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Literatura del Siglo XIX

Monografía final

Comisión: Sverdloff

Alumno: Fernando Vega

D.N.I. 32197848

fvega5@hotmail.com
LOS ESTERTORES DE UN PADRE DÉBIL: SÍNTOMAS DE UN
RÉGIMEN HERIDO DE MUERTE EN PAPÁ GORIOT

Como refiere el historiador Eric Hobsbawm, la sociedad de la Restauración fue “la de


los capitalistas y hombres de carrera de Balzac o del Julien Sorel de Stendhal, más bien que
la de los duques vueltos de la emigración”, de manera que “salvo en la escala social más
alta, la Restauración borbónica no restauró el antiguo régimen” (2010, 188). A partir de
estas afirmaciones, analizaremos las significaciones histórico-políticas de Francia presentes
en la novela Papá Goriot, de Balzac, a través de dos de sus personajes fundamentales: Papá
Goriot y Vautrin.
Precisamente, la novela que nos convoca se ubica en el otoño del año 1819, cuando se
ha reestablecido la Casa de Borbón en el trono y se ha recompuesto el poder político de la
Iglesia Católica en Francia, aunque no sin realizar ambos importantes concesiones como
consecuencia inevitable del proceso revolucionario. Tal es así, que la Francia
posrevolucionaria de Luis XVIII “era burguesa en su estructura y sus valores” (Hobsbawm,
2010, 189), acumulando las tensiones que habrían de desatar los múltiples conflictos de las
décadas posteriores, desde la caída de Carlos X hasta los decisivos acontecimientos de
1848.
Analizaremos, en función de lo dicho, la figura de Papá Goriot como un “padre débil”,
símbolo de una monarquía decadente (de hecho, ya no absolutista sino parlamentaria), y en
cierto modo herida de muerte, por un lado; y como símbolo del erosionado poder de la
Iglesia Católica, por otro. Complementariamente, hallaremos en Vautrin la figura opuesta:
personaje arribista e inmoral, pragmático y ambicioso, encarnará a nuestros ojos los nuevos
valores seculares burgueses que avanzan arrolladoramente sobre la sociedad francesa de la
Restauración, entrando en conflicto, además, con la propia ideología balzaciana expresada
en el “Prólogo” a La comedia humana.
Históricamente, la figura del padre se ha asimilado tanto a la del rey como a la de Dios.
Conforme a la tradición, así como Dios impone su voluntad desde los cielos, el rey toma de
él su autoridad para gobernar sobre los bienes de su reino, mientras que el padre se inspira
en ambos para regir sobre el ámbito familiar. De allí que no resulte extraña la analogía del
filósofo de Konigsberg, quien en vísperas de la revolución francesa, vaticinaba la

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secularización del siglo venidero con el anuncio de la “mayoría de edad” humana: “La
ilustración consiste en el hecho por el cual el hombre sale de la minoría de edad. Él mismo
es culpable de ella. La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio
entendimiento, sin la dirección de otro” (Kant, 2004, 33). Ilustrarse pues, es abandonar las
limitaciones que ese “padre” impone, implicando una expansiva autonomía del individuo a
costa no sólo del sentimiento divino, sino también de la autoridad del rey y de todo el
aparato absolutista del ancien régime presto a entrar en crisis. La analogía utilizada por
Kant, quien saludó con entusiasmo la Revolución Francesa (Hobsbawm, 2010, 254),
confirma así no sólo la importancia de esa huella revolucionaria, sino también la
profundidad de la significación paterna a los fines de nuestros análisis.
Papá Goriot vive en una pensión burguesa de la apenas iniciada Restauración borbónica.
Permanentemente manipulado por sus inescrupulosas hijas, su derrotero es el de la
decadencia, la cual se expresa en términos económicos y a menudo lo hunde en el
patetismo. Goriot ha caído en la desastrada pensión de la señora Vauquer y traduce la
merma de su fortuna en el ascenso de piso en piso, cada vez más alto conforme debe
ceñirse a una vida cada vez más austera. La anfitriona observa en tanto penosamente cómo
la estricta economía de Goriot hace que ya no encienda el fuego en su habitación durante el
inverno, para luego verlo prescindir del tabaco, del peluquero y de los polvos para sus
cabellos; “su diamantes, su petaca de oro, su cadena, sus joyas desaparecieron poco a poco”
(Balzac, 1983, 46). Como hemos dicho, la causa de esta permanente ruina no es otra que la
inclemencia de sus propias hijas, que sacan ventaja de la generosidad de su padre
concediéndole entrevistas sólo cuando se ven necesitadas de algún auxilio económico. La
nueva generación se aprovecha así del ciego amor de su progenitor, exigiéndole lo que no
tiene y tratándolo con desprecio cuando aquél no resulta útil a sus intereses. De hecho, es
precisamente en una de estas situaciones penosas que descubre Rastignac a Goriot:
comprimiendo sus cubiertos para adelantarse a su hija Anastasie y poder así cubrir la deuda
de aquella en casa de Gosbeck. Por las mismas razones, poco después el joven sufrirá la
expulsión de la casa de la condesa, tan sólo mencionar el nombre de su ninguneado padre.
Todo lo dicho hace de Goriot un padre miserable, débil, símbolo de decadencia y objeto
de manipulación. Ahora bien, resulta significativo que, en la economía profundamente
abnegada y austera que Goriot lleva adelante, él manifieste repetidas veces el registro de

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una satisfacción. A pesar de sufrir el desprecio de sus hijas, el padre parece hallar un goce
en ese progresivo empobrecimiento que lo muestra siempre renovado en su disposición y
complacencia para con ellas: “Amo los caballos que conducen y quisiera ser el perrillo que
tienen en sus rodillas. Vivo de sus placeres. Cada uno tiene su forma de amar (…). Yo soy
feliz a mi manera” (Balzac, 1983, 141). Y luego: “Guardad vuestro dinero. ¿Qué queréis
que haga yo con él? No necesito nada”. Dispuesto a vivir con apenas dos francos por día, a
empeñarse indefinidamente, a querellarse con el barón de Nucingen o a sacrificar incluso su
propia vida, Goriot parece propiciar su bancarrota en aras de la ansiada felicidad de su
prole. Pues bien: ¿no podría verse en esta economía sacrificial, de ardua frugalidad y
entrega por el prójimo un gesto afirmativo del catolicismo tradicional? ¿No sería esta una
muestra de que los postulados católicos de desdén material languidecen en pugna ante la
realidad, donde el arrollador paso de los valores burgueses se impone? ¿No son, pues, los
ambiciosos y amorales individualistas quienes triunfan, aprovechándose de los ingenuos
desprendidos, incluso cuando estos son el propio padre?
En este sentido puede marcarse el confeso y devoto catolicismo que Goriot expresa a lo
largo de la obra, siempre dispuesto a hallar una compensación religiosa para sus penurias
económicas. De hecho, existen comparaciones específicas al respecto por parte del
narrador, como cuando, tras anunciarles el padre a Delphine y Rastignac la adquisición de
su nueva vivienda, extático de alegría, se dice de Goriot que “para describir la expresión de
aquel Cristo de la Paternidad, sería necesario compararla con la pasión que sufrió en
beneficio del mundo el Salvador de los hombres” (Balzac, 1983, 241). Todavía más, en
gesto típicamente cristiano y tras prometer Delphine que iría a verlo “alguna que otra vez”,
Goriot “se acostaba a los pies de su hija para besárselos (…) Eugène estaba petrificado ante
la inagotable abnegación de aquel hombre” (242). El padre besa también los ojos de sus
hijas, seca sus lágrimas y, aunque desequilibrado, se muestra dispuesto a todo para alivianar
el dolor de su descendencia. Tal es así que, en las postrimerías de su vida, es la deriva
económica de sus hijas la que determina su propio fin. Goriot sufre por ellas al punto de
exclamar: “¡No me queda nada, nada más! Esto es el fin del mundo. ¡Oh!, el mundo va a
desmoronarse, no hay duda (…). Me muero, hijas mías. Siento que el cráneo me arde
interiormente como si tuviera fuego” (266). Así, el mundo que se desmorona junto con su
vida, la del Padre, no parecer ser otro sino el del absolutismo monárquico-eclesiástico,

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restaurado al fin pero herido de muerte, víctima y culpable a la vez de su propio fracaso
ante una sociedad arribista que se impone tan injusta como impiadosa, aunque haya “un
Dios en los cielos, que nos vengará a los padres, a pesar nuestro” (296).
Es menester en este punto hacer sin embargo algunas observaciones, puesto que en
función de lo hasta aquí expuesto podría cuestionarse: ¿Pero no es Goriot una figura
demasiado determinada por lo económico para adquirir visos cristianos, ya que, después de
todo, de ello depende absolutamente su tristeza o su felicidad? Y, todavía más: ¿Pero no es
Goriot en definitiva un “Noventa y tres (es decir, jacobino)”, un oportunista que “vendía
trigos a los cortadores de cabeza” (Balzac, 1983, 96) y amasó su fortuna especulando
durante la revolución?
Tales aseveraciones sobre la vida de Goriot, creemos, no anulan nuestra hipótesis en la
medida en que su figura a lo largo de la novela muestra no sólo el símbolo de la decadencia
monárquico-eclesiástica durante la Restauración, sino también el derrotero mismo del
poder político en Francia a partir de la revolución de 1789. Y esto porque, al igual que
Goriot, el gobierno francés se muestra pujante primero, hábil y determinado durante la
revolución y el gobierno bonapartista; para luego caer en la decadencia, en la concesión, en
la debilidad propia de la sociedad monárquica borbónica. En efecto, es éste precisamente el
camino que Goriot recorre. Iniciado como subalterno en una fábrica de fideos, aprovecha la
inestabilidad de una época peligrosa para desplegar todas las facultades de su inteligencia y
mostrarse, como nunca, ambicioso, eficiente y decidido. “Cuando se trataba de trigos, de
harinas, de granos (…), de profetizar la abundancia o la penuria de las cosechas, de
conseguir los cereales baratos, de proveerse en Sicilia, en Ucrania, Goriot no tenía rival”
(107). Lo suficientemente emprendedor para comprar las existencias de su amo, quien fuera
víctima del primer levantamiento, Goriot asciende con la burguesía misma y se muestra tan
firme en sus decisiones como sus líderes. Sin embargo, dos años antes del ascenso de Luis
XVIII (1813), abandona sus negocios definitivamente. Poco a poco pierde su chispa y se
deteriora con la agonía del Imperio. En todo, su suerte parece emparentarse con la del poder
político de turno: ya débil y decadente, víctima de la sociedad arribista de los nuevos
tiempos, su mala salud es ahora la del gobierno francés de la Restauración y su muerte
anuncia la crisis monárquica de los años venideros.

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En cualquier caso, conviene evitar las polarizaciones extremas de una época que dio
lugar a cruzamientos y alianzas entre la aristocracia y la poderosa burguesía ascendente
(como la financiera, por ejemplo), cuya convivencia se registra también en la novela. Tal es
precisamente el caso del barón de Nucingen, por ejemplo, “un rico banquero que se hace el
realista” (96) y no se halla exento, al igual que Goriot, de la ambigüedad simbólica de una
época en tensión. Así se expresa Hobsbawm también al respecto: “Las clases que se elevan
tienden naturalmente a ver los símbolos de su riqueza y poderío en los términos que los
anteriores grupos superiores establecieron como modelos de elegancia” (2010, 187). Razón
por la cual los especuladores de las guerras napoleónicas apreciaban un título de barón
(exactamente como en el caso del barón de Nucingen) o imitaban en sus salones burgueses
el estilo de los de Luis XV. Así, pues, “la revolución francesa se hizo cargo de esos valores,
los asimiló como una deseable herencia del pasado y los protegió contra la normal erosión
del tiempo y las costumbres” (Hobsbawm, 2010, 188).
En segundo término, nos ocuparemos ahora de la figura de Vautrin, contraposición y
complemento de la de Goriot.
Si la de Goriot es una economía de sacrificio, la de Vautrin entonces se define pues a
partir de su ambición material, la cual no registra ningún tipo de miramiento moral. La
economía de éste último es, en efecto, pragmática e impiadosa. Para él, el fin justifica los
medios y en consecuencia se muestra dispuesto a todo para satisfacer sus deseos. Así lo
expresa en el monólogo iniciático que desarrolla frente a Rastignac, compendio instructivo
de su filosofía, en el que comienza diciendo: “¿Quién soy yo? Vautrin. ¿Qué hago? Lo que
me place (…). Y conviene que sepa usted que me preocupa tanto matar a un hombre como
esto –dijo, lanzando un escupitajo-.” (Balzac, 1983, 125). A diferencia de Goriot, para
quien la prioridad radica siempre en un otro (en particular, sus hijas), para Vautrin no hay
mayor urgencia que la suya propia y la de sus anhelos. Su primer propósito es reunir
doscientos mil francos para comprar esclavos negros y dar rienda suelta a su “inclinación a
la vida patriarcal” en América. No obstante eso, tal objetivo resulta una plataforma para el
afán de volverse millonario en un plazo de aproximadamente diez años: “Seré el señor tres
o cuatro millones, ciudadano de Estados Unidos” (132).
Resulta significativo en este punto reconocer que para Vautrin, como para la sociedad
que él describe, el dinero es el único que define y da un nombre, el único legitimador de las

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acciones y verdadero rey. Planteada en estos términos por el ex presidiario, la sociedad se
constituye como un ámbito cruel, hipócrita y criminal ante el cual sólo cabe someterse o
rebelarse. Trabajar es para los mediocres, “la honradez no sirve para nada”; el lodazal de
París sólo deja como alternativa de ascenso la corrupción y el delito. De allí que quienes
están en la cárcel sean descritos por él como “pobres diablos que valen más que nosotros”,
en la medida en que aquellos que se engalanan en la cima de la escala social resultan tanto
o más culpables: “El secreto de las grandes fortunas, sin causa aparente, es un crimen,
olvidado porque se cometió con limpieza” (Balzac, 1983, 137).
Tenemos, pues, en Vautrin, una figura equiparable a la del ambicioso burgués
advenedizo, “utilitarista puro” que busca su máxima satisfacción personal sin reconocer
límites o derechos de interferencia a sus pretensiones. Este tipo de personajes son, como
refiere Hobsbawm, propios de un siglo que cree ciegamente en el progreso individualista,
secular y racionalista; seres para los cuales resulta “un disparate todo aquello que choca
contra el cálculo racional del ‘interés propio’” (2010, 240). Todo lo cual hace el contraste
con Goriot hasta aquí mencionado aún mayor: frente a su economía abnegada y frugal, que
tiende a deshacerse del excedente acumulado durante una época de oportunidades, Vautrin
representa la economía de la acumulación sin fin, del arribismo egoísta y desalmado que se
propone la sola satisfacción de sus deseos suntuosos. Precisamente esta ambivalencia es la
que lleva a Rastignac a sentir alternadamente rechazo y atracción por uno y por otro;
oscilante en su iniciación parisina entre los dictámenes de su conciencia y su obsesión por
el ascenso social, representados ambos senderos por estos dos personajes de modo
contrastivo.
El otro punto de nuestro análisis que contrapone a Vautrin con Papá Goriot, como hemos
planteado, radica en el aspecto religioso. En este sentido, si el personaje que da nombre a la
novela se muestra devoto y en repetidas ocasiones sus gestos son equiparables a los del
catolicismo, el otro se muestra por completo opuesto: asociado permanentemente a lo
diabólico, son llamativas sus comparaciones tanto físicas como morales con el Maligno.
Por ejemplo, tras un momento de debilidad en que Rastignac se convence de la
conveniencia de acceder al matrimonio con Victorine, tal como lo ideó Vautrin, el narrador
reflexiona, ni bien entrar éste, que “leyó en el alma de los dos jóvenes a los que había
casado con las combinaciones de su genio infernal” (197). De hecho, el acuerdo que

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Vautrin le propone a Rastignac (ser cómplice de un asesinato a cambio de dinero) puede
considerarse una suerte de pacto fáustico en el que el joven, de aceptar, sacrifica su
integridad moral o su “alma” en pos de los placeres mundanos y el dinero, siempre
emparentados a la perdición pecaminosa. Poco después, Vautrin trata de ganarse la
confianza de Rastignac ofreciéndole un “desinteresado” préstamo de un millar de escudos,
que el narrador describe así: “Aquel demonio cogió de su bolsillo una billetera y sacó de
ella tres billetes, que agitó ante los ojos del estudiante”. Y tras el manifiesto interés de
Eugène: “Hubiera sentido oírle hablar de otro modo –dijo el tentador-. (…) Sería una
hermosa presa para el diablo” (Balzac, 1983, 183). Demonio, tentador, diablo. Tales son los
modos de referirse a Vautrin en la novela, en especial por el narrador, quien completa el
cuadro cuando se produce la revelación física del delincuente, la cual muestra rasgos
acordes a la expectativa generada. Tras ser atrapado y desenmascarado por la policía, pues,
la mirada de Vautrin es “la mirada fríamente fascinadora que poseen ciertos hombres
eminentemente magnéticos” (217); y luego su cabello rojizo, oculto bajo el pelo postizo;
una vez más su mirada de “ángel caído” (227). Incluso las propias convulsiones del
enérgico cuerpo de Vautrin parecen apresar a la Bestia que lo habita. Después de todo, y
como él confesara antes, “sólo Dios es lo bastante fuerte para cerrarme el camino” (206).
En definitiva, las figuras de Papá Goriot y Vautrin resultan a los fines de nuestro análisis
complementarias y contrapuestas: síntoma de la decadencia monárquico-eclesiástica uno;
símbolo de los nuevos tiempos del secularismo-burgués triunfante el otro, juntos retratan el
paisaje social y político de su tiempo. No en vano refiere Lukács que, a pesar de que la
concepción de Balzac del mundo fue el legitimismo, “su obra contiene el más cruel
desenmascaramiento de la Francia monárquico-feudal, la más potente y poéticamente
impresionante representación de su condena a muerte” (1965, 18).
A modo de conclusión, conviene reflexionar brevemente sobre la relación entre las
intenciones expresadas por Balzac en el “Prólogo” a La comedia humana y las implicancias
de nuestro trabajo. Si, como el autor mismo revela allí, lo que se propuso fue reproducir la
realidad de su época mediante la elevación de la novela de costumbres a la categoría de
historia filosófica (Auerbach, 1979, 449), esa realidad descrita deja en evidencia una
sociedad arribista y criminal que entra en abierto conflicto con su propia concepción del
mundo, regida por las “verdades eternas” de la monarquía y el catolicismo, “dos

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necesidades que los acontecimientos proclaman y hacia las que todo escritor de sentido
común debe tratar de conducir a nuestro país” (Balzac, 2012, 4). Las consecuencias de este
pensamiento se expresan así en una visión profundamente crítica del materialismo y la idea
de progreso típicamente secular y burguesa, las cuales conllevan a los vicios sociales que
largamente hemos mencionado y se reflejan en su obra.
Ahora bien, que el autor se manifieste en su “Prólogo” como monárquico y católico,
rechazando abiertamente las ideas susodichas no debe llevarnos, creemos, a caer en
maniqueísmos o ingenuas nostalgias que supongan la quimera de recomponer un mundo
evidentemente en decadencia. Pretenderlo sería dar crédito a una Restauración que, como
hemos venido afirmando, se muestra irreparablemente herida por los efectos incurables de
la revolución. Y es que ambos asuntos resultan compatibles: las convicciones monárquico-
católicas balzacianas no implican la ceguera de negar una caída que se manifiesta
significativamente a lo largo de Papá Goriot y que, en principio, no parece hallar una
forma de resolución definida.
Con todo, así como en Goriot o el barón de Nucingen conviven significaciones
ambivalentes entre aristocracia y burguesía, el propio Balzac parece alimentar esa
ambigüedad mediante una manifiesta fascinación por aquello que se critica, al llenar su
obra de arribistas y burgueses advenedizos de todo tipo. Dice el autor al respecto que, en La
comedia humana, “las acciones censurables, las faltas, los crímenes, desde los más ligeros
hasta los más graves, encuentran siempre su castigo humano o divino, público o secreto”
(Balzac, 2012, 6). Desentramar las implicancias de esta afirmación requeriría un trabajo
muchísimo más amplio. Sin embargo, una cosa parece cierta: más allá de ideologías
personales, la realidad de su tiempo parece habérsele manifestado a Balzac con toda la
fuerza de los procesos históricos inevitables. Del mismo modo que a Goriot, quien vencido
pero clarividente en su lecho de muerte, nos anuncia: “Hay que morir para saber lo que son
los hijos (…). Me cuidaban con esmero; pero era por mi dinero. El mundo no es hermoso.
¡Yo lo he visto!” (Balzac, 1983, 294).

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BIBLIOGRAFÍA

Auerbach, Erich, “La mansión de la Mole”. En: Eric Auerbach, Mímesis, 426-463. México:
FCE, 1979
Balzac, Honoré, Papá Goriot. Barcelona: Bruguera, 1983.
— “Prólogo a la Comedia Humana (1842)”. En Revolución y literatura en el siglo
diecinueve. Fuentes, documentos, textos críticos. Tomo II: Hugo, Balzac, Michelet,
editado por Jerónimo Ledesma y Valeria Castelló-Joubert, traducido por Valeria
Castelló-Joubert y Emilio Bernini. Buenos Aires: EFFL, 2012.
Hobsbawm, Eric, La era de la revolución: 1789-1848. Buenos Aires: Crítica, 2010.
Kant, Immanuel, Qué es la ilustración. La Plata: Terramar, 2004.
Lukács, Georg. “Introducción”. En Ensayos sobre el realismo [1934-1935], Buenos Aires:
Siglo Veinte, 1965.

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