Sei sulla pagina 1di 5

Henri Gouhier

LA CRITICA TEATRAL

EL TEMA de este ensayo proviene de las ciencias morales , muy precisamente de la deontología , término
didáctico , escribe Littré, que designa la ciencia de los deberes.

Es bastante fácil plantear en abstracto el problema de los deberes del crítico teatral.

La pieza de teatro puede considerarse bajo dos aspectos: es una diversión y es una obra. Olvidemos por el
momento las resonancias pascalianas del término y entendamos por diversión un efecto de extrañamien to:
entrar en un teatro es abandonar el espacio d e la existencia cotidiana para vivir dos o tres horas entre
paréntesis; "una distracción de ellos mismos de pronto los dilata . . ." decía Jouvet acerca de los hom bres
de la sala vueltos hacia los de la escena. 1 Pero esa diversión es un placer, aun cuand o no se trate de reír.
En el anuncio publicitario de una película se decía de los héroes: "asesinan para daros placer". Aunque
guardando las distancias, que dejan entrever la semejanza, no podemos dejar de recordar aquí el dicho de
Racine, que en el prólo go de Berenice hablaba del "placer de la tragedia".

Pero la pieza de teatro es asimismo una obra, una obra del arte. Pues sea del artista o del artesano, el arte
se manifiesta en la obra por una exigencia de perfección, es decir, de acabamiento. Si bien esa perfección
y ese acabamiento no se realizan, en el sentido más activo de la palabra, sino delante de es pectadores, con
la colaboración del director, los ac tores, el decorador, a veces el músico, la pieza de teatro lleva ante todo
la marca de su primer autor, ese artista —artesano que no podría oír una palabra sin ver un gesto o una
silueta, creador de un mundo en el cual los personajes tienen un cuerpo que debe colocarse en
determinado espacio, donde la luz debe dibujar formas, donde hasta las cosas mismas entra rán en el juego.

El deber del crítico es entonces claro: tener en cuenta estos dos fines esenciales del arte dramático. Y
partiendo de esta evidencia, se discernirán fácil mente los dos riesgos: el de colocarse demasiado
exclusivamente en el punto de vista de la diversión, descuidando el punto de vista de la obra; o bien
interesarse demasiado exclusivamente en la obra ol vidando que el espectador paga su entrada para
d ivertirse.

Esta posición, o más bien esta solución del pro blema tiene la v entaja de ser clara, pero el incon veniente
de ser simplista. Tomemos un caso concre to: las representaciones de En la selva de las ciudades en 1962.
Bertold Brecht tenía apenas veinticuatro años cuando escribió esa pieza; pero el autor de Baal era todavía
el compositor de canciones del cabaret impresionista; en La Selva se encontrará todavía el erotismo de
Wedekind embebido en alcohol y pan teísmo, pero con el matiz de parodia que significa a la vez: gracias y
buenas noches. Porque Brecht está en camino de convertirse en brechtiano. Se trata pues de un
experimento de laboratorio. ¿ Quién calificaría de estúpido al bue n hombre que tiene la franqueza de
reconocerse perdido en esa selva, en medio de personajes cuyos propósitos no siempre aclaran el sen tido
d e sus acciones? Sin embargo, para el espectador que sabe de dónde viene el autor y adónde irá, que sitúa
ese drama de la soledad y de la libertad en el itinerario de un pensamiento, al comienzo de una curiosa
aventura teatral, qué divertido, qué deleite es escuchar y mirar, con el espíritu pendiente de la obra
imperfecta.

De modo que la diversión es esencialmente relativa. Esa relatividad ¿ condena entonces a la crítica a ser
puramente impresionista? Es muy posible que, en de finitiva, toda crítica sea más o menos impresionista;
pero lo que importa es la intención que contrapone aquí el más al menos: complacerse en relatar sus
impresiones y tomarse el trabajo de dar razones repre sentan, en efecto, dos intenciones de sentido
contrario. La crónica teatral ¿ es un trozo de diario íntimo? He aquí el problema. Al que dijera: ¿por qué
no? habría que responderle: porque de hecho es imposi ble. Quiéralo o no, la diversión o el aburrimiento
del crítico teatral implica un juicio sobre la pieza.

Un juicio... porque la p alabra crítica es de aquellas cuyo sentido sigue ligado a la etimología: el griego ha
puesto en su raíz el acto de juzgar. El único recurso del crítico que quiere ser impresionista es enunciar
en primera persona del singular los motivos de sus impresiones a fin de reducir sus juicios a es tados
anímicos. Pero ¿a quién engañará ese yo? Al pretender tomar al público por confidente de sus
pen samientos, el crítico supone implícitamente que, la noche de representación de la cual da cuenta, ese
público estaba con él, ese público estaba en él; y espera pronunciar el juicio de sus lectores converti dos
por anticipado en espectadores en la butaca de él. En esa esperanza está su responsabilidad; en esa
esperanza reside, la grandeza de su tarea.

Tarea, además, que d ebe adaptarse a funciones har to diferentes. Si "crítico teatral" es el nombre de un
género, ese género encierra muchas especies. Está el crítico teatral de los diarios; éste no dispone ni de
veinticuatro horas para escribir su artículo, y se lo condena a todos, o casi todos, los ensayos generales;
sus lectores tienen formación diversa y una cultura desigual, y por último corre el riesgo de tener
in fluencia... La situación del crítico de revista es en teramente distinta: tiene tiempo de esperar que el
recuerdo de la representación se desprenda de las pri meras impresiones; como no puede hablar de todo,
nada lo obliga a ver todo; puesto que no es de los que contribuyen de inmediato al éxito o al fracaso de un
espectáculo, la conciencia de su responsabilid ad se aviene a cierta tranquilidad de espíritu. Entre los dos,
está el que tal vez se halle mejor colocado para pensar y obrar, el crítico de los semanarios, autén tico
heredero de los folletinistas de antaño.

V emos así que los deberes del crítico serán difí ciles de definir, entre ideas demasiado claras y una
realidad muy confusa. Conviene entonces proceder en orden. Ese orden hará la distinción entre:

1 deberes frente al público;

2 deberes frente al autor;

3 deberes frente al teatro.

II

El público es, ante todo, la gente que se molesta en ir al teatro y, en general, paga su entrada. Tiene
derechos, y en primer término, derecho a hallar esa diversión que el teatro le promete.

Quizá se diga que esa promesa es la de un teatro infiel a su finalidad profunda que es la gloria de los
dioses antes de ser la diversión de los hombres. P ero eso es confundir la esencia con el origen: que un
arte sea religioso en su origen no significa en absoluto que lo sea por esencia. Si bie n la obra dra mática
nació del culto, también es un hecho que se ha desligado de él, y una larga serie de obras maes tras prueba
que tal separación no traicionó su vo cación. Es verdad que subsiste la tradición de un tea tro que sería una
suerte de ceremon ia religiosa, como por ejemplo esas Pasiones alentadas por el fervor de actores no
profesionales; pero es una excepción rara. Lo mismo que muchas otras actividades del espíritu, el teatro
empezó bajo la categoría de sagrado, y des pués se convirtió en cosa profana, aun cuando la pieza se
llamara Polyeucte o La Anunciación a María. Porque aún en esos casos, la aptitud del espectador ante el
espectáculo no es la misma del feligrés 'en la iglesia o el templo. Id a ver una tragedia cris tiana: no hay
liturgia que pueda unir a vuestros ve cinos en una oración común; y sin embargo, se le vanta el telón y
helos ahí conmovidos por una co mún diversión de sí mismos.

Que un Paul Claudel cree hoy una comunión pro piamente dramática en torno de su obra, distinta de una
comunión religiosa en torno a su fe, es signo de cierto destino del teatro, e importa saber qué es taría en
juego si se lo pusiera en duda. Recordemos que el mito de los buenos tiempos pasados se trans¥forma
naturalmente en el mito de la edad de oro: la nostalgia de la unanimidad en la creencia que unía a los
actores y espectadores del misterio medieval, esa nosta lgia a menudo no es más que un modo de anhelar
un teatro de mañana al servicio de las re ligiones seculares. Reconocer el derecho del espectador a la
diversión no es cosa frívola: es admitir que el pluralismo espiritual de la sala es condición vital de un
teatro en el cual el artista depende sólo de su arte.

Con esta perspectiva, es normal que el crítico dé del espectáculo una idea que permita a cada uno una
hipótesis sobre el placer que hallará o no hallará en él. P ero esto plantea un problema que apunt a a la
vocación misma del crítico teatral: ¿ es éste un eco o —por qué no pronunciar la palabra — un educador?

Cuando se habla de la educación del público, no hay que ser víctima de la imagen que separa al maes tro y
los alumnos; el público también desempeñ a papel de maestro en este asunto; si el crítico juzga la pieza, el
público lo hace a su vez, y de paso juzga al crítico. Ahí está la complejidad del pro blema que no se trata
de escamotear al enunciarlo.
Se ha dicho que el público está con el crítico en la representación, y hasta está en él. Ahora bien ¿ es el
público tal como sería librado a la espontaneidad de sus reacciones o el público tal como desearía verlo
reaccionar el crítico después de que hubieran leído su artículo? Dicho con otras palabras ¿ es el público
quien crea al crítico a su imagen o es que el deber pri mero del crítico no consiste en la operación inversa?
Es claro que hay la sirvienta que va a ver a Moliére, el sector del teatro que ríe y la niña que llora. Son
hechos que no pueden aparta rse con una sonrisa, sino que introducen en la discusión ese famoso buen
sentido común, que tiene el mérito de ser bueno y la des ventaja de ser común. Por ser bueno siempre dará
un público a Moliére; por ser común, se opondrá siempre a los Claudel en busc a de su genio.

El gran público sabe qué lo distrae y qué lo aburre, juzga la obra desde el punto de vista de su diver sión.
El deber del crítico ¿ no será entonces llevarlo a mirar la obra por sí misma? ¿ No será, en defi nitiva, el
deber de explicar, partic ularmente en caso de formas nuevas, qué hay que comprender antes de rechazar
tanto como de aceptar?

El hecho de que ciertas obras dramáticas exijan un esfuerzo por parte del espectador simplemente prue ba
que el teatro es un arte como las demás. El dra ma musical de Wagner y P elléas de Claude Debussy, las
primeras telas impresionistas y algunos poemas de V aléry impusieron al espíritu una atención, o una
tensión que es como la participación activa y vo luntaria del alma en una gracia. Decir de una pieza que
impone un esfuerzo no la condena: la única cues tión es saber si lo merece, es decir, si el espectador se
verá recompensado.

Pero aquí la perspicacia del crítico subordina sus deberes frente al público a sus deberes frente al autor.

III

Para simplificar, admitamos que por "deberes fren -te al autor" se sobreentiende también deberes para con
los intérpretes, y más generalmente para con todos los artesanos de esta re creación de la obra que es la
representación.

Empecemos por descartar términos tales como se veridad, indulgencia, benevolencia, etc. La relación e ntre
el crítico y el autor, o sus intérpretes, no es una relación social o mundana. Cuando se habla de
honestidad, de sinceridad, de probidad, no se hace nada más que recordar cualidades elementales de las
cuales nadie cree estar desprovisto. El crítico modelo ¿será Alcestes ante el soneto de Orontes? Resulta
fácil responder que sí. Pero de lo general a lo particular hay un gran trecho. Cuando el crítico se halla
ante la obra de un autor joven o de un veterano lleno de galones que tiene la audacia de renovarse ¿ se
en cuentra en la misma situación que frente a esos au tores que, como señala uno de sus colegas más
in geniosos, "hacen cada vez mejor, piezas cada vez menos buenas"? 2

En la escena del Misántropo, en rea lidad la lección es de moral más que de poética. La franqueza de
Alcestes se torna explosiva debido a las pretensiones de un autor vanidoso. Orontes es más ridículo que su
soneto. También la crítica propiamente dicha es pobre, y representa, además, lo que sería mejor evi tar: el
reproche a un escritor por no haber escrito la obra de otro. Reconozcamos que el deber de ex plicar la obra
coincide con el de comprenderla, y no se comprende sino desde dentro. Esforzarse por ver qué ha querido
el autor, y tratar luego de me dir la distancia entre lo que ha querido y lo que ha hecho ¿no sería acaso el
principio de la rendición de cuentas en todo el sentido de la expresión? Por gran -de que sea siempre la
parte de las impresiones per sonales en una apreciación, al me nos la inquietud por el punto de vista del
autor introduce en el jui cio razones que limitan lo que éste tiene de subje tivo. Es decir que tal intención
es radicalmente opues ta a la del crítico "comprometido", que se mantiene en el punto de vista del prop io
crítico, puesto que no deja de pensar con relación a coordenadas ideo lógicas trazadas por su visión
personal del mundo, del hombre y de la historia. Y sobre todo, esa in quietud da el tono . . .

Hay autores que aciertan porque apuntan bajo. Y los hay que fracasan porque apuntan alto. Estos úl timos
tienen derecho a cierto tono. Es claro que la buena intención, soberana en moral, no constituye un valor
estético; jamás podrá salvar una pieza ma lograda, pero puede hacerla respetable. El contenido de una
crítica es una cosa, el tono del crítico es otra. Entendámonos bien: el deber aquí fijado no es un deber de
urbanidad ni de cortesía; lo dicta la honradez. Conviene reconocer las cualidades del es píritu y hasta del
corazón por la forma de expresarse, aunq ue sea para deplorar no poder elogiar la obra.
IV

Cuando se habla de una función, es natural pre guntarse: ¿Para qué sirve? La cuestión elimina toda
preocupación por la utilidad cuando se precisa en: ¿ A quién sirve? El crítico teatral no está al servi cio ni
del público ni del autor, sino del teatro. Y eso significa que ante todo tiene deberes para con el teatro.

El teatro es un pasado, y es un presente. Ese pa sado y ese presente son de constitución radicalmente
diversa. El pasado del teatro es precisament e lo que no ha pasado en absoluto, aquello que ha vencido al
tiempo. El presente del teatro, al contrario, mues tra aquello que está en trance de pasar, es el tiempo que
lleva indistintamente lo efímero y lo duradero en un mismo devenir. Dicho con otras pa labras, tenemos
que tomar la obra teatral allí donde todas las obras de arte viven, donde la mayoría muere, donde algunas
sobreviven, en el tiempo paradójico de nues tra condición, a la vez tiempo que conserva y tiem po que
destruye.

Es decir que la funci ón del crítico teatral se ejer ce en el mundo de la cultura.

Todos los hombres, en efecto, existen en dos mun dos, el de la naturaleza y el de la cultura. El sim ple
hecho de existir implica ese universo espacio - temporal en el cual mi cuerpo es una pequeña parte y
determinada historia a la cual no cesa de estar unido cada pensamiento por una especie de educa ción
permanente. Además, naturaleza y cultura sólo pueden separarse mediante una abstracción: ¿ Qué es pues
la naturaleza sino el conocimiento de la natu raleza? Y ¿qué es el conocimiento de la naturaleza sino un
hecho de cultura? En cuanto al sentimiento de la naturaleza ¿qué sería, en verdad, sin los poetas y los
pintores? Cuando se trata del teatro, imitación de la naturaleza, observación de la naturaleza, vuelta a la
naturaleza son fórmulas cuya claridad aparente no podría ilusionar mucho tiempo.

Cuando el espectador - entra en la sala, aunque sea para ver un melodrama de calidad dudosa, pen etra en
un tiempo en que Esquilo y Sófocles, Shak espeare y Racine, Moli ère y Musset son contemporáneos.
Cuando el actor sube al escenario, aunque sea para re presentar un vaudeville cómico e insignificante,
h abita un lugar donde Edipo, An tígona, Hamlet, Don Juan, Fedra y todos sus compañeros de inmortalidad
continúan en misteriosa supervivencia: al conservar el traje, la lengua, la mentalidad del medio histó rico
en que el poeta pensaba y soñaba, estos perso najes se han convertido en hombres y mujeres de todas las
épocas, y esto en el mundo de la cultura en donde nos encontramos con ellos.

En último término, por modesto que sea el autor, toda obra teatral aspira a esa supervivencia y se adi vina
cuál debería ser, en último término, la misió n del crítico teatral: discernir, en las actualidades del día, la
actualidad d e siempre. Pero admitamos que semejante sagacidad no se pone a prueba cada noche de
ensayo general. O sea que lo que se le exige al crítico teatral es más simple: una conciencia clara de la
diferencia radical entre el pasado histórico del teatro y un presente que todavía no es histórico.

No pensamos en el historiador que escribe la historia y que debe interesarse por lo que nos parece muerto
tanto como por lo que está vivo. Pero la historia del teatro que nos enseñan en clase, la his toria del teatro
que coincide con el repert orio, esa historia es como un mapa en donde están trazados los macizos e
indicadas las alturas. El crítico teatral trabaja en un presente que se parece más al devenir geológico. En
realidad, no hay más historia de lo con temporáneo en el teatro que en lite ratura o en filosofía, al menos
en el sentido en que la cultura nos ofrece una historia organizada alrededor de valores con sagrados. En
esta situación poco cómoda en que el crítico teatral ejerce su función, su deber es doble: no abrumar a sus
contemporáneos por el recuerdo de Shakespeare o de Musset; no saludarlos demasiado pronto como
nuevos Shakespeare o futuros Musset.

Nadie negará que el crítico teatral deba tener siem pre presente el recuerdo de las obras ejemplares, ni que
su misión sea recordar al público y a los au tores la lección de los maestros. Pero hay un teatro
contemporáneo con vida propia, vida de búsqueda y ensayos, de experiencias y riesgos. El papel del
crítico ¿no consiste en situar determinadas obras y de terminados espectáculos dent ro de ese contexto
cambiante, confuso, todavía no purificado y jerarquizado por la historia, que es el arte dramático en
trance de hacerse? En ese presente de varios años de espesor que es como el horizonte de nuestro
pensamiento cotidiano ¿ es verdaderam ente imposible discernir, según la antítesis de Jacques Copeau, lo
que es movimiento dramático de lo que es agitación teatral? 3 La respuesta está en el ejemplo dado por el
gran crítico que fue además fundador del Vieux Colombier, el que justificaba tan es crupulosamente sus
dudas sobre las glorias de la época y que, desde 1905, reconoció la eminencia del enorme P aul Claude1. 4
Dentro de esta perspectiva, los deberes del crítico teatral parecen corresponder a las exigencias de un
arte. Entonces ¿ cómo volver a repetir "la crítica es fácil, pero el arte es difícil"? El arte de la crítica es
difícil como las otras artes: lo fácil es la crítica de la crítica.

Referencias

1 . Louis Jouvet , Le Comédie n désincarné, Flsmmarion, 1954, p 164.

2 . André Roussin, Réflexions sur les auteurs, en : Comédies de familee, París, 1960, p. II.

3. Critiques d ' un autre temps, París, N. R. F., 1923, p. 224.

4. Ibídem, p. 228

Potrebbero piacerti anche