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Alain Badiou - 3 De Mayo – 2013

Publicación de dos libros de poesía:


J. ROUBAUD: Oda a la línea 29 de autobuses parisinos – Éditions Atila
B. CASAS: Orden del día - Coll. “Ficción y Cía.” – Éditions du Seuil

Mi punto de partida fue el de considerar el destino disyunto, desglosado de los


jóvenes de sexo masculino y femenino en el mundo contemporáneo.
Primero en Bruselas, después en Atenas, hablé de lo que di en llamar la identidad
aleatoria de los hijos/ jóvenes /muchachos (fils) en la “civilización” contemporánea.
Ustedes podrán encontrar el texto en el complemento del libro publicado por Fayard:
“Freud y la guerra”.
Sostenía entonces que es posible observar hoy una desorientación de los hijos/
jóvenes /muchachos (fils), quizá más pronunciada aún cuando se trata de aquellos que que
pertenecen a las clases populares, que no son herederos. Indicaba que la cuestión de las
hijas/niñas (filles) era por completo diferente, que una y otra no eran simétricas y que
también un día quizás hablaría de ese tema. Fue lo que hice en Atenas hace dos años y
volveré a hacer hoy, con algunas variantes.
Esta empresa que toma como referencia las figuras de la feminidad es una empresa
arriesgada, tensa; además, cuando uno es un hombre que va envejeciendo, hablar de las
jóvenes/muchachas (jeunes filles) es de por sí muy peligroso. Tenemos al respecto un
testimonio fundamental: el espléndido poema de Gœthe, Elegía de Marienbad, cuya
formulación adquiere el tono de una advertencia para todos aquellos que están en su caso.
Cuando Gœthe encuentra a la muy bella Ulrike von Levetzow, ella tiene 17 años y él 72.
Parece que ella, con cierta imprudencia, va a besarlo ; acto seguido, él va a pedir su mano.
No lo conseguirá, ya que las familias tejieron complots en abundancia para que fracase. Y
como de costumbre, Gœthe huirá. En lo que respecta al amor, Gœthe es un fugitivo
profesional. Se sube a la primera diligencia que pasa, se va a Italia y escribe un poema. Y
allí, a los 72 años, escribe uno espléndido. Les leo nada más que una estrofa:
Yo estoy lejos. ¿Qué es lo que más le conviene a este instante? Es imposible
decirlo. Además de la belleza, quizás, ¡muchas otras cosas buenas! Pero es algo que me
molesta y debo desprenderme de él. La nostalgia irreprimible me arroja de un lugar a otro.
Aquí, todo recurso es nulo, como no sea el infinito de las lágrimas.
(Je suis loin. La minute présente, ¿qu’est-ce qui lui convient ? C’est impossible à
dire. Outre la beauté, peut-être bien des choses bonnes ! Mais cela m’est à charge et je dois
m’en déprendre. La nostalgie irrépressible me chasse de lieu en lieu. Ici, nul recours, sinon
l’infini des larmes. Traducción del francés : Isabelle Vodoz).
Hay por otra parte una dificultad más teórica: no es seguro que exista en el mundo
contemporáneo una cuestión respecto de las hijas/niñas que admita ser planteada con toda
evidencia y públicamente reconocida por todas las partes, en paralelo con la cuestión de los
hijos/niños.
Demos un paso hacia atrás. En el mundo antiguo, llamémoslo el mundo de la
tradición, un mundo cuyo espesor histórico es enorme, la cuestión de las hijas/niñas es en el
fondo bastante simple. Se trata de saber si y de qué manera una hija/niña va a casarse,
cómo va a pasar del estado de virgen seductora al de madre abrumada. Entre una y otra,
además, entre la hija y la madre, se situaba ese personaje negativo y maldito de la “niña
madre/hija-madre” (fille-mère), aquélla que siendo madre ya no era hija/niña, pero no era
verdaderamente madre, puesto que no estaba casada y por consiguiente seguía siendo
hija/niña.
Esta figura de la niña madre/hija madre es fundamental en la sociedad antigua,
como también lo es en todo el arte de la novela romántica del s. XIX. Ya nos indica que,
confrontada a toda la dualidad conceptual, toda la dualidad de los lugares, una mujer puede
construir un entre-dos, un lugar fuera de lugar, ni hija/niña ni madre, por ejemplo. Otro
ejemplo de esa configuración es el de la solterona (vieille fille). Por definición, una
hija/niña/mujer joven debe ser joven, en consecuencia, el de la solterona es uno más de los
lugares que no es un lugar. A partir del momento en que se trata de mujeres, este tema del
lugar desplazado (place déplacée) es un tema estructural bien clásico. Hasta en la comedia
vemos que una mujer digna de ser llevada a la escena es una mujer que, literalmente, no se
queda quieta en su lugar. Este motivo me servirá de hilo conductor.
En el mundo contemporáneo, que es el del capitalismo desencadenado, el de la
mercancía, el trabajo asalariado, la circulación y la comunicación, la posición de la
hija/niña ya no se deja reducir del todo a la lógica del casamiento. Por supuesto, el mundo
viejo dista mucho de estar muerto por completo. La religión, la familia, el casamiento, la
maternidad, el pudor, la virginidad misma, ocupan todavía posiciones sólidas en muchos
lugares del mundo. Recientemente vimos gente de condición muy diversa defender el
casamiento en términos de lo que fue su primer destino, por consiguiente, en un sentido,
defender la antigua posición de la hija/niña en su oposición a la futura madre. Parecía que
se trataba de una súbita invasión de ratas y el fenómeno daba simplemente envidia de
hacerlas volver a sus cuevas.
Pero al filósofo le importa no tanto lo que es, sino lo que está por venir, lo que viene,
y esta humanidad en conserva no es lo que viene. En lo que hace a las hijas/niñas, lo que
está por venir ya no se reduce al matrimonio. La niña/hija, en el mundo occidental
contemporáneo, ya no puede ser definida en términos de este ser de sexo femenino que se
prepara a ese advenir mujer-y-madre por la mediación del matrimonio y en consecuencia,
por la mediación de un hombre. En el fondo, toda la sublevación feminista, desde fines del
s. XIX, se resume en un solo punto: una mujer puede y debe existir sin depender del
hombre. Una mujer puede y debe ser un ser autónomo y no siempre el resultado de una
mediación masculina. Con acentuadas ambigüedades de las que me ocuparé, esta rebelión
desembocó en importantes cambios que afectan muy en especial el estatuto e incluso a la
definición de lo que es ser una hija/niña.
En el mundo de la tradición, la mediación masculina dejaba planteada la cuestión de
las hijas/niñas en este sentido: sólo el hombre separa a la hija/niña de la mujer, algo que
resulta por completo diferente cuando se trata del hijo, ya que aquello que separa al hijo del
padre no es un término exterior real, como sí lo es un marido; lo que separa al hijo del
padre es el control del orden simbólico. El hijo debe suceder al padre; llegado el momento,
debe venir a situarse como el amo de la ley. Podemos decir que entre la niña/hija y la
mujer-madre está el hombre, una exterioridad real a la cual ella libra su cuerpo, a la cual se
da -como se decía-, a la que pertenece.
Todo esto no es tan viejo. Yo mismo, por ej., cuando me casé –por consiguiente es
algo que estoy ubicando en la escala de una vida humana-, escuché y firmé, así como mi
esposa, los dos enunciados fundamentales: “El hombre es el jefe de familia” y “Es el
hombre quien elige el domicilio conyugal”. Ambos enunciados se combinaban con una
frase que siempre me gustó mucho: “La mujer/esposa (femme) tiene la obligación de
acompañarlo hasta allí y él está obligado a recibirla”. Como ustedes podrán notar, no está
dicho que el marido, por su parte, tenga la obligación de habitar el domicilio familiar. Por
consiguiente, tiene el poder de encerrar a su mujer/esposa en la casa y asimismo el de estar
ausente, en tanto la mujer sólo tiene el deber de estar en la casa.
La joven/la muchacha del mundo tradicional cambia su apellido por el de un
hombre: se convierte en la “Sra. X”. Puede entonces permanecer apartada del trabajo
asalariado, gobernar la casa, ser en primer lugar madre y en particular “madre de familia”.
En la trilogía reaccionaria de los tiempos del Mariscal Pétain: “Trabajo, Familia, Patria”, el
obrero y el paisano/campesino, especies simbólicamente masculinas, se destinan al trabajo;
el soldado, no menos masculino, a la guerra. Una vez que llegó a ser madre, la hija/niña
simboliza la familia. La trilogía está compuesta por dos categorías masculinas: aquéllas en
relación con el trabajo y la patria, en tanto sólo una de ellas es femenina: la familia. Como
ustedes remarcarán, ninguna de las tres categorías se refiere a la joven/mujer joven /
muchacha, que se mantiene en instancia de simbolización. Es por ese mismo hecho que
siempre fascinó a los artistas, escritores, cineastas, como sigue haciéndolo todavía hoy, ya
que todos ellos esperan encontrar, cada uno en su arte, el símbolo de esta simbolización
diferida.
¿Pero qué es la familia? Ya en Platón se ve que existen tres grandes funciones
sociales: producir, reproducir y defender. El trabajo es aquello que produce, la familia es el
lugar donde uno reproduce, la patria es aquello que uno defiende. Entre la producción y la
protección, la niña/hija convertida en madre, encerrada en el trabajo largo y penoso de la
maternidad, asegura la reproducción. Dos a uno, siempre. La mujer tradicional se ubica
entre el obrero y el soldado, en ese entre-dos. Recibe en su mesa y en su cama al hombre
maduro que trabaja y es su marido. Llora patrióticamente por el hombre joven muerto en
combate que es su hijo. La niña/hija tiene que devenir Mater Dolorosa. Una vez más, dos
a uno: el padre dispone, mientras viva del cuerpo de la mujer, en tanto el hijo muerto
dispone de sus lágrimas.
Ocurre que la sociedad tradicional, lenta pero indubitablemente está, en lo que hace
a nuestras sociedades, en vías de morir. En el mundo que viene, en el contemporáneo que
se prepara, la niña/hija puede decidir ser obrera o campesina, profesora o ingeniera, agente
de policía (policière), cajera, integrante del ejército o presidenta de la república. Puede
vivir con un hombre fuera del matrimonio, tener un amante, varios o ninguno. Puede
casarse y luego divorciarse, cambiar de lugar y de amor. Puede vivir sola sin encarnar ese
otro personaje importante y cruel de la tradición: la solterona (vieille fille). Puede tener
hijos sin tener marido o incluso tener hijos con otra mujer. Puede abortar. El nombre
maldito de “niña madre/hija madre” (fille-mère) desaparece, sustituido por el de “madre
soltera”, a su vez superado por otro todavía más neutro: el de “familia monoparental”. Así
nos encontramos incluso con que una familia monoparental puede estar formada por un
padre y sus hijos, sin ninguna mujer. Y nadie hablará de “niño padre/hijo padre” (fils-père),
como sí se hablaba de “niña madre/hija madre”. Aun el personaje negativo de la solterona
puede volverse el personaje positivo de la mujer independiente.
Sí, ya sé, hay intensas resistencias que se oponen a todo esto, no es algo ya ganado;
en una buena cantidad de lugares no es algo que se acepte de una manera general. Pero
esto es lo que está ocurriendo, es lo que está por venir. Es allí donde cobra forma nuestra
pregunta, la pregunta acerca de las niñas/hijas (filles). Su primera formulación podría ser:
si la niña/hija o la mujer joven/muchacha (fille / jeune-fille) no está separada de la mujer
por lo real de un hombre y lo simbólico de un matrimonio, ¿cuál podría ser el principio de
su existencia? Esa niña/hija, esa mujer joven, ¿se encuentra acaso desorientada a la manera
en que están desorientados los hijos (fils), según lo afirmaba el año pasado?
Mi tesis acerca de los hijos (fils) era entonces la siguiente: nos encontramos ante la
ruina del conjunto de las reglas de iniciación, es decir, de todo procedimiento que atestigüe
el pasaje del niño o del adolescente al hombre adulto propiamente dicho.
El servicio militar ha sido la última forma de este procedimiento de iniciación en
las sociedades democráticas que conocemos. La abolición reciente de este servicio ponía
fin a un período susceptible de ser contabilizado en decenas de milenios. Desde las
escarificaciones (scarifications = incisiones, heridas, marcas producidas con objetos
punzantes) de las sociedades de cazadores-recolectores (chasseurs-cueilleurs) hasta el
sometimiento asegurado por el dispositivo militar, tenemos una gigantesca continuidad,
sólo interrumpida, podríamos decir, el año pasado por Chirac. De ahí que los hijos no
cuenten con ningún punto de apoyo simbólico para llegar a ser diferentes de lo que son,
para convertirse en otros. La Idea (en el sentido de la marcación simbólica de la diferencia)
está demasiado ausente para que la vida sea otra cosa que su continuación en el día a día,
con la ganancia del día, sin mañana (au jour le jour). De ahí la tentación –y la posibilidad-
de una eterna adolescencia. Es lo que constatamos todos los días: el carácter infantil de la
vida de los adultos, especialmente de aquellos de sexo masculino. El sujeto que comparece
ante la mercancía debe seguir siendo un niño que desea juguetes nuevos. En cuanto al
sujeto que comparece ante la regla social y electoral, debe seguir siendo un escolar
obediente y estéril, cuyo único objetivo es el de ser a cualquier precio el primero de la clase,
de manera que se hable de él un poco en todas partes.
¿Y las niñas/hijas? Podríamos decir que también ellas están libradas a la
imposibilidad de separar el ser niña-hija del ser-mujer, ya que el hombre y el matrimonio
no juegan más el rol real y simbólico de separación.
Mi hipótesis es diferente y la formulo así: en los hijos (fils), el hecho de que la
iniciación tradicional haya tocado a su fin trae consigo un estancamiento pueril, algo que
podemos nombrar como una vida sin Idea. En lo que respecta a las niñas-hijas, la ausencia
en ellas de la separación exterior entre niña-hija y mujer, así como de la separación entre
joven mujer y mujer-madre por la mediación del hombre y del matrimonio, habilita la
construcción inmanente de una feminidad que diremos prematura. O bien aun: el hijo está
expuesto a no advenir nunca el adulto que guarda en él. La niña-hija, por su parte, está
expuesta a haber advenido desde siempre la mujer adulta que tendría que devenir
activamente. Todavía otra manera de formularlo: en el hijo no hay ninguna anticipación, de
donde se desprende la angustia del estancamiento; en la niña-hija, la retroacción desde la
adultez devora la adolescencia, incluso la infancia, de ahí la angustia de la prematuración.
Consideremos la masa de las niñas-hijas-jóvenes (filles / jeunes filles) en las
sociedades modernas. No son diferentes de las mujeres, son mujeres muy jóvenes, es todo.
Están vestidas y maquilladas como mujeres, hablan como mujeres, conocen todo. En las
publicaciones femeninas destinadas a esas mujeres muy jóvenes, los temas son exactamente
los mismos que los de las otras publicaciones: ropas, cuidados del cuerpo, shopping,
peinados, aquello que es preciso saber acerca de los hombres, astrología, los oficios y el
sexo.
En esas condiciones, lo que adviene es una suerte de hija-mujer (fille-femme)
constituida en adulta prematuramente, sin necesidad de nadie. Es la causa de la total
decadencia del símbolo de la virginidad, fundamental en las sociedades tradicionales,
donde designa aquello que, en el cuerpo de una niña-hija (fille), prueba que no encontró
todavía la mediación sexual de un hombre y, por consiguiente, no es todavía una mujer.
Una niña-hija es virgen, esto es capital desde el punto de vista simbólico. En la sociedad
contemporánea, ese símbolo queda suprimido. ¿Por qué? Porque incluso empíricamente
virgen, una joven (jeune fille) ya es empíricamente una mujer. Soporta en sí misma la
acción retroactiva de la mujer que ella advendrá sólo porque ya es esa mujer, sin que el
hombre tenga mucho que ver en la cuestión. Digamos también que la poética figura de la
joven, de la muchacha, aquélla que ilumina tantas magníficas novelas inglesas, ya no tiene
ninguna cabida: las revistas contemporáneas destinadas a las niñas-hijas-jóvenes (filles),
publicaciones que les enseñan cómo proceder adecuadamente para hacer gozar a los
caballeros sin correr riesgos y cómo vestirse para que ellos tengan ganas de hacerlo, no han
dejado mucho en pie de esa poesía. Esas publicaciones no son las culpables: no hacen sino
interpelar en cada niña-hija-joven (fille) a la mujer contemporánea que ya advino en ella y
cuyo cinismo es, si puedo decirlo así, inocente.
Por eso las niñas-hijas-jóvenes están en condiciones de realizar con un talento
impecable todo cuanto se les solicita en su niñez o en su adolescencia, puesto que ellas
están en lo sucesivo y por su propia condición muy por encima de todo eso. Si los hijos
son para siempre inmaduros, las hijas, por su parte, están maduras desde siempre.
Tomemos sólo un ejemplo: los resultados escolares. Se abrió al respecto un
verdadero abismo a favor de las niñas-hijas-jóvenes, en especial en los sectores populares.
Mientras los varones jóvenes (jeunesse mâle) de los suburbios padece en la escuela un
desastre sin remedio, sus hermanas no sólo triunfan, sino que además lo hacen mejor que
las niñas-hijas de los barrios ricos, quienes a su vez superan ampliamente a los niños
(garçons) de buena fortuna y tontos. Yo mismo he visto muy a menudo gente humilde de
origen árabe, conducida por la policía desde los barrios populares a los tribunales y en esas
ocasiones quien funcionaba allí como abogada e incluso como jueza podía ser la propia
hermana. O bien en el caso de que alguno de esos hijos se hubiese contagiado una
enfermedad transmisible, como ocurre en la miseria sexual característica de esa población,
el médico tratante podía ser su hermana. En cualquier terreno donde esté en juego el logro
social y simbólico, la niña-mujer superará en lo sucesivo al hijo incapaz de ir más allá de
su adolescencia.
Algo que, entre paréntesis, muestra que la cuestión no pasa en absoluto por la
miseria social. Las niñas-hijas (filles) se encuentran en los barrios pobres tan mal provistas
como los niños, aun peor, incluso, ya que son ellas quienes deben a menudo ocuparse de las
tareas de la casa y de los niños/niñas (enfants) más jóvenes. Triunfan aunque les toque
trabajar en un rincón de la mesa de la cocina, sabiendo que los ejercicios que les son
demandados, además de ser las condiciones de su propia liberación, no son más que juegos
de niños para ellas, mujeres ya definitivas.
Se dirá que lo que buscan es escapar al mundo opresivo donde nacieron. ¡Por
supuesto! Pero el punto principal reside en el hecho que logren hacerlo. Y esto es así sólo
porque la mujer libre en la que buscan transformarse ya está confirmada en ellas como es
necesario, con toda su potencia tan destemplada/falta de armonía (âpre). Mientras el hijo,
sin saber lo que es, está fuera de las condiciones de advenir lo que él puede, la hija-mujer
puede devenir, convertirse cómodamente en lo que ella sabe que ya es.
El punto fundamental se resume entonces en que la cuestión de las niñas-hijas,
contrariamente a la de los hijos, ya no existe como tal. Sólo existe la cuestión de las
mujeres. Esa mujer que esas niñas-hijas son prematuramente, ¿quién es? ¿Cuál es la figura
que le corresponde?
Querría mostrar, ocupándome ahora de las figuras contemporáneas de la feminidad,
el verdadero mecanismo sexuado de la opresión capitalista moderna. En efecto, ya no se
trata en absoluto, como en el mundo de la tradición, de una subordinación directa de la
mujer-madre respecto del hombre-padre, a la vez real y simbólica -marido y matrimonio.
Se trata de relevar la presencia/incidencia ineludible del imperativo “Vive sin Idea”, es
decir, “Vive sólo para comprar aquello que te es propuesto”. Pero los caminos de este
imperativo no son los mismos según se trate de lograr que se pleguen a él los hijos o las
niñas-hijas. Que la vida pueda ser la vida sin Idea o vida estúpida, subjetividad exigida por
el capitalismo mundializado, se obtiene de los varoncitos (petits mâles) por la vía de la
imposibilidad del devenir-adulto, el estancamiento en la adolescencia consumidora y
competitiva en sí misma, sin ninguna esperanza de superación. En cambio, en lo que hace
a las hembritas (petites femelles), se obtiene por la imposibilidad de seguir siendo niña-hija,
de permanecer en la gloria de la joven/muchacha, así como/y la habilitación de un devenir-
mujer prematuro que orienta el cinismo del devenir social.
¿Qué quiere la sociedad contemporánea librada al monstruo capitalista? Quiere dos
cosas: que compremos los productos del mercado si podemos hacerlo y si no podemos, que
nos mantengamos tranquilos. Para ambas cosas, es preciso no tener idea alguna de justicia
ni de un porvenir diferente, ningún pensamiento gratuito. Pero todo pensamiento que es tal,
todo verdadero pensamiento es gratuito. Y como en el mundo que es el nuestro sólo
cuenta aquello que tiene un precio, es preciso no tener ningún pensamiento, ninguna idea.
Sólo entonces es posible obedecer al mundo que nos dice: “Consume si tienes los medios
para hacerlo; si no es el caso, cierra tu boca y desaparece”. De modo que sólo es posible
tener una vida totalmente desorientada y repetitiva, porque la brújula de la Idea desapareció.
La sociedad tradicional es por completo diferente, porque impone una creencia y,
por consiguiente, una Idea. En esa sociedad, la opresión no reside en el hecho que sea
necesario vivir sin Idea, sino que haya una Idea obligatoria, por lo general religiosa. Su
imperativo es: “Vive con esta Idea y ninguna otra”. En cambio, el imperativo
contemporáneo es –vuelvo a formularlo-: “Vive sin Idea”. Por esa razón se habla desde
hace cuarenta años de la muerte de las ideologías. Allí reside también la razón por la cual
son perseguidos los símbolos religiosos que marcan aquello que aún subsiste de la
sociedad tradicional, como lo es la pertenencia a una convicción, aunque sea obligatoria o
tonta. Incluso eso está de más: si hay gente que tiene ideas estúpidas, puede ocurrir que le
den a otras la idea de tener ideas inteligentes. Vale más la igualdad absoluta en la ausencia
general de ideas.
Cuando se trata de las mujeres, su pertenencia a la sociedad mercantil es la aptitud
para mostrarse ellas mismas como una mercancía disponible. Al respecto, la desnudez está
bien considerada; el short resulta excelente; el maquillaje es perfecto; el ombligo es de lo
más conveniente. Pero es abominable y se proscribe el pañuelo que cubre la cabeza. Esto
es así porque la sexuación visible es un dato comercial desde el comienzo de los tiempos,
en tanto la tradición impone que en el cuerpo de la mujer quede inscripto el símbolo, a
menudo pobre y lamentable, del hecho que las convicciones religiosas o morales, son
superiores a toda proposición mercantil. En el mundo regenteado por el capital, es preciso
que todo sea objeto y nada sea símbolo. De ahí que Marx anunciase, pronto hará dos siglos,
que todas las relaciones simbólicas del mundo de la tradición serán disueltas sin piedad “en
las aguas heladas del cálculo egoísta”. Basta contemplar nuestras paredes, mirar la
televisión, la función de las mujeres en la publicidad, etc., para agregar a la frase Marx:
“Cuando la mujer queda disuelta en las aguas heladas del cálculo egoísta, está desnuda”. Y
en el caso que tenga algo sobre/en la cabeza, es porque su disolución no se ha completado.
Es necesario entonces conseguirla a cualquier precio.
En el fondo, el imperativo tradicional se formula así: “Habrás de ser un hombre
idéntico a tu padre, una mujer idéntica a tu madre y no cambiarás jamás de ideas”. A
diferencia de él, el imperativo contemporáneo dice más exactamente: “Eres el animal
humano que tú eres, lleno de pequeños deseos y sin ninguna Idea”. Pero para esa
domesticación del animal individual, en todo caso hoy, los caminos no son los mismos,
difieren según se trate de una niña-hija o de un hijo.
Digamos que el hijo vivirá sin Idea por no haber sabido sostener la maduración de
un pensamiento. A diferencia de él, la niña-hija, vivirá sin Idea por haber sostenido
demasiado temprano y sin mediación una madurez vana y ambiciosa, que le hizo pensar
con mucha anticipación que la Idea es inútil. Al hijo le falta la Idea porque está falto de
Hombre, a la niña-hija por exceso de Mujer.
Exageremos un poco la situación. ¿Cuál podría ser el devenir del mundo en esas
condiciones? Su devenir sería el de una tropa de adolescentes estúpidos, dirigidos por
mujeres hábiles, con ambición de hacer carrera a cualquier precio. Tendríamos entonces
aquello que conviene a la perfección al mundo opaco y violento que se nos ofrece: a título
de Idea, ya sólo habría Cosas.
Pero volvamos a las figuras de la feminidad, tal como se imponen prematuramente
allí donde la joven (jeune fille) desapareció.
El círculo de las figuras de la feminidad, tal como viene a quedar construido desde
hace milenios por la sociedad de los hombres, se compone de cuatro figuras; que designaré
así: la Doméstica; la Seductora; la Enamorada y la Santa.
Existe, en primer lugar, la mujer como animal doméstico, productor y reproductor.
La mujer es considerada entonces como situada entre la humanidad simbólica, regida por el
Nombre del Padre, y la animalidad pre-simbólica, ligada a las funciones sexuales y
reproductoras. Naturalmente, esta figura incluye la maternidad y es la base material de las
otras tres. Hay también la mujer como Seductora, la mujer sexual y peligrosa. Después, la
mujer como emblema del amor, la mujer del Don de sí, de la oblatividad apasionada. Y por
último, la mujer como Virgen sagrada, mediadora y santa. Así se compone aquello que
podríamos llamar el cuadrado femenino tradicional: la mujer es Doméstica, Seductora,
Enamorada y Santa.
Algo impacta en esta construcción: la unidad activa no es tanto un término sino una
pareja de términos. Los ejemplos abundan y alimentaron lo esencial de la literatura acerca
de las mujeres. Vemos siempre en ellos una mujer desgarrada en una relación entre
opuestos, atrapada en el descuartizamiento de dos figuras. Así, la Doméstica, la madre en
el hogar, sólo puede ser pensada en compañía de/duplicada por la Seductora, cuya forma
rebajada es la Puta. De allí se desprende la afirmación según la cual un hombre sólo se
relaciona con las mujeres siguiendo el esquema binario de la Madre y la Puta, algo que dio
título a un célebre film. Pero la peligrosa Seductora no es tal, al menos que se acople al
fervor de la Enamorada. Es el origen en la literatura de los incontables dobles femeninos,
donde la acción presenta el conflicto entre el amor puro y el amor impuro, entre el deseo y
el amor o incluso el conflicto de la sublime Enamorada confrontada a su rival poderosa, la
mujer mala o la mujer de mala vida. No obstante, la Enamorada se ubica como tal en el
linde de lo sublime y si se entrega y se olvida, puede hacerlo también para quedar sumida
por completo en Dios, según lo que podría designarse como una virginidad ascendente / en
ascensión. Por algo es que Gœthe da punto final a su Fausto con el enunciado: “l’éternel
féminin nos emmène en Haut” / “el eterno femenino nos conduce hacia lo Alto” (cuando
hemos visto que Ulrike lo condujo a la fosa…).
A decir verdad, la Doméstica sólo es mujer en la medida en que está acompañada
por la Seductora; la Seductora sólo guarda su potencia si aborda las orillas del amor y la
Enamorada sólo es sublime si bordea la mística.
Pero se instala entonces una circulación en sentido inverso que conduce todo al
punto de partida: la mística sublime valida la abnegación cotidiana de la madre, al punto
que de lo místico a lo doméstico, la prosa de contenido religioso y moral circula sin
esfuerzo, vehiculizada por las figuras femeninas. La más importante en nuestro mundo es
evidentemente la Virgen María, sublime al punto de ser casi divina y, al mismo tiempo,
arquetipo de la madre, ya sea la madre enternecida por el bebé como la Madre Dolorosa
ante el hijo supliciado. Ese retorno de lo sublime de la santa hacia la domesticidad de la
madre transforma finalmente el círculo en cuadrado de figuras. ¿Cuál es el motor de esa
transformación? Opera en el sentido de que cada figura sólo llega a situarse como tal sino
en la medida en que se encuentra en una relación excéntrica respecto de otra.
Diremos entonces que “Mujer” sólo significa, siempre, una circunstancia/una
coyuntura de la dualidad. Incluso una santa esposa no es tal como no sea por el hecho que
un día le fue demandado que seduzca; ella consintió al sexo y por consiguiente, es al
mismo tiempo peligrosa y lo sigue siendo para siempre. De otro modo, si ella sólo fuese la
esposa doméstica, de manera ingenua y fiel, ¿por qué sería necesario encerrarla, recubrirla,
protegerla de las miradas? ¿Pero no es acaso esta mujer peligrosa, oculta bajo el velo de la
esposa fiel, la que va apasionadamente, en secreto, al encuentro de un amante por el que
estaría dispuesta a dar la vida? Y si este amante desaparece, ¿no es en ella acaso donde
surge la tentación de consagrarse al Dios salvador en un convento oculto? Y por esa vía,
¿no se convierte acaso en el sustituto sublime de aquello que ya era, día tras día, la esposa
absolutamente devota?
En la representación tradicional, una mujer sólo ocupa un lugar en la medida en que
podría mantenerse también en otro. Una mujer es entonces aquello que pasa entre dos
lugares.
Pero a decir verdad, la potencia del dos es todavía más considerable. Es posible ver,
en efecto, que cada una de las figuras está en sí misma escindida.
El ejemplo más simple es el de la circulación de las mujeres en las sociedades
tradicionales, ya se trate de las llamadas “primitivas”, estudiadas por los etnólogos, como
las de nuestra propia historia. Se trata, en todos los casos, de la mujer como animal
doméstico superior. Ustedes saben que en ciertos grupos no es posible para el hombre
obtener una mujer, como no sea por la mediación de un pago importante, por ejemplo, dos
o tres vacas, tejidos, etc. En otros grupos, por el contrario, un hombre sólo se casa con una
mujer si a ella se agrega un pago importante: es el sistema de la dote. ¿Cómo explicar que
las mujeres y el dinero puedan circular tanto en un sentido como en otro? En el caso de la
dote, la mujer pasa de una familia a la otra con un ajuar y con dinero. En el caso del puro
intercambio, la mujer pasa de una familia a otra en la medida en que el dinero circula de la
familia que la recibe hacia la familia que la dona.
Esto sólo puede darse así porque la adquisición de una niña-hija-joven tiene dos
sentidos opuestos, traducidos por la circulación del dinero en dos sentidos. En el primero
de ellos, esa niña-hija-joven es una fuerza de trabajo y de reproducción que cuesta un
precio considerable. En el segundo, sin duda ella sigue siendo siempre una fuerza
reproductora, pero debe ser mantenida de manera que tenga asegurada una cierta situación.
Por lo demás, de allí se desprende el hecho que el sistema de la dote fuese –y sigua siendo
así, con mayor o menor discreción- obligatorio en los medios ricos, donde la mujer debe
darse tono/presumir, exponer la elegancia y la civilización, presidir recepciones donde sería
insufrible que sus hábitos/su vestimenta resulten en modo alguno inferiores a los de otra
mujer. Esto cuesta caro. Una campesina africana, en cambio, no sólo tendrá a su cargo los
hijos sino que además trabajará intensamente en los campos, algo que proporciona un poco
de beneficio. Digamos que la obtención de una mujer queda suspendida/atrapada/prendida
entre el animal doméstico, en el sentido del trabajo, y el animal doméstico en el sentido de
la compañía y del adorno. Hay mujeres que son bueyes de labranza y otras que son gatos
persas / de lujo. Existen incluso las que intentan ser los dos a la vez. Todo lo cual
equivale a decir que la simplicidad aparente de la figura más objetiva, más elemental, más
directamente sometida de la feminidad, como es la figura doméstica, ya está roída desde
adentro por dos posibilidades contradictorias.
Sería posible demostrar sin dificultades que lo mismo ocurre en el caso de las otras
tres. Así, por ejemplo, la figura mística está sometida a la presión contradictoria de un
movimiento de debilitamiento, de humillación, de abyección y de otro de ascensión
gloriosa. Esto es así al punto que su imagen corresponde tanto al de una suerte de
degradación repugnante como a la de una luz diáfana. La Religiosa es un personaje clásico
de la pornografía, al mismo tiempo que se ubica, con Teresa de Ávila, en la luz del éxtasis
poético.
Se podrá decir que se trata allí de representaciones; se dirá al mismo tiempo que
todo es de origen fantasmático y masculino. No es inexacto afirmarlo en cuanto al
contenido aparente de esas representaciones. Pero voy a sostener que hay allí una profunda
idea abstracta de lo que puede ser una mujer. Por cierto, no nos detendremos en la
particularidad antropológica de las figuras, sino en la lógica del Dos, de ese pasar-entre-dos
como definición de la feminidad.
Esta feminidad se opone a la fuerte afirmación del Uno, del poder único, que
caracteriza a la posición masculina tradicional. La lógica masculina se resume, en efecto,
en la unidad absoluta del Nombre-del-Padre. El símbolo de esta unidad absoluta, por lo
demás, es evidente en la unidad absoluta y absolutamente masculina del Dios de los
grandes monoteísmos. Ahora bien, éste es el Uno del que se trata, de manera crítica, en el
entre-dos de esa figura donde se sostiene / se ubica toda mujer.
Evidentemente uno podrá preguntar por qué la mujer sería el Dos del Uno
masculino. Se trata de estructuras internas y no de jerarquía. Voy a intentar demostrar
entonces que el formalismo que dialectiza el Uno y el Dos, el entre-dos, es adecuado para
pensar la sexuación. O bien aun –y allí reside todo el problema en el que vamos a
desembocar-, demostrar que ese formalismo era adecuado.
El punto capital reside en que la Mujer designa más un proceso que una posición.
¿Qué proceso? El de un pase, precisamente, el de un pasaje, un entre-dos. Como muchos
poetas lo han visto –singularmente Baudelaire-, una mujer es en primer término y siempre
una pasante / alguien que transita: “Ô toi que j’eusse aimée, ô toi qui le savait” (“¡Oh tú, a
quien hubiese amado, oh tú que lo sabías!”).
Con menos rodeos, digamos que una mujer es lo que desbarata / hace fracasar el
Uno, una mujer no es un lugar sino un acto. Sostendré de buena gana aquí –y esto quizá
sea una diferencia con Lacan- que no es la relación negativa con el Todo, el no-Todo, lo
que comanda la fórmula de la sexuación femenina, sino con más exactitud la relación con el
Uno, en la medida justamente en que el Uno no es. No se entiende bien todo esto si no
tenemos la convicción de que Dios no es y por lo tanto, el Uno del Nombre-del-Padre
tampoco es. El Uno mide lugares, posiciones y disposiciones, en definitiva es una ficción
masculina. Una mujer es el proceso de ese no ser que constituye todo el ser del Uno. Es la
mujer quien pronuncia (… que l’homme est dans la guise du ne pas être l’Un qu’il prétend
être (… que el hombre es según la manera que encuentre de no ser el Uno que él pretende
ser). Y ella lo pronuncia en un acto, en el proceso efectivo de hacer fracasar el Uno, de
desbaratarlo por la imposibilidad misma que es la suya de ocupar verdaderamente un solo
lugar.
Una mujer es siempre por sí misma la prueba terrestre de la inexistencia de Dios, la
prueba de que la existencia de Dios no es necesaria. Basta con mirar una mujer, lo que se
dice mirar, para quedar convencido de inmediato de que es muy posible prescindir de /
pasar por alto la existencia de Dios. Es la razón por la cual en las sociedades tradicionales
se esconde a las mujeres. El asunto es mucho más grave que el de una vulgar expresión de
celo sexual. La tradición sabe que para mantener como quiera que sea a Dios en vida, es
absolutamente preciso hacer invisibles a las mujeres.
El proceso femenino es un proceso ateo. Hay una inocencia atea de la existencia
femenina. Para apoyar ese proceso ateo –inconsciente, claro está- por el cual ella afirma el
no-ser del Uno, es necesario constantemente que una mujer haga surgir alrededor de todo
aquello que se prevale del Uno /se hace valer / se impone a partir del Uno, otro término
que lo desunifica. Hay entonces un pase/un pasaje entre dos no porque una mujer sea doble
o dúplice -(“Souvent femme varie, bien fol qui s’y fie”) (“La mujer cambia a menudo, muy
loco ha de ser quien confíe en ella”)-, sino que a partir del momento en que pretendemos
arreglar /disponer un lugar para la mujer, ella va a pasar por alto / no va a tener en cuenta
el Uno recurriendo al entre-dos de este lugar y de su doble o su doblete. La potencia
femenina reside en su aptitud para crear un doble del Uno que le es impuesto y finalmente
pasar entre los dos.
Una mujer es, entonces, la creación de un doble que destituye al Uno al mismo
tiempo que afirma gloriosamente su no-ser. En este sentido, una mujer es la que supera el
límite del Uno disponiendo a su manera un pase del entre-dos. (une femme est
outrepassement de l’Un dans la guise d’une passe de l’entre-deux)1.
En cuanto a nuestro problema inicial, aquél de las niñas-hijas en el mundo
contemporáneo, les diré muy brevemente cuál es mi convicción: se ejerce en este momento
una presión muy fuerte sobre la figura femenina, apuntando a unificarla. El capitalismo
contemporáneo demanda, exige incluso, que las mujeres se hagan cargo de la nueva forma
del Uno que ese capitalismo quiere sustituir al Uno del poder simbólico, a saber, el Uno del
individualismo consumidor y competitivo. Los hijos –y por consiguiente los varones
(mâles)- proponen una versión débil, adolescente, lúdica, sin Ley de este individualismo,
versión que remite incluso al bandolerismo superficial. Le será requerido a la hija mujer
(fille-femme) que proponga una versión dura, madura, seria, legal y punitiva del
individualismo competitivo y consumidor. Es precisamente la razón por la cual existe todo
un feminismo burgués y dominador. La reivindicación de ese feminismo no es en absoluto
la de crear otro mundo, sino la de librar el mundo tal cual es a la potencia de las mujeres.
Ese feminismo exige que las mujeres sean jueces, generales del ejército, banqueras,
empresarias de máxima jerarquía, diputadas, ministras y presidentas. Exige incluso que ésa
sea la norma que rija la igualdad de las mujeres y de su valor social para aquéllas que no
son nada de todo eso –es decir, para casi todas las mujeres. Siguiendo esta orientación, las
mujeres son consideradas como un ejército de reserva del capitalismo triunfante. A partir
de allí, lejos de instalarse en un proceso que cree otra cosa que el Uno, que cree el Dos y el
pase del Dos (la passe du Deux), una mujer se transforma en el modelo del nuevo Uno, ese
nuevo Uno que se instala con vigor e insolencia ante el mercado competitivo y que es a la
vez su servidor y su manipulador. La mujer contemporánea será el emblema del Uno
nuevo, construido sobre la ruina del Nombre-del-Padre.
Tal es la causa por la cual desaparecen tres de las antiguas figuras de lo femenino: la
seducción peligrosa, el don del enamoramiento y el misticismo sublime. Sin duda, la
mujer-Uno es de por sí seductora, ya que la seducción es un arma capital cuando se trata de
competir. Las banqueras y las presidentas se jactan de seguir siendo mujeres, precisamente
en el sentido de la seductora. Sin embargo, el peligro que esta seducción representa es una
de las armas del Uno, no es en absoluto el doble o el peligro de alguna modalidad conyugal
(conjugalité). La seducción está al servicio del poder. Es la razón por la cual esta
seducción no debe venir acompañada del abandono amoroso, que es una debilidad y una
alienación. La mujer-Uno es libre, es alguien que combate con intensidad y no retrocede
ante nada y si forma una pareja, es sobre la base de un acuerdo a propósito de las ventajas
compartidas. El amor se convierte en la forma existencial del contrato, es un asunto
negociable / un negocio entre otros. En fin, la mujer-Uno no tiene nada que ver con la
figura de lo sublime místico; preferirá de lejos la manipulación de instituciones reales.
En el fondo, la idea es que las mujeres no sólo pueden hacer todo lo que hacen los
hombres, sino que, en las condiciones del capitalismo, pueden hacerlo mejor que los
hombres. Ellas serán más realistas que los hombres, se consagrarán con mayor obstinación,
serán más tenaces –algo que siempre fueron en el registro propio de su existencia. ¿Y por
qué? Justamente porque las niñas-hijas (filles) ya no tienen que transformarse en las
mujeres que ellas son, en tanto que los hijos no saben cómo transformarse en los hombres
que no son. De donde se desprende que el Uno del individualismo es más sólido en las
mujeres que en los hombres.
Si hacemos un poco de ciencia ficción, quizá podríamos prever muy simplemente la
desaparición del sexo masculino. Bastaría para que esto ocurra congelar el esperma de
algunas decenas de millones de hombres, algo que representaría miles de millones de
posibilidades genéticas. La reproducción quedaría así garantizada por inseminación
artificial. Todos los varones podrían entonces ser exterminados. Y tal como ocurre entre
las abejas o las hormigas, la humanidad sólo estaría compuesta de hembras (femelles), que
harían todo muy bien, dando por sentado que el orden simbólico quedaría reducido a su
mínima expresión, esto es, ser sólo aquél que exige la situación real del capital.
Una vez llegado a este punto, me dan ganas de decir que después de todo, son las
sociedades capitalistas las que tienen que arreglárselas con este problema creado por ellas.
Mi visión de las cosas considera, en primer término, que se trata de un problema difícil y
oscuro. Está en juego una sacudida quizá sin precedentes que afecta la consistencia y la
configuración de la especie humana.
La mujer se ubicaba, si puedo expresarme así, en un rol de subversión oficial: fuera
de la regla de juego y al mismo tiempo conservada en el lugar de lo que se mantiene
disponible (puesto que es el desplazamiento quien la constituye). Esta figura murió. Pero
no vayamos a creer que la figura que se nos promete sea emancipadora. No lo es para las
mujeres, no lo es para los hombres, ni lo es para la humanidad en su conjunto. Es una
figura donde queda registrada la posibilidad de un nuevo Uno del que las mujeres serían,
por una suerte de reversión de la situación primitiva, las principales portadoras.
Pienso que es preciso aceptar que las figuras tradicionales han llegado a su fin y que
es necesario asimismo encontrar los recursos para rechazar la figura de la mujer-Uno como
ejército de reserva del capital. No hay que dejarse enrolar en la lucha contra las figuras
tradicionales para que triunfe eso que, en efecto, es lo que viene, que tiene y tendrá
potencia, a saber, la mujer-Uno como emblema del nuevo Uno, el Uno del individualismo,
de cuya permanente consolidación tiene necesidad el capital.
Es necesario que las mujeres den la espalda a la proposición que se les hace. Esa
proposición es una trampa / una emboscada. Los modelos presentados responderán todos a
la figura de la mujer salvaje, salvajemente competitiva. Es preciso que las mujeres se
metan /mezclen activamente en el pensamiento. Es indispensable que lleguen en gran
escala a ser creadoras de arte, pensamiento, matemáticas, poesía, teatro, así como dirigentes
de políticas de emancipación. Es preciso que vuelvan a encontrar el genio para desbaratar
el Uno en la simbolización primordial y no en la figura del poder que hoy se les propone.
Y esto pasa por / supone / implica la reaparición de la figura de la joven, de la muchacha
(jeune fille); una nueva joven que se proponga como tarea la de transformarse en la nueva
mujer, aquélla que no será la mujer-Uno que el orden capitalista dispone hoy. La mujer que
propondrá a los hombres asociarse plenamente a los nuevos efectos de una figura no
opresiva del Uno, en cierto modo una figura del Uno derrotado desde su interior mismo.
Una joven desconocida, que en alguna parte está sin duda en tren de venir y que será
también la portadora del vacío definitivo de todo dios. Cuando uno la mire / Mirándola,
Dios desaparecerá. Ante el cielo vacío de todo dios / de toda suerte dios / de todos los
dioses, será posible decir, con Valéry:

“Beau ciel, vrai ciel, regarde-moi qui change”

« Hermoso, verdadero cielo, mírame : yo cambio »

Responsable de la traducción del sueño: Vieille fille Nilda Prados.

1
“Outrepassement” es un neologismo. Outrepasser = pasar más allá de…
Quizá valga tener en cuenta aquí que en el momento de considerar el fracaso del pase, Lacan se valió de otro
neologismo de la misma familia: “outrepasse”, para indicar un “más allá del pase”. (N. de la T.).

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