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Vivir la Fe

Católica
viernes, 26 de abril de 2013

El credo explicado siguiendo el Catecismo de la


Iglesia Católica

El credo explicado
(Basado en el
Catecismo de
la Iglesia Católica)

“Creo en Dios”: Esta es la primera afirmación y la más importante. Así


como los demás mandamientos dependen del primero, del amar a Dios,
las demás partes del Credo dependen de esta afirmación, ya que es el
núcleo central; el resto de nuestro Credo nos ayudan a conocer más y
mejor a Dios.
Nuestro Dios es :
 Unico: “Yo soy Dios, no existe ningún otro… ante mi se doblará toda
rodilla…” (Is 45,23). Si bien son tres Personas, es una sola Esencia o
Naturaleza simple.
 Vivo: Dios de los padres, compasivo y fiel a sus promesas.“Yo
soy”… Dios no dice “Yo fui” o “Yo seré”, es un Dios vivo y presente, siempre
y para siempre. Por eso es que es fiel a sí mismo y a sus promesas.
 la Verdad: Por eso sus palabras no pueden engañar, y sus
promesas se cumplen, es un Dios verdadero. El pecado nació de la mentira
del tentador, que llevó al hombre a dudar de la Palabra de Dios. A causa de
esto, Dios nos envió a su Hijo Jesús para “dar testimonio de la verdad” (Jn
18,37)
 Amor: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único” (Jn 3,16).
El amor de Dios es gratuito, misericordioso, que a pesar de nuestras
infidelidades y nuestros pecados nos perdona, y eterno: “Los montes se
correrán y las colinas se moverán, mas mi amor de tu lado no se apartará” (Is
54,10).
“Padre”: Este término tiene dos aspectos: El primero es que es Padre por
ser origen primero de todo y como autoridad, el segundo es como Padre
bondadoso y con solicitud amorosa para todos sus hijos. La visión que
nosotros tenemos de padre y madre, son humanas, aunque como ellos
son falibles, por ser humanos, pueden desfigurar la imagen de paternidad
y maternidad que nos hacemos de Dios; pero como Dios no es hombre ni
mujer, nadie es Padre como lo es Dios.
También este termino viene en cuanto a su Hijo único: “Nadie conoce al
Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el
Hijo se lo quiera revelar.” (Mt 17,27). Esto es que el Hijo es
“consubstancial” al Padre, o sea, un solo Dios con él. Se realiza una
distinción de Padre en cuanto a las tres personas de la Trinidad.
“Todopoderoso”: La Sagradas Escrituras confiesan mucho el poder
universal de Dios: “Señor de los ejércitos” (Sal 24,10); “Todo lo que El
quiere lo hace” (Sal 115,3); “El Fuerte de Israel” (Is 1,24).
Es todopoderoso porque creó el mundo de la nada, y dispone de su obra
según su voluntad. Nada le es imposible, porque Él lo creó.
Es el Señor de la historia, que gobierna los corazones y acontecimientos
según su voluntad. Su poder se halla en su mayor alto grado, al
perdonarnos libremente los pecados. Este poder no es arbitrario, se ajusta
a su voluntad y a su sabia inteligencia.
Así como María creyó que “Nada es imposible para Dios”, también
nosotros si lo hacemos, podremos creer sin vacilación las cosas más
grandes e incomprensibles.
“Creador del cielo y de la tierra”: Las primeras palabras de la Biblia
son “En el principio Dios creó el cielo y la tierra” (Gn 1,1). La creación es
el fundamento de todos los designios salvíficos de Dios, es el comienzo de
la historia de la salvación, que culmina con Cristo. Al mismo tiempo, en
Cristo vemos reflejado el por qué de la creación, es decir, que la creación
y el fin van tomados de la mano. Dicen los primeros versículos del
Evangelio de Juan: “En el principio existía la Palabra… y la Palabra era
Dios. Todo fue hecho por él y sin él nada ha sido hecho.” Y San Pablo nos
dice también que “en él fueron creadas todas las cosas en los cielos y en
la tierra… todo fue creado por él y para él, él existe con anterioridad a todo
y todo tiene en él su consistencia”. Claramente vemos la unión inseparable
entre la creación y su finalidad que es Cristo, quien también es el medio.
El mundo fue creado para gloria de Dios “no para aumentar su gloria sino
para manifestarla y comunicarla” dice San Buenaventura. Y es su amor y
bondad por la cual nos creó: “Abierta su mano con la llave del amor
surgieron las criaturas.” (Santo Tomás de Aquino). La gloria de Dios es el
hombre vivo. “Si ya la revelación de Dios para la creación procuró la vida
a todos los seres que viven en la tierra, cuánto más la manifestación del
Verbo procurará la vida a los que ven a Dios.” (San Ireneo de Lyon).
El término “cielo y tierra” hace mensión en las Sagradas Escrituras a todo
lo que existe, a la creación entera. La tierra es el mundo de los hombres;
el cielo es el “lugar” propio de Dios (“Nuestro padre que está en los
cielos…” (Mt 5,26) ), es el lugar donde esperamos ir al morir, es el lugar
de las criaturas espirituales (ángeles) que rodean a Dios.
“y en Jesucristo su único Hijo, nuestro Señor”:
El nombre de “Jesús” significa, en hebreo, “Dios salva”. Es el nombre
propio que designa el ángel Gabriel en la Anunciación, y expresa su misión
e identidad, porque… “¿Quién puede perdonar los pecados sino solo
Dios?” (Mc 2,7); en Jesús “Salvará a su pueblo de sus pecados”. (Mt 1,21).
El nombre de Jesús significa que el Nombre mismo de Dios está presente
en la persona de su Hijo; El es el Nombre divino que puede ser invocado
por todos, ya que en la Encarnación se unió a los hombres: “No hay bajo
el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debemos
salvarnos.” (Hch 4,12). Él es el “Nombre que está sobre todo nombre” (Flp
2,9)… los espíritus malignos temen su Nombre; los discípulos de Jesús
hacen milagros en su nombre… “Todo lo que pidan al Padre en mi
Nombre, él se lo concederá.” (Jn 15,16).
Por su parte, el nombre de “Cristo” deriva de la traducción griega de la
palabra hebrea “Mesías”, que significa “Ungido”. Antes en Israel, eran
ungidos en el nombre de Dios quienes eran consagrados para una misión
que habían recibido de Él. Era el caso de los reyes, sacerdotes y profetas,
y, en Jesús, se cumple esta triple función: El es rey, es sacerdote y es
profeta. En el mismo nombre de Cristo está sobreentendido: El que ha
ungido (el Padre), el que ha sido ungido (el Hijo) y la Unción misma (el
Espíritu Santo). Esta unción se da en el bautismo que recibe en el Río
Jordán. Dice en los Hechos de los Apóstoles: “Dios le ungió con el Espíritu
Santo y con poder.” (Hch 10,38).
El título de “Hijo de Dios” es el centro de la fe apostólica. Pedro, cimiento
de la Iglesia, fue el primero en profesar esta verdad, al decir:“Tú eres el
Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). Hay una distinción entre nosotros
como hijos de Dios, y la relación de Jesús como Hijo Único de Dios, Él
mismo la hace: “Subo a mi Padre, el Padre de ustedes; a mi Dios, el Dios
de ustedes” (Jn 20,17). Se puede poner como comparación la parábola del
viñador que manda a recolectar los frutos a través de sus servidores (Mt
21, 33-39), a quienes matan sucesivamente; luego, ya no son más sus
“siervos” a quienes manda, sino que elige a su propio hijo, a quien terminan
también matando. En el Bautismo y en la Transfiguración se oye una voz,
la voz del Padre, que declara a Jesús como su “Hijo Amado”. Jesús
también se designa a sí mismo el “Hijo Único de Dios” (Jn 3,16), afirmando
su preexistencia eterna. Nosotros los creyentes, es en el misterio pascual
en donde podemos alcanzar el sentido pleno del título de “Hijo de Dios”,
porque es allí donde se cumple el plan de Salvación; el mismo centurión
que le atravesó la espada dijo“Verdaderamente este hombre era Hijo de
Dios” (Mc 15,39)
El nombre de “Señor”, es la traducción griega “Kyrios”, de la palabra
YHWH (“Yahveh”). En el Nuevo Testamento se emplea este término
también para Jesús, reconociendo de esta forma su divinidad. Cuando la
gente se le acercaba para pedirle el Socorro o alguna curación, le decían
Señor, por respeto y confianza. Al mismo tiempo, San Pablo nos
dice “Nadie puede decir: ‘Jesús es Señor’ si no está impulsado por el
Espíritu Santo.” (1 Co 12,3).
“Que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo”: En la
Encarnación, el Hijo de Dios asume la naturaleza humana, para de esta
forma salvar a la humanidad. Jesús es verdadero Dios y verdadero
hombre, no es una mezcla confusa entre lo divino y lo humano, se hizo
verdaderamente hombre sin dejar de ser verdaderamente Dios, “en todo
semejante a nosotros menos en el pecado” (Hb 4,15).
“El Espíritu Santo vendrá sobre ti” (Lc 1,35), le dice el Angel a María. Fue
enviado para santificar el seno de María y fecundarla por obra divina. La
misión del Espíritu Santo está unida y ordenada a la del Hijo, toda la vida
de Jesucristo manifestará “cómo Dios le ungió con el Espíritu Santo y con
poder” (Hch 10,38).
“Nació de Santa María Virgen”: Lo que la fe católica cree acerca de
María, se funda en lo que cree acerca de Cristo, pero lo que enseña de
María ilumina a su vez la fe en Cristo. Dios quiso el SI de la que estaba
predestinada, antes de cumplir su obra. Así como Eva nos abrió las
puertas de la muerte, María abrió las puertas de la vida. Para ser la Madre
del Salvador, fue dotada de muchos dones. “Llena de gracia” le dice el
Ángel, y un claro ejemplo es su Inmaculada Concepción: el Papa Pio IX al
declararlo como dogma de fe dice“preservada inmune de toda mancha de
pecado original”. Pero todo esto le viene de Cristo, es decir, que Ella fue
redimida de manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo. Otro
claro ejemplo es su virginidad: “He aquí que la virgen concebirá y dará a
luz un hijo” (Mt 1,23); es una obra divina, “lo concebido en ella viene del
Espíritu Santo”, le dice el Ángel a San José. Y mediante la profundización
de la fe, nos lleva a confesar una virginidad real y perpetua de María… la
siempre virgen. Por otra parte, la maternidad de María no queda de forma
exclusiva con su Hijo, sino que se extiende: “Dio a luz al Hijo, al que Dios
constituyó el mayor de muchos hermanos” (Rm 8,29), es decir, de
nosotros, los creyentes.
“Padeció bajo el poder de Poncio Pilato”: Por medio de la Ley, Jesús
se somete en todo, hasta en lo más pequeño. De hecho, es el único que
puede cumplir hasta en la mínima prescripción: “¿Quién de ustedes
probará que tengo pecado?” (Jn 8,46). Le da cumplimiento:“No piensen
que vine para abolir la Ley o los Profetas, sino a dar cumplimiento.” (Mt
5,17); y perfecciona la Ley: “Han oído que se dijo a los antepasados… pero
yo les digo.” (Mt 5,33). Jesús le da la interpretación definitiva, por medio
de su autoridad divina. De hecho, la gente quedaba sorprendida,
porque “enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas.” (Mt
7,28-29).
Jesús era todo un escándalo para los escribas y fariseos… porque venía
a perdonar a los pecadores, y esto reflejaba lo que Dios hacía con ellos,
con el pueblo de Israel. Pero no examinaban en sí mismos, sino que
señalaban al prójimo, y creían saberlo todo: “Si ustedes fueran ciegos no
tendrían pecado, pero como dicen ‘Vemos’, su pecado permanece.” (Jn
9,41). No podían comprender que una persona perdonara los pecados y,
por tanto, pensaban que se hacía pasar por Dios. Su ignorancia y el
endurecimiento de sí mismos, los llevaron a decir que Jesús blasfemaba,
y por tanto pidieron a Poncio Pilato su muerte.
“fue crucificado, muerto…”: quienes condenaron a Jesús fueron los
judíos, pero no fueron responsables colectivamente… sino que fue “la
ignorancia” (Hch 3,17) por parte del pueblo de Jerusalén y de los jefes la
que llevó a Jesús a ser juzgado por las autoridades. Sin embargo, somos
nosotros que, por nuestros pecados, crucificamos al Señor. Cometemos
un crimen aún mayor, ya que nosotros decimos conocerlo, e incluso así lo
despreciamos, al seguir renegando de El con nuestras acciones. Al
respecto, San Pablo dice: “De haberlo conocido ellos no habrían
crucificado jamás al Señor de la Gloria” (1 Co 2,8); y San Francisco: “Los
demonios no son los que le han crucificado, eres tú quien con ellos lo has
crucificado y lo sigues crucificando todavía, deleitándote en los vicios y en
los pecados.”.
Es verdad que la muerte de Jesús es un designio de Dios, pero no por
esto, los ejecutores son pasivos, como simples instrumentos de Sus
propósitos. Para Dios, los momentos de los tiempos están presentes en
su actualidad, por tanto, la respuesta de cada hombre es libre a su gracia.
Sin embargo, Dios permite que por su ignorancia y ceguera, se cumplan
sus designios… Jesús cuando lo iban a buscar para ser juzgado dice: “El
pondría inmediatamente más de doce legiones de ángeles. Pero entonces,
¿cómo se cumplirían las escrituras?” (Mt 26,53-54).
Jesús es la ofrenda al Padre: “Hacer la voluntad del que me ha enviado y
llevar a cabo su obra.” (Jn 4,34). Es el Cordero de Dios, como símbolo de
la redención de Israel cuando celebró la primera Pascua. Pero esta
ofrenda es libre, Jesús lo hace con total libertad:“Nadie me quita la vida.
Yo la doy voluntariamente.” (Lc 22,19). Y nos une al Sacrificio con la
Institución de la Eucaristía, cuando nos pide:“Hagan esto en memoria
mía” (Lc 22,19). Nos une también al pedirnos que carguemos con nuestras
cruces; al respecto, Santa Rosa de Lima dice: “Fuera de la cruz no hay
otra escala por donde subir al cielo.”; y María es la que más íntimamente
está unida al misterio de su sufrimiento redentor. Ella es quien más Lo
conoce, y a quien la profetisa Ana le anunció: “A ti misma una espada te
atravesará el corazón” (Lc 2,15).
“y sepultado”: Jesús no solo murió por nuestros pecados, sino que gustó
la muerte… conoció el estado de muerte, es decir, la separación entre el
alma y el cuerpo. Dios no impidió su muerte, según la naturaleza humana,
pero unió su alma y su cuerpo con la Resurrección, para que sea Él mismo
en persona el punto de encuentro entre la muerte y la vida. Aunque estas
dos partes (cuerpo y alma) existieron desde un principio en la persona del
Verbo, con la muerte fueron separados uno del otro; sin embargo,
permanecieron cada cual en la misma persona del Verbo.
La Resurrección al tercer día es una prueba de incorruptibilidad de su
cuerpo, ya que se suponía que al cuarto día se daba la corrupción.
Con el Bautismo nosotros bajamos al sepulcro, muriendo al pecado. Como
dice San Pablo: “Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte,
para que así como Cristo resucitó por la gloria del Padre, también nosotros
llevemos una Vida nueva.” (Rm 6,4).
“Descendió a los infiernos”: Jesús conoció la muerte, gustó de la
muerte… Fue a la morada de los muertos, descendiendo como Salvador,
proclamando la buena nueva a los espíritus que estaban detenidos, como
dice San Pedro: “Hasta a los muertos ha sido anunciada la Buena
Nueva” (1 Pe 4,6). Esta “morada de los muertos”, es la que nosotros en el
Credo llamamos “infiernos”, lugar en donde se hallaban los que estaban
privados de la visión de Dios. Jesús no libra a los condenados, ni destruye
el infierno de la condenación, sino que libra a los justos que le precedieron.
Este descenso a los infiernos es la última fase de la misión mesiánica.
Fase que está condensada en el tiempo, pero muy amplia en su significado
real de la extensión de la redención, dado que ésta llega a todos los
hombres, de todos los tiempos.
“Al tercer día resucitó de entre los muertos”: La Resurrección es la
verdad culminante de nuestra fe en Cristo. Ya desde un principio, en la
primera comunidad cristiana era creída y vivida como verdad central. En
la Tradición es un aspecto fundamental; en el Nuevo Testamento, está
establecido; y en lo que es el misterio Pascual, es una parte esencial. Una
prueba de esto es el mismo sepulcro vacío, que ni los guardias podían
explicar.
La fe en la Resurrección nace de una experiencia directa de la realidad de
Jesús resucitado. No es un “producto” de la fe o mera credulidad; de
hecho, los apóstoles dudaban hasta viendo: “Atónitos y llenos de temor
creían ver un espíritu, pero Jesús les preguntó: ‘¿Por qué están turbados
y se les presentan esas dudas? Miren mis manos y mis pies, soy yo
mismo.” (Lc 24, 37-39). El mismo Tomás hasta que no tocara con sus
propias manos no iba a creer. Y justamente, este era un aspecto de Jesús
resucitado: el tacto, los sentidos; no era un espíritu.
Es el mismo cuerpo martirizado y crucificado, pero también glorioso. El
cuerpo no está situado ni en el tiempo ni en el espacio, ya que no
pertenece más a la tierra (distinto de la resurrección de Lázaro por
ejemplo, que resucitó en este mundo), sino que está bajo el dominio divino
del Padre. Aparece como quiere, cuando quiere, donde quiere, bajo
cualquier apariencia, como a María Magdalena, cuando ella lo confundió
por jardinero (Jn 20, 14-15).
La Resurrección es la justificación que nos devuelve la gracia de Dios.
Como dice San Pablo: “Fue entregado por nuestros pecados y resucitado
para nuestra justificación” (Rm 4,25). Él es el “primogénito de entre los
muertos” (Col 1,18), y por tanto es el principio de nuestra propia
resurrección. Ahora, por medio de la justificación de nuestra alma, y luego,
por la vivificación de nuestro cuerpo, que se dará cuando vuelva por
segunda y última vez.
“Subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre
todopoderoso”: El cuerpo de Cristo fue glorificado en el mismo instante
de la Resurrección. Durante los siguientes 40 días su gloria queda velada
con rasgos de una humanidad ordinaria… “Después se mostró con otro
aspecto a dos de ellos” (Mc 16,12). Pero en su última aparición, se da la
entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina, bajo dos símbolos:
la nube (“Una nube lo ocultó de la vista de ellos” (Hch 1,9) ) y el cielo (“…
se separó de ellos y fue llevado al cielo.” (Lc 24,52). Jesús se sienta para
siempre a la derecha del Padre. Esta “derecha del Padre”, lo explica bien
San Juan Damasceno, que dice que es la “Gloria y honor de la divinidad,
donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos, como
Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de
que se encarnó y de que su carne fue glorificada”. Es la inauguración del
Reino del Mesías… del “Reino que no tendrá fin” (Hch 1,11). Ahora Cristo
permanece escondido a los ojos de los hombres.
Pero hay una diferencia entre el Cristo resucitado y el Cristo exaltado a la
diestra de Dios. Él mismo le dice a María Magdalena: “Todavía no he
subido al Padre” (Jn 20,17). La Ascensión es un acontecimiento único e
histórico, que marca la transición de una gloria a otra. Está íntimamente
unido a la Encarnación: “Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo,
el Hijo del hombre” (Jn 3,13). La humanidad no tiene acceso por sus
propias fuerzas, sino que sólo Cristo pudo abrir el acceso al hombre.
Desde el Cielo intercede constantemente por nosotros, como mediador
que asegura la efusión del Espíritu Santo, ejerciendo permanentemente su
sacerdocio: “De ahí que pueda salvar perfectamente a los que por él se
llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor.” (Hb
7,25).
“Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos”:Jesucristo
es Señor, Él está “por encima de todo Principado, Potestad, Virtud,
Dominación”, porque El Padre “bajo sus pies sometió todas las cosas” (Ef
1,20-22). Él es la Cabeza de la Iglesia (su Cuerpo, donde permanece en
tierra), y la fuente de la autoridad sobre la Iglesia es, en virtud del Espíritu
Santo, la Redención.
Desde Su Ascensión a los Cielos, el designio de Dios entró en
consumación, estamos en “la última hora” (1 Jn 2,18). En la Misa
decimos “Ven, Señor Jesús” (Ap 22,20), es que vivimos en el mundo que
gime en dolores de parto, bajo los ataques de los poderes del mal… ya
San Pablo decía “Estos tiempos son malos” (Ef 5,16). Pero también es el
tiempo del Espíritu y del testimonio: “Recibirán la fuerza del Espíritu Santo
que descenderá sobre ustedes y serán mis testigos”. Es un tiempo de
espera y de vigilia (Mc 13, 33-37). La Iglesia debe someterse aún a una
prueba final, que va a sacudir la fe de muchos, bajo una impostura religiosa
que, bajo una aparente solución a los problemas, hará apostatar de la
verdad, entrando en un seudo-mesianismo, donde el hombre se glorifica a
sí mismo y se coloca en lugar de Dios. No será un triunfo histórico el de la
Iglesia, como un proceso creciente, sino que será la victoria de Dios
(“Juicio final”) sobre el último desencadenamiento del mal: “Entonces se
consumirán los cielos y los elementos quedarán fundidos por el fuego.
Pero nosotros, de acuerdo con la promesa del Señor, esperamos un cielo
nuevo y una tierra nueva donde habitará la justicia” (2 Pe 3,12-13). En el
Juicio del último día, seremos juzgados“por nuestras obras” (Ap 20,13),
por la actitud respecto al prójimo: “Cuanto hicisteis a uno de estos
hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40). Se
pondrán a la luz la conducta de cada uno y el secreto de los corazones.
Cristo “adquirió” este derecho por su cruz, y el Padre también
entregó “todo juicio al Hijo” (Jn 5,22). Aunque cada uno se juzga a sí
mismo al rechazar la gracia: “Dios no envió a su Hijo para juzgar el mundo,
sino para que el mundo se salve por Él” (Jn 3,17).
“Creo en el Espíritu Santo”: San Pablo dice, de forma clara: “Nadie
puede decir: ‘Jesús es el Señor’ sino por influjo del Espíritu Santo” (1 Co
12,3). El conocimiento de la fe nos viene por el Espíritu Santo, y en el
Bautismo se nos da la gracia, por Jesús en el Espíritu Santo, del nuevo
nacimiento en el Padre. Los portadores del Espíritu Santo somos
conducidos al Verbo, Quien a su vez nos presenta al Padre, que finalmente
nos concede la incorruptibilidad. Es evidente la unión inquebrantable e
íntima de las Tres Personas de la Santísima Trinidad. En cuanto a sus
revelaciones a lo largo de la historia, San Gregorio Nacianceno dice que
en el Antiguo Testamento, se nos proclama el Padre de forma clara, y al
Hijo oscuramente; en el Nuevo Testamento se revela al Hijo, y se hace
entrever el Espíritu Santo; ahora, es el Espíritu Santo el que adquiere el
derecho de ciudadanía entre nosotros. No era prudente proclamar
abiertamente la divinidad del Hijo cuando aún no se confesaba la del
Padre, al igual que la del Espíritu Santo con la del Hijo. Es decir, que por
avances y progresos “de gloria en gloria”, la luz de la Trinidad estalla en
resplandores más espléndidos.
“Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios” (1 Co 2,11).
Quien habló por los profetas hace oír la Palabra del Padre, no habla de sí
mismo. Y es por este ocultamiento que “El mundo no puede recibirle
porque no lo ve ni lo conoce” (Jn 14,17). Pero sí lo conocen los que creen
en Cristo, porque él mora en ellos.
El Espíritu Santo nos viene en las Escrituras, Él las inspiró; en la Tradición,
los Padres de la Iglesia son testigos siempre actuales; en el Magisterio de
la Iglesia, Él lo asiste; en la liturgia sacramental, Él nos pone en comunión
con Cristo; en la oración, intercede por nosotros; en el testimonio de los
santos; en los carismas y ministerios que se edifica la Iglesia; en los signos
de la vida apostólica.
Veamos los símbolos del Espíritu Santo:
 Agua: en el Bautismo. En nuestro primer nacimiento nos gestamos
en el agua, y en el nacimiento a la vida nueva, por medio del agua se nos da
el Espíritu Santo.
 Unción: óleo. En la confirmación. El Mesías (que significa Ungido)
y la Unción misma, que es el Espíritu Santo.
 Fuego: es la energía transformadora de los actos del Espíritu Santo.
El Espíritu Santo bajó bajo el aspecto de“lenguas como de fuego” (Hch 2,3)
 Nube y luz: a la Virgen el Ángel le dijo: “el Poder del Altísimo te
cubrirá con su sumbra”; en la Transfiguración: “vino en una nube y cubrió con
su sumbra”; en la Ascensión: una nube “ocultó a Jesús a los ojos” de los
discípulos.
 Sello: es cercano a la unción. Es Cristo a quien “Dios ha marcado
con su sello” (Jn 6,27)
 Mano: Jesús bendice a los niños y cura a los enfermos, mediante la
imposición de las manos.
 Dedo: “Por el dedo de Dios expulso yo [Jesús] los demonios” (Lc
11,20). La Ley de Dios se nos dice que fue “escrita por el dedo de Dios” (Ex
31,18).
 Paloma: En el final del diluvio universal (que es símbolo del
bautismo), la paloma soltada por Noé vuelve con una rama en el pico,
indicando que la tierra está habilitada; también luego del bautismo de Jesús,
el Espíritu Santo viene como una paloma y baja y posa sobre él.
“Creo en la Santa Iglesia Católica”: La Iglesia es el “lugar donde florece
el Espíritu” (San Hipólito de Roma). Es el Espíritu Santo quien dota de
santidad a la Iglesia, Cristo se entregó por ella para santificarla, y la unió
a sí mismo como su propio cuerpo. La Iglesia es el Pueblo santo de Dios,
y sus miembros son llamados santos. Es Católica (que significa “universal”
en el sentido “según la totalidad” o “según la integridad”) porque Cristo está
presente en ella y porque ha sido enviada por Cristo a la totalidad del
género humano.
El término Iglesia significa “convocación”, es el pueblo que Dios reúne en
el mundo entero y en comunidades locales, como asamblea litúrgica
(eucarística sobre todo). Está prefigurada desde el origen del mundo, fue
preparada en la historia de Israel y de la Antigua Alianza, se constituyó en
los últimos tiempos, manifestada por la efusión del Espíritu Santo, y llegará
a su plenitud al final de los tiempos.
La Iglesia es la finalidad de todas las cosas: “Así como la voluntad de Dios
es un acto y se llama mundo, así su intención es la salvación de los
hombres y se llama Iglesia” (Clemente de Alejandría). La reunión de la
Iglesia es la reacción de Dios por el caos provocado por el pecado, que
destruyó la comunión de los hombres con Dios y entre sí.
La Iglesia fue instituida por Cristo, desde el anuncio de la Buena Noticia,
que es la llegada del Reino de Dios, cual promesa en las Escrituras. Jesús
los reúne en torno suyo, enseñándoles la manera de obrar y con oración
propia (Bienaventuranzas, Padre Nuestro…), les da una estructura,
citando a los Doce, a ejemplo de las 12 tribus de Israel, con el significado
que son cimientos de la nueva Jerusalén, poniendo como cima a Pedro,
sobre quien edificará la Iglesia. Peroes sobre todo en la Cruz (y
anticipadamente en la institución de la Eucaristía) donde y cuando tiene
comienzo la Iglesia, porque es en el momento que la lanza atraviesa el
costado de Cristo, del cual brotó sangre y agua, cuando nace el
sacramento admirable de la Iglesia.
La Iglesia es manifestada por el Espíritu Santo, ya desde un comienzo
evangelizando, cuando se proponía la “convocación” de todos los hombres
a la salvación. Nace la Iglesia misionera, que peregrina hasta el fin, y que
llegará a su perfección en la gloria del cielo, cuando Cristo venga en su
cuerpo glorioso.
La Iglesia es visible y espiritual, es una sociedad jerárquica y es también
el Cuerpo místico de Cristo.
“la comunión de los santos”: Es la misma Iglesia. Formamos un solo
cuerpo donde el bien de unos se comunica a otros, es decir, que existe
una comunión de bienes dentro de la Iglesia, donde Cristo, que es la
cabeza, comunica sus bienes a todos por medio de los sacramentos. Nos
gobierna un mismo Espíritu, y todos los bienes recibidos de la Iglesia
forman un fondo común.
La comunión en la fe: la fe nuestra es la fe de la Iglesia que viene de los
apóstoles, y se enriquece en la medida que se comparte.
La comunión de los sacramentos: los frutos de los sacramentos
pertenecen a todos, porque son vínculos sagrados que nos unen a todos
y nos ligan a Jesús, por eso es una comunión, porque nos unen a Dios,
sobre todo en la Eucaristía, que lleva esta comunión a su culminación.
La comunión de los carismas: El Espíritu Santo reparte las gracias
espirituales para la edificación de la Iglesia: “A cada cual se le otorga la
manifestación del Espíritu para provecho común.” (1 Co 12,7).
“Todo lo tenían en común” (Hch 4,32): Todo lo que poseemos es para bien
común con los demás, y debemos estar dispuestos para socorrer al
necesitado y a la miseria del prójimo. El cristiano es un administrador de
los bienes del Señor (Véase Lc 16,1 y sigs.)
La comunión de la caridad: “Ninguno de nosotros vive para sí mismo, como
tampoco muere nadie para sí mismo” (Rm 14,7). “La caridad no busca su
interés” (1 Co 13,5). Todo pecado daña esta comunión, y el menor de
nuestros actos hecho con caridad repercute en beneficio de todos… ya
estén vivos o muertos: en los 3 estados de la Iglesia (peregrinos en la
tierra; ya difuntos y purificándose; ya glorificados), todos participamos en
el mismo amor a Dios y al prójimo, y cantamos el mismo himno de
alabanza a Dios. Todos los que son de Cristo, que tienen su Espíritu,
forman una misma Iglesia y están unidos entre sí en Él. No se interrumpe
la unión, al contrario, se refuerza con la comunicación de los bienes
espirituales. Los santos interceden por nosotros, ya que están más
íntimamente unidos con Cristo, y consolidan más firmemente a toda la
Iglesia en la santidad: presentan por medio de Cristo los méritos que
adquirieron en tierra. Decían dos grandes santos: “No lloréis, os seré más
útil después de mi muerte y os ayudaré más eficazmente que durante mi
vida” (Santo Domingo); “Pasaré mi cielo haciendo el bien sobre la
tierra” (Santa Teresita).
La comunión con los santos no es solo tomarlos como modelos nuestros,
sino que nos unen a Cristo. En cuanto a la comunión con los difuntos,
nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles, sino hacer eficaz
su intercesión a favor nuestro.
La comunión de los santos tiene dos significados, la comunión en las cosas
santas (viene de “sancta”) y la comunión entre las personas santas
(de “sancti”).
“El perdón de los pecados”: Al dar el Espíritu Santo, Jesús dio el poder
divino de perdonar los pecados: “Reciban el Espíritu Santo. Los pecados
serán perdonados a los que ustedes se los perdonen y retenidos a quienes
se los retengan.” (Jn 20,22-23).
El Bautismo es el primero y principal de los sacramentos del perdón de los
pecados, porque nos une a Cristo, muerto por nuestros pecados y
resucitado para nuestra justificación, para que “vivamos también una vida
nueva” (Rm 6,4). En el Bautismo el perdón recibido es pleno y completo,
no queda nada por borrar, aunque no nos libra de las debilidades de la
propia naturaleza.
Pero el Bautismo no es el único medio para perdonar, era necesario que
la Iglesia fuera capaz de perdonar a todos, incluso hasta en el último
momento de vida… es por eso que existe el sacramento de la Confesión,
para que los ya bautizados puedan recibir el perdón. Y esto se logra,
porque la Iglesia recibió las llaves del Reino de los Cielos, para que se
realice en ella la remisión de los pecados, por la sangre de Cristo y por la
acción del Espíritu Santo. No hay ninguna falta por grave que sea que la
Iglesia no pueda perdonar.
Dice San Juan Crisóstomo: “Los sacerdotes han recibido un poder que
Dios no ha dado ni a los ángeles, ni arcángeles… Dios sanciona allá arriba
todo lo que los sacerdotes hagan aquí abajo”.
Dice San Agustín: “Si en la Iglesia no hubiera remisión de los pecados, no
habría ninguna esperanza, ninguna expectativa de una vida eterna.
Demos gracias a Dios que ha dado a la Iglesia semejante don”.
“La resurrección de la carne”: “Carne” debido a la condición de debilidad
y de mortalidad del hombre. Después de la muerte no solo el alma inmortal
vive, sino también nuestros “cuerpos mortales” volverán a tener vida. “Si
se anuncia que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo algunos de
ustedes afirman que los muertos no resucitan? ¡Si no hay resurrección,
Cristo no resucitó! Y si Cristo no resucitó, es vana nuestra predicación y
vana también la fe de ustedes. Pero no, Cristo resucitó de entre los
muertos como primicias de los que durmieron.” (1 Co 15, 12-14.20).
Resucitaremos como Él, con Él, por Él… “Yo soy la resurrección y la
vida” (Jn 11,25).
Pero… ¿Qué es resucitar? En la muerte se sufre la separación del alma,
que va al encuentro con Dios, y del cuerpo, que cae en la corrupción. Pero
Dios en su omnipotencia le dará al cuerpo definitivamente la vida
incorruptible, uniéndolo a nuestra alma. Se siembra un cuerpo corruptible,
se resucita uno incorruptible, que será nuestro propio cuerpo, pero
transfigurado en cuerpo de gloria, en cuerpo espiritual (Véase 1 Co 15,35-
37.42.53).
¿Y quiénes resucitan? Todos los que murieron: “Los que hayan hecho el
bien resucitarán para la vida, los que hayan hecho el mal, para la
condenación” (Jn 5,24).
¿Y cuándo resucitan? En el último día, al final de los tiempos: “A la señal
dada por la voz del Arcángel y al toque de la trompeta de Dios, el mismo
Señor descenderá del cielo. Entonces primero resucitarán los que
murieron en Cristo. Después nosotros, los que aún vivamos.”(1 Ts 4,16-
17)
“La vida eterna”: El cristiano que une su propia muerte a la de Jesús, ve
la muerte como una ida hacia Él, una entrada en la vida eterna. La muerte
pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o
rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo.
Juicio particular: Al morir, nuestra alma inmortal recibe su retribución
eterna en el juicio particular, por Cristo, Juez de vivos y muertos. Esta
retribución eterna puede ser a una purificación, al cielo o al
infierno.Cielo: Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, y están
perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. El cielo es la
vida perfecta con la Santísima Trinidad, es la comunión de vida y de amor
con Ella, con la Virgen María, con los ángeles y todos los bienaventurados.
Es el estado supremo y definitivo de dicha. Allí está la comunidad
bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a
Cristo. Esta visión sobrepasa toda comprensión y representación: en la
Escritura se nos presenta como vida, luz, paz, banquete de bodas, vino
del reino, casa del Padre, Jerusalén celeste, paraíso… formas simbólicas
que nos hacen imaginarlo. En el cielo gozaremos de esa contemplación
de Dios en su gloria celestial, que es lo que conocemos como “visión
beatífica”.
Purificación final o purgatorio: Quienes mueren en la gracia y en la amistad
de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque su salvación eterna
esté asegurada, sufren de una purificación para obtener la santidad
necesaria para entrar en la alegría del cielo. El concepto de purificación,
surge a raíz de las palabras de nuestro Señor: “la blasfemia contra el
Espíritu Santo no será perdonada… ni en este mundo ni en el futuro” (Mt
12,31-32). De esto se deduce que algunas faltas pueden ser perdonadas
acá, en este siglo, y otras en el siglo futuro. La Iglesia nos recomienda las
limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los
difuntos.
Infierno: Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor
misericordioso de Dios, es permanecer separados de Él por propia y libre
elección. Este estado de autoexclusión definitiva es lo que se denomina
como “infierno”. “Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que
aborrece a su hermano es un asesino, y sabéis que ningún asesino tiene
vida eterna permanente en él” (1 Jn 3,14-15). Vamos a estar separados de
Cristo si no socorremos a nuestros hermanos (véase Mt 25). Jesús nos
representa el infierno como la “Gehenna” (lugar donde se ofrecían víctimas
humanas al dios Moloc) o “fuego que nunca se apaga”, lugar reservado a
quienes, hasta el fin, rehúsan creer y convertirse. El Nuevo Testamento
nos dice que el mismo Jesús “Enviará a sus ángeles que recogerán a
todos los autores de iniquidad…, y los arrojarán al horno ardiendo” (Mt
13,11-12) y pronunciará la condenación: “Alejaos de mí, malditos al fuego
eterno” (Mt 25,41). La pena principal del infierno es la separación de Dios,
en quien solo podemos tener vida y felicidad. Tanto las Escrituras como la
enseñanza de la Iglesia nombran al infierno como un llamamiento a la
responsabilidad, en cuanto a la libertad de cada uno con el destino eterno.
Juicio final: Antes que este Juicio, será la resurrección de todos los
muertos. Entonces Cristo vendrá “en su gloria acompañado de todos sus
ángeles… Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él
separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de las
cabras. Pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a su izquierda… E
irán éstas a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna.” (Mt
25,31.32.46). En el Juicio Final se pondrá frente a Cristo al desnudo la
verdad de la relación de cada uno con Dios. Revelará hasta sus últimas
consecuencias lo que cada uno haya hecho de bien o haya dejado de
hacer durante su vida terrena. Este Juicio será cuando venga Cristo
glorioso, solo el Padre sabe el día yla hora. Conoceremos el sentido último
de toda la obra de la creación, la economía de la salvación, y cómo obraron
los caminos de la Providencia, por donde las cosas llegan a su fin último.
Cielos nuevos y tierra nueva: Luego del Juicio Final, vendrá la renovación
misteriosa que transformará la humanidad y el mundo. Será la realización
definitiva del designio de Dios, de “hacer que todo tenga a Cristo por
Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra” (Ef 1,10). Los
que estén unidos a Cristo, formarán parte de la comunidad de los
rescatados, de la “Ciudad Santa de Dios” (Ap 21,2), de “la Esposa del
Cordero” (Ap 21,9). No habrá más heridas dejadas por el pecado, por las
manchas, por el amor propio. Dios será “todo en todos” (1 Co 15,28) en la
vida eterna.
“Amén”: esta palabra, en hebreo, tiene la misma raíz que “creer”, y esa
raíz expresa la solidez, la fiabilidad y la fidelidad. En el Antiguo
Testamento, se lo llama a Dios como “Dios del Amén” (Is 65,16), es decir,
el Dios fiel a sus promesas. En el Credo, confirma su primer palabra:
“Creo”. Creer es decir “Amén” a las palabras, promesas, mandamientos de
Dios, es fiarse totalmente de Él. Cristo es el“Amén” (Ap 3,14). Es el “Amén”
definitivo del amor del Padre hacia nosotros. Asume y completa nuestro
“Amén” al Padre. “Todas las promesas hechas por Dios han tenido su ‘si’
en él. Y por eso decimos por él ‘Amén’ a la gloria de Dios” (2 Co 1,20)
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