dios permitió al demonio que se acercara a mí ex-
teriormente, también me enviaba ángeles visibles para con­
solarme y fortalecerme. María no me dejaba un momento;
jamás demostró el menor disgusto ni cansancio, a pesar del
trabajo que yo le daba, pues no consentía que se apartara de
mí un instante. Durante las comidas, me hacía compañía
Victoria, pero yo no cesaba de llamar llorando: ¡María!
¡María! Si salía de casa había de ser para ir a Misa o ver
a Paulina; solamente entonces la dejaba ir sin protestar.
¿Qué diré de Leontina y de mi Celinital ¡Cuánto hicieron
por mí! Los domingos pasaban horas enteras encerradas con
una niña idiota, que tal parecía yo entonces. ¡Ay queridas
hermanitas, cuánto os hice padecer!
Mis tíos fueron también sumamente cariñosos conmigo.
Cada día venía a verme mi tía y me traía mil chucherías (1).
No puedo expresar hasta qué punto aumentó mi ternura pa­
ra con ellos durante mi enfermedad.
Comprendí mejor que antes lo que muya menudo nos de-1
(1) Desde el cielo supo Teresa pagarle sus maternales cuidados. Du­
rante su última enfermedad, la protegió visiblemente. Una mañana la
encontraron tranquila y radiante: «Sufría mucho—dijo,—pero mi Tere-
sita me ha velado con ternura. Toda la noche la sentí junto a mi cama.
Varias veces me acarició, y esto me did ánimo extraordinario.»
La señora Guerín vivió como una santa y murió a la edad de 52 años.
Con la sonrisa en los labios, repetía: «¡Qué contenta estoy de morir!
¡Es tan bueno ir a ver a Dios! Jesús mío, te amo. Te ofrezco mi vida
por los sacerdotes, como mi Teresita del Niño Jesús.» Esto ocurría el
13 de Febrero de 1900.
El Sr. Guerín, después de haber empleado su pluma por muchos años
en defensa de la Iglesia y su fortuna en sostener las buenas obras, mu­
rió santamente, terciario del Carmen, el día 28 de Septiembre de 1809
a los 69 años de edad.

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38 Una rosa deshojada

cía mi padre: «No olvidéis nunca, hijas mías, la abnegación


extraordinaria que os demuestran vuestros tíos.»
En los días de su ancianidad la experimentó él también;
ahora protegerá y bendecirá desde el cielo a los que le pro
digaron tan cariñosas y desinteresadas atenciones.
En los escasos momentos de tregua que me concedía el
dolor, era mi mayor ilusión tejer coronas de margaritas y
miosotas para la Virgen María. Estábamos a la sazón en el
hermoso mes de Mayo, la naturaleza toda se engalanaba con
flores primaverales; sólo la florecita languidecía y parecía
marchita para siempre; pero brillaba a su lado un sol bien­
hechor, la imagen milagrosa de la Reina de los Cielos, y a
menudo, muy a menudo, volvía la florecita su corola hacia
este astro bendito.
Un día entró mi padre muy conmovido en mi aposento,
y con profunda expresión de tristeza, acercóse a María y le
dió unas cuantas monedas de oro, pidiéndole que escribiera
a París para encargar una novena de Misas en el Santuario
de Nuestra Señora de las Victorias, a fin de obtener la cura­
ción de su pobre rcinecita. ¡Su fe y su amor me penetraron
el alma! ¡Cuánto hubiera dado por poder levantarme y de­
cirle que estaba sana! Mas ¡ay! mis deseos no podían hacer
un milagro, y era preciso uno muy grande para devolverme
la vida. Sí, se imponía un gran milagro, y lo hizo por com­
pleto N uestra Señora de las Victorias.
Un domingo, durante la novena, salió María al jardín de­
jándome al cuidado de Leontina, que leía junto a la venta­
na. Al cabo de algunos minutos, me puse a llamar casi en
voz baja: «¡María! ¡María!» Leontina estaba acostumbrada
a oirme gemir constantemente y no me hizo caso; entonces
grité muy alto, y al punto acudió María. La vi muy bien
entrar; mas ¡ay! por la primera vez, no la reconocí. Miré en
torno mío, dirigí al jardín una mirada ansiosa y empecé a
llamar: «¡María!» «¡María!»
Imposible describir el dolor que me causaba aquella lucha
forzada e inexplicable; pero María padecía quizás más que
su pobre Teresita. Al fin, tras inútiles esfuerzos para dárse­
me a conocer, volvióse a Leontina; le dijo algo callandito y
desapareció, pálida y temblorosa.
Leontina me acercó entonces a la ventana, y vi en el jar­
dín, sin reconocerla tampoco, a María que caminaba despa­

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Sor Teresa del Niño Jesús.—III 39
cito, tendiéndome los brazos, sonriéndome y llamándome con
su más tierno acento: <¡ Teresa! ¡Teresita mía!» Viendo que
esta segunda tentativa no daba mejor resultado que la pri­
mera, se arrodilló llorando mi querida hermanita al pie de
mi cama, y volviéndose hacia la Virgen bendita rogóle con
el fervor de una madre que pide, que exige, la vida de su hi­
jo. Leontina y Celina hicieron lo misino; aquella oración fuó
un grito de fe que forzó la puerta del cielo.
No encontrando auxilio ninguno en la tierra, y casi a pun­
to de morir de dolor, volvíme también hacia mi Madre del
cielo, pidiéndole con toda mi alma que tuviera compasión
de mí.
De repente se animó la imagen; la Virgen Santísima tor­
nóse hermosa, pero de una hermosura tan divina, que jamás
encontraré palabras para describirla. Su rostro respiraba
inefable dulzura, bondad, ternura; pero lo que me penetró
hasta el fondo del alma fué su hechicera sonrisa. En aquel

La Santísima Virgen sonríe a Teresita


y la cura milagrosamente
mismo instante se desvanecieron todas mis penas, y dos grue­
sas lágrimas brotaron de mis ojos deslizándose silenciosa­
mente...
¡Ah, eran lágrimas de purísimo gozo celestial! Este pensa­
miento embargó mi mente: /La Santísima Virgen se ha acer­
cado a mí; me ha sonreído!... ¡Qué feliz soy/ Afus no lo diré
a nadie, porque esto haría desvanecer mi felicidad. Volví
luego la vista, y sin ningún esfuerzo, reconocí a mi querida

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40 Una rosa deshojada

María; me miraba con amor, parecía hondamente conmovi­


da, como si sospechase el gran favor que acababa yo de re­
cibir.
¡Indudablemente que a ella, a su ardorosa plegaria, debía
yo esta gracia incomparable de la sonrisa de la Santísima
Virgen! Al ver mi mirada fija en la bendita imagen, le dijo
su fe: «¡Teresa está curada !> ¡Sí, la florecita iba a renacer a
la vida; un rayo luminoso de su dulce sol la había recalenta­
do y librado para siempre de su cruel enemigo! Pasó el som­
brío invierno, cesaron las lluvias y la flor de la Virgen Ma­
ría se fortaleció de tal manera que, cinco años después, se
desarrollaba en la fértil montaña del Carmelo.
Según ya dije, María tenía la persuasión de que la Santí­
sima Virgen, al devolverme la salud, me había concedido al­
guna gracia secreta; de modo que cuando me encontré sola
con ella, no pude sustraerme a sus tiernas e insistentes pre­
guntas. Sorprendida al ver descubierto mi secreto sin que yo
hubiera dejado escapar una sola palabra, se lo confié ente­
ramente.
Por desgracia, no me había equivocado; ¡iba a desaparecer
mi felicidad convirtiéndose en amargura! El recuerdo de es­
te beneficio inefable constituyó para mí, durante cuatro
años, una verdadera congoja del alma; no había de recobrar
mi dicha sino a los pies de Nuestra Señora de las Victo­
rias en su bendito santuario. Allí me fué devuelta en to­
da su plenitud; más adelante hablaré de esta segunda
gracia.
He aquí cómo se trocó en tristeza mi alegría: Después de
haber oído María el relato ingenuo y sincero de mi gracia,
me rogó que le diera permiso para referirlo todo en el (Jar
men; no pude negárselo. Mi primera visita a este bendito
convento, me llenó de alegría al ver a mi Paulina con el há­
bito de la Virgen Santísima. ¡Qué deliciosos instantes fueron
aquellos para las dos! Teníamos tantas cosas que contarnos!
¡Habíamos sufrido tanto! Yo, por mi parte, apenas podía
hablar; tenía el corazón demasiado lleno...
Estaba V. R. allí, Madre carísima. ¡Ah, de cuántas prue­
bas de afecto me colmó! Vi también a otras religiosas, las
cuales recordará V. R. que me interrogaron sobre el milagro
de mi curación, preguntándome unas si la Santísima Virgen
llevaba al niño Jesús; otras si los ángeles la acompañaban,

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Sor Teresa del Niño Jesús.—III 41
etcétera. Llenáronme de turbación y pena estas preguntas;
una sola cosa podía responder: La Virgen Santísima me pa­
reció muy hermosa; la vi adelantarse hacia mi y son-
reirme.
Comprendiendo que las Carmelitas se imaginaban otra
cosa muy diferente, me figuré haber mentido. ¡Oh. si hubie­
se guardado mi secreto, hubiera conservado también mi fe­
licidad! Pero la Virgen María permitió este tormento para
bien de mi alma; tal vez se hubiera deslizado la vanidad en
mi corazón, mientras que así, la humillación vino a ser mi
patrimonio; no podía mirarme sin experimentar un senti­
miento de profundo horror. ¡Dios mío, sólo Vos sabéis lo que
padecí!

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CAPITULO IV
Primera Comunión.—Confirmación.—Lu­
ces t tinieblas. — Nueva separación.—
Providencial redención de sus

PENAS INTERIORES.

N esta visita al Carmen, me viene a la


memoria la primera que hice después
de la entrada de Paulina. En la maña­
na de aqueVdichoso día, me pregunta­
ba a mí misma qué nombre me pon­
drían más tarde. Sabía que existía
una Sor Teresa de Jesús; no obstan­

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«Ser Teresa del Niño Jesús.—IV 43
te esto, no podía renunciar a mi hermoso nombre de Teresa.
De pronto pensé en el niño Jesús, a quien tanto amaba, y
me dije: <¡ Ay, qué feliz sería si pudiera llamarme Teresa
del Niño Jesús\> Pero me guardó muy bien de expresarle
este deseo, venerada Madre. (Ion todo, ¡cuál no sería mi
alegría al oir que me decía V. R en el curso de la conversa­
ción: Cuando venga con nosotras, querida hijita, se llamará
Teresa del Niño Jesús > Esta feliz coincidencia de ideas me
pareció una delicadeza de mi amadísimo Jesús.

Nada he dicho todavía de mi afición a las estampas y a la


lectura; sin embargo de ello, debo a las preciosas estampas
que me mostraba Paulina las alegrías más dulces y las im­
presiones más profundas que me hayan estimulado a la prác­
tica de la virtud.
En su contemplación olvidaba las horas. Por ejemplo, <la
florecita del divino Prisionero), me decía tantas cosas, que
me quedaba extática mirándole; me ofrecía a Jesús como flo­
recita suya, ansiaba consolarle, acercarme yo también al ta­
bernáculo, ser mirada, cultivada, arrebatada por El.
Como no sabía jugar, me hubiera pasado la vida leyendo.
Afortunadamente, tenía para que me guiaran en este terreno
ángeles visibles, que me elegían los libros adecuados a mi
edad, propios para recrearme, y alimentar al mismo tiempo
mi espíritu y mi corazón. No debía emplear en esta distrac­
ción predilecta sino tiempo muy limitado, y muchas veces
era esto para mí ocasión de grandes sacrificios. Porque cuan­
do transcurría el tiempo prescrito, consideraba como un de­
ber de conciencia interrumpir inmediatamente la lectura,
aunque fuera en mitad del pasaje más interesante.
Respecto a la impresión producida por estas lecturas, de­
bo confesar que, al leer ciertas narraciones caballerescas, no
siempre comprendía lo positivo de la vida. Así es que, admi­
rando las patrióticas acciones de las heroínas francesas, par­
ticularmente de la Beata Juana de Arco, sentía gran deseo
de imitarlas.
Recibí entonces una gracia que he considerado siempre co­
mo una de las mayores de mi vida, ya que en aquella edad

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44 Una rosa deshojada

no me veía favorecida, como lo estoy ahora, por las luces de


lo alto.
Jesús me hizo comprender que la única gloria verdadera
es la que ha de durar siempre; que para alcanzarla no es ne­
cesario llevar a cabo obras ostentosas, sino esconderse a los
ojos de los demás, y aun a los de uno mismo, de suerte que
la mano izquierda ignore lo que hace la derecha.
Pensando entonces que habla nacido para la gloria, y bus­
cando el modo de alcanzarla, me fue revelado interiormente
que mi gloria no aparecería jamás a los ojos de los mortales,
sino que consistiría en llegar a ser santa.
Parece esto un despropósito, si se considera cuán imper­
fecta era yo entonces, y cuánto lo soy todavía, después de
tantos años pasados en religión; a pesar de esto, siento siem­
pre la misma confianza audaz de llegar a ser una gran san­
ta. No cuento con mis méritos, puesto que no tengo ningu­
no; mas espero en Aquel que es la Virtud y la Santidad
misma. Contentándose El con débiles esfuerzos, me eleva­
rá hasta su grandeza, me cubrirá con sus méritos y me hará
santa.
No creía entonces que era necesario sufrir mucho para
llegar a la santidad; mas no tardó el Señor en descubrirme
este secreto por medio de las tribulaciones relatadas ante­
riormente.

Continuaré ahora mi narración desde el punto donde la


dejó.
Tres meses después de mi curación, me hizo hacer mi pa­
dre un viaje muy agradable; entonces empecé a conocer el
mundo. Todo era gozo y felicidad en torno mío; me veía fes­
tejada, mimada, admirada por todos; en una palabra, duran­
te quince días no encontré más que flores en el camino de
mi vida. La Sabiduría tiene razón en decir que el hechizo de
las bagatelas seduce hasta el ánimo inocente (1). A los diez
años, el corazón se deja deslumbrar con facilidad; confieso
que aquella vida tuvo embelesos para mí. Desgraciadamente,1

(1) Sab., IV, 12.

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Sor Teresa del Niño Je.'ús.—IV 45
sabe el mundo aliar muy bien los goces de la tierra con el
servicio de Dios. ¡Qué poco piensa en la muerte!
Esto no obstante, la muerte ha visitado ya a muchas de
las personas que conocí entonces, jóvenes, ricas y felices Me
gusta transportarme con la imaginación a los agradabilísi­
mos lugares donde vivieron, preguntándome en dónde están
y qué provecho les reportan hoy los palacios y los parques
donde las vi disfrutar de las comodidades de la vida, y pien­
so que todo en la tierra es vanidad U), menos amar a Dios y
servirle a El solo (2).
Quizás quería Jesús darme a conocer el mundo antes de
visitar mi alma por vez primera, a fin de facilitarme con
más seguridad la elección del camino que debía prometerle
seguir.

Mi primera Comunión será siempre para mí un recuerdo


sin nubes. Me parece que no hubiera podido estar mejor pre
parada. jSe acuerda V. R., Madre mía, del precioso librito
que me dió tres meses antes del gran dial (3) Este medio tan
simpático me preparó de un modo continuo y rápido. Aun­
que hacía tiempo que pensaba en mi primera Comunión, era
menester dar a mi alma nuevo impulso y llenarla de flores
frescas, como estaba consignado en el precioso manuscrito.
Cada día, pues, hacía numerosos sacrificios y actos de amor
de Dios, que se transformaban en otras tantas flores; tan
pronto eran violetas, como rosas, ya acianos, ya margaritas,
ya miosotas; en resumen, todas las flores de la naturaleza de­
bían formar en mi corazón la cuna de Jesús.
Tenía también a María, que hacía conmigo las veces de
Paulina. Todas las noches permanecía largo rato con ella,
ávida de escuchar sus palabras. ¡Qué cosas tan hermosas me
decía! Me parece que su corazón, tan grande, tan generoso,
pasaba por entero al mío. A semejanza de los antiguos gue-1
(1) Ecles., 1, 2.
(2) ímit., L, 1. c. I, 3.
(3) Véase Sor Teresa del Niño Jesiís y de la Santa Faz, Mi primera
comunión, traducción del R. P. Romualdo de Santa Catalina, Carmeli­
ta Descalzo. Barcelona, Herederos de Juan Gilí, 1912.

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46 Una rosa deshojada

rreros que enseñaban a sus hijos el manejo de las armas, me


enseñaba ella el combate de la vida, excitando mi ardor y
mostrándome la gloriosa palma. Hablábame también de las
riquezas inmortales, tan fáciles de acumular, y de nuestra
infelicidad al pisotearlas, cuando no hay más que inclinarse,
por decirlo así, para recogerlas.
¡Qué elocuente era esta hermana querida! Me hubiera gus­
tado que otras personas se aprovecharan de sus profundas
enseñanzas; en mi ingenuidad, creía que, oyéndola, se con­
vertirían los más empedernidos pecadores, abandonando sus
perecederas riquezas para buscar tan sólo las del cielo.
Me hubiera sido muy grato aprender a meditar por aquel
entonces, pero María me juzgaba lo bastante piadosa, y sólo
me permitía mis oraciones vocales. Un día me preguntó una
de mis maestras de la Abadía en qué me ocupaba los días
de vacaciones que no salía de casa. Le respondí - tímidamen­
te: «Madre, muchas veces me escondo en un rincón de mi
cuarto, que puedo cerrar fácilmente con las cortinas de mi
cama, y allí estoy pensando. — «Pero jen qué piensa Vd.1>
— me replicó riendo la buena religiosa. - «Pienso en Dios,
en la fugacidad de la vida, en la eternidad; en una pala­
bra, ipienso!) No olvidó mi maestra esta reflexión mía,
pues más tarde se complacía en recordarme el tiempo en
que yo pensaba, preguntándome si continuaba pensando...
Hoy comprendo que lo que hacía entonces era verdadera
oración, en la cual el divino Maestro instruía suavemente a
mi alma.

Los tres meses de preparación a mi primera Comunión se


deslizaron muy aprisa; presto llegó la hora de entrar en reti­
ro. Pasé aquellos días benditos como pensionista en la Aba­
día; no creo que, fuera de las Comunidades religiosas, pueda
disfrutarse de alegría semejante a la de aquellos ejercicios.
Como el número de niñas suele ser reducido, es más fácil
atender a cada una en particular. Con filial agradecimiento
declaro que nuestras maestras de la Abadía nos prodigaron
en aquella ocasión cuidados realmente maternales. No sé la
razón, pero es lo cierto que me daba perfectamente cuenta

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Sor Teresa del Niño Jesús.—IV 4?

de que era yo objeto particular de su solicitud. Cada noche


venía la primera maestra con su linternita, entreabría sigilo­
samente las cortinas de mi cama, y depositaba un tierno be­
so en mi frente. Me demostraba tanto cariño, que, agrade­
cida a su bondad, le dije una noche: «¡Ay Madre, la quiero
a Vd. tanto que voy a confiarle un secreto.» Saqué entonces

Convento de Benedictinas
en donde fue educada Teresita e hizo su primera comunión

misteriosamente el librito del Carmen, que tenía escondido


debajo de la almohada, y se lo enseñé con los ojos radiantes
de alegría. Lo abrió cuidadosamente, lo hojeó con atención
y me hizo notar que gozaba yo de muchos privilegios. Efec­
tivamente, muchas veces durante los ejercicios tuve ocasión
de apreciar que muy pocas niñas, privadas como yo de ma­
dre, están rodeadas de tanto cariño como lo estaba yo en
aquella edad.
Escuchaba atentamente las instrucciones que nos daba el
Rdo. señor D.**, y las resumía después con mucho esmero.
En cuanto a mis pensamientos, no quise apuntar ninguno,
diciendo que jamás los olvidaría; y así fué, en efecto.
¡Con qué guste asistía a los oficios de las religiosas! Lla­
maba la atención entre mis compañerías por un crucifijo que
me había dado Leontina y que llevaba yo en el cinturón co­
mo los misioneros; con esto creyeron que quería imitar a mi
hermana la carmelita. Hacia ella, efectivamente, volaba con

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48 Una rosa deshojada

frecuencia mi pensamiento y mi corazón. Sabía que estaba


también en ejercicios, no ya para que Jesús se diera a ella,
sino para darse por completo a Jesús, y esto el mismo día
de mi primera comunión. Aquella soledad, mientras espera­
ba, fuéme, pues, doblemente grata.
¡Por fin amaneció para mí el día más hermoso de mi vida!
Los detalles más mínimos de aquellas horas celestiales de­
jaron en mi alma indecible recuerdo: el alegre amanecer de
la aurora, los respetuosos y tiernos besos de nuestras maes­
tras y compañeras mayores, el cuarto donde nos vestimos,
lleno de los niveos copos de que se revestía a su vez cada
niña, y sobre todo la entrada en la capilla y el cántico ma­
tinal
¡Santo altar que circundan los ángeles!

Mas no quiero ni podría decirlo todo... porque estas cosas


pierden su fragancia en cuanto se las expone al aire; hay
pensamientos íntimos que no pueden traducirse en el lengua­
je de la tierra, sin que pierdan luego su sentido profundo y
celestial.
¡Qué dulce fué el primer beso de Jesús a mi alma! ¡Sí, fuó
un beso de amor! Sentíame amada y repetía a mi vez: <¡Os
amo, me entrego a Vos para siempre!» Jesús no me pidió na­
da, no exigió de mí ningún sacrificio. Hacía ya mucho tiem­
po que El y Teresita se habían mirado y comprendido; aquel
día no pudo llamarse nuestro encuentro simple mirada, sino
verdadera fusión. Ya no éramos dos: Teresa había desapare­
cido, como la gota de agua se pierde en el océano; Jesús que­
daba solo, como Dueño y como Rey ¿No le había suplicado
Teresa que le arrebatase su libertad! Aquella libertad la ate­
rraba; se sentía tan débil, tan frágil, que quería unirse para
siempre a la Fortaleza divina
Y llegó a ser su gozo tan grande, tan profundo, que se des­
bordó de pronto en lágrimas deliciosas, con gran extrañeza
de sus compañerías, que luego se preguntaban unas a otras:
<¿Por qué lloraba! ¿Tendría algún escrúpulo de conciencia!
¿O sería tal vez por la ausencia de su madre o de su herma­
na la carmelita, a quien tanto ama!»
Nadie comprendía que este corazón, desterrado, débil y
mortal, no podía sobrellevar, sin deshacerse en lágrimas, la

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&or Teresa del Hiño Jesús.—ÍV 4d
inmensa alegría que le vino del cielo!... ¿Cómo iba a cau­
sarme pena la ausencia de mi madre querida el día de mi
primera Comunión, si al recibir la visita de Jesús recibía
también la suya, puesto que todo el cielo habitaba en mi
al mal No lloraba tampoco la ausencia de Paulina; ¡estába­
mos más unidas que nunca! No, lo repito, tan sólo una ale­
gría inmensa y profunda llenaba mi corazón.
Por la tarde hice en nombre de mis compañeras el acto de
consagración a la Virgen Santísima. Sin duda me eligieron
mis maestras en razón a haberme visto privada desde muy
niña de mi madre terrenal. Con toda la vehemencia de mi
corazón me consagré a la Virgen María y lerogué que vela­
ra por mi. Me pareció que miraba con amor a su florecita y
que le sonreía otra vez. Recordaba aquella sonrisa visible
que tiempo atrás, bien lo sabía yo, me había curado y salva­
do. ¿Por ventura, aquella misma mañana del 8 de Mayo, no
había venido Ella misma a depositar en el cáliz de mi alma
a su Jesús, la ñor de los campos y el lirio de los valles? (1)
¡Ah, cuán grande era la gratitud que embargaba a mi
alma!
En la tarde de aquel hermoso día encaminóse mi padre al
Carmen llevando de la mano a su reinecita y vimos a Pauli­
na convertida en esposa de Jesús; la vi con su velo blanco,
como el mío, y su corona de rosas. Mi alegría fué sin mezcla
alguna de amargura, pues pensaba ir a reunirme muy pronto
con ella, y esperar a su lado el cielo...
No fui insensible a la fiesta que me preparó mi familia en
los Buissonnets. El bonito reloj que me regaló mi padre me
gustó muchísimo, pero mi alegría era tranquila; nada podía
turbar la paz íntima de que gozaba. Llegó la noche y termi­
nó aquella hermosa tarde; aun los días más radiantes van
seguidos de tinieblas; ¡sólo el día de la primera, de la eterna
comunión de la patria celestial no tendrá ocaso!

El día siguiente apareció a mis ojos cubierto con cierto ve­


lo de melancolía. ¡Los lindos vestidos y los regalos que ha­

il) Cant., II, 1.


'6

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50 Una rosa deshojada

bía recibido, no llenaban mi corazón! En adelante sólo Jesús


podía contentarme; suspiraba por el feliz instante en que le
recibiría por segunda vez. El día de la Ascensión tuve la fe­
licidad de acercarme a la Santa Mesa entre mi padre y mi
queridísima María. Volvieron a correr mis lágrimas con ine­
fable dulzura y recordaba y repetía las palabras de San Pa­
blo: ¡No soy yo quien vivo, es Jesús quien vive en mi! (1)
Después de esta segunda visita de Dios, todo mi anhelo
consistía en recibirle a menudo. ¡Qué distantes me parecían
entonces las fiestas!...
La víspera de estos afortunados días me preparaba María,
como lo había hecho para mi primera comunión; recuerdo
que una vez me habló del sufrimiento, diciéndome que en
vez de conducirme Dios por este camino, tal vez me llevaría
siempre de la mano como a un niñito. Estas palabras, que
me vinieron a la memoria en la comunión del día siguiente,
encendieron mi corazón en ardentísimos deseos de sufrir,
con la íntima convicción de que me estaban reservadas mu­
chas cruces para lo por venir. Vióse entonces inundada mi
alma de tan grandes consuelos, como jamás volví a experi­
mentarlos en mi vida. El padecer trocóseme en atractivo,
descubrí en él hechizos que me arrobaron sin conocerlos bien
todavía.
Otro grandísimo deseo experimenté igualmente; el de no
amar más que a Dios, el de no encontrar alegría sino en El
únicamente. Durante mis acciones de gracias, después de la
comunión, repetía muchas veces aquel pasaje de la Imita­
ción: ¡Oh Jesús, dulzura inefable, trocad para mí en amar­
gura todos los consuelos de la tierra! (¡*) Estas palabras me
salían sin esfuerzo ninguno de los labios; los pronunciaba
como repite un niño, sin entenderlo bastante, lo que le ins­
pira una persona amiga. Más adelante le diré, Madre mía,
cómo se complació nuestro Señor en realizar mi deseo; y
cómo fué siempre El el consuelo inefable de mi alma. Si tra­
tara ahora de ello, me vería precisada a anticipar el relato
de mi adolescencia, mas tengo que darle aún muchos por­
menores de mi infancia.1

(1) Galat., II, 20.


(2) Imit., 1. III, c. XXVI, 3.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—IV 51

Poco después de mi primera comunión volví a entrar en


ejercicios para recibir la confirmación. Me preparé con gran­
de esmero a recibir la visita del Espíritu Santo: no concebía
que hubiese quien no pusiera mucha solicitud en la recep­
ción de este sacramento de amor. Como la ceremonia no pu­
do celebrarse el día señalado, tuve el consuelo de prolongar
algún tanto mi soledad. A semejanza de los Apóstoles, espe­
raba mi alma con júbilo al Consolador prometido, me rego­
cijaba la idea de poder ser en breve perfecta cristiana y de
llevar eternamente grabada en la frente la misteriosa cruz de
este sacramento inefable.
No sentí el impetuoso viento de la primera fiesta de Pen­
tecostés, sino más bien el murmullo de aquella ligera brisa
que oyó el Profeta Elias en la montaña de Horeb. Recibí
aquel día la fortaleza para padecer, fortaleza que tan nece­
saria iba a serme, pues presto iba a comenzar el martirio de
mi alma.
Pasadas estas deliciosas e inolvidables fiestas, tuve que
reanudar mi vida de colegiala. Aprovechaba mucho en los
estudios y entendía fácilmente el sentido de las cosas, pero
tenía dificultad extrema en aprenderlas al pie de la letra.
Sin embargo de ello, logré ver coronados mis esfuerzos en el
catecismo. Llamábame el señor Capellán su doctorcita, sin
duda a causa de mi nombre de Teresa.
Durante el recreo, me divertía las más de las veces viendo
jugar de lejos a mis compañeras y entregándome a la vez a
reflexiones serias. Esta era mi distracción favorita. Había
inventado también otro juego que me gustaba mucho: reco­
gía cuidadosamente a los pobres pajaritos que encontraba
muertos bajo los árboles y les daba a todos honrosa sepul­
tura, en un mismo cementerio, a la sombra del mismo cés­
ped. Otras veces me entretenía en contar historias a mis
compañeras, entre las cuales mezclábanse a menudo algunas
alumnas mayores; pero nuestra prudente maestra me prohi­
bió que continuara mi oficio de orador, prefiriendo que co­
rriéramos a que discus riéramos.
Elegí por aquel tiempo como amigas dos niñas de mi edad;

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52 Un« rosa deshojada

pero ¡ah, qué pequeño es el corazón de las criaturas! Una


de ellas tuvo que volver a su casa por algunos meses; acor-
déme mucho de ella durante su ausencia, y demostré gran
alegría al volver a verla. Mas ¡ay! sólo obtuve de ella una
mirada indiferente; no era correspondida mi amistad. Lo sen­
tí con toda el alma, mas desde entonces dejé de mendigar
cariño tan inconstante. Con todo, Dios me ha dotado de un
corazón tan fiel, que cuando ha amado, sigue amando cons­
tantemente; por eso continúo encomendando a Dios esta
compañera, por eso la quiero todavía. Al ver que muchas
alumnas se aficionaban particularmente a una maestra, qui­
se imitarlas, mas no pude conseguirlo. ¡Oh feliz impotencia,
de cuántos males me has librado! ¡Cuánto agradezco al Se
ñor que sólo me haya hecho encontrar amarguras en las
amistades déla tierra! Con un corazón como el mío, me hu­
biera dejado cautivar y cortar las alas; y entonces, ¿cómo hu­
biera podido volar y descansará (1) Imposible es que pueda
unirse estrechamente con Dios el corazón entregado al cari­
ño humano. ¡He visto tantas almas, seducidas por esa falsa
luz, precipitarse en ella como incautas mariposas, quemarse
las alas, y tornar luego heridas a Jesús, fuego divino que ar­
de sin consumirse!
¡Ah! bien lo sé; nuestro Señor, que conocía mi debilidad,
no quiso exponerme a la tentación, me hubiera quemado en­
teramente en la engañosa luz de las criaturas; mas no brilló
nunca ante mis ojos. Allí donde las almas fuertes encuentran
la alegría y se desprenden de ella por fidelidad a Dios, no
he encontrado yo más que aflicción. ¿Dónde está, pues, mi
mérito por haberme librado de esas frágiles ligaduras, puesto
que la misericordia de Dios me preservó de ellas? Sin El, lo
reconozco, habría podido caer en tanta abyección como la
Magdalena; las profundas palabras del Divino Maestro a Si­
món el Fariseo resuenan con gran dulzura en mi alma. Sí,
sé que a aquel a quien se perdona menos, ama menos (2), pe­
ro sé también que Jesús me ha perdonado mas que a Mag­
dalena. ¡Ah! ¿cómo quisiera poder expresar lo que siento?
Pondré ai menos un ejemplo que interprete de algún modo
mi pensamiento.1

(1) Sal., LIV, 6.


(2) S. Luc., VII, 47.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—IV 53
Supongamos que el hijo de un sabio doctor, al tropezaren
su camino con una piedra, se cae y se rompe un miembro.
Acude su padre al punto, y empleando todos los recursos de
su ciencia, cura sus heridas; luego, el hijo, completamente
curado, le demuestra su gratitud. Indudablemente, este hijo
tiene razón en querer a tan buen padre; mas he aquí otra
suposición:
Habiéndose enterado el padre de que en el camino por
donde ha de pasar su hijo hay una piedra peligrosa, toma la
delantera y la quita, sin ser visto de nadie Ciertamente que
si este hijo, objeto de tan previsora ternura, ignora la des­
gracia de que le ha preservado la mano paterna, no le de­
mostrará agradecimiento alguno, ni le amará tanto como si
le hubiese curado de una herida mortal. Pero si después lo
descubre todo, ¿ao lo querrá mucho más? Pues bien, yo soy
este hijo, objeto del amor providente de un Padre que no
ha enviado a su Verbo para rescatar a los justos, sino a los
pecadores(V. Quiere que le ame porque me ha perdonado,
no mucho, sino todo. Sin esperar a que le ame mucho, como
la Magdalena, me ha dado a entender la inefable previ­
sión con que me amaba, a fin de que, enadelante, le ame con
locura.
Muchas veces he oído decir en los ejercicios espirituales
y fuera de ellos, que el alma pura no ama tanto como el al­
ma arrepentida. ¡Ay, cómo quisiera desmentir estas pala­
bras!

Pero me aparto de mi asunto; ya no sé a punto fijo donde


reanudarlo...
Durante el retiro para mi segunda comunión, me vi asal­
tada por la terrible enfermedad de los escrúpulos. Hay que
haber pasado por este martirio para comprenderlo bien. Im­
posible me sería decir cuánto padecí durante cerca de dos
años; mis menores pensamientos y acciones eran para mí
ocasión de perturbación y angustia. No encontraba alivio si­
no confiándolo todo a María, lo cual me costaba mucho, pues1

(1) Luc„ V, 32.

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54 Una rosa deshojada

me creía obligada a manifestarle absolutamente todos mis


pensamientos, aun los más extravagantes. Después de haber­
me descargado de aquel peso, disfrutaba de un momento de
paz; mas pasaba éste como un relámpago, y comenzaba otra
vez mi martirio ¡Oh Dios mío, cuantos actos de paciencia
obligué a hacer a mi querida hermana!

Aquel año fuimos a pasar quince días de vacaciones a ori­


llas del mar. Mi tía, siempre tan buena y maternal con sus
hijitas de los Buissonnets, nos procuró toda clase de distrac­
ciones; paseos en burro, pesca de lucios, etc..
Nos mimaba aun en nuestro tocado. Ño puedo olvidar que
un día me dió una cinta azul celeste. Era yo tan niña, a pe­
sar de mis doce años y medio, que gozosa anudé mis cabe­
llos con aquella hermosa cinta. Tantos escrúpulos tuve des­
pués, que me confesé en el mismo Trouville de aquel placer
infantil que me pareció un gran pecado.
Hice allí un experimento muy provechoso:
Mi prima María padecía frecuentemente de jaqueca. Du­
rante los ataques, mi tía la mimaba y la acariciaba prodigán­
dole las más tiernas palabras, mas sin obtener nunca de ella
más que lágrimas y la queja continua de <¡Me duele la cabe­
za!» A mí que, a pesar de sentirme casi cada día aquejada
de este mismo dolor, no me lamentaba nunca, se me ocurrió
una noche imitar a María. Me puse, pues, a lloriquear en
una butaca, junto a un rincón del salón. Acudieron al punto
a mi lado Juana, la mayor de mis primas, a quien yo quería
mucho, y mi tía, preguntándome por qué lloraba; y a ejem­
plo de María, respondí: «¡Me duele la cabeza!>
Parece que eso de quejarme no me sentaba muy bien, pues
no pude llegar a convencerlas de que el dolor de cabeza era
el único motivo de mis lágrimas. Mi tía, en vez de acariciar­
me como lo hacía habitualmente, me habló como a persona
mayor. Juana llegó a acusarme, con mucha suavidad, pero
con acento apenado, de falta de confianza y sencillez para con
mi tía, reprochándome que no le declarara la verdadera cau­
sa de mis lágrimas, que se imaginaban sería sin duda algún
gran escrúpulo.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—IV 55
Por último, a costa de esta experiencia quedé completa­
mente resuelta a no volver a imitar nunca a los demás, y
comprendí la fábula del asno y el perrito. Yo era el asno que,
testigo de las caricias prodigadas al perrito, puso sobre la
mesa su pesado casco, para recibir también su parte de besos.
Si no me despidieron a palos, como al pobre animal, no por
eso dejé de llevar mi escarmiento, el cual me curó para siem­
pre del deseo de que se fijaran en mí.

Y vuelvo a la tribulación de mis escrúpulos. A causa de


ellos, acabé por enfermar, viéndose obligados a sacarme del
colegio a los trece años. Para terminar mi educación, me lle­
vaba mi padre varias veces a la semana a casa de una res­
petable señora de la cual recibía excelentes lecciones. Estas
clases tenían la doble ventaja de instruirme y de ponerme en
contacto con el mundo.
En aquella sala amueblada a la antigua, llena de libros y
cuadernos, asistía yo con frecuencia a numerosas visitas. A
pesar de que era ¡a madre de mi institutora la que sostenía
de ordinario la conversación, apenas estudiaba yo en aque­
llos días. Con la nariz sobre el libro, oía cuanto decían, y
aun lo que me hubiera valido más no haber oído. Una seño­
ra se extasiaba contemplando mis cabellos, otra preguntaba
al marcharse quién era aquella joven tan linda; y estas pala­
bras, tanto más halagüeñas para mí cuanto no las pronun­
ciaban en mi presencia, me dejaban una impresión de placer
que me demostraba claramente hasta qué punto llegaba mi
amor propio.
¡Qué compasión me inspiran las almas que se pierden! ¡Es
tan fácil extraviarse por los floridos senderos del mundo!
Cierto que para un alma medianamente elevada, la dulzura
que el mundo le ofrece va mezclada de amargura, y el vacío
inmenso de sus deseos no se llenará con momentáneas ala­
banzas; pero repito que si mi corazón no hubiera sido incli­
nado hacia Dios desde su despertar, y si el mundo me hubie­
ra sonreído a mi entrada en la vida, ¡no sé qué hubiera sido
de mí!... ¡Oh Madre mía venerada, con qué agradecimiento
canto las misericordias del Señor! Según las palabras de la

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56 Una rosa deshojada

Sabiduría, ¿no me ha retirado del mundo antes que mi espí­


ritu se corrompiera con su malicia, y que las apariencias en­
gañadoras sedujeran mi alma.? (1)
Entre tanto, habiendo resuelto consagrarme de modo par­
ticular a la Santísima Virgen, solicité mi admisión en la Con­
gregación de Hijas de María. Para esto tuve que volver dos
veces por semana al convento; confieso que esto me costó un
poco, a causa de mi excesiva timidez. Desde luego quería
mucho a mis buenas maestras, y siempre les guardare gran­
dísima gratitud; pero, según ya dije, no tenía, como las de­
más antiguas alumnas, una maestra particularmente amiga
con la cual hubiera podido pasar horas enteras. Por tanto,
trabajaba en silencio hasta el final de la lección de labores,
y sin que nadie fijara en mí su atención, subía al punto a la
tribuna de la capilla y allí permanecía hasta que venía a bus­
carme mi padre.
En esta silenciosa visita consistía todo mi consuelo. ¿No
era Jesús mi único amigo] Sólo sabía hablar con El; las con­
versaciones con las criaturas, aunque versaran sobre temas
piadosos, me cansaban el alma. Cierto es que en tales des­
amparos tenía momentos de tristeza; mas en estos casos re­
cuerdo que me consolaba repitiendo varias veces este verso
de una hermosa poesía que nos recitaba mi padre:

El tiempo es tu bajel, no tu morada.

Desde muy chica, me infundían valor estas palabras. Hoy,


á pesar de que los años suelen borrar tantas impresiones de
piedad infantil, la figura del bajel hechiza todavía mi alma
y la ayuda a soportar el destierro. ¿No dice también la Sabi­
duría que la vida es semejante a un navio que hiende las agi­
tadas ondas sin dejar detrás de sí la menor huella de su rá­
pido paso? (2)
Cuando considero estas cosas, se transporta mi alma a lo
infinito, y se me figura que toco ya la ribera eterna. Me pa­
rece recibir el abrazo de Jesús... y que la Virgen Santísima
sale a mi encuentro con mi padre, con mi madre, con mis1

(1) Sabiduría, IV. II,


(2) Sab., V, 10,

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Sor Teresa del Niño Jesús.—IV 57
hermanos. Creo, en fin, gozar para siempre de la verdadera y
eterna vida de familia.

Mas antes de llegar a sentarme en el hogar paterno de los


cielos, me quedaban que sufrir en la tierra muchas separa­
ciones. El año en que fui admitida como hija de María, me
arrebató la Virgen a mi querida María (l), único sostén de
mi alma. Desde la partida de Paulina había sido ella mi orá­
culo, y la amaba tanto, que no podía vivir sin su dulce com­
pañía.
En cuanto supe su determinación, resolví no volver a po­
ner nunca más mi corazón en nada de la tierra; no es posi­
ble imaginar lo que lloré entonces. Con todo, por aquel tiem­
po acostumbraba a derramar lágrimas, por cualquier cosa,
lo mismo en las grandes ocasiones, que por lo más insignifi­
cante.
He aquí algunos ejemplos:
Sentía un deseo muy grande de practicar la virtud; pero
mi modo de practicarla era muy singular. Celina arreglaba
nuestro cuarto, pues yo no me ocupaba en trabajos domésti­
cos; pero si alguna vez, en ausencia de mi hermana, y por
agradar al Señor, se me ocurría disponer el lecho y entrar y
colocar en la habitación los tiestos y las macetas, aunque,
como digo, lo hacía por agradar a Nuestro Señor, si tenía la
desgracia de que mi hermana no se manifestase complacida
de mis insignificantes servicios, me entristecía y rompía a
llorar.
Cuando involuntariamente ofendía a cualquier persona,
era tal mi aflicción que, en vez de sobreponerme a ella, lle­
gaba a perder la salud, aumentando de este modo la grave­
dad de mi falta; cuando principiaba a consolarme, lloraba
por haber llorado.
Por cualquier cosa me afligía. Ahora me sucede lo contra­
rio; Dios me ha otorgado la gracia de no abatirme por nin­
guna, cosa pasajera. Mi alma rebosa agradecimiento al recor­

(!) Entró en las Carmelitas de Lisienx el 16 de Octubre de 1886,


tomando por nombre Sor María del Sagrado Corazón.

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59 Una rosa deshojada

dar aquella época; merced a loa favores que he recibido del


cielo, se ha verificado en mí tal cambio, que es imposible re­
conocerme.

Cuando entró María en el Carmen, como ya no podía con­


fiarle mis tormentos, me dirigí al cielo, y me encomendé a
los cuatro angelitos que me habían precedido en la gloria, en
la confianza de que sus almas inocentes, que jamás conocie­
ron la turbación ni el temor, se compadecerían de su pobre
hermanita que padecía en la tierra. Hablábales coa sencillez
de niño, haciéndoles presente que por ser la última de la fa­
milia, siempre había sido la más querida de mis padres y de
mis hermanas, y que si ellos se hubiesen quedado en la tie­
rra, me hubieran dado sin duda las mismas pruebas de cari­
ño. Su partida al cielo no era razón para que me olvidasen;
al contrario, ya que tenían tan a mano los tesoros divinos,
debían procurarme la paz; de este modo me demostrarían
que allá arriba se continúa amando.
La respuesta no se hizo esperar; muy pronto las deliciosas
ondas de paz inundaron mi alma. ¡No sólo me amaban en la
tierra, sino también en el cielo! Desde entonces, aumentó mi
devoción a mis hermanitos del paraíso; me gustaba conver­
sar con ellos, y les hablaba de las tristezas del destierro y de
mi deseo de ir muy pronto a reunirme con ellos en la patria
eterna.

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CAPITULO V
Favor en la noche de Navidad.—Celo de
las almas.—Primera conqoista.-Intimi­
dad con Celina. - Permiso para entrar
en el Carmen. - Negativa del Su­
perior.— Mons. Hugonín.

í, el cielo me colmaba de gracias que yo


en manera alguna merecía. Me consu­
mía en vivos deseos de practicar la vir­
tud; pero ¡cuántas imperfecciones se
mezclaban en mis actos! Mi extremada
sensibilidad me hacía de veras insopor­
table; cuantas razones emplea-

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60 Una rosa deshojada

ban para corregirme de tan feo defecto, eran del todo inú­
tiles
¿Cómo iba, pues, a solicitar que me admitieran pronto en
el Carmen? Era menester casi un milagro para dejar de ser
niña en un momento; y este milagro deseado lo hizo Dios
el 25 de Diciembre de 1886, día inolvidable para mí.
En aquella noche bendita, Jesús, el tierno Niño recién na­
cido, trocó la noche de mi alma en torrentes de luz. Al ha­
cerse débil y pequeño por mi amor, me hizo a mí fuerte y
valiente; me revistió de sus armas, y desde entonces marché
de victoria en victoria, empezando, por decirlo así, una ca­
rrera de gigante. Cegóse la fuente de mis lágrimas, que no
volvió a abrirse más que en determinadas circunstancias y
con mucha dificultad.
Ahora le diré, Madre mía, de qué modo recibí la inestima­
ble gracia de mi completa conversión.
Todos los años, al volver a los Buissonnets, después de oir
lá Misa del gallo, encontraba en la chimenea, como en los
días de mi tierna infancia, los zapatos llenos de chucherías—
lo que prueba que hasta entonces me trataban mis hermanas
como a una niñita. Mi mismo padre gozaba viendo mi ale­
gría y oyendo mis gritos de júbilo cada vez que sacaba una
nueva sorpresa de los zapatos encantados, y su gozo aumen­
taba mi placer. Mas había llegado la hora en que Jesús que­
ría corregirme de los defectos de la infancia y privarme de los
goces inocentes que ésta lleva consigo. Permitió que mi pa­
dre, que en todas ocasiones me mimaba, demostrase esta vez,
contra su costumbre, cierta contrariedad. Al subir a mi apo­
sento le oí pronunciar estas palabras, que me traspasaron el
corazón: <És una sorpresa demasiado infantil ya para una
jovencita como Teresa; espero que será este el último año.»
Conociendo Celina mi extremada sensibilidad, me dijo en
secreto: <No bajes inmediatamente, aguarda un poquito,
porque no podrías contener las lágrimas al ver las sorpresas
delante de papá » Pero Teresa no era la misma... ¡Jesús ha­
bía cambiarlo su corazón!
Ahogando mis lágrimas; bajé rápidamente al comedor, y
reprimiendo los latidos de mi corazón, tomé los zapatos, los
puse delante de mi padre y saqué alegremente todos los ob­
jetos, con el aire satisfecho de una reina. Reíase m¡jipadre,
sin que se retratase ya en su rostro la menor señal de dis-

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Sor Teresa del Niño Jesús.—V 61
gusto, y Celina se creía en un sueño. Felizmente, era una
dulce realidad: Teresita acababa de recobrar para siempre
su fortaleza de alma, perdida desde la edad de cuatro años y
medio.
En aquella noche luminosa empezó, pues, el tercer período
de mi vida, el más hermoso de todos, el más abundante en
gracias del cielo. La obra que no había podido yo llevar a
cabo durante tantos años, la realizó Jesús en un momento,
contentándose con mi buena voluntad. Podía decirle con
los Apóstoles: (Señor, he pescado toda la noche sin coger
nada (1).» Y Jesús, usando conmigo de más misericordia to­
davía que con sus discípulos, cogió El mismo la red, la echó,
y la sacó llena de peces; hizo de mí un pescador de almas...
Entró la caridad en mi corazón junto con el deseo de olvi­
darme perpetuamente de mí misma, y desde entonces fui
dichosa.

Un domingo, al cerrar el devocionario después de termi­


nada la santa Misa, quedó algo fuera de las páginas una fo­
tografía de Nuestro Señor crucificado, asomando tan sólo
una de sus manos divinas perforada y ensangrentada. A su
vista, experimentó un sentimiento nuevo, inefable. Partióse
mi corazón de dolor al contemplar aquella sangre preciosa
que caía en tierra, sin que nadie se apresurase a recogerla,
y resolví permanecer siempre en espíritu al pie de la cruz,
para recibir el rocío divino de la salvación y esparcirlo sin
pérdida de tiempo en las almas.
Desde aquel día, el grito de Jesús moribundo: (¡Tengo
sed! ,> resonaba a cada instante en mi corazón, y lo encendía
en un ardor vivísimo, hasta entonces para mí desconocido.
Anhelaba dar de beber a mi Amado, sentíame yo también de­
vorada por la sed de almas, y a todo trance quería arrancar a
los pecadores de las llamas eternas.
Para estimular mi celo, no tardó en demostrarme el Buen
Maestro que mis deseos le eran agradables. Oí hablar de un
gran facineroso llamado Pranzini, condenado a muerte por

(1) Luc., V, 5.

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62 Una rosa deshojada

crímenes horrendos; su impenitencia hacía temer la conde­


nación eterna de su alma, y quise evitar este mal irremedia­
ble. A este fin, empleé todos los medios espirituales que pude
imaginar, y convencida de que nada lograría por mí misma,
ofrecí por su rescate los infinitos méritos de Nuestro Señor
y los tesoros de la Santa Iglesia.
í,Me atreveré a decirlo? Sentía en lo íntimo de mi corazón
la certidumbre de que mi ruego sería escuchado. Mas con el
fin de cobrar ánimo para proseguir la conquista de las almas,
hice esta ingenua oración: «Dios mío, tengo la seguridad de
que perdonaréis al desdichado Pranzini; lo creeré aunque no
se confiese ni dé señal alguna de contrición; tanta es mi con­
fianza en vuestra infinita misericordia. Pero, Señor, es el pri­
mer pecador que os encomiendo; por tanto, os suplico que me
concedáis tan sólo una señal de su arrepentimiento para con­
suelo de mi alma.)
Mi oración fué atendida al pie de la letra. Mi padre no nos
dejaba leer nunca los diarios; no obstante esto, no creí des­
obedecer mirando las noticias concernientes a Pranzini. Al
día siguiente de su ejecución, abrí con afán el periódico La
Cruz, y ¡,qué vieron mis ojos?... ¡Ah, mis lágrimas delata­
ron mi conmoción, por lo que tuve que retiradme para ocul­
tarlas. Pranzini había subido al cadalso sin confesión, sin
absolución; ya los verdugos lo arrastraban hacia la fatal gui­
llotina, cuando, tocado de pronto por súbita inspiración, vol­
vióse, recibió el Crucifijo que le presentaba el sacerdote, y
¡besó por tres veces sus sagradas llagas!...
Había obtenido, pues, la señal deseada, mas aquella señal
era dulcísima para mí. ¿Por ventura no había penetrado en
mi corazón la sed de almas al contemplar las llagas de Jesús,
al ver correr su sangre divina? Quería darles a beber esta
sangre inmaculada, para que las purificase de todas sus man­
chas; los labios «de mi primer redimido» posáronse en aque­
llas divinas llagas ¡Inefable respuesta! A partir de aquel be­
neficio tan singular, aumentó en mí cada día el deseo de sal­
var las almas; parecía oir a Jesús decirme en voz baja como
a la Samaritana: ¡Dame de beber (D/ Era un verdadero cam­
bio de amor; vertía yo en las almas la preciosa sangre de Je­
sús y se las ofrecía después a este divino Señor refrigeradas

(1) San Juan, IV, 7.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—V 63
con el rocío del Calvario. De este modo trataba yo de apagar
su sed, pero cuanto más le daba de beber, más grande era la
sed abrasadora de mi pobrecita alma; con todo, aceptaba yo
esta sed como la más deliciosa recompensa que pudiera ape­
tecer.

En muy corto espacio de tiempo me había sacado el Se­


ñor del estrecho círculo en que vivía, haciéndome dar el pa­
so decisivo; mas ¡ay! me quedaba que recorrer todavía largo
trecho.
Aligerada de sus escrúpulos y de su excesiva sensibilidad,
se desarrolló mi alma. Yo, que siempre había amado lo gran­
de, lo bello, me sentía poseída en aquella época de grandísi­
mos deseos de saber. No contentándome con las lecciones de
mi maestra, estudiaba por mí misma las ciencias que me
atraían; por este medio adquirí más conocimientos en algu­
nos meses que durante los años de mi educación. ¡Ay! ¿No
era este afán vanidad y aflicción de espíritu?
Siendo de natural ardiente, me hallaba en el momento más
peligroso de la vida. Pero el Señor hizo conmigo lo que refie­
re Ezequiel en sus profecías:
Vio que había llegado para mí el tiempo de ser amada; hi­
zo alianza conmigo, y llegué a ser suya; extendió sobre mí su
manto; me lavó con preciosos perfumes; me atavió con des­
lumbradores vestidos, dándome collares y perfumes inapre­
ciables. Me alimentó con la flor de la harina, con miel yacei- '
te en abundancia. Parecí entonces hermosa a sus ojos, y ha
hecho de mí una reina poderosa (1).
Sí, todo esto ha hecho conmigo Jesús. Podría examinar ca­
da palabra de este inefable pasaje y demostrar que se ha rea­
lizado en mí; pero las gracias que mencioné mas arriba son
ya una prueba suficiente de ello. Hablaré, pues, tan sólo del
alimento que el divino Maestro me ha prodigado «en abun­
dancia).
Durante mucho tiempo sustentó mi vida espiritual con «la
harina más pura) contenida en la Imitación. Fue este el

(1) Ezeq., XVI, 8, 9, 13.

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64 Una rosa deshojada

único libro que me produjo algún bien, pues mi alma no ha­


bía descubierto todavía los tesoros ocultos en el Santo
Evangelio. Jamás separaba de mí un instante aquel librito,
por lo cual se reía mi familia; y aun a veces mi tía, abrién­
dolo al acaso, hacíame recitar el primer capítulo que le ve­
nía a mano.
Cuando a los catorce años se desarrolló en mí la afición a
los estudios, juzgó Dios prudente añadir a aquella harina pu­
rísima, (miel y aceite en abundancia», haciéndomelos gus­
tar en las conferencias del Revdo. Sr. Arminjón sobre el fin
del mundo presente y los misterios de la vida futura. Esta
lectura comunicó a mi alma algo así como una felicidad ce
lestial; presentía ya la que reserva Dios a los que le aman,
y al considerar la desequilibrada proporción que existe en­
tre las eternas recompensas y los insignificantes sacrificios
de esta vida, deseaba ardientemente amar, amar a Jesús con
pasión, y darle mil pruebas de ternura mientras podía ha­
cerlo todavía.

Era Celina la confidente íntima de mis pensamientos, par­


ticularmente desde el día de Navidad. Jesús, que deseaba
que camináramos juntas, unió nuestros corazones con víncu­
los más poderosos que los de la sangre; hizo que fuésemos
verdaderamente hermanas de alma. En nosotros se realiza­
ban las palabras de nuestro Padre San Juan de la Cruz, en
su cántico espiritual:

A zaga de tu huella
Las jóvenes discurren al camino
Al toque de centella,
Al adobado vino,
Emisiones de bálsamo divino (1).

¡Sí, corríamos con paso ligero tras las huellas de Jesús! Y


las abrasadoras chispas que iba prendiendo El en nuestras
almas, el vino delicioso y fuerte que nos daba a beber, nos
apartaba de las cosas pasajeras de la vida; de nuestros labios
(1) Canción 26.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—V 65
brotaban aspiraciones embalsamadas de amor divino. ¡Con
qué delicia recuerdo nuestras conversaciones de entonces!
Cada noche subíamos juntas al mirador, allí perdíase nues­
tra vista en el azul indefinido del cielo tachonado de estre­
llas de oro. Creo que recibíamos muchas gracias. Según dice
la Imitación: «Dios se comunica a veces en medio de vivo
esplendor, o bien suavemente, velado bajo sombras y figu­
ras (l).> De este modo se dignaba manifestarse a nuestros
corazones; mas ¡cuán sutil y transparente era aquel velo! No
era posible dudar; ya la fe y la esperanza abandonaban
nuestras almas; el amor nos hacía hallar en la tierra a
Aquel a quien buscábamos. Habiéndolo hallado solo, nos
besó, a fin de que nadie pudiera menospreciarnos en ade­
lante (2).
Estas impresiones divinas producían también sus frutos;
la práctica de la virtud se me hizo agradable y fácil. Mi ros­
tro delataba al principio la lucha interior de mi alma; pero,
poco a poco, la abnegación me pareció fácil, aun en el pri­
mer momento. Jesús lo ha dicho: Al que tiene, se le dará
todavía más, y estará en la abundancia (3).> Por una gracia
recibida con fidelidad, me concedía otras muchas. Se me da­
ba El mismo en la Santa Comunión con más frecuencia de
lo que yo hubiera osado esperar. Adoptó como regla de con­
ducta hacer fielmente todas las comuniones que me permi­
tiera mi confesor, sin pedirle jamás que aumentara el nú­
mero de ellas. Hoy me arreglaría de otra manera, pues estoy
convencida de que un alma debe manifestar a su director el
atractivo que siente por recibir a su Dios. No baja cada día
del cielo para quedarse en el áureo copón, sino en busca de
otro cielo: del cielo de nuestra alma, en donde tiene sus de­
licias.
Conociendo Jesús mi deseo, inspiraba a mi confesor que
me diera permiso para hacer frecuentes comuniones durante
la semana, permiso que por venirme directamente de él, me
colmaba de gozo. En aquel tiempo no me atrevía a manifes­
tar mis sentimientos interiores; el camino que seguía era
tan recto, tan luminoso, que no necesitaba más guía que Je-1
(1) Imit., L. III, c. XLIIT, 4.
(2) Cant., VIII, 1.
(3) Luc., XIX, 26.
7

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66 Una rosa deshojada

sus. Comparaba yo a los directores con fieles espejos que re­


flejaban en las almas la imagen de Nuestro Señor, y pensaba
que Dios no se valía conmigo de intermediario, sino que
obraba directamente.

Cuando un jardinero rodea de cuidados un fruto que quie­


re hacer sazonar antes de tiempo, no es para dejarlo en el
árbol, sino para servirlo en espléndida mesa. Con este fin,
prodigaba Jesús sus gracias a su florecida. El, que en los
días de su vida mortal exclamaba transportado de júbilo:
Padre mío, os bendigo porque habéis ocultado estas cosas a
los sabios y a los prudentes para revelarlas a los pequeñue-
los (1), quería hacer brillar en mí su misericordia. Porque era
débil y pequeña, se rebajó hasta mí instruyéndome suave­
mente en los secretos de su amor. Como dice San Juan de la
Cruz en su cántico del alma,

Sin otra luz ni guía,


Sino la que en el corazón ardía.
Aquesta me guiaba
Más cierto que la luz del mediodía,
Adonde me esperaba
Quien yo bien rae sabía,
En parte donde nadie parecía.

Este lugar era el Carmen; mas antes de sentarme a des­


cansar a la sombra de Aquel a quien deseaba (2), tenía que
pasar por muchas pruebas. A pesar de ello, el llamamiento
divino llegó a ser tan apremiante, que aunque hubiera sido
preciso atravesar el fuego, me hubiera abalanzado a él para
responder a Nuestro Señor.
Solamente mi hermana Inés de Jesús me alentaba en mi
vocación; María me juzgaba demasiado joven y V. R, ama­
dísima Madre, sin duda para probarme, intentaba también
enfriar mi ardor. Desde el principio nc encontré más que1

(1) Luc., X, 21.


(2) Cant, II, 3.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—V 67
obstáculos. Por otra parte, no me atrevía a decirle nada a
Celina, y este silencio me hacía padecer mucho; ¡me costaba
tanto ocultarle algo! Con todo, pronto se enteró mi querida
hermana de esta determinación, mas en vez de desanimar­
me, aceptó el sacrificio con admirable valor. Puesto que tam­
bién deseaba ella ser religiosa, le correspondía marcharse
antes que yo; pero se interesó y padeció conmigo todas aque­
llas pruebas como si se tratase de su propia vocación; y a
ejemplo de los mártires de la antigüedad, que daban alegre­
mente el ósculo de despedida a sus hermanos que partían
antes que ellos a combatir en la arena, me dejó marchar.
Por parte de Celina no tenía, pues, nada que temer; pero
no sabía de qué medio valerme para anunciar mis proyectos
a mi padre. ¿Cómo decirle que iba a separarse de su reina,
cuando acabada de sacrificar sus dos hijas mayores?... Ade­
más, aquel año lo tuvimos enfermo con un ataque de pará­
lisis bastante grave, del cual es verdad que se repuso pron­
to, pero no por eso dejaba de preocuparnos mucho para lo
por venir.
¡Ay, cuánto luchó mi alma en su interior, antes de deter­
minarme a hablar! Pero corría el tiempo y era preciso que
me decidiera; iba a cumplir catorce años y medio, sólo fal­
taban seis meses para la hermosa noche de Navidad, y yo
estaba decidida a entrar en el Carmen a la misma hora en
que un año antes había recibido la gracia de mi conversión.
Elegí la fiesta de Pentecostés para hacer mi gran confi­
dencia. Durante todo el día rogué al Espíritu Santo gue me
iluminara y a los Apóstoles que rogasen por mí. ¿No eran
ellos, en efecto, los que debían ayudar a la tímida niña a
quien Dios destinaba a ser apóstol de los Apóstoles por la
oración y el sacrificio?
Por la tarde, al volver de Vísperas, se me presentó la oca­
sión deseada. Fué mi padre a sentarse en un banco del jar­
dín, y allí, con las manos cruzadas, contemplaba las maravi
lias de la naturaleza. El sol poniente doraba con sus últimos
rayos las altas copas de los árboles, los pajaritos gorjeaban
su oración de la noche.
Una expresión del todo celestial y de profundísima paz se
reflejaba en el hermoso rostro de mi padre. Sin pronunciar
una palabra, pero con los ojos llenos de lágrimas, fui a sen­
tarme a su lado.

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68 Una rosa deshojada

Me miró con ternura indescriptible y apoyando mi cabeza


contra su pecho, me dijo: «¿Qué tienes, reinecita mía? Va­
mos, dime lo que te pasa..,» Y levantándose para disimular
su propia conmoción, empezó a andar lentamente sin dejar
de estrecharme contra su pecho.

Sitio donde estaba sentado el Sr. Martín cuando Teresita


le pidió permiso para ser religiosa. En el fondo el
jardincito de Teresa y la ventana del lavadero
donde arreglaba sus altarcitos.

Anegada en lágrimas, le hablé del Carmen, y le manifesté


mis deseos de entrar en él muy pronto. Entonces lloró él
también, pero nada me dijo que pudiese desviarme de mi vo­
cación ; sólo me hizo observar que era aún demasiado joven
para tomar una determinación tan importante; mas como
insistiese en defensa de mi causa, el natural recto y genero­
so de mi incomparable padre, se dió muy pronto por venci­
do. Después de haber desahogado mi corazón, continuamos
largo rato nuestro paseo; mi padre ya no lloraba, antes bien,

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Sor Teresa del Niño Jesús.—V 69
me hablaba como pudiera hacerlo un santo. Acercándose a
un muro un poco elevado, mostróme unas florecidas blancas
que parecían lirios en miniatura, y cogiendo una de ellas, me
la dió, explicándome con qué cuidado la había hecho florecer
el Señor y la había conservado hasta aquel día.
Tan sorprendente era el parecido entre la florecida y Te-
resita, que creí oir referir mi historia, por lo que recibí aque­
lla florecida como una reliquia. Noté que al cogerla mi pa­
dre, la había arrancado de raíz sin romperla; parecía, pues,
destinada a vivir aún en tierra más fértil, y pensé que lo
mismo acababa de hacer conmigo, permitiéndome trocar el
dulce vade, testigo de mis primeros pasos en la vida, por la
montaña del Carmelo.
Pegué mi florecita blanca en una estampa de Nuestra Se­
ñora de las Victorias, y todavía la conservo; la Virgen San­
tísima le sonríe y el Niño Jesús parece sostenerla en su ma­
nila; pero el tallo se ha partido muy cerca de la raíz, como si
quisiera Dios avisarme con esto que romperá muy pronto
las ligaduras de su florecita, y no la dejará marchitarse en la
tierra...
Con el consentimiento de mi padre, creía que podría vo­
lar sin dificultad al Carmen. Mas ¡ay! al comunicarle a mi
tío mi resolución, declaró que le parecía contraria a la pru­
dencia humana mi entrada en el Carmen a los quince años;
opinó que era perjudicar a la religión consentir que una
niña abrazara esta vida tan austera, y terminó añadiendo
que, por su parte, se opondría resueltamente a ello, y que,
a menos que interviniese un milagro, no cambiaría de opi­
nión.
Convencida de que todos los razonamientos serían inútiles,
me retiré con el corazón sumido en la más profunda amargu­
ra. La oración era mi único consuelo; suplicaba a Jesús que
hiciera el milagro pedido, pues sólo a tal precio podría yo
responder a su llamamiento. Transcurrió bastante tiempo;
parecía que mi tío se había olvidado de nuestra conversa­
ción, pero supe más tarde que le sucedía todo lo contrario,
pues yo le daba gran cuidado.
Antes de permitir que luciese en mi alma un rayo de es­
peranza, quiso enviarme el Señor, por espacio de tres días,
otro dolorosísimo martirio. ¡Ah, nunca como entonces me
hice cargo de la amargura de la Virgen Santísima y de San

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70 Una rosa deshojada

José al buscar al divino Niño perdido por las calles de Je-


rusalén! Me hallaba en una soledad espantosa, ó más bien,
se asemejaba mi alma al frágil esquife abandonado sin pi­
loto a merced de las tempestuosas ondas. Sé que Jesús es­
taba allí durmiendo en mi barquilla, pero ¿cómo verle en
medio de la obscuridad de tan sombría noche! Si hubiera
estallado abiertamente la tempestad, quizás algún relámpa­
go hubiera rasgado las densas nubes de mi alma, y a su tris­
te claridad, hubiera visto por un instante al Amado de mi
corazón.
Mas, no... ¡era la noche lóbrega y profunda, el desamparo
completo, una verdadera muerte! Como el Maestro divino en
el huerto de la Agonía, me sentía sola, sin encontrar consue­
lo ni en el cielo ni en la tierra. La naturaleza parecía tomar
parte en mi amarga pena; durante aquellos tres días, no
brilló el más leve rayo del sol, y llovió torrencialmente.
Tengo bien comprobado que en todas las graves circunstan­
cias de mi vida, ha reflejado la naturaleza la imagen de mi
alma. En mi aflicción, ha llorado el cielo conmigo, yen mis
alegrías, ni la más ligera nubecilla ha obscurecido jamás el
firmamento.
Al cuarto día, que era sábado, fui a ver a mi tío. ¡Cuál no
sería mi sorpresa al encontrarle completamente cambia­
do respecto de mí! En primer lugar, sin que mediase indi­
cación alguna de mi parte, me introdujo en su despacho;
luego, comenzando por dirigirme suaves reproches por lo
cohibida que me mostraba con él desde hacía algún tiempo,
me dijo que no era ya necesario el milagro exigido, pues
habiéndole rogado al Señor que inclinase su corazón a mi
deseo, se lo había concedido. ¡Yo no volvía de mi asom­
bro! Me abrazó con ternura de padre, añadiendo con voz
conmovida: «Vete en paz, querida hija; eres una florecita
privilegiada que el Señor quiere para sí; no me opondré yo
a su deseo.»
¡Con qué alegría tomé de nuevo el camino de los Buis-
sonnets, bajo un hermoso cielo cuyas nubes se habían disipa­
do por entero! También en mi alma había cesado la noche.
Al despertarse Jesús, me había devuelto la alegría; ya no
oía el ruido de las olas; en vez del huracán de la tribula­
ción, henchía mi vela una suave brisa, creyéndome ya en
el puerto. Pero ¡ay! había de desencadenarse todavía más

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Sor Teresa del Niño Jesús.—V 71
de una tormenta que me haría temer, en determinadas ho­
ras, verme alejada de la anhelada orilla, sin esperanza de re­
greso.
Obtenido ya el consentimiento de mi tío, supe por V. R.,
venerada Madre mía, que el Superior del Carmen no permi­
tía mi entrada hasta la edad de veintiún años. Nadie conta­
ba con esta oposición tan grave e invencible. Con todo, sin
desanimarme, fui yo misma con mi padre a exponerle mis
deseos. Recibióme muy fríamente; ningún argumento logró
cambiar sus disposiciones, y nos despedimos sin obtener de
él más que un no terminante. <No obstante ello - añadió,—
yo no soy más que un delegado de Su lima.; si él consiente
en esta entrada, nada tendré que decir.» Al salir de la recto­
ría, llovía torrencialmente; ¡negros nubarrones cubrían tam­
bién el cielo de mi alma! Mi padre no sabía cómo consolar­
me; me prometió que me llevaría a Bayeux si yo lo deseaba,
y acepté la oferta con agradecimiento.
Muchos sucesos ocurrieron antes de que nos fuera dado
emprender el viaje. Exteriormente, mi vida parecía la mis­
ma: estudiaba, y sobre todo crecía en amor de Dios; a veces
sentía arranques, verdaderos trasportes...
Una noche, no sabiendo cómo demostrarle a Jesús mi
amor y mi ardiente deseo de verle servido y glorificado en
todas partes, pensé con dolor que de los abismos del infier­
no no subiría jamás hasta El ni un solo acto de amor, y
exclamé entonces fuera de mí que de buena gana me ve­
ría sumergida en aquel lugar de tormentos y blasfemias,
para que allí fuera eternamente amado. No podría esto glo­
rificarle, puesto que el Señor sólo desea nuestra felicidad;
pero cuando se ama, se experimenta la necesidad de decir
mil locuras. Hablaba de esta manera, no porque el cielo no
excitara mi deseo, sino porque entonces mi único cielo era
el amor, y en mi entusiasmo, sentía que nada podría sepa­
rarme del objeto divino que me había enajenado...
Por aquel tiempo me dió nuestro Señor el consuelo de
tratar de cerca almas de niños. He aquí en qué circunstan­
cias: Durante la enfermedad de una pobre madre de fami­
lia, tomé a mi cargo sus dos niñitas, la mayor de las cuales
contaba sólo seis años. Era para mí un verdadero gusto ver
con qué candor creían todo cuanto yo les decía. Concíbese
fácilmente cuán profundo debe ser el germen de las virtu-

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72 Una rosa deshojada

des teologales depositado por el santo bautismo en las al­


mas, puesto que ya en la infancia, la esperanza de los bie­
nes futuros induce a aceptar los sacrificios.
Cuando quería ver a mis dos niñitas muy avenidas entre
sí, en vez de prometerles juguetes y dulces, les hablaba de
las recompensas eternas que dará el Niño Jesús a los niños
buenos. La mayorcita, cuya razón comenzaba a desarrollar­
se, me miraba con expresión de intensa alegría, y me ha­
cía mil preguntas embelesadoras acerca del Niño Jesús y de

su hermoso cielo. Me prometía al punto con entusiasmo


que cedería siempre en todo a su hermanita. añadiendo que
jamás olvidaría las lecciones de «la señorita grande,» como
me llamaba.
Comparaba a estas almas inocentes con la cera blanda, en
la cual puede grabarse con facilidad cualquier señal... ¡ay!
por desgracia, así del mal como del bien; por esto compren­
dí las palabras de Jesús que más le valdría a uno ser pre­
cipitado en el mar que escandalizar a uno solo de estos
pequeñuelos U). ¡Ah, cuántas almas llegarían a muy ele­
vada perfección, si desde el principio fuesen bien dirigi­
das!1

(1) Mat., XVIII, 6.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—Y 73
Sé que Dios no necesita de nadie para llevar a cabo su
obra de santificación; mas así como permite a un hábil jar­
dinero cultivar plantas raras y delicadas, dándole la ciencia
necesaria a este objeto, pero reservándose el cuidado de fe­
cundizarlas, del propio modo quiere ser secundado en la di­
vina cultura de las almas. ¿Qué sucedería si un horticultor
poco hábil injertara mal sus árboles, o no supiera distinguir
la naturaleza de cada uno, sino que quisiera, por ejemplo,
hacer brotar rosas de un melocotonero?
Tráeme esto a la memoria que, en otro tiempo, tenía yo
entre mis pájaros un canario, que cantaba admirablemente,
y también un pardillo, al cual había criado desde su salida
del nido, prodigándole particulares cuidados. Este pobreci-
to prisionero, privado de las lecciones de música de sus pa­
dres, y no oyendo desde la mañana a la noche más que los
alegres trinos del canario, quiso imitarle un día. ¡Difícilem­
peño para un chorlito! Era curioso ver los esfuerzos del po-
brecillo, cuya dulce voz tan mal se acomodaba a las vibran­
tes notas de su maestro. Esto no obstante, lo consiguió, con
gran sorpresa mía, y su canto llegó a ser enteramente igual
al del canario.
¡Oh Madre mía, bien sabe V. R quién me enseñó a cantar
desde mi infancia! ¡Bien conoce las voces que me enamora­
ron! Espero poder repetir un día eternamente, a pesar de mi
debilidad, el canto de amor cuyas armoniosas notas he oído
modular tantas veces acá en la tierra.
Pero ¿en dónde estoy? Estas reflexiones me han llevado
muy lejos... Vuelvo a tomar inmediatamente el hilo de mi
vocación.
Acompañada sólo de mi padre, con el corazón lleno de es­
peranza, pero conmovidísima a la idea de presentarme en el
obispado, me dirigí a Bayeux el 31 de Octubre de 1887. Por
vez primera en mi vida iba a hacer una visita sin ir acom­
pañada de mis hermanas; y esta visita era nada menos que
a un Obispo. Yo, que solamente tomaba parte en las conver­
saciones para contestar a las preguntas que me hacían, ha­
bía de explicar y desenvolver las razones que me movían a
solicitar mi entrada en el Carmen, de manera que quedase
manifiesta la solidez de mi vocación.
¡Cuánto me costó vencer mi timidez! ¡Ah, cuán verdad es
que el amor no encuentra jamás imposibles, porque cree que

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74 Una rosa deshojada

todo lo puede y que todo le es permitido\ (1) En efecto, sólo


el amor de Jesús pudo decidirme a desafiar estas dificulta­
des y todas las que siguieron, pues tuve que comprar mi fe­
licidad a costa de grandes pruebas. Claro es que hoy me pa­
rece haberla pagado a muy poco precio, por lo cual estaría
dispuesta a soportar penas mil veces más amargas que las
pasadas para adquirirla, si aún no la hubiese conseguido.
Cuando llegamos al obispado parecía que se habían abier­
to todas las cataratas del cielo. El Vicario General Sr. líé-
vérony, que había fijado por sí mismo la fecha de mi visita
para aquel día, mostróse muy amable, aunque algo sorpren­
dido. Al notar las lágrimas que se agolpaban a mis ojos, me
dijo: <¡ Ah, veo brillar diamantes; cuidado con enseñárselos
a Su Excelencia!
Atravesamos grandes salones, ante cuya grandiosidad me
consideraba yo como una hormiguita, mientras revolvía en
mi interior lo que me atrevería a decir. Paseábase en aquel
momento el señor Obispo por una galería en compañía de
dos sacerdotes; acercóse el Sr. Vicario General, cambiando
con él algunas palabras, y a poco entraron los dos en la ha­
bitación en que esperábamos. Había allí tres enormes sillo­
nes colocados delante de la estufa, en la que chisporroteaba
un fuego muy vivo.
Al entrar el señor Obispo, púsose mi padre de rodillas
para recibir su bendición; después nos hizo sentar Su Exce­
lencia frustrísima El Sr. Révérony me ofreció el sillón de
en medio; y yo me excusé cortésmente, pero insistió dictán­
dome que diera pruebas de que sabía obedecer. A estas pa­
labras obedecí sin la menor, réplica, y llena de confusión, vi
que él tomaba asiento en una silla, mientras yo me hundía
en aquel sillón monumental donde cuatro personas como yo
hubieran cabido cómodamente, mucho mejor que mi perso­
nilla, que no se hallaba bien en él. Esperaba que mi padre
tomaría la palabra, pero no fué así, sino que dejó que expli­
cara yo misma el objeto de nuestra visita. Lo hice con la
mayor elocuencia que supe, íntimamente persuadida de que
una sola palabra del Superior me hubiera valido más que
todas mis razones. Por desgracia, su oposición no abogaba
mucho en favor mío.1
(1) Imit., L. III, c. V, i.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—V 75
Me preguntó Su Excelencia si hacía mucho tiempo que
deseaba entrar en el Carmen.
— ¡Oh, sí, Monseñor, hace mucho tiempo! —le respondí.
— ¡Vaya!-repuso riendo el Rdo. Sr. Révérony- no hará
más de quince años
—Verdad es—repliqué: —pero no rebaje V. mucho, pues
desde la edad de tres años he deseado entregarme a Dios.
Creyendo Su Excelencia complacer a mi padre, intentó
convencerme de que debía permanecer todavía algún tiem­
po a su lado. ¿Cuál no sería el asombro y edificación de S. E.
al ver que mi padre tomaba mi defensa, añadiendo con ex­
presión llena de bondad, que, como habíamos de ir a Roma
con la peregrinación diocesana, yo no vacilaría en hablar del
asunto al Padre Santo, si es que no obtenía antes el permiso
solicitado.
Sin embargo de esto, el Sr. Obispo juzgó indispensable te­
ner una entrevista con el Superior, antes de darme una res­
puesta definitiva. Nada podía decirme que me apenara tan­
to como esto, pues sabía su formal y terminante oposición.
De modo que, olvidando la recomendación del señor Révé­
rony, no sólo enseñé los diamantes a S. E., sino que le hi­
ce presente de ellos. Monseñor, a quien vi hondamente con­
movido, me prodigó caricias como nunca, creo yo, las había
recibido de él ninguna otra niña.
—No está todo perdido, querida hijita - me dijo; - pero
me alegro mucho de que hagas ese viaje a Roma con tu buen
padre: así asegurarás más tu vocación. ¡En vez de llorar, tie­
nes que alegrarte! Además, la semana que viene pienso ir a
Lisieux, hablaré de ti al Superior, y seguramente recibirás
mi respuesta en Italia.
Su Excelencia nos acompañó hasta el jardín; mi padre pro­
curó despertar vivamente su interés, refiriéndole que aquella
misma mañana me había puesto moño alto para aparentar
más edad. No se echó esto en saco roto; hoy sé que Monse­
ñor no habla a nadie de su hijita sin contar la historia del
peinado. Confieso que hubiera preferido que esto quedara en
secreto. El señor Vicario General nos acompañó hasta la
puerta, diciendo que jamás se había visto un caso semejante
al nuestro: un padre tan impaciente por ofrecer su hija a
Dios como ésta en consagrarse a El.
Tuvimos, pues, que emprender el camino de Lisieux sin

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76 Una rosa deshojada

haber obtenido respuesta favorable. Mi porvenir me parecía


deshecho para siempre; cuanto más se aproximaba el térmi­
no, más se embrollaban mis asuntos. Con todo, siempre con­
servé en el fondo de mi alma una paz inalterable, porque
buscaba tan sólo la voluntad de Dios.

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CAPITULO VI
Viaje a Roma.—Audiencia de S. S. León
XIII. —Respuesta del'Señor Obis­
po DE Bayküx —Tres meses de
espera.

res días después de mi visita a Bayeux,


emprendí otro viaje mucho más largo: el
de la Ciudad Eterna. Demostróme este
último viaje la nada de todas las cosas
pasajeras. A pesar de ello, pude contem­
plar espléndidos monumentos y maravi­
llas del arte y de la religión; sobre todo

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78 Una rosa deshojada

pisé la misma tierra que habían pisado los Santos Apósto­


les, la tierra regada por la sangre de tantos mártires; por
esto mi alma se dilató al contacto de las cosas santas.
Muy satisfecha estoy de haber ido a Roma; pero compren­
do que algunas personas supusieran que emprendía mi padre
este viaje con objeto de desviarme de mis ideas de vida reli­
giosa. Verdaderamente, había motivos para quebrantar una
vocación poco segura.
En primer lugar, nos encontramos mi hermana y yo en
medio de una reunión de personas de la más selecta y ele­
gante sociedad, de la cual se componía casi exclusivamente
la peregrinación. ¡Ah, aquellos títulos de nobleza, en vez de
deslumbrarnos, nos parecieron humo vano. Claramente com­
prendí las palabras de la Imitación: No persigáis esa vana
sombra que en el mundo llaman un gran nombre W. Com­
prendí que la verdadera grandeza se halla, no en el nombre,
sino en el alma.
Dice el Profeta que el Señor dará otro nombre a sus ele­
gidos (2); y leemos en el Apocalipsis: El vencedor recibirá
una piedra blanca sobre la cual estará escrito un Nombre
N übvo, desconocido de todos, excepto de aquel que le reci­
be (3). En el cielo, pues, sabremos nuestros títulos de nobleza.
Allí recibirá cada cual de Dios la alabanza merecida (4), y el
que, por amor a nuestro Señor, haya preferido ser en la tie­
rra pobre y desconocido, será el primero, el más noble y el
más rico.
Lo segundo que me llamó la atención se refería a los sa
cerdotes. Hasta entonces me había sido imposible compren­
der el fin principal de la reforma del Carmen; rogar por los
pecadores, me embelesaba, pero ¡ rogar por los sacerdotes, cu­
yas almas me figuraba más puras que el cristal, me parecía
muy extraño! En Italia compnendí mi vocación; ¡no era ir
muy lejos a buscar tan útil conocimiento!
En el espacio de un mes traté a muchos santos sacerdo­
tes; entonces vi que si su sublime dignidad los eleva sobre
los ángeles, no por eso dejan de ser hombres débiles y1

(1) Imit., L. III, c. XXIV, 2.


(2) Is., LXV, 15.
(3) Apoc., II, 17.
(4) I Cor., IV, 5.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—VI 79
frágiles. Por tanto, si los sacerdotes santos a quienes lla­
ma Jesús en el Evangelio sal de la tierra, muestran que
tienen necesidad de oraciones, ¡cuánto más las necesita­
rán los tibios! ¿Por ventura no son de Jesús aquellas pala­
bras: <Si la sal se echa a perder, ¿con qué se la sazona­
rá? (1)»
¡Oh Madre mía, qué hermosa es nuestra vocación! A nos-
tras, al Carmen, corresponde conservar la sal de la tierra.
Ofrecemos nuestros sacrificios y oraciones por los apóstoles,
mientras evangelizan ellos con sus palabras y ejemplos las
almas de nuestros hermanos. ¡Hermosa ocupación la nues­
tra! Mas me detengo, porque tratando este tema, no se para­
ría jamás mi pluma...
Le referiré mi viaje, amada Madre mía, con algunos deta­
lles:
El 4 de Noviembre, a las tres de la mañana, atravesamos
la ciudad de Lisieux, sepultada aún en las sombras de la no­
che. Mil impresiones pasaron por mi alma; atraíame lo des­
conocido, sabía que me esperaban allí grandes cosas.
Al llegar a París, nos hizo visitar mi padre todas las ma­
ravillas que encierra; en cuanto a mí, sólo encontró una:
Nuestra Señora de las Victorias. Me sería imposible expli­
car lo que experimenté en su bendito santuario. Las gracias
que me concedió, por la paz y felicidad que inundaron mi al­
ma, se parecían a las de mi primera Comunión...
Allí me dijo claramente mi Madre la Virgen María, que
era ella la que me había sonreído y sanado. ¡Con cuánto fer­
vor la supliqué que me guardara siempre y realizara mis pro­
pósitos, cobijándome bájo la sombra de su manto virginal.
Le pedí además que alejara de mí todas las ocasiones de pe­
cado, porque no ignoraba que encontraría durante mi viaje
muchas causas de perturbación. No conocía el mal y temía
descubrirlo; no había experimentado que todo es puro para
los puros (2), que el alma recta y sencilla no ve mal en nada,
porque el mal sólo se aloja en los corazones impuros, y no
en los objetos insensibles. Me encomendó también a San Jo­
sé, cuya devoción fué siempre inseparable del amor que con­
sagré a la Virgen Santísima desde mi infancia. Diariamente1
(1) Mat., V, 13.
(2) Tit., 1. 15.

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80 Una rosa deshojada

rezaba la oración: «¡Oh San José, padre y protector de las


vírgenes! (1)» No podía, pues, estar mejor protegida y res­
guardada de todo peligro.
Salimos de París el 7 de Noviembre, después de consagrar­
nos al Sagrado Corazón en la basílica de Montmartre. Como
se tratase de poner cada departamento del vagón bajo la ad­
vocación de un Santo, convínose en conceder este honor a
alguno de los sacerdotes que viajaran en él, ya adoptando su
patrono, ya el de su parroquia.
Al llegar el turco al nuestro, oímos que, en presencia de
todos los peregrinos, le llamaban San Martín. Mi padre
agradeció mucho esta delicada deferencia, e inmediatamente
fué a darle las gracias al Director de lg, Peregrinación, Mon­
señor Legoux, Vicario General de Coutances. Desde enton­
ces mucha gente no le llamaba de otro modo que el señor
San Martín.
El Reverendo señor Révérony observaba atentamente
todas mis acciones; notaba yo que me vigilaba continua­
mente, hasta en la mesa; si no me sentaba frente a él, en­
contraba modo de inclinarse para verme y oirme. Se me fi­
guró que debió quedar satisfecho del examen, pues al fi­
nal del viaje parecía bien dispuesto en favor mío. Y digo
al final, porque en Roma en todo pensó menos en servirme
de abogado, como más adelante explicaré. Esto no obstan­
te, no quisiera yo dar a entender que el buen sacerdote
tratara de engañarme no obrando conforme a las buenas
intenciones que me manifestó en Bayeux; al contrario, es­
toy persuadida de que fué siempre sumamente benévolo
conmigo; si contrarió mis deseos, fué tan sólo para pro­
barme.

De camino para Roma, atravesamos a Suiza, con sus al­


tas montañas, cuyas nevadas cimas se pierden en las nubes,
con sus cascadas y profundos valles cubiertos de heléchos
gigantescos y rosados brezos.
¡Oh amada Madre mía, cuánto bien hicieron a mi alma
aquellas bellezas naturales prodigadas con tanta profusión!1
(1) Hállase esta oración en sus Pensamientos, p. 14.—N. del T.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—VI 81
¡Cómo me elevaron hacia Aquel que se ha complacido en de­
rrochar las obras maestras en un lugar de destierro que só­
lo ha de durar un día!
A veces escalábamos la cumbre de las montañas, contera
piando con frecuencia a nuestros pies los profundos e inson­
dables precipicios que parecían querer engullirnos. Ora
atravesábamos un precioso pueblecito con sus chalets y su
lindo campanario, encima del cual se balanceaban suave­
mente ligeras nubecillas, ora admirábamos un vasto lago, de
tranquilas y transparentes ondas, cuyo tinte azulado se mez­
claba con los dorados resplandores del sol poniente.
¿Cómo describir mis impresiones ante aquel espectáculo
tan poético y grandioso? Mi alma presentía las maravillas
del cielo... La vida religiosa se me aparecía tal cual es, con
sus sujeciones, sus insignificantes sacrificios cotidianos con­
sumados en el silencio y la obscuridad. Entonces compren­
dí lo muy fácil que es llegar una a replegarse sobre sí misma
y olvidar el fin sublime de su vocación, por lo que pensaba:
«Más tarde, cuando me visite la tribulación, y, prisionera en
el Carmen, no pueda divisar más que un rinconcito del cielo,
me acordaré del espectáculo de que gozan hoy mis ojos; este
cuadro me infundirá valor. Pensando en la grandeza y poder
de Dios, no daré importancia a mis pequeños intereses; le
amaré a El únicamente y no tendré la desgracia de apegar­
me a insignificancias, mientras vislumbre mi corazón lo que
reserva el Señor a los que le aman.»

Después de haber contemplado las obras de Dios, pude


admirar también las de sus criaturas. La primera ciudad de
Italia que visitamos fuó Milán. Su catedral de mármol blan­
co, con sus estatuas, tan numerosas que pueden formar
un pueblo, fuó objeto de un estudio especial por parte
nuestra.
Abandonando Celina y yo a las señoras pusilánimes, que
a los primeros peldaños del edificio se taparon la cara horro­
rizadas, seguimos a los romeros más atrevidos y llegamos al
cimbalillo, contemplando a nuestros pies la ciudad entera
de Milán, cuyos habitantes parecían hormiguitas. Descendi­
mos de nuestro pedestal y comenzamos una serie de excur­
8

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82 Una rosa deshojada

siones en coche que debía durar un mes, y saciarme para


siempre del deseo de dejarme arrastrar sin cansancio. El
Campo Santo nos maravilló. Sus estatuas de mármol, cince­
ladas por genios que parece haberles comunicado vida y
animación, están diseminadas por el vasto cementerio, con
cierto descuido que no carece de arte. Casi se siente uno ten­
tado de consolar aquellos personajes alegóricos; ¡tan verda­
dera es su expresión de dolor tranquilo y cristiano! ¡Qué
magníficas obras de arte! Aquí un niño que esparce llores
en la sepultura de su padre; al verlo, llega uno a olvidar la
dureza del mármol; los delicados pétalos parecen resbalar
entre los dedos del niño. Más allá, el ligero velo de las viu­
das y las cintas que adornan la cabellera de las jóvenes pa­
recen flotar al capricho del viento.
No encontrábamos palabras para expresar nuestra admi­
ración, cuando un caballero francés, ya de edad, que nos se­
guía a todas partes, sintiendo sin duda no poder compartir
nuestros sentimientos, exclamó malhumorado: «¡Ah, qué en­
tusiastas son los franceses!» Creo que aquel buen señor hu­
biera hecho mejor en quedarse tranquilamente en su casa.
En vez de gozar en aquel viaje, no hizo más que quejarse
continuamente; de todo estaba descontento; de las ciudades,
de los hoteles, de la gente...
Mi padre que estaba bien en cualquier parte—pues era
de carácter diametralmente opuesto al de su descortés vecino,
— intentaba muchas veces animarle, le ofrecía su puesto en
el coche y en otras partes, y con su habitual grandeza de
alma, mostrábale el lado bueno de las cosas, pero nada lo­
graba disipar su mal humor. ¡Qué diversidad de personas!
¡qué estudio tan curioso e interesante ofrecía el mundo a
quien estaba en vísperas de dejarlo!

En Venecia cambió completamente la decoración. En lu­


gar del tumulto de las grandes ciudades, reina un profundo
silencio interrumpido tan sólo por los gritos de los gondole­
ros y el ruido délas ondas al ser hendidas por los remos. Esta
ciudad tiene muchos atractivos, pero es triste. El mismo pa­
lacio de los Dux con todas sus magnificencias nada tiene de
alegre. Hace ya mucho tiempo que el eco de sus sonoras bó-

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Sor Teresa del Niño Jesús.—IV 83
vedas dejó de repetir la voz de los gobernadores dictando
sentencias de vida o muerte en las salas que visitamos. Han
dejado ya de sufrir los desgraciados condenados enterrados
vivos en aquellos oscuros y horribles calabozos.
Al visitar aquellas terribles cárceles, me creía transporta­
da al tiempo de los mártires; con júbilo hubiera elegido yo
también por morada aquel tenebroso asilo, si hubiera sido
para confesar mi fe; mas presto la voz del guía me arrancó
de mis sueños. Poco después atrevesé el Puente de los Sus-
Ítiros, así llamado a causa de los suspiros de alivio que exha-
aban los pobres prisioneros al verse libres del horror de aque­
llas mazmorras más temidas que la misma muerte.
Después de habernos despedido de Venecia, veneramos en
Padua la lengua de San Antonio; más tarde, en Bolonia, el
cuerpo de Santa Catalina, cuyo rostro conserva la señal del
beso del Niño Jesús.

Con gran alegría me vi en el camino de Loreto. No me


sorprende que la Santísima Virgen eligiera este sitio para
depositar su bendita Casa; pues allí todo es pobre, sencillo y
primitivo; sus mujeres no han adoptado, como las de las
otras ciudades, la moda de París, sino que conservan el airo­
so traje italiano. Por todos estilos, Loreto me cautivó.
¿Qué diré de la Santa Casal Una conmoción intensa se
apoderó de mí, al encontrarme bajo el mismo techo que co­
bijó a la Sagrada Familia; al contemplar las paredes que mi­
raron los divinos ojos de "Nuestro Señor, al pisar la tierra
que regó San José con sus sudores, donde María llevó en sus
brazos a Jesús, después de haberle llevado en su seno virgi­
nal. Vi el cuartito de la Anunciación. Puse mi rosario en la
escudilla del divino Niño; ¡qué dulcísimos recuerdos!
Pero nuestro mayor consuelo fuéel de recibir a Jesús en
su casa, viniendo a ser de este modo su templo vivo en el
mismo lugar que honró El con su divina presencia. Según la
costumbre romana, la Sagrada Eucaristía se guarda en to­
das las iglesias solamente en un altar; y tan sólo en él la dis­
tribuyen los sacerdotes. Este altar se encuentra en Loreto
en la basílica que encierra la Santa Casa, como un diamante
precioso en un estuche de mármol blanco. Esto no nos con­

Biblioteca Nacional de España


84 Una rosa deshojada

venía; en el mismo diamante y no en el estuche queríamos


recibir el Pan de los Angeles.
Mi padre con su habitual mansedumbre siguió a los pere­
grinos, mientras que sus hijas, menos sumisas, se encamina­
ban a la Santa Casa. Felizmente se disponía un sacerdote a
celebrar allí la santa Misa; le comunicamos nuestro deseo, y
al punto aquel celoso sacerdote pidió dos hostias pequeñas
que colocó en su patena. ¡Ya adivinará, Madre mía, la ine­
fable felicidad de esta comunión! Las palabras son muy
pobres para poder explicarla. ¿Qué será, pues, cuando co
mulguemos eternamente en la morada del Rey de los cielos?
Entonces nuestra alegría no tendrá límites, no nos entriste­
cerá el dolor de la separación, no será menester raspar fur­
tivamente, como hicimos, las paredes santificadas por la pre­
sencia divina, puesto que su casa será la nuestra por los si­
glos de los siglos.
No quiere darnos la de la tierra, nos la enseña tan sólo,
para hacernos amar la pobreza y la vida oculta; pero nos
reserva su palacio de gloria en donde se nos mostrará, no
velado bajo la apariencia de un niño o de un pedazo de pan,
sino tal cual es, en todo el esplendor de su divina gran­
deza.

Ahora hablaré de Roma, de Roma, en donde esperaba en­


contrar consuelo, pero en donde hallé cruz. Llegamos de
noche; yo, que me había dormido en el vagón, despertó a los
gritos de los empleados de la estación, repetidos con entu­
siasmo por los peregrinos: ¡Romat ¡Roma! ¡No era un sue­
ño, realmente estaba en Roma!
El primer día, que tal vez fué el más delicioso, lo pasamos
extramuros de la ciudad. En el centro de Roma, en presen­
cia de hoteles, establecimientos y almacenes, se cree uno en
París, pero en las afueras, todos los monumentos conservan
su sello de antigüedad.
Aquella excursión por la campiña romana dejó grabado
en el alma un recuerdo particularmente perfumado. ¿Cómo
podré expresar la impresión que me hizo estremecer a la vis­
ta del Coliseo? ¡Por nn contemplaban mis ojos aquella arena
donde tantos mártires derramaron su sangre por Cristo! Ya

Biblioteca Nacional de España


Sor Teresa del Niño Jesús.—VI 85
me disponía a besar la tierra santificada por tan gloriosos
combates, cuando ¡qué decepción!... El terreno ha sido re­
llenado, la verdadera arena está sepultada a unos ocho me­
tros de profundidad. A consecuencia de las excavaciones, el
centro no es más que un montón de escombros, y una barre­
ra infranqueable impide la entrada. Además, nadie se atre­
ve a internarse en aquellas peligrosas ruinas.
¿Era cosa de llegar a liorna y no bajar al Coliseo1? ¡No, de
ningún modo! Sin escuchar ya las explicaciones del guía, só­
lo me inquietaba un pensamiento: ¡bajar a la arena!
Dice el Santo Evangelio que Magdalena, siempre junto al
Sepulcro, e inclinándose repetidas veces para mirar adentro,
acabó por ver dos ángeles. Mirando como ella, también vi
yo, no dos ángeles, sino lo que buscaba, por lo que, lanzan­
do una exclamación de alegría, dije a mi hermana: «Ven, sí­
gueme; podremos pasar.> Sin perder un momento, nos lan­
zamos las dos por medio de las ruinas, que caían rodando a
nuestros pies, mientras mi padre, admirado al ver aque­
lla audacia, nos llamaba de lejos. Pero nosotras nada oía­
mos ya.
A semejanza de los guerreros que sienten crecer su valor
a medida que aumenta el peligro, crecía nuestro gozo a pro­
porción de nuestra fatiga y del peligro que afrontábamos
para alcanzar el término de nuestros deseos.
Celina, más previsora que yo, había escuchado las expli­
caciones del guía, y recordando que aquél acababa de señalar
cierto empedradito en cuadro como el lugar en donde com­
batían los mártires, se puso a buscarlo. Habiéndolo hallado
pronto, nos arrodillamos sobre aquella tierra bendita, con­
fundiéndose nuestras almas en una misma oración... Mi co­
razón latía violentamente cuando acerqué mis labios al pol­
vo enrojecido con la sangre de los primeros cristianos. Im­
ploré la gracia de ser también mártir por Jesús, y sentí en lo
íntimo de mi corazón que era atendida mi petición.
Todo esto duró muy poco tiempo. Después de recoger al­
gunas piedrezuelas, deshicimos el peligroso camino ya anda­
do. Al vernos tan contentas, no tuvo mi padre valor para
reprendernos: y aun conocí que en vez de estar contrariado,
se sentía orgulloso de nuestro valor.
Después del Coliseo, visitamos las Catacumbas. Allí Celi­
na y Teresa encontraron modo de acostarse juntas en el fon­

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86 Una rosa deshojada

do del antiguo sepulcro de Santa Cecilia y coger un puñado


de tierra santificada por sus benditas reliquias.
Antes de este viaje, no sentía ninguna devoción particular
por esta santa; pero al visitar su casa y el lugar de sumarti-
no, ai oírla proclamar crema de la armonía» por razc>n del
canto virginal que dejó oir en lo íntimo de su corazón a su
celestial Esposo, sentí por ella algo más que devoción : ver­
dadera ternura de amiga. Vino a ser mi santa predilec ía, mi
confidente íntima. Lo que más me cautivaba en ella era su
completa entrega de sí misma e ilimitada confianza en Dios,
lo que la hizo capaz de virginizar a almas que no ambicio­
naban otra cosa que los goces de la vida presente. Santa Ce­
cilia es semejante a la esposa de los Cantares; veo en ella
un coro músico en medio de un ejército armado (1). Toda su
vida fue un canto melodioso, aun en medio de las mayores
tribulaciones; y esto no lo extraño, puesto que el Santo
Evangelio reposaba en su corazón (2), y en él descansaba
también el Esposo de las vírgenes.
Muy grata fué también para mí la visita a la Iglesia de
Santa Inés; me encontré allí con una amiga de la infancia.
Intenté, pero sin ningún resultado, obtener una reliquia su­
ya para llevársela a mi madrecita Inés de Jesús. Me la re­
husaron los hombres, pero Dios se puso de mi parte: despe­
góse una piedrecita de mármol rojo, de un rico mosaico cuyo
origen se remontaba al tiempo de la dulce mártir, y vino a
caer a mis pies. ¡Qué admirable, verdad] ¡La misma Santa
Inés me daba un recuerdo de su casa!
Seis días pasamos contemplando las principales maravillas
de Roma; en el séptimo vi la mayor de todas: León XIII.
Deseaba, y al propio tiempo temía, que llegara este día; de
él dependía mi vocación, pues no habiendo recibido res­
puesta alguna del señor Obispo, el permiso del Padre Santo
era mi única tabla de salvación. Mas para obtenerlo, era me­
nester pedirlo, tenía que atreverme a hablar al Papa, y esto
en presencia de varios cardenales, arzobispos y obispos.
Pensarlo solamente, me hacía temblar.
El domingo 20 de Noviembre entramos en el Vaticano en
la capilla del Sumo Pontífice. A las ocho asistimos a la Misa1 2

(1) Cant., Vil, 1.


(2) Oficio de Santa Cecilia.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—VI 87
que celebraba el Papa; la ardiente piedad con que celebró el
Santo Sacrificio, piedad digna del Vicario de Jesucristo, nos
mostró que verdaderamente era el Padre Santo.
En el Evangelio de aquel día se leían aquellas sublimes
palabras: <No temas, pequeño rebaño, porque ha sido del
agrado de mi Padre daros su reino (1).> Mi corazón se entre­
gaba a la más viva confianza: no, nada temía, esperaba que
el reino del Carmen me pertenecería muy pronto. No toma­
ba entonces a cuenta estas otras palabras de Jesús: «Os pre­
paro mi reino como mi padre me lo preparó a mí (2) > Es de­
cir, os reservo cruces y tribulaciones; de esta manera llega­
réis a ser dignos de poseer mi reino. «Ha sido necesario que
Cristo padeciese y entrase en su gloria (3).> «Si deseáis to­
mar asiento a su lado, bebed el cáliz que bebió El mis­
mo (4).>
Concluida la Misa de acción de gracias, que siguió a la de
Su Santidad, comenzó la audiencia.
Hallábase sentado León XIII en un sillón elevado, y le
rodeaban en pie los prelados y otros altos dignatarios ecle­
siásticos. Vestía sencillamente sotana blanca y muceta del
mismo color.
Según el ceremonial, cada romero se arrodillaba por tur­
no; besaba primero el pie, luego la mano del augusto Pon­
tífice, y recibía su bendición; después dos guardias nobles
tocaban con el dedo al peregrino, advirtiéndole así que se
levantase y pasara a otra sala para dejar sitio al siguiente.
A pesar de que nadie decía una palabra, yo estaba bien de­
cidida a hablar, cuando de pronto el señor Révérony, que se
hallaba a la derecha de Su Santidad, nos hizo advertir muy
claro que prohibía terminantemente hablar al Padre Santo.
Volvíme a Celina, interrogándola con la mirada; mi corazón
latía con violencia... ¡Habla!, me dijo mi hermana. Algunos
instantes después, me encontré a los pies del Papa. Después
de besar su sandalia, me presentó la mano. Entonces, le­
vantando hacia él mis ojos llenos de lágrimas, le supliqué en
estos términos:

■ (1) Luc., XII, 32.


(2) Ibid., XXII, 29.
(3) Ibid., XXIV, 26.
(4) Mat., XX, 22.

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88 Una rosa deshojada

—Santísimo Padre, tengo que pedir a Vuestra Santidad


una gracia muy grande.
Inclinó entonces su cabeza hasta mí, tocando su rostro ca­
si el mío; hubiérase dicho que sus grandes y profundos ojos
querían penetrar hasta lo más íntimo de mi alma.
— ¡Santísimo Padre—le repetí;- en honor de vuestro Ju­
bileo, permítame Vuestra Santidad entrar en el Carmen a la
edad de quince años!
Sorprendido y contrariado el Vicario General de Bayeux,
intervino al punto diciendo:

Teresita a los pies de León Xlil

—Santísimo Padre, es una niña que desea abrazar la vida


del Carmen; actualmente los superiores examinan la cuestión.
—Pues bien, hija mía-me dijo Su Santidad,—haz lo que
decidan los superiores.
Cruzando entonces las manos y apoyándolas en sus rodi­
llas, tenté el último esfuerzo:
— ¡Oh Santísimo Padre, si Vuestra Santidad dijera que sí,
nadie se opondría!
Me miró fijamente y pronunció estas palabras, recalcando
cada sílaba con tono penetrante:

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Sor Teresa del Niño Jesús.—VI 89
— Vamos... Vamos; 'entrarás si es la voluntad de Dios.
Deseaba interceder otra vez, pero dos guardias nobles me
invitaron a levantarme. Viendo que esto no bastaba, tomá­
ronme por los brazos, ayudándoles a levantarme el señor Ré-
vérony, pues yo permanecía todavía con las manos juntas
apoyadas sobre las rodillas del Papa. En el momento en que
me llevaban de esta manera, el buen Padre Santo puso sua­
vemente su mano en mis labios y, después de bendecirme,
me siguió largo rato con la vista.
Mi padre se apenó mucho al ver lo desconsolada y lloro­
sa que salía yo de la audiencia; pero como él había pasado
antes que yo, no se había enterado de mi gestión. El Vica­
rio General se había mostrado con él en extremo amable,
presentándolo a León XIII como padre de dos carmelitas,
y el Soberano Pontífice, en signo de particular benevolen­
cia, había puesto la mano sobre su venerable cabeza, como
si le marcase con misterioso sello en nombre del mismo
Cristo.
Este padre de cuatro carmelitas, ha recibido ya su premio
en la gloria; no es ya la mano del representante de Cristo
la que se posa en su frente, profetizándole el martirio, sino
la del Esposo de las vírgenes, el Rey de los cielos; nunca
jamás se retirará esta mano divina de la frente que ha glo­
rificado.
Grande era mi prueba; pero como había hecho absoluta­
mente todo lo que dependía de mí para responder al llama­
miento de Dios, debo confesar que, a pesar de mis lágrimas,
experimentaba en el fondo de mi corazón grandísima paz.
Con todo, esta paz residía en lo íntimo; la amargura llenaba
mi alma hasta los bordes... Y Jesús callaba... Parecía au­
sente, nada en absoluto me revelaba su presencia.
Aquel día tampoco se atrevió a brillar el sol; el bellísimo
cielo azul de Italia, cargado de oscuras nubes, no cesó de llo­
rar conmigo.
¡Ah, todo estaba concluido! El viaje no tenía ya ningún
atractivo a mis ojos; puesto que había fallado su fin. No obs­
tante ello, las últimas palabras del Padre Santo hubieran
debido consolarme como una verdadera profecía. En efecto,
a pesar de todos los obstáculos, se ha realizado lo que Dios
ha querido; no ha permitido que sus criaturas hicieran lo
que querían, sino su voluntad.

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90 Una rosa deshojada

Hacía ya algún tiempo que me había ofrecido al Niño Je­


sús para ser su juguetito. Habíale rogado que no se sirviera
de mí como de un objeto de valor, al cual se contentan con
mirar los niños sin atreverse a tocarlo, sino como una peque­
ña pelota sin valor alguno, que podía tirar al suelo, empujar
con el pie, taladrarla, abandonarla en un rincón, o bien estre­
charla contra su corazón, si en ello hallaba placer. En una
palabra, quería divertir al Niño Jesús, y entregarme a sus
caprichos infantiles.
Acababa de atender a mi ruego. En Roma penetró Jesús
en su juguetito... sin duda para ver lo que había dentro;...
luego, satisfecho de su descubrimiento, dejó caer su pelotita
y se durmió. ¿Qué hizo durante su dulce sueño, y qué fuá de
la pelota abandonada? - Soñó Jesús que seguía jugando con
ella, que la lanzaba, que volvía a cogerla, y la arrojaba ro­
dando muy lejos; finalmente, que la estrechaba contra su Co­
razón, y su manita no volvía a soltarla jamás.
¡Ya comprenderá, Madre mía, la tristeza de la pelotita al
verse en el suelo! A pesar de ello, no dejaba de esperar con­
tra toda esperanza.

Pocos días después, el 20 de Noviembre, fue a visitar mi


padre al venerado Hermano Simeón (1). Como se encontra­
se allí con el señor Révérony, le reprochó amablemente el
que no me hubiera ayudado en mi difícil empresa; después
le refirió la historia al buen Hermano Simeón. Escuchóla
el venerable anciano con grandísimo interés, y aun tomó no­
tas del asunto, exclamando conmovido: <¡No se ve esto en
Italia!»
Al siguiente día de la memorable audiencia, salimos con
dirección a Nápoles y Pompeya. El Vesubio disparó en ho­
nor nuestro numerosos cañonazos, dejando escapar de su
cráter espesa columna de fuego. Las huellas que dejó en
Pompeya son horrorosas, demostrando elocuentemente el
poder de Dios que hace temblar la tierra sólo con mirarla,1

(1) Director y Fundador del Colegio de San José. Muerto en olor de


santidad en Roma, el 4 de Enero de 1898, a los 85 años.

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Sor Teresa, del Niño Jesús.—VI 91
V reduce a cenizas las montañas tocándolas solamente (1).
Mucho me hubiera gustado discurrir sola por aquellas rui­
nas, meditando la fragilidad de las cosas humanas, pero no
había que intentar siquiera disfrutar de semejante soledad.
En Ñapóles hicimos una magnífica excursión al convento
de San Martín, situado en una elevada colina que domina
la ciudad entera. Pero a la vuelta se desbocaron nuestros ca­
ballos; atribuyo a la protección de nuestros ángeles custodios
el haber llegado sanos y salvos a nuestro espléndido hotel.
No es exagerada la palabra espléndido, pues en el transcur­
so de nuestro viaje nos alojamos en hoteles verdaderamente
regios; nunca me había visto rodeada de tanto lujo. Aquí sí
que podía decirse que la riqueza no hace la felicidad. Mil ve­
ces más dichosa me hubiera hallado bajo un pobre techo de
paja, con la esperanza de poder entrar en el Carmen, que en
medio de aquellos dorados artesonados, de aquellas escaleras
de mármol, de aquellos ricos tapices de seda, con la amargu­
ra en el corazón.
¡Ah! por experiencia sé que no se encuentra la alegría en
los objetos que nos rodean; reside en lo más íntimo del al­
ma Lo mismo podemos gozar de ella en las profundidades
de una oscura cárcel, que en un palacio real. Así es que,
aun en medio de las pruebas exteriores e interiores que me
rodean, soy más feliz en el Carmen que en el mundo, donde
nada me faltaba, particularmente las dulzuras del hogar pa­
terno.
Aunque estaba sumida mi alma en la más profunda tris­
teza, exteriormente era la misma, pues me hallaba persua­
dida de que todos ignoraban mi petición al Padre Santo. A
pesar de ello, no tardó en advertir que era todo lo contrario.
Un día en que nos quedamos solas mi hermana y yo en el
tren, mientras bajaban los peregrinos a la fonda, vi asomar­
se a la portezuela de nuestro coche a Monseñor Legoux. Des­
pués de mirarme detenidamente, me dijo sonriendo: (¿Qué
tal? ¿Cómo está nuestra pequeña carmelita?» Comprendí en­
tonces que toda la peregrinación sabia mi secreto; de ello
acabé de cerciorarme por ciertas miradas de simpatía de al­
gunos peregrinos; pero afortunadamente nadie me habló de
mi vocación.1
(1) Salmo, III, 33,

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92 Una rosa deshojada.

En Asís me ocurrió una pequeña aventura. Después de


haber visitado los lugares embalsamados por las virtudes de
San Francisco y de Santa Clara, perdí en el monasterio la
hebilla de mi cinturón. Pasó algún tiempo mientras la bus­
caba y la adaptaba otra vez a la cinta; cuando me presenté
en la puerta, todos los coches habían desaparecido excepto
uno, ¡el del Vicario General de Bayeux! ¿Echaría a correr
tras los coches que ya no se divisaban, exponiéndome así a
perder el tren, o pediría un sitio en la carretela del señor Ré-
vérony? Opté por esto último, como lo más prudente.
Procurando aparentar serenidad, a pesar de mi gran apu­
ro, le expuse mi crítica situación. Quedó él también perple­
jo, pues todos los asientos de su coche estaban ocupados:
pero uno de aquellos señores se apresuró a bajar, y ofrecién­
dome su puesto, sentóse modestamente al lado del cochero.
Parecía yo una ardilla cogida en una trampa. Verdadera­
mente, sentíame intimidada en medio de aquellos grandes
personajes, y justamente frente a frente del más temible de
todos; pero él estuvo sumamente amable conmigo, inte­
rrumpiendo de vez en cuando la conversación para hablar­
me del Carmen, prometiéndome que haría cuanto estu­
viera en su mano para realizar mi deseo de entrar a los quin­
ce años.
Este encuentro fué un bálsamo para mi herida, sin que
por ello me impidiera padecer. Había perdido ya toda con­
fianza en las criaturas, y sólo podía hallar en Dios mi sostén.
Sin embargo de esto, mi tristeza no era obstáculo que im­
pidiera interesarme vivamente por los santos lugares que vi­
sitábamos. En Florencia me complació mucho contemplar a
Santa Magdalena de Pazzis, en medio del coro de las Car
melitas. Todos los romeros querían tocar con sus rosarios el
sepulcro de la Santa, pero la reja era muy estrecha, de modo
que sólo mi mano cabía entre los huecos de aquélla. Por tan­
to, fui yo la encargada de este noble empleo, que duró un
buen rato, y me dejó muy satisfecha.
No era esta la primera vez que gozaba de tales privilegios.
En Roma, en la iglesia de Santa Cruz de Jerusalén, venera­
mos varios fragmentos de la verdadera Cruz, dos espinas y
uno de los sagrados clavos. A fin de contemplarlos a mi pla­
cer, me quedé la última; y cuando el religioso encargado de
aquellos preciosos tesoros se disponía a depositarlos en el

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Sor Teresa del Niño Jesús.—VI 93
altar, le preguntó si podría yo tocarlos. Me respondió afir­
mativamente, pareciendo dudar de que pudiera hacerlo;
pasé entonces mi dedo meñique por una abertura del relica­
rio, y logré tocar el clavo precioso que fue bañado en la
sangre de Jesús. Fué mi conducta la de un niño que cree serle
todo permitido y mira los tesoros de su padre como si fue­
ran suyos.
Pasando por Pisa y Genova, volvimos a Francia, haciendo
el más espléndido de los recorridos. Unas veces costeábamos
el mar, tan próximos a él, que en cierta ocasión, a conse­
cuencia de una tempestad, parecía que las olas iban a al­
canzarnos. Otras veces atravesábamos llanuras cubiertas de
naranjos, olivos y airosas palmeras; de noche los numerosos
puertos de mar aparecían iluminados con brillantes luce-
cillas, mientras que en el firmamento azulado brillaban las
primeras estrellas. Veía desvanecerse este fantástico cuadro
sin ningún sentimiento; mi corazón aspiraba a otras mara­
villas.
Me propuso luego mi padre un viaje a Jerusalón; pero, no
obstante el atractivo natural que me impulsaba a visi­
tar los lugares santificados por el paso de nuestro Señor, es­
taba tan cansada de las peregrinaciones de la tierra, que sólo
deseaba ya las bellezas del cielo, y para procurárselas a las
almas, quería verme prisionera cuanto antes.
Por desgracia, mucho me quedaba todavía que luchar y
padecer antes de que me abrieran las puertas de mi bendita
prisión; mas no por eso desmayaba mi confianza; antes por
lo contrario, seguía esperando que entraría el 25 de Diciem­
bre, día de Navidad.

Apenas llegados a Lisieux, nuestra primera visita fué al


Carmen. ¡Qué entrevista aquella! ¿Se acuerda, Madre mía]
Me puse completamente en sus manos, pues por mi parte, ha­
bía agotado todos los recursos. Me dijo V. R que escribiera
al limo, señor Obispo recordándole su promesa: obedecí sin
tardanza, y puesto ya la carta en el correo, creí que muy pres­
to recibiría el deseado permiso. Mas ¡ay! cada día que pasaba
me traía nuevo desengaño.

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94 Una rosa deshojada

Llegó la noche de Navidad, y Jesús continuaba dur­


miendo. ¡ Dejó en tierra su pelotita, sin dirigirle siquiera una
mirada!
Muy grande fué esta prueba; pero Aquel cuyo Corazón
está siempre en vela, me demostró que obra sus milagros
en favor de las almas cuya fe iguala a un grano de mostaza,
a fin de robustecerla en ella; pero que para sus íntimos, para
su Madre, no hizo tiingún milagro hasta haber probado su
fe. ¿No dejó morir a Lázaro, a pesar de que Marta y María
le habían enviado a decir que estaba enfermo? Cuando le pi­
dió la Virgen en las bodas de Cana que socorriera al dueño
de la casa, ¿no le contestó que su hora no había llegado toda­
vía? Pero ¡cómo las recompensó, después de probarlas! El
agua se convirtió en vino, Lázaro resucitó. Del mismo modo
rocedió el Amado Divino con su Teresita; después de pro
E arla largo tiempo, colmó todos sus deseos.
Como aguinaldo de l.° de Enero de 1888, me regaló Jesús
su cruz, pues me dijo V. R, venerada Madre mía, que desde
el 28 de Diciembre, fiesta de los Santos Inocentes, tenía en su
poder la respuesta de Su Ilustrísima, en la cual se autoriza­
ba mi entrada inmediata; pero que, a pesar de esto, estaba
resuelta a no recibirme hasta después de la Cuaresma. No
pude contener mis lágrimas a la idea de tan largo plazo. Es­
ta prueba revistió para mí un carácter especial: veía rotas
todas las ligaduras que me ataban al mundo, pero ahora
era el Arca Santa la que rehusaba acoger a la pobre palo­
mita.
¿Cómo transcurrieron aquellos tres meses, tan pródigos en
padecimientos para mi alma, pero más aún en toda clase de
gracias? Primeramente, me vino al pensamiento llevar una
vida más holgada y menos regulada que de costumbre, pero
Dios me dió a entender que debía sacar más utilidad del
tiempo que me ofrecía, por lo cual resolví entregarme más
que nunca a una vida seria y mortificada.
Al decir mortificada, no entiendo que hiciera las peniten­
cias de los santos. Estaba muy lejos de asemejarme a las her­
mosas almas que practican desde la infancia todo género de
mortificaciones; las mías consistían únicamente en quebran­
tar mi voluntad, en retener una palabra de réplica, en hacer
en torno mío insignificantes servicios, sin encarecerlos, y
otras mil cosillas por el estilo. Con la práctica de estas pe-

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Sor Teresa del Niño Jesús.—VI 95
queñecea me preparaba a desposarme con Jesús; no me es
posible decir hasta qué punto hizo aumentar este retraso mi
resignación a la voluntad de Dios, mi humildad y demás
virtudes.

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CAPÍTULO VII
Entrada de Teresa en el Arca Santa.—Pri­
meras TRIBULACIONES. —Los ES­
PONSALES divinos. —Nieve.— Un
GRAN DOLOR.

a fiesta de la Anunciación, trasladada


aquel año de 1888 al lunes 9 de Abril,
por causa de la Cuaresma, fué el día
elegido para mi entrada en el Carmen.
La víspera nos hallábamos todos reuni­
dos en la mesa de familia en donde
había de sentarme por última vez.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—VII 97

¡Qué desgarradoras son estas despedidas! En aquellos mo­


mentos, en los que desearía una verse olvidada de todo el
mundo, es cuando salen de todos los labios las más tiernas
palabras, como para hacer sentir con mayor fuerza el sacri­
ficio de la separación.
Por la mañana, después de haber contemplado por última
vez los Buissonnets, aquel gracioso nido de mi infancia, nos
encaminamos al Carmen. Rodeada, como la víspera, de to-

Habitación, convertida hoy en oratorio, que ocupaba Teresita en los


Buissonnets, donde se le apareció la Virgen en su enfermedad.
dos mis queridos parientes, asistí a la Santa Misa. Cuando
Jesús bajó a sus corazones, en el momento de la Comunión,
no oí más que sollozos a mi alrededor. Yo no derramó una
sola lágrima, paro mi corazón latía con tal violencia al diri­
girme la primera a la puerta de la clausura, que pensé mo­
rirme. ¡Ah, qué momento aquel! ¡qué agonía! Es necesario
haber pasado por ella para comprenderla.
Abracé a todos los míos, y me puse de rodillas ante mi
padre para recibir su bendición. Arrodillóse él también y
me bendijo llorando. Debieron sonreír los ángeles al espec­
táculo de aquel anciano ofreciendo al Señor su hija todavía
9

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98 Una rosa deshojada

en la primavera de la vida. Se cerraron por fin las puertas


del Carmen detrás de mí... Caí en brazos de V. R, ¡oh ama­
da Madre mía!, y allí recibí los abrazos de una nueva fami­
lia cuya ternura y abnegación ni siquiera sospecha el
mundo.
Se habían realizado mis deseos; inundaba mi alma paz
tan dulce y profunda, que me sería imposible expresarla.
Hace ya ocho años y medio que esta paz íntima es mi heren­
cia; no me ha abandonado, ni aun en medio de mis mayores
pruebas.
Todo me parecía admirable en el convento; me creía tras­
ladada a un desierto; mi
celdita especialmente me
embelesaba. Con todo, mi
alegría era en extremo
tranquila, ni el más ligero
céfiro hacía ondular las
tranquilas aguas en las
cuales bogaba mi barqui­
lla. Ninguna nube obscu­
recía el azulado cielo de
mi alma; me juzgaba ple­
namente recompensada de
todas mis tribulaciones, y
con profundo júbilo, repe­
tía en mi interior: «¡Ya
estoy aquí para siempre!>
Esta felicidad no era efímera; tampoco debía desvanecer­
se con las ilusiones de los primeros días. ¡Las ilusiones!
Dios, en su misericordia, me ha preservado siempre de ellas.
Encontré la vida religiosa tal como me la había figurado;
ningún sacrificio me ha sorprendido, y, bien lo sabe V. R,
Madre mía, con más espinas que rosas tropezaron mis pri­
meros pasos.
Al principio sólo alimentaba mi alma el pan cotidiano de
una sequedad amarga. Permitió luego el Señor, venerada
Madre mía, que aun a pesar suyo, me tratase V. It. con ex­
tremada severidad. No podía encontrarme con V. R sin que
me reprendiera. Recuerdo que una vez que dejé en el claus­
tro una telaraña, me dijo delante de toda la Comunidad:
«¡Bien se ve que nuestros claustros están barridos por una

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Sor Teresa del Niño Jesús.—VII 99
niña de quince años! ¡Es una lástima! Vaya a quitar esa
telaraña, y en lo sucesivo sea más cuidadosa.» En las raras
direcciones que V. R. me concedía, casi la hora entera que
permanecía a su lado se pasaba riñéndome; y lo que más
pena me daba era el que no atinase yo a corregirme de los
defectos que con gran solicitud y bondad me señalaba
V. R., tales como mi lentitud y mi poca diligencia en los ofi­
cios.
Pensé un día que sin duda desearía V. R. empleara yo en
el trabajo las horas de tiempo libre, que de ordinario con­
sagraba a la oración, y me puse a coser sin levantar la cabe­
za; pero como quería ser fiel y obrar tan sólo bajo la mirada
de Jesús, nadie lo supo jamás.
Durante el tiempo de mi postulantado, me enviaba nues­
tra Maestra, cada tarde a las cuatro y media, a escardar el
jardín; esto me costaba muchísimo, tanto más cuanto tenía la
seguridad de encontrar a mi querida Madre en el camino.
En una de estas ocasiones, me dijo V. R.: (¡Pero, Señor, si
esta niña no hace absolutamente nada! ¿Qué puede esperar­
se de una novicia a la que es preciso enviar a paseo cada
día?» Y en todas las circunstancias obraba V. R. conmigo de
esta manera.
¡Ay amada Madre mía, cuánto le agradezco la educación
tan sólida que me ha dado! Sin esta gracia inapreciable,
¿qué hubiera sucedido, si, como decían los seglares, hubiera
sido yo el juguete de la Comunidad? Tal vez en lugar de ver
a Nuestro Señor en mis superiores, hubiera considerado so­
lamente la criatura, y mi corazón, tan bien guardado en el
mundo, se hubiera apegado humanamente en el claustro. Por
fortuna, gracias a su maternal prudencia, querida Madre, me
vi preservada de esta desgracia.
Sí, puedo decir, no solamente por lo que acabo de rela­
tar, sino por otros sufrimientos mucho más sensibles, que el
dolor me salió al encuentro a mi entrada en el Convento, y
lo abracé con amor. Vine al Carmen, según declaró en el
examen que precedió a mi profesión, para salvar almas, y
sobre todo, para rogar por los sacerdotes. Cuando se persi­
gue un fin, necesario es poner los medios para alcanzarlo, y
habiéndome dado a entender Dios Nuestro Señor que, en
en cambio de la cruz, me concedería muchas almas, cuanto
más se multiplicaban estas cruces, mayor era mi deseo de

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100 Una rosa deshojada

Íiadecer. Durante cinco años caminé por esta senda; pero só-
o yo lo sabía. Esta es cabalmente la flor ignorada que desea­
ba ofrecer a Jesús, flor cuyo aroma no se exhala sino en di­
rección del cielo.
A los dos meses de mi entrada en el claustro, el R P. Pi­
chón, S. J., quedó verdaderamente sorprendido de la acción
de Dios en mi alma, pero creía que mi fervor era entera­
mente infantil, y muy suave el camino que seguía. Mi en­
trevista con aquel buen Padre me hubiera servido de gran
consuelo, a no ser tan excesiva la dificultad que tenía en
franquearme a nadie. A pesar de ello, hice con él mi confe­
sión general, después de la cual me dijo estas palabras: «En
presencia de Dios, de la Virgen Santísima, de los ángeles y
de todos los santos, declaro que jamás ha cometido V. un
pecado mortal; agradezca al Señor el que le haya concedido
gratuitamente esta gracia, sin mérito alguno de su parte.»
¡Sin mérito alguno por mi parte! ¡Ah, estaba plenamente
convencida de ello! Sabía yo lo muy débil e imperfecta que
era, y rebosaba de gratitud mi corazón. Hasta aquel día ha­
bía vivido atormentada con el temor de haber manchado la
blanca vestidura de mi inocencia bautismal; por esto la se­
gura declaración salida de los labios de un director tal como
lo deseaba nuestra Madre Santa Teresa, es decir, «que jun­
tase la ciencia a la virtud,» me parecía venir del mismo
Dios. Me dijo también aquel buen Padre: «Hija mía, sea
siempre nuestro Señor su propio Superior y Maestro de no­
vicios.» Lo fue, en efecto, y también mi Director. No quiero
decir con esto que cerrara mi alma a mis superiores; por lo
contrario, lejos de ocultarles mis disposiciones, he procurado
ser siempre para ellos un libro abierto.
Nuestra Maestra era de veras una santa, el tipo acabado de
las primeras carmelitas; siempre estaba a su lado, pues ella
me enseñaba a trabajar. No tengo palabras para expresar la
gran bondad que usó siempre conmigo; la amaba, la apre­
ciaba, y sin embargo de esto, no se desahogaba con ella por
entero mi alma. No sabía cómo explicar lo que sentía en mi
interior, faltábanme palabras para expresarme; por esto la
dirección espiritual constituía para mí un suplicio, un ver­
dadero martirio.
Una de nuestras antiguas religiosas pareció comprender
lo que me sucedía, por lo que me dijo en la recreación:

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Sor Teresa del Niño Jesús.—VII 101
—Hijita mía, me parece que vuestra Caridad no debe te­
ner gran cosa que decir a sus superiores.
— ¿Por qué piensa esto, Madre mía?
— Porque su alma es en extremo sencilla, pero cuando lle­
gue a la perfección, será aún más sencilla, porque cuanto
más se acerca una a Dios, tanto más se simplifica.
Tenía razón la buena Madre; a pesar de esto, la gran difi­
cultad que experimentaba en descubrirme a mis superiores,
aunque provenía de mi sencillez, no dejaba de ser para mí
verdadera tribulación. Al presente, sin haber perdido aque­
lla sencillez, expreso mis sentimientos con mucha faci­
lidad.
Dije que fué Jesús mi director. Apenas el Reverendo P.
Pichón comenzó a cuidarse de mi alma, le mandaron sus su­
periores al Canadá. Reducida en­
tonces a recibir solamente una
carta al año, la florecilla trans­
plantada al Monte Carmelo vol­
vióse al punto al Director de los
directores, y se abrió a la sombra
de su Cruz, con el rocío de sus
lágrimas y de su divina sangre,
al calor del radiante sol de su
adorable Faz.
Hasta entonces no había son­
deado los tesoros ocultos en la
santa Faz; mi Madrecita Inés de
Jesús fue la que me enseñó a co­
nocerlos. Como había precedido
en el Carmen a sus tres hermanas,
así también había penetrado pri­
mero los misterios de amor ocul­
tos en el Rostro de nuestro Espo­
so. Entonces me los descubrió
ella y yo comprendí... comprendí como nunca lo que es la
verdadera gloria. Aquel cuyo reino no es de este mundo (1),
me enseñó que la única realeza apetecible consiste en querer
ser ignorado y tenido por nada (12), en poner su gozo en el

(1) Juan, XVIII, 36.


(2) lmid., LI, c. II, n. 3.

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102 Una rosa deshojada

desprecio de una misma. A semejanza de Jesús, quería yo


que mi rostro permaneciese escondido a todas las miradas,
que nadie me conociera en la tierra (l); tenía sed de padecer
y de ser olvidada.
¡Qué misericordioso es el camino por donde me ha condu­
cido siempre el divino Maestro! Nunca me ha inspirado el
deseo de alguna cusa sin luego dármela; por esto su amargo
cáliz me ha parecido siempre delicioso.
A fines de Mayo de 1889, después de la hermosa fiesta de
la profesión de María, nuestra hermana mayor, a quien Te­
resa, el Benjamín, tuvo el privilegio de coronar de rosas el
día de sus místicas nupcias, volvió a visitar a mi familia la
aflicción. Desde el primer ataque de parálisis que sufrió mi
buen padre, veíamos que se fatigaba con mucha facilidad.
Durante nuestro viaje a Roma, noté a menudo que su fiso­
nomía expresaba, muy a pesar suyo, cansancio y padeci­
miento. Pero lo que más me impresionaba eran sus admira­
bles progresos en el camino de la santidad; llegó a dominar
completamente su natural viveza, por lo cual las cosas de la
tierra no hacían mella alguna en él.
Permítame, Madre mía, que a propósito de esto, cite un
pequeño ejemplo de su virtud.
Durante nuestra romería, se les hacía muy largo a los
viajeros el tiempo pasado en el tren, por lo cual, para dis
traerse, organizaban partidas de naipes, que muchas veces
degeneraban en tempestuosas disputas. Cierto día nos con­
vidaron a tomar parte en aquel juego, pero rehusamos ale­
gando nuestra ignorancia en tal materia; el tiempo no nos
parecía largo como a ellos, sino demasiado corto para admi­
rar a nuestro sabor los magníficos panoramas que nos pre­
sentaba el paisaje. Esto desagradó a los viajeros, y así lo
dieron a conocer; entonces, tomando nuestro buen padre so­
segadamente la palabra, salió en defensa nuestra, alegando
que, como estábamos en romería, no era demasiado largo el
tiempo para consagrarlo a la oración.
Olvidando uno de los jugadores el respeto debido a las
canas, exclamó sin reflexionar: <¡For suerte, no abundan los
fariseos!» Mi padre, sin decir una palabra, se mostró santa­
mente alegre, y poco después se dió traza para estrechar la1
(1) la., Lili, 3.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—VII 103
mano de aquel caballero, acompañando esta hermosa acción
con una palabrita de amable cortesía que daba a entender
que no había oído el insulto, o al menos, que lo había olvi­
dado.
Esta benevolencia no era una novedad en él, sino un há­
bito ya inveterado; pues según testimonio de mi madre y de
todos los que le conocieron, jamás pronunció una sola pala­
bra contra la caridad.
Su fe y su generosidad eran también a toda prueba. He
aquí en qué términos anunció mi partida a uno de sus ami-
fos: «Ayer entró en el Carmen Teresa, mi reinecita. Sólo
>ios puede exigir semejante sacrificio: pero él me ayuda con
tal generosidad, que en medio de mis lagrimas, rebosa el co­
razón de alegría.»
Este fiel servidor merecía una recompensa digna de sus
virtudes, y él mismo la pidió al Señor. ¡Oh Madre mía!, re­
cordará V. R el día en que nos dijo mi padre en el locuto­
rio: «Hijas mías, vengo de Alengón, en cuya iglesia de Nues­
tra Señora he recibido tan grandes consuelos y gracias, que
he hecho esta oración: «¡Basta, Dios mío, soy demasiado fe­
liz, no es posible ir al cielo de este modo, quiero sufrir algo
por Vos!» Y me he ofrecido como...» La palabra victima
expiró en sus labios, no se atrevió a pronunciarla delante de
nosotras, pero la adivinamos.
No necesito escribir los pormenores de las amarguras que
padecimos por aquel entonces, pues bien los conoce V. R,
Madre mía...
Llegó el tiempo de mi toma de hábito. Habiéndose re­
puesto mi padre, contra toda esperanza, de un segundo ata­
que, fijó su Excelencia lima, la ceremonia para el 10 de
Enero. ¡Muy larga fué la espera, pero qué hermosafué tam­
bién la fiesta! Nada faltaba, ni siquiera la nieve.
¿Le he hablado, Madre mía, de mi predilección por la nie­
ve? Desde muy niñita me embelesaba su blancura. ¿De qué
me provenía esta afición a la nieve? Quizás de que siendo
una florecilla de invierno, aquel nítido manto fué el primer
adorno con que mis ojos infantiles vieron engalanada la tie­
rra. Deseaba, pues, que la naturaleza vistiera como yo de
blanco el día de mi toma de hábito, pero perdí toda espe­
ranza de que así fuera, pues la temperatura era tan templa­
da la víspera, que podía creerse uno en primavera. El día

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104 Una rosa deshojada

10 amaneció lo mismo; renuncié, pues, a aquel irrealizable


deseo de niño, y salí del convento. .
Mi padre, que me esperaba en la puerta de la clausura,
vino a mi encuentro, y con los ojos llenos de lágrimas, me
estrechó contra su corazón, diciendo: ¡Ah, he aquí mi rei-

Iglesia y convento del Carmen de Lisieux.


necital (1) Y ofreciéndome luego el brazo, entramos solem­
nemente en la capilla. ¡Aquel fué su postrer triunfo, su últi-1
(1) En obsequio de Jesús el divino Rey, cuya desposada iba a ser su
reinecila, quiso el Sr. Martín que su hija llevase en aquel día vestido do
terciopelo blanco, con adornos de cisne y blondas de punto de Alerón.
Sus opulentos y dorados rizos flotaban sobre sus hombros, y blancas
azucenas componían su aderezo virginal.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—VII 105
mo día de fiesta en la tierra! Había presentado ya todas sus
ofrendas; su familia entera pertenecía a Dios (1). Porque al
confiarle Celina que más tarde abandonaría también el mun­
do para entrar en el Carmen, este incomparable padre le
contestó arrobado de júbilo: <Ven, vamos a postrarnos ante
el Santísimo Sacramento para darle gracias al Señor por los
favores que concede a nuestra familia y por el honor que
me dispensa escogiéndose esposas en mi casa. Sí, muy gran­
de es el honor que me hace Dios, pidiéndome mis hijas, y si
algo mejor poseyera, me apresuraría a ofrecérselo.» ¡Este
mejor era él mismo! El Señor le recibió como una hostia de
holocausto como el oro en el crisol, y le halló digno de
él (2).
Al volver a entrar en el convento, después de terminada
la ceremonia exterior, entonó Su Excelencia Ilustrísima el

Patio del convento de Liaieux.


La ventana señalada con una cruz es la de
la celda que ocupaba la Sierva de Dios,
Te Deum; un sacerdote le hizo notar que aquel himno sola­
mente se cantaba en las profesiones, pero lo había entonado
ya, por lo cual el cántico de acción de gracias continuó has-1

(1) Habiendo entrado Leontina en las Clarisas, Orden demasiado


austera para su delicada salud, tuvo que volver a la casa paterna. Más
tarde fuá recibida en el convento de la Visitación de Caén, donde pro­
fesó con el nombre de Sor Francisca Teresa.
(2) Sab., III, 6

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106 Una rosa deshojada

ta el final. ¡Tenía que ser completa esta fiesta, puesto que


resumía todas las demás!
Al poner el pie en la clausura, mi primera mirada fuá pa­
ra mi lindo Niño Jesús, que me sonreía rodeado de flores y
luces (1). Volvíme luego hacia el patio, y ¡oh suave fineza
de Jesús que colmaba todos los deseos de su prometida, lo
vi completamente cubierto de nieve! ¿Qué mortal, por muy
poderoso que sea, es capaz de hacer caer del cielo un solo
copo de nieve para embelesar a su amada?
Todos consideraron esta nevada como suceso extraordina­
rio, pues lo benigno de la temperatura no la hacía presen­
tir; después he sabido que muchas personas, enteradas de mi
deseo, comentaban a menudo el pequeño milagro de mi to­
ma de hábito, encontrando muy singular mi afición por la

nieve... ¡Tanto mejor.! Esto hace resaltar más aún la in­


comprensible condescendencia del Esposo de las vírgenes, el
Amador de las azucenas blancas como la nieve.
Su Excia. lima, entró después de la ceremonia y me col­
mó de sus paternales bondades: me recordó delante de to­
dos los sacerdotes que le rodeaban mi visita a Bayeux y mi1
(1) Hasta la muerte estuvo ella encargada de adornar aquella esta­
tua del Niño Jesús.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—VII 107
viaje a Roma, sin olvidar el detalle del moño; y tomándome
la cabeza entre sus manos me acarició largo rato. Nuestro
Señor me hizo pensar entonces, con inefable dulzura, en las
caricias que presto me prodigará El, ante la asamblea délos
santos, y este consuelo fue para mí como un goce anticipado
de la gloria celestial.
Según acabo de decir, el día 10 de Enero fuá el triunfo de
mi buen padre; comparo esta fiesta ala entrada de Jesús en
Jerusalén el domingo de Ramos. A ejemplo de nuestro divi­
no Maestro, a aquella gloria de un día siguió una dolorosa
pasión; y así como los sufrimientos de Jesús laceraron el co­
razón de su divina Madre, también nuestros corazones sin­
tieron profundamente las heridas y las humillaciones de
aquel a quien amábamos más que a nadie en la tierra.
Recuerdo que en el mes de Junio de 1888 — en el momen­
to crítico en que temíamos que le sobreviniera una parálisis
cerebral,—se sorprendió nuestra Maestra al decirle yo: «Su­
fro muchísimo, Madre, pero veo que puedo sufrir más toda­
vía.» No presentía yo entonces la aflicción que nos aguarda­
ba; no sabía que el 12 de Febrero, un mes después de mi
toma de hábito, apuraría nuestro venerado padre un cáliz
tan amargo. ¡ Ah, ya no dije entonces que podía sufrir más
todavía! No intentaré describir mis angustias y las de mis
hermanas, pues no hay palabras para poder expresarlas.
Cuando estemos en el cielo, nos complacerá hablar de
aquellos tristes días del destierro. Sí, los tres años de mar­
tirio que pasó mi padre, me parecen los más amables, los
más fructuosos de nuestra vida; no los cambiaría por los más
sublimes éxtasis; por esto, en presencia de este inestimable
tesoro, exclama mi corazón, lleno de agradecimiento: Bendi­
to seáis, Dios mío, por estos años de gracias que pasamos en
el dolor (1).
¡Amadísima Madre mía, cuán preciosa y dulcefuénuestra
amarguísima cruz, puesto que nuestros corazones suspira­
ban de amor y agradecimiento! No andábamos, sino que co­
rríamos, volábamos, por las sendas de la perfección.
Leontina y Celina no pertenecían ya al mundo, a pesar
de vivir en él. Las cartas que nos escribían en aquella época
están impregnadas de admirable resignación. ¡Qué ratos de1
(1) Salmo, LXXXIX, 15.

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108 Una rosa deshojada

locutorio pasaba yo con mi Celina! Las rejas del Carmen, en


vez de separarnos, nos unían más estrechamente. Los mis­
mos pensamientos, los mismos deseos, el mismo amor a Je­
sús y a las almas, nos animaban. Jamás se mezclaba en nues­
tra conversación una sola palabra de las cosas de la tierra.
Como solíamos hacer en los Buissonnets, perdíase, no ya
nuestra vista, como entonces, sino nuestro corazón, más allá
de los espacios y del tiempo; aquí en la tierra nos acogíamos
al sufrimiento para gozar muy pronto de la felicidad eterna.
Llegó a saciarse mi deseo de padecer, mas no por eso dis­
minuyó un ápice el atractivo que me inspiraba; por eso com-
Í)artió luego mi alma la tribulación del corazón y aumentó
a sequedad, sin consuelo por parte del cielo y de la tierra.
Con todo, en medio de aquella oleada de tribulaciones que
yo misma había llamado con vehementes deseos, era la cria­
tura más feliz.
De esta manera transcurrió el tiempo de mis desposorios
divinos, desgraciadamente demasiado largo para mis deseos.
Al finalizar el año, me dijo V. R, Madre mía, que no pensa­
ra en hacer la profesión, porque el Superior se oponía for­
malmente a ello. ¡Y tuve que esperar ocho meses más! En el
primer momento, se me hizo muy duro aceptar este sacrifi­
cio, pero pronto la luz divina iluminó mi alma.
Meditaba por aquel tiempo los Fundamentos de la Vida
Espiritual, del P. Surín. Cierto día, durante la oración, en­
tendí que en aquel vehemente deseo mío de pronunciar los
votos, se mezclaba gran dosis de amor propio; ya que me ha­
bía ofrecido a Jesús como su juguetito para consolarle y
agradarle, no debía obligarle a que hiciese El mi voluntad,
sino yo la suya.
Entendí también que una desposada no agradaría a su es­
poso el día de sus bodas si no se presentaba ataviada de
magníficos adornos, y yo no había trabajado todavía para
lograr este fin. Entonces le dije a Nuestro Señor: «Ya no os
pido, Señor, que me dejéis profesar, esperaré todo el tiempo
que queráis; pero no podría soportar que mi unión con Vos
fuese diferida por culpa mía. Por tanto, pondré toda mi so­
licitud en hacerme una túnica enriquecida con diamantes y
Íodrerías de todas clases; tengo la seguridad de que cuando
a encontréis bastante rica, nada os impedirá que me toméis
por esposa.»

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Sor Teresa del Niño Jesús.—VII 109
Y con renovado valor, puse manos a la obra. Desde que
vestí el hábito, recibí abundantes luces sobre la perfección
religiosa, particularmente respecto al voto de pobreza.
Durante mi postulantado, me satisfacía el tener muy arre­
gladas las cosas de mi uso particular, y hallar siempre a mano
lo que me era necesario. Jesús me soportaba esto con pacien­
cia, pues en su misericordia no quiere enseñárselo a las almas
todo a la vez; ordinariamente las va iluminando poco a pono.
Al comienzo de mi vida espiritual, a los trece o catorce
años, me preguntaba qué adelantos podría hacer más tarde,
pues creía entonces que era imposible comprender mejor la
perfección; pero pronto eché de ver que cuanto más se avan­
za en este camino, más distante se ve uno del término. Aho­
ra me resigno a verme siempre imperfecta, y aun encuentro
alegría en ello.
Vuelvo a las lecciones que me dió nuestro Señor. Cierta
noche, después de Completas, busqué en vano nuestra lám­
para en los anaqueles destinados a colocarlas; era la hora del
silencio y me era imposible reclamarla. Supuse con razón
que alguna hermana se la había llevado equivocadamente;
mas por culpa de esta equivocación, ¿iba a pasar yo una hora
entera en tinieblas! Cabalmente tenía intención de trabajar
mucho aquella noche Sin la luz interior de la gracia, segu­
ramente me hubiera quejado; con ella, en vez de sentir pena,
me creí dichosa, pensando que la pobreza consiste, no sola­
mente en verse una privada de las cosas agradables, sino
también de las indispensables. Así, en las tinieblas exterio­
res se iluminó mi alma con claridad divina.
En aquel tiempo me entró verdadera afición por los obje­
tos feos e incómodos; por esto experimenté gran contento
cuando me quitaron de la celda el lindo cantarito de que me
servía, poniéndome, en cambio, uno grande y desportillado.
Me esforzaba también en no excusarme, lo cual me era suma­
mente difícil, particularmente con nuestra Maestra, a quien
no hubiera querido ocultar nunca cosa alguna.
Mi primera victoria en este particular no tuvo importan­
cia, pero me costó mucho. Alguien, no sé quién, dejó detrás
de una ventana un jarrito que apareció roto. Creyendo nues­
tra Maestra que tenía yo la culpa de haberlo dejado rodar,
me dijo que era muy desordenada y que otra vez tuviera
más cuidado; en fin, pareció estar muy descontenta. Sin

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no Una rosa deshojada

replicar palabra, besé el suelo y prometí tener más orden en


lo sucesivo. Dije ya que mi escasa virtud me hacía muy du­
ras estas pequeñas prácticas, de modo que tenía que apelar
al pensamiento de queen el día del juicio todo se revelaría.
Aplicábame especialmente a practicar actos de virtud muy
ocultos; por ejemplo, me complacía en doblar las capas olvi­
dadas por las Hermanas, y buscaba mil ocasiones de hacer­
les algún servicio. Grande atractivo tenía también para mí
la penitencia, pero no me era permitido satisfacer mis de­
seos. Las únicas mortificaciones que se me concedían consis­
tían en mortificar mi amor propio, lo cual me era de más
provecho que las penitencias corporales.
La Santísima Virgen me ayudaba a preparar la vestidura
de mi alma; así es que pronto estuvo terminada; se desvane­
cieron los obstáculos, y fijóse mi profesión para el día 8 de
Septiembre de 1890. Todo cuanto acabo de decir en tan po­
cas palabras exigiría muchas páginas; pero tales páginas no
se leerán jamás en la tierra...

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CAPITULO VIII
Bodas divinas. —Retiro abundante en gra­

cias.—La ÚLTIMA LÁGRIMA DE UNA SANTA.—


Muerte de su padre.—Colma nuestro Se­
ñor todos sus deseos.— Una víc­
tima DE AM01V

ágil me será hablarle ahora, Madre


mía, si así lo desea, del retiro que pre­
cedió a mi profesión. En vez de encon­
trar consuelo, fue mi patrimonio la ari­
dez más absoluta, rayana en abandono.
Jesús, como siempre, dormía en mi na-

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112 Una rosa deshojada

vetilla. ¡Ah, cuán pocas veces le dejan dormir las almas


tranquilamente en ellas! Está tan cansado este buen Maes­
tro de correr continuamente tras ellas y de solicitarlas, que
se apresura a aprovechar el descanso que le ofrece mi alma.
Seguramente no querrá despertarse hasta mi entrada en el
gran retiro de la eternidad. No me aflige esto, antes por lo
contrario, me da grandísimo contento.
Si no estuviera convencida de que estoy muy lejos de ser
santa, esta disposición de mi ánimo me lo probaría entera­
mente. No debería regocijarme de mi sequedad, sino atri­
buirla a mi poco fervor y fidelidad; también debería andar
desolada de que me duerma tan a menudo durante mis ora­
ciones y acciones de gracias. ¡A pesar de ello, no me aflijo!
Pienso que los niñitos agradan a sus padres lo mismo dur­
miendo que despiertos, pienso que los médicos adormecen a
sus enfermos para hacerles las operaciones; pienso, en fin,
que el Señor ve nuestra fragilidad y se acuerda de que no so­
mos más que polvo (1).

El retiro que precedió a mi profesión fué, pues, lo mismo


que los sucesivos, un retiro sumamente árido para mi alma.
Con todo, me fueron revelados claramente los medios de
agradar a Dios y de practicar la virtud sin casi darme cuen­
ta de ello. Muchas veces he observado que Jesús no quiere
dar a mi alma provisión de alimento, la sustenta a cada ins­
tante con manjar del todo nuevo, que encuentro en mí, sin
saber cómo está en mi alma. Creo sencillamente que es el
mismo Jesús que obra en mí de un modo misterioso, escon­
dido en lo íntimo de mi pobre corazoncito, y me inspira lo
que quiere que haga en el momento presente.
Algunas horas antes de mi profesión recibí de Roma, por
conducto del venerado Hermano Simeón, la bendición del
Padre Santo, de gran precio para mí, pues seguramente
me ayudó a atravesar la más furiosa tempestad de toda mi
vida.
En la piadosa velada que precede a la aurora del gran día
y que tan dulce es de ordinario para todas las almas, asal-1
(1) Salmo CIÍ, 14.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—VIII 113
tóme de pronto el pensamiento de que mi vocación era un
sueño, una quimera; el demonio—pues no cabe duda que
fuá obra suya, - me inspiraba la seguridad de que la vida
del Carmen no me convenía de ningún modo, y que al avan­
zar por un camino para el cual no me llamaba Dios, enga­
ñaba a mis superiores. Tan densas fueron las tinieblas que
me envolvieron, que llegué a abrigar el pensamiento de que,
puesto que no tenía vocación, debía volver al mundo.
¿Cómo expresar mis angustias? ¿Qué hacer ante tal perple­
jidad? Opté por el mejor partido; descubrir inmediatamente
esta tentación a nuestra Maestra. La hice salir del coro, y
llena de confusión, le declaré el estado de mi alma. Afor­
tunadamente, vió más claro que yo; se contentó con reirse
de mi confidencia y me tranquilizó enteramente. Por otra
parte, el acto de humildad que acababa de hacer, puso en
fuga al demonio como por ensalmo; su deseo era impedir­
me confesar mi turbación y enredarme de esta manera en
sus lazos. Pero salió burlado, porque, a fin de completar
mi humillación, quise también decírselo todo a V. R., Ma­
dre amadísima, y su consoladora respuesta acabó de disipar
mis dudas.

En la mañana del 8 de Septiembre inundó a mi alma un


río de paz; embebida en esta preciosa paz, que excede a todo
sentimiento (1), pronuncié mis votos santos. ¡Cuántas gra­
cias pedí! Creyéndome verdaderamente «reina», aprovechó
mi título para alcanzar las mercedes del Rey en favor de sus
súbditos más ingratos. A nadie olvidé: hubiera querido que
aquel día se convirtieran todos los picadores de la tierra, que
no quedara en el purgatorio un solo cautivo. Lo que deseaba
para mí, estaba escrito en la siguiente esquelita que llevaba
sobre mi corazón:

¡Oh Jesús, divino Esposo mío, haced que mi vestidura bautismal no pier­
da jamás su blancuraI Llamadme junto a Vos, antes que permitir que man­
che mi alma en la tierra la más ligera falta voluntaria. A Vos solo os bus­
que siempre y a Vos solo os encuentre. &ean nada para mí las adaturas, y1
(1) Filip., IV, 7.
10

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114 Una rosa deshojada

nada sea yo para ellas. Que ninguna cosa de la tierra turbe jamás la paz
de mi alma.
IOh Jesús, sólo os pido la paz!... La paz, y sobre todo el amor, un amor
sin límites, sin medida. Haced que muera mártir poi' Vos, dadme el marti­
rio del corazón o del cuerpo. ¡Ah, dadme mejor entrambos!
Haced que cumpla fielmente mis votos, que nadie se cuide de mí, que sea
pisoteada y olvidada como un granito de arena. Me ofrezco a Vos, amadísi­
mo Bien mío, para que se cumpla perfectamente en mí vuestra voluntad sin
que jamás las criaturas sean un obstáculo para ello.

Al finalizar aquel hermoso día, deposité sin tristeza nin­


guna mi corona de rosas a los pies de la Virgen Santísima
según se acostumbra hacer. Estaba convencida de que mi
felicidad había de ser más duradera que el tiempo... No po­
día haberse elegido fiesta más hermosa que la Natividad de
María para ofrecerme a Jesús por esposa. La Virgencita re­
cién nacida presentaba al Niño Jesús su floreeilla. Todo era
pequeño aquel día, excepto las gracias que recibí y la paz y
el júbilo que respiraba mi alma, al contemplar aquella noche
las hermosas estrellas del firmamento, pensando que pronto
subiría al cielo para unirme a mi divino Esposo en el seno
de la alegría eterna.

El 24 se celebró la ceremonia de la imposición del velo;


tan dulce fiesta fué velada toda ella por las lágrimas. Mi
padre estaba muy enfermo para poder venir y dar su bendi­
ción a su reinecita; a última hora, el mismo Mons. Hugo-
nín, que había de presidir la ceremonia, no pudo realizar sus
deseos; a causa, en fin, de mil circunstancias que sobrevi­
nieron aún, todo fué eq aquel día amargura y tristeza... Sin
embargo de esto, la paz, siempre la divina paz, reinó en mí,
apareciendo en el fondo del cáliz de aquellas amarguras. Pe­
ro mi Jesús no quiso que yo pudiese contener mi llanto y...
mis lágrimas corrieron libremente... Y así fué: había podido
yo soportar pruebas mucho mayores sin que el llanto asoma­
se a mis ojos; pero entonces estaba asistida por una gracia
omnipotente, mientras que ahora, en el día 24, Jesús me de­
jó abandonada a mis propias fuerzas... ¡Cuán ruines y pe­
queñas las vi en tan solemne instante!
Ocho días después de la imposición del velo, se desposó

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Sor Teresa del Niño Jesús.—VIII 115
mi prima Juana Guerin con el Dr. La Néele. Cuando, al
visitarme después los nuevos esposos, me refirió mi prima
las atenciones y cariño de que procuraba rodear a su esposo,
sintió mi corazón un estremecimiento profundo. «¿Será posi­
ble—pensé—que una dama del mundo haga por agradara
su marido, que es un simple mortal, más que yo para agra­
dar a mi Jesús, mi Esposo divino!» Y enardecida por nueva
llama de amor, me esforcé más que nunca para que mis obras
fuesen del agrado del Esposo celestial, del Rey de los reyes,
que había tenido la dignación de realzarme con Desposorio
tan divino.
Poco después vi la tarjeta con que mis parientes partici­
paban a sus amigos su efectuado enlace, y me entretuve en
componer la invitación siguiente, que leí después a las No­
vicias, a fin de hacerles notar cuán miserables son las unio­
nes en la tierra, si se comparan con los títulos que ennoble­
cen a una esposa de Jesús; ¡tan honda impresión había pro­
ducido en mí misma este pensamiento!

El Dios Todopoderoso, Criador de cielos y tierra, Dueño Soberano


del Universo, y La Gloriosísima Virgen María, Reina de la Corte
Celestial, tienen el gusto de participar a VV. el efectuado desposorio
espiritual de su augusto Hijo Jesús, Rey de reyes y Señor de los seño­
res, con Teresita Martín, hoy ya Señora y Princesa de los Señoríos y
Reinos aportados al matrimonio como dote de su divino Esposo, a saber,
el Señorío de su Infancia y el Reino de su Pasión, los cuales títulos de
nobleza le dan el nombre de Teresa del Niño Jesús y de la Santa
Faz.
No habiendo sido posible invitar a VV. a la fiesta de sus bodas, cele­
bradas en la Montaña del Carmen, el día 8 de Septiembre de 1890, pues
sólo la Corte celestial fuó admitida a la ceremonia, quedan, con todo,
invitados a la Tornaboda, que tendrá lugar mañana, día de la Eterni­
dad, cuando Jesús, Hijo del Eterno, inundado de brillante luz y radian­
te de majestad, venga sobre las nubes del cielo a juzgar a los vivos y a
los muertos. No estando todavía señalada la hora, quedan invitados a
permanecer dispuestos y a velar.

Y ahora, ¿qué más le diré, Madre mía? ¿Tengo necesidad


de descubrirle mis secretos, habiéndome consagrado a Jesús
en su presencia y conociéndome V. R. desde mi tierna infan­
cia? Le suplico que me perdone si resumo demasiado la his­
toria de mi vida religiosa.
En el año que siguió a mi profesión, recibí grandes gra­

Biblioteca Nacional de España


116 Una rosa deshojada

cias durante los Santos Ejercicios de Comunidad. Ordina­


riamente, los Ejercicios espirituales predicados me son muy
penosos, pero aquella vez me ocurrió todo lo contrario. Me
preparé por medio de una fervorosa novena; tanto creí que
iba a padecer. Me habían dicho que el R. P. servía más bien
para convertir pecadores que para hacer progresar a las al­
mas religiosas. Soy, pues, una gran pecadora, puesto que
Dios se sirvió de este santo religioso para consolarme.
Me afligían entonces toda clase de penas interiores, pero
me sentía incapaz de declararlas, y he aquí que mi alma se
dilató perfectamente; fui entendida de un modo maravillo­
so, y hasta adivinada. Lanzó el Padre mi barquilla a velas
desplegadas por las ondas de la confianza y de) amor, cuya
corriente me había atraído siempre poderosamente, sin osar
yo avanzar por ella. Me dijo que mis faltas no apenaban a
Dios: <En este instante ocupo su lugar—añadió; — pues
bien; le aseguro en su nombre que está muy satisfecho del
alma de V.> ¡Oh, qué dicha tan grande fué la mía al oir
estas consoladoras palabras! Jamás había oído decir que las
faltas pudieran no apenar a Dios. Esta seguridad me colmó
de gozo y me hizo soportar con paciencia el destierro de la
vida. Tal era, por otra parte, el eco de mis pensamientos ín­
timos.
Sí; creía, hacía ya mucho tiempo, que el Señor es más
tierno que una madre, y conozco a fondo más de un corazón
de madre; sé que está siempre dispuesta a perdonar las fal­
tas involuntarias de su hijo. ¡Cuántas veces lo he experi­
mentado! Ningún reproche me hubiera enternecido tanto co­
mo una sola caricia maternal, pues soy de un genio tal, que
el temor me hace retroceder, mientras que con el amor, no
sólo adelanto, sino que vuelo.
Dos meses después de este bendito retiro, nuestra venera­
da Madre fundadora, Genoveva de Santa Teresa, dejó nues­
tro humilde Carmen para entrar en el cielo.
Pero antes de hablarle de la impresión que me causó su
muerte, quiero explicarle, Madre mía, mi dicha por haber
vivido algunos años junto a una santa, no inimitable, pero
santificada por virtudes escondidas y ordinarias. Más de una
vez recibí de ella grandes consuelos.
Un domingo, al ir a hacerle mi habitual visita en la enfer­
mería, la encontró en compañía de dos Hermanas antiguas;

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Sor Teresa del Niño Jesús.—VIII 117
iba a retirarme discretamente, cuando oí que me llamaba y
con semblante inspirado me dijo: <Espere un poco, hija mía,
tengo que decirle una palabrita, me pide siempre un rami­
llete espiritual, pues bien, hoy voy a darle éste: Sirva a Dios
con paz y alegría; tenga prtsente, hija mía, que nuestro Dios
es el Dios de la paz.'h
Dile las gracias con sencillez, y salí con lágrimas en los
ojos, convencida de que Dios le había revelado el estado de
mi alma, la cual se hallaba aquel día en extremo atribulada,
casi triste, y en una oscuridad tan densa, que ya no sabía si
Dios me amaba. Bien podrá figurarse, amada Madre, el gozo
y el consuelo que sucedieron a estas tinieblas...
Quise averiguar el domingo siguiente la revelación que
había tenido la Madre Genoveva; me aseguró que no había
recibido ninguna, y entonces creció mi admiración al ver que
vivía Jesús en su alma en grado tan eminente, que la hacía
obrar y hablar. ¡Ah, esta santidad, a mi parecer, es la más
verdadera y la más santa; es la que anhelo, pues no cabe en
ella la menor ilusión!
El mismo día que esta venerada Madre trocó este valle de
destierro por la verdadera Patria, recibí una gracia muy sin­
gular. Era aquella la primera muerte que presenciaba, y en
verdad que el espectáculo era admirable. Mas durante las
dos horas que permanecí al pie del lecho de la santa mori­
bunda, se apoderó de mí una especie de insensibilidad que
me apenaba mucho. Con todo, en el mismo instante en que
nuestra Madre nacía para el cielo, cambió completamente mi
disposición interior. Súbitamente, me sentí inundada de ale­
gría y fervor indecibles, parecía que el alma bienaventurada
de nuestra santa Madre, me hacía participar en aquel mo­
mento de la felicidad de que ya gozaba, pues estoy persuadi­
da de que fuá derecha al cielo.
Durante su vida le dije un día: «¡Oh Madre, lo que es
V. R no irá al purgatorio!»-«¡Así lo espero!»—me res­
pondió con dulzura. Seguramente no habrá querido Dios
frustrar una esperanza tan llena de humildad; las muchas
gracias que hemos recibido desde su muerte son prueba de
ello.
Todas las Hermanas se apresuraron a reclamar alguna re­
liquia de nuestra venerada Madre; V. R sabe, Madre mía,
la que conservo yo como cosa preciosísima. Durante su ago-

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118 Uno, rosa deshojada

nía vi brillar una lágrima en sus párpados, como un hermo­


so diamante. La última lágrima que derramó en la tierra no
se desprendió, brillaba aún cuando expusieron los restos
mortales de nuestra Madre en el coro. Tomé entonces un pe-
dacito de fino lienzo, y de noche, sin ser vista de nadie, me
atreví a recogerla; así es que tengo ahora la felicidad de po­
seer la última lágrima de una santa.
No concedo importancia ninguna a mis sueños; además,
raras veces los tengo simbólicos; por esto admiro que, pen­
sando todo el día en Dios, no acuda esté pensamiento con
más frecuencia a mi mente cuando duermo. Ordinariamente
sueño en bosques, flores, arroyos y en el mar. Casi siempre
veo hermosos niños, y cojo mariposas y pájaros, como jamás
se han visto. Ya se ve que si mis sueños tienen cierta apa­
riencia poética, están muy lejos de ser místicos.
Pues bien, una noche, después de la muerte de la Madre
Genoveva, tuve uno más consolador. Soñé que esta santa
Madre repartía entre la Comunidad los objetos que le ha­
bían pertenecido; al llegar mi turno, creí que me quedaría
sin nada, pues sus manos estaban vacías, pero mirándome
con ternura, me dijo tres veces: A Vuestra Caridad le dejo
mi corazón.
Un mes después de esta preciosa muerte, es decir, al ter­
minar el año de 1891, una epidemia de grippe atacó a nues­
tra Comunidad; yo la pasé muy leve, de modo que pude man­
tenerme en pie con otras dos Hermanas. Es imposible ima­
ginar el cuadro desolador que ofrecía nuestro convento en
aquellos días de duelo. Las enfermas más graves eran cuida­
das por las que apenas podían arrastrarse; la muerte reinaba
en todas partes, hasta tal punto que apenas exhalaba el úl­
timo suspiro alguna de nuestras Hermanas, forzosamente te­
níamos que abandonarla, con gran sentimiento de parte
nuestra, para acudir a lo más preciso.
El día que cumplí diecinueve años fué entristecido con
la muerte de nuestra venerada Madre Supriora, a quien asis­
tí en su agonía junto con la enfermera. A esta muerte siguie­
ron dos más. Hallábame entonces sola en la sacristía; me ad­
miro hoy de cómo pude atender a todo.
Una mañana, al despertar, tuve el presentimiento de que
la Hermana Magdalena había dejado de existir. El dormito­
rio estaba sumido en la más completa obscuridad; nadie sa­

Biblioteca Nacional de España


Sor Teresa del Niño Jesús.—VIII 119
lía de las celdas. Me decidí a entrar en la de la Hermana
Magdalena, y, en efecto, la encentré vestida y acostada en
su jergón, con la rigidez de la muerte. No me causó ningún
temor; corrí a la sacristía y llevé al punto un cirio y una co­
rona de rosas, la cual coloqué en la cabeza de la Hermana.
En medio de este desamparo, sentía la mano de Dios, y su
Corazón que velaba por nosotras.
Con la mayor naturalidad y resignación, dejaban esta vi­
da nuestras queridas Hermanas; iluminando su rostro una
alegría celestial, parecían descansar en suavísimo sueño.
Durante aquellas largas semanas de aflicción, tuve el ine­
fable consuelo de comulgar diariamente.
¡Qué felicidad tan grande! Jesús me prodigó sus finezas
durante largo tiempo, con preferencia a sus fieles esposas,
porque después de la epidemia, continuó dándose a mí va­
rios meses, sin que la Comunidad compartiera mi dicha. No
había pedido yo esta excepción, pero la satisfacción de po­
der unirme cada día a mi Amado, no tenía límites.
Estaba también muy contenta de poder tocar los vasos sa­
grados, y preparar los lienzos destinados a recibir a Jesús.
Comprendí que había de ser muy fervorosa y recordaba a
menudo estas palabras dirigidas a un santo diácono: <Sed
santos, vosotros que tocáis los vasos del Señor (1).>
¿Qué le diré, Madre mía, de mis acciones de gracias? Lo
mismo en aquel tiempo que ahora, es este el momento en que
menos consuelo recibo. ¿Y no es esto muy natural, puesto
que no deseo la visita de Nuestro Señor para satisfacción
mía, sino únicamente para agradarle?
Me represento mi alma como un terreno desocupado, y
pido a la Virgen Santísima que quite de ella los escombros,
que son las imperfecciones, y prepare ella misma una her­
mosa morada digna del cielo, engalanándola con sus propios
adornos. Invito a loa ángeles y a los santos a que vengan a
entonar cánticos de amor; con este magnífico recibimiento
me parece que Jesús queda contento, y comparto yo tam­
bién su gozo. No quita todo esto que las distracciones y el
sueño vengan a importunarme; no es, pues, de extrañar que
haya tomado la resolución de continuar mi acción de gra­

il) Is., LII, 11.

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120 Una rosa deshojada

cias durante todo el día, puesto que tan mal la hago en el


coro.
Ya ve, V. R, que estoy muy apartada del camino del te­
mor; encuentro siempre modo de ser feliz y de aprovechar­
me de mis miserias. El mismo Señor me impele por esta
vía.
Una vez, contra mi costumbre, me sentí turbada al acer­
carme a la Santa Mesa. Muchos días hacía que, por escasear
las hostias, recibía solamente una parte de la sagrada for
ma; aquella mañana hice la siguiente reflexión, de muy poco
fundamento por cierto: <Si recibo hoy la mitad de una hos­
tia, será señal de que Jesús viene con disgusto a mi cora­
zón.»— Meadelanto... y ¡oh felicidad!, se detiene el sacerdo­
te y me da dos hostias perfectamente separadas! ¿No era esto
una dulcísima respuesta?
¡Ay Madre mía, cuántos motivos para ser agradecida a
Dios! Voy a hacerle otra ingenua confidencia: el Señor me
mostró la misma misericordia que al rey Salomón; ha col­
mado todos mis deseos; no sólo los de perfección, sino tam­
bién aquellos cuya vanidad comprendía sin haberla experi­
mentado. Habiendo mirado siempre a la Madre Inés de Je­
sús como mi modelo, quise asemejármele en todo; por esto,
al ver que pintaba preciosas miniaturas y componía hermo­
sas poesías, pensé que sería grande mi dicha si pudiera pin­
tar como ella, expresar mis pensamientos en verso, y hacer
el bien en torno mío (1). Pero no quise pedir aquellos dones
naturales, y oculté mis deseos en lo íntimo de mi corazón.
Jesús, que vivía también escondido en el fondo de este
pobre corazoncito, se complació en mostrarme una vez más
la nada de todas las cosas pasajeras. Con gran extrañeza de1

(1) Teresa guardaba este deseo en sn corazón desde sn infancia. He


aquí lo que nos confió más tarde:
«Tenía yo diez años, cuando mi padre anunció a Celina que iba a
hacerle tomar lecciones de pintura; yo estaba presente y envidiaba su
dicha. Mi padre me dijo: ji a ti, reinedta mía, te gustaría aprender di-
bujoi Un sí muy alegre brotaba ya de mis labios, cuando María hizo
notar que no tenía yo las mismas disposiciones que Celina. No tardó en
triunfar, y pensando yo que era aquella ocasión propicia para ofrecer
a Jesús un gran sacrificio, me callé. Con todo, de tal modo deseaba
aprender el dibujo, que todavía me causa admiración el haber tenido
fuerza para callarme.»

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Sor Teresa del Niño Jesús.—VIII 121

la Comunidad, llevé a buen término varias obras de pintura,


compuse poesías y tuve la dicha de hacer bien a algunas al­
mas. Y así como Salomón, al considerar las obras de sus
manos, en las que había empleadlo trabajo tan penoso e in­
útil, vid que todo es vanidad y aflicción de espíritu bajo el
sol (1), supe por experiencia que,la única felicidad que exis­
te para el hombre en la tierra, consiste en ocultarse, en per­
manecer en completa ignorancia de las cosas creadas. Com­
prendí que las obras sin amor, aún las más extraordinarias,
no son más que nada; y estos dones que me prodiga el Se­
ñor, en vez de dañarme y herir mi alma, me llevan hacia El;
sí, veo que El solo es inmutable, el único capaz de colmar
mis inmensos deseos.
Mas ya que estoy en el capítulo de mis deseos, diré que
hay otros, de diferente género, que el divino Maestro se
complació en satisfacer también: deseos infantiles, pareci­
dos al de la nieve del día de mi toma de hábito. Ya conoce,
Madre mía, mi predilección por las flores. Al encerrarme
Íprisionera a los quince años, renuncié para siempre a la fe-
icidad de correr por los campos esmaltados con los tesoros
de la primavera. Pues bien, ¡nunca ful dueña de tantas flo­
res como en el Carmen!
Es costumbre en el mundo que los novios obsequien a sus
prometidas con lindos ramilletes; no olvidó esto Jesús... Con
gran profusión recibí para su altar todas las flores que más
me embelesan: acianos, margaritas, amapolas. Sólo faltaba
que acudiera a la cita una de mis florecidas más preferidas:
la neguilla que crece en el trigo; deseaba mucho volver a
verla, y he aquí que últimamente vino a sonreirme y a de­
mostrarme que, sin esperar a la otra vida, da Dios el cien­
to por uno a las almas que lo abandonan todo por su amor,
tanto en las grandes cosas como en las que carecen de im­
portancia.
Quedábame sin realizar el más íntimo y, por muchos mo­
tivos, el más difícil de mis deseos: la entrada de Celina en
el Carmen de Lisieux. No obstante ello, ya había consuma­
do mi sacrificio de este mi anhelo; confiando sólo a Dios el
porvenir de mi querida hermana, me resignaba a que se ale­
jara, hasta el fin del mundo, si fuera preciso, pero quería1
(1) Ecles., II, II.

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122 Una rosa deshojada

verla como yo, esposa de Jesús, pues me atormentaba en ex­


tremo el saber que estaba expuesta en el mundo a peligros
que para mí habían sido desconocidos. Puedo decir que mi
cariño fraternal se asemejaba más bien al amor de una ma­
dre; me sentía llena de abnegación y solicitud por su
alma.
Cierto día tuvo que ir con mi tía y mis primas a una re-

"ntftMfMÑiw

Sepulcro de la familia Martín en el Cementerio de Lisieux, donde


están enterrados el padre, la madre, los abuelos y los cuatro
hermanitos y hermanitas de Sor Teresa del Niño Jesús, que
el Sr. Guerin hizo trasladar del cementerio do Alengón
en 1894, después de la muerte del Sr. Martín.

unión mundana. No sé por qué experimentó mayor pena


que otras veces; derramé abundantes lágrimas y supliqué a

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Sor Teresa del Niño Jesús.—VIII 123
Nuestro Señor que le impidiese bailar... Así sucedió, en
efecto. No permitió el Señor que su prometida bailase aque­
lla noche, y por cierto que de ordinario lo hacía con mucha
gracia. El que debía bailar con ella tuvo una indisposición
y no pudo hacer otra cosa que pasear religiosamente con la
señorita, en medio de la admiración de la concurrencia. Des­
pués de lo cual se eclipsó el pobre señor y no se le volvió a
ver en toda la noche. Esta aventura singular aumentó en mí
la confianza y me mostró claramente que la señal de Jesús
lucía también en la frente de mi hermana predilecta.
El día 29 de Julio de 1894 llamó el Señor a su gloria a mi
buen padre, tan probado y tan santo. Dos años antes de su
muerte llegó la parálisis a ser general; mi tío lo trasladó a
su casa, rodeando su dolorosa vejez de toda clase de atencio­
nes. A causa de la impotencia a que quedaba reducido, sólo
una vez le vimos en el locutorio durante el curso de su en­
fermedad. ¡Qué entrevista aquélla! Al momento de separar­
nos, como nos despidiéramos diciéndole:«¡ Hasta la vista!,> al­
zó los ojos, y señalándonos el cielo con la mano, permaneció
algún rato sin poder hablar, dejando al fin traslucir su pen­
samiento con estas únicas palabras que pudo pronunciar con
voz embargada por el llanto: ¡En el cielo!
Como este hermoso cielo llegó a ser su patrimonio, las li­
gaduras que retenían en el mundo a su ángel consolador se
rompieron. Mas los ángeles no se quedan en la tierra: en
cuanto han cumplido su encargo, vuelven a Dios; para eso
tienen alas. Por eso Celina intentó volar al Carmen, pero
desgraciadamente las dificultades parecían insuperables.
Embrollándose sus asuntos cada vez más, dije un día a
Nuestro Señor, después de la Comunión: «Vos sabéis, Jesús
mío, cuánto he deseado que la tribulación de mi padre le
sirviera de purgatorio. Querría ahora saber si mis deseos han
sido atendidos. No os pido que me habléis; tan sólo os pido
una señal como respuesta. Conocéis la oposición de la Her­
mana *** a la entrada de Celina; pues si desde este mo­
mento no pone ningún obstáculo, esta será vuestra res­
puesta; con esto me diréis que mi padre ha ido derecho al
cielo.»
¡Oh misericordia infinita! ¡Oh inefable condescendencia!
Dios, que tiene en su mano el corazón de las criaturas y lo
inclina como quiere, cambió las disposiciones de esta Her-

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124 Una rosa deshojada

mana. Ella fué la primera persona que vi después de mi ac­


ción de gracias; me llamó, y con lágrimas en los ojos, me
habló de Celina, demostrándome vivísimos deseos de verla
entre nosotras. Pronto Su Excia. Urna, allanó las últimas
dificultades, permitiéndole, Madre mía, que sin dilación
abriera nuestras puertas a la palomita desterrada (1).
Ahora ya no tengo ningún deseo, si no es de amar a Je­
sús con locura. Sí, sólo el Amor me atrae. No deseo ya el su­
frimiento ni la muerte, aunque sigo amándolos. Durante mu­
cho tiempo los he llamado como mensajeros de alegría...
¡Estuve en posesión del dolor, y creí tocar la ribera del cie­
lo! Desde mi tierna juventud estoy en la persuasión de que
la florecilla será arrebatada en su primavera; hoy sólo me
guía la absoluta confianza en Dios; no tengo otra brújula.
Ño sé ya pedir nada con ardor, excepto el perfecto cumpli­
miento de la voluntad de Dios en mi alma. Puedo decir
aquellas palabras del cántico de nuestro Padre San Juan de
la Cruz:

En la interior bodega
De mi Amado bebí, y cuando salía
Por toda aquesta vega,
Ya cosa no sabía,
Y el ganado perdí, que antes seguía.
Mi alma se ha empleado,
Y todo mi caudal en su servicio:
Ya no guardo ganado,
Ni ya tengo oficio,
Que ya sólo en amar es mi ejercicio.

O bien este otro:


Hace tal obra el amor,
Después que le conocí,
Que, si hay bien o mal en mí,
Todo lo hace de un sabor,
Y al alma transforma en sí.

¡Oh Madre mía, qué suave es el camino del amor!Sin du-1


(1) Entró Celina en religión el 24 de Septiembre de 1894, tomando
el nombre de Hermana Genoveva de Santa Teresa.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—VIII 125

da puede uno tropezar y cometer infidelidades; pero el amor


sabe sacar partido de todo, y presto consume todo lo que
pueda desagradar a Jesús, dejando tan sólo en el fondo del
corazón una paz humilde y profunda.
¡Ah, cuántas luces he sacado de las obras de San Juan de
la Cruz! A la edad de diecisiete y diecioho años, fué éste mi
único alimento espiritual. Pero después, todos los autores es­
pirituales me dejaron en la más completa aridez y todavía
permanezco en esta disposición. Si abro uno de estos libros,
aunque sea el más hermoso y conmovedor, se me oprime el
corazón al momento, y leo sin comprender, o si comprendo,
se detiene mi espíritu sin poder meditar.
En esta impotencia acuden en mi socorro la Sagrada Es­
critura y la Imitación de Cristo; en ellas encuentro un maná
escondido, sólido y puro. Pero el Santo Evangelio más que
ningún otro libro, mantiene mi oración; en él bebe a su sabor
mi pobrecita alma. Cada vez descubro nuevas luces, ocultos
y misteriosos significados. Comprendo y sé por experiencia
que el reino de Dios está dentro de nosotros (1). Jesús no ne­
cesita de libros ni doctores para instruir a las almas; el Doc­
tor de los doctores, enseña sin grandes discursos. Nunca oíle
hablar, pero sé que está en mí. En todos los instantes me
guía y me inspira; mas cabalmente en el momento oportu­
no, descubro claridades desconocidas hasta entonces. Regu­
larmente no brillan a mis ojos en las horas de oración, sino
en medio de las ocupaciones del día.
A pesar de ello, sírveme a veces de consuelo una frase co­
mo la que he sacado esta tarde, al final de un rato de ora­
ción pasada en la sequedad: <He aquí el Maestro que te doy,
El te enseñará todo lo que debes hacer. Quiero hacerte leer
en el Libro de la vida que encierra la ciencia del amor (2).»
¡La ciencia del amor! Esta palabra resuena suavemente en
el oído de mi alma ¡Esta es la única ciencia que deseo! Ha­
biendo dado por ella todas mis riquezas, como la esposa de
los Cantares, par¿cerne que no he dado nada (3).
i Oh Madre mía! Después de haber recibido tantas gracias,
¿no puedo cantar con el Salmista cuán bueno es el Señor,1

(1) Luc., XVII, 21.


(2) Nuestro Señor a la Beata Margarita María.
(3) Cant., VIH, 7.

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126 Una rosa deshojada

cuán eterna es su misericordia (1)? Creo que si todas las cria­


turas recibieran los mismos favores, Dios no sería temido de
nadie, sino amado hasta lo indecible; por amor y no por te­
mor, llegarían las almas a no cometer nunca la menor falta
voluntaria.
Pero comprendo que todas las almas no pueden parecerse;
ha de haberlas de diferentes clases, para honrar especialmen­
te cada una de las perfecciones divinas. A mí me dió su mi­
sericordia infinita, y gracias a este inefable espejo, con­
templo sus otros atributos. Todos así me parecen radiantes
de A mor,-la misma justicia, con más fuerza quizás que nin­
guno otro, me parece revestida de amor. ¡Qué dulce alegría
al pensar que el Señor es justo, es decir, que toma en cuenta
nuestras debilidades, que conoce perfectamente la fragilidad
de nuestra naturaleza! ¿Por qué, pues, temer? Dios, infinita­
mente justo, que se dignó perdonar con tanta misericordia
las culpas del hijo pródigo, ¿no será también justo conmigo
que estoy junto siempre con él (2)?
En el año de 1895 recibí la gracia de comprender mejor
que nunca cuánto desea Jesús ser amado. Pensando un día
en las almas que se ofrecen como víctimas a la justicia de
Dios, para desviar los castigos que reserva a los pecadores,
sufriéndolos ellas mismas, juzgué esta ofrenda grande y gene­
rosa, pero estaba muy lejos de sentirme inclinada a hacerla.
Así, en lo íntimo de mi corazón exclamé: «¡Oh mi divino
Maestro! ¿Sólo vuestra justicia recibe las hostias de holo­
causto? ¿Vuestro amor misericordioso ñolas necesita tam­
bién? En todas partes es desconocido, desechado... Los co­
razones a los cuales queréis prodigarlo, se vuelven a las cria­
turas pidiéndoles la felicidad de un miserable y efímero ca­
riño, en vez de echarse en vuestros brazos y aceptar la deli­
ciosa hoguera de vuestro amor infinito.
«¡Oh Dios mío! Este vuestro amor despreciado ¿permane­
cerá encerrado en vuestro corazón? Si encontrarais almas
que se ofrecieran como víctimas de holocausto a vuestro amor,
me parece que las consumiríais rápidamente y os alegraríais
de dilatar las llamas de infinita ternura que encierra vues­
tro pecho.1

(1) Salmo CXII, 1.


(2) Luc., XV, 31.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—VIII 127
»Si a vuestra justicia que sólo se extiende sobre la tierra,
le place descargarse, ¡cuánto más vuestro amor misericor­
dioso deseará abrasar a las almas, puesto que vuestra miseri­
cordia se eleva hasta los cielos (1)/ ¡Oh Jesús, sea yo esta di­
chosa víctima, consumid vuestra pequeña hostia en el fuego
del divino amor!»
Bien sabe, Madre mía, las llamas, o por mejor decir, los
mares de gracias que inundaron mi alma inmediatamente
después de mi donación de 9 de Julio de 1895. Desde aquel
día, el amor me cerca y me penetra; a cada instante me re­
nueva y purifica este amor misericordioso, no dejando en mi
corazón la menor señal de pecado. No, no puedo temer al
purgatorio; sé que no merecería siquiera entrar con las al­
mas santas en este lugar de expiación; pero sé también que
el fuego del amor santifica más que el del purgatorio; sé que
Jesús no quiere que suframos inútilmente, y que no me ins­
piraría los deseos que experimento, si no estuviera dispuesto
a colmarlos.

(1) Salmo XXXV, 5.

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CAPÍTULO IX
El ascensor divino. —Primera invitación a

LOS ETERNOS GOCES.—NOCHE OBSCURA.— La


TABLA DE LOS PECADORES. — CÓMO ESTE ÁNGEL
DE LA TIERRA ENTIENDE LA CARI­
DAD FRATERNA. - Una GRAN VIC­
TORIA.—Un SOLDADO DESERTOR.

querida, creí haber terminado


ya, y me pide V. R. más pormenores
acerca de mi vida religiosa. No quie­
ro razonar, pero no puedo menos de
reirme al tomar nuevamente la pluma
para referir lo que sabe tan bien como
yo. En fin, obedezco; no quiero indagar

Biblioteca Nacional de España


Sor Teresa del Niño Jesús —IX 129
de qué utilidad pueda ser este manuscrito; le confieso, Ma­
dre mía, que si lo quemara a mi vista, aun antes de haberlo
leído, no experimentaría ningún pesar.

Cree generalmente la Comunidad que me ha prodigado


V. R. toda clase de mimos desde mi entrada en el Carmen;
pero el hombre no ve más que las apariencias, Dios solo lee
en el fondo de los corazones (1). ¡ Oh Madre mía, una vez más
le doy las gracias por haberme tratado sin muchos mira­
mientos. ¡Sabía Jesús que su florecida necesitaba el agua vi­
vificadora de la humillación; que sin ella, débil como era, no
arraigaría jamás, y a V. R. debo este inestimable favor. Ha­
ce algunos meses que el divino Maestro ha cambiado com­
pletamente su método para hacer que crezca su florecilla;
estimando sin duda que está bastante regada, la deja crecer
ahora bajo los bienhechores rayos de un sol resplandeciente.
No quiere para ella sino la sonrisa, la cual, venerada Madre
mía, le concede también por su mediación. Este dulcísimo
Sol, en vez de marchitar la florecilla, la hace crecer prodi­
giosamente. En el fondo de su cáliz, conserva las preciosas
gotas de rocío que recibió antes; estas gotas le recordarán
siempre que es pequeña y débil, y aunque todas las criaturas
se inclinaran hacia ella, admirándola y colmándola de ala­
banzas, no añadirían jamás un átomo de vanagloria al ver­
dadero goce que saborea en su corazón, creyéndose a los ojos
de Dios un pobre gusanillo y nada más.
Al decir que todas las alabanzas me dejarían insensible, no
quiero hablar, Madre mía, del amor y de la confianza que me
demuestra; le estoy, al contrario, muy agradecida, pero veo
que nada tengo que temer, que puedo disfrutar de ello a mis
anchas, refiriendo al Señor lo bueno que ha querido po­
ner en mí. Si le place hacerme parecer mejor de lo que soy,
cúmplase su santa voluntad; es muy libre de hacer lo que
quiera.
i Dios mío, qué diferentes son los caminos por los cuales
conducís a las almas! Vemos en la vida de los santos que mu­
chos no han dejado después de su muerte el más pequeño re­

tí) I Reg., XVI, 7.


11

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130 Una rosa deshojada

cuerdo, ni el menor escrito. En cambio, hay otros, como


nuestra Madre Santa Teresa, que enriquecieron a la Iglesia
con su doctrina sublime, no temiendo revelar los secretos del
Rey (1) para que fuera mejor conocido y amado de las almas.
¿Cuál de estas dos maneras prefiere el Señor? Me parece que
ambas le son igualmente agradables.
Todos los predilectos de Dios han seguido la inspiración
del Espíritu Santo, que hizo escribir al profeta: Decid al
justo que todo está bien (2), Sí, todo está bien cuando sólo se
procura que triunfe la voluntad divina; por eso yo, pobre fio-
recilla, obedezco a Jesús, tratando de complacer a la que ha­
ce para mí sus veces en la tierra.
Sabe V. R, Madre mía, que mi constante deseo ha sido
llegar a ser santa; mas, por desgracia, cuantas veces me he
comparado a los santos, he comprobado que existe entre ellos
y yo la misma diferencia que notamos entre una montaña
cuya cumbre se pierde en las nubes y el humilde grano de
arena pisoteado por los caminantes.
Mas en vez de desalentarme, pienso que es imposible que
Dios inspire deseos irrealizables, y que, a pesar de mi peque-
ñez, puedo aspirar a la santidad. Me es imposible engrande­
cerme; debo soportarme tal como soy, con mis innumerables
imperfecciones; pero quiero buscar el modo de ir al cielo por
un caminito bien recto, bien corto, un caminito del todo
nuevo. Estamos en el siglo de los inventos. Ahora ya no se
necesita subir los peldaños de una escalera para entrar en la
casa de los ricos; un ascensor los reemplaza ventajosamente.
También yo quisiera encontrar un ascensor para elevarme
hasta Jesús, porque soy muy pequeña para subir la ruda es­
calera de la perfección.
He buscado, pues, indicaciones en los Libros Santos para
hallar este ascensor, objeto de mis deseos, y he dado con
estas palabras, salidas de la misma boca de la Sabiduría
eterna. <Si alguien es muy pequeño, que venga a mí (3).> Me
acerqué, pues, a Dios y adiviné que había encontrado lo que
buscaba; mas deseando saber lo que haría con los pequeñue-
los, he proseguido mis investigaciones y he aquí lo que he1

(1) Tob., XII, 7.


(2) Is., III, 10.
(3) Prov., IX, 4.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—IX 131
hallado: Asi como una madre acaricia a su hijo, te consola­
ré, te recostaré en mi seno y te meceré en mi regazo (1).
¡Ah, jamás regocijaron a mi alma palabras más tiernas,
más melodiosas que estas!
Vuestros brazos, oh Jesús mío, son el ascensor que ha de
elevarme hasta el cielo. Para esto no necesito crecer, sino al
contrario, achicarme cada vez más. ¡Oh Dios mío, habéis su­
perado cuanto podía yo esperar; por eso quiero cantar vues­
tras misericordias! Me habéis instruido desde mi juventud y
hasta el presente he publicado vuestras maravillas; seguiré
haciéndolo hasta mi edad provecta (2),

¿Cuál será para mí esta edad provecta? Considero que lo


mismo puede ser la que tengo ahora, que otra mayor; a los
ojos del Señor, dos mil años son lo mismo que veinte... lo
propio que un día.
Mas no crea, Madre mía, que su hija desea dejarla, esti­
mando como gracia mayor morir en la aurora, que en el oca­
so del día; su único deseo es agradar a Jesús. Ahora que pa­
rece acercársele y atraerla a la mansión de la gloria se re­
gocija su corazón; sabe, comprende que Dios no necesita de
nadie, y mucho menos de ella, para esparcir sus dones por la
tierra.
Entretanto, mi venerada Madre, sé cual es su voluntad:
desea V. It. que desempeñe a su lado un oficio muy dulce y
bien fácil (3); mas este encargo lo terminaré desde lo alto del
cielo. Me ha dicho como Jesús a San Pedro: (Apacienta mis
corderos.» Pero al verme tan pequeña, me ha asustado la em­
presa, por lo que le he suplicado que V. R. misma haga pa­
cer sus corderitos, y me cuente por favor entre ellos. Acce­
diendo un tanto a mi justo deseo, me ha nombrado, más
bien que maestra de ellos, su primera compañera, ordenán­
dome, con todo, que los conduzca a los más fértiles y som­
breados pastos, que les indique las mejores y más fortifican­
tes hierbas, y les señale con cuidado las brillantes pero en-1
(1) Is., LXVI, 13.
(2) Salmo LXX, 18.
(3) Ejercía el cargo de Maestra de Novicias sin llevar este título.

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132 Una rosa deshojada #

venenadas flores, a las cuales no deben jamás llegarse si no


es para pisotearlas.
¿Cómo no le asustan, Madre mía, mi juventud y poca ex­
periencia? ¿Cómo no teme que deje descarriar sus ovejas? Al
obrar de esta manera, quizas ha tenido presente que muchas
veces se complace el Señor en otorgar la sabiduría a los más
pequeños.
En la tierra son muy raras las personas que no miden el
poder divino según sus limitadas ideas. En este mundo to­
dos admiten que hay excepciones en todas las cosas; ¡sólo el
Señor no tiene derecho a hacerlas! Sé que ha mucho tiempo
que se practica entre los hombres el sistema de medir la
experiencia por los años, pues el santo rey David cantaba al
Señor en su adolescencia: Soy joven y me desprecian. Sin
embargo de ello, no vacila en decir en el mismo salmo: Ale
he vuelto más prudente que los ancianos, porque he buscado
vuestra voluntad. Vuestra palabra es la lampara que alum­
bra mis pasos. Estoy pronto a cumplir vuestras órdenes y
nada me perturba (1).
Ni siquiera le ha parecido imprudente decirme, Madre
mía, que el divino Maestro iluminaba mi alma y le daba la
experiencia de los años. Soy al presente demasiado pequeña
para componer hermosas frases que persuadan a los demás
de que tengo mucha humildad; más prefiero convenir senci­
llamente en que el Todopoderoso ha obrado en mí grandes
cosas, y la mayor de todas es la de haber mostrado mi peque­
nez, mi incapacidad para todo bien (2).
Mi alma na conocido muchas clases de tribulaciones, ha
padecido mucho aquí en la tierra. En mi infancia sufría con
tristeza; pero hoy día saboreo estos frutos amargos en santa
paz y alegría. Confieso ser menester que me conozca muy
a fondo, Madre querida, para que no sonría al leer estas pá­
ginas. ¿Hay, en efecto, un alma menos probada en aparien­
cia, que la mía? ¡Ay! si apareciera a las miradas humanas
el martirio que sufro desde hace un año, ¡qué extrañeza les
causaría! Puesto que V. R. lo desea, intentaré describirlo;
pero no hay palabras para explicar estas cosas, y por mucho
que haga, el relato será siempre muy inferior a la realidad.1
(1) Salmo CX VIII, 141, 100, 106, 106.
(2) Luc., I, 49.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—IX 133
fin la Cuaresma pasada me sentía más fuerte que nunca;
este vigor, a pesar del ayuno que observaba con toda rigi­
dez, se mantuvo perfectamente hasta Pascua; mas el Vier­
nes Santo a primera hora me dió Jesús la esperanza de ir
pronto a reunirme con El en su hermoso cielo. ¡Qué dulce
recuerdo!
El Jueves por la noche no pude lograr que me permitieran
velar, hasta el amanecer, ante el Monumento; a eso de me­
dia noche, me retiré a mi celda. Apenas puse la cabeza en la
almohada, sentí que me subía a los labios una oleada hir-
viente, creí que me llegaba mi última hora y mi corazón se
deshizo de alegría. No obstante ello, como acababa do apa­
gar la linternita, mortifiqué mi curiosidad hasta la mañana
siguiente y me dormí con gran tranquilidad. A las cinco,
cuando me despertó la señal de levantarme, mi pensamiento
fué que iba a recibir una noticia agradable; acerquéme a la
ventana, y, en efecto, eran ciertos mis presentimientos, pues
vi el pañuelo lleno de sangre. ¡Oh Madre mía, qué esperan­
za! Estaba íntimamente convencida de que en aquel día,
aniversario de su muerte, me dejaría oir mi Amado su pri­
mer llamamiento, como un dulce y lejano murmullo precur­
sor de su feliz llegada.
Con gran fervor asistí a Prima, y luego al Capítulo. An­
siaba verme a los pies de mi Madre para confiarle mi felici­
dad. No sentía el menor cansancio, de modo que fácilmente
obtuve permiso para terminar la Cuaresma como la había
empezado, y aquel día de Viernes Santo compartí todas las
austeridades del Carmen sin ninguna mitigación. ¡Ah, nun­
ca me parecieron tan deliciosas estas austeridades!... Lá es­
peranza de ir al cielo me enajenaba de gozo.
La noche de este dichoso día entró muy contenta en la
celda. Comenzaba a dormirme tranquilamente, cuando, co­
mo la noche precedente, me dió mi buen Jesús la misma
señal de mi próxima entrada en la vida eterna. Tenía enton­
ces una fe tan viva y clara, que el pensamiento del cielo
constituía toda mi felicidad; no podía comprender qpe hu­
biera impíos sin fe, y me persuadía de que ciertamente ha­
blaban en contra de su pensamiento al negar la existencia
de otro mundo.
En los alegres días de Pascua me dió a entender Jesús que
realmente hay almas faltas de fe y esperanza, las cuales por

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134 Una rosa deshojada

el abuso de las gracias divinas, han perdido esos preciosos


tesoros, fuente de los únicos goces puros y verdaderos. Per­
mitió que invadieran mi alma las más densas tinieblas y que
la idea del cielo, tan dulce para mí desde mi más tierna
edad, viniese a ser objeto de lucha y de tormento. El padeci­
miento de esta tribulación no se limitó a varios días o algu­
nas semanas; hace ya meses que la sufro, y todavía aguardo
la hora de verme libre de ella. Quisiera poder expresar lo
que siento, pero no es posible. Se necesita haber pasado por
este sombrío túnel para comprender su obscuridad. Esto no
obstante, intentaré explicarlo con una comparación.
Me figuro que he nacido en un país envuelto en espesa
niebla. Jamás he contemplado el sonriente aspecto de la na­
turaleza, ni visto brillar un solo rayo de sol. Pero desde mi
infancia, oigo hablar constantemente de esas maravillas, y
sé que el país que habito no es mi patria, que hay otro ha­
cia el cual debo aspirar incesantemente. No es esta una his­
toria inventada por algún habitante de las tinieblas, es ver­
dad indiscutible, pues el Rey de la patria del sol luminoso y
brillante, habitó por espacio de treinta y tres años en el
país de las tinieblas... Mas ¡ay! las tinieblas no comprendie­
ron que era la luz del mundo (1).
Pero, Señor, ¡vuestra hija ha comprendido esta luz divi­
na! Ella os pide perdón para sus incrédulos hermanos, se
complace en comer el pan del dolor todo el tiempo que gus­
téis; por amor vuestro se sienta a esa mesa llena de amar­
gura, en donde se alimentan los pobres pecadores, y no quie­
re levantarse de ella hasta recibir una indicación vuestra.
Pero ¿no puede deciros en su nombre y en el de sus herma­
nos delincuentes: Tened compasión de nosotros, Señor, que
somos pobres pecadoresl (12) ¡Despachadnos justificados!
¡Vean al fin brillar la antorcha de la fe todos aquellos que
no están por ella iluminados! ¡Oh Dios mío, si es preciso
que la mesa que ellos mancharon la purifique un alma que
os ame, quiero comer sola el pan de las lágrimas, hasta que
os plazca introducirme en vuestro reino luminoso; la única
gracia que os pido es la de no ofenderos jamás!

(1) Juan, 1, 5.
(2) Luc., XVIII, 13.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—IX 135

Le dije ya, Madre mía, que desde mi niñez me fue de da la


certeza de que iría un día lejos de mi tenebroso país; me
inspiraba esta convicción, no solamente lo que oía decir, si­
no además las inspiraciones íntimas y profundas de mi co­
razón, las cuales me permitían presentir que otra tierra,
otra región más luminosa, sería un día mi morada esta­
ble; no de otro modo el genio de Cristóbal Colón hacíale
adivinar un nuevo mundo. Mas de repente penetraron en mi
alma las tinieblas que me rodeaban por fuera, envolviéndo­
me ahora de tal suerte, que ni siquiera puedo encontrar en
mí la imagen tan dulce de mi patria... ¡Todo ha desapare­
cido!...
Cuando mi corazón, fatigado por las tinieblas que le ro­
dean, quiere descansar con el vigoroso recuerdo de una vida
futura y eterna, acreciéntase mi tormento. Me parece que
las tinieblas, pidiendo prestada su voz a los impíos se bur­
lan de mí, diciéndome: «Sueñas en la luz, en una patria
embalsamada de suaves perfumes; sueñas en la eterna po­
sesión del Creador de estas maravillas; crees que saldrás
un día de las tinieblas en que desfalleces; pues ¡adelante!...
¡adelante!... ¡Alégrate de la muerte, que te dará, no lo que
esperas, sino una noche todavía más obscura, la noche de la
nada!...»

Amadísima Madre, esta comparación de la prueba que me


aflije es tan imperfecta como un esbozo comparado con su
modelo; pero no quiero escribir más, temería blasfemar...
hasta tengo miedo de haber dicho demasiado. ¡Ah, Dios me
perdone! El sabe muy bien que, aunque me falte el goce de
la fe, me esfuerzo en practicar las obras. He hecho más ac­
tos de fe en un año que durante toda mi vida.
A cada nueva embestida del enemigo, me porto como un
valiente; sé que es una cobardía batirse en duelo, por lo
cual vuelvo la espalda a mi adversario, sin mirarle jamás de
frente; corro luego a mf Jesús y le digo que estoy dispuesta
a derramar toda mi sangre para confesar que hay un cielo,

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136 Una rosa deshojada

que me considero feliz de no poder contemplar en la tie­


rra con los ojos del alma este hermoso cielo que me espera,
y que se digne abrirlo por toda la eternidad a los desgracia­
dos incrédulos.
Así es que, a pesar de esta aflicción que me roba todo sen­
timiento de gozo, puedo exclamar todavía: Señor, me colmáis
de alegría con todo lo que hacéis (1). ¿Existe mayor alegría
que la de sufrir por vuestro amor] Mientras más intenso es
el dolor y menos parece a los ojos de las criaturas, tanto más
os hace sonreír. Y si, por un imposible, lo ignoraseis Vos
mismo, también me consideraría feliz de sufrir, con la espe
ranza de que mis lágrimas pudieran impedir o reparar una
sola falta contra la fe.
Tal vez creerá, venerada Madre mía, que exagero un tan­
to la noche de mi alma. Si juzga por las poesías que he com­
puesto este año, le parecerá que recibo grandes consuelos y
que casi se ha rasgado ante mis ojos el velo de la fe. A pesar
de ello, ya no es un velo, sino un muro que se levanta hasta
los cielos y me oculta el firmamento estrellado.
Si canto la felicidad del cielo, la eterna posesión de Dios,
no es porque sienta goce alguno; canto sencillamente lo que
quiero creer. Confieso que algunas veces ilumina mi alma un
tenue rayo de sol; cesa la prueba un instante, pero al punto,
el recuerdo de este rayo, en vez de consolarme, hace más
densas aún mis tinieblas.
¡Ah, nunca como ahora he sabido apreciar cuán dulce y
misericordioso es el Señor! Me ha enviado esta pesada cruz
en la ocasión en que podía llevarla; creo que de veras me hu­
biera desalentado antes. Ahora sólo me priva de todo senti­
miento de natural satisfacción en mi aspiración a la patria
celestial.

Paréceme, Madre mía, que nada me impide volar ahora,


pues no tengo ya otro gran deseo, fuera del de amar hasta
morir de amor. Soy libre, nada temo, ni aun a lo que más
temía; me refiero al miedo de estar mucho tiempo enferma,
y, por consiguiente, ser una carga para la Comunidad. Si al
(1) Salmo XCI, 4.

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Sor Teresa del Niño Jesús — IX 137
Señor le place, consiento gustosa en pasar mi vida en conti­
nuo padecimiento de cuerpo y de alma, aunque sea por lar­
gos años. ¡Oh! no, no le temo a una larga vida, no rehuyo el
combate: El Señor es la roca en que estoy levantada; él edu­
ca mis manos para el combate y mis dedos para la querrá;
es mi coraza, en él confio (1). Nunca he pedido a Dios morir
joven; verdad es que siempre he creído que así sería, pero
nunca hice nada para lograrlo.
Muchas veces se contenta el Señor sólo con nuestros de­
seos de trabajar para su gloria; ya sabe, Madre mía, mis de­
seos, que han sido siempre muy grandes. Sabe también V. R.
que Jesús me ha ofrecido más de un amargo cáliz relativo a
mis queridas hermanas. ¡Oh! razón tenía el santo rey David
cuando cantaba: ¡Cuán bueno y dulce es a los hermanos el
habitar juntos en perfecta unión (2)/ Mas esta unión no pue­
de llevarse a cabo en la tierra, sino en medio de los sacrifi­
cios. No vine a este bendito Carmen para vivir con mis her­
manas; por lo contrario, presentía que me ocasionaría esto
grandes sufrimientos, desde el momento en que no quiere
una conceder nada a la naturaleza.
¿Cómo puede decirse que es mayor perfección alejarse de
los suyos] i,Se ha reprobado alguna vez a los hermanos al com­
batir en el mismo campo de batalla, el volar a recibir juntos
la palma del martirio] Sin duda se juzga con razón que se
alientan mutuamente, pero cierto es también que el martirio
de cada uno se convierte en el de todos. ¡¡
Lo mismo sucede en la vida religiosa, considerada por los
teólogos como un martirio. Al entregarse el alma a Dios, no
pierde el corazón su ternura; por lo contrario, se desarrolla
y crece, llegando a ser más pura y divina. Con esta ternura
amo a Vuestra Reverencia, ¡oh Madre mía!, lo mismo que a
mis hermanas. Sí, es para mí una felicidad el combatir en fa­
milia por la gloria del Rey de los cielos: pero estoy también
dispuesta a volar a otro campo de batalla; si este fuera el de­
seo del divino General, ni sería menester una orden; basta­
ría una mirada suya, una simple señal.
Desde mi entrada en el Carmen he pensado siempre que
si Jesús no me llevaba muy pronto al cielo, sería mi suerte1

(1) Salmo CXLIII, 1, 2.


(2) Salmo CXXXII, 1.

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138 Una rosa deshojada

la de la palomita de Noé, que abriendo el Señor un día la


ventana del arca, me invitaría a volar muy lejos, en direc­
ción de las playas infieles, llevando el ramo de olivo. Este
pensamiento ha hecho elevarme por encima de todo lo
creado.
Viendo que hasta en el propio Carmen podía sufrir la
amarga pena de nuevas separaciones, quise anticiparme a ha­
bitar en el cielo, por lo que aceptó, no sólo vivir desterrada
en medio de un pueblo desconocido, sino, lo que era para
mí mucho más triste, el destierro de mis hermanas. Dos
de ellas fueron, efectivamente, pedidas por el Carmen de
Saigón, fundado por nuestro convento, y durante algún
tiempo se pensó seriamente en enviarlas allá. ¡Ah, no
hubiera yo abierto mis labios para retenerlas, aunque mi co­
razón se destrozara al pensar en las pruebas que les espera­
ban!...
Ya todo pasó; los superiores pusieron obstáculos insupe­
rables a su partida; de modo que apliqué mis labios a este
cáliz lo suficiente tan sólo para probar su amargura.
Permítame que le diga, Madre mía, el porqué deseo res­
ponder al llamamiento de nuestras Madres de Ha-No'i en
el caso de que la Virgen Santísima quiera curarme. Según
he oído decir, se necesita una vocación especial para vivir en
los Cármenes del extranjero;' muchas almas se creen llama­
das, sin serlo en realidad. V. R me ha dicho, Madre mía, que
yo tenía esa vocación, y que el único obstáculo para reali­
zarla era mi poca salud.
¡Ah, ciertamente que si tuviera que abandonar un día mi
cuna religiosa, no sería sin dolor! No tengo corazón insensi­
ble; por esto cabalmente, porque es capaz de sufrir mucho,
deseo ofrecer a Jesús todos los padecimientos que pueda so­
brellevar. Aquí soy querida de V. R., Madre mía, y de todas
mis Hermanas; este cariño me es muy dulce; por lo mismo,
desearía habitar un monasterio donde fuera desconocida y
tuviera que sufrir el destierro del corazón. No con ánimo de
ser útil al Carmen de Ha-No'i abandonaría yo todo cuanto
quiero, pues bien conozco mi incapacidad; mi único fin sería
cumplir la voluntad de mi Dios y sacrificarme por El a me­
dida de sus deseos.
Estoy convencida de que no sufriría ninguna decepción,
pues cuando una está dispuesta exclusivamente a padecer, la

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Sor Teresa del Niño Jesús.—IX 139
sorprende el menor goce. Sí, llega a ser el sufrimiento la ma­
yor de las alegrías, si se le busca como un tesoro precioso.
Pero estoy enferma, sin esperanzas de curación, y no obstan­
te ello, gozo de paz; hace ya mucho tiempo que no me perte­
nezco, estoy del todo entregada a Jesús... El es muy libre de
hacer de mí cuanto le plazca. Me infundió el deseo de un
destierro completo; preguntóme si consentía beber este cáliz;
acepté al punto, pero retiró su mano, demostrándome que la
sola aceptación le bastaba.
¡Dios mío, de cuántas inquietudes nos libra el voto de obe­
diencia! ¡Qué felices son las simples religiosas! Su única
brújula es la voluntad de los superiores; están siempre segu­
ras de seguir el camino recto, sin temor de equivocarse, aun
cuando les parezca indudable que los superiores se equivo­
can. Pero en cuanto se deja de consultar esta infalible brú­
jula, se extravía el alma por áridos caminos, viéndose al pun­
to privada del agua de la gracia.
V. R., Madre mía, es la brújula que Jesús me ha dado pa­
ra conducirme con seguridad a la ribera eterna. ¡Cuán dulce
es para mí estar pendiente de su voluntad y cumplir así la
de Dios! A la par que permite el Señor que padezca tenta­
ciones contra la fe, aumenta extraordinariamente en mi co­
razón el espíritu de fe, que me hace ver al divino Maestro
vivo en el alma de Y. R., comunicándome por conducto suyo
sus benditas órdenes. Reconozco, Madre mía, que me hace
suave y ligero el yugo de la obediencia; pero a juzgar por
mis sentimientos íntimos, creo que no disminuiría en lo más
mínimo, si le pluguiera tratarme con severidad, porque vería
siempre la voluntad de mi Dios manifestándose de diferente
manera para mayor bien de mi alma.

Entre las innumerables gracias que he recibido este año,


no juzgo la menor de ellas la que se me ha concedido de
comprender en toda su extensión el precepto de la caridad.
Nunca había profundizado estas palabras de Nuestro Señor:
(Amarás a tu prójimo como a ti mismo(1).» Aplicábame so­
bre todo a amar a Dios, y amándole, descubrí el secreto de
(1) Mat., XXII, 39.

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140 Una rosa deshojada

estas otras palabras: No los que dicen ¡Señor! ¡Señor!, en­


trarán en el reino de los cielos, sino aquel que hace la volun­
tad de mi Padre (1).
En la última Cena me dió a conocer Jesús esta voluntad,
cuando promulgó su mandamiento nuevo, al decir a sus
Apóstoles que se amaran entre ellos como El mismo los ha­
bía amado (2)... Me puse a examinar detenidamente de qué
manera había Jesús amado a sus discípulos; y vi que no fue
por sus cualidades naturales, puesto que eran ignorantes y
sus pensamientos enteramente terrenales. No obstante ello,
los llama amigos, hermanos suyos, desea verlos junto a El
en el reino de su Padre; y para abrirles este reino, muere en
una cruz, diciendo que no hay mayor amor que dar su vida
por aquellos a quienes se ama (3).
Meditando estas divinas palabras, vi cuán imperfecto era
mi amor a mis Hermanas, comprendí que no las amaba a la
manera de Jesús. ¡Ah! ahora adivino que la verdadera cari­
dad consiste en soportar todos los defectos del prójimo, en
no extrañar sus debilidades, pero he comprendido especial­
mente que la caridad no debe permanecer encerrada en el
fondo del corazón: pues nadie enciende una antorcha para
ponerla debajo de un celemín... sino que se la pone sobre el
candelero, a fin de que alumbre a todos los que están en la
casa (4). Me parece, Madre mía, que esta antorcha representa
la caridad que debe iluminar y alegrar, no sólo a aquellos
que más quiero, sino a todos los que están en la casa.
Cuando ordenó el Señor a su pueblo, en la antigua Ley,
que amara a su prójimo como a sí mismo, no había venido
aún a la tierra, y sabiendo muy bien hasta qué extremo se
ama la propia personalidad, no quiso exigir más. Pero cuan­
do Jesús da a fius Apóstoles un nuevo mandamiento, su
mandamiento particular (E), no pide tan sólo que amemos al
prójimo como a nosotros mismos, sino como le ama El mis­
mo, como le amará hasta la consumación de los siglos.
¡Oh Jesús mío!, sé que no mandáis nada imposible; cono-

íl) Mat., VII, 21.


(2) Juan, XIII. 84.
(3) Juan, XV, 13.
(4) Luc., XI, 33.
(5) Juan, XV, 12.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—IX 141
céia mejor que yo mi debilidad e imperfección, sabéis que
jamás llegaré a amar a mis Hermanas como Vos las amáis,
sino completáis este amor amándolas Vos dentro de mi.
Sin duda estáis dispuesto a concederme esta gracia para
cumplir este nuevo mandamiento, tan dulce para mí porque
me da la seguridad de que vuestra voluntad es amar dentro
de mi a todos aquellos a quienes me mandáis amar. Cuando
soy caritativa, siento que Jesús obra en mí; cuanto más uni­
da estoy a El, mayor es el amor que tengo a mis Hermanas,
y si quiero fomentar este amor en mi corazón, o intenta el
demonio ponerme ante los ojos les defectos de tal o cual
Hermana, me apresuro a buscar sus virtudes y sus buenos
deseos; pienso que si la vi caer una vez, puede haber ganado,
en cambio, numerosas victorias que oculta por humildad, o
bien que lo que a mí me parece una falta, quizá sea un acto
de virtud, considerando la intención con que la hizo. No me
cuesta creer esto, desde que hice la experiencia por mí
misma.
Cierto día, durante el recreo, compareció la portera en
busca de alguna Hermana para un trabajo particular que se­
ñaló; yo, que con infantil deseo anhelaba ocuparme en tal
quehacer, fui cabalmente la elegida. Empecé entonces a do­
blar nuestra labor con bastante calma, para darle tiempo a
mi vecina a doblar la suya antes que yo, pues sabía que le
ocasionaría una satisfacción dejándole adelantarse a mí. Al
ver mi poca prontitud, exclamó la Hermana que había soli­
citado la ayuda: <¡ Ya me figuraba yo que Vuestra Caridad
no podría añadir esta perla a su corona! Va con demasiada
lentitud.» Y toda la Comunidad creyó que yo había obrado
por impulso tan sólo natural.
No podría ponderar cuánta utilidad saqué de este peque­
ño incidente; me enseñó a tener indulgencia, impidiéndome
vanagloriarme cuando me juzgan favorablemente, pues pien­
so que si los demás creen equivocadamente mis insignifi­
cantes actos de virtud como imperfecciones, lo mismo pue­
den equivocarse creyendo virtud lo que no es más que im­
perfección; por esto repito con San Pablo: Poco me importa
ser juzgada por ningún tribunal humano. No he de juzgar­
me yo misma; el Señor es mi juez (1).
(1) I Cor., IV, 3, 4.

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142 Una rosa deshojada

¡Sí, el Señor es, Jesús es mi único juez! Y para que su


juicio me sea favorable, o por mejor decir, para que no me
juzgue, puesto que El ha dicho: No juzguéis y no seréis juz­
gadosquiero que mis pensamientos sean siempre carita­
tivos.

Volviendo al Santo Evangelio, en él me explica el Señor


claramente en qué consiste su nuevo mandamiento.
Leo en San Mateo: Habéis oído que se dijo; amarás a tu
amigo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a
vuestros enemigos, haced bien a los que os persiguen (1).
Naturalmente que en el Carmen no encuentra una enemi­
gos, pero sí simpatías; se siente una atraída hacia tal o cual
Hermana, mientras que tal vez otra nos obligaría a dar un
gran rodeo para evitar su encuentro. Pues bien, Jesús me
dice que tengo que amar a esa Hermana, que debo rogar por
ella, aunque su modo de proceder me persuada de que no
me ama: Si sólo amáis a los que os aman, ¿qué recompensa
merecéis1 Porque también los pecadores aman a los que les
aman (2). No basta amar, hay que demostrar el amor. Es na­
tural la satisfacción que se experimenta al dar gusto a un
amigo; pero esto no es caridad, pues los pecadores lo hacen
también entre ellos.
Otra lección de Jesús es: Dad a cualquiera que os pida, y
si toman lo que os pertenece, no volváis a pedirlo (3). Dar a
todas las que piden es menos dulce que ofrecer una misma
espontáneamente, por natural movimiento del corazón; tam­
poco cuesta dar cuando nos piden con afabilidad, pero si
desgraciadamente emplean palabras poco delicadas, se rebe­
la en el acto el alma que no está fortalecida en la caridad
perfecta; halla mil razones para rehusar lo que le piden; só­
lo después de haber convencido a la solicitante de su falta
de delicadeza le concede por misericordia lo que desea, o le
hace un pequeño servicio que exige mucho menos tiempo1

(1) Mat., V, 43, 44.


(2) Luc., VI, 32.
(3) Luc., VI, 30.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—IX 143
que el empleado en hacer resaltar obstáculos y derechos
imaginarios.
Si costoso es dar a cualquiera que nos pida, más difícil es
dejar que nos quiten lo que nos pertenece, sin volver a pedir­
lo. ¡Oh Madre mía!, digo que es difícil, y debiera más bien
decir que parece difícil; pues el yugo del Señor es suave y
ligero (1); así que lo aceptamos, experimentamos al punto su
dulzura.
Decía, pues, que Jesús desea de mí que no reclame lo que
me pertenece; esto debiera padecerme muy natural, puesto
que en realidad nada me pertenece propiamente; debo ale­
grarme cuando la pobreza, de que hice voto solemne, me de­
ja sentir su desnudez. Antes me figuraba no tener apego a
nada; pero desde que las palabras de Jesús brillaron en mi
mente llenas de luz, me veo muy imperfecta. Por ejemplo, si
al instalarme para pintar, encuentro los pinceles en desor­
den, si echo de menos una regla o un cortaplumas, estoy
próxima a perder la paciencia y tengo que agarrarme a ella
con toda mi fuerza para no reclamar malhumorada los obje­
tos que me faltan.
Indudablemente, puedo pedir estos objetos indispensa­
bles, y si lo hago con humildad, en nada falto al manda­
miento de Jesús; antes bien, obro como los pobres que tien­
den la mano para recibir lo que necesitan ; pero si los despi­
den sin dárselo, no se admiran, pues nadie les debe nada.
¡Ah, qué paz tan profunda inunda el alma, cuando se eleva
sobre los sentimientos de la naturaleza! No, no hay alegría
comparable a la que experimenta el verdadero pobre de es­
píritu. Si pide con desprendimiento un objeto necesario, y
no sólo se lo rehúsan, sino que además intentan arrebatarle
lo que tiene, sigue aquel consejo de Nuestro Señor: Al que
quiera litigar contigo y quitarte la túnica, déjale también
la capa (2).
Ceder la capa es, a mi parecer, renunciar a nuestros últi­
mos derechos, considerarse como servidora y esclava de los
demás. Ya despojadas del abrigo, es más fácil andar y co­
rrer: así es que Jesús añade: Y cualquiera que os obligue a1

(1) Mat., XI, 30.


(2) Mat., V, 40.

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144 Una rosa deshojada

andar mil pasos, andad dos mil más en su compañía (1). No,
no me basta dar a todo el que me pida; he de aplicarme a
adivinar sus deseos, he de mostrarme agradecida y conside­
rarme muy honrada de poder hacerle algún servicio; y si se
me llevan algún objeto de mi uso, me alegraré de que me
hayan desembarazado de él.
Con todo, no siempre puedo practicar al pie de la letra las
palabras del Evangelio; hay ocasiones en que me veo obliga
da a rehusar alguna cosa a mis Hermanas. Pero la caridad
se muestra siempre en todas las cosas, cuando está profun­
damente arraigada en el corazón; hay un modo tan amable
de rehusar lo que nos es imposible dar, que la negativa cau­
sa tanto placer como el mismo don. Verdad es que se tiene
menos reparo en pedir constantemente favores a las perso­
nas que se muestran siempre dispuestas a servir; sin embar­
go de ello, a pretexto de no poder complacerlas siempre, no
debo huir de las Hermanas que piden favores fácilmente,
puesto que el divino Maestro ha dicho: No tuerzas el rostro
al que quiere que le prestes (2).
Tampoco he de mostrarme complaciente con el fin de pa-
recerlo o con la esperanza de que la Hermana a quien sirvo
me devuelva el favor cuando se presente la ocasión, pues di­
ce Nuestro Señor; Si prestáis a sólo aquellos de quienes es­
peráis recibir, ¿qué mérito tendréis? Porque también los pe­
cadores prestan a otros pecadores para recibir otro tanto.
Amad, pues, a vuestros enemigos, haced bien y prestad sin
esperar nada por ello; así será grande vuestra recom­
pensa (3).
¡ Y es tan grande la recompensa, aun la que se recibe en la
tierra!... En este camino, sólo el primer paso cuesta. Pres­
tar sin esperanza de reintegro, parece duro; preferible sería
dar, pues una cosa dada ya no nos pertenece. Si con aire de
convicción vienen a decirnos: (Hermana, necesito su ayuda
durante algunas horas, pero no pase cuidado alguno; me ha
dado permiso nuestra Madre, y devolveré a Vuestra Caridad
el tiempo que me preste,» entonces, si una está convencida
de que no nos devolverán ese tiempo que prestamos, quisié-1

(1) Mat., V, 41.


(2) Ibid., V, 42.
(3) Luc., VI, 34, 35.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—IX 145
ramos decirle: <¡Se lo regalo a Vuestra Caridad; no tiene que
devolvérmelo!» Así satisfaríamos nuestro amor propio, pues
es un acto más generoso dar que prestar; además, daríamos
a entender a la Hermana que no tomamos en cuenta sus
servicios.
¡Ah, qué contrarias a la naturaleza son las enseñanzas di­
vinas! Sin el auxilio de la gracia, nos sería imposible, no só­
lo ponerlas en práctica, sino también comprenderlas.

Amada Madre mía, veo que me he explicado peor que


nunca. No sé qué interés encontrará V. R en leer todos es­
tos confusos pensamientos. Pero, en fin, no escribo con idea
de hacer una obra literaria; si esta especie de discurso sobre
la caridad le fastidia, a lo menos le demostrará la buena vo­
luntad de su hija.
Pero ¡ay! confieso que estoy muy lejos de practicar lo que
tan bien entiendo; a pesar de ello, el solo deseo que tengo de
practicarlo me llena de paz. Si acaso cometo alguna falta
contra la caridad, me levanto al punto; hace ya algunos me­
ses que ni siquiera tengo que combatir, por lo que puedo de­
cir con nuestro Padre San Juan de la Cruz: Mi morada está
enteramente pacificada. Esta íntima paz la atribuyo a cierto
combate del cual salí victoriosa. Desde este triunfo, acude
siempre en mi socorro la milicia celestial, impidiendo que
los dardos enemigos lleguen a herirme después de haber lu­
chado con energía en la ocasión que voy a describir.
Una santa religiosa de la Comunidad tenía antes el don
de desagradarme en todo; mezclábase en esto el demonio,
pues no cabe duda de que él era el que me hacía ver en ella
tantas cosas desagradables. Luchando, pues, para no ceder
a la antipatía natural que me inspiraba, pensé que la cari­
dad no se practica tan sólo en los sentimientos, sino que ha
de conocerse también en las obras, por lo cual apliquéme a
hacer por esta Hermana lo que hubiera hecho por la persona
más querida. Cada vez que la encontraba, rogaba a Dios por
ella ofreciéndole todas sus virtudes y méritos. Conocía que
esto agradaba mucho a mi Jesús, pues no hay artista a quien
no le guste recibir alabanzas por sus obras, y el divino Ar­
tista de las almas se complace en que uno no se detenga en
12

Biblioteca Nacional de España


146 Una rosa deshojada

lo exterior, sino que, penetrando en el santuario íntimo que


ha elegido por morada, admiremos su belleza.
Nome contentaba con rezar mucho por la que me ofrecía
tantas ocasiones de combatir, sino que procuraba además ha­
cerle cuantos favores podía; y si me asaltaba la tentación de
reprenderle de modo desagradable, me daba prisa en dirigir­
le una cariñosa sonrisa, intentando desviar la conversación;
pues dice el Kempis que vale más dejar a cada uno en su
idea, que detenerse a discutir (t).
Muchas veces, cuando la tentación era demasiado violenta
y me podía esquivar sin que ella advirtiera mi lucha inte­
rior, huía como un soldado desertor... En esto, me dijo un
día con aire de gozo: (Hermana Teresa del Niño Jesús, iquie­
re decirme qué atractivo halla en mil No la encuentro una
sola vez sin que me dirija su más graciosa sonrisa.» ¡Ah! lo
que me atraía era Jesús oculto en el fondo de su alma, J esús,
que dulcifica lo más amargo.

Le hablaba hace un instante, Madre mía, del último re­


curso que empleo para evitar un desastre en los combates de
la vida; este recurso es la fuga; medio poco honroso por
cierto, pero de magníficos resultados, según tuve ocasión de
experimentar muchas veces durante mi noviciado. Le citaré
el caso más notable que me sucedió en aquella época y qui­
zás le haga sonreír.
Hacía algunos días que guardaba cama V. R con una
bronquitis que nos inspiraba cierta inquietud. Una mañana
fui muy despacito a entregar en su enfermería las llaves de
la reja de la Comunión, porque yo estaba entonces de sa­
cristana. En el fondo me alegraba en el alma de tener esta
ocasión de ver a V. R, pero me guardé muy bien de mani­
festarlo. Iba ya entrar, cuando una de sus hijas, animada de
santo celo, creyó que la podría despertar y quiso tomarme
las llaves discretamente. Le dije entonces con toda la ama­
bilidad posible que tenía el mismo interés que ella en no ha­
cer ruido, y añadí que era mi derecho el devolver las llaves.
Hoy veo que hubiera sido más perfecto ceder sin ninguna
(1) Imit., Ill, XLIV, 1.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—IX 147
réplica, pero como no lo entendí así entonces, quise entrar
en pos de ella a pesar de su oposición.
No tardó en suceder lo que temíamos; el ruido que hici­
mos despertó a V. R., y toda la culpa recayó sobre mí. La
Hermana, a quien había resistido, empezó inmediatamente
un largo discurso cuyo fondo era éste: <E1 ruido lo ha hecho
la Hermana Teresa del Niño Jesús.» Ardía yo en deseos de
disculparme, pero felizmente me ocurrió una idea luminosa;
pensé que si empezaba a justificarme, perdería la paz de mi
alma, y que siendo tan débil, por otra parte, mi virtud, no
podría dejar de defenderme si me acusaban, por lo cual de­
bía elegir la huida como última tabla de salvación. Dicho y
hecho; huí... pero mi corazón latía con tal violencia, que no
pudiendo alejarme mucho, me senté en la escalera para gozar
en paz el fruto de mi victoria. Extraña valentía es esta, pero
creo que vale más no exponerse al combate cuando la derro­
ta es segura.
¡Qué pena cada vez que recuerdo el tiempo de mi novicia­
do y considero lo imperfecta que era! Muchas cosas de en­
tonces me causan risa hoy. ¡Qué bueno es el Señor por ha­
ber levantado mi alma y concedídole alas para volar! Ja­
más las redes de los cazadores podrán ya asustarme; pues
en vano se echa la red ante los ojos de aquellos que tienen
alas (1).
Podrá ser que más tarde el tiempo actual me parezca tam­
bién sembrado de innumerables miserias, pero ya nada me
sorprende; no me aflijo al ver que soy la flaqueza misma;
por lo contrario, en ella me glorifico y me resigno a descubrir
en mí diariamente nuevas imperfecciones. Confieso que estas
luces que recibo acerca de mi propia fiada, me son más pro­
vechosas que si se refirieran a la fe.
Acordándome de que la caridad cubre la multitud de los
pecados (2), bebo en esta fecunda fuente abierta por el Señor
en su Sagrada Escritura. Ahondo en las profundidades de
sus adorables palabras y exclamo con David: Corrí por el
camino de vuestros mandamientos, desde que dilatasteis mi
corazón (3). Sólo la caridad puede dilatar mi corazón... ¡Oh1

(1) Prov., I, 17.


(2) Ibid., X, 12.
(3) Salmo CXVIII, 32.

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148 Una rosa deshojada

Jesús mío, desde que esta dulce llama le consume, corro con
delicia por el camino de vuestro nuevo mandamiento; por él
quiero correr hasta el venturoso día en que, uniéndome al
cortejo virginal, os siga por los espacios infinitos cantando
vuestro Cántico nuevo, que debe ser el del Amor.

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CAPITULO X
Nuevas luces sobre la caridad.—El pinceli-

LLO: SU MANERA DE PINTAR EN LAS ALMAS.—


Oración atendida.—Las migajas caídas de

LA MESA DE L06 NIÑOS. - El BUEN


Samaritano.— Diez minutos más
PRECIOSOS QUE MIL AÑOS DE ALE­
GRÍAS EN LA TIERRA.
carísima: Dios me ha concedido
la gracia de penetrar las misteriosas
profundidades de la caridad. Si pudiera
expresar lo que comprendo, oiría V. E.
una melodía celestial. Más ¡ay! que no
sé sino balbucear copeo niño, pues en
verdad que si las pala­
bras de Jesús no me sir-

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150 Una rosa deshojada

vieran de apoyo, estaría tentada de pedirle licencia para ca­


llarme.
Al decirme el Divino Maestro que diera sin mirar a quién,
y que me dejara quitar lo que me pertenece sin reclamarlo,
considero que no habló tan sólo de los bienes de la tierra,
sino que se refería también a los del cielo. Ni unos ni otros
son míos; por el voto de pobreza, renuncié a los primeros,
y los segundos, igualmente que éstos, me han sido prestados
por Dios, que puede quitármelos sin que me sea lícito que­
jarme.
Mas los pensamientos profundos y personales, los deste­
llos de la inteligencia, las centellas ardientes del corazón,
forman una como riqueza, a la que uno se apega como a su
propio bien, que nadie tiene derecho de tocar. Por ejemplo:
Si comunico alguna luz de mi oración a una de mis Herma­
nas y ella la manifiesta al punto como proveniente de sí
misma, parece que se apropia mi bien; si durante el recreo
una dice en voz baja a su compañera tal o cual palabra agu­
da u oportuna, y ella, sin dar a conocer el origen, la repite
en público, parece esto algo así como un robo a la propie­
taria, la cual, aunque no proteste, tiene vivos deseos de ha­
cerlo, por lo que aprovechará la primera ocasión para dar a
entender discretamente que se han apoderado de sus pensa­
mientos.
No podría explicarle tan bien estos ruines sentimientos,
Madre mía, si no tuviera experiencia de ellos; y me dejaría
mecer por la dulce ilusión de que sólo mi flaqueza los ha ex­
perimentado, si V. R misma no me hubiera ordenado oir
las tentaciones de las novicias. Mucho he aprendido desempe­
ñando este cargo; sobre todo me he visto obligada a practi­
car lo que enseñaba.
Sí; ahora puedo decir que he recibido la gracia de no es­
tar más apegada a los bienes espirituales y del corazón que
a los de la tierra. Si me acontece pensar o decir alguna cosa
que agrade a mis Hermanas, juzgo muy natural que lo to­
men para sí como cosa propia; este pensamiento pertenece
al Espíritu Santo, no a mí, puesto que San Pablo asegura
que sin este Espíritu de amor, no podemos dar a Dios el
nombre de Padre (1). Puede, pues, este Espíritu divino valer­
(1) Rom., VIII, 15.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—X 151
se de mi pequenez para dar buenas inspiraciones a un alma;
de ninguna manera he de creer que este pensamiento es de
mi propiedad exclusiva.
Por otra parte, aunque no desprecio los hermosos pensa­
mientos que unen con Dios, tengo bien entendido, hace
tiempo, que no es prudente apoyarse demasiado en ellos.
Las más sublimes inspiraciones no son nada sino van acom­
pañadas de las obras. Es verdad que otras almas pueden
aprovecharse de ello, si demuestran al Señor humilde agra­
decimiento, porque les permite compartir el festín de uno de
sus privilegiados; pero si éste se complace en su riqueza y
hace la oración del fariseo, es semejante a una persona que
se muere de hambre ante una mesa espléndidamente servi­
da, mientras que todos sus convidados se alimentan abun­
dantemente, y miran quizás con envidia al poseedor de tan­
tos tesoros.
¡Ah, sólo Dios conoce verdaderamente el fondo de los co­
razones! ¡Qué limitados son los pensamientos de las criatu­
ras! Si encuentran un alma de mayores luces que ellas, de­
ducen en consecuencia que el Divino Maestro no las ama
tanto como a ésta. jDesde cuándo acaso no tiene ya derecho
el Señor a servirse de una de sus criaturas para repartir a
las almas el alimento que necesitan! En tiempo de Faraón
lo tenía ya, pues dice el Señor a este monarca en la Sagrada
Escritura: Yo te levanté expresamente para hacer resplande­
cer en ti mi poder, a fin de que mi nombre sea conocido y
anunciado por toda la tierra (1). Muchos siglos han pasado
desde que el Altísimo pronunció estas palabras, y su conduc­
ta no ha cambiado; sigue siempre escogiéndose instrumentos
entre los pueblos para operar en las almas.

Si el lienzo pintado por un artista pudiese pensar y ha­


blar, ciertamente que no se quejaría de ser tocado y retoca­
do sin cesar por el pincel; no envidiaría tampoco la suerte
de este instrumento, pues sabría que no es al pincel sino al
artista que lo maneja a quien debe la belleza de que está
revestido. Tampoco se glorificaría el pincel de la obra maes­
(1) Exod., IX, 14.

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152 Una rosa deshojada

tra ejecutada por su mediación; pues no ignoraría que, pa­


ra los artistas no hay dificultades invencibles y que se sir­
ven a veces por gusto de los instrumentos más débiles y de­
fectuosos.
Mi venerada Madre, yo soy un pincelillo que se ha elegido
Jesús para pintar su imagen en las almas que me ha confia­
do V. R. Un artista tiene varios pinceles, dos por lo menos;
con el primero, que es el más útil, da los tonos generales, y
en muy poco tiempo cubre enteramente el lienzo; el más pe­
queño sirve para los detalles. V. R, Madre mía, representa
el precioso pincel que maneja Jesús con amor cuando quie­
re ejecutar alguna gran obra en el alma de sus hijas; yo soy
el pequeñito, el que se digna emplear después para los míni­
mos detalles.
El Divino Maestro se sirvió por primera vez de su pince­
lillo hacia el 8 de Diciembre de 1892; recordaré siempre aque­
lla época como tiempo de gracias.
Al entrar en el Carmen encontré en el noviciado una com­
pañera que tenía ocho años más que yo; a pesar de la dife­
rencia de edad, se entabló entre nosotras una verdadera in­
timidad. Con objeto de fomentar esta amistad que parecía
propicia para producir frutos de virtud, nos concedían algu­
nos tatitos de conversación espiritual. Cautivábame mi que­
rida compañera por su inocencia y su carácter franco y ex­
pansivo; pero me sorprendía ver que amaba a Vuestra Re­
verencia de muy distinto modo que yo; observaba también
algunas otras cosas en su conducta, las cuales me parecían
censurables. Mas Dios me dió a entender por entonces que
hay almas a las que su misericordia aguarda con paciente
espera, y a las que va dando su luz por grados; por tanto, me
guardé muy bien de pretender anticiparme a su hora.
Reflexionando un día sobre el permiso que se nos había
concedido de platicar juntas, según dicen nuestras santas
Constituciones, <para inflamarnos mutuamente más y más
con el amor de nuestro divino Esposo, pensé con tristeza que
nuestras conversaciones no alcanzaban el fin deseado, y que
mi deber era decidirme a hablar con este objeto o cesar aque­
llas pláticas que se asemejaban a las de las amigas del
mundo. Supliqué a Nuestro Señor que pusiera en mis labios
fialabras convincentes, o mejor, que hablara El mismo en mi
ugar. Escuchó mi ruego, pues los que vuelven sus miradas

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Sor Teresa del Niño Jesús.—X 153
hacia El serán iluminados (1), y la luz brilla en las tinie­
blas para todos los que tienen el corazón recto (2). La primera
cita me la aplico a mí misma, y la segunda a mi compañera,
que verdaderamente tenía el corazón recto.
Desde el primer momento de nuestra entrevista del día
siguiente, advirtiendo mi pobre Hermanita que yo no era la
misma, llena de turbación se sentó a mi lado; estrechándola
entonces contra mi corazón, le dije con ternura todo lo que
pensaba de ella. Le mostré en qué consiste el verdadero
amor, dándole a entender que el amar a su Superior» con
cariño puramente natural era amarse a sí misma, y le confié
los sacrificios que me había visto precisada a hacer sobre es­
te particular al principio de mi vida religiosa. Pronto sus
lágrimas se mezclaron con las mías, reconoció humildemen­
te sus yerros, dándome toda la razón, y me prometió comen­
zar una vida nueva, pidiéndome por favor que le advirtiera
siempre sus faltas.
Desde aquel instante, nuestra amistad fué enteramente
espiritual, realizándose en nosotras el oráculo del Espíritu
Santo: El hermano a quien otro hermano ayuda, es como una
ciudad fortificada (3).
Bien sabe, Madre mía, que mi intención no era apartar de
V. R. a mi compañera; sólo quería darle a entender que el
verdadero amor se alimenta de sacrificios, y que cuanto más
priva el alma de toda satisfacción natural, tanto más fuerte
y desinteresada llega a ser su ternura.

Recuerdo que siendo postulante, sentía a veces tan vio­


lentas tentaciones de satisfacerme y endulzar mi corazón
con algunas gotas de alegría, que tenía que pasar a toda pri­
sa delante de la celda de V. R. y agarrarme al barandal de
la escalera, para no volverme atrás. Acudían a mi pensa­
miento infinidad de permisos que pedirle y mil pretextos
para justificar y satisfacer mi natural propensión. ¡Cuánto
me alegro de haberme vencido desde el comienzo de mi vi-1
(1) Salmo XXXIII, 6.
(2) lbid.,CIX, 4.
(3) Frov., XVIII, 19.

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154 Una rosa deshojada

da religiosa! Disfruto ya de la recompensa prometida a los


que combaten valerosamente, y no siento que me sea nece­
sario negarme los consuelos del corazón, pues mi corazón es­
tá afianzado en Dios... Al contacto de su único amor, ha ido
agrandándose poco a poco, hasta el punto de poner en las
personas que les son queridas una ternura incomparable­
mente más profunda que si se hubiese concentrado en afecto
egoísta e infructuoso.

Le hablé ya del primer trabajo que ejecutó el pincelillo


manejado por Jesús y por V. R, amada Madre mía; pero es­
to fue solamente como un esbozo del cuadro de mano maes­
tra que le encomendó después V. R.
Al penetrar en el santuario de las almas, me di cuenta
desde la primera ojeada de que la tarea era muy superior a
mis fuerzas; me eché al punto en los brazos de Dios, como
los niños pequeñuelos esconden, bajo la impresión de algún
temor, su rubia cabecita en el pecho de su madre, y le dije:
«¡Señor! Vos sabéis que soy demasiado pequeña para ali­
mentar a vuestras hijas; si queréis darles por mi mediación
lo que necesitan, llenad mi mano, y sin soltar vuestro brazo,
sin volver siquiera la cabeza, distribuiré vuestros tesoros al
alma que venga a pedirme alimento. Si lo encuentra a su
gusto, sabré que no me lo debe a mí, sino a Vos, Señor; y
si, por lo contrario, se queja y encuentra amargo lo que le
ofrezco, no se alterará por esto la paz de mi alma, antes bien,
procuraré persuadirla de que este alimento le viene de Vos,
y no intentaré siquiera buscarle otro.»
Al comprender que me era imposible hacer cosa alguna
por mí misma, me pareció simplificada mi tarea. Sólo me es­
forzaba interiormente en unirme cada vez más a Dios, sa­
biendo que el resto se me daría por añadidura. Y así ha si­
do, en efecto; siempre que he tenido que alimentar el alma
de mis Hermanas, he encontrado en mi mano el manjar ne­
cesario. Confieso, Madre mía, que a no haber obrado de esta
manera, si hubiera confiado en mis propias fuerzas, sin tar­
danza hubiera rendido las armas.
Considerado de lejos, parece muy fácil hacer bien a las al­
mas, hacer que adelanten y crezcan en el amor de Dios, mo­

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Sor Terosa, del Niño Jesús.—X 155
delarlas según sus miras y pensamientos. Pero de cerca, por
lo contrario, se advierte que hacer algún bien, es cosa tan
imposible sin la ayuda divina, como pretender que durante
la noche vuelva a brillar el sol en nuestro hemisferio. Ad­
viértase que es de absoluta precisión olvidar nuestros gustos,
nuestras ideas personales, y guiar las almas, no según nues­
tras miras, no por el camino que seguimos nosotros, sino por
el camino particular que les indique Jesús. Mas no es esta la
mayor dificultad; hay otra para mí mucho más costosa, y es
observar las faltas, hasta las más ligeras imperfecciones, y
declararles guerra a muerte.
Iba a decir: desgraciadamente para mí; pero no, que sería
cobardía. Digo, pues: felizmente para mis Hermanas, desde
que me recibió Jesús en sus brazos, soy como el vigía que
desde la más alta torre de una fortaleza observa al enemigo.
Nada se oculta a mis miradas, a menudo me sorprende la
claridad con que lo veo todo, y juzgo muy excusable la ac­
ción del profeta Jonás escondiéndose a la faz del Señor para
no anunciar a los ninivitas la ruina de su ciudad. Preferiría
recibir mil reproches que dirigir uno solo; pero me parece
muy provechoso que esta tarea sea para mí motivo de sufri­
miento, pues cuando se obra por impulso natural, no es po­
sible que el alma defectuosa advierta sus yerros, antes bien
piensa que la monja encargada de dirigirla está descontenta,
y hace recaer su enojo sobre ella, a pesar de las buenas in­
tenciones que la animan, Madre mía, en esto, como en todo
lo demás, necesariamente he de abrazar la abnegación y el
sacrificio; así es que, por ejemplo, estoy convencida de que
una carta no producirá fruto alguno mientras no la escriba
con cierta repugnancia y por pura obediencia. Cuando hablo
con una novicia, procuro mortificarme, evitando dirigirle
preguntas que satisfarían mi curiosidad. Si después de ha­
ber comenzado a referirme algo interesante, pasa después a
otro asunto que me fastidia sin concluir lo primero, me abs­
tengo de advertirle esta interrupción, pues paréceme que no
es posible hacer ningún bien buscándose una a sí misma.
Sé, Madre mía, que sus ovejitas me tienen por severa...
Si leyeran estas líneas, dirían que no parece sino que a mí
me cuesta muy poco correr tras ellas, mostrarles su hermoso
vellón manchado, o devolverles a veces algunos mechones de
lana que dejaron enredados en los abrojos del camino. Dirán

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156 Una rosa deshojada

lo que quieran estos corderitos, pero en el fondo saben que


las quiero con entrañable amor. No, no hay peligro de que
imite al mercenario que, viendo venir al lobo, deja el rebaño
y huye (1). Estoy dispuesta a dar mi vida por ellas, y es tan
puro mi cariño, que ni siquiera deseo que lo conozcan. Nun­
ca jamás, con la gracia de Dios, he intentado atraerme sus co­
razones, sino que he comprendido ser mi obligación enca­
minarlas a Dios ya V. R, Madre mía, que es aquí abajo el
Dios a quien deben amar y respetar.

Dije anteriormente que, instruyendo a las otras, había


aprendido mucho. Primeramente he visto que todas las al­
mas sostienen poco más o menos los mismos combates, que,
con todo, hay entre ellas diferencia suma, que obliga a no
atraerlas de la misma manera. Veo que con algunas convie­
ne que me haga pequeña y no tema humillarme declarando
mis luchas y derrotas; entonces confiesan fácilmente las fal­
tas que se reprochan a sí mismas, y se alegran de ver que las
comprendo por experiencia. En cambio, para obtener buenos
resultados con otras, he de emplear gran firmeza y no desde­
cirme jamás de una cosa ya dicha: humillarse sería entonces
debilidad.
El Señor me ha concedido la gracia de que no me arredre
la guerra; por encima de todo y a toda costa, he de cumplir
siempre mi deber. Más de una vez me han hecho esta obser­
vación: «Si quiere obtener algo de mí, no me obligue por
fuerza sino por la dulzura; de lo contrario, no alcanzará nun­
ca nada.» Pero sé que nadie es buen juez en causa propia, y
que si el cirujano hace una operación dolorosa a un niño, no
cesará éste de gritar diciendo que es peor el remedio que la
enfermedad; pero esto no es obstáculo para que, al verse
después curado, quede muy contento de poder jugar y co­
rrer. Lo mismo sucede con las almas: no tardan en recono­
cer que un poco de amargura es preferible al azúcar, y no
temen confesarlo.
Es verdaderamente maravilloso comprobar el cambio que
se opera en ellas de un día para otro.
(1) Juan, X, 12.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—X 157
Más de una vez han venido a decirme: «Tenía razón ayer
en tratarme con severidad; al principio me sublevé en mi
interior, pero reflexionando después, vi que estaba V. G. en
lo justo. Al salir de su celda, pensé que había concluido con
V. G., y me dije a mí misma: Voy a decirle a nuestra Madre
que no volveré a ver más a la Hermana Teresa del Niño Je­
sús; pero comprendí que el demonio era quien me inspiraba
esta idea. Parecióme luego que rogaba por mí: entonces me
tranquilicé, y empezó la luz a brillar en mi espíritu; ahora
vengo para que V. G. lo ilumine del todo.»
Y yo, contentísima de poder seguir el impulso natural de
mi corazón, ofrezco al punto manjares menos amargos... Sí,
mas... advierto que es menester no adelantarse demasiado...
Una palabrita podría destruir el hermoso edificio construido
con lágrimas. Si tengo la desgracia de decir la menor cosa
que parezca atenuar las verdades de la víspera, intenta mi
Hermanita agarrarse otra vez a las ramas... En este caso re­
curro a la oración, vuelvo los ojos de mi alma a la Virgen
María, y Jesús sale siempre triunfante. ¡Ah! la oración y el
sacrificio constituyen toda mi fuerza, son mis armas invenci­
bles; conmueven los corazones mucho más que las palabras,
lo sé por experiencia.
Durante la Guaresma de hace dos años, me salió al en­
cuentro una novicia radiante de alegría, y me dijo: «¡Si su­
piera V. C. lo que he soñado esta noche! Hallábame con mi
hermana, que es muy mundana, y quería desprenderla de las
vanidades del mundo; para lograrlo, le explicaba estas pa­
labras del cántico de V. G. Vida de amor:

¡Qué pérdida fecunda es, Jesús, el amarte!


Mis aromas son tuyos para siempre jamás...

»Transportada de gozo, vi que mis palabras penetraban


hasta el fondo de su alma. Ya despierta, he pensado ser tal
vez voluntad de Dios que le conquiste esta alma. ¿Le parece
a V. C. que le escriba refiriéndole mi sueño para Pascua, y
diciéndole que Jesús la quiere por esposa suya?»
Respondíle sencillamente que podía pedir permiso para
ello.
Como la Cuaresma no tocaba aún a su término, sorpren­
dió a V. R. esta petición tan prematura; por lo cual, visible­

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158 Una rosa deshojada

mente inspirada por Dios, respondióle que las Carmelitas


deben salvar las almas más con la oración que con cartas. Al
saber esta decisión, dije a mi querida Hermanita: «Ponga­
mos manos a la obra y reguemos mucho. ¡Qué alegría si
nuestra oración fuera atendida al terminar la Cuaresma!»
¡Oh infinita misericordia del Señor! Al finalizar la Cuares­
ma, un alma más se consagraba a Jesús. Fué esto un verda­
dero milagro de la gracia, obtenido por el fervor de una hu­
milde novicia.
¡Cuán grande es, pues, el poder de la oración! Diríase que
es una reina que tiene siempre libre entrada en el palacio
del rey, pudiendo obtener todo cuanto pide. Para que la ora­
ción sea eficaz, no es preciso leer en un libro alguna hermosa
fórmula compuesta para circunstancias determinadas; si así
fuera, ¡cuán digna de lástima sería yo!
Fuera del Oficio divino, que, aunque indigna, tengo la di­
cha de rezar cada día, no me siento con valor alguno para
sujetarme a buscar las oraciones en los libros; esto me da do­
lor de cabeza. ¡Son tantas!... Además, ¡son tan hermosas
unas y otras! No pudiendo, pues, rezarlas todas, ni sabien­
do cuáles elegir, hago como los niños que no saben leer:
digo sencillamente a Dios lo que deseo, y me comprende
siempre.
Para mí es la oración un impulso del corazón, una simple
mirada dirigida al cielo; es un grito de agradecimiento y de
amor que elevamos al cielo, lo mismo en medio de la tribu­
lación que en el seno de la alegría. En fin, es algo elevado y
sobrenatural, que dilata el alma y la une a Dios. Algunas ve­
ces, cuando se halla sumido mi espíritu en tan grande se­
quedad que es incapaz de producir un solo pensamiento bue­
no, rezo muy despacio un Padrenuestro o un Avemaria; es­
tas son las únicas oraciones que me cautivan, que alimentan
divinamente mi alma, y le bastan.

Pero ¿en qué punto de mi relación estaba? Heme otra vez


perdida en un dédalo de reflexiones. Perdone, Madre, mi po­
ca precisión. Convengo en que esta historia es una madeja
muy enredada. Pero desgraciadamente no sé hacerlo mejor;
escribo tal como me vienen los pensamientos; echo al azar el

Biblioteca Nacional de España


Sor Teresa del Niño Jesús.—X 159
anzuelo en el arroyuelo de mi corazón, y ofrezco al punto mis
pescaditos tal como se dejan coger.
Hablaba, pues, de las novicias, las cuales me dicen muchas
veces: «Pero V. C. siempre tiene una respuesta para todo;
creía apurarla esta vez... ¿Dónde aprende lo que nos enseña?»
Las hay bastante cándidas para creer que leo en sus almas,
porque me ha ocurrido prevenirlas, revelándoles-sin reve­
lación—lo que pensaban.
La más antigua del noviciado se había propuesto ocultar­
me una pena muy grande que la afligía. Acababa de pasar
una noche de angustias, procurando no derramar ni una lá­
grima, por temor de que sus ojos enrojecidos le hicieran trai­
ción. Habiéndoseme acercado a mí con semblante sereno,
hablándome con gran naturalidad y con más amabilidad, si
cabe, que de ordinario, le dije sencillamente: «V. C. tiene al­
guna congoja, estoy segura de ello.» Me miró entonces con
indecible extrañeza... Fuá tan grande su estupefacción, que
me contagió a mí también y me comunicó no sé qué im­
presión sobrenatural. Sentía a Dios allí mismo, cerca de nos­
otras... Involuntariamente, pues no tengo el don de leer en
las almas, había pronunciado una palabra de veras ins
pirada, que me permitió consolar completamente aquella
alma.
Ahora le confiaré, Madre mía carísima, el mayor provecho
espiritual que he reportado de mi trato con las novicias. Ya
sabe V. E. que les está permitido decirlo todo y que convie­
ne que digan todo lo que piensan, lo mismo el bien que el
mal, sin restricción alguna. Esto les es tanto más fácil con­
migo cuanto no me deben el respeto que se tributa a una Ma­
dre Maestra.
No puedo decir que Jesús me conduzca exteriormente por
el camino de las humillaciones; no, se contenta con humillar­
me en lo íntimo de mi alma. Delante de las criaturas, todo
me sale bien; sigo el peligroso camino de los honores, si así
puede una expresarse en religión, y con respecto a esto,
comprendo la conducta de Dios y de los superiores. Porque
si apareciera a los ojos de la Comunidad como religiosa inca­
paz, sin inteligencia ni juicio, no podría V. R. hacerse ayu­
dar por mí, Madre mía. He aquí la razón por qué el Divino
Maestro ha echado un velo sobre todos mis defectos interio­
res y exteriores.

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160 Una rosa deshojada

Este velo hace que reciba algunos cumplidos de las novi­


cias, cumplidos sinceros, sin ninguna clase de lisonja, pues
sé que piensan lo que dicen; pero esto no me inspira vanidad
alguna, pues a todas las horas tengo presente el recuerdo de
mis miserias. A pesar de ello, me vienen algunas veces gran­
des deseos de oir algo más que alabanzas; mi alma se cansa
de manjares demasiado azucarados, y entonces Jesús hace
que le sirvan una ensaladita bien avinagrada y cargada de
especias; nada le falta, excepto el aceite, lo que le da un sa­
bor especial.
Esta ensalada me la presentan las novicias cuando menos
la espero. Al levantar Dios el velo que les oculta mis imper­
fecciones, viéndome mis queridas Hermanitas bajo mi ver­
dadero aspecto, no me encuentran tan a su gusto. Con sen
cillez que me enamora, refiérenme los combates que suscito
en ellas, aquello que les desagrada en mi; y como saben que
me dan gran gusto con esto, hablan sin empacho, como si se
tratara de otra persona.
¡Ah! en verdad que es esto más que un gusto, es un fes­
tín delicioso, que colma mi alma de alegría. Me sería impo­
sible creer que una cosa tan contraria a la naturaleza puede
ocasionar semejante felicidad, si yo misma no la hubiera ex­
perimentado.
Cierto día que deseaba ardientemente ser humillada, ocu­
rrid que una joven postulante se encargó de satisfacerme por
modo tan completo, que me acudió a la memoria el pensa­
miento de Semeí maldiciendo a David, por lo cual repetía
interiormente con el santo Rey: Sí, el Señor es quien le ha
ordenado que me diga todas estas cosas (1). Así cuida Dios de
mí. No puede ofrecerme siempre el pan fortificante de la hu­
millación exterior, pero algunas veces me permite alimentar­
me con las migajas que caen de la mesa de los niños (2). ¡Ah,
cuán grande es su misericordia!

Amadísima Madre, ya que intento cantar con V. R. desde


este mundo la misericordia infinita, debo participarle aún1
(1) II Reg., XI, 10.
(2) Marc., Vil, 28.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—X 161
otro provecho real que, como tantos otros, he sacado de mi
pequeño cargo. Cuando notaba antes en una de mis Herma­
nas algo que me disgustaba por parecerme contrario a la re­
gla, pensaba que si pudiera advertirle y señalarle sus yerros,
me haría gran bien. Pero practicando el oficio, he modifica­
do mi parecer. Si hoy me ocurre ver alguna cosa que no va
bien, exhalo un suspiro de alivio, pensando: ¡Qué felicidad:
no es una novicia, no estoy obligada a reprenderla! Y en el
acto procuro excusar a la culpable, y atribuirle las buenas
intenciones que sin duda la animan.
Los cuidados que me prodigó V. R. durante mi enfermedad,
venerada Madre mía, me han instruido también mucho sobre
la caridad. Ningún remedio le ha parecido demasiado costo­
so, y si no daba resultado, sin desanimarse probaba otra cosa.
Cuando acudo al recreo, pone V. R. gran atención en res­
guardarme de la menor corriente de aire. Esto me enseña
que también yo debo ser compasiva con las enfermedades es­
pirituales de mis Hermanas, del mismo modo que lo es V. R.
con mi enfermedad física.
He notado que las religiosas más santas son las más ama­
das; todas buscan su conversación, y les hacen favores sin que
ellas los pidan. Estas almas tan bien templadas para sopor­
tar las faltas de atención y de delicadeza, se ven rodeadas
del afecto general, pudiéndose aplicar estas palabras de nues­
tro Padre San Juan de la Cruz: (Todos los bienes recibí
cuando por amor propio no los busqué.»
Lo contrario sucede a las almas imperfectas, pues todas
las abandonan, limitándose a usar con ellas la cortesía que
se observa siempre en religión, pero temiendo quizás dirigir­
les alguna palabra desagradable, evitan su compañía. Al de­
cir almas imperfectas, no me refiero solamente a las imper­
fecciones espirituales, puesto que aun los más santos, no se­
rán enteramente perfectos sino en el cielo; así, incluyo tam­
bién la falta de criterio, de educación y la extremada sensi­
bilidad de ciertos temperamentos; en una palabra, todas las
cosas que no contribuyen a hacer la vida agradable. Me cons­
ta que estas enfermedades son crónicas, sin esperanza algu­
na de curación, pero sé también que mi Madre no dejaría de
cuidarme y procurarme alivio aun cuando permaneciese en­
ferma largos años.
He aquí la conclusión que saco de esto: Debo buscar la
13

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162 Una rosa deshojada

compañía de las Hermanas con quienes no simpatizo, y ha­


cer con ellas el oficio del buen Samaritano. Una palabrita,
una amable sonrisa, basta a veces para regocijar un alma
triste y herida. Pero no quiero ser caritativa sólo por la
esperanza de consolar a mi prójimo; si persiguiera solamen­
te este fin, presto me desanimaría, porque muchas veces
una palabra dicha con la mejor intención es interpretada en
sentido contrario. De modo que, para no perder tiempo ni
trabajo, procuro obrar únicamente para agradar a Nuestro
Señor y responder a este consejo del Evangelio:
<Uuando des alguna comida o cena, no convides a tus ami­
gos ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos que
son ricos, para que no suceda que te conviden ellos a ti, y que­
des recompensado. Sino que cuando haces un convite, has de
convidar a los pobres, a los tullidos, a los cojos y a los ciegos;
y serás bienaventurado, porque no pueden corresponderte;
pero se te recompensará en,la resurrección de los justos (1).>
¿Qué otro festín podré yo ofrecer a mis Hermanas sino es
uno espiritual compuesto de amable y alegre caridad? Quie­
ro imitar a San Pablo que se alegraba con los que estaban
alegres. Verdad es que lloraba también con los afligidos; las
lágrimas han de figurar algunas veces en el festín que quiero
servir; pero procuraré siempre trocarlas en sonrisas, puesto
que el Señor ama a los que dan con alegría (2).
Recuerdo un acto de caridad que Dios me inspiró siendo
aún novicia. El Padre Celestial, que ve en el secreto, me ha
recompensado ya, sin esperar a la otra vida, este acto tan
pequeñito en apariencia.
Antes de que la Hermana San Pedro quedara del todo en­
ferma y baldada, era menester que cada tarde a las seis me­
nos diez, dejara una la oración para conducirla al refectorio.
Me costaba mucho ofrecerme para hacer este servicio, pues
no ignoraba la dificultad, o mejor, la imposibilidad de con­
tentar a la pobre enferma; esto no obstante, no quise des-
Íierdiciar tan buena ocasión, recordando aquellas divinas pa-
abras ■. Lo que hagáis al más pequeño de los míos, es a mí
a quien lo hacéis (3).1

(1) Luc., XIV, 12, 13, 14.


(2) II Cor., IX, 7.
(3) Mat., XXV, 40.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—X 163
Me ofrecí, pues, humildemente a conducirla, y no sin tra­
bajo, logré que aceptara mis servicios. Puse manos a la obra,
con tan buena voluntad, que salí airosa de mi empresa. Cada
noche, cuando la buena Hermana agitaba su reloj de arena,
sabia que me decía con esto: ¡Vamos!
Revestíame entonces de todo mi valor, y comenzaba una
complicada ceremonia, la de mover y llevar el banco de un
modo especial, sobre todo sin precipitarme, terminado lo
cual, comenzaba el paseo. Seguía a la buena Hermana, sos­
teniéndola por la cintura, con la mayor suavidad posible, pe­
ro si por desgracia dábamos un paso en falso, se figuraba al
punto que la sostenía mal, que iba a caerse; <¡ Dios mío! V.
C. va demasiado aprisa; voy a estrellarme.» Procuraba en­
tonces conducirla más ligeramente. «Pero sígame - me decía;
—no siento su mano; si me suelta voy a caerme... Bien de­
cía yo que V. C. era demasiado joven para acompañarme.»
Sin otro incidente, llegábamos por fin al refectorio. Pero
allí sobrevenían otras dificultades; tenía que colocar a mi
pobre enferma en su puesto y obrar diestramente para no
lastimarla; por último, le levantaba las mangas, operación
que debía hacerse también de un modo especial. Terminado
esto, podía retirarme.
Pronto advertí que cortaba el pan con grandísima dificul­
tad; desde entonces, no la dejaba hasta haberle hecho este
último servicio. Como nunca me había expresado este deseo,
quedó muy agradecida a mi atención, y por este sencillo
medio, no buscado por cierto, gané enteramente su confian­
za, y más que por nada—lo supe más tarde, - porque des­
pués de prestarle estos pequeños favores, le dirigía—según
decía ella - mi más graciosa sonrisa.
Hace mucho tiempo que llevé a cabo este acto de virtud;
a pesar de ello, el Señor me deja este recuerdo cual aroma y
brisa del cielo. Una tarde de invierno, fría y obscura, cum­
plía yo el humilde oficio que acabo de relatar, cuando de
pronto oí a lo lejos el armonioso concierto de varios instru­
mentos de música. Representóseme en la imaginación un
salón ricamente amueblado, alumbrado con brillantes luces,
resplandeciente de dorados muebles; en aquel salón, jóve­
nes elegantemente ataviadas, recibían y prodigaban mil
cumplidos mundanos. Volví luego mis ojos hacia la pobre
enferma, a la cual sostenía; en vez de aquella suave meló-

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164 Una rosa deshojada

día, herían a intervalos mis oídos sus lamentos de queja; en


vez de dorados adornos, veía los toscos ladrillos de nuestro
austero claustro, apenas alumbrado por una débil luz.
Este contraste impresionó suavemente mi alma, ilumi­
nándola el Señor con los rayos de la verdad, los cuales de
tal manera superan al esplendor tenebroso de los placeres
terrenales, que por disfrutar mil años de esa felicidad mun­
dana, no hubiera dado los diez minutos que empleaba en mi
acto de caridad. Si aquí abajo, en medio del sufrimiento y
del fragor del combate, puede gozarse de semejantes deli­
cias, pensando que Dios nos ha apartado del mundo, ¡qué no
será en el cielo, cuando en medio de la gloria y del descanso
eterno, veamos la gracia incomparable que nos ha hecho,
escogiéndonos para habitar en su casa, verdadero pórtico de
los cielos!

No siempre he practicado la caridad con esos trasportes


de alegría; pero al principio de mi vida religiosa, quiso Je­
sús hacerme experimentar lo dulce que es verle en el alma
de sus esposas; así es que cuando guiaba a la Hermana San
Pedro, lo hacía con tanto amor, que me hubiera sido im­
posible hacerlo mejor si acompañara al mismo Señor
nuestro.
He dicho, amada Madre, que la práctica de la caridad no
me ha sido siempre tan suave, y en prueba de ello, voy a
referirle algunos de mis muchos combates.
Durante una larga temporada estuve en la oración al lado
de una Hermana que continuamente removía su rosario, o
no sé qué otra cosa; quizá sería yo la única en oirlo, pues
tengo el oído fino en extremo. Imposible me sería describir
la molestia tan grande que me ocasionaba esto. Deseaba vol­
ver la cabeza para mirar la culpable y hacer que cesara el
ruido; pero sentía en lo íntimo de mi corazón una voz que
me decía que era mejor sufrir esto con paciencia, primero
por amor de Dios, y luego para no apenar a mi Hermana
Quedábame, pues, tranquila, pero a veces me inundaba
copioso sudor: sólo podía ofrecer a Dios una oración de su­
frimiento. En fin, al menos en lo íntimo de mi alma me apli­
caba a sufrir con paz y alegría, procurando entonces compla­

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Sor Teresa del Niño Jesús.—X 165
cerme en aquel ruidito desagradable. En vez de procurar no
oirlo—lo cual era imposible,—escuchaba atentamente, como
si se tratara de un concierto embelesante, y terminaba mi
oración que ciertamente no era de quietud,—ofreciendo este
concierto a Jesús.
En otra ocasión me hallaba en el lavadero, frente a una
Hermana que, lavando los pañuelos, me salpicaba con agua
sucia a cada momento. Mi primer impulso fuá alejarme lim-
Eiándome la cara para demostrar así a la Hermana que me
aria gran favor teniendo más cuidado; pero pensando al
momento que sería una tonta en rehusar los tesoros que me
ofrecían tan generosamente, me guardó muy bien de dejar
traslucir mi fastidio. Por lo contrario, me esforcé tanto en
desear recibir mayor cantidad de agua sucia, que al cabo de
media hora acabé por tomarle gusto a aquel nuevo sistema
de aspersión, por lo que prometíme volver cuantas veces pu­
diera a aquel sitio afortunado donde repartían gratuitamen­
te tantas riquezas.
Ya ve, Madre mía, que soy un alma tan pequeñita, que
sólo puedo ofrecer a Dios cosas muy pequeñitas, y aun así me
sucede a menudo que dejo escapar estos insignificantes sa­
crificios que tanta paz proporcionan al corazón; pero no me
desaliento por esto, sino que soporto con paciencia el gozar
de un poco menos de paz y procuro estar más alerta otra vez.

¡Ah, qué feliz me hace el Señor! ¡qué fácil y dulce es ser­


virle en la tierra! Sí, lo repito, siempre ha colmado mis de­
seos, o mejor dicho, siempre me ha inspirado el deseo de lo
que ha querido concederme. Así fué como, poco antes de
mi terrible tentación contra la fe, me decía a mí misma: En
verdad no tengo grandes penas exteriores, y para tenerlas
interiores, sería menester que cambiara Dios mi camino, lo
cual no creo que haga. Esto no obstante, es imposible que
viva siempre en esta tranquilidad. ¿Qué medio buscará el
Señor?
La respuesta no se hizo esperar: me demostró que Aquel
a quien amo no está nunca falto de medios, pues sin cambiar
mi rumbo, me envió esta gran tribulación que vino a amar­
gar saludablemente todas mis dulzuras.

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CAPITULO XI
Dos Hermanos sacerdotes.—Lo que ella en­
tiende POR ESTAS PALABRAS DEL LlBRO DE LOS
Cantares: <Atráeme...>- Su confianza en
Dios. —Una visita del cielo.- El amor es
su reposo. - Sublime infancia.—
Llamamiento a todas las almas
PEQUBÑITAS.

onfieso que, no solamente me hace


presentir y desear Jesús las tribulacio­
nes que le place enviarme, sino también
algunos goces. Hacía ya tiempo que
ocultaba en mi corazón cierto deseo que
me parecía irrealizable: el de tener un
hermano sacerdote. A menudo pen­
saba que si mis dos hermanitos no

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Sor Teresa del Niño Jesús.—XI 167
hubieran volado al cielo, tendría la felicidad de verlos subir
al altar; y sentía no haber podido gozar esta felicidad. Mas
he aquí que Dios Nuestro Señor realizó con creces este deseo
mío, y digo con creces, porque no solamente me dió un her­
mano que, según mis deseos, me encomendase cada día en el
Santo Sacrificio del Altar, sino que me ha unido con los la­
zos del alma a dos apóstoles suyos. Referiré detalladamente,
amadísima Madre, el modo de que se valió el Señor para
colmar mis aspiraciones.
Mi primer Hermano me lo envió N. M. Santa Teresa co­
mo regalo de fiesta, el año de 1895. Cierto día de colada, es­
tando muy ocupada en mi qúehacer, me llamó aparte la
Madre Inés de Jesús (1), a la sazón Priora, y me leyó una
carta de un joven seminarista, el cual, inspirado, según él
decía, por Santa Teresa, pedía que una Hermana se dedica­
se especialmente a pedir su salvación y la de todas las almas
que le habrían de estar encomendadas más adelante; él, en
cambio, prometía que, cuando pudiera ofrecer el Santo Sa­
crificio, tendría en él especialmente presente a esta Herma­
na espiritual. Yo ful elegida para ser la Hermana de este
futuro misionero.
No podría explicarle, Madre mía, el contento de mi alma.
La inesperada realización de este mi deseo, hizo brotar en
mi corazón un gozo que califico de infantil, porque era se­
mejante a aquellas alegrías tan vivas de mis tiernos años
que desbordaban en mi alma, demasiado pequeña para con­
tenerla. Hacía muchos años que no habla vuelto a disfrutar
de semejante felicidad; parecíame que aquella parte de mi
alma era nueva, como si tocasen en ella cuerdas musicales
que estaban allí olvidadas.
Considerando las obligaciones que me imponía, puse ma­
nos a la obra, procurando redoblar mi fervor, y escribí algu­
nas veces a mi nuevo hermano. Indudablemente la oración
y el sacrificio son la ayuda más eficaz que podemos ofrecer
a los misioneros, pero a veces le place a Jesús unir dos al­
mas para que le glorifiquen, y permite que puedan comuni­
carse sus pensamientos para alentarse mutuamente en el
amor de Dios.
No ignoro que es menester para esto la expresa voluntad1
(1) Su hermana Paulina.

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168 Una rosa deshojada

de loa Superiores; y me parece que si se solicitase esta co­


rrespondencia, sería más bien perjudicial que provechosa,
si no al misionero, por lo menos a la carmelita, pues por su
género de vida está siempre inclinada a replegarse sobre sí
misma. Este cambio de cartas, aun no siendo frecuente, en
vez de unirla a Dios, le ocuparía inútilmente el espíritu; se
imaginaría tal vez que obraba maravillas, y en realidad, no
haría más que procurarse una distracción superfina, bajo las
apariencias del celo.

Otra vez, amada Madre, me engolfo, no en una distrac­


ción, pero sí en una disertación no menos superfina... ¡Ja­
más lograré corregirme de la manía de extenderme, que tan­
tas molestias debe ocasionar a V. R, al leer mis escritos!
Perdóneme y permítame que en la próxima ocasión vuelva
a hacer lo mismo.
Al finalizar el mes de Mayo pasado, me dio V. R., Madre
mía, mi segundo Hermano, y al objetarle yo que, habiendo
ofrecido ya mis pobres méritos por un futuro apóstol me pa­
recía que no podría hacerlo también por otro, me respondió
que la obediencia duplicaría mis méritos.
Esto mismo pensaba yo en el fondo de mi alma; puesto
que el celo de una carmelita debe abarcar el mundo, espero,
con la gracia de Dios, ser aún útil a más de dos misioneros.
Ruego por todos, sin olvidar los simples sacerdotes, cuyo
ministerio es a veces tan difícil como el de los apóstoles que
predican a los infieles. En fin, quiero ser (hija de la Iglesia»,
como nuestra Madre Santa Teresa, y rogar por todas las in­
tenciones del Vicario de Jesucristo. Este es el fin principal
de mi vida.
Si mis queridos hermanitos hubiesen vivido, me hubiera
interesado con toda el alma en sus obras, sin descuidar por
ello los grandes intereses de la Iglesia, que abarca el univer­
so entero. Pues de la misma manera quedo particularmente
unida a los nuevos Hermanos que Jesús me ha dado. Todo
cuanto me pertenece, les pertenece a ellos, puesto que Dios
es demasiado bueno, demasiado generoso para hacer parti­
ciones; es tan rico, que da sin medida cuanto le pido, aun­
que no detallo las necesidades.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—XI 169
Desde que tengo dos Hermanos y mis Hermanitas las no­
vicias, me sería imposible enumerar las necesidades de cada
alma; no me bastaría el día para esto, y temería olvidarme
de alguna cosa importante. Las almas sencillas no necesitan
medios complicados, y como yo soy de este número, me ha
inspirado Nuestro Señor una manera muy sencilla de cum­
plir mis compromisos.

Cierto día, después de la Sagrada Comunión, me dió a en­


tender estas palabras del Cantar de los Cantares: Atráeme
en pos de ti y correremos al olor de tus aromas (1). Por tan­
to, Jesús mío, no es menester que digamos: ¡Atrae también
junto conmigo a las almas que amo! Basta esta sencilla pa­
labra: Atráeme. Sí, cuando un alma se ha dejado cautivar
por el olor embriagador de vuestro aroma, no puede correr
sola, sino que arrastra en pos de sí a todas las almas que
ama; esto es consecuencia natural de la atracción que ejer­
céis Vos sobre ella.
Así como un torrente arrastra consigo a las profundidades
del mar todo cuanto encuentra a su paso, del mismo modo,
¡oh Jesús!, se pierde el alma en el océano sin límites de
vuestro amor y atrae en pos de sí todos sus tesoros. Vos sa­
béis, Señor, que mis tesoros son las almas que os plugo unir
a la mía; Vos mismo me encomendasteis estos tesoros; así es
que me atrevo a servirme de las propias palabras que pro­
nunciasteis en la última noche que os vió la tierra como via­
jero y como mortal.
¡Amado Bien mío, no sé qué día terminará mi destierro!...
Todavía cantaré más de una noche vuestras misericordias en
la tierra; pero sin duda me llegará también mi última no­
che... y entonces quiero poder deciros:
«Yo te he glorificado sobre la tierra: he acabado la obra
que me diste a hacer. He manifestado tu nombre a los hom­
bres que me diste del mundo. Tuyos eran y me los diste a
mí. Ahora han conocido que todas las cosas que me diste,
de ti son, porque les he dado las palabras que me diste; y
ellos las han recibido y han conocido verdaderamente que tú
(1) Cant., I, 3.

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170 Una rosa deshojada

me enviaste, Yo ruego por estos que me diste, porque tuyos


son. Yo ya no estoy en el mundo, mas estos están en el mun­
do, y yo voy a ti. Guarda por tu nombre a aquellos que me
diste.
>Ahora voy a ti, y hablo esto en el mundo, para que ten­
gan mi gozo cumplido en sí mismos... No te ruego que los
quites del mundo, sino que los guardes del mal. No son del
mundo, así como tampoco yo soy del mundo.
>Mas no ruego tan solamente por ellos, sino también por
los que han de creer en mí por la palabra de ellos.
>Padre, quiero que aquellos que tú me diste estén conmi­
go en donde yo estoy... y que conozca el mundo que los has
amado como también me amaste a mí(l) >
¡Sí, Dios mío, esto es lo que quisiera repetir con Vos an­
tes de volar a vuestros brazos! Tal vez es temeridad por mi
parte; pero... ¿no hace mucho tiempo que me habéis permi­
tido ser audaz con Vos] Como el padre del hijo pródigo a su
hijo mayor, me habéis dicho: Todo lo mió es tuyo(12). Por
tanto, vuestras palabras son mías, Jesús mío; puedo valerme
de ellas para atraerme los favores del Padre celestial sobre
las almas que me pertenecen.
Vos sabéis, Dios mío, que mi único deseo ha sido siem­
pre amaros, que nunca he ambicionado otra gloria. Desde
mi tierna infancia me salió al encuentro vuestro amor, ha
crecido conmigo y ha llegado a ser un abismo de insondable
profundidad.
El amor atrae al amor; el mío se lanza hacia Vos, anhelan­
do colmar el abismo que le atrae. Mas ¡ay! es más pequeño
que la gota perdida en el océano. Para amaros como Vos me
amáis, es preciso acudir a vuestro propio amor, sólo enton­
ces encuentra descanso mi alma. ¡Oh Jesús mío! me parece
que no podéis prodigar mayor amor a un alma del que ha­
béis prodigado a la mía; por eso me atrevo a pediros que
améis a las que me habéis dado, como me habéis amado a mi
misma.
Si algún día descubro en el cielo que las amáis más que a
mí, me regocijaré, pues reconozco ya desde este mundo que
merecen esas almas vuestro amor más que la mía; pero aquí

(1) San Juan, cap. XVII.


(2) Luc., XV, 31.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—XI 171
abajo no puede concebir mi inteligencia mayor intensidad
de amor que la que me demostráis, sin mérito alguno de mi
parte.

Me sorprende, Madre mía, haber escrito todo esto; no era


tal mi intención.
Al citar este pasaje del Santo Evangelio: Les he dado las
palabras que tú me diste, no me refería a mis Hermanos, si­
no a mis Hermanitas las novicias, pues no me considero ca­
paz de instruir a misioneros. A ellos les dedicaba la oración
de Jesús: No os pido que los saquéis del mundo... Y no pido
solamente por ellos, sino también por aquellos que han de
creer en Vos por medio de su palabra. En efecto, ¿sería posi­
ble olvidar a las almas que han de conquistar por medio del
sufrimiento y de la predicación?
Mas no he acabado aún de expresar mi idea sobre el pasa­
je del Cantar: Atráeme, correremos...
Nadie - dice Jesús - puede venir en pos de mi, si el Padre
que me envió no le atrae (1). Después nos enseña que no te­
nemos más que llamar para que se nos abra, buscar para en­
contrar, y extender humildemente la mano para recibir.
Añade que su Padre concede todo lo que se le pide en su
nombre. Por esto dictó sin duda el Espíritu Santo, antes del
nacimiento de Jesús, esta profética plegaria -.Atráeme, corre­
remos...
El pedir ser atraído, es desear unirse íntimamente al obje­
to que cautiva el corazón. Si el fuego y el hierro estuvieran
dotados de razón, y este último dijera al fuego: «Atráeme,»
¿no querría decir con esto que su deseo es identificarse con el
fuego, hasta llegar a compartir su propia substancia? Pues
bien, esta es justamente mi oración. Pido a Jesús que me
atraiga en las llamas de su amor, que me una a El tan es­
trechamente que viva y obre dentro de mí. Sé que cuan­
to más se abrase mi corazón en su amor, y con mayor
fuerza diga: «¡Atráeme!,» tanto más las almas que estén
cerca de la mía correrán veloces al olor de los perfumes del
Amado.
(1) Juan, VI, 44.

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172 Una rosa deshojada

Sí, correrán, correremos juntas; pues las almas abrasadas


no pueden permanecer inactivas. Sin duda que, como Santa
Magdalena, permanecen a los pies de Jesús escuchando su
dulce y ardiente palabra; al parecer están inactivas, pero ha­
cen mucho más que Marta, que se inquietaba por muchas
cosas (1). Mas no fueron los trabajos de Marta lo que censu­
ró el Señor, sino su inquietud; a estos mismos trabajos se
sometió humildemente su divina Madre, puesto que tenía
que preparar la comida de la Sagrada Familia.
Así lo entendieron todos los santos, y más particularmen­
te quizás aquellos que iluminaron el universo con la doctri­
na evangélica. Por ventura San Pablo, San Agustín, Santo
Tomás de Aquino, San Juan de la Cruz, Santa Teresa y tan­
tos otros amigos de Dios, ¿no bebieron en la oración aque­
lla ciencia admirable que cautiva a los mayores genios?
Dijo un sabio: «Dadme una palanca, un punto de apoyo,
y levantaré el mundo.» Esto, que no pudo obtener Arquími-
des, porque su petición sólo tenía un fin material y no se di­
rigía a Dios, lo alcanzaron plenamente los santos. El Todo­
poderoso les dió, como punto de apoyo, a ¡El mismo, a El
solo! Como palanca, la oración que inflama con fuego de
amor; con esto levantaron el mundo; los santos militantes
siguen levantándolo todavía, y lo levantarán hasta el fin de
los tiempos.

Réstame decirle, Madre mía, lo que entiendo por el olor


de los perfumes del Amado. Puesto que Jesús subió a los
cielos, no puedo seguirle sino por las huellas que dejó en la
tierra. ¡Qué luminosas son esas huellas, qué aroma tan di­
vino exhalan! Con solo abrir el Santo Evangelio, respiro
luego ese perfume embriagador y sé el camino que he de se­
guir para alcanzar a mi Señor. No me apresuro a tomar el
primer lugar, sino que, por lo contrario, me dirijo al último,
dejando subir antes al fariseo, y repito llena de confianza la
humilde oración del publicano. Pero sobre todo, imito la
confianza de Magdalena... aquella su sorprendente, o más

(1) Luc., X, 41.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—XI 173

bien, su amorosa audacia, que tanto cautivaba al Corazón


de Jesús y seduce el mío
No porque haya sido preservada del pecado mortal, busca
mi alma a Dios por medio de la confianza y el amor. ¡Ah!
estoy segura de que, aunque tuviera oprimida la conciencia
con todos los crímenes imaginables, no disminuiría en un
ápice mi confianza; con el corazón destrozado de arrepenti­
miento, me echaría en los brazos de mi Salvador. Sé que ama
al hijo pródigo, he oído sus palabras de perdón a Santa
Magdalena, a la mujer adúltera, a la Samaritana. No, nadie
podría aterrorizarme, pues sé a qué atenerme respecto a su
amor y misericordia. Sé que esa infinidad de ofensas des­
aparecerían en un abrir y cerrar de ojos, como gota de agua
echada en ardiente hoguera.
Refieren en las vidas de los Padres del desierto que uno
de ellos convirtió a una pecadora pública, cuyos desórdenes
escandalizaban a la comarca entera. Tocada de la gracia la
tal pecadora, se disponía a seguir al santo en el desierto pa­
ra hacer rigurosa penitencia; pero la primera noche de viaje,
antes de llegar al lugar de su retiro, sus ligaduras mortales
se rompieron con la impetuosa fuerza de su arrepentimiento
lleno de amor, y en el mismo instante, vió el solitario que
los ángeles elevaban su alma al seno de Dios.
He aquí un ejemplo palpable de lo que yo quisiera decir:
pero estas cosas no pueden expresarse... ¡Ah, Madre mía! Si
todas las almas débiles e imperfectas como la mía sintieran
lo que yo siento, ninguna desesperaría de llegar a la cumbre
de la montaña del amor, puesto que Jesús no pide acciones
extraordinarias; se contenta con que le demostremos con­
fianza y gratitud.
<N o tengo necesidad ninguna—dice-de los machos ca­
bríos de vuestros rebaños, porque todos los animales de los
bosques y los millares que pacen en las colinas, me pertene­
cen; conozco todos los pájaros de las montañas.
>Si tuviera hambre, no os lo diría a vosotros; pues la tie­
rra y todo cuanto encierra, me pertenece. ¿Por ventura he
de comer la carne de los toros y beber la sangre de los ca­
brones?» Inmolad a Dios sacrificios de alabanzas y de
ACCIONES DE GRACIAS (1).

(1) Salmo XLIX, 9, 10, 11, 12, 13, 14.

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174 Una rosa deshojada

¡Esto solo reclama Jesús de nosotros! No tiene necesidad


de nuestras obras, sino únicamente de nuestro amor. Este
mismo Dios, que declara que no necesita decirnos si tiene
bambee, no se desdeña de mendigar un poco de agua a la
Samaritana... ¡¡Tenía sed!! Mas al decir: Dame de beber (1),
reclamaba el Creador del Universo el amor de su pobre cria­
tura. ¡Tenía sed de amor!
Hoy más que nunca está sediento Jesús. Sólo encuentra
ingratos e indiferentes entre los discípulos del mundo; y en­
tre los suyos, desgraciadamente no encuentra muchos que
entreguen el corazón sin reserva a la ternura de su amor in­
finito.
¡Qué felices somos, ámada Madre, de poder comprender
los íntimos secretos de nuestro Esposo! ¡Ah, si V. R. quisie­
ra escribir cuanto sabe, qué hermosas páginas leeríamos! Pe­
ro sé que, a ejemplo de la Virgen Santísima, prefiere V. R.
guardar tocias estas cosas (2) en el fondo de su corazón. A mí
me dice que es hermoso publicar las obras del Altísimo (3).
Juzgo que tiene razón en callar, Madre mía, pues es verda­
deramente imposible expresar con palabras terrenales los
secretos del cielo.
En cuanto a mí, sé decir que después de haber trazado to­
das estas páginas, veo que no he comenzado aún. Hay tan­
tos horizontes distintos y tal cantidad de tonos de infinita
variedad, que sólo la paleta del pintor celestial podrá dar­
me, cuando termine la noche de esta vida, los colores divi­
nos capaces de pintar las maravillas que pone ante los ojos
de mi alma.
A pesar de todo, venerada Madre mía, puesto que mani­
fiesta deseos de conocer tan a fondo como sea posible todos
los sentimientos de mi corazón; puesto que quiere que pon­
ga por escrito el ensueño más consolador de mi vida, termi­
naré la historia de mi alma con este acto de obediencia, dán­
dole, con su permiso, la forma de una oración, porque me1
(1) Juan, IV. 7,
(2) Luc., II, 19.
(3) Tob., XII, 7.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—XI 175
permitirá expresarme con más facilidad. Tal vez juzgue exa­
geradas mis palabras; esto no obstante, le aseguro que no
hay exageración ninguna en mi corazón; todo es en él calma
y reposo.

¡Oh Jesús, quién podrá explicar la ternura y suavidad con


que conducís mi pequeñita alma!
Desde el radiante día de Pascua, fiesta de vuestro triun­
fo, terrible tempestad reinaba en mi corazón; mas entonces,
en un dichoso día del mes de Mayo, iluminasteis mi som­
bría noche con un puro rayo de vuestra gracia...
Reflexionando en una ocasión en los sueños que concedéis
a veces a vuestros privilegiados, pensaba que jamás me sería
dado este consuelo, que habría de permanecer siempre su­
mida en la densa y profunda noche que me envolvía. Y bajo
el rugido de la tempestad, me dormí.
Al día siguiente, 10 de Mayo, comenzaba a clarear la au­
rora, cuando me encontré en sueños, en una galería pa­
seándome sola con nuestra Madre. De repente, sin haberlas
visto entrar, divisé tres carmelitas revestidas de sus mantos
y grandes velos. Comprendí que venían del cielo, por lo
cual pensaba en mi interior: <¡Cuánto me alegraría de po­
der verles la cara!» En el mismo instante, como si hubiera
adivinado mi deseo, se acercó a mí la más alta de las santas;
caí de rodillas ante ella, y ¡oh felicidad! levantó su velo y
me cubrió con él.
Sin titubear un instante, reconocí a la Venerable Madre
Ana de Jesús; la misma que introdujo la reforma del Car­
men en Francia 0).1
(1) La Venerable Ana de Jesiís, en el mundo Ana de Lobera, nació
en España en 1545. Entró en la Orden del Carmen, en el primer mo­
nasterio de San José de Avila, en 1570, siendo pronto consejera y coad-
jatora especial de Santa Teresa, que la llamaba sz¿ hija y su corona. San
Juan de la Cruz, que fué su director espiritual durante catorce años,
se complacía en llamarla su serafín encamado. Su sabiduría y santidad
eran tenidas en tan grande estima, que los sabios la consultaban en sus
dudas, y recibían sus respuestas como oráculos. Fiel depositaría del es­
píritu de Santa Teresa, recibió del cielo el encargo de velar y conservar
en la Orden del Carmen la perfección primitiva de la reforma.

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176 Una rosa deshojada

Su rostro era hermoso, de una hermosura inmaterial; no


despedía ningún rayo luminoso, mas a pesar de ello y del
denso velo que nos cubría a las dos, veía aquel rostro celes­
tial iluminado por una claridad inefablemente dulce, que pa­
recía provenir de él mismo.
La santa me colmó de tan tiernas caricias, que me animé
a decirle estas palabras: (¡Oh Madre mía, le ruego que me
diga si Dios me dejará mucho tiempo todavía en la tierra!
¿Vendrá pronto a buscarme!» A lo cual me respondió con
tierna sonrisa: Sí, pronto... pronto... Te lo prometo.— (Ma­
dre mía - añadí, - dígame también si Dios no desea de mí
nada más que mis pobres obritas y mis buenos deseos; ¿está
contento de mí!»
A estas palabras se iluminó el rostro de la Venerable Ma­
dre con nuevo resplandor, y su expresión me pareció in­
comparablemente más tierna. Dios no pide de ti nada más
— me dijo; - está contento, muy contento... Y cogiéndome la
cabeza entre sus manos, me prodigó caricas tan dulces, que
me sería imposible describir. Mi corazón nadaba en la
alegría; me acordó de mis Hermanas, iba a pedir algunas
gracias para ellas... pero ¡desgraciadamente me desperté!
Me sería imposible explicar la alegría de mi alma. A pesar
de que han pasado ya muchos meses desde que tuve este
inefable sueño, he conservado fresco e intacto el recuerdo de
sus celestiales hechizos. Aun veo la mirada y la sonrisa lle­
nas de amor de la Santa Carmelita, aun creo sentir las ca­
ricias que me prodigó.
¡Oh Jesús!, mandasteis a los vientos y al mar y sobrevino
una gran bonanza (1).
Al despertar, creía, sentía, que hay un cielo, y que este
cielo está poblado de almas que me aman y miran como
hija. Esta impresión quedó grabada en mi alma, y fué pa­
ra mí tanto más dulce cuanto la Venerable Madre Ana de

Después de haber fundado tres monasterios de esta reforma en Espa­


ña, la implantó en Francia, luego en Bélgica, donde, célebre ya por sus
sublimes dones sobrenaturales, particularmente el de contemplación,
murió en olor de santidad en el convento de las Carmelitas de Bruselas,
el 4 de Marzo de 1621.
El 3 de Mayo de 1878, firmó Su Santidad el Papa León XIII la intro­
ducción déla Causa de Beatificación de tan gran sierra de Dios.
(1) Mat., VIII, 26.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—XI 177
Jesús me había sido hasta entonces, casi me atrevo a decir,
indiferente; nunca la había invocado, ni me acordaba de ella,
sino cuando la oía mencionar, lo cual no era a menudo.
Ahora sé que yo no le era indiferente, y esta idea acre­
cienta mi amor, no sólo a ella, sino a todos los bienaventu­
rados habitantes de la patria celestial. ¡Oh amado Bien mío!
Esta gracia no era más que un preludio de las muchas y
grandísimas que me habíais de conceder más tarde; consen­
tid que os las recuerde hoy, y perdonadme si desvarío al in­
tentar exponer una vez más mis casi infinitos deseos y es­
peranzas... Perdonadme y sanad mi alma, Médico divino,
dándole lo que espera.
Debería contentarme, Jesús mío, con ser vuestra esposa,
con ser, por mi unión con Vos, la Madre de las almas, todo
esto debería bastarme. Sin embargo de ello, siento en mí
otras vocaciones: siento vocación de guerrero, de sacerdote,
de apóstol, de doctor, de mártir... Quisiera ejercitar las
obras más heroicas, me siento con el valor de un cruzado,
quisiera morir en un campo de batalla por la defensa de la
Iglesia.
¡La vocación de sacerdote! ¡Oh, Dios mío, con qué amor
os llevaría en mis manos, cuando a mi voz descendierais a
ellas desde el cielo! ¡Con qué amor os daría a las almas! Pe­
ro, aunque deseando ser sacerdote, admiro y envidio la hu­
mildad de San Francisco de Asís y me siento capaz de imi­
tarle, rehusando la sublime dignidad del sacerdocio. jCómo,
pues, juntar estos contrastes?
Quisiera iluminar a las almas como los profetas y los doc­
tores. Quisiera recorrer la tierra predicando vuestro Nom­
bre y plantar, Amado mío, en tierra infiel vuestra gloriosa
cruz. Mas no me bastaría una sola misión, pues desearía po­
der anunciar a un tiempo vuestro Evangelio en todas las
partes del mundo, hasta en las más lejanas islas. Quisiera
ser misionera, no sólo durante algunos años, sino haberlo si­
do desde la creación del mundo y continuar siéndolo hasta
la consumación de los siglos.
Mas ¡ay! sobre todo quisiera el martirio. ¡El martirio! Es­
te ha sido el sueño de mi juventud, sueño que ha crecido
conmigo en la celdita del Carmen. Pero esta es otra de mis
locuras; no deseo un solo género de suplicio: para satisfacer
mis anhelos, necesitaría padecerlos todos...
14

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178 Una rosa deshojada

Como Vos, adorado Esposo de mi alma, quisiera ser azota­


da, crucificada... Quisiera morir despellejada como San Bar­
tolomé; como San Juan, desearía que me sumergieran en
aceite hirviendo; ser pulverizada por los dientes de las fieras,
como San Ignacio de Antioquía, a fin de llegar a ser pan dig­
no de Dios. Con Santa Inés y Santa Cecilia, quisiera ofrecer
mi cuello a la cuchilla del verdugo, y como Juana de Arco,
pronunciar el nombre de Jesús en una vivísima hoguera.
Si pienso en los tormentos atroces que padecerán los cris­
tianos en tiempo del Anticristo, se estremece mi corazón;
quisiera que se reservaran para mí aquellos tormentos.
¡Abrid, Jesús mío, el libro de la Vida, donde están consig­
nadas todas las acciones de vuestros Santos; todas ellas qui­
siera haberlas yo llevado a cabo por vuestro amor!
¿Qué responderéis a todas mis locuras! ¿Existe en la tie­
rra un alma más pequeña e impotente que la mía? Con todo,
esta misma debilidad os ha movido a realizar mis pequeños
deseos infantiles, y os hace colmar hoy otros deseos más
grandes que el universo...

Constituyendo estas aspiraciones un verdadero martirio,


abrí un día las Epístolas de San Pablo para buscar algún
remedio a mi tormento. Ofreciéronseme a la vista los capí­
tulos XII y XIII de la Epístola primera a los Corintios. Leí
que todos no pueden ser a un tiempo apóstoles, profetas y
doctores, que la Iglesia está compuesta de diferentes miem­
bros y que el ojo no puede ser al mismo tiempo la mano.
La respuesta era muy clara, pero no colmaba la medida
de mis deseos, no me infundía la paz. Descendiendo enton­
ces hasta las profundidades de mi nada, me elevé tan alto,
que pude lograr mi deseo (1). Continuando mi lectura sin
desanimarme, hallé este consejo que me consoló: Buscad
con ardor los dones más perfectos; pero todavía os mostraré
un camino más excelente (2).
Explica el Apóstol cómo todos los dones, aun los más per­
fectos, nada son sin el Amor; que la Caridad es el camino1

(1) San Juan de la Cruz,


(2) I Cor., XII, 81.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—XI 179
más excelente para conducirnos directamente a Dios. ¡Por
fin, había encontrado el descanso!
Considerando el cuerpo místico de la Sasta Iglesia, no
me había reconocido en ninguno de los miembros descritos
por San Pablo, o por mejor decir, quería hallarme en todos.
La Caridad me dió la clave de mi vocación. Comprendí que
si la Iglesia tenía un cuerpo compuesto de diferentes miem­
bros, no podía faltarle el más necesario, el más noble de to­
dos los órganos, el corazón, y que este corazón estaba abra­
sado de amor; comprendí que el amor únicamente es el que
imprime movimiento a todos los miembros, que sin él no
anunciarían los Apóstoles el Evangelio, y rehusarían los
mártires derramar su sangre. Comprendí que el amor encie­
rra todas las vocaciones, que el amor lo es todo, que com­
prende todos los tiempos y lugares, porque es eterno.
Y exclamé en un trasporte de alegría delirante. <¡Oh Je­
sús, Amor mío, al fin he hallado mi vocación! ¡Mi vocación
es el amor! Sí, hallé el lugar que me corresponde en el seno
de la Iglesia, lugar ¡oh Dios mío! que me habéis señalado
Vos mismo. En el corazón de la Iglesia, Madre mía, seré el
amor... Así lo seré todo; se realizarán mis ensueños. Dije
que me trasportaba una alegría delirante. No, esta expre­
sión no es exacta, porque desde aquel momento, se posesio­
nó de mí una paz profundísima; paz tranquila y serena, se­
mejante a la del navegante que divisa el faro indicador del
puerto. ¡Oh faro luminoso del amor, tengo los medios de lle­
gar hasta ti y apropiarme tus rayos!
No soy más que una niña débil e impotente; mas esta
misma debilidad me comunica la audacia de ofrecerme como
víctima de vuestro amor, Jesús mío. Antes, sólo las hostias
puras y sin mancha eran aceptas al Dios fuerte y poderoso:
eran víctimas perfectas, necesarias para satisfacer a la justi­
cia divina; pero a la ley del temor ha sucedido la del amor,
y el amor me ha escogido por holocausto, ¡a mí, débil e im­
perfecta criatura! Esta elección &no es por ventura digna
del amor? Sí, porque el amor necesita rebajarse hasta la na­
da y transformar en fuego esta nada, para quedar plenamen­
te satisfecho.
Sé, Dios mío, que él amor sólo con amor se paga (1); por
(1) San Juan de la Cruz.

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180 Una rosa deshojada

eso he buscado y he hallado el modo de aliviar mi corazón,


devolviéndoos amor por amor.
Emplead las riquezas que pueden tornaros injustos en
ranjearos amigos que os reciban en las moradas eternas (1).
f ¡ste es, Señor, el consejo que dais a vuestros discípulos des­
pués de haberles dicho que los hijos de las tinieblas son más
hábiles en sus negocios que los hijos de la luz (2).
Hija de la luz soy; he comprendido que mis deseos de
abrazar todas las vocaciones y de serlo todo, eran riquezas
que podrían muy bien tornarme injusta, por lo cual las he
empleado en procurarme amigos. Recordando la oración de
Elíseo al profeta Elias, cuando le pidió el don de su doble
espíritu, me presenté ante los Angeles y la Asamblea de los
Santos, y les dije: (Soy la más pequeña de las criaturas, re­
conozco mi miseria, pero sé también hasta qué punto desean
hacer el bien los corazones nobles y generosos; os suplico,
pues, bienaventurados habitantes de la Ciudad celestial, que
me adoptéis como hija: sobre vosotros solos recaerá la glo­
ria que me hagáis adquirir; dignaos atender mi oración, os
suplico que me alcancéis vuestro doble amor.
Señor, no me veo con ánimos de profundizar mi petición
por temor de verme agobiada con el peso de mis audaces de­
seos. Mi única excusa es mi título de hijita; los niños no re­
flexionan el alcance de sus palabras. Sin embargo de esto,
si su padre o su madre ocupan un trono y poseen inmensos
tesoros, no vacilan en colmar los deseos de esos seres dé­
biles e inocentes, a los cuales aman más que a sí mismos.
Por contentarles cometen todo género de locuras, llegan has­
ta a hacerse débiles.
Pues bien, yo soy hija de la Santa Iglesia. La Iglesia es
reina, puesto que es vuestra esposa, ¡oh divino Rey de los
reyes! No son riquezas ni gloria—ni siquiera la gloria del
cielo - lo que anhela mi corazón. La gloria pertenece por de­
recho propio a mis hermanos, los ángeles y los santos. Mi
gloria será el reflejo que emanará de la frente de mi Ma­
dre. Lo que yo pido es amor. ¡Sólo una cosa ansio, Jesús
mío, amaros! Las obras ostentosas me están vedadas, no
puedo predicar el Evangelio ni derramar mi sangre... ¡Qué
(1) Luc., XVI, 9.
(2) Ibid., 8.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—XI 181
importa! Ya mis hermanos trabajan por mí, y yo, pobre ni-
ñita, permanezco junto al trono real; amo por los que com­
baten.
Pero ¿cómo demostraré mi amor, ya que el amor se prue­
ba con obras? Pues bien, la niñita cubrirá de fierres el trono
divino, embalsamándolo con su fragancia, y con voz argen­
tina entonará el cántico de amor.
Sí, dulce Bien mío, de esta manera se consumirá mi efí­
mera vida en vuestra presencia. No tengo otro medio para
demostraros mi amor que cubriros de flores; es decir, no es­
catimar ningún sacrificio, por pequeño que sea, ninguna pa­
labra, ninguna mirada, aprovechar las menores acciones y
ejecutarlas todas por amor. Quiero sufrir y gozar por amor;
así cubriré de flores mi camino; cuantas encuentre a mi pa­
so, las deshojaré en vuestro obsequio... Además, cantaré,
cantaré constantemente, aunque tenga que sacar mis rosas
de entre las espinas; cuanto más largas y punzantes sean és­
tas, más melodioso será mi canto.
Pero ¿de qué os servirán mis flores y mis cantos, Jesús
mío? ¡Ah, sé muy bien que esta fragante lluvia, estos frági­
les pétalos que carecen de valor, estos cantos de amor que
entona este corazón tan pequeño, os embelesarán, a pesar de
todo! Sí, estas nonadas os agradarán; harán sonreír a la
Iglesia triunfante, la cual recogerá las rosas deshojadas, y
después de hacerlas pasar por vuestras manos para comuni­
carles un valor infinito, las esparcirá sobre la Iglesia militan­
te para darle la victoria.
¡Oh Jesús mío, os amo! Amo también a mi Madre la san­
ta Iglesia; tengo presente que el más pequeño impulso de
puro amor le es más útil que todas las otras obras juntas (1).
Pero ¿ama mi corazón con amor puro? ¿No son mis inmen­
sos deseos un sueño, una locura? ¡Ah, si así fuera, hacédme­
lo ver! Vos sabéis, Señor, que busco la verdad. Si mis deseos
son temerarios, aniquiladlos, pues constituyen para mí el
mayor de los martirios. Mas confieso que si no alcanzo un
día las elevadas regiones hacia las cuales aspira mi alma, ha­
bré disfrutado de más dulzura en mi martirio, en mi locura,
que en el seno de las alegrías eternas, a menos que, por un
milagro, me quitareis el recuerdo de mis esperanzas terrena-1
(1) San Juan de la Cruz.

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182 Una- rosa deshojada

les. ¡Jesús, Jesús, si es tan delicioso el deseo del amor, qué


no será poseerlo y gozar de él para siempre!
¿Cómo puede aspirar a la plenitud del amor un alma
tan imperfecta como la mía] ¿Qué misterio es este? ¡Oh úni­
co amigo mío! ¿Por qué no reserváis estas inmensas aspira­
ciones para las almas grandes, para las águilas que moran
en las alturas] Desgraciadamente, soy un pobre pajarillo cu­
bierto solamente de ligero plumón; no soy un águila, pero
poseo sus ojos y su corazón... ¡Sí, a pesar de mi extrema pe­
quenez, me atrevo a mirar fijamente al sol divino del amor,
y ardo en deseos de elevarme hasta él! Quisiera imitar a las
águilas, pero sólo sé agitar mis alitas; ¡no puedo volar!
¿Qué va a ser, pues, de mil ¿Moriré de dolor al verme tan
impotente? ¡Oh! no, ni siquiera me afligiré. Con audaz con­
fianza contemplaré fijamente a mi divino Sol, hasta la muer­
te. Nada podrá arredrarme, ni el viento, ni la lluvia. Y si
espesos nubarrones ocultasen el Astro del Amor, si me pa­
reciese que sólo existe la noche de esta vida, esta será la oca­
sión de extremar mi confianza hasta los últimos límites,
guardándome de desertar de mi sitio, pues sé que tras estos
tristes nubarrones, sigue brillando mi dulce Sol.
¡Oh Dios mío, hasta aquí comprendo el amor que me te­
néis! Pero Vos sabéis que muy a menudo me distraigo de mi
única ocupación, me alejo de Vos y mojo mis alitas, apenas
formadas, en los miserables charcos de agua que encuentro
en la tierra! Entonces gimo como la golondrina(1); este ge­
mido os lo descubre todo, y os acordáis, ¡oh misericordia in­
finita!, que no vinisteis a llamar a los justos, sino a los peca­
dores (2).
No obstante esto, si os place permanecer sordo a los bal­
bucientes quejidos de vuestra ruin criatura, y no mostraros
a ella, consiento en quedarme mojada y transida de frío, go­
zándome en tan merecido sufrimiento. ¡Oh Astro amado! Sí,
soy feliz al verme pequeña y débil en vuestra presencia; mi
corazón goza de dulce paz... Sé que todas las águilas de
vuestra corte celestial me tienen lástima, me protegen y me
defienden espantando a los buitres, imagen de los demonios,1

(1) Isaías, XXXVIII, 14.


(2) Mat., IX, 13.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—XI 183
que quisieran devorarme. Mas no les temo, no estoy destina­
da a ser su presa, sino la del Aguila divina.
¡Oh Verbo, Salvador mío! ¡Tú eres el Aguila a quien amo,
el Aguila que sin cesar me atrae; tú eres el que, descendien­
do a este destierro, quisiste sufrir y morir a fin de atraer to­
das las almas hasta el centro de la Santa Trinidad, eterno
hogar del amor! Tú eres el que, remontándote hacia la luz
inaccesible, permaneces también oculto en nuestro valle de
lágrimas bajo la apariencia de cándida hostia, con el solo
objeto de alimentarme de tu propia sustancia. ¡Oh Jesús,
déjame decirte que tu amor raya en locura!... Consideran­
do esta locura, ¿cómo quieres tú que mi corazón no se lance
con impetuoso impulso hacia til ¿Cómo ha de tener límites
mi confianza!
Por ti hicieron también los santos muchas locuras y gran­
des cosas; pues eran águilas; yo soy demasiado pequeña pa­
ra obrar grandes cosas; mi locura consiste en pretender que
tu amor me acepte como víctima; mi locura es esperar que
los ángeles y los santos me presten auxilio para volar has­
ta ti con tus propias alas, ¡oh Aguila adorada! Todo el
tiempo que quieras permaneceré con los ojos fijos en ti; quie­
ro que tu divina mirada me fascine, quiero ser presa de tu
amor.
Tengo la esperanza de que un día te arrojarás sobre mí
llevándome al foco del amor, sumergiéndome, por fin, en es­
te abismo abrasador, para convertirme eternamente en di­
chosa víctima.
¡Oh Jesús, si pudiera yo publicar tu inefable condescen­
dencia a todas las almas pequeñitas! Creo que si, por un im­
posible, encontraras una más débil que la mía, te complace­
rías en colmarla de mayores gracias aún, con tal que confia­
ra por entero en tu infinita misericordia.
Mas ¿por qué, Bien mío, deseo tanto comunicar los secre
tos de tu amor? ¿No fuiste tú solo quien me los enseñaste?
¿Y no puedes revelarlos a los demás? Ciertamente que sí; y
puesto que lo sé, te conjuro que lo hagas; ¡te suplico que jijes
tus divinos ojos en todas las almas pequeñitas, y te escojas
en este mundo una legión de víctimas pequeñas dignas de tu
amor.

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Camino de infancia espiritual

El Triunfo

Dejad que vengan a mí los niños, porque de los tales es el reino


de Dios.
(Luc., XVIII, 16.)

¡Oh Jesús!
Acuérdate de la sin par ternura
de que colmas al niño pequeñuelo.
Recibir también quiero tus caricias,
quiero embriagarme en tus divinos besos,
practicar las virtudes de la infancia,
y gozar de tu presencia en el cielo.
Con frecuencia nos has dicho:
El Cielo es 'para el niño*
Acuérdate.
Sor Teresa del Niño Jesús.

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CAPÍTULO XII
El Calvario. - Vuelo hacia el cielo
Consumado en breve, cumplió muchos
tiempos: porque su alma era agradable
a Dios, y por eso se apresuró a sacarla
del mundo. Por eso es grande negocio
ejercitar mucho el amor, porque con­
sumándose el alma en él, no se detenga
mucho acá o allá sin verle cara a cara (1).
astantes páginas de esta historia no
se leerán en la tierra...» Lo dijo Sor
Teresa del Niño Jesús, y nosotros con
ella nos vemos precisados a repetirlo.
Existen padecimientos que no es po­
sible revelar acá abajo; solamente el
Señor, a quien fueron ofrecidos, los
guarda con todo cuidado y espera
hacerlos patentes allá en la clara
visión que rasgará todos los velos...1

(1) San Juan de la Cruz, Llama de Amor viva Canción 1.*, v. VI.
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188 Una rosa deshojada

<¡Dios mío—exclamó Sor Teresa el día de su profesión


religiosa,—Dios mío, dadme el martirio del corazón o el
del cuerpo!... ¡Pero no, dadme los dos juntos!» Y aquel
Señor que, según ella misma declaró, colmaba todos sus
deseos, le otorgó aquél con más esplendidez que todos los
otros.
De esta clase fueron casi todos los padecimientos que hi­
rieron el corazón de la angélica joven, hasta el punto de
que tal vez parezca a muchos que cruzó la tierra entre
sonrisas y afectuosa ternura, y que no conoció sino los
alegres rayos de un sol primaveral, sin soportar las melan­
cólicas lluvias del otoño y las glaciales ráfagas del in­
vierno.
Sor Teresa del Niño Jesús padeció mucho aquí abajo en
este mundo, y en los últimos días encargaba que después de
su muerte se diera a conocer a las almas, sabiendo bien que
este sello de la cruz, puesto a su vida, sería para muchos la
señal de la autenticidad de su misión.
Con todo, no fué sólo a causa de este martirio del corazón
por lo que se creyó atendida en su ofrecimiento de víctima
al Amor misericordioso del Salvador; lo creyó sobre todo
porque sintió desbordar en su alma los raudales de ternura
infinita encerrada en el Corazón divino. »
Es verdad que para atender a las necesidades de ciertas
almas que carecen de flexibilidad en relación con los de­
seos, a veces dolorosos, del Esposo celestial, dijo que ofrecer­
se como Víctima al Amor, es ofrecerse a todas las angustias;
pero también dijo a otra alma, la cual a sus ojos representa­
ba el género humano regenerado, sediento de perfección,
pero siempre tembloroso ante la cruz: ¿Por qué teméis ofre­
ceros como Víctima al amor misericordioso? Si os ofreciereis
a la justicia divina, podríais temer; pero el Amor misericor­
dioso tendrá compasión de vuestra debilidad; él os tratará
con dulzura, con misericordia.

Hemos visto cuán grande fué el sacrificio de Teresa cuan­


do tuvo que separarse de su padre, a quien amaba tan tier­
namente, y salir del seno de la familia, donde había sido tan
feliz; tal vez se crea que este enorme sacrificio quedó muy

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Sor Teresa del Niño Jesús.—XII 189
suavizado porque volvía a reunirse en el Carmen con sus dos
hermanas mayores, las que habían sido en otro tiempo confi­
dentes de sus interioridades; mas ocurrió todo lo contrario,
ya que esto fuó causa de sensibles privaciones para la joven
postulante.
Como se guarda rigurosamente la soledad y el silencio, no
podía ver a sus hermanas más que durante las horas de re­
creo. Si hubiera sido menos mortificada, a menudo hubiera
podido sentarse a su lado; pero nada de esto; «buscaba con
preferencia la compañía de las religiosas que menos le gus­
taban;) de modo que no dejaba traslucir si verdaderamente
sentía afecto más particular por sus hermanas.
Algún tiempo después de su ingreso, fuó nombrada ayu­
dante de Sor Inés de Jesús, su «Paulina) tan querida; mas
esto fuá también nuevo manantial de sacrificios. Teresa sa­
bía que toda palabra ociosa está prohibida, por lo que jamás
se tomó la libertad de hacer la más mínima confidencia.
«¡Oh Madrecita mía—dirá más tarde,—cuánto sufrí enton­
ces! No podía abrirle mi corazón y creía que ya no me reco­
nocía...)
Cinco años después de este silencio heroico, Sor Inés de
Jesús fuó elegida Priora. El día mismo de la elección latió
sin duda de alegría el corazón de «Teresita,) pensando que
en adelante ya podría hablar con toda libertad con su «Ma­
drecita) y, como antes, desahogar su alma en la de ella. Pero
el sacrificio era el alimento de su vida; si pidió alguna dis­
tinción, fué la de ser considerada como la última, la de ocu­
par siempre el último lugar. Así de todas las religiosas,
fué cabalmente la que menos visitó y habló con su Madre
Priora.

Quería vivir la vida del Carmen con toda la perfección re­


querida por su santa Reformadora. Aunque sumergida en
aridez habitual, su oración era continua. Entrando cierto día
en su celda una novicia, se paró ésta de repente sorprendida
por el celestial resplandor de su rostro. Estaba cosiendo con
gran actividad, y parecía abismada en profunda contempla­
ción. «¿En qué pensaba?)—le preguntó la novicia. - «Estoy
meditando la Oración dominical) — respondió. - ¡Es tan dul-

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190 Una rosa deshojada

ce llamar a Dios, «Padrenuestro!» Y en sus ojos brillaban


lágrimas de ternura.
«No acierto ver claramente qué tendré de más en el cielo
que no tenga en la tierra—decía en otra ocasión.—Veré a
Dios, es verdad; pero, para estar con El, ya lo estoy también
completamente aquí en la tierra.»
Intensa llama de amor la devoraba. He aquí lo que dice
ella misma:
«Algunos días después de mi ofrenda al «Amor misericor­
dioso,» comenzaba en el coro el ejercicio del Vía Cruda,
cuando de repente me sentí herida por una flecha de fuego
tan ardiente que creí iba a morir. No sé cómo explicar este
trasporte; no hay comparación que pueda dar a entender la
intensidad de este fuego. Parecía que una fuerza invisible
me sumergía enteramente en él. ¡Oh, qué fuego, qué dul­
zura!»
Al preguntarle la Madre Priora si este arrobamiento era el
primero de su vida, contestó sencillamente:
«Madre mía, he tenido en mi vida muchos arrobamientos
de amor; particularmente una vez durante mi noviciado, per­
manecí una semana entera tan completamente alejada de es­
te mundo, que un denso velo parecía cubrir todas las cosas
de la tierra. Mas no me abrasaba una llama real y verdade­
ra; podía soportar aquellas delicias sin que con su peso se
rompiéran mis ligaduras, en tanto que el día a que me refie­
ro, si hubiera durado un segundo más aquel ardor, mi alma
se hubiera separado del cuerpo... ¡Desgraciadamente, me
encontré otra vez en la tierra y volvió a reinar en mi cora­
zón aridez desoladora!»
¡Espera todavía un poco, dulce víctima de amor; la ma­
no divina ha retirado su dardo de fuego; pero la herida es
mortal!...

En esta unión íntima con Dios, adquirió Teresa un do­


minio verdaderamente notable sobre sus actos; todas las
virtudes se desarrollaron a porfía en el delicioso jardín de su
alma.
Pero no se vaya a creer que este magnífico florecimiento
de bellezas sobrenaturales germinó sin esfuerzo alguno.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—XII 191
<No hay aquí en la tierra fecundidad sin dolor: dolores
físicos, angustias interiores, pruebas conocidas tan sólo de
Dios o de los hombres. Cuando leyendo las vidas de los san­
tos sentimos germinar en nosotros pensamientos piadosos,
resoluciones generosas, no hemos de limitarnos, como si se
tratara de lecturas profanas, a pagar cualquier tributo de
admiración al genio de sus autores, sino que debemos pen­
sar seriamente en el costoso precio a que ellos pagaron el
bien sobrenatural que ahora producen en nuestras al­
mas (1).»
Si ahora «la Santita» obra en los corazones maravillosas
transformaciones, y hace en la tierra un bien inmenso, pue­
de creerse con toda verdad que lo ha comprado al mismo
precio que el divino Jesús pagó el rescate de nuestras almas:
con el sufrimiento y la cruz.
No fue ciertamente el menor de sus padecimientos la lu­
cha animosa que emprendió consigo misma, rehusando toda
satisfacción a las exigencias de su pundonorosa y ardiente na­
turaleza. Muy niña aún, tomó la costumbre de no excusarse
ni quejarse jamás; en el Carmen quiso ser la servidora de
sus Hermanas.
Con este espíritu de humildad, se esforzaba en obedecer a
todas indistintamente.
Cierta tarde, durante su enfermedad, debía la Comunidad
reunirse en la ermita del Sagrado Corazón para cantar un
himno. Sor Teresa del Niño Jesús, minada ya por la fiebre,
llegó allí, haciendo el trayecto con mucha pena, cansadísima,
y tuvo que sentarse al punto. Una religiosa le hizo seña de
levantarse para cantar, y la humilde joven, a pesar de la fie­
bre y de la opresión, levantóse sin titubear y permaneció en
pie hasta el fin.
La enfermera le había aconsejado que diese todos los días
un paseito de un cuarto de hora por el jardín. Este consejo
fué para ella como orden terminante. Una tarde, viéndola
una Hermana que andaba trabajosamente, le dijo: «Mejor
sería que descansase; su paseo en tales condiciones no pue­
de serle de provecho; se aniquila y nada más. — «Es verdad
—contestó esta hija de la obediencia;—pero ¿sabe lo que me
da fuerzas!... Pues bien, ando por un misionero. Pienso que1
(1) Dom Guéranger.

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192 Una rosa deshojada

allá muy lejos, puede haber alguno casi exánime y sin


fuerzas para proseguir sus excursiones apostólicas, y para
disminuir sus fatigas, ofrezco las mías a Dios.»
A sus novicias les daba ejemplos sublimes de desprendi­
miento.
Cierto año, con motivo de los días de la Madre Priora,
nuestras familias y los obreros del monasterio enviaron
grandes ramos de flores. Se ocupaba Teresa en colocarlos con
arte, cuando una Hermana conversa le dijo con tono desa­
brido: «Bien se deja ver que estos grandes ramilletes han
sido regalados por su familia; los de los pobres ya los coloca­
rá de manera que ni siquiera se noten.» Una amable sonrisa
fuá la sola contestación de la santa carmelita, y al punto, a
pesar de la falta de estética que debía resultar del cambio,
puso en primera línea los ramilletes de los pobres.
Sobrecogida de admiración ante un acto de tan rara vir­
tud, fuá la Hermana conversa a acusarse de su imperfección
a la Reverenda Madre Priora, alabando con todo encomio la
paciencia y humildad de Sor Teresa del Niño Jesús.
Así, cuando la Reinecita voló de este destierro al reino de
su Esposo, esta misma Hermana, llena de fe en su poder,
puso su frente sobre los helados pies de la virginal criatu­
ra, pidiéndole perdón de su falta de otro tiempo. En el mis­
mo instante se sintió curada de la anemia cerebral que des­
de hacía muchos años le impedía todo trabajo intelectual,
aun la lectura y la oración mental

En vez de evitar las humillaciones, las buscaba con gran


diligencia; por eso se ofreció para ayudar a una Hermana
conocida por difícil de contentar; su generosa proposición
fuá aceptada. Un día que la había regañado con toda acri­
tud, le preguntó una novicia por qué estaba tan contenta.
Grande fuá su sorpresa al oir esta contestación: <Es que la
Hermana *** me ha cargado de vituperios. ¡Oh, cuánto me
ha complacido! Quisiera ahora encontrarla para poder son •
reirle.» En aquel mismo instante, la Hermana llamó a la
puerta, y la novicia, maravillada, tuvo ocasión de ver cómo
perdonan los santos.
Más tarde oiremos de sus labios: «Estaba tan elevada so-

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Sor Teresa del Niño Jesús.—XII 193

bre las cosas de la tierra, que las humillaciones me fortale­


cían para remontar más el vuelo.»
A todas estas virtudes añadía un valor extraordinario.
Desde los quince años, salvo los ayunos, se le dejó seguir
todas las prácticas de nuestra austera regla. A veces, sus
compañeras de noviciado observaban su palidez y procura­
ban que se la dispensase de los maitines del oficio de la no­
che, o de levantarse a primera hora déla mañana; pero la
venerada Madre Priora (1) jamás accedía a sus peticiones:
<Un alma de este temple - decía - no debe tratarse como a
una niña; las dispensas no se han hecho para ella. Dejadla,
que Dios la sostendrá. Por lo demás, si está enferma, es ella
quien lo ha de decir.»
Pero Teresa tenía por lema que antes de quejarse hay que
llegar hasta donde permitan las fuerzas. ¡Cuántas veces fue
a maitines con vahídos o con violentos dolores de cabeza!
<Puedo caminar todavía—se decía; pues bien, quiero cum­
plir con mi deber.» Y gracias a esta singular energía, reali­
zaba con sencillez actos heroicos.
Su delicado estómago se amoldaba difícilmente a la ali­
mentación frugal del Carmen, por lo cual había ciertos pla­
tos que la hacían enfermar; pero ella sabía disimularlo con
tanta maña, que nadie jamás lo sospechó. Su vecina en la
mesa dice que nunca pudo adivinar qué manjares prefería;
por esto las Hermanas cocineras, viéndola tan poco difícil,
le servían invariablemente las sobras.
Solamente durante su última enfermedad, cuando se le or­
denó que dijese cuáles eran los platos que le dañaban, fué
cuando se descorrió el velo de su mortificación.
(Cuando Jesús quiere que una sufra, decía entonces, es1

(1) Era la Reverenda madre María de Gonzaga, la cual había reco­


nocido en su novicia «un alma extraordinaria, santa ya, y con cualida­
des para ser más tarde una Priora escogida.» Por esto le dió aquella
educación religiosa tan viril, de que Teresa tanto se aprovechó, y de la
cual se le mostró filialmente reconocida, como lo dice en la Historia de
un alma. En sus manos entregó el último espíritu Sor Teresa del Niño
Jesús, dichosa, decía, de no teñer por Superiora en aquellos momentos a su
Madrecita, para poder ejercitar más su espíritu de fe en la autoridad.
La M. María de Gonzaga murió a la edad de 71 años, el día 17 de
Diciembre de 1904, asistida por la Rda. M. Inés de Jesús, entonces
Priora.
15

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194 Una rosa deshojada

absolutamente necesario pasar por ello. Así, mientras mi


hermana María del Sagrado Corazón (su hermana María)
fué previsora, se esforzaba en cuidarme con la ternura de
una madre, por lo cual parecía estar yo muy mimada. Sin
embargo de ello, ¡de cuántas mortificaciones me fué causa!
Porque ella me servía según sus gustos, justamente opuestos
a los míos.»

Su espíritu de sacrificio era inmenso. Todo cuanto había


de más penoso y menos agradable, lo tomaba para sí como si
le perteneciera de derecho; todo cuanto Dios le pedía pron­
tamente se lo daba, y para siempre.
(Durante el tiempo que estuve de postulante—dice—me
costaba gran trabajo vencerme para hacer ciertas mortifica­
ciones exteriores que se acostumbraban en nuestros conven­
tos; pero jamás cedí a mis repugnancias: me parecía que el
Crucifijo del patio me miraba con ojos suplicantes, y men­
digaba de mí aquellos sacrificios.»
Era tal su vigilancia, que nunca dejó de observar con to­
da fidelidad las más leves recomendaciones de la Madre
Priora, ni ninguna de esas insignificantes costumbres santas
que hacen la vida religiosa tan meritoria. Habiendo una
Hermana antigua observado su extraordinaria fidelidad en
este punto, la consideró desde entonces como santa.
Se complacía ella en decir que no hacía grandes peniten­
cias, y es que su gran fervor tenía en nada las que le eran
permitidas. Sucedió, con todo, que enfermó por haber lleva­
do demasiado tiempo una cruz pequeña de hierro con pun­
tas, las cuales se le clavaron en la carne. (Con seguridad que
no me habría sucedido esto por tan poca cosa - decía ella
después,—si Dios no hubiera querido hacerme comprender
que las grandes penitencias de los santos no son para mí ni
para las almas pequeñitas que sigan el mismo camino de in­
fancia.»
(Las almas más queridas de mi Padre—dijo un día Nues­
tro Señor a Santa Teresa, - son justamente las que El más
prueba; y la grandeza de las pruebas es la medida de su
amor.» Teresa, que era una de esas almas más queridas de

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Sor Teresa del Niño Jesús.—XII 195
Dios, iba a colmar su amor inmolándolo en un cruel y pro­
longado martirio.
Ya nos ha referido el llamamiento del Viernes Santo, 3 de
Abril de 1896, en el que oyó, según fiel expresión suya, <un
rumor lejano que le anunciaba la llegada del Esposo.» Lar­
gos meses muy dolorosos debían transcurrir aún, antes que le
llegara la hora bendita de la libertad.
Por la mañana de este mismo día de Viernes Santo, supo
con tal arte persuadir que su vómito de sangre no tenía im­
portancia alguna, que la Madre Priora le permitió hacer to­
das las penitencias que la regla prescribe para dicho día. Por
la tarde, una novicia la vió limpiando ventanas, estaba lívi­
da; a pesar de su gran energía, parecía completamente exte­
nuada. Viéndola tan acabada, la novicia, que la quería mu­
cho, rompió en llanto y le rogó que le permitiese interceder
en su favor pidiendo algún alivio. Pero su joven Maestra se
lo prohibió terminantemente, diciendo que bien podía so­
portar una fatiga en el mismo día en que Jesús tanto padeció
por ella.
Pronto una tos persistente alarmó a la E. M. Priora, pero
gracias al régimen tonificante a que sometió a Sor Teresa del
Niño Jesús, la tos desapareció por algunos meses. Entonces
fué cuando nuestra querida Hermanita dijo: <Verdadera­
mente, la enfermedad es un vehículo demasiado lento, no
cuento con ella, sino tan sólo con el amor.>
Anhelando ardientemente poder responder al apremiante
llamamiento del Carmen de Hanoi, comenzó una novena al
Venerable Teófano Vénard, con el fin de obtener su comple­
ta curación. Por desgracia, fue esta novena el punto de par­
tida de uno de los estados de mayor gravedad.

Después de haber (pasado por el mundo, como Jesús, ha­


ciendo bien;» después de haber sido olvidada y desconocida
como El, seguíale nuestra santita en la subida del doloroso
Calvario.
Acostumbrada la Madre Priora a verla sufrir siempre,
mostrándose siempre animosa, sin duda inspirada por Dios,
le permitió que siguiese todos los ejercicios de la Comuni­
dad, aunque algunos la fatigasen muchísimo.

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196 Una rosa deshojada

Llegada la noche, la heroica religiosa debía subir sola la


escalera del dormitorio, parándose en cada escalón, para to­
mar aliento, iba penosamente a la celda, donde llegaba de
tal modo aniquilada que necesitaba a veces (según más tar­
de manifestó ella misma) una hora entera para desnudarse.
Mas después de tantas fatigas, tenía que descansar sobre su
duro jergón.
Con lo dicho se comprenderá que pasaba muy mal las no­
ches; pero cuando se le preguntaba si necesitaba algo para
aquellas horas de sufrimiento, contestaba: «¡Oh, no! Me con­
sidero muy feliz en habitar una celda bastante retirada para
no ser oída de mis Hermanas. Gozo en poder sufrir sola: pe­
ro si me consuelan y colman de delicadezas, entonces dejo
de gozar. >
¡Oh santa joven!... ¡Qué imperio tan grande habías ad­
quirido sobre ti misma, cuando con toda verdad podías pro­
nunciar tales palabras!... ¡Así, precisamente lo que nos cau­
sa a nosotros tanta pena, el olvido de las criaturas, era lo
que constituía tu gozo!... ¡Ah, qué bien te sazonaba el divi­
no Esposo ese amargo gozar cuando tan agradable se to ha­
cía!
Frecuentemente le daban botones de fuego en el costado.
Cierto día que había padecido extraordinariamente, mien­
tras descansaba en la celda durante la recreación, oyó que
en la cocina hablaba de ella una Hermana en estos térmi­
nos: «No tardará en morir la Hermana Teresa del Niño Je­
sús; y a la verdad, no sé qué podrá decir de ella nuestra Ma­
dre después de su muerte. Se encontrará en un verdadero
apuro, porque esa Hermanita, a pesar de ser tan amable, no
ha hecho nada ciertamente que merezca ser referido.»
La enfermera, que lo había oído todo, dijo a Sor Te­
resa:
— Vamos, que si V. C. se apoyara en la opinión de las
criaturas, hoy hubiera tenido una gran desilusión.
— ¡La opinión de las criaturas! ¡Ah, felizmente me ha he­
cho siempre Dios la gracia de oirla con entera indiferencia!
Oiga un caso muy cómico que me ocurrió y que le mostrará
lo que vale:
Pocos días después de mi toma de hábito, fui a la celda de
nuestra Madre. Una Hermana de velo blanco, que se encon-
braba allí, en cuanto me vió, dijo: «¡Madre nuestra, V. E. ha

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Sor Teresa del Niño Jesús.—XII 197
recibido una novicia que le honra! ¡Tiene muy buen aspecto!
¡Confío que observará mucho tiempo la regla!» Estaba yo
muy satisfecha interiormente de la lisonja, cuando llegó otra
Hermana de velo blanco, y en viéndome, exclamó: <¡Pobre
Hermanita mía Teresa del Niño Jesús, qué semblante tan
abatido tiene! Su cara da miedo, si continúa así, poco tiem­
po seguirá nuestra santa regla...» No tenía yo más que die­
ciséis años, pero esta anécdota sirvióme de tal experiencia,
que desde entonces tengo absolutamente en nada la tan va­
riable y antojadiza opinión de las criaturas.»
— Dicen que V. C. nunca ha padecido mucho.
Entonces sonriendo Sor Teresa, tomó un frasco que conte­
nía una medicina de color rojo brillante, y dijo:
— ¿Ve V. C. esta botellita? Muchos creerían que contiene
un licor delicioso; en realidad nada tomo que sea más amar­
go. Pues bien, esta es la imagen de mi vida; a los ojos délos
demás, ha revestido siempre los más sonrientes colores; les
ha parecido que yo bebía un licor exquisito, mas era de aci­
barada amargura. Digo amargura, pero en verdad que mi
vida no ha sido amarga, porque he procurado convertir en
alegría y dulzura todo su amargor.
—V. O. debe padecer mucho ahora, ¿verdad?
— Sí, pero ¡lo he deseado tanto!
—¡Cuánto sentimos verla padecer tanto y pensar que qui­
zás padecerá más todavía! - decíanle sus novicias.
— ¡Oh! no se aflijan por mí; ya he logrado no poder pade­
cer más, porque me es dulce todo padecimiento. Además,
hacen muy mal en inquietarse por lo que de doloroso pueda
acontecer en adelante; esto casi equivale a considerarse uno
creador. Los que andamos por el camino del amor, jamás
debemos inquietarnos por nada. Si al padecer no considera­
ra sino el momento actual, me sería imposible conservar la
paciencia; pero cierro los ojos a lo pasado, me abstengo de
mirar lo por venir, y no atiendo sino al momento presente.
Si uno se desalienta, si a veces desespera, es porque se in­
quieta por lo pasado o por lo por venir. De todos modos,
rueguen por mí; porque con frecuencia cuando acudo al
cielo pidiendo socorro, es cabalmente cuando más me des­
ampara.
— ¿Y cómo se arregla V. C. para no desanimarse durante
este desamparo?

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198 Una rosa deshojada

—Me dirijo a Dios, y los santos, y les doy gracias por lo


menos; porque creo que se proponen ver hasta donde llega
mi esperanza... No en balde las palabras de Job penetraron
en mi corazón: «Aun dado que el Señor me quitare la vida,
en él esperaré (1).» Lo confieso, mucho me ha costado llegar
a este grado de abandono a la voluntad divina, pero ahora
ya lo he conseguido; el Señor me ha tomado y allí me ha co­
locado.»
— Mi corazón está lleno de la voluntad de Dios—añadía
ella.—Así, cuando algo se le echa por encima, no penetra
hasta el fondo; es un nada que fácilmente se desliza como el
aceite en la superficie del agua cristalina. ¡Ah, si mi alma
no estuviese previamente llena, si fuese menester llenarla
con los sentimientos de alegría y de tristeza que se suceden
tan presto, sería un torrente de amarguísimo dolor! Pero es­
tas alternativas sólo rozan mi alma; por esto quedo siempre
en profunda paz, que nada puede alterar.
Sin embargo de ello, su alma estaba envuelta en densas ti­
nieblas; sus tentaciones contraíate, siempre vencidas y siem­
pre renacientes, eran bastante para acibarar el gozo que sen­
tía al pensar en la proximidad de su muerte.
«Si no estuviese sujeta a pruebas tan rudas que es impo­
sible comprender—decía, - creo que moriría de gozo con sólo
pensar que pronto saldré de esta tierra.»
El divino Maestro trataba de acabar con estas mismas
pruebas la obra de purificación y darle medios, no sólo para
andar con paso rápido, sino para volar raudamente por su
caminito de confianza y de total abandono. Sus propias pala­
bras lo prueban a cada instante:
«No tengo más preferencia por la muerte que por la vida;
si el Señor me dejara escoger, nada escogería; no quiero sino
lo que El quiere; esto es lo que hace que yo ame.
»No me amedrentan los últimos combates, ni los padeci­
mientos de la enfermedad, por grandes que sean. Dios siem­
pre me socorrió, me ayudó y me llevó de la mano desde mi
más tierna infancia... Confío en él. Podrá el dolor llegar a
lo sumo, pero estoy cierta de que mi Dios iamás me abando­
nará.»1

(1) Job., XIII, 15.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—XII 199

Semejante confianza debía exasperar el furor del demonio,


que siempre en los últimos momentos pone en juego todas
sus astucias infernales para ver si consigue infiltrar la deses­
peración en los corazones.
< Anoche —decía ella a la M. Inés de Jesús-fui presa de
verdadera angustia; sí, se hicieron aún más densas las tinie
bias de mi alma. No sé qué voz maldita me decía: ¿Estás se­
gura de que Dios te amal ¿Te lo ha dicho? La opinión de las
criaturas no te justificará delante de El.
» Hacía ya largo rato que me atormentaban estos pensa­
mientos, cuando me trajeron su providencial esquela. V. R.
recordaba en ella, Madre mía, todos los privilegios que tie­
ne Jesús sobre mi alma, y como si le hubiese revelado mi
angustia, me decía que Dios me amaba con predilección y
que pronto recibiría de sus manos la corona eterna. Con es­
to renacía la tranquilidad y la esperanza en mi corazón, cuan­
do me asaltó esta duda: «El afecto que me profesa nuestra
Madre es el que le ha dictado estas palabras.» Por una ins­
piración súbita, cogí el santo Evangelio, lo abrí al azar, y
dieron mis ojos con estas palabras que nunca había adverti­
do: «Aquel a quien Dios envió habla palabras de Dios, por­
que Dios le da el espíritu sin medida(1).»
>Con esto me dormí enteramente consolada. V. R., Madre
mía, es la enviada de Dios cerca de mí; debo creerla, porque
dice las mismas cosas de Dios.»
i En el transcurso del mes de Agosto, permaneció muchos
días como fuera de sí, rogándonos encarecidamente que hi­
ciésemos rezar por ella. Nunca la habíamos visto en aquel
estado de indecible angustia, en medio de la cual repetía:
«¡Oh, si supiesen cuán necesario es rezar por los agonizan­
tes!»
Una noche dijo a la enfermera, suplicándole que rociara
su cama con agua bendita:
«El demonio anda en torno mío; no lo veo, pero lo siento...
¡Y no puedo rezar! Sólo puedo mirar a la Virgen Santísima
y decir: ¡Jesús, qué necesaria es aquella oración de comple-1
(1) Juan, III, 34.

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200 Una rosa deshojada

tas: Procul recedant somnia, et noctium phantasmata! «Lí­


branos de los fantasmas de la noche. > Advierto algo miste­
rioso... no padezco por mí, sino por otra alma... y el demo­
nio no quiere.»
La enfermera, hondamente impresionada, encendió un ci­
rio bendito, y el espíritu de las tinieblas huyó al punto para
no volver más. Con todo, nuestra Hermanita continuó con
angustias dolorosísimas hasta el fin de su vida.
Contemplando un día el cielo, una de nuestras Hermanas
le hizo esta reflexión:
«Pronto habitará V. C. más allá de este azulado cielo. ¡Con
qué amor lo contempla, ¿no es verdad?»
Contentóse con sonreír por toda respuesta, y después dijo
á la M. Priora:
«Madre mía, nuestras Hermanas ignoran mis padecimien­
tos. Cuando contemplaba el azulado firmamento, sólo pen­
saba en admirar el cielo material: el otro está cada vez más
cerrado para mí... En el primer momento me afligió la refle­
xión que me hicieron; pero después una voz interior me di­
jo: «Sí, mirabas el cielo por amor. Pues estando tu alma en­
teramente entregada al amor, todas tus acciones, aun las más
indiferentes, llevan este sello divino.» Este pensamiento me
consoló en el acto.»
En medio de las tinieblas que la envolvían enteramente,
el Carcelero divino entreabría a veces la puerta de su obscu­
ra cárcel; entonces se producía en su alma un trasporte de
confianza, de esperanza y de amor.
Paseándose un día por el jardín, sostenida por una de sus
Hermanas, se detuvo ante el cuadro conmovedor de una ga-
llinita blanca, cobijando bajo las alas a su graciosa familia.
Asomáronse las lágrimas a sus ojos, y volviéndose a su que­
rida compañera, le dijo: «No puedo permanecer más tiempo
aquí; entremos pronto...» Y continuó llorando largo rato en
su celda, sin poder articular palabra. Por fin, mirando a su
Hermana con celestial expresión, le dijo:
«Me ha asaltado la idea de la dulce comparación que eli­
gió nuestro Señor para asegurarnos su amor. ¡Durante toda
mi vida no ha hecho otra cosa conmigo: Me ha resguardado
totalmente bajo sus alas. No puedo explicar lo que pasó por
mi corazón. Bien hace Dios en ocultarse a mis miradas y en
no mostrarme, sino muy raras veces y como a través de una

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r
Sor Teresa del Niño Jesús.—XII 201
reja, los efectos de su misericordia; pues conozco que no pj
dría soportar tan inefable dulzura.»

No podíamos resignarnos a perder este tesoro de virtu*


El 5 de Junio de 1897 principiamos una ferviente noven!.
Nuestra Señora de las Victorias, confiando que también e¡
ta vez haría el milagro de volver la salud a su querida «flo­
recita». Mas nos dio igual respuesta que el Venerable mártir
Teófano, por lo que tuvimos que aceptar generosamente la
amarga perspectiva de la próxima separación.
A principios de Julio, habiendo aumentado notablemente
la gravedad, la bajamos ala enfermería.
Viendo su celda vacía y sabiendo que ya no volvería a
ocuparla jamás, le dijo la Madre Inés de Jesús:
—Cuando V. C. nos haya dejado, ¡cuánta pena me dará
mirar esta celda!
— Pues para consolarse, piense, Madrecita mía, que estoy
allá arriba con toda felicidad y que gran parte de mi dicha
la gané en esta celdita. Pues—añadió, levantando al cielo su
hermosa y profunda mirada, - en ella he padecido mucho, y
en ella hubiera muerto gustosa.
Al entrar en la enfermería, la primera mirada de Teresa
fué para la Virgen milagrosa que allí habíamos colocado.
Fuera temeraria empresa querer ponderar con palabras la
ideal expresión de aquella mirada.
— [Qué ve? —le dijo su hermana María, la misma que en
su infancia fué testigo de sus éxtasis y le sirvió también de
madre.
Ella respondió:
— ¡Jamás me ha parecido tan hermosa!... Pero hoy es la
imagen, mientras que la otra vez, bien sabe que no era la
imagen...
“Con frecuencia fué igualmente consolada después la angé­
lica joven. Una tarde exclamó:
«¡Oh, cuánto amo a la Virgen María! Si hubiera sido sa­
cerdote, ¡con cuánto encomio habría yo hablado de ella! Nos
la presentan inaccesible; mejor sería presentárnosla imita­
ble. ¡Tiene más de madre que de reina! Se ha dicho que su
brillo eclipsa el de todos los santos, así como el sol, al apa-

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202 Una rosa deshojada

recer la aurora, ahuyenta las estrellas. ¡Dios mío, cuán ex­


traño es esto! ¡Una madre que ofusca la gloria de sus hijos!
Yo pienso todo lo contrario; creo que aumentará, pero en
mucho, el esplendor de los elegidos... ¡La Virgen María!
¡Cuán sencilla parece que debió de ser su vida!)
Y así continuó su discurso, haciéndonos una pintura tan
suave y embelesadora de la vida íntima de la Sagrada Fa­
milia, que nos dejó admiradas.
Una prueba muy penosa la estaba aguardando. Desde el
día 16 de Agosto hasta el día 30 de Septiembre, día feliz de
su eterna comunión, a causa de sus continuos vómitos, no le
fué posible recibir la Sagrada Eucaristía. ¡El pan de los An­
geles! ¿Quién lo había deseado con más fervor que este sera­
fín de la tierra? ¡Cuántas veces, aun en el rigor del invierno
de aquel año último, después de haber pasado la noche con
tormentos atroces, tenía valor para levantarse a la mañana
siguiente, a fin de acercarse a la Santa Mesa! ¡Nunca creyó
comprar demasiado cara la dicha de unirse a su Dios!
Antes de verse privada de este Pan celestial, visitóla
nuestro Señor a menudo en su lecho de dolor. La comu­
nión de 16 de Julio, fiesta de Nuestra Señora del Carmen,
fué verdaderamente conmovedora. Durante la noche, com­
puso las siguientes estrofas, que debían cantarse antes de la
comunión:
Til que mi pequefiez miras piadoso
Y no desdeñas descender a mí,
Entra en mi corazón, ¡Rey del Sagrario!
Ya lo ves palpitar... sólo por Ti.
Y luego... ¡nada más!... Seré dichosa
Si me dejas, mi Bien, morir de amor...
Mira ¡oh Jesds! el grito de mi alma:
¡Reina en mi corazón/

Pues mi gran pequefiez Tú no desdeñas


Ya que no temes descender a mí,
Aprenda yo el amor que Tú me enseñas,
Reciba yo esa gran virtud de Ti.
Mi pecho lleno de candor divino,
¡Oh Sacramento! clamará favor,
Puesto que eres mi vida y mi destino,
¡Guarda mi amorI
Por la mañana, al paso del Santísimo Sacramento, una

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Sor Teresa del Niño Jesús.—XII 203
tupida alfombra de flores silvestres y rosas deshojadas cubría
el enlosado de los claustros. Un joven sacerdote, que debía
celebrar su primera Misa en nuestra capilla, llevó el sagra­
do Viático a nuestra querida enferma; y Sor María de la
Eucaristía, cuya melodiosa voz tenía vibraciones celestiales,
cantó para satisfacer sus deseos:

Morir de amor. Dios Santo, martirio es delicioso,


Martirio que yo anhelo sufrirlo venturoso,
Querubes del Empíreo, templad vuestra áurea lira;
Porque, según presiento, ya mi destierro expira.
Dardo inflamado, hiere, hiéreme prontamente,
Y el corazón traspasa, que triste aquí se siente.
En este mundo sea verdad el sueño mío:
Morir ¡oh Jesús pío!
Morir de amor ardiente.

Algunos días después, la pequeña víctima de Jesús em­


peoró, y el día 30 de Julio recibió la Extremaunción. Enton­
ces, radiante de alegría, nos dijo:
<Ya la puerta de mi lóbrega prisión se ha entreabierto; es­
toy muy contenta, sobre todo desde que nuestro Padre Su­
perior me ha asegurado que mi alma se parece hoy a la de
un niño después del bautismo.
No hay duda que pensaba volar pronto a la blanca falan­
ge de los Santos Inocentes; pero no sabía que faltaban aún
dos meses de prolongado martirio, antes de conseguir la tan
suspirada libertad.
Cierto día, dijo a la Madre Priora:
«Madre mía, le ruego que me dé permiso para morir... Dé-
ieme ofrecer mi vida para tal intención...
Siéndole negado este permiso:
«Pues bien replicó,—yo sé que, en este momento, tanto
desea Dios un racimito de uva que nadie quiere ofrecerle,
que se verá obligado a venir a robarlo... Yo nada pido, por­
que sería salir de mi vía de abnegación: sólo ruego a la Vir­
gen María que recuerde a su Jesús el título de «Ladrón»
que El mismo se dió en el Santo Evangelio, para que no ol­
vide venir a «robarme.»
Le presentaron un día un haz de espigas de trigo. Tomó
una tan repleta de granos, que se doblegaba el tallo por el

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204 Una rosa deshojada

peso; la contempló largo rato, y luego dijo a la Madre


Priora:
«Madre mía: esta espiga es la imagen de mi alma. ¡Dios,
en su bondad, me ha colmado de gracias, para bien mío y
de otras muchas almas!... ¡Ah, quiero inclinarme siempre
bajo la abundancia de los dones celestiales, reconociendo que
todo nos viene de arriba!)
Ciertamente no se engañaba. Sí, su alma estaba colmada
de gracias... ¡Con qué facilidad nos parecía distinguir el Es­
píritu de Dios cantando sus propias glorias por medio de
aquella boca inocente!
Este Espíritu de verdad fué el que hizo escribir a la gran
Teresa de Avila:
«Las almas a quien su Majestad ha hecho tan gran mer­
ced de que lleguen a este estado (de unión), que se conozcan
y tengan en mucho, con una humilde y santa presunción.
No curen de unas humildades que hay, que les parece hu­
mildad no entender que el Señor les va dando dones. En­
tendamos bien, bien como ello es, que nos los da Dios sin
ningún merecimiento nuestro... Es cosa muy clara que ama­
mos más a una persona, cuando mucho se nos acuerdan las
buenas obras que nos hace. Pues ¿cómo aprovechará y gasta­
rá con largueza el que no entienda que está rico (1 )?>

Mas no es esta la última vez que Teresita de Lisieux pro­


nunció palabras verdaderamente inspiradas.
En el mes de Abril de 1895, cuando todavía estaba bien de
salud, hizo la siguiente confianza a una antigua religiosa dig­
na de entero crédito:
«Pronto moriré; no quiero decir que sea dentro de al­
gunos meses, pero sí dentro de 2 o 3 años a lo más; lo pre­
siento por el estado de mi alma.)
«He aquí mi secreto—les dijo:—jamás las corrijo sin an­
tes invocar a la Santísima Virgen; siempre le pido que me
inspire lo que más necesitan; algunas veces hasta yo mis­
ma me admiro de lo que les enseño. Sencillamente, veo1

(1) Santa Teresa, Vida cap. X, n.° 4, y cap. XV, n.° 2.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—XII 205
cuando se lo digo que no me equivoco y que Jesús habla por
mi boca.»
Durante su enfermedad, una de sus Hermanas acababa de
pasar un momento de penosa angustia, pensando en la pró­
xima e inevitable separación. Entrando luego en la enfer­
mería, sin dejar traslucir por su exterior la pena interna
que la afligía, quedó totalmente sorprendida cuando oyó que
nuestra santa enfermita le decía con acento serio y triste:
<¡No debiéramos llorar como aquellos que carecen de toda
esperanza!»
Visitándola una de nuestras Madres, le hizo un pequeño
servicio. (Cuán feliz sería—pensaba-si este ángel me dije­
se: ¡desde el cielo se lo pagaré!» En el mismo instante Sor
Teresa del Niño Jesús, volviéndose hacia ella, le dijo: <Ma­
dre mía desde el cielo se lo pagaré!»
Pero lo más sorprendente es que parece que tenía concien­
cia del cargo que Dios le había confiado al darle la existen­
cia. El velo de lo por venir parecía haberse descorrido ante
ella; más de una vez nos reveló sus secretos con profecías
que ya se han cumplido:
{Jamás he hado a Dios otra cosa que amor - decía;—pues
bien, El me devolverá amor. ¡ Después de mi muerte, haré
CAER UNA LLUVIA DE ROSAS!
Hablábale una Hermana de la perfecta felicidad de que
se goza en el cielo; mas ella la interrumpió diciendo:
—No es eso lo que me atrae...
—¿Pues qué?
— ¡Oh es el Amor! Amar, ser amada y volver a la tierra
para hacer amar al Amor.
Una tarde, recibió a la Madre Inés de Jesús con semblan­
te particular de serena alegría:
{Madre mía, acabo de oir las perdidas notas de un con­
cierto lejano; he pensado que pronto escucharé melodías in­
comparablemente mejores; pero esta esperanza no ha llegado
a satisfacerme más que por un instante; otra esperanza es la
que verdaderamente hace latir mi corazón: el amor que re­
cibiré y el que podré comunicar.
>Présiento que mi destino va a empezar, mi destino de ha­
cer amar a Dios como yo le amo... de enseñar mi caminitoa
las almas. Quiero pasar mi cielo haciendo bien en la
tierra. Esto no es imposible, puesto que en el. seno mismo

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206 Una rosa deshojada

de la visión beatífica, los ángeles velan por nosotros. ¡No, no


podré tener ningún descanso hasta el fin del mundo! Mas
cuando el ángel haya dicho (que ya no habrá más tiempo (1),>
entonces descansaré y podré gozar, porque el número de los
escogidos estará ya completo.
— ¿Qué caminito quiere, pues, enseñar a las almas1?
— Madre mía, el camino de la infancia espiritual, el ca­
mino de la confianza y del abandono total. Quiero indicarles
los medios sencillos y fáciles que a mí me han dado resulta­
do excelente, y decirles que tan sólo una cosa debe hacerse
acá abajo: [Obsequiar a Jesús con las flores de los pequeños
sacrificios, ganarle con caricias! ¡Así es como yo le he con­
quistado; por eso seré allá tan bien recibida!
(Si con mi caminito de amor las indujese a error—le decía
a una novicia,—no teman que se lo deje seguir por mucho
tiempo. Pronto me aparecería para decirles que tomen otro
camino; pero si no vuelvo, crean en la verdad de mis pala­
bras: Jamás se tiene demasiada confianza en Dios, ¡tan po­
tente y misericordioso es!¡Se obtiene de El todo cuanto de El
se espera!...
La víspera de la fiesta de Nuestra Señora del Carmen, le
dijo una novicia:
(Si muriese mañana, después de la comunión, sería una
muerte tan preciosa, que según me parece, me dejaría con­
solada de toda mi pena.»
Pero Teresa respondió con viveza:
(¡Morir después de la comunión! ¡Un día de gran fiesta!
No, no será así: las almas pequeñitas no podrían imitar es­
to. En el caminito que yo enseño, no hay más que cosas muy
ordinarias: es preciso que todo lo que yo haga puedan hacerlo
igualmente las almas pequeñitas.
He aquí lo que escribía a uno de sus hermanos misio­
neros:
(Lo que me impele hacia la patria de los cielos, es el lla­
mamiento del Señor, la esperanza de amarle, en fin, como
tanto lo he deseado, el pensamiento de que podré hacerle
amar de una muchedumbre de almas que le bendecirán eter­
namente.»
En otra ocasión escribía:
(1) Apoc., X, 6.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—XII 207
<No cuento con estar inactiva en el cielo, pues mi deseo
es trabajar por la Iglesia y por las almas; esto es lo que pi­
do a Dios; estoy cierta de que me lo concederá. Ya ven,
pues, que si abandono el campo de batalla, no es impulsada
por el deseo egoísta del descanso. Desde hace bastante
tiempo que mi cielo de acá abajo es el padecer; por esto no
acierto a coordinar la idea de cómo me será posible aclima­
tarme en un país donde impera el gozo sin mezcla alguna
de pesar. Será menester que Jesús transforme del todo mi
alma; de lo contrario, no podría soportar el goce délas eter­
nas delicias.»
Sí, el padecimiento había llegado a ser su cielo acá en la
tierra; ella se sonreía como nosotros sonreímos a la felicidad.
(Guando padezco mucho —decía,—cuando me ocurren su­
cesos penosos o desagradables, en vez de tomar un aspecto
triste, contesto con una sonrisa. Al principio, no siempre lo
conseguía; pero ahora ya es un hábito que estoy muy satis­
fecha de haber contraído.»
Una Hermana dudaba de su paciencia. Cierto día, al visi­
tarla, observando en su semblante una expresión de alegría
celestial, quiso saber la causa de ella.
(Es porque experimento muy vivo dolor—respondió Tere­
sa; siempre me esforcé en amar las penas y en darles buena
acogida.»
— ¿Por qué está tan alegre esta mañana? - le preguntaba
la Madre Inés de Jesús.
— Porque he tenido dos trabajillos; nada me causa tanta
alegría como esos trabajillos.
En otra ocasión:
— ¿Verdad que hoy ha padecido muchos trabajos?
— Sí, pero... ¡puesto que los amo!... Me gusta todo lo que
Dios me envía.
—¿Es horroroso lo que padece?
—No, no es horroroso. Una pequeña víctima de amor,
¿puede encontrar horroroso lo que su Esposo le envía? A ca­
da instante me da lo que puedo soportar; nada más. Si lue­
go aumenta mi congoja, aumentan también mis fuerzas. Con
todo, jamás me atrevería a pedir padecimientos mayores,
porque soy demasiado pequeña. Además, ellos entonces se­
rían míos propios y tendría que soportarlos sola; pero jamás
yo sola he podido hacer cosa alguna.

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208 Una rosa deshojada

Así hablaba desde su lecho de muerte esta virgen sabia y


prudente, cuya lámpara, siempre llena de aceite de las vir­
tudes, resplandeció luminosa hasta el fin.
Habiéndonos dicho el Espíritu Santo en el libro de los
Proverbios: <La doctrina del hombre se prueba por la pa­
ciencia (1),> las que la oyeron pueden creer en su doc­
trina, ahora que la ha demostrado con paciencia inven­
cible.

A cada visita, mostrábase el médico más admirado; <¡Ah,


si supieran cuánto resiste! Jamás vi padecer tanto con ese
semblante de alegría sobrenatural. ¡Es un ángel!» Y como le
manifestásemos nuestro sentimiento a la idea de perder se­
mejante tesoro: <No está en mi mano curarla - dijo:—es un
alma que no es para la tierra.»
En vista de su extrema debilidad, ordenó específicos re­
constituyentes. Teresa se entristeció al principio, porque eran
muy caros; pero luego nos dijo:
<Ahora ya no me aflige tomar remedios caros, pues leí que
Santa Gertrudis se alegraba de ello pensando que todo re­
dundaría en ganancia para los bienhechores, puesto que
Nuestro Señor dijo: <En verdad os digo, que en cuanto lo
hicisteis a uno de estos mis hermanos pequeñitos, a mí lo hi­
cisteis (2).»
< Estoy convencida de la inutilidad de los medicamentos
para curarme añadía; - pero me he arreglado con Dios pa­
ra que aprovechen a los pobres misioneros que no tienen
tiempo ni medios para cuidarse.»

Conmovido por las diferentes atenciones de su querida es­


posa, el Señor, que jamás se deja vencer en generosidad, la
(1) Prov., XIX, 11,
(2) Mat., XXV, 40.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—XII 209
rodeaba también de sus divinos cuidados: ora eran gavillas
floridas enviadas por su familia, ora un pitirrojo que venía
a saltar sobre su cama, mirándola con aire amistoso y ha­
ciéndole mil gracias.
<Madre mía—decía entonces nuestra hija,—siento pro­
fundo agradecimiento por la delicadeza con que Dios me
trata; exteriorícente me veo colmada de ellas... pero es­
toy sumida en las más densas tinieblas... ¡Padezco mucho...
sí, mucho! A pesar de ello, gozo de paz extraordinaria', to­
dos mis deseos se han realizado... Me siento llena de con­
fianza.»

Algún tiempo después, refería ella misma este rasgo con­


movedor:
<Una noche en tiempo del gran silencio vino la enfermera
a ponerme una botella de agua caliente a los pies y a darme
una pintada de tintura dé yodo en el pecho.
>Me consumía la fiebre y me devoraba una sed ardentísi­
ma. Teniendo que soportar tales remedios, no pude menos
de dirigir dolorida queja a Nuestro Señor: «¡Jesús mío!—le
dije, Vos lo sabéis mejor que yo: estoy ardiendo y me traen
todavía calor y fuego. ¡Ah, si en lugar de todo esto me tra­
jesen un vasito de agua, cuánto más aliviada me encontra­
ría!... ¡Jesús mío, vuestra hijita tiene mucha sed! Con todo,
se considera feliz hallando ocasión de que le falte lo necesa­
rio para asemejarse más a Vos y para contribuir a la salva­
ción de las almas.»
>Pronto la enfermera se marchó; ya no contaba volver a
verla hasta la mañana siguiente, cuando, con gran sorpresa
mía, volvió algunos minutos más tarde trayendo una bebida
refrescante: «Acaba de ocurrírseme que tal vez tenga sed
—me dijo.—En adelante tomaré la costumbre de ofrecer a
V. C. este alivio todas las noches.» Yo la miré estupefacta, y
cuando estuve sola, me puse a llorar. ¡Oh, cuán bueno es
nuestro Jesús! ¡Cuán dulce, tierno y amoroso! ¡Cuán fácil
cosa es enternecer su corazón!»
Una de las delicadezas del Corazón de Jesús que causaron
mayor alegría a su esposa, fué la del 6 de Septiembre, día en
que, por una circunstancia verdaderamente providencial, re-
16

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210 Una rosa deshojada

cibimos una reliquia del Venerable Teófano Vénard. Varias


veces había ya manifestado el deseo de poseer algo que hu­
biese pertenecido a su bienaventurado amigo; pero viendo
que no trataban de conseguirlo, dejó de hablar de ello. Así su
emoción fue grande cuando la Madre Priora le remitió el pre­
cioso objeto; lo cubrió de besos y jamás quiso separarse de él.
i Por qué quería tanto al angélico misionero? Ella misma
lo confió a sus amadísimas Hermanas en una conmovedora
conversación:
<Teófano Vénard es un santito, de vida completamente
ordinaria. Amaba mucho a la Virgen Inmaculada, y también
a su familia.)
Haciendo hincapié en estas últimas palabras, dijo:
<¡Yo también amo mucho a mi familia! ¡No comprendo a
los santos que no aman a su familia!... Como recuerdo de
despedida, he copiado algunos párrafos de las últimas cartas
que él escribió a sus padres; son exactamente mis pensa­
mientos; mi alma se parece a la suya.)
Transcribimos a continuación esta carta, la cual se creería
salida de la pluma y del corazón de nuestro ángel:
«Nada encuentro en la tierra que me haga feliz; mi corazón es dema­
siado grande para que nada de cuanto en el mundo se llama dicha,
pueda satisfacerle. Mi pensamiento se eleva hacia la eternidad; el tiem­
po toca a su término. Mi corazón está sosegado como las aguas tranqui­
las de un lago adormecido, o como la bóveda azul de un cielo sereno.
No echo de menos la vida de este mundo; tengo sed de las aguas de la
vida eterna...
& Aguardad todavía un poco; mi alma dejará la tierra, concluirá su
destierro y terminará su combate. ¡Me voy al cielo! Voy a entrar en la
residencia de los escogidos; veré bellezas que jamás el hombre ha visto;
oiré armonías que jamás oído alguno escuchó; gozaré delicias que jamás
el corazón acertó a desear!... ¡Heme aquí llegada a aquella hora que
tanto hemos deseado todas! Es verdaderamente cierto que elige el Señor
los pequeñuelos para confundir a los grandes de este mundo. Yo no me
o en mis propias fuerzas, sino en la fuerza de Aquel que sobre el
n 3ro de la cruz venció a las potestades del infierno.
»Soy una flor primaveral que el divino jardinero arranca para su re­
creo. Todas somos florecitas plantadas en esta tierra, las cuales se las
lleva Dios a su debido tiempo; unas un poquito antes, otras un poquito
después... ¡Yo, efímera pequefiuela me voy la primera! Un día nos en­
contraremos en el paraíso, y allí gozaremos de la verdadera felicidad.>
Sor Teresa del Niño Jesús
apropiándose las palabras del angélico mártir Teófano Vénard.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—XII 211

Hacia fines de Septiembre, como fuesen a referirle algo de


lo que se había dicho durante la recreación, respecto a la
responsabilidad que contraen los que tienen cargo de almas,
reanimándose un instante, pronunció estas hermosas pala­
bras:
«Con los pequeños se usará de compasión (1). Puede
una muy bien permanecer pequeña, aun en el desempeño
de los cargos más temibles. [No está acaso escrito que al
fin de los tiempos «se levantará Dios para salvar a todos
los mansos de la tierra (2).> ¡No dice «juzgar,> sino «sal­
var!»
Con todo, la ola del dolor iba creciendo cada vez más.
Pronto la debilidad llegó a ser tal, que la santa enfermita
quedó imposibilitada de hacer, sin que la ayudasen, el más
ligero movimiento. Oir hablar cerca de ella, aunque fuese en
voz baja, la atormentaba muchísimo; la fiebre y la opresión
no la dejaban hablar palabra sin quedar aplastada. Mas,
aun hallándose en tal estado, jamás la sonrisa abandonó sus
labios. Sólo un cuidado la apenaba: el temor de dar trabajo
excesivo a las Hermanas. Hasta la antevíspera de su muer­
te, quiso quedarse sola por la noche; pero la enfermera se
levantaba varias veces, aunque fuese contrariándola. Una
vez, al visitarla, la encontró con las manos juntas y los ojos
elevados al cielo.
— [Qué hace así?—le preguntó.—Debería intentar dormir.
— ¡No puedo, Hermana mía; padezco demasiado! ¡Qué he
de hacer sino orar!...
— [Qué le dice a Jesús?
—No le digo nada. ¡Le amo!

«¡Oh, cuán bueno es Dios!...—exclamaba a veces.—Sí, es


menester que sea muy bueno para darme la fuerza de sopor­
tar todo cuanto padezco.»
Un día dijo a la Madre Priora:
«Madre mía, quisiera confiarle el estado de mi alma, pero
no puedo, estoy demasiado conmovida ahora.»
(1) Sabiduría, VI, 7,
(2) Salmo LXXV, 10.

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212 Una rosa deshojada

Por la noche le remitió las siguientes líneas, trazadas con


lápiz y temblorosa mano:
<¡Oh Dios mío, qué bondad tan grande tenéis para con
esta pequeña víctima de vuestro misericordioso amor! Nisi
quiera en este momento en que juntáis el tormento exterior
a las rudas pruebas de mi alma, puedo decir: «Cercáronme
dolores de muerte (1),> sino que exclamo, poseída de recono­
cimiento: «Aunque caminase yo por medio de las sombras de
la muerte, no temeré ningún desastre; porque tú estás con­
migo, Señor (2).>
—Algunas creen que V. C. tiene miedo a la muerte—le di­
jo su «Madrecita.»
—Podrá ser así; jamás me apoyo en mis propias ideas,
porque sé cuán flaca soy; pero quiero gozar del sentimiento
que ahora Dios me concede; siempre quedará tiempo para
probar el opuesto sentimiento de aflicción. El P. Capellán
me ha dicho: «¿Está V. C. resignada a morir?» y yo le be
contestado: «¡Ah Padre mío, creo que sólo se necesita re­
signación para vivir!... Para morir lo que experimento es
alegría.»
»No se ponga triste, Madre mía, si padezco mucho y no
experimento ningún signo de felicidad en el último momen­
to de mi vida. ¿No murió Nuestro Señor víctima de amor?
Con todo, vea cuál fué su agonía...»
¡Amaneció por fin la aurora del día eterno! En la mañana
del 30, queriendo dar cuenta de su última noche de destie­
rro, miró la estatua de María, diciendo:
«¡Ah, con qué fervor le he suplicado!... Pero no hay mez­
cla alguna de consuelo en mi agonía... Me falta el aire déla
tierra. ¿Cuándo me será dado respirar el del cielo?»
A las dos y media se incorporó en el lecho, cosa que no
podía hacer desde muchas semanas, y exclamó:
«¡Madre mía, estoy apurando el cáliz hasta las heces!
No, jamás hubiera creído que fuera posible padecer tanto...
Sólo puedo explicármelo por el vehemente deseo de salvar
almas...»
Al poco rato añadió:
«Todo cuanto he escrito sobre mis ansias de padecer ¡ah!

g) Salmo XVI], 5.
Salmo XXII, 4.

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Sor Teresa del Niño Jesús.—XII 213
es mucha verdad. No me arrepiento de haberme entregado al
amor.
Repitió muchas veces estas últimas palabras, y un poco
más tarde estas otras:
«Madre mía, prepáreme a morir bien.»
Su venerable Priora animóla con estas palabras:
— Hija mía, está V. C. preparada a comparecer ante Dios,
porque ha practicado siempre la virtud de la humildad.
La joven religiosa dió entonces de sí misma este hermoso
testimonio:
—Sí, tengo la convicción de que mi alma no ha buscado
nunca sino la verdad... Sí, he comprendido la humildad de
corazón!
A las cuatro y media se presentaron los síntomas de la
agonía. En cuanto nuestra
angelical moribunda vió en­
trar a la Comunidad, le dió
las gracias con su más gra­
ciosa sonrisa; luego comenzó
la lucha suprema, sostenien­
do el crucifijo entre sus des­
fallecidas manos y entregán­
dose completamente al amor
y al sufrimiento. Temblaba,
un sudor copioso cubría su
rostro... Mas, a semejanza
del piloto que en medio de
furiosa tempestad vislumbra
muy cerca el puerto y no
ierde el valor, así esta alma
ena de fe; daba valerosa­
mente las últimas remadas
para alcanzar la ribera eter­
na, cuyo faro luminoso ya
veía muy cerca.
Cuando la campana del convento dió el toque de la ora­
ción de la tarde, fijó una mirada indecible en la Estrella de
los mares, la Virgen Inmaculada. ¿No era acaso el momento
de cantar:
Ttí que venir quisiste a sonreirme
de mi vida en la aurora,

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214 Una roso deshojada

No me niegues ¡oh Madre! tu sonrisa


Hoy que a su tarde ya mi vida toca.

A las siete y algunos minutos, volviéndose nuestra peque­


ña mártir hacia la Madre Priora, le dijo:
—Madre mía, ¿no estoy ya en la agonía?... ¿No voy a mo­
rir?...
—Sí, hija mía, es la agonía, pero quizá desee prolongarla
Jesús algunas horas.
Entonces con dulce voz y plañidero acento, añadió:
—Bueno... vamos... vamos. ¡Ah! no quisiera padecer me­
nos de lo que padezco.
Mirando después su crucifijo, exclamó:
«¡Oh, le amo!... ¡Dios mío... os... amo!!!»
Estas fueron sus últimas palabras. Apenas las hubo pro­
nunciado, cuando con gran sorpresa nuestra se desmayó de
pronto, quedando con la cabeza inclinada hacia la derecha,
en la actitud de aquellas vírgenes mártires que vemos
ofreciéndose ellas mismas al filo del cuchillo; o más bien,
como una víctima de amor, esperando que el divino Ar­
quero le dispare la abrasada flecha, de cuya herida desea
morir...
De pronto se reanimó, como si la llamara una voz miste­
riosa; abrió sus ojos y los fijó, con brillante expresión de paz
celestial y de indecible sorpresa, un poco más arriba de la
imagen de María.
Duró esta mirada el espacio de un Credo; su alma bien­
aventurada, presa del Aguila divina, voló a los cielos.
Algunos días antes de abandonar el mundo, nos había di­
cho este ángel: «La muerte de amor que deseo, es la de Je­
sús en la Cruz.» Su anhelo fué plenamente satisfecho: las ti­
nieblas y las angustias no la abandonaron en su agonía. Mas
también podemos aplicarle la sublime profecía de San Juan
de la Cruz, respecto a las almas que se consumen en la cari­
dad divina:
«La muerte de semejantes almas es muy suave y dulce,
más que les fué la vida espiritual toda su vida; porque mue­
ren con ímpetus y encuentros sabrosos de amor, como el cis­
ne, que canta más dulcemente cuando se quiere morir. Que
por esto dijo David que «la muerte de los justos es precio-

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Sor Teresa del Niño Jesús.—XII 215

sa (1);> porque allí van a entrar loa ríos del amor del alma
en el mar del amor; y están allí tan anchos y reposados, que
parecen ya mares (2).»
Tan luego como nuestra blanca paloma alzó su vuelo, que­
dó grabada en su frente la alegría del último instante, e ine­
fable sonrisa animó su rostro. Le pusimos una palma entre
las manos,y rosas y azucenas rodearon completamente los
despojos virginales de la que se llevó al cielo el blanco ata­
vío del bautismo enrojecido con la sangre de su martirio de
amor. Todo el día del sábado y del domingo no cesó de afluir
a la reja del coro numerosa y devota muchedumbre que con­
templó piadosamente en la majestad de la muerte a la Rei-
nerita siempre graciosa, haciendo tocar en su cadáver cente­
nares de rosarios, medallas y aun joyas.

Sepultura de Sor Teresa del Niño Jesús


en el cementerio de Lisieux.

El 4 de Octubre, día de su entierro, la vimos rodeada de


hermosa corona de sacerdotes, honor que le correspondía de
derecho, por lo mucho que había rogado por los ministros
del Señor. Después de haber sido solemnemente bendecido
este precioso grano de trigo, fué echado en el surco por las
manos maternales de la Iglesia...
¿Quién es capaz de calcular ahora el número de espigas

(1) Salmo CX V, 16.


(2) San Juan de la Cruz, Llama de Amor viva, Canción 1.» Verso VI.

Biblioteca Nacional de España


216 Una rosa deshojada

que han germinado ya de este grano bendito?... Una vez más


se han realizado magníficamente las palabras del divino
Sembrador: «En verdad os digo que si el grano de trigo que
cae en la tierra no muere, queda infecundo; pero si muere
produce mucho fruto (1).
(1) San Jnan, XII, 24.

Biblioteca Nacional de España


APENDICE

<Yo te alabo, Padre, Señor del cie­


lo y de la tierra, porque has encu­
bierto estas cosas a los sabios y pru­
dentes, y descubiértolas a los pe-
queñuelos.»
Luc., X, 21,

Biblioteca Nacional de España


RETRATO FÍSICO
DE

SOE TERESA DEL NIÑO JESÚS

En el retrato que Ribera nos dejó de la gran Teresa de Je­


sús, encontramos los rasgos con que está fielmente pintada
Teresita del Niño Jesús (salvo ligeras modificaciones indica­
das en letra cursiva):
«Era de muy buena estatura y hermosa. El rostro fino y
regular, de muy buen tamaño y proporción, la color blanca y
encarnada, y cuando estaba en oración, se le encendía y po­
nía hermosísima, todo él limpio y apacible: el cabello rubio,
las manos pequeñas y muy lindas. Toda junta parecía muy
bien, y de buen aire en el andar, y era tan amable y apaci­
ble, y con tal sencillez al mismo tiempo, que a todas las per­
sonas que la miraban comúnmente aplacía mucho.) (Ribera,
Vida de Santa Teresa, Lib. IV, Cap. 1).

Biblioteca Nacional de España


Acto de ofrecimiento de sí misma, como
víctima de holocausto al Amor miseri­
cordioso.

Hallóse este escrito, después de la muerte de Sor Te­


resa del Niño Jesús, en el libro de los Santos Evange­
lios, gue llevaba día y noche sobre su corazón.

¡Oh Dios mío, Trinidad bienhechora, deseo amaros y ha


cer que os amen, y trabajar en la edificación de la Santa
Iglesia, salvando las almas que viven en el mundo, y liber­
tando las que sufren en el purgatorio. Deseo cumplir en ab­
soluto vuestra voluntad y conseguir el grado de gloria que
me habéis preparado en vuestro reino; en una palabra, deseo
ser santa, pero conozco mi debilidad, por lo que os pido,.
Dios mío, que seáis Vos mismo mi santidad. Puesto que
vuestro amor ha llegado al extremo de darme a vuestro único
Hijo para que sea mi Salvador y Esposo, los tesoros infini­
tos de sus méritos me pertenecen: me complazco, pues, en
ofrecéroslos, suplicándoos que no me miréis sino en la Faz
de Jesús y en su corazón abrasado de amor.
Os ofrezco también todos los méritos de los Santos que
están en el cielo y en la tierra, sus actos de amor y los de los
santos Angeles. En fin, os ofrezco, ¡oh Trinidad Santísima!,
el amor y los méritos de la Virgen Santísima, mi querida
Madre; a ella entrego mi ofrenda, suplicándole que os la
presente.

Biblioteca Nacional de España


220 Una rosa deshojada

Su divino Hijo, mi amadísimo Esposo, cuando estaba en


este mundo, nos dijo: Cuanto pidiereis al Padre en mi nom­
bre, os lo concederá (Juan, XVI, 23).
Estoy, pues, segura de que escucharéis mis deseos... Lo
sé, Dios mío: cuanto más queréis dar, más os hacéis desear.
Mi corazón tiene deseos inmensos; por esto, con toda con­
fianza, os pido que vengáis a tomar posesión de mi alma. ¡Ah!
no puedo recibir la sagrada Comunión con la frecuencia que
deseo; pero, Señor, [no sois omnipotente] Permaneced en mí
como en el Tabernáculo; no os alejéis jamás de vuestra pe-
queñita hostia.
Quisiera consolaros de la ingratitud de los malos, y os rue­
go que me quitéis la libertad de ofenderos. Si caigo por de­
bilidad, vuestra divina mirada purifique al momento mi al­
ma, consumiendo todas mis imperfecciones, como el fuego
que todo lo transforma en sí mismo.
Gracias, Dios mío, por todos los dones que me habéis
otorgado, y especialmente por haberme hecho pasar por el
crisol del sufrimiento. En el día del Juicio os contemplaré
con alegría llevando en las manos el cetro de la cruz; y
puesto que me habéis hecho participante de esta tan precio­
sa cruz, espero asemejarme a Vos en el cielo y ver brillar
en mi cuerpo glorificado las llagas sagradas de vuestra pa­
sión.
Después de este destierro, espero ir a gozar en la patria
celestial; pero no quiero atesorar méritos para el cielo, sino
trabajar sólo por vuestro amor, con el único fin de agradaros,
de consolar vuestro Sagrado Corazón y salvar almas que os
amen eternamente.
En el ocaso de la vida me presentaré ante Vos con las
manos vacías, pues no os pido contéis mis obras... Quiero
revestirme de vuestra propia justicia y recibir de vuestro
amor la posesión eterna de Vos mismo. ¡Oh Amado Bien
mío, no deseo otro trono ni corona que a Vos mismo.
En vuestra presencia nada es el tiempo: mil años son an­
te tus ojos como el día de ayer que ya pasó (1). Podéis, pues,
prepararme en el instante a presentarme ante Vos.
Para vivir en un acto de perfecto amor: me ofrezco como
holocausto a vüestro amor misericordioso, suplicándoos

(1) Salmo LXXXIX, 4.

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Oraciones 221

que me consuma continuamente, dejando desbordar en mi


alma los raudales de infinita ternura que en Vos se encie­
rran. Sea yo de este modo, ¡oh Dios mío!, mártir de amor.
Finalmente, después de haberme preparado este martirio
a comparecer ante vuestra presencia, hágame morir y arró­
jese mi alma sin demora en el abrazo eterno de vuestro mi­
sericordioso amor.
Quiero, ¡oh Amado Bien mío!, en cada latido de mi cora­
zón, renovaros esta ofrenda infinitas veces, que al declinar
de las sombras (1) pueda expresaros de nuevo mi amor en la
visión eterna...
María Francisca Teresa del Niño Jesús
y de la Santa Faz
Reí. carm. ind.
Fiesta de la Santísima Trinidad, 9 de Junio de 1895.

Oración a la Santa Faz

¡Oh Jesús mío, que en vuestra acerba Pasión fuisteis con­


vertido en oprobio de los hombres y varón de dolores, venero
vuestro divino Rostro, en el que resplandecían la beldad y
la dulzura de la divinidad, trocado ahora por mí en rostro
cubierto de vergüenza y afrentado/ Mas en esos rasgos desfi­
gurados, reconozco vuestro amor infinito, y siento abrasar­
me en deseos de amaros y de haceros amar de todos los hom­
bres. Las lágrimas que corren en abundancia de vuestros ojos,
son para mí otras tantas perlas preciosas que me complazco
en recoger, a fin de comprar con su valor infinito las almas
de los infelices pecadores.
¡Oh Jesús mío, cuyo Rostro es la única hermosura que
arrebataba mi corazón! Me resigno a no gozar aquí abajo de
la dulzura de vuestra mirada, a no gustar el inexplicable
consuelo de vuestros ósculos; pero os suplico que imprimáis
en mí vuestra semejanza divina, que me encendáis en vues­
tro amor, de tal modo, que en breve me consuma y pueda

(1) Cant., IV, 6.

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222 Sor Teresa del Niño Jesús

llegar cuanto antea a disfrutar en el cielo de la vista de vues­


tro glorioso Rostro.
Así sea.
Mayo de 1898.
300 dios de indulgencia por cada vez, aplicables a las almas del Purgatorio.
Pío X.—13 de Febrero do 1906.

Acto de consagración a la Santa Faz


(Compuesto para el noviciado)

¡Oh Faz adorable de Jesús, ya que te dignas escoger nues­


tras almas con predilección para entregarte a ellas, gustosas
te las consagramos.
Parécenos, ¡oh Jesús!, que te oímos decir: Abridme, her­
manas mías, esposas mías, porque mi Faz está llena de rocío
y mis cabellos están húmedos del relente de la noche (1).
Nuestras almas entienden tu lenguaje de amor; queremos
enjugar tu adorable semblante y consolarte del olvido de
los malos. A sus ojos está todavía como cubierto de ver­
güenza y afrentado, por lo que no hacen ningún caso de
ti (2).
¡ Oh Rostro más bello que las azucenas y las rosas de la
primavera, tú no estás oculto a nuestros ojos! Las lágrimas
que velan tu divina mirada nos parecen diamantes preciosos
que queremos recoger para comprar con su valor infinito las
almas de nuestros hermanos.
Hemos oído la queja amorosa de tu adorable boca. Com­
prendiendo que la sed de amor es la que te consume, quisié­
ramos poseer un amor infinito para apagártela.
¡Esposo amadísimo de nuestras almas, si poseyésemos el
amor de todos los corazones, este amor sería para ti!... Pues
bien, danos este amor y ven a apagar tu sed en el corazón
de tus pequeñas esposas.
¡Almas, Señor, almas necesitamos! Sobre todo almas de
m Cant., V, 2.
(2) Isaías, Lili, 3.

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Oraciones 223

apóstoles y de mártires, para que por ellas inflamemos con


tu amor a la muchedumbre de pobres pecadores.
¡Oh adorable Faz, nosotras conseguiremos de ti esta gra­
cia! Olvidando nuestro destierro, en las orillas del río de
Babilonia, cantaremos a tus oídos las más dulces melodías.
Puesto que eres la verdadera y única patria de nuestras
almas, nuestros cánticos no serán cantados en tierra extra­
ña (1).
¡Oh Faz querida de mi buen Jesús! Mientras esperamos
el día eterno en que contemplemos tu gloria infinita, nuestro
único deseo consiste en embelesar tus ojos divinos, ocultan­
do también nuestro rostro para que nadie pueda reconocer­
nos aquí abajo... Tu velada mirada, he aquí nuestro cielo
¡oh Jesús!

Oración al Padre eterno

Todo lo que 'pidiereis al Padre en


mi nombre, os lo dat'd.

Padre Eterno, vuestro único Hijo, el dulce Niño Jesús,


es mío, puesto que me le habéis dado. Yo os ofrezco los mé­
ritos infinitos de su divina Infancia, y os pido por su nom­
bre que llaméis a los goces celestiales a innumerables falan­
ges de niñitos que seguirán eternamente a este divino Cor­
dero.

Así como en un reino se obtiene


cuanto se quiere con la efigie del
príncipe, así también, con la moneda
preciosa de mi santa humanidad,
que es mi adorable Faz, obtendrás
cuanto quisieres.
(N. Sr. a Sor María de S. Pedro).

Padre Eterno, puesto que me habéis dado por herencia la


Faz adorable de vuestro divino Hijo, os la ofrezco y os pido,
(1) Salmo CXXXVI, i.

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224 Sor Teresa del Niño Jesús

en cambio de esta moneda de valor infinito, que olvidéis las


ingratitudes de las almas que os están consagradas y que per­
donéis a los pobres pecadores.

Oración al Niño Jesús

¡Oh adorable Niño Jesús, mi único tesoro, me entrego a


tus divinos juegos; no quiero otra dicha que la de hacerte
sonreír! Graba en mí tus gracias y virtudes infantiles, para
que en el día de mi nacimiento en el cielo, los Angeles y los
Santos reconozcan en mí a tu pequeñita esposa Teresa del
Niño Jesús.

Oración a la Santa Faz

¡Oh Faz adorable de Jesús, hermosura sin par, que arre­


batas mi corazón! Dígnate imprimir en mí tu divina seme­
janza, para que no puedas mirar el alma de tu pequeñita es­
posa sin mirarte a ti mismo. ¡Oh Amado Bien mío! Por tu
amor acepto no ver aquí abajo la blandura de tu mirada y
no sentir el inefable beso de tus labios; pero te suplico que
me abrases con tu amor para que me consuma rápidamente,
y conduzca pronto a tu presencia a Teresa de la Santa
Faz.

Oración inspirada por una imagen de la Venerable


Juana de Arco

Señor, Dios de los ejércitos, que has dicho en tu Evange­


lio: No líe venido a traer la paz, sino la guerra (1), ármame
para la lucha; ardo en deseos de combatir por tu gloria, pe­
ro te ruego que fortalezcas mi valor... Entonces podré ex­
clamar con el santo rey David: Tú eres, Señor, mi amparo
y mi libertador, el que adiestra mis manos para la pelea y
mis dedos para manejar las armas (2).
(1) Mateo, X, 24.
(2) Salmo CXLIII, 1, 2.

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Oraciones 225

¡Oh amado bien mío! Comprendo la clase de combates a


que me destinas; no es en los campos de batalla donde debo
luchar. Soy prisionera de tu amor, libremente remaché la ca­
dena que a ti me une y me aparta para siempre del mundo.
Mi espada es el Amor; con ella arrojaré al extranjero fuera
del reino y te haré proclamar Rey de las almas.
Claro está. Señor, que no necesitas un instrumento tan dé­
bil como ye; pero Juana, tu virginal y valerosa esposa, lo di­
jo: Hay que combatir para que Dios dé la victoria. ¡Oh Je­
sús mío! Combatiré, pues, por tu amor hasta el fin de mi vi­
da Puesto que tú no quisiste gozar del descanso en la tierra,
quiero seguir tu ejemplo; así se realizará en mí la promesa
ofrecida por tus divinos labios: Allí donde yo estoy, allí es­
tará también el que me sirve, y a quien me sirviere, le honra­
rá mi Padre (1). Estar en Ti y contigo, he aquí mi único de­
seo; esta seguridad que me das para conseguirlo, me ayuda
a soportar el destierro, esperando el día radiante en que eter­
namente pueda mirarte frente a frente.

Oración para obtener la humildad


( Compuesto para una novicia)

¡Oh Jesús! Cuando peregrinabas por este mundo, dijiste:


Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y ha­
llaréis el reposo para vuestras almas O. Sí, poderoso Monar­
ca de los cielos, mi alma encuentra descanso en Ti, viéndote,
revestido de la forma y naturaleza de esclavo, abajarte has­
ta lavar los pies de tus Apóstoles. Me acuerdo entonces de
las palabras que pronunciaste para enseñar a practicar la
humildad: Ejemplo os he dado para que pensando lo que
yo he hecho con vosotros, así lo hagáis vosotros también. No
es el siervo más que su amo... Si comprendéis estas cosas, se­
réis bienaventurados, como las practiquéis (3). Comprendo,
Señor, el valor de estas palabras salidas de tu Corazón man-

(1) Joan, XII, 26.


(2) Mateo, XI, 29.
(3) Juan, XIII, 15, 16, 17.
V

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226 Sor Teresa del Niño Jesús

so y humilde, y con la ayuda de tu gracia, quiero practi­


carlas.
Quiero abajarme humildemente y someter mi voluntad a
la de mis Hermanas, sin contradecirlas en nada, ni averiguar
si tienen o no derecho a mandarme. ¡Oh amado Bien mío!
Nadie tenía este derecho sobre Ti; esto no obstante, obede­
ciste, no sólo a la Virgen Santísima y a San José, sino aun
a los mismos verdugos. Ahora te veo colmar la medida de tu
anonadamiento en la Eucaristía. ¡Con qué humildad, oh Bey
divino de la gloria, te sometes a todos los sacerdotes, sin ha­
cer distinción ninguna entre los que te aman y los que son
¡ay! tibios o fríos en tu servicio! Ellos pueden adelantar o
retardar la hora del Santo Sacrificio; tú siempre estás pron­
to a bajar cuando te llamen.
¡Oh Amado Bien mío, cuán manso y humilde de corazón
me pareces bajo el velo de tu blanca Hostia! No podías aba­
jarte más para enseñarme la humildad; así, para correspon­
der a tu amor, quiero colocarme en el último lugar y com­
partir tus humillaciones, a fin de tener parte contigo (1) en el
reino de los cielos.
Te ruego, divino Jesús mío, que me envíes una humilla­
ción cada vez que intente sobreponerme a los demás.
Pero, Señor, conoces mi flaqueza; todas las mañanas pro-
ongo practicar la humildad, y por la tarde reconozco que
E e cometido todavía muchas faltas de orgullo. A vista de
: ellas, me inclino al desaliento, pero sé que el desaliento es
también un orgullo; quiero, pues, ¡oh Dios mío!, fundar en
Ti solo mi esperanza; puesto que todo lo puedes, ruógote que
hagas nacer en mi alma la virtud que tanto deseo. Para con­
seguir esta gracia de tu infinita misericordia, te repetiré a
menudo:
Jesús manso y humilde de corazón, haz mi corazón seme­
jante al tuyo.
(1) Juan, XIII, 8.

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Cantaré eternamente las misericordias del Señor

Escudo de Armas de Jesús y de Teresa (*>

Fechas privilegiadas en las que el Señor acordó gracias


a su pequeñita esposa
Nacimiento: 2 de Enero de 1873.—Bautismo: 4 de Enero de 1873.—
Sonrisa de la Virgen Santísima: 10 de Mayo de 1883.—Primera Comu­
nión: 8 de Mayo de 1884.—Confirmación: 14 de Junio de 1884.—Con­
versión: 25 de Diciembre de 1886.—Audiencia de León XIII: 20 de
Noviembre de 1887.—Entrada al Carmelo: 9 de Abril de 1888.—Toma
de hábito: 10 de Enero de 1889.—Profesión: 8 de Septiembre de 1890.
—Toma del velo: 24 de Septiembre de 1890.—Ofrecimiento de mí mis­
ma al Amor: 9 de Junio de 1895.
(1) Sacado de una pintura de Sor Teresa del Niño Jesús.

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Explicación de los Escudos de Armas

El blasón Jlts es el que Jesús se dignó aportar en dote


a su pobrecita esposa, llamándola Teresa del A iño Jesús y
de la Santa Faz. Estos son sus títulos de nobleza, su rique­
za y su esperanza. - El sarmiento que divide el escudo es la
figura de Aquel que dijo: Yo soy la vid, vosotros los sarmien­
tos; quien está unido conmigo y yo con él, ese da mucho fru­
to (1). Las dos ramitas que rodean una a la Santa Faz y otra
al Niño Jesús, son la imagen de Teresa, que sólo tiene un
deseo aquí bajo: ofrecerse como racimito de uva para re­
frescar a Jesús Niño, divertirle, dejarse estrujar por él se­
gún sus caprichos... y apagar también la sed ardiente que
padeció en su Pasión. El arpa representa a Teresa, que quie­
re cantar continuamente a Jesús melodías de amor.

El blasón riu es el de María Francisca Teresa, la flore-


cita de la Virgen Santísima; así, esta florecita está represen­
tada recibiendo los benéficos rayos de la estrella matutina.
—El verde prado, es la familia bendita, en cuyo seno creció
la florecita.—Más lejos se ve la montaña del Carmelo, donde
Teresa representa el dardo inflamado de amor, que debe me­
recerle la palma del martirio. Pero no olvida que sólo es dé­
bil caña; por eso la ha colocado en su blasón. El triángulo
luminoso representa la adorable Trinidad, que no cesa de
derramar sus dones inestimables en el alma de Teresita; por
esto, agradecida, no olvidará jamás esta divisa:

Amor con amor se paga

Sor Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz

(1) Juan, XV, 6.

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El día 6 de Septiembre de 1910

En el Cementerio de Lisieux

Muchas veces, en su última enfermedad, había anunciado


Sor Teresa del Niño Jesús que, según su deseo, sólo se en­
contrarían de ella los huesos.
V. C. ha amado mucho a Dios; por tanto, Dios obrará
milagros por su mediación; sin duda alguna, encontraremos
su cuerpo incorrupto,—le decía una novicia poco antes de su
muerte.
— ¡Oh, no!—respondió ella.—¡No se verificará esta mara­
villa, no! Sería salir de mi caminito de humildad; es necesa­
rio que nada puedan envidiarme las pequeñas almas.
La exhumación de los restos de la Sierva de Dios, llevada
a cabo con el fin de asegurar su conversación, no de expo­
nerlos a la veneración de los fieles, se verificó el día 6 de
Septiembre de 1910.
Se había procurado llevar el asunto en secreto; a pesar de
ello, fue lo suficientemente conocido para que acudiesen al
cementerio muchos centenares de personas.
Estuvieron presentes al acto el limo. Sr. Lemonnier, obis-
Í)oa causa;
de Bayeux y Lisieux; Mons. de Teil, vicepostulador de
los litres. Sres. Canónigos Quirié y Dubosq, vica­
rios generales, y muchos sacerdotes, entre los cuales se con­
taban todos los miembros del Tribunal encargado de instruir
el Proceso de Beatificación.
El trabajo de exhumación ofrecía graves dificultades por
encontrarse el ataúd a 3 metros y medio de profundidad, y
en muy mal estado. Dirigíalo un perito en estos trabajos, el
cual hizo deslizar planchas bajo el ataúd para hacer un fon­
do artificial destinado a sostener el otro que amenazaba
hundirse; después cubrió el todo con lonas sujetadas con só­
lidas correas. A fuerza de tiempo y no poca ansiedad, se con­
siguió así sacar el ataúd sin tropiezos. Cuando apareció el
féretro, el Sr. Obispo entonó con voz conmovida el cántico

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230 Sor Teresa del Niño Jesús

de David alabando al Señor que {levanta del polvo de la tie­


rra al pobre desvalido para colocarle entre los príncipes del
pueblo d).> Mientras los sacerdotes salmodiaban el Laúda­
te, pueri, Dominum, se divisó entre las tablas desunidas,
verde y fresca como el primer día, la palma que el 4 de Oc­
tubre de 1897 se había colocado sobre los despojos virgina­
les de la Sierva de Dios (2). ¿No era el símbolo de la palma
inmortal conseguida por el martirio del corazón, de ese mar­
tirio, del cual había escrito: {Cueste lo que cueste, quiero
merecer la palma de Inés; si no la obtengo por la sangre,
preciso es conseguirla por medio del AMOR?»
Se abrió el ataúd.
Dos trabajadores, padre e hijo, estaban allí cerca; ambos
percibieron en aquel momento suave y penetrante olor de
violetas, que ninguna causa natural podía explicar, y que
los conmovió profundamente (3).
Los vestidos estaban en orden; parecían bien conservados,
pero no era sino apariencia. Los velos y la toca no existían;
el grueso sayal de las carmelitas había perdido toda consis­
tencia y se deshacía sin esfuerzo... Finalmente, como lo ha­
bía deseado la humilde religiosa, sólo se encontraron de ella
los huesos.
Uno de los médicos presentes quiso ofrecer una reliquia
al limo. Sr. Lemonnier; pero su lima, se opuso y prohibió
que nadie se llevase la más pequeña parte. Sólo aceptó la
crucecita de madera que había sido puesta en las manos de
la Sierva de Dios.
El antiguo féretro fué colocado entonces en una caja de
plomo dentro de un ataúd de encina. Después volvió a cu­
brirse el cuerpo con nuevos vestidos, de antemano prepara-

(1) Salmo CXII, 7, 8.


(2) Es verdad que esta palma estaba esterilizada; pero otras igua­
les, de hojas muy finas, que habla en 1897 en la sacristía del Carmen,
debían ser preservadas de la humedad y enjugadas en tiempo lluvio­
so; de lo contrario, se volvían amarillas y se manchaban con puntos de
moho; finalmente, tuvieron que quemarse.
(3) Uno de estos trabajadores es el carpintero que ha hecho los
ataúdes. En reconocimiento del favor que habían recibido, el día 30 de
Septiembre llevaron al Carmen una preciosa corona de violetas blan­
cas artificiales, para que la colocasen en la celda de la Sierva de
Dios.

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Exhumación 231

dos y la cabeza con un velo que se rodeó de rosas, las últi­


mas cogidas en los mismos rosales del Carmen de los que
tantas veces la Angelical Teresa las había cogido para es­
parcirlas al pie del Calvario.
En aquel momento, por orden del limo. Sr. Lemonnier,
para satisfacer la ansiedad del gentío, que silencioso y reco­
gido estaba en el cementerio, se descorrieron las telas que
ocultaban la vista del pequeño cercado de las Carmelitas, y
el féretro fue puesto sobre caballetes delante de la puerta de
la reja.
Durante tres cuartos de hora no cesó el desfile, ni las ora­
ciones y el toque de objetos de piedad. El limo. Sr. Obispo
de Bayeux fué el primero en pasar por los huesos pedazos
de seda violeta que llevó con esta intención. Vióse a algunos
obreros tocar en ellos su anillo nupcial; todos los que habían
trabajado en la exhumación parecían penetrados de respeto.
Se cree fueron más de quinientas las personas que veneraron
los restos después de haber esperado tres horas.
La impresión extraordinaria de lo sobrenatural, una con­
moción que nadie era dueño de dominar, invadía a los asis­
tentes. El alma de Sor Teresa se cernía sin duda sobre sus
despojos mortales, dichosa en ofrecer a su Creador el ano­
nadamiento de su ser físico... Sentíase que pasaba algo
grande, solemne. A pesar de las realidades lúgubres y humi­
llantes del sepulcro, no se mostraban las almas desconcerta­
das, turbadas, enfriadas en su fe y su amor, sino que sentían
crecer el fervor y la ternura de su veneración.
Concluido el desfile, encerróse en un tubo de metal y se
colocó en el ataúd de plomo, un proceso verbal, escrito en
pergamino y sellado con el escudo del limo, señor Lemon­
nier. Después se cerró el féretro, en cuya cubierta se halla
una placa soldada con esta inscripción:

SffitrjR Thérése de l’Enfant Jesus


ET DE LA SaINTE EaCE.
Marie Francoise Thérése-Martin
1873-1897.
El mismo texto se lee en la placa de cobre clavada en el
ataúd de encina. En los cuatro ángulos del ataúd de plomo

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232 Sor Teresa del Niño Jesús

y sobre las soldaduras se pusieron los sellos del limo. Sr. Le-
monnier y de Mona, de Teil. No faltaba sino fijar la cubierta
de madera de encina.
A algunos pasos de la primera sepultura se había abierto
otra nueva de dos metros de profundidad, donde se había
construido un sepulcro de ladrillo, de las dimensiones del
ataúd. El limo. Sr. Lemonnier la había bendecido al llegar;
allí se bajaron los preciosos despojos.
Por la tarde fueron llevadas al Carmen las tablas quita­
das del ataúd, algunos fragmentos de vestidos y la palma,
que la devoción indiscreta de los obreros había destrozado;
la Hermana encargada de recogerlos sintió por dos veces aro
ma de rosas, además, algunos pedacitos de vestidos y de ataúd
despedían perfume de incienso.
Otra tabla desclavada de la parte de la cabeza del ataúd,
la cual no se encontró el mismo día, fue llevada igualmente
al convento ocho días después. La Hermana tornera, quefué
la que la encontró, dudando algo de su autenticidad, rogó a
Sor Teresa del Niño Jesús que se la manifestase mediante
un signo sensible. Fué escuchada, pues varias Hermanas, que
no estaban advertidas, se sintieron embalsamadas del mara­
villoso aroma de incienso que se exhalaba de aquella tabla,
y una de ellas lo sintió a gran distancia.
Pero el corazón ternísimo de Sor Teresa quería además
consolar a los que la aman, dándoles una imagen sorprenden­
te de la plenitud de vida de que goza en el Cielo. Una de
las almas a la que favoreció en esta circunstancia con celes­
tiales comunicaciones, y que es muy apreciada de sacerdotes
sabios y piadosos, declaró bajo juramento la verdad de la re­
lación que va a leerse.
Esta persona deseaba vivamente asistir a la exhumación,
por lo cual había procurado informarse del día que se haría,
que creía todavía muy lejos. El hecho siguiente ocurrió en
la noche misma que siguió a la exhumación, del 6 al 7 de
Septiembre.
En su visión, notó de pronto dicha persona una gran mu­
chedumbre, que tomó a la vez por cortejo nupcial y por en­
tierro muy solemne. «Después -dice—vi a una joven Virgen
resplandeciente de luz. Su vestido de nieve y de oro brilla­
ba por todas partes. No distinguía sus facciones, tan impreg­
nadas estaban de luz. Hallábase medio acostada; se levantó,

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Exhumación 233
pareciendo salir de una mortaja luminosa, y con la candidez
y sonrisa de un niño me abrazó y me dio un beso. A este ce­
lestial contacto, creí hallarme en un océano de pureza y be­
ber en el manantial de las alegrías eternas. No tengo pala­
bras para manifestar la intensidad de vida que emanaba
de todo su ser. Por su brillo e inmensa ternura, todo expre­
saba en ella, sin necesidad de palabras, el modo como en
Dios, foco de amor infinito, aman los bienaventurados en el
Cielo...»
Ignorando lo que pasaba en Lisieux, la dichosa privilegia­
da se preguntaba quién era aquella joven Virgen y por qué
se le había aparecido acostada y saliendo de una mortaja.
Tres días después, leyendo en La Croix el relato de la ex­
humación, tuvo inmediatamente la certeza deque era Teresa,
que había ido a advertirla del acontecimiento, por lo cual
partió inmediatamente para darle gracias sobre su sepultura.
Pero no era bastante para la Sierva de Dios el haber da­
do a los suyos esta prueba de afecto, el haberles dicho como
el ángel a Magdalena: «¿Por qué buscáis entre los muertos a
la que está llena de vida?), sino que quiso también hacerles
promesas para lo por venir.
El día 5 de Septiembre, vigilia de la exhumación, se apa­
reció a una Reverenda Madre, Priora de Carmelitas del ex­
tranjero, anunciándole que sólo se encontrarían de ella al
día siguiente, los huesos, apenas huesos, y le había infundido
el presentimiento de las maravillas que debía obrar en ade­
lante. La Reverenda Madre las resume así: «Estos huesos
harán milagros extraordinarios y serán armas poderosas con­
tra el demonio.)
Algunas semanas más tarde, el resultado de la exhuma­
ción llegaba a conocimiento de un profesor de la Universi­
dad de X., hombre de reconocido talento y eminente piedad,
el cual ha sido además muy favorecido por la Sierva de Dios
con gracias de todo género en los diez años que la conoce.
De pronto se entristeció de que la angelical Virgen hubiese
estado sujeta a la ley común, y como se dejase llevar de es­
tos pensamientos melancólicos, oyó una voz interior que le
respondía:
<La que dejé era la ropa de mis días de trabajo, espero la
ropa del domingo eterno; poco importa lo que le suceda a la
otra.)

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234 Sor Teresa del Niño Jesús

>Entoncea—dice—recibí una luz que me consoló, pues


comprendí que esta disolución esparcirá átomos de su cuer­
po en todas partes, de manera que, no sólo su alma, sino
también algo de su cuerpo, podrá estar presente y hacer bien
en la tierra.
»Me parece, en efecto, que todo lo que realmente pertene­
ció al cuerpo de un santo es una reliquia, y si es así, no sólo
sus huesos, sino también las moléculas invisibles de materia,
pueden llevar en sí la gracia de las reliquias.»
¿No es la respuesta a este deseo tan poéticamente manifes­
tado?:

Esmaltan, Jestís mío, con sns colores bellos,


Las rosas predilectas el trono de tu altar;
Mas ¡ay!... que también buscan que el hombre las admire...
Yo anhelo por ti solo poderme deshojar.

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Una rosa deshojada

Al verte, Jesús mío, que de los tiernos brazos


Donde te dio María el trono de su amor,
Te sueltas dulcemente, y ensayas vacilante
Tus pasos en la tierra del llanto y del dolor,
Quisiera estar muy cerca, y... amante, ir deshojando
Las rosas más preciadas del más hermoso Edén,
Para que fresca alfombra de perfumadas flores
Pisara aquí en la tierra tu inmaculado pie.
Las flores deshojadas son siempre, Jesús mío,
La imagen más perfecta del tierno corazón
Que en todos los instantes se inmola por ti solo,
Buscando tus amores por todo galardón.
Esmaltan, Jesús mío, con sus colores bellos,
Las rosas predilectas el trono de tu altar;
Mas ¡ay!... que también buscan que el hombre las admire...
Yo anhelo... por ti solo poderme deshojar
Se busca, como adorno, la rosa más brillante
Al celebrar tus fiestas ¡oh Niño de mi amor!
No asi la deshojada... ¡Qué pronto se la olvida,
Dejándola al capricho del viento destructor!
¡Son míseros despojos los pétalos caídos
Que todos pisotean sin sombra de pesar!
¡Son una alfombra leve, sin arte colocada,
Que el viento de la noche se encarga de quitar!...

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236 Una rosa deshojada

Por sólo tus amores, Jesús, mi Bien amado,


En ti mi vida puse, mi gloria y porvenir;
Y ya que para el mundo soy una flor marchita,
No tengo más anhelo, que,... amándote,... morir.
¡Qué dicha tan suprema... dar yo por ti la vida!
¡Qué dicha,... ir deshojando mi ya marchita flor!...
Así podré probarte ¡oh Niño idolatrado!
Que el alma que me diste, te da todo su amor.
Anhelo deshojarme debajo de tus plantas,
Pensando en tus misterios que el pecho amante ve;
Anhelo deshojarme sobre el Calvario horrible,
Y ser allí la alfombra de tus heridos pies.
Mayo de 1897.
Sor Teresa del Niño Jesús.

Traducción de D. Mariano M. Maroto,


Canónigo de Lérida.

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ORACIÓN para alcanzar la Beatificación de la Sier­
ra de Dios Sor Teresa del Niño Jesús y de la San­
ta Faz.

¡Oh Jesús mío! que quisisteis haceros niño para confusión


de nuestro orgullo, y que, más adelante, pronunciasteis este
oráculo sublime: «Si no os hiciereis semejantes a los niños,
no entraréis en el Reino de los cielos;> dignaos oir nuestras
humildes preces en favor de la que vivió con tanta perfec­
ción la vida de infancia espiritual,- y que, por modo tan ex­
celente, nos ha recordado el camino de la misma.
¡Oh divino Jesús, niño en el pesebre!, por los preciosos en­
cantos de vuestra divina infancia: ¡ob rostro adorable de Je­
sús!, por las humillaciones de vuestra sagrada Pasión, os pe­
dimos, si es para gloria vuestra y santificación de las almas,
que pronto brille en la frente pura de vuestra Esposa Tere­
sa del Niño Jesús y de la Santa Faz la aureola de los
Bienaventurados. Amén.

¡Oh Dios, que habéis abrasado con vuestro Espíritu de


amor el alma de vuestra Sierva Teresa del Niño Jesús,
concedednos que también nosotros os amemos y trabajemos
para que todos os amen! Así sea.

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J. t M.
Nos Fr. Ezechiel a S. C. Jesu, Praepositus Generalis Fra-
trum Excalceatorum Ordinis Bmae. V. M. de Monte Car­
melo ejusdemque S. Montis Prior.
Cum ex duorum ex nostris theologis testimonio constet de
fidelitate version is operis «Historia de un alma, escrita por
ella misma,> in hispanicum idioma a R. P. Romualdo a
S. Catharina, Ordinis nostri sacerdote professo factae, Nos
praefatam versionem, quantum ad Nos attinet, typis man­
dan concedimos, servatis de jure servandis.
Datum Romae ex aedibus nostris Generalitiis die 21 No-
vembris 1910.
Fr. Ezechiel aS. C. Jesu
Praep. Genlis
Loco sigilis
Fr. Valentinus ab Assumptione
Srius.

NIHIL OBSTAT
El Censor,
Juan B.a Codina, Pbro.
Barcelona, 22 de Diciembre de 1913.

Imprímase:
El Vicai'io Capitular,
José Palmaróla

Por mandado de Su Señoría


Lie. Salvador Carrbras, Pbro.
Serio. Can.

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INDICE

píos.

Carta de Su Santidad el Papa Pío X................................... m


Aprobaciones............................................................................ v
Prefacio........................................................................ xxm
Introducción........................................................................ xxx
Capítulo 1—Primeras notas de un canto de amor.
— El corazón de una madre.—Recuerdos desde
los dos a los cuatro años........................................ 1
Capítulo II.—Muerte de su madre. — <Les Buisson-
nets.»—Amor paterno.—Primera confesión.—
Las veladas de invierno.—Visiónprofética. . 14
Capítulo III.—El Colegio.—Dolorosa separación.
- Extraña enfermedad.—Sonrisa visible de la
Reina del cielo................................................................. 29
Capítulo IV.—Primera Comunión.—Confirmación.
—Luces y tinieblas.—Nueva separación.—Pro­
videncial redención de sus penas interiores. 42
Capítulo V.—Favor en la noche de Navidad.—Celo
de las almas. - Primera conquista.—Intimidad
con Celina.—Permiso para entrar en el Carmen.
—Negativa del Superior.—Mons. Rugonín. . 59
Capítulo VI.—Viaje a Roma. —Audiencia de S. S.
León XIII.—Respuesta del Señor Obispo de Ba-
yeux.—Tres meses de espera......................................... 77
Capítulo VIL—Entrada de Teresa en el Arca Santa.
— Primeras tribulaciones.—Los esponsales divi­
nos.—Nieve.—Un gran dolor. . . . . 96
Capítulo VIII.—Bodas divinas.—Retiro abundante

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240 ÍNDICE

PAOS.

en gracias.—La última lágrima de una Santa.—


Muerte de su padre. - Colma nuestro Señor to­
dos sus deseos. Una víctima de amor. . . 111
Capítulo IX.—El ascensor di vino.—Primera invita­
ción a los eternos goces. - Noche obscura. —La
tabla de los pecadores. - Cómo este ángel de la
tierra entiende la caridad fraterna.—Una gran
victoria.—Un soldado desertor............................ 128
Capítulo X. Nuevas luces sobre la caridad. - El
pincelillo: su manera de pintar en las almas. —
Oración atendida. - Las migajas caídas de la
mesa de los niños. - El buen Samaritano. —Diez
minutos más preciosos que mil años de alegría en
la tierra.................................................................... 149
Capítulo XI.—Dos hermanos sacerdotes.—Lo que
ella entiende por estas palabras del Libro de los
Cantares: «Atráeme...» Su confianza en Dios.—
Una visita del cielo.—El amor es su reposo. —
Sublime infancia.—Llamamiento a todas las al­
mas pequeñitas..................................................... 166
Capítulo XII.—El Calvario.—Vuelo hacia el cielo. 187
Apéndice................................................................................217
Retrato físico de Sor Teresa del Niño Jesús. . . 218
Oraciones............................................................................... 219
Escudo de Armas de Jesús y de Teresa. . . . 227
Exhumación de Sor Teresa del Niño Jesús en el ce­
menterio de Lisieux el día 6 de Septiembre de
1910................................................................................. 229
Una rosa deshojada (Poesía). . . . . 235
Oración para alcanzar la beatificación de la siervade
Dios Sor Teresa del Niño Jesús y de la Santa
Faz.................................................................................. 237
Censuras. .

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Obras de los PP. Carmelitas de Cataluña

VIDA DE LA SIERVA DE DIOS


SOR TERESA DEL NIÑO JESÚS
Y DE LA SANTA FAZ
Religiosa Carmelita Descalza del Convento de Lisienx (Francia).
1873-1897
— O —

HISTORIA DE UN ALMA
escrita por ella misma
Versión castellana por el
Roo. P. Romualdo de Santa Catalina
CARMELITA DESCALZO

Segunda edición cuidadosamente corregida y completada


Con autorización de las Religiosas de Lisieux

Edición de lujo
Elegantísimo volumen en 4.°, de 672 páginas, en riquísimo
papel, con numerosas viñetas y preciosas y alusivas cabece­
ras y finales de capítulo, ilustrado con 18 grabados intercala­
dos en el texto, 23 preciosas láminas, tiradas aparte, y un re­
trato en colores de la Sierva de Dios.
Contiene esta edición: La yida de Sor Teresa.—Consejos
y Recuerdos.—Oraciones. — Cartas.- Poesías. — Lluvia de
Rosas, o algunas curaciones y gracias atribuidas a la interce­
sión de la Sierva de Dios.
Precio en rústica, 6 pesetas.—Con lujosísima encuaderna­
ción en tela, corte superior en oro, 8’50 pesetas.
El volumen mide 17 por 24 centímetros y pesa 1.900 gra­
mos.
18

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2 Obras de los PP. Carmelitas de Cataluña

Edición de medio lujo


Un volumen en 4.°, de 672 páginas, en papel superior, con
el mismo texto y la misma ilustración que la de lujo; pero
sustituido el retrato en colores por un grabado.
En rústica, 4 ptas. Con hermosa encuadernación en tela,
rótulos dorados 5’50 ptas.
El volumen mide 17 por 24 centímetros y pesa 1200 gramos.
Edición económica
Publicada con el título de
Una rosa deshojada
Contiene esta edición: La Vida de Sor Teresa. - Consejos
y Recuerdos.—Oraciones.—Cartas y algunas poesías.
Un tomo en 8.°, de 12’50 por 19’50 centímetros, de 400
páginas, en papel superior, ilustrado con tres láminas tiradas
aparte, numerosas viñetas y preciosas y alusivas cabeceras
y finales de capítulo.
Precio en rústica, 2 ptas., y 3 en tela.
Edición popular
Publicada con el título de
Una rosa deshojada
Contiene esta edición: La Vida de Sor Teresa.—Oracio­
nes, y alguna poesía.
Un volumen en 8.", de 11 por 17 centímetros, de unas 300
páginas, ilustrado con una lámina tirada aparte, y alusivas
cabeceras y finales de capítulo.
Precio en cartoné, 1 peseta.
Poesías de Sor Teresa del Niño Jesús
Volumen en 4.°, de 176 páginas, en riquísimo papel e ilus­
trado con 7 láminas tiradas aparte. Precio en rústica, 2 pese­
tas, y 3’b0 en tela.

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Obras de los PP. Carmelitas de Cataluña 3

üluuia de cesas
i
Algunas guacías y curaciones atribuidas a la inter­
cesión DE LA SlBRVA DE DlOS SOR TERESA DEL NlÑO JE­
SÚS (desde 1902 a 1910).
Tomada de la edición castellana de lujo.—Un tomo en 8.”,
de 12’50 por 19’50 centímetros, de 160 páginas de nutridísima
lectura, en hermoso papel verjurado, y una lámina tirada
aparte 0’75 ptas. en rústica y TóO en tela.
Encuadernadas en un solo volumen, Una Rosa deshojada
y Lluvia de Rosas, 3’75 ptas.

üluuia de cesas
ii
Algunas gracias y curaciones obtenidas durante el
AÑO DE 1911 POR INTERCESIÓN DE LA SiERVA DE DlOS SOR
Teresa del Niño Jesús.
Un volumen en 8.°, de 130 páginas, ilustrado con una lámi­
na tirada aparte. Precio 0’60 ptas. ejemplar.

Pequeña lluvia de rosas


Folleto de 12 páginas con un retrato de la Sierva de Dios.
Precio, 0’05 ptas. ejemplar, 0’5Ü la docena y 3’50 ptas. el ciento.

PENSAMIENTOS
DE SOR TERESA DEL NIÑO JESÚS Y DE LA SANTA FAZ
precedidos de varios ejercicios piadosos que practicaba
la Sierva de Dios.
Un volumen de 400 páginas en 16.», 1’25 ptas. en tela.

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4 Obras de los PP. Carmelitas de Cataluña

mi Primera Comunión
O MANERA COMO SE PREPARÓ A LA PRIMERA COMUNIÓN SOR
Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz.
Edición de lujo, 0’50 ptas. Edición de medio lujo, 0’25.
Imagen recuerdo de la Primera Comunión
con el retrato de Sor Teresa del Niño Jesús el día de su pri­
mera comunión. Tamaño 25 x 33 cents. Precio 0’30 ptas. una.
Tierna Historia de una Blanca Azucena
Nueva edición cuidadosamente corregida y aumentada con
las Impresiones de un peregrino, en su visita al sepulcro de
Sor Teresa del Niño Jesús, a su Monasterio, a los Buisson-
nets, a la Abadía de las Benedictinas y el guía del peregrino
con el plano de Lisieux por R Ives.
Tomo ilustrado con numerosos grabados y 4 láminas fue­
ra del texto. Precio, 0’50 ptas. ejemplar.

Breve compendio
de la Vida y milagros de la Sierva de Dios Sor Tere­
sa del Niño Jesús.

Tomito de 64 páginas con una lámina tirada aparte a O’IO


ptas. ejemplar.

Artículos
para la Causa de Beatificación de la Sierva de Dios Sor Te­
resa del Niño Jesús y de la Santa Faz por Mons. R de Teil.
Vice-Postulador— Versión castellana por el R P. Romualdo
de Santa Catalina, Carmelita Descalzo.
Un tomo en 8.° de 216 págs. Precio en rústica, 1 peseta,
encuadernado en tela, 2 ptas.
EL MISMO, ilustrado con un retrato de la Sierva de Dios
en colores y un grabado de Sor Teresa en su lecho de muerte.
En tela 2’50 ptas.

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Obras de los PP. Carmelitas de Cataluña 5

GRAN FOTOGRABADO de Sor Teresa del Niño Jesús


con su crucifijo cubierto de rosas, tamaño 106 x 75, sobre
papel blanco: 9 ptas. - El mismo sobre papel china 12 pías.
PRECIOSOS FOTOGRABADOS tamaño 40x54.-1.»
Teresa y su madre. —2.» Teresa a los 10 años. — 3.» Teresa el
día de su primera comunión.—4.» Teresa y su hermana Ce­
lina. 5.» Teresa y su padre.—6.» Teresa a los pies de León
XIII.— 7.» Teresa profesa (busto oval).—8.» Teresa Sacrista­
na.- 9.» Teresa apoyada en el arpa. — 10 ° Teresa en su lecho
de muerte. —11.» Teresa con el crucifijo adornado de rosas.—
12.» La Virgen Madre pintada por Celina a petición de Te­
resa.—13." La Virgen de la habitación de Teresa.—14.» Tere­
sa sembrando de flores los pasos del Niño Jesús.—Precio, 4
ptas. uno.
Los mismos Fotograbados tamaño 27 x 17 —Precio, 1 pe­
seta cada uno.
LAMINAS SEPARADAS DE LA VIDA DE SOR TE­
RESA (edición de lujo) 28 x 19 centímetros, a 0’15 ptas. una,
excepto el Retrato en colores de la portada, a 0’50 ptas. uno.
La colección completa 3 pesetas.
TARJETAS POSTALES VARIADAS DE SOR TERE­
SA DEL NINO JESÚS Y DELA SANTA FAZ, sencillas
a 0’10 ptas. y al bromuro en mate y colores a 0’15 ptas. una.
PROGRESO DE LA DEVOCIÓN A SOR TERESA
DEL NIÑO JESÚS, de un artículo que salió en La Croix
de París y publicado en castellano con una estampita de la
Sierra de Dios, doble hoja, a 1 pta. el ciento.
ESTAMPITAS DE SOR TERESA, de 4 páginas, con su
acto de consagración como víctima de amor, la Oración a la
Santa Faz compuesta por ella misma, algunos pensamientos
de la Sierra de Dios y la Oración para alcanzar su Beatifi­
cación, a 0’05 ptas. una, 0’45 ptas. la docena y a 2 ptas. el
ciento.
EL SECRETO DE LA FELICIDAD DE LOS NIÑOS
Folleto de 8 páginas con el retrato de Sor Teresa del Niño
Jesús. Precio, 0y05 ptas. uno y 4 ptas. el ciento.
PAPEL DE CARTAS, con membretes y textos de Sor
Teresa del Niño Jesús. El paquete de 100 pliegos, 2 pesetas.

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6 Obras de los PP. Carmelitas de Cataluña

RETRATO de Sor Teresa del Niño Jesús el día de su pri­


mera Comunión, con 4 páginas de texto sacado de sus obras
y algunos milagros obrados por la Sierva de Dios en favor de
los niños que se preparan a su primera Comunión. Precio,
0’05 ptas. una, 0’45 ptas. la docena, y 2 pesetas el ciento.
ALBUM de los recuerdos de Sor Teresa del Niño Jesús,
que se conservan en el convento de Lisieux. Precio, encua­
dernado 2’60 ptas. ejemplar.

ESTAMPITAS
con poesías de Sor Teresa del Niño Jesús
De 12 a 16 páginas
Jesús, mi Amado Bien, acuérdate.—Porque te amo, ¡oh
María! - Lo que amaba dulce recuerdo.—El Divino Niño,
Mendigo de Navidad. —Los ángeles en el Pesebre.—Jesús en
Betania.—Precio O’lO ptas. una.
De 4 páginas
Mis armas.—Mi paz y mi gozo.— El rocío divino o la leche
virginal de María. - Solo Jesús, compuesta para una novicia.
— Sed de amor. - La reina del Cielo a su pequeña María.—
Cántico y oración a la Santa Faz. Plegaria de la hija de un
Santo. - Al pie del Sagrario.—Mi cielo. - Mi canto de hoy.—
La pajarera del Niño Jesús. — Al Sagrado Corazón.—Huida
a Egipto. — A mis hermanos del cielo los Santos Inocentes.—
La melodía de Santa Cecilia.—Vivir de amor.—Historia de
una pastora que llegó a Reina. Precio, 0’06 ptas. una, 0’45
ptas. la docena y 2 pesetas el ciento.
De 2 páginas
Al Niño Jesús.—Arrojando flores. — Una rosa deshojada.
—A San José.-Cantar de Sta. Inés.—Un lirio entre espi­
nas.— Glosa a lo divino.—Mi esperanza.— Cántico eternal.—
Al Angel de mi Guarda.—Abnegación.—Dirupisti, Domine,
vincula mea. Precio, O’Oñ ptas. dos, 0’25 ptas. docena y 1
peseta el ciento.
La colección completa de 38 estampitas con las poesías de
las tres clases, 1’25 ptas.

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Oirás de los PP. Carmelitas de Cataluña 7

EDICIÓN LATINA O) ’
SOR TERESA DEL NIÑO JESÚS. - Su Vida.-Después
de su muerte. Precio, O’lO pesetas ejemplar.
ESTA M PITAS DE SOR TERESA, de 4 páginas, con su
acto de consagración como víctima de amor, la Oración a la
Santa Faz compuesta por ella misma, algunos pensamientos
de la Sierva de Dios y la Oración para alcanzar su Beatifi­
cación, a 0’05 pías, una, 0’45 pías, docena y 2 pías, el ciento.
EDICIÓN CATALANA
COMPENDIO DE LA VIDA DE SOR TERESA DEL
NIÑO JESÚS o Historia primaveral de una blanca florecí-
lia. -Tomito de 64 páginas ilustrado con 5 láminas. Precio,
0’25 pías, ejemplar.
ESTAMPITAS DE SOR TERESA con 4 páginas y el
mismo texto que la castellana y la latina. Precio, 0’05 pese­
tas una, 0’45 pías, docena y 2 pías, el ciento.
EDICIÓN PORTUGUESA
SOR TERESA DEL NIÑO JESÚS.-Sit Vida.—Después
de su muerte. Precio, O’lO pías, ejemplar.
PEQUEÑA LLUVIA DE ROSAS o milagros de Sor Te--
resa del Niño Jesús. Folleto de 12 páginas con el retrato de
la misma. Precio, 0’05 pías, ejemplar; 0’50 la docena y 3’50
pías, el ciento.
PRÁCTICA DE LA ORACIÓN MENTAL
Y DE LA PERFECCION
según Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz
TOMO I
Por el R. P. Alfonso de la Madre Dolorosa, Carmelita Des­
calzo, Misionero Apostólico; traducción del francés por el
R. P. Romualdo de Santa Catalina, C. D.
Un volumen en 8.° mayor, de 360 páginas, 3 ptas. en rús­
tica y 4 en tela.
(1) Las ediciones latina y portuguesa encuéntrame también en el
convento de Carmelitas Descalzas de Lisieux (Calvados) Francia.

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8 Obras de los PP. Carmelitas de Cataluña

El Niño Jesús de Praga


TERCERA EDICIÓN
Por el R. P. Ludovico de los Sagrados Corazones, C. D.—Un
volumen de 256 páginas en 8.° menor con preciosos graba­
dos, lujosamente encuadernado en tela, cortes dorados y
estuche, 2 ptas.; en cortes rojos, 1’50 pías.
Quince minutos a los pies
de la Virgen del Carmen
OCTAVA EDICIÓN
Por el R. P. Ludovico de los Sagrados Corazones, C. D.—En
cartonó, cortes rojos, ilustrado con tres láminas tiradas
aparte, 0’50 ptas.
Meditando en los cantares de mi Madre
(Glosa a una Letrilla de Santa Teresa de Jesús)
Por el R. P. Fr. Lucas de San José, C. D.—Tercera edición
corregida y aumentada.
Un volumen de 240 páginas en 8.° menor, 1 peseta en tela.

CONFIDENCIAS A UN JOVEN
Por el R. P. Fr. Lucas de San José, C. D.
Tomo de 250 páginas. Precio, 2 ptas. en rústica y 3 pesetas
en tela.
DESDE MI CELDA
Por el R. P. Fr. Lucas de San José, C. D.
Volumen de más de 400 páginas. Precio en rústica, 3 pese­
tas; en tela, 4 ptas.
-------- a/wv---------
PUNTOS DE VENTA
Convento de PP. Carmelitas Descalzos.—TARRAGONA
y en Casa de los Editores,
HEREDEROS DE JUAN GILI, Cortes, 581.—BARCELONA

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BIBLIOTECA NACIONAL DE ESPAÑA

1104232 G1

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