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Librodot Filosofía del mobiliario Edgar Allan Poe 2
Nada puede haber que más directamente hiera los ojos de un artista, que el arreglo
interior de lo que en los Estados Unidos –es decir, en Appallacha-4 se llama un departamento
bien amueblado. Su defecto más corriente es la falta de armonía. Hablamos de la armonía de
un aposento, como hablaríamos de la armonía de un cuadro; porque ambos, el aposento y el
cuadro, se hallan igualmente sometidos a los indefectibles principios que rigen todas las varie-
dades del arte; y puede decirse que, con escasa diferencia, las leyes, según las cuales
juzgamos las condiciones principales de un cuadro bastan para apreciar el arreglo de una
habitación.
A veces hay ocasión de observar una falta de armonía en el carácter de las diversas
piezas del mobiliario; pero lo más frecuente es que resalte este defecto en los colores, o en los
1
Adaptación de un verso de Ovidio, Video meliora proboque deteriora sequor, cuya traducción literal es: Veo lo
mejor y lo apruebo, mas sigo lo peor. (N. del T.).
2
Hay aquí un juego de palabras. Cabbage quiere decir al mismo tiempo col y retal. (N. del T.).
3
Juego de palabras: hang tiene el doble sentido de colgar y tapizar: hangman, significa verdugo. (N. del T.).
4
Nombre de una tribu india de la América del Norte, que el autor aplica satíricamente a los Estados Unidos. (N.
del T).
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modos de adaptación a su uso natural. Con mucha frecuencia, ofende la vista su arreglo
antiartístico. O preponderan demasiado visiblemente las líneas rectas, y se continúan
demasiado sin interrupción o se cortan demasiado bruscamente en ángulo recto. Si median las
líneas curvas, se repiten con uniformidad desagradable. Una precisión extremada malogra por
completo el hermoso aspecto de una habitación.
Raras veces se hallan bien colocadas las cortinas o responden acertadamente al resto del
decorado. Con un mobiliario completo y racional, las cortinas están fuera de su sitio, y un
vasto volumen de paños, de cualquier clase que sean y en cualesquiera circunstancias, es
inconcebible con el buen gusto, pues la cantidad conveniente, así como la adaptación
conveniente, dependen del carácter del efecto natural.
El punto de las alfombras es mejor comprendido en estos últimos tiempos que antaño;
pero frecuentemente se comete errores en la elección de sus dibujos y colores. La alfombra es
el alma de la habitación. De la alfombra han de deducirse no sólo los colores, sino también las
formas de todos los objetos que sobre ella descansan. A un juez de Derecho consuetudinario
se le consiente que sea un hombre vulgar; un buen juez en alfombras ha de ser un hombre de
genio. Sin embargo, hemos oído discutir de alfombras, con la traza de un mouton que piensa a
más de un mocetón incapaz de recortarse él sólo sus patillas. Todo el mundo sabe que una
alfombra grande puede tener el dibujo grande, y que una pequeña ha de tenerlo pequeño; pero
no consiste en eso, entiéndase bien, el fondo del asunto. Por lo que hace relación al tejido, la
alfombra de Sajonia es la única admisible. La alfombra de Bruselas es el pretérito
pluscuamperfecto del estilo, y la de Turquía el buen gusto en su agonía definitiva.
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ciego servidor de los caprichos de la moda. La luz que emana de una de estas vanidosas
abominaciones es desigual, quebrada y dolorosa. Basta por sí sola para malograr una multitud
de buenos efectos en un mobiliario sometido a su detestable influjo. Es un mal de ojo que
destruye especialmente más de la mitad del encanto de la belleza femenina.
El aposento es de forma oblonga –unos treinta pies de largo por veinticinco de ancho–;
es la forma que mayores facilidades ofrece para el arreglo del mobiliario. Tiene sólo una
puerta, nada ancha, colocada en medio de los extremos del paralelogramo v dos ventanas
colocadas en el otro extremo. Estas últimas son anchas, bajan hasta el suelo, dejando un vano
bastante amplio y dan a una veranda italiana. Sus marcos son de vidrio color de púrpura y
encajan en un bastidor de palisandro, más macizo de lo que se acostumbra. Van guarnecidas,
por el interior del vano, de visillos de un tupido tissu de plata ajustado a la forma de la
ventana y que cae libremente en pliegues menudos. Fuera del vano cuelgan cortinas de seda
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carmesí, excesivamente rica, con cenefas de ancha malla de oro y reforzadas del mismo tissu
de plata de que está formado el visillo exterior. No hay galerías; pero todos los pliegues del
paño –que son más finos que macizos y tienen así una traza de ligereza– salen de debajo de un
entablamento dorado, de rica labor, que da vuelta a toda la habitación en el punto de unión del
cielo raso y las paredes. Las cortinas se corren y descorren por medio de un grueso cordón de
oro que las ciñe como al descuido y se recoge fácilmente en un nudo; no se ven varillas ni
mecanismo alguno. Los colores de las cortinas y sus cenefas, el carmesí y el oro, se muestran
profusamente por doquiera y determinan el carácter de la estancia. La alfombra, un tejido de
Sajonia, de pulgada y media de espesor y su fondo, también carmesí, se halla realzado
sencillamente por una cenefa de oro, análogo al cordón que ciñe las cortinas, resaltando
ligeramente sobre el fondo y dando vueltas a través para formar una serie de curvas bruscas e
irregulares, de las cuales unas pasan de tiempo en tiempo por debajo de otras. Las paredes
están revestidas de papel satinado, color de plata, tachonado de menudos dibujos arabescos
del mismo color carmesí dominante, pero un tanto apagado. Muchos cuadros cortan aquí y
allá el empapelado en toda su extensión. Son en su mayoría paisajes de pura imaginación,
como Las grutas de las hadas, de Stanfield o El estanque lúgubre, de Chapman. Hay, sin
embargo, tres o cuatro bustos de mujer, de una belleza etérea –retratos a la manera de Sully.
Todos estos retratos son de tonos cálidos, pero sombríos. No contienen lo que se llama efectos
brillantes. De todos ellos emana un sentimiento de sosiego. Todos son de grandes
dimensiones. Los cuadros demasiado pequeños dan a una habitación ese aspecto de lunares,
que es el defecto de más de una hermosa obra de arte fastidiosamente retocada. Los marcos
son anchos, pero poco profundos, de rica talla, pero ni son mates ni calados. Tienen todos la
brillantez del oro bruñido. Descansan de lleno en las paredes y no están suspendidos de
cordones para que queden colgando. Es verdad que los cuadros ganan mucho en esta posición,
pero a menudo estropean el aspecto general de un aposento. No se advierte más que un
espejo, que, además, no es muy grande. Su forma es casi circular y está colgado de suerte que
su dueño no puede ver reflejada en él su imagen desde ninguno de los principales asientos de
la habitación. Dos amplios sofás, muy bajos, de madera de palisandro, forrados en seda
carmesí brocada de oro, son los únicos asientos, aparte dos confidentes también de palisandro.
Hay un piano (de palisandro) sin funda y abierto. Una mesa octogonal, toda del mármol más
hermoso, incrustada de oro, se halla colocada cerca de uno de los sofás. Tampoco esta mesa
tiene tapete; con respecto a telas, han parecido suficientes las cortinas. Cuatro grandes y
magníficos floreros de Sévres, en los que abre una profusión de flores tan olorosas como
brillantes, ocupan los demás rincones, levemente redondeados, de la habitación. Un
candelabro alto, que sostiene una lamparilla antigua, llena de aceite muy perfumado, se eleva
junto a la cabeza de mi dormido amigo. Algunas vitrinas, ligeras y graciosas, de cantos
dorados y suspendidas por cordoncillos de seda carmesí con bellotas de oro, sustentan dos o
trescientos volúmenes, magníficamente encuadernados. Fuera de esto no hay otros muebles,
salvo una lámpara de Argand con un sencillo globo de vidrio pulimentado, color de púrpura,
que, por medio de una sola cadenilla de oro, se halla colgado del cielo raso, abovedado y muy
alto, y esparce sobre todas las cosas una luz a la vez sencilla y mágica.
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