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“Ponme como un sello en tu corazón” (Ct 8,6). En el momento culminante del Cantar,
para expresar la unión amorosa, la amada alude a un signo, un “sello”, que debe ponerse
en el corazón del amado. Hay aquí oculto un doble sentido. En hebreo “corazón”
significa también, por metonimia, “pecho”. Con sus palabras, la amada alude, por tanto,
al colgante que el amado deberá llevar como signo de amor sobre el pecho, y al
recuerdo (la presencia interior) que el amado deberá conservar dentro de su corazón.
Hay un signo (un “sello”) que actualiza la alianza entre los dos y también la anticipa,
como una promesa. Son los signos de la alianza.
El texto de la creación de Génesis 1 nos habla también de signos, pero son ahora un
poco distintos. Dice Gén 1,14: “existan lumbreras en el firmamento del cielo para
separar el día de la noche y sean signos para las fiestas y para los días y los años”. Dios
crea los signos del cielo. El sabio sabrá ver en ellos un de-signio, una providencia
divina. Son los signos de la creación.
En el Antiguo Testamento el tema de los signos aparece en este doble contexto: la
creación (como en Génesis) y la alianza (como en el Cantar de los cantares). Son
contextos evidentemente vinculados, pero que se pueden distinguir, como se distingue
la imagen de la “paternidad” (más cercana a la idea de creación que implica gratuidad
absoluta y originaria) y la imagen de la “esponsalidad” (más cercana a la idea de
alianza, que implica mutua corresponsabilidad en el don y la tarea). Tratemos en primer
lugar de clasificar ambos conjuntos de signos.
a) Los signos vinculados con la alianza son variados. Podríamos tal vez resumirlos en
cuatro:
- En el origen, Dios necesita hacer grandes signos para manifestarse a su pueblo, para
liberarlo de sus ataduras y poder conducirle a la alianza. Es lo que ocurre en Egipto y en
el desierto. Es lo que ocurrirá también en grandes momentos de crisis. Son los “signos
prodigiosos” que el Señor Dios concede como prueba de su acción en la historia. Su
carácter propio es el “milagro” y su tiempo típico es, como decíamos, Egipto y el
desierto. Son lógicamente obra exclusiva de Dios y del ámbito de la alianza entre Dios y
su pueblo.
- En seguida, a la hora de sellar la alianza con su pueblo, aparecen los “signos
monumento”, que ratifican la alianza en su institución. Dios pone como signo
fundamental de la alianza del Sinaí el sábado (cf. Ex 31,16-17), un signo temporal. Pero
junto a este van apareciendo otros muchos (las tablas de la ley, el altar, las estelas,
ciertos objetos sagrados). En la Biblia, el tiempo arquetípico de estos signos es el Sinaí.
Los signos-monumento pertenecen a toda alianza, quiero decir, que se dan en cualquier
pacto, también entre contrayentes humanos (¡cosa que no ocurre con los milagros!). Son
signos habitualmente poco espectaculares.
- Los signos-monumento prolongan luego su acción en los “signos del culto”. El culto
es el lenguaje de la alianza en la vida cotidiana. El culto tiene aquí una importancia
decisiva (el sacrificio, sobre todo); de nuevo el tiempo propio y fundacional de estos
signos es el Sinaí.
- Hay, en fin, “signos proféticos” con los que el profeta proclama su mensaje de
conversión y de regeneración cuando el pueblo se ha apartado de la alianza.
Recordemos a Jeremías rompiendo un jarro de porcelana para expresar la ruptura de la
alianza (19,10), o a Ezequiel comiendo su comida sobre excrementos humanos, para
simbolizar la comida impura que tendrán que comer en el exilio los israelitas (4,12). El
lugar más típico de estos signos en la Biblia es la tierra de la promesa.
b) Están, en segundo lugar, los “signos en la creación”, que el sabio sabe interpretar,
que forman parte del ritmo habitual de la vida, pero en los que se revela un sentido de
providencia. La “sacramentalidad del ser” consiste precisamente en reconocer las
marcas de Dios que, en la creación, desvelan, confirman y anticipan su promesa. “Al
principio creo Dios el signo”: es así como podría leerse Gén 1,1 en el texto masorético
hebreo si se siguieran solo las vocales del texto (la conjunción de acusativo ’et se puede
leer ’ot –“signo”, en hebreo–). Se trata solo de un juego de palabras, pero efectivamente,
toda la creación es un gran signo que remite al creador, es un gran libro.
Tras esta somera presentación, tratemos de descubrir el sentido de estos signos
leyéndolos siempre a la luz del camino que ponen en marcha hacia la promesa.
a) Signos-prodigio
b) Signos-monumento
Toda alianza tiene un signo. En Mesopotamia sabemos que una acción simbólica
acompañaba el juramento de alianza. Los gestos podían variar. Estaban muy
frecuentemente vinculados con una amenaza a quien fuera infiel al pacto. Se daba, por
ejemplo, una red al otro contrayente como “amenaza”: si incumples la alianza, la red te
envolverá. En los textos de Mari (Babilonia), nos encontramos también con el gesto de
pasar la tabla de la alianza por el cuello del contrayente, como si fuera una espada que
pudiera cortar la garganta de quien fuera infiel. En otros textos conservamos otra forma
del mismo gesto: se levanta la mano derecha y el contrayente se toca el cuello. El
“signo” era un elemento importante, decisivo a la hora de sellar el pacto. Había que
representar la alianza. A decir verdad, en el Antiguo Medio Oriente la mayoría de los
signos eran de auto-maldición, de amenaza sobre el trasgresor. En el tratado que
conservamos entre Ashur-narari V de Asiria y Mati’ilu de Bit-Agusi (Siria) se
descuartiza dramáticamente un cordero para simbolizar la muerte del trasgresor.
También en la Biblia encontramos este tipo de signos acompañando el establecimiento
de un pacto. Pero en las Escrituras de Israel encontramos sobre todo signos que hablan
de la “unión” que se crea entre los dos y también signos que hablan de la purificación
necesaria para acceder al pacto.
Los signos-monumento, que se ponen en la Escritura a la hora de sellar un pacto son
muy variados: el arco-iris (Gén 9,12-15), un signo celeste que nos vincula muy
directamente con el marco de la creación; la circuncisión (Gén 17,10-14), un signo en el
cuerpo que es central porque junto con el sábado va a definir la religión de Israel
después del exilio; en Gén 21,30 (pacto entre hombres) se dan siete corderos; en otro
caso se pone una estela de piedras (cf. Gén 31,44-52); más adelante se trata de una gran
piedra (Jos 24,6). De especial importancia es aquí la presencia de sacrificios (Ex 24,4-8;
27,5-8) y de comidas de alianza (cf. Gén 31,54; Ex 24,9-11). Comer juntos es expresión
de unidad. La comida y el sacrificio van juntos en Ex 24: la comida después del
sacrifico, para expresar la unidad obtenida dramáticamente en el rito anterior.
Sería largo detenernos en la especificidad de cada uno y clasificarlos por su diverso
significado. Hemos querido dar solo algunos ejemplos de la variedad simbólica que
aparece en el momento en que se instaura el pacto. Nos interesa señalar dos cosas:
- Primero, cada alianza es distinta (la de Abraham, la de Noé, la sinaítica, la de Josué…)
y el signo particular que la acompaña (circuncisión, arco-irís, sábado, estela…)
manifiesta el sentido particular de esa alianza. En los sacramentos cristianos ocurre algo
parecido: el pan, el vino, el agua, el aceite nos dicen algo sobre ese sacramento
concreto. Lo interesante es percibir como cada alianza, a través de los signos que la
caracterizan, va abriendo camino al cumplimiento de la promesa. La primera, la alianza
con Noé tiene como signo el arco irís, que es una señal celeste, universal y de tipo
cósmico. Justamente la alianza con Noé es la que se sella también con los animales,
aquella que tiene un carácter más universal (cf. Gén 9,8-11). La siguiente, la alianza de
Dios con Abraham, tiene como signo la circuncisión y la circuncisión consagra
precisamente el órgano por el que se transmite la vida (el órgano sexual). Se expresa así
una característica singular de esta alianza, que está basada en la promesa de una
descendencia numerosa y, sobre todo, santa. El cumplimiento se realiza por la
transmisión de padres a hijos (cf. Gén 17,9-14). Luego viene la alianza del Sinaí cuyo
signo es el sábado. Lo propio de Israel es haber concebido el tiempo de un modo nuevo,
vinculándolo a un telos que rompe con la simple secuencia circular-repetitiva. El sábado
es el signo de este tiempo nuevo que introduce la alianza: la promesa se realiza en
camino hacia el eschaton, de sábado a sábado (cf. Ex 31,16-17). Así, cada alianza, cada
signo, marca un hito en el camino del cumplimiento.
- Lo segundo es que junto a este carácter singular de cada signo, hay siempre una
totalidad: cada signo expresa siempre la totalidad de la mutua pertenencia, no solo una
parcial correspondencia. Por ejemplo, con la circuncisión, Abraham no consagra solo su
procreación a Dios, sino que se vincula personalmente, totalmente con YHWH. El signo
expresa una totalidad. El baño del cuerpo o el alimento del cuerpo o la unción del
cuerpo expresa la consagración total de la persona. En cada sacramento se nos da todo
Dios, aunque se nos da a la medida de un camino, en el marco de unas etapas de la vida
y de una pedagogía de Dios.
c) Signos rituales
Los ritos deben ocuparnos aquí de un modo especial, porque la liturgia es el espacio de
los signos. Recordemos que hablamos siempre dentro de un contexto de alianza, en el
que los signos valen porque remiten a una relación personal.
Es necesario para ello en primer lugar decir algo sobre lo que significa el “culto” en
Israel. Podemos remitirnos aquí a una de las conclusiones del estudio de Joseph
Ratzinger al respecto: “el culto tiene en realidad […] carácter de anticipo. Se orienta
hacia una vida más definitiva y con ello da su talla a la vida presente. Una vida en la que
faltara este anticipo, en la que el cielo ya no se abriera, se haría plúmbea y vacía”
(Ratzinger, 12). El culto tiene esa característica de “abrir” la realidad temporal, de
hacerla transparente y mediación de lo divino, de convertirla en alabanza a Dios. El
Templo está en el centro, en el corazón de la tierra de Israel para decirle que toda ella
está consagrada y es santa. El culto pascual y el culto que se practica en las fiestas de
Israel (Fiesta de los Tabernáculos, Fiesta de las Semanas,…) están llenos de signos que
ayudan a abrir la realidad, comprendiendo mejor la creación, la historia y el sentido al
que todo camina.
Recordemos que las fiestas de Israel tienen siempre tres dimensiones: (1) Remiten al
cosmos, porque son originariamente fiestas agrícolas, vinculadas con los ciclos de
fecundidad vegetal, con las estaciones cósmicas (la recolección, la siembra, la siega…);
(2) remiten a la historia, porque estas fiestas celebran a su vez eventos históricos (la
Pascua: salida de Egipto; los Tabernáculos: el desierto…); (3) remiten asimismo al fin
de los tiempos, porque estas fiestas se vinculan también con el telos, con el
cumplimiento último de todas las promesas (los Tarbenáculos: las tiendas en las que
habitarán los justos al final de los tiempos,…). Los signos del culto en las fiestas de
Israel describen así el camino de la creación y el camino de la historia. En ellos se
anticipan claramente los sacramentos cristianos, que remiten también a esta vía de
cumplimiento: una realidad natural se convierte en memoria de recuerdos históricos de
las acciones salvíficas de Dios, y el recuerdo se convierte en esperanza de la salvación
definitiva.
Los profetas van a criticar duramente el culto. Ellos ven como se realiza en Israel uno
de los riesgos que conllevan ciertamente los signos cultuales. “El amor que decae
recurre a un refuerzo de ceremonias” (Shakespeare, Julio César, acto IV, escena II).
Cuando los ritos comienzan a perder su carácter de significar se aumenta simplemente
su cantidad, se espesa su materia, con la pretensión vana de aumentar así su eficacia.
Esto es lo que los profetas han visto y desde aquí se ha de entender su crítica. Ellos no
promueven una “religión de la pura interioridad” sino que pretenden recuperar el
verdadero valor de los signos.
De entre todos los signos litúrgicos empleados en el Antiguo Testamento, el “sacrificio”
ocupa sin duda un lugar especial. La muerte sacrificial de un animal sirve para alabar a
Dios, para aplacarle, para expiar por el pecado, para entrar en comunión con él. ¿Qué
sentido tiene esto? Se expresa así, desde luego, en la figura del animal, el deseo de
entregar la vida, de entrar en comunión de vida con Dios. El fiel israelita quiere
entregarle a Dios lo más valioso que tiene, pero no cae en la aberración cananea de
sacrificar la vida de su primogénito. Pone, por ello, un signo. El signo oculta y revela a
la vez. Con el signo se dice veladamente la entrega, el sacrificio de la vida. Para
comprender estos signos es muy interesante la figura del “rescate” (ver Ex 13): Israel va
a sacrificar un animal para rescatar a su primogénito. Y el animal de rescate por
excelencia va a ser el cordero. Reconocemos aquí grandes signos cristianos y
entendemos que hay una línea de continuidad y de cumplimiento del cordero que
“rescata” la vida de Isaac en Gén 22 al cordero que “rescata” la vida de los primogénitos
en Egipto, según Ex 12-13, actualizado en el cordero del “rescate” del culto de Israel y
finalmente cumplido en el “cordero-persona”, Jesús, que rescata la vida de los fieles.
d) Signos proféticos
Los profetas hablan con su cuerpo. Lo típico de la profecía es el hecho de poner “signos
en la carne”. Es este un dato fundamental para entender el profetismo en Israel. Jeremías
lo hace con su celibato (cf. Jer 16,1-9); Isaías camina desnudo y descalzo durante tres
años (cf. Is 20); en Ezequiel tanto el hecho de “guardar silencio” (Ez 3,25-26) como el
de “permanecer postrado” (Ez 4,4-8) se convierten en profecía, pues Dios habla a través
de su cuerpo inmóvil y silencioso. Este tipo de acciones son “acciones” o “gestos” de
tipo simbólico, que pretenden significar algo. Pero caeríamos en un grave error si los
interpretáramos solo como momentos puntuales en la vida del profeta, o como
instrumentos retóricos con los que se pretende solo dar un suplemento de fuerza al
mensaje. En estos “gestos” se manifiesta la esencia del profetismo. El mensaje del
profeta está inscrito en su propio cuerpo. Jeremías nos dice que su vocación tiene lugar
“antes de formarse en el vientre de su madre” (cf. Jer 1, 5). ¿Qué significa esta
expresión? Obviamente, implica que el acto de la elección precede al de la formación
del cuerpo. Pero, apurando sus consecuencias, implica también que el cuerpo mismo del
elegido está ya desde su origen cargado de una valencia profética; está ya en su misma
gestación orientado hacia la Palabra (ver Bovati, cap. 5). Lo típico de la profecía es el
hecho de poner “signos en la carne”.
El cuerpo es el “lugar” del diálogo, lugar de la apertura y la comunión con el mundo y
con los demás. La experiencia de “ser cuerpo” y no solo de “tener un cuerpo” nos hace
descubrir la importancia de las relaciones. Comprendemos así que las relaciones con
otras personas (los vínculos de carne y sangre, los generados por amistad) no son un
mero accidente, sino que nos constituyen, forman parte esencial de nuestro ser. Y así, en
el cuerpo del profeta reconocemos cómo Dios sale al encuentro del hombre tocando su
carne, afectando a sus relaciones, modelando su forma de vida en el cuerpo.
Para entender la magnitud de este potencial comunicativo de los “signos en la carne”
que pone en marcha la profecía, es necesario caer en la cuenta de que la figura del
profeta es un paradigma. Lo que le sucede a él está llamado a realizarse en todos. El
profeta Ezequiel, por ejemplo, es un “símbolo” para Israel. No solo transmite un
mensaje. Él mismo es el mensaje. El profeta mismo es profecía. Por eso se dice:
Ez 12,6: “te he constituido en símbolo para la casa de Israel”; v.11: “yo soy
símbolo vuestro; como hice, así se hará a ellos”.
Ez 24,24: “Ezequiel será símbolo para vosotros, según todo lo que haga, se os
hará”; v.27: “serás símbolo para ellos y sabrán que yo soy YHWH”.
La comunicación que se pone en movimiento gracias a los signos en la carne del
profeta, busca engendrar a su vez signos en el cuerpo de los oyentes del profeta. Esto es
lo que deseaba ya Moisés en el libro de los Números: “Ojalá todos profetizasen porque
Dios les da su espíritu” (Nm 11, 29 y también Jo 3, 1). El cuerpo del profeta se
convierte así en un anticipo de lo que será el cuerpo social del nuevo pueblo de Dios; un
cuerpo habitado plenamente por esa Palabra que es cumplimiento perfecto de la ley.
¿Cuál es el signo definitivo en la carne del profeta? Él es “traspasado por nuestras
rebeliones, aplastado por nuestras iniquidades. El castigo que nos valía la paz caía sobre
él y por sus cardenales hemos sido curados” (Is 53, 5). El profeta sufre el castigo en su
carne, y así expía la culpa del pueblo. A Ezequiel le dice YHWH: “Acuéstate sobre tu
lado izquierdo y yo echaré sobre él la culpa de la casa de Israel. Cargarás con su
iniquidad los días que estés acostado así” (Ez 4, 4). El “cuerpo entregado” o la “sangre
derramada” es, en el Nuevo Testamento, lugar común para referirse a los profetas (cf.
Mt 23, 30; Lc 11, 50; Ap 16, 6; 18, 24). Por eso, el destino del profeta es ser perseguido,
como señala paradigmáticamente Hch 7, 52: “¿A quién de entre los profetas no
persiguieron vuestros padres?” (ver también Mt 5, 12; 23, 34; Lc 11, 49; St 5, 10). El
signo de su cuerpo entregado es el testimonio supremo del profeta.
Siempre que leemos el Salmo 19 en la liturgia ocurre, por desgracia, que lo leemos
fraccionado en dos partes (A y B). Perdemos así el efecto compositivo que da su sentido
al salmo. En efecto, el salmo consta de dos piezas: un himno a la creación (vv.1-7) y un
himno a la ley (vv.8-14). Al decir ley nos referimos al hebreo Torá, es decir, no una
simple suma de preceptos sino la “enseñanza” o “instrucción” divina. La clave del Sal
19 queda oculta cuando separamos estas dos partes. Pues lo que el salmista nos quiere
decir es que ambas cosas van juntas: debemos cantar la perfección de lo creado (vv. 1-7:
“El cielo proclama la gloria de Dios…”) porque descubrimos allí los signos que nos
hablan de la Torá y debemos cantar la perfección de la Torá (vv. 8-14: “La ley del
Señor es perfecta…”) porque descubrimos el sentido de los signos de la creación. El
calor y la luz del sol le hablan de la lumbre que da la Torá.
Fueron los sabios de Israel quienes mejor descubrieron que toda la creación está llena de
signos, que en ella se nos propone un camino hacia Dios, que en sus signos se descubre
un sentido querido por Dios. Lo típico del “sabio” en Israel era una capacidad
integradora, una visión unitaria de la realidad. La sabiduría que poseía era un espíritu a
la vez “único y múltiple” (cf. Sab 7, 22), capaz por tanto de descubrir la unidad de lo
real en sus múltiples facetas. Los sabios supieron percibir con nitidez los signos de la
creación. La Sabiduría creadora dice el capítulo 24 del libro del Sirácida que salió “de
la boca del Altísimo” (v.3) y que luego recorrió la bóveda del cielo paseando por sus
abismos (v.5). Ella ha recorrido el cosmos, los cielos están llenos de su presencia. El
libro de los Proverbios (sapiencial también) hace que la misma sabiduría, presentada en
los primeros capítulos como “maestra de la ley” (en Prov 1,8; 3,1; 4,2; 6,20.23; 7,2), se
convierta luego en “ordenadora del cosmos” (en Prov 8, 22-32). Hay también una “ley
en los astros”, los signos del cosmos están cargados de sentido.
EL libro de la Sabiduría va a poner en boca de Salomón estas palabras: “Contigo está la
Sabiduría, conocedora de tus obras, que te asistió cuando hacías el mundo, y que sabe lo
que es grato a tus ojos y lo que es recto según tus mandatos” (9, 9). Hay una sabiduría
vinculada con el orden del cosmos, es decir, una justicia originaria, anclada en la misma
lógica del gesto creador.
El libro del Sirácida die en 16, 26ss: “Cuando, al principio, creó el Señor sus obras,
asignó a cada una sus funciones. Determinó para siempre su actividad, desde el
principio y para siempre. No han tenido hambre ni cansancio; no han abandonado su
labor. Ninguna choca con su vecina; jamás desobedecerán su palabra”. El cosmos se ha
convertido para nuestro autor en personificación de la “obediencia perfecta”. El sol, la
luna y las estrellas, que han recibido por mandato divino un ritmo y una órbita a
recorrer, no abandonan nunca su camino, son obedientes siempre, sin vacilación. De
aquí puede dar Ben Sirá un salto al ámbito humano, invitando al hombre a participar en
esa disposición perfecta y a «retornar al Altísimo abandonando la injusticia» (17, 25).
Es como si dijera: “Trata de ser obediente y de hacer vida ese modelo de perfección que
tienes en el cosmos”.
Recordemos también aquí que hay una correlación entre las “diez palabras” del
Decálogo (Ex 20, 1-17; Dt 5, 1-21) y las “diez palabras” que Dios dice al crear el
mundo en Gén 1. La coincidencia numérica no es una mera casualidad, sino que tiene
un profundo sentido. Dios crea efectivamente el mundo pronunciando “diez palabras”.
Basta leer con atención el texto genesiaco para comprobarlo: la fórmula “y dijo Dios”
(wayyomer elohim) se repite justamente diez veces en Gén 1
(v.3.6.9.11.14.20.24.26.28.29). Nos encontramos así con el mismo resultado ya descrito
anteriormente: los signos de la creación se interpretan a la luz de la relación de alianza
entre Dios e Israel y de su “carta magna”: el decálogo.
Los astros son, por tanto, un gran símbolo inscrito en el cosmos que debe remitir
constantemente al Creador. Pero, ¿cómo interpretar bien estos símbolos? ¿No existe
acaso el riesgo de pervertirlos? ¿No puede suceder que se hagan opacos y se conviertan
en “ídolos”? Sí, ciertamente. Es el peligro que advierte el profeta Jeremías cuando
afirma: “No aprendáis el camino de las naciones, ni temáis las señales del cielo, aunque
las naciones las teman” (Jer 10,2). Existe el riesgo de postrarse en adoración ante el
espectáculo fascinante de los astros. Cuando el cosmos pierde su referencia a Dios,
cuando deja de ser signo de una llamada originaria del creador, se transforma en objeto
de pavor y de reverencia servil por parte del hombre. El autor del libro de la Sabiduría
llama “vanos” a quienes se dejan fascinar por los elementos naturales, y toman por
dioses «al fuego, al viento, al aire veloz, o a la bóveda estrellada o al agua impetuosa o a
las lumbreras del cielo» (Sab 13,2).
El israelita está llamado a interpretar el cosmos como una “palabra” (así nos enseña a
leerlo Gn 1). Cuando se pierde de vista su valor referencial se cae en la “mentira”, se
dice del cosmos algo que no es cierto, pues él no es Dios. La mentira es precisamente
una definición muy adecuada de la idolatría. “Su estatua fundida es mentira y no hay
espíritu en ella” (Jer 10, 1 4). El peligro de la idolatría como perversión o negativo
fotográfico de la llamada divina inscrita en los astros.
El cosmos es también, en su perfección, un signo que anticipa el mundo por venir. El
cosmos se transforma en signo de esperanza y de fidelidad de Dios. De una fidelidad
inquebrantable. Recordemos lo que dice el profeta Jeremías: “Así dice YHWH: si no
existiera mi alianza con el día y con la noche, y si no hubiera establecido las leyes del
cielo y de la tierra, entonces sí podría rechazar a la descendencia de Jacob y de mi
siervo David” (Jer 33, 25-26). Interpretación esperanzada de los signos cósmicos que
permiten seguir teniendo fe en Dios.
4. Conclusión
Bibliografía