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LA CUESTIÓN RACIAL ANTE LA CIENCIA MODERNA

LOS MITOS
RACIALES por
J u a n C o m as

Profesor de Antropología
de la Escuela Nacional de Antropología de México

UNESCO PARÍS
Acabóse de im p rim ir el 23 de ju n io de 1952
en la im prenta Georges Thone, Lieja (B élgica), por la
Organización de las Naciones Unidas para
la Educación, la Ciencia y la Cultura, París

SS.S2.II.1S
i. Generalidades acerca de los prejuicios y mitos
r a c i a l e s ........................................................................... 5
ii . El mito de la sangre y de la inferioridad de los
m e s tiz o s ...........................................................................13
ni. El prejuicio del color: el mito negro . . . . 20
iv. El mito ju d ío .................................................................. 28
v. El mito de la superioridad de la «raza aria» o «nór­
dica» .................................................................................. 34
Origen de los a r io s .....................................................34
Doctrina del «arianismo» y «teutonismo» . . 35
La antroposociología y la teoría de la selección
s o c i a l ...........................................................................38
La tesis «aria» del nazismo y del fascismo con­
temporáneos ............................................................40
El supuesto ((tipo an glosajón»..............................42
El « celtism o » ............................................................43
Crítica y refutación de estas teorías . . . 45
vi. C o n c lu s ió n .................................................................. 49
B ib lio g ra fía .......................................................................... 52
I. GENERALIDADES ACERCA DE LOS PREJUICIOS Y MITOS
RACIALES1

Es una observación muy común aquella de que no todos los


hombres son semejantes. En efecto, presentan éstos ciertas
variaciones en su aspecto físico que se transmiten total o
parcialmente de padres a hijos, y los grupos así formados con
una relativa homogeneidad constituyen lo que vulgarmente se
denomina con el nombre de «razas». Éstas no sólo difieren
entre sí, sino que se sitúan en niveles distintos, debido a que
unas disponen de los recursos de una civilización avanzada,
y otras, por el contrario, se hallan en un estado de mayor o
menor atraso.
He ahí la base inicial de todo el proceso racista.
De la superioridad real o aparente se pasa con facilidad a la
idea de que los éxitos de un pueblo son debidos a sus
cualidades inherentes. Las diferencias somáticas individuales
son las que han motivado el error que cometen ciertos par­
tidos políticos, agrupaciones nacionalistas y sistemas sociales
al fomentar y exaltar el prejuicio de la «superioridad racial»
de su respectivo grupo. Ésta es la razón por la que la historia
de la humanidad abunda en tantos «pueblos elegidos» que se
enorgullecen de sus supuestas virtudes y sus excelsas
cualidades innatas, cada uno siguiendo un camino especial
que le valdrá los favores del verdadero Dios.
En el Antiguo Testamento se encuentra ya la idea de que
las diferencias tanto individuales como de grupos, físicas y
mentales, son congénitas, hereditarias e inalterables. En el
Génesis parece aceptarse la inferioridad de unos grupos frente
a otros al decir: «]Maldito sea Canaán! ¡Será el servidor de los
servidores de sus hermanos!» (Génesis, IX, 25). Se puede
ver también una alusión a cierta superioridad biológica en
1. Algunos de los ejemplos que ilustran las manifestaciones del prejuicio
racial están tomados del excelente opúsculo de Sir Alan Burns, Colour
Prejudice (Londres, 1948, George Alien and Unwin, Ltd.). Esa obra
contiene, en efecto, citas muy interesantes de libros o revistas que no
me ha sido posible consultar. Como el estilo de este breve ensayo de
vulgarización excluye la multiplicación de referencias, debo reconocer
aquí mi deuda para con Sir Alan Burns y darle las gracias por haberme
autorizado a beneficiar del fruto de su erudición.
lo que relata ese libro acerca del pacto que Jehová había
concluido con Abraham y «su simiente». En el Nuevo Tes­
tamento, por el contrario, esta tesis parece contradicha por
la de la fraternidad universal entre los hombres.
Es un hecho que las religiones, en su mayoría, rechazan las
diferencias individuales de tipo físico y consideran a todos
los hombres como hermanos e iguales ante Dios.
El monogenismo ortodoxo del cristianismo le ha conducido
naturalmente a ser antirracista por principio, aunque no se
puede afirmar esto de todos los cristianos. Según San Pablo,
«ya no hay judío ni griego, no hay esclavo ni hombre libre,
no hay varón ni hembra, porque todos vosotros no sois sino
uno en Jesucristo» (Epístola a los gálatas, III, 28) y luego:
«Él ha hecho nacer de la misma sangre a todo el género
humano para que poblara la extensión de la tierra» (Actas de
los apóstoles, XVII, XXVI). Recuérdese además que, según
la tradición bíblica, uno de los tres reyes magos era negro.
El papa Pío XI condenó el racismo; y en 1938 el Vaticano
consideraba los movimientos racistas como «una apostasía
contraria, en espíritu y en doctrina, a la fe cristiana». Por
otra parte, la Iglesia ha beatificado y santificado a blancos,
amarillos y negros, y los doce apóstoles eran semitas al igual
que María, madre de Jesucristo.
Tampoco los mahometanos han manifestado nunca intran­
sigencia ni intolerancia raciales hacia los otros pueblos, desde
el instante en que éstos adoptaban sus creencias religiosas.
Frente a estos casos deben señalarse, sin embargo, otros
que desde los más remotos tiempos revelan actitudes opuestas.
La más antigua referencia a un caso de discriminación contra
los negros, aunque se trata de una medida política más bien
que de un prejuicio racial, se encuentra en una estela de
piedra que el faraón Sésostris III (1887-1849 a. de J.C.)
había hecho levantar en la segunda catarata del Nilo, con la
siguiente inscripción:
«Frontera sur. Monumento monolítico erigido en el año VIII,
bajo el reinado de Sésostris III, rey del Alto y del Bajo
Egipto, quien vive desde siempre y para toda la eternidad.
Está prohibido cruzar esta frontera por tierra o por agua, en
barca o con rebaños, a todos los negros, con la única excepción
de aquéllos que deseen franquearla para vender o comprar en
algún establecimiento comercial. Estos últimos serán tratados
de manera hospitalaria, pero en todo caso está prohibido
para siempre a todo negro navegar por el río más allá de Heh.»
Hace dos mil años, los griegos consideraban como «bárbaros»
a quienes no pertenecían a su. grupo. Y los persas, según Hero-
doto, se juzgaban superiores al resto de la humanidad.
Para justificar la a s p ir a c i ó n de los griegos a l a hegemonía
universal, Aristóteles (384-322 a. de J.C.) admitía la idea de
que c ie T to s pueblos nacen para ser libres y otros para ser
esclavos. Esa tesis, como luego lo veremos, fué restablecida
en el siglo xvi para legitimar la esclavitud de los negros y
de los indios de América.
En cambio, Cicerón (103-43 a. de J.C.) sostenía una opinión
contraria: «Los hombres se diferencian por el saber; mas,
todos son iguales por sus aptitudes para conseguir ese saber;
no hay raza que, guiada por la razón, no llegue a alcanzar la
virtud.»
La noción de «superioridad» o de «inferioridad» aplicada
a un pueblo o a un grupo de pueblos se halla sujeta a cons­
tantes revisiones. No hay sino que recordar, para convencerse,
aquellos juicios formulados sobre los celtas de Gran Bretaña,
igualmente por Cicerón, quien, contradiciéndose a sí mismo,
los señalaba a su amigo Atico como «estúpidos e incapaces
de educación».
En las primeras páginas de su famoso relato Heart ofDarkness
—que nos da, acaso, una de las visiones más impresionantes
del Africa misteriosa y bárbara que se abría a los europeos a
fines del siglo xix— Conrad evoca el Támesis como era hace mil
novecientos años, con su aspecto que debía parecer áspero y
selvático a los ojos del comandante de un trirreme medite­
rráneo o de un joven patricio venido de Roma. Este último,
igual que el administrador colonial de nuestros días, debió
sentir también «el deseo de evasión, el disgusto irreprimible,
el abandono y el odio». En este mismo orden de ideas, ¿es
necesario recordar el desprecio de los nobles normandos hacia
los sajones a los que habían sojuzgado? Sin embargo, esas
apreciaciones poco favorables, formuladas con respecto a los
antepasados de las naciones más orgullosas de Europa, no
eran estrictamente manifestaciones de «racismo». Aun los
antagonismos feroces que han soliviantado a los cristianos
contra los musulmanes no tenían un carácter racial. El odio
o la aversión, fundados sobre la diferencia en el nivel de
cultura o sobre creencias distintas, son más humanos que el
prejuicio que invoca las leyes implacables de la herencia.
Con el comienzo de la colonización en África y el des­
cubrimiento de América y de la ruta marítima hacia las
Indias, por el Pacífico, el prejuicio de raza y de color se
incrementó considerablemente, lo que se explica por razones
de orden económico, por el resurgimiento del espíritu imperia­
lista colonial y por otros diversos factores.
Según el dominico escocés John Mayor (1510) estaba en el
orden de la naturaleza el que ciertos hombres fuesen libres y
otros serviles. Esta distinción la creía justa en el propio interés
de aquéllos que estaban destinados por su nacimiento a mandar
o a obedecer.
Juan Jiménez de Sepúlveda (1550), en un esfuerzo por
justificar la institución de la esclavitud, apoyándose en la tesis
aristotélica, hablaba de «la inferioridad y la perversidad natural
de los aborígenes americanos», afirmando que son «seres
irracionales» y que «los indios son tan diferentes de los
españoles como la gente cruel lo es de la benigna o como los
monos lo son de los hombres».
Naturalmente, fray Bartolomé de Las Casas defendió la
doctrina contraria, luchando incansablemente en favor de
la idea de que todos los pueblos del mundo se hallan formados
por hombres y no por «homúnculos» o «semihombres» pre­
destinados a hacer lo que otros Ies mandan.
La estratigrafía social en América latina se basó, antes de
todo, sobre la discriminación racial en este orden: criollos,
mestizos, indios y negros. Teóricamente las leyes son contra­
rias a tal discriminación, pero desde entonces hasta ahora éstas
han permanecido sin cumplirse.
Con el antecedente de Montaigne (1533-1592) al decir, refi­
riéndose a los indios del Brasil, «no hay nada de bárbaro ni
de salvaje en esta nación, sino que cada uno denomina bar­
barie a lo que está fuera de sus costumbres», debemos señalar
la actitud de algunos de los más ilustres pensadores de los
siglos xvm y xix. Voltaire (1694-1778), J.-J. Rousseau (1712-
1778) y Buffon (1706-1788) fueron, entre otros muchos, parti­
darios decididos de la identidad fundamental de la naturaleza
humana y, en consecuencia, de la igualdad entre todos los
hombres. Por el contrario, D. Hume (1711-1776) afirmaba:
«Estoy dispuesto a creer que los negros son inferiores por
naturaleza a los blancos.» Tampoco E. Renán (1823-1892)
aceptó la supuesta igualdad humana. Y H.-A. Taine (1828-1893)
combatió también esa hipótesis, negando «que griegos, bár­
baros, hindúes, el hombre del Renacimiento y el hombre del
siglo xvm proceden de un mismo molde».
A pesar de la influencia de algunos pensadores, los prejuicios
raciales se volvieron una verdadera doctrina durante los
siglos xvm y xix. Hubo, sin embargo, un período relativamente
breve en el que se pudo creer que la difusión de los principios
de las revoluciones americana y francesa, así como los éxitos
de la campaña antiesclavista en Inglaterra, vendrían a atenuar
y aun a hacer desaparecer los prejuicios de raza. La reacción
que se manifestó durante la Restauración y el ánimo popular
surgido como consecuencia del desenvolvimiento industrial
de Europa a comienzos del siglo último, surtieron efectos
directos y perniciosos sobre la cuestión racial. El progreso
alcanzado por las hilanderías mecánicas abrió a los productores
de algodón mercados cada vez más vastos. «El algodón se con­
virtió en rey», sobre todo en el sur de los Estados Unidos de
América. De eso resultó una necesidad creciente de mano de
obra servil. La esclavitud, que agonizaba en América y que tal
vez se hubiera extinguido por sí misma, volvió por ese hecho
a tomar nuevo ímpetu y se transformó en una institución
sacrosanta de la que dependía la prosperidad de la zona
algodonera. Fué para defender esa famosa «institución parti­
cular» que filósofos y sociólogos sudistas dieron cuerpo a toda
una mitología pseudocientífica, destinada a justificar un estado
de cosas en contradicción con su profesión de fe democrática.
Había necesidad de convencerse, para apaciguar la conciencia,
de que el negro era un ser no solamente inferior al blanco,
sino aun mal desasido de la animalidad.
Más tarde, la teoría de la evolución, tal como fué formulada
por Darwin, ejerció una influencia marcada sobre la ideología
racista que comenzó a definirse cada vez de manera más
precisa. Los «blancos» acogieron con entusiasmo el darwi-
nismo que, al proclamar la supervivencia del más apto, venía
a afianzar y confirmar la política de expansión y de agresión
en menoscabo de los pueblos «inferiores». Esa tesis, al sobre­
venir en la época misma en que las naciones más poderosas
edificaban su imperio colonial, venía a justificarlas tanto a sus
propios ojos como a los del resto de la humanidad: el hecho
dé que grupos humanos «inferiores» fueran reducidos a la
esclavitud o cayeran bajo las balas de las ametralladoras y
fusiles europeos significaba simplemente el cumplimiento de
la teoría de que un conjunto humano inferior está destinado
a ser reemplazado por otro superior. En el plano de la política
internacional, el racismo disculpa la agresión, pues el agresor
no se siente obligado a ninguna consideración con extranje­
ros que, por pertenecer a «razas inferiores», deben ser colo­
cados al nivel de las bestias, o poco menos.
La idea de que el más fuerte está biológica y científi­
camente justificado para destruir al más débil encuentra su
aplicación no solamente en las rivalidades entre las naciones,
sino en aquéllas que surgen en el interior de un mismo
país.
No es justo atribuir a Darwin —como muchos lo han
hecho— la paternidad de esa teoría odiosa e inhumana. La
verdad es que la existencia de grupos compuestos de hombres de
color, convertidos en competidores potenciales en los mer­
cados de trabajo y que reclamaban las ventajas sociales que
los blancos habían considerado como su bien exclusivo, debía
necesariamente conducir a estos últimos a disimular bajo
algún pretexto el materialismo económico absoluto que les
hacía rehusar a los pueblos «inferiores» toda participación en
la situación privilegiada de la que disfrutaban. Ese pretexto
lo encontraron en parte en la tesis biológica darwiniana que
acogieron con beneplácito; y, después de haberla simplificado,
deformado y adaptado a sus intereses particulares, la trans­
formaron en lo que se ha llamado el «darwinismo social», con
que pretendieron justificar sus privilegios socioeconómicos,
pero que no tiene nada que ver con los principios estricta­
mente biológicos de Darwin. H. Spencer (1820-1903) empleó
en sociología el concepto de ¡(supervivencia del más apto»,
que las clases interesadas han llegado hasta identificar con el
de «superhombre» creado por Nietzsche (1844-1900) y que han
citado en su defensa.
De este modo los progresos de la biología se utilizaron malé­
volamente para suministrar explicaciones, en apariencia cien­
tíficas y sencillas, destinadas a resolver las perplejidades
anteriores relacionadas con la conducta humana. Mas, de la
ciencia al mito no hay sino un paso que se da con relativa
facilidad; y es lo que ocurrió en este caso.
Es evidente que la herencia somatopsíquica influye en el
aspecto y en la conducta de los seres humanos; pero esto no
autoriza a admitir y defender, como hacen los «racistas»:
a) que la herencia biológica es el único factor importante;
b) que se puede pasar fácilmente, después de hablar de las
dotes heredadas por los individuos, a las dotes hereditarias de
los grupos.
La doctrina «racista» resulta todavía más peligrosa cuando
plantea el problema ya no entre distintos grupos étnicos,
sino entre diferentes clases sociales dentro del mismo grupo.
Así Erich Suchsland (Archiv /ür Rassen und Gesellschafts-
biologie) discute y sostiene la tesis de que los individuos que
no han triunfado en la vida (por ejemplo quienes carecen
de medios de fortuna para habitar en barrios ricos) son nece­
sariamente elementos de «raza inferior» dentro de la población,
mientras que, por el contrario, los ricos son de «raza supe­
rior»; en consecuencia, los bombardeos de barrios pobres
serían una forma de selección y darían como resultado un
mejoramiento racial. Ya no se trata aquí de oponer blancos
contra negros, ni nórdicos contra no arios, sino de buscar un
falso apoyo biológico para la discriminación en perjuicio de
los grupos proletarios, por parte de la alta burguesía inter­
nacional. En este como en otros casos, aun sin confesión
explícita, bajo la discriminación racial o de clases, se esconde
un antagonismo socioeconómico. Alexis Carrel, en L ’homme,
cet inconnu, sin llegar tan lejos como Suchsland, afirma sin
embargo que los proletarios y los desocupados son gente
«inferior» por su herencia natural misma y que son hombres
que no tienen, por su constitución, fuerza para luchar y que
han descendido tan bajo que toda lucha se ha vuelto inútil.
¡Como si un proletario no tuviera, cada hora del día, que
luchar de manera mil veces más ruda que el hijo de familia
acomodada!
Es posible —dice Prenant— que el interés principal de
muchos racistas no sea dar una base aparentemente objetiva
al nacionalismo y a la patriotería, sino el de habituar a los
lectores a la idea de que los fenómenos sociales son efecto de
condiciones raciales determinadas de una vez por todas. De
este modo la sociedad se sentiría libre de toda responsabilidad
ante un determinismo biológico fatal, imposible de modificar
en el plano social. En virtud de los factores hereditarios que
cada uno aportaría consigo al nacer, se hallaría predestinado
a volverse un gran hombre, un capitalista, un técnico, un
proletario o un desocupado, sin que nadie pudiera intervenir
eficazmente para evitarlo.
No cabe duda, por tanto, que la discriminación «racial» es
sólo una parte del problema más general de la discriminación
social.
La idea de «raza» hállase tan cargada de elementos emotivos
dinámicos que la discusión objetiva de su significado frente
a los problemas sociales resulta sumamente difícil. No existe
ninguna base científica para establecer una clasificación gene­
ral de las razas según su grado de superioridad o inferioridad,
pero los prejuicios y mitos raciales permiten encontrar una
víctima propiciatoria, cada vez que la seguridad individual
y la cohesión del grupo se encuentran amenazadas.
Las personas que ofrecen aspecto exterior diferente son fáciles
de identificar para la agresión. Y la noción de «culpa»,
psicológicamente hablando, queda desvanecida o atenuada al
disponer de una teoría «científica» más o menos plausible
que permita demostrar que dicho grupo es «inferior» o «per­
judicial». Generalmente se lleva a cabo la «agresión» contra
grupos minoritarios o contra mayorías impotentes y sojuz­
gadas.
Esta breve síntesis sobre el origen, la evolución y la pre­
tendida justificación de los prejuicios y mitos raciales va a
servirnos de introducción al análisis un poco más detallado
de algunos de los mitos más generalizados sobre los que se
apoya la teoría racista; y esperamos probar lo falso y erróneo
de las argumentaciones pseudobiológicas con que esta teoría
trata de enmascarar sus inconfesables e injustas finalidades.
II. EL MITO DE LA SANGRE Y DE LA INFERIORIDAD DE
LOS MESTIZOS

El mestizaje en el hombre ha sido y es tema de múltiples


controversias y está condicionado por la opinión que se tenga
de las razas y sus diferencias. Los adversarios de la hibridación
humana parten del supuesto de la desigualdad racial, en tanto
que sus defensores consideran que las diferencias entre los
grupos humanos no implican perjuicio ninguno para su
mezcla. De ahí que para el estudio de los problemas que el
mestizaje humano plantea es necesario ante todo concretar
lo que se entiende por raza, y fijar un criterio para determinar
si existen o no razas puras.
El concepto de raza supone la existencia de grupos que
presentan ciertos caracteres somáticos similares que se trans­
miten según las leyes de la herencia, aunque dejando margen
a la variación individual.
Los pueblos europeos se hallan tan mezclados que cualquier
intento de clasificación a base de dos caracteres (color de
ojos y pelo) excluiría los dos tercios de la población en cual­
quier región escogida para estudios. Si se añade un tercer
carácter (forma craneal), sólo una muy reducida fracción
de la población presentaría a la vez los tres caracteres indi­
cados; y si se incluye además la estatura y el índice nasal, la
proporción de tipos «puros» se vuelve infinitesimal.
No existen pues razas humanas puras. A lo sumo, se podría
hablar de raza pura aludiendo a determinado carácter somático,
pero nunca a todos o a la mayoría de los caracteres hereditarios.
Se cree, sin embargo, como norma muy generalizada, que
hubo en la antigüedad un momento en que los tipos raciales
eran puros, que el mestizaje es más o menos reciente, y que
nos lleva al peligro de degeneración y aniquilamiento de la
humanidad. Tal creencia carece de todo apoyo científico.
La mezcla de razas se ha realizado desde los comienzos de la
vida del hombre sobre la tierra, incluso en la más remota
prehistoria; aunque, evidentemente, las mejores comunica­
ciones y el aumento de la población han facilitado más el
mestizaje en los últimos siglos.
Las migraciones son tan antiguas como el género humano,
y suponen implícitamente hibridación de grupos, mestizaje.
Es posible que en la época paleolítica superior el hombre del
tipo Cro-Magnon se cruzó con el Homo Neanderthalensis,
como parecen indicarlo los descubrimientos de restos que
presentan caracteres intermedios. Además, la existencia de
negroides y mongoloides en la Europa prehistórica es otra
prueba de que el mestizaje no es cosa reciente, y que las más
viejas poblaciones europeas son simple producto de una hibri­
dación milenaria. Y, sin embargo, no hay en ellas los defectos
de proporciones ni la degeneración que muchos autores
atribuyen al mestizaje humano.
La historia nos enseña que todas las regiones donde ha flore­
cido una alta cultura han sido el escenario de la conquista de
un pueblo indígena por otros grupos nómadas. Esas conquistas
fueron seguidas por la disgregación de castas y la creación de
una nueva amalgama considerada como una nación racialmente
homogénea, aunque en realidad se tratara de un nuevo pueblo
constituido por razas diferentes.
Quienes, como Jon A. Mjoen, consideran el mestizaje peli­
groso para el futuro de la humanidad, afirman que éste es
fuente de debilitamiento, que produce la disminución de la
inmunidad contra ciertas enfermedades, que las prostitutas y
los vagos son más frecuentes entre los tipos mestizos que entre
los puros, que se observan en aquéllos la presencia creciente
de la tuberculosis y otras enfermedades, así como una disminu­
ción del equilibrio mental y del vigor, y, finalmente, que el
mestizaje hace aumentar la criminalidad (Harmonio and Dis-
harmonic Race Crossing y Harmonio and Unharmonic Cros-
sings, 1922). Estos datos no son válidos porque el autor no
especifica los tipos de individuos estudiados ni las cualidades
generales de las razas híbridas y deja sin probar, además, que
las familias a que se refiere y cuyo cruzamiento produjo los
mestizos estudiados eran, física e intelectualmente, sanas,
exentas de todo signo de degeneración o debilitamiento. Olvida
también Mjoen, de manera absoluta, la influencia del medio
social sobre la conducta de los mestizos.
También S. K. Humphrey, M. Grant, L. Stoddard y otros
muchos sostienen la tesis de que, como consecuencia de la
hibridación con elementos extranjeros, la población norte­
americana perdería el carácter armónico y estable que posee
en la actualidad; y algunos han llegado a afirmar que tal
desarmonía originaría toda suerte de males sociales e inmorali­
dades.
Un razonamiento que anula el valor de conclusiones como
las que comentamos es el que presenta M. Lundborg (Hybrid
Types of the Human Race, 1921) al probar que el mestizaje es
numéricamente más frecúente entre las clases sociales inferiores
que entre las media y superior; por tanto, los efectos observados
por Mjoen y Davenport se deben no ya a la supuesta correlación
entre hibridismo y degeneración o debilidad, sino a la mezcla
de individuos pertenecientes a los sectores más depauperados
en los diferentes grupos humanos. Y esto ocurriría tanto con la
endogamia como con la exogamia; es decir, que el mestizaje no
juega aquí ningún papel. En realidad, las familias humanas en
las que se ha practicado la endogamia de manera constante
se caracterizan frecuentemente por un grado de degeneración
igual y aún mayor al que se ha atribuido a los mestizos.
Endogamia y exogamia se utilizan, según los casos, en el
mejoramiento de las razas animales; si una de éstas es buena
en cuanto a los caracteres que interesen al ganadero, puede
continuar reproduciéndose durante numerosas generaciones, sin
cruzamiento y sin dar signos de degeneración. La endogamia sir­
ve, además, para descubrir las potencialidades hereditarias de un
grupo, ya que entonces se manifiestan externamente las carac­
terísticas hereditarias recesivas que permanecieron ocultas en
tanto sólo las poseía uno de los progenitores. Si el carácter de
que se trata es perjudicial, resulta lógico y necesario proceder a
cruzamientos de tipo exogámico (mestizaje) que harán intervenir
un factor hereditario dominante, capaz de anular el carácter
recesivo perjudicial.
El cruzamiento o mestizaje tiene, por tanto, como inmediata
consecuencia, impedir la manifestación externa de los defectos
de tipo recesivo, peculiares de una u otra de las razas que se
hibridan; es decir, que la endogamia hace visibles o tangibles
las anomalías y defectos de tipo recesivo que la exogamia tiende
por el contrario a anular o, por lo menos, a contrarrestar.
Los mismos razonamientos pueden utilizarse en cuanto a las
cualidades, características y aptitudes útiles de tipo hereditario.
Por eso no puede generalizarse diciendo que la endogamia o la
exogamia son buenas o malas en cuanto a sus efectos sobre la
descendencia, ya que todo depende, en cada caso, de las carac­
terísticas genéticas de los individuos que vayan a cruzarse.
Los partidarios del mestizaje sostienen, por su parte, que la
endogamia o matrimonio entre miembros del mismo grupo
tiende a deteriorar la raza, que las razas híbridas son más
vigorosas porque la infusión de ((nueva sangre» aumenta la
vitalidad del grupo, etc. Esta peligrosa generalización puede
rebatirse igualmente con los argumentos antes transcritos.
Ni los partidarios ni los adversarios del mestizaje han deli­
mitado algunas cuestiones que creemos deberían abordarse:
a) efectos producidos por el cruzamiento no sólo entre grupos
claramente superiores a la media, sino también de modo espe­
cial entre grupos francamente inferiores a la misma; b) forma
que adoptan los obstáculos de orden ambiental contra los .cuales
tienen generalmente que luchar los mestizos.
Si la ley o la costumbre de un país relegan los tipos mestizos
al rango de grupo postergado (en el plano social, económico y
político), es muy probable que sus contribuciones culturales
estén por debajo de sus capacidades innatas. En un régimen
rígido de castas donde le fuera absolutamente imposible a un
mestizo elevarse sobre el rango social inferior de uno de sus
progenitores, es claro que no debería juzgarse la hibridación
racial según el nivel alcanzado por los mestizos. En cambio,
en un régimen en el que el mérito individual sirva, sin corta­
pisas, de base a la categoría social, los éxitos de los mestizos
serían una indicación muy clara de sus cualidades intrínsecas.
Es difícil establecer una distinción entre los efectos del mesti­
zaje racial en sí, y los del cruzamiento de grupos inferiores de
población, con independencia de su raza. Los casos de hibri­
dación entre grupos superiores de la escala social han dado
origen a una gran proporción de hombres de calidad superior;
pero esos resultados no deben atribuirse de manera exclusiva
a la hibridación. En el estado actual de nuestros conocimientos
no hay nada que pruebe que el mestizaje provoca la degenera­
ción de la descendencia; pero tampoco que dé origen a grupos
superiores.
La idea de dividir a la humanidad en compartimientos ra­
ciales totalmente separados es arbitraria. Se basa en premisas
erróneas, en especial en la teoría «sanguínea» de la herencia,
que es tan falsa como la vieja teoría racista. La (¡comunidad de
sangre» es una expresión sin sentido, ya que los genes o factores
hereditarios no tienen la menor relación con la sangre, son
independientes entre sí, no se mezclan, y aun se segregan. La
herencia no es flúido transmitido «por la sangre», y tampoco es
cierto que las «sangres» de los progenitores se mezclan y fusio­
nan en su descendencia.
Aún en la actualidad persiste ese mito de la «sangre» como
criterio decisivo en cuanto al valor del mestizaje, y se sigue
hablando de la ¡(sangre)) como del vehículo de la herencia. Así
se dice: «de mi propia sangre», «la voz de la sangre», «sangre
mezclada», «nueva sangre», «media sangre», etc. Los términos
«sangre azul» y «sangre plebeya» han adquirido carta de natu­
raleza en el lenguaje corriente para designar los supuestos des­
cendientes de familias aristocráticas y «del pueblo», usándose
esta última palabra en tono despectivo. Y se utiliza también el
concepto «sangre» en el sentido de nacionalidad: «sangfe ger­
mana», «sangre española», «sangre judía», etc. En fin, seme­
jante criterio llega a su expresión errónea en los Estados Unidos
de América, donde se ha llegado a clasificar como «negros» o
como «indios» a individuos que tienen un dieciseisavo de
«sangre india» o «sangre negra», es decir aquéllos de quienes
fué negro o indio uno de sus dieciséis antepasados directos o
tatarabuelos.
Las personas que siguen pensando así se encuentran imposi­
bilitadas de comprender la naturaleza especial de los fenómenos
hereditarios, y también de los fenómenos sociales en que la
herencia toma parte. ¿ Cómo explicar por «herencia de sangre»
que los’hijos de los mismos padres heredan caracteres distintos,
siendo de la misma sangre? ¿Cómo explicar en ciertos sujetos
la presencia de caracteres que poseían sus abuelos y que no
poseen ya sus padres?
Y es que muchos ignoran el hecho no sólo de que la sangre
es totalmente ajena al proceso genético, sino que inclusive se ha
demostrado que la madre no proporciona sangre al feto, sino
que es éste quien desde un principio elabora la suya propia
(F. M. Ashley Montagu, The Myth of Blood, 1943). Esto explica
además por qué el hijo puede tener distinto grupo sanguíneo
que la madre.
En fin, la posibilidad de transfusión sanguínea con pleno
éxito entre individuos de distintas «razas», siempre que sus
tipos serológicos lo permitan, es nueva y evidente prueba de que
el «mito de la sangre» no tiene la menor base biológica.
Todas las grandes razas son, incontestablemente, de origen
híbrido. En el curso de los milenios que han transcurrido desde
que el tronco humano común se subdividió, los cruzamientos
se han sucedido sin cesar.
Dixon señala el hecho de que los alpinos braquicéfalos, des­
preciados por M. Grant y otros, constituyeron un elemento
importante en la creación de la cultura babilónica; que la inmi­
gración de los dorios alpinos a Grecia precedió al auge cultural
de la edad helénica; que Roma no alcanzó su esplendor sino
después de la conquista, por los alpinos, de la población medite-
rráneo-caspiana del Latium; que la cultura china siguió a la ab­
sorción de los elementos caspianos por los tipos alpinos y que el
maravilloso desenvolvimiento de la civilización europea moderna
se ha operado en la zona donde la mezcla de alpinos, medite­
rráneos y caspianos ha sido más completa que en ninguna otra
región del mundo. Otras grandes civilizaciones, como las de
Egipto, Mesopotamia e India, surgieron también en lugares
donde convergieron pueblos diferentes.
Un racista como Gobineau, para quien el mestizaje tiene
caracteres fatales, llega al absurdo de decir que de las diez civi­
lizaciones más brillantes, seis se deben a los «arios», rama
«superior» de la raza blanca (hindú, egipcia, asiría, griega,
romana y germana); y las otras cuatro altas culturas (china,
mexicana, peruana y maya) son producto de la raza blanca
((mezclada» ya con razas inferiores. Concluye afirmando que
tales cruzamientos producen signos de degeneración como las
ideas igualitarias, los movimientos democráticos, etc., y que
el mestizaje crea seres mediocres a los que compara a rebaños
((abrumados gor una fatal somnolencia» y que viven entorpe­
cidos en su nulidad «como los búfalos rumiando en los charcos
estancados de los pantanos Pon tinos». No creemos necesario
refutar de nuevo tan absurdas afirmaciones, que no se asientan
sino en criterios racistas de tipo político-filosófico y en argu­
mentos pseudocientíficos de carácter biológico que ya se han
discutido y rechazado oportunamente.
He aquí algunos ejemplos de mestizaje referentes a las que
llamamos naciones civilizadas: Inglaterra, desde los tiempos
más primitivos, fué ocupada por grupos humanos de tipo Cro-
Magnon, nórdicos, mediterráneos, alpinos, y, más tarde, la
invadieron los sajones, noruegos, daneses y normandos.
¿Puede hablarse hoy de una raza inglesa pura? Inglaterra es,
por el contrario , un magnífico ejemplo de mosaico racial.
Francia ha sido ocupada desde el paleolítico por pueblos dis­
tintos: Neanderthal, Cro*Magnon, Chancelado, Grimaldi. En el
neolítico, varias ramas de la raza mediterránea y primitivos
alpinos vinieron del este; y en el siglo vn a. de J.C., los inva­
sores celtas dominaron a los primeros colonizadores. Hacia el
siglo i de nuestra era, sufrió el comienzo de la invasión bár­
bara, contenida momentáneamente por la dominación romana;
y dos siglos más tarde los vándalos conquistaron la Galia y los
visigodos establecieron un reino, en el sur de Francia, que sub­
sistió hasta el siglo vn. Estas breves indicaciones dan una idea del
grado de heterogeneidad de la raza francesa y hacen resaltar la
importancia y valor de la hibridación. La Francia septentrional
es quizá más teutona que el sudoeste de Alemania, mientras que
ésta es, en numerosas regiones orientales, más eslava que
Rusia.
Hechos similares se repiten en los demás continentes. Si nos
parece que en la América postcolombina la mezcla de razas ha
llegado al extremo, se debe sencillamente a que el fenómeno del
mestizaje se desarrolla ante nuestra vista, sin necesidad de
recurrir a la historia. Y es necesario recordar además que la
población americana precolombina fué también desde un prin­
cipio de carácter heterogéneo.
Todas las regiones poseedoras de una alta cultura han sido
zonas donde ha tenido lugar la conquista de unos pueblos por
otros. La pretendida idea de que los mestizos degeneran se
contradice con el hecho real de que los híbridos pueblan todo el
mundo y cada día en mayor número.
Los grupos humanos aislados no han intervenido —o lo han
hecho en mínima proporción— en el progreso cultural de la
humanidad; por el contrario, las circunstancias que permiten a
un grupo desempeñar papel importante en la civilización se
ven favorecidas por el cruzamiento con otras razas.
¿Acaso no fué la influencia de los inmigrantes caspio-medi-
terráneos en el norte de Italia uno de los factores del gran auge
del Renacimiento en dicha zona? ¿Es sólo coincidencia que la
cultura europea, después del período bárbaro, diera comienzo
en el momento en que se había realizado la fusión de nuevos
pueblos? ¿No son los Estados Unidos de América, donde el cruce
de razas ha llegado al máximo, uno de los focos de la civilización
contemporánea?
Diremos para resumir:
1. El mestizaje ha existido desde los albores de la humanidad.
2. El mestizaje fomenta una ampliación en el campo de varia­
bilidad somática y psíquica, y permite la aparición de
nuevas y numerosas combinaciones de factores genéticos que
hacen más flexibles las cualidades hereditarias entre la nueva
población.
3. Desde el punto de vista biológico, el mestizaje no es bueno
ni malo y depende en todo caso de las características indi­
viduales de quienes sean sujetos de hibridación. Como en
general el mestizaje se realiza más frecuentemente entre
individuos de capas sociales inferiores, con una situación
socioeconómica deficiente, es a ésta y no al mestizaje pro­
piamente dicho a la que hay que atribuir las causas de ciertas
anomalías que han podido observarse.
4. Son excepciones los casos de grupos de ((raza pura» o grupos
humanos aislados que hayan desarrollado, por su propia
iniciativa, una alta cultura.
5. Por el contrario, las regiones de gran civilización están habi­
tadas por grupos humanos claramente mestizados.
III. EL PREJUICIO DEL COLOR: EL MITO NEGRO

Ninguno de los rasgos físicos utilizados para clasificar las razas


humanas parece tener el menor valor funcional para el indi­
viduo que los posee. Nuestra civilización atribuye particularísima
importancia al color de la piel. Una pigmentación más o menos
oscura constituye para numerosos grupos humanos un signo
distintivo que los condena al desprecio, al ostracismo y a una
condición social miserable. El agudo sentimiento de las dife­
rencias de color provoca, en ciertas personas, fobias casi pato­
lógicas, que no son innatas, pero que reflejan, en forma
extrema, los prejuicios de su medio ambiente. Decir que un
hombre es inferior por ser negro es tan absurdo como pretender,
que üñ caballo blanco es más rápido que un caballo negro. Por
infundado que sea el prejuicio del color no deja, sin embargo,
de corresponder, en muchos países, a un conjunto de senti­
mientos y de actitudes.
La explotación por los blancos de la agricultura y minería en
las tierras descubiertas a partir del siglo xiv los condujo a prac­
ticar la esclavitud, especialmente de negros e indios america­
nos. Ese hecho contribuyó a aumentar el orgullo del blanco y
su complejo de superioridad ante los hombres de color, senti­
mientos reforzados aún más por la idea de que él era cristiano,
mientras que los negros y los indios de América eran paganos.
Mas, en realidad, las causas de su agresión eran básicamente
económicas: los blancos se apoderaron de las tierras más ricas
ocupadas por los grupos de color y redujeron a éstos a la escla­
vitud para asegurarse una mano de obra fácil que multiplicara
el valor de sus recientes adquisiciones.
Y si bien es cierto, repetimos, que hubo un fray Bartolomé
de Las Casas, defensor acérrimo de la abolición de la esclavitud
no sólo entre los indios, sino también entre los negros, «porque
la misma razón es dellos que de los indios», más numerosos
fueron quienes en el deseo de mantener la situación quisieron
justificarla proclamando que el negro era «inferior» al blanco.
Así, el Rev. Thomas Thompson publicó en 1772 su opúsculo
Cómo el comercio de esclavos negros en la costa de África se
atiene a los principios de humanidad y a las leyes de la religión
revelada; en 1852 el Rev. Josiah Priest editó A Bible Defence of
Slavery; y C. Carrol, en su obra The Negro as a Beast or in the
Image of God (1900), consagra a las «pruebas bíblicas y cien­
tíficas de que el negro no pertenece a la familia humana» un
capítulo donde afirma que «todas las investigaciones científicas
muestran la evidencia de su constitución propiamente
simiesca».
En el último tercio del siglo xix los blancos se adjudicaron
definitivamente la explotación y dominio de los imperios colo­
niales, de modo oficial, en la conferencia que tuvo lugar en
Berlín, en 1885, para la repartición del continente africano
entre las distintas potencias europeas. Entonces quedó eviden­
ciada la total indiferencia de éstas ante el problema jurídico y
moral que representaba el hecho de que ninguna de ellas tenía
el menor derecho a disponer de las regiones de África y menos
todavía de la vida, bienes y trabajo de sus habitantes.
Pese a la igualdad de derechos humanos proclamados en la
Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América
y en la enmienda 15 de su Constitución, que especifica «que no
podrán ser negados ni limitados los derechos de la persona, en
ninguno de los Estados de la Unión, basándose en un motivo
de raza, de color o de anterior condición de servidumbre»; pese
también a que iguales principios se establecen en las cartas
constitucionales de la mayoría de los países y han sido recono­
cidos solemnemente en el artículo 2 de la Declaración Universal
de los Derechos del Hombre, suscrita por las Naciones Unidas
el 10 de diciembre de 1948, la realidad muestra que la dis­
criminación social, económica y política en contra de los negros
y en general de los hombres de color existe muy difundida en
el mundo, basada principalmente en falsos conceptos raciales.
Uno de los mayores absurdos del prejuicio del color en los
Estados Unidos de América es el de que cualquiera que admite
tener un antepasado africano es considerado «negro», sin tener
en cuenta su aspecto externo. El «negro» es pues en este caso no
un ente biológico sino un simple miembro de un grupo cultu­
ral, económico y social. Algunos de estos «negros» no se dis­
tinguen de los blancos, y simulan pertenecer a este último grupo
para evitar la discriminación antinegra. La falta de lógica en
esta actitud se evidencia aún más si pensamos que del mismo
modo que a una persona con mínima proporción de «sangre
negra» se le aplica el calificativo de «negro», igualmente razo­
nable y justo sería llamar «blanco» a cualquiera que tuviera una
mínima proporción de «sangre blanca».
Se ha estimado que los pueblos de color representan, aproxi-
Diadamente, las tres quintas partes de la población total del
mundo. No se prodría considerar esta gran porción del género
humano como cantitad despreciable ni relegada a un plano
secundario y subordinado. El respeto mutuo se impone. Hay
que aprender a convivir sin odio, temor, ni desprecio, sin
exagerar las diferencias a expensas de las semejanzas, esforzán­
donos en comprender su alcance y valor verdaderos. De no
hacerlo así, posiblemente se cumpla lo que Dubois auguraba
en 1920 al decir que la guerra de 1914-1918 «no fué nada en
comparación con la lucha por la libertad que negros, morenos
y amarillos deberán emprender hasta terminar con las hum i­
llaciones y desprecios que les inflige el mundo blanco... La
sumisión del mundo negro a su estado actual no durará más
que lo estrictamente necesario.» Marcus Gravey, otro dirigente
negro, afirma que «la más sangrienta de las guerras se desen­
cadenará cuando Europa luche contra Asia y llegue el momento
en que los negros luchen también por la redención de África».
Lo que más humilla al negro son las restricciones sociales y
los insultos personales: la exclusión de viajeros negros en ciertos
trenes y autobuses, el acondicionamiento de vehículos de tipo
exclusivo, salas de espera ad hoc, escuelas especiales, restau­
rantes y hoteles prohibidos, etc., todas las cosas que resultan
denigrantes y. ridiculas. En África del Sur, donde tan intenso es
el prejuicio de color, se dió el caso en 1944 de varios funciona­
rios que perdieron su puesto por negarse a cumplir las ins­
trucciones del gobierno para que en los documentos oficiales
dirigidos a las personas de color usaran las mismas formas de
cortesía que con los blancos.
Parece que quienes con más insistencia recuerdan y hacen
prevalecer el criterio de discriminación hacia los negros son los
blancos de condición modesta. Son ellos los primeros en temer
la competencia negra en el terreno económico, y no disponiendo
de otro argumento para justificar su orgullo ante ellos, recurren
al color de la piel, dando así una desmesurada importancia a la
pigmentación.
El prejuicio del color no sólo ha servido para establecer
en nuestra sociedad un régimen de casta, sino que ha sido
utilizado asimismo como un arma por los sindicatos obreros
para luchar contra la concurrencia de un proletariado
negro o amarillo. Esas «barreras de color» levantadas por
las federaciones o los sindicatos americanos o sudafricanos,
que se inspiran en ideales socialistas y se presentan
como defensores de la clase obrera, proyectan cruda luz
sobre las rivalidades económicas que se disimulan bajo los
antagonismos raciales y bajo los mitos elaborados para
justificarlos.
En tratados de apariencia científica se ha llegado hasta
pretender que las capacidades intelectuales de los mulatos son
directamente proporcionales a la cantidad de «sangre blanca»
que circulase por sus venas. El éxito o el fracaso estarían en
relación con ese porcentaje. A quienes señalan los obstáculos
de toda clase que se alzan contra los mulatos, los racistas
contestan que aquéllos habrían logrado triunfar, pese a la
hostilidad del medio ambiente, de haber estado suficiente­
mente dotados. Una de las opiniones más falsas, aunque de las
más extendidas, es la de que el negro abandonado a sí mismo
es un perfecto salvaje y que no ha progresado sino allí donde
los blancos le han impuesto sus ideas y modificado su sangre.
Pretender vincular al color de la piel ciertas características
psicológicas y sociales no sólo es totalmente absurdo, sino
que es una idea falsa que varía según las circunstancias del
momento. Examinemos, por ejemplo, los cambios respecto a
los japoneses: En 1935, los norteamericanos, en su mayoría,
los llamaban «progresivos», «inteligentes» e «industriosos»;
en 1942 estos adjetivos eran reemplazados por los de «astutos»
y «traicioneros». Cuando en California hacían falta trabaja­
dores chinos se les consideraba «frugales», «sobrios» y «res­
petuosos de las leyes»; pero en el momento en que la compe­
tencia se hizo dura y hubo que excluirlos se les calificaba de
«sucios», «repugnantes», «inasimilables» y aún «peligrosos».
La misma falta de criterio objetivo se observa con relación a
la India: mientras los soldados norteamericanos decían que
los nativos eran «sucios» e «incivilizados», las clases intelec­
tuales hindúes calificaban a los norteamericanos de «rústi­
cos», «materialistas», «poco intelectuales» y también «incivi­
lizados».
En cuanto a los caracteres somatopsíquicos del negro,
supuestamente inferiores a los del blanco, hay quienes admiten
con Hankins que el volumen cerebral del negro es más
pequeño y de este hecho deducen que sus capacidades men­
tales son menores. Igualmente, R. L. Gordon (1933) refirién­
dose a los negros de Kenia les atribuye una deficiencia cere­
bral congénita, también como resultado de su menor volumen
craneal y diferencias de forma.
El olor peculiar del negro y su acentuado prognatismo han
sido en muchas ocasiones considerados como caracteres
demostrativos de su inferioridad biológica.
Mas, es sobre todo en el campo psicológico donde con
mayor insistencia se ha querido probar la superioridad del
blanco frente al negro. Desde luego es cierto que bajo ningún
aspecto (físico, intelectual o emotivo) son iguales el negro y
el blanco; sin que por esto pueda afirmarse que tales, dife­
rencias implican superioridad de éste sobre aquél.
Las investigaciones de Leakey en África y de Steggerda entre
los negros de Jamaica han demostrado que la capacidad cra­
neal no es inferior en ellos, e incluso que, a veces, es superior
a la del blanco. Los trabajos de J. Huxley y A. Keith coinciden
también en este punto, que confirman los estudios de
J. H. F. Kohlbrugge (1935) sobre constitución cerebral,
apoyados en otros similares, realizados por eminentes antro­
pólogos y médicos como Retzius, Weinberg, Sergi y Kappers,
que llegan a estas importantes conclusiones:
1. El peso del lóbulo frontal, considerado como sede de la
inteligencia, representa un 44% del peso total del cerebro,
tanto en varones como en hembras, en blancos como en
negros.
2. No existen diferencias raciales en cuanto al peso del cere­
bro; son en cambio evidentes las variaciones individuales
dentro de cada grupo o «raza» humana.
3. El cerebro de los hombres de inteligencia excepcional no
es superior en peso ni en volumen al de los otros
hombres.
4. La comparación de cisuras y circunvoluciones cerebrales
tampoco permite establecer diferencias constantes para
cada raza: todas las variaciones se encuentran en todas
las <(razas». Si se pusieran juntos diversos cerebros, no se
distinguirían los procedentes de australianos de los de
europeos, del mismo modo que no pueden distinguirse los
de personas de gran inteligencia de los de hombres de
tipo medio.
Los resultados de los estudios de Sergi sobre los negros y de
Kappers sobre los chinos destruyen las gratuitas afirmaciones
de que los grupos de color poseen un cerebro de menor volu­
men y de menor complicación estructural que el de los
blancos.
Es cierto que el prognatismo, frecuente en los negros, es
un signo físico de evolución menos avanzada; pero en cambio
la carencia de vello corporal, el espesor de los labios, la
contextura del cabello, etc. implican una etapa evolutiva supe-
perior en el negro que en el blanco. Puede decirse con Ruth
Bennedict y H. Y. Vallois que «ninguna raza tiene el mono­
polio de haber llegado a la etapa terminal de la evolución
humana; ningún argumento permite afirmar que ciertos
rasgos seleccionados hablen en favor de la raza blanca».
«Bueno» o «malo», «superior» o ((inferior», son expresiones
subjetivas, y por lo tanto carentes de un sentido invariable y
universal. En cada caso debería especificarse, por ejemplo: «la
mayoría de negros es superior a la mayoría de blancos por su
resistencia al paludismo», o «la mayor parte de blancos es
superior a la mayor parte de negros en su resistencia a la
tuberculosis», etc. y así se vería que las ((superioridades» e
«inferioridades» se combinan en cada grupo humano.
Al comparar los pueblos blancos y negros, en la actualidad,
cualquiera estaría tentado a admitir la «inferioridad» de éstos,
por el hecho de que su desarrollo económico, político y cul­
tural es muy inferior al de aquéllos. Sin embargo, no se trata
de una «inferioridad racial innata», sino accidental y debida
a las condiciones de explotación en que actualmente viven
casi todos los negros por razón de la colonización y por una
esclavitud de hecho, si no de derecho.
Muy frecuentemente, el negro se halla todavía en una semi-
esclavitud económica, apresado en una red de restricciones
unas veces legales y otras extralegales. La pobreza, el desprecio
y la enfermedad han hecho de él lo que es hoy.
La supuesta pereza del negro (y ello se puede generalizar
al indio americano) es probable que sea más bien debida a la
carencia de estímulos. Como Burus lo ha notado justamente,
la enorme producción de las colonias del Oeste africano,
donde el negro es todavía propietario de algunas tierras, de­
muestra que no son perezosos por naturaleza. Si un trabajo
les interesa y lo comprenden, los negros derrochan energía sin
escatimarla, pero quieren escoger por sí mismos sus horas de
trabajo, sin sentirse prisioneros de un empleo con tiempo
intransgresible. De igual modo, el indio de América que logra
cultivar su propia tierra y aprovechar íntegramente el fruto
de su esfuerzo, indudablemente trabaja con una energía,
entusiasmo y eficacia que no manifiesta cuando sabe que es
el «amo» quien recogerá los beneficios de su actividad. Según
Booker T. Washington, el mayor daño que se hizo al negro
con la esclavitud fué privarle del sentido de autonomía per­
sonal, método y espíritu de iniciativa.
Nada impide que blancos y negros puedan ser buenos con­
ciudadanos de un país y del mundo y que se profesen recí­
proca consideración y respeto, sin que ninguno de ambos
grupos tenga que sacrificar nada de su personalidad, del
mismo modo que católicos y protestantes, en muchos países,
pueden mantener las mejores relaciones de convivencia sin
abdicar su confesión religiosa.
Lo que hiere a los negros, muy justamente, es que por razón
de su color, se les excluya sistemáticamente de ciertos medios
sociales en los cuales se admite sin embargo a blancos de
cultura y educación muy discutibles. Es la actitud general de
los blancos hacia ellos, su falta de consideración, su desprecio
intencional o no, lo que hace que cada día los negros «deseen
con más ahinco liberarse de ese perpetuo ostracismo y de esa
degradación que los marca como si pertenecieran a otra
especie, como si fueran subhumanos» (Mathews, citado por
Burns).
Hay negros que con su complejo de inferioridad, muy com­
prensible, imputan a hostilidad hacia su raza, y a un deseo de
mantenerlos en un plan de postergación, cualquier decisión
penosa o por lo menos desagradable, aunque este acto sea de
tipo individual y ajeno a todo prejuicio de color. El rencor y
el odio acumulados como consecuencia de ofensas pasadas, la
actitud de desconfianza ante los avances de los blancos, el odio
amargo y en ocasiones explícitamente confesado hacia lo que les
es peculiar, todo ello es necesario que los negros puedan domi­
narlo, vencerlo y olvidarlo, si realmente se quiere establecer
entre ambos grupos humanos un espíritu de verdadera com­
prensión.
En ciertos momentos de la historia, a las guerras de religión
ha sucedido la tolerancia religiosa. Igualmente creemos en la
posibilidad de prevenir las guerras raciales si los blancos de
todo el mundo cesan de injuriar a los negros, si dejan de ser
injustos con ellos y adoptan hacia la gente de color una actitud
de civilidad y decencia, de tolerancia y de convivencia amistosa.
Que no escuchemos repetir la observación que un hawaiano
hizo a un misionero: «Cuando llegaron los blancos, vosotros
teníais la Biblia y nosotros poseíamos la tierra; ahora nosotros
tenemos la Biblia y vosotros la tierra.»
Lo que la raza negra como tal y lo que los negros individual­
mente hayan podido aportar hasta hoy a los diversos campos
de la civilización mundial no basta para prejuzgar lo que este
grupo humano sea capaz de realizar en el futuro de acuerdo con
sus aptitudes en un medio adecuado y en circunstancias sociales
y económicas favorables. No hay que olvidar, entre otros
antecedentes, que en el siglo x i i la Universidad negra de Tum-
buctú podía compararse ventajosamente con las universidades
europeas de su tiempo. Igual cosa puede decirse del nivel
general de la civilización en los tres grandes reinos negros de la
época; y posiblemente el trabajo del hierro, uno de los adelantos
más importantes en la técnica actual, sea una creación negra.
En resumen, todas las pruebas biológicas, antropológicas,
evolutivas y genéticas demuestran que la discriminación racial
por el color es un mito, sin la menor seriedad científica, y en
consecuencia que es falsa la supuesta «inferioridad racial de los
hombres de color». Son exclusivamente circunstancias de
ambiente y factores políticos y socioeconómicos desfavorables
los que mantienen a tales grupos humanos en su estado actual.
IV. EL MITO JUDÍO

El grupo humano que forman los judíos ha suscitado un odio


profundo en casi todos los países y en casi todos los tiempos.
El antisemitismo como actitud social y política adoptada por
ciertos Estados y por amplios sectores de población en otros
—actitud más o menos justificada por razones de índole reli­
giosa y económica— es un viejo antagonismo cuyos antece­
dentes son remotos. Como muestra de su intransigencia, es
suficiente recordar la expulsión en masa de los judíos de España
en el siglo xv, el aislamiento de los judíos en la Europa cristiana
durante la edad media, el proceso Dreyfus en Francia, los famo­
sos «pogroms» de judíos en ciertas épocas y regiones de Europa
oriental y central y, finalmente, la propaganda mundial en
torno a los falsos protocolos de los sabios de Sión con los cuales
quería exacerbarse el espíritu antisemita de las masas populares.
Pero, en la actualidad, el antisemitismo ha recurrido al mito
de la raza judía para tratar de justificar y de cubrir sus apetitos
políticos y económicos con argumentos pseudocientíficos. El
tipo considerado como característico del «judío» es en realidad
muy frecuente en los pueblos levantinos y del Próximo Oriente,
que sin embargo no son judíos ni lo han sido nunca por su
religión ni por ningún aspecto de su cultura.
El hecho de que algunos judíos puedan identificarse a simple
vista se debe menos a los rasgos físicos heredados que a las
reacciones y disposiciones sentimentales y de otra índole que
traducen ciertas expresiones del rostro, determinadas actitudes
corporales, amaneramientos distintivos, tonos de la voz y
ciertas tendencias temperamentales y de carácter, cuyo origen
hay que buscarlo en las costumbres judías y en el tratamiento
inflingido a los judíos por los no judíos.
Si los nazis hubieran dispuesto de verdaderos caracteres
físicos para diferenciar a los «judíos», <¡Por qué les hubieran
obligado a ostentar en su ropa la estrella de David a fin de que
los «arios» pudieran identificarlos?
Por su parte, Mussolini, después de declarar en 1932 que «no
hay razas puras y que el antisemitismo no existe en Italia»,
y que «judíos italianos siempre se han conducido bien como
ciudadanos y han peleado valientemente como soldados», inició
en 1936 su campaña antijudía, obligado por la alianza germano-
italiana; su actitud racista fué, sin embargo, diferente de la
alemana en virtud de la más clara heterogeneidad histórica del
pueblo italiano. El manifiesto fascista del 14 de julio de 1938
afirmaba: «Existe una raza italiana pura. La cuestión del racis­
mo en Italia debe ser tratada desde un punto de vista pura­
mente biológico, sin consideraciones de orden filosófico o
religioso. El concepto de la raza en Italia debe ser esencial­
mente italiano y en el sentido ario-nórdico»... «Los judíos no
pertenecen a la raza italiana. De todos los semitas que se han
establecido en el curso de los siglos sobre el sagrado suelo de
nuestra patria, ninguno en general se ha quedado en él. La
misma ocupación árabe de Sicilia no ha dejado huella alguna,
fuera del recuerdo de algunos nombres.»
Sería risible, si no fuera trágica, la actitud del fascismo,
reivindicando para Italia una (¡pureza racial» de tipo «ario-
nórdico». Mas aquí nos proponemos tan sólo demostrar que la
actitud antisemita del fascismo italiano, burda imitación del
nazismo, se basa como éste en falsas afirmaciones biológicas.
¿Cuáles pueden ser esas supuestas características antropoló­
gicas que permitirían identificar a la «raza judía»?
Los judíos constituían una nación hasta la toma de Jeru-
salén por Tito en el año 70 d. de J.C. En los comienzos de la
era cristiana, y tal vez con anterioridad, los judíos de Palestina
emigraron hacia distintos países de los cuales en muchos casos
fueron expulsados más tarde, lo que dió lugar a nuevas migra­
ciones y desplazamientos que se podrían calificar de secun­
darios. Sería interesante conocer las características morfoló­
gicas y raciales de esos antiguos hebreos, probables antepasados
de los judíos actuales; mas, las ignoramos hasta la fecha y
tenemos que orientar forzosamente nuestras investigaciones en
otro sentido.
Muy pronto los semitas se mezclaron con los pueblos vecinos
del Asia Occidental: cananeos, filisteos, árabes, hititas, etc.;
por lo que, aun suponiendo que el hebreo representara en su
origen una raza pura, ya en tiempos antiguos sufrió distintos y
profundos mestizajes.
Existen en Asia grandes colonias judías, sin hablar del nuevo
Estado de Israel, que pueden localizarse en Transcaucasia,
Siria, Mesopotamia, Yemen (Arabia), Samarkanda, Buckara
(Turquestán), Persia y Herat (Afganistán).
El establecimiento de los judíos en el norte de África (Ma­
rruecos y Argelia) se inició en el siglo x a. de J.C., aunque
hubo nuevas inmigraciones con posterioridad. De acuerdo con
su origen, se observan en esa zona tres tipos de judíos: a) los
antiguos, poco numerosos, que presentan con frecuencia el
clásico tipo hebraico de color blanco, cabellos y ojos negros,
nariz convexa, ganchuda y gruesa; b) los judíos en los cuales
predomina el elemento español; e) los judíos de tipo árabe-
bereber, que son los más frecuentes, y se distinguen poco de
la población indígena entre la cual viven. Así, pues, mientras
ciertos grupos judíos de África se asemejan entre sí por sus
caracteres somáticos, otros en cambio se parecen mucho a los
pueblos asiáticos.
En España se estableció una importante colonia judía desde
comienzos de la era cristiana. Expulsados de allí en 1492, los
judíos se dispersaron por el norte de África, Baltanes y Rusia.
Los judíos de origen español tienen la cabeza alargada,
mientras que los judíos rusos tienen la cabeza redonda, dife­
rencia que se explica si se observa que la forma craneal de
ambos grupos se asemeja a la de los pueblos español y ruso
con quienes respectivamente conviven. Análoga observación
general puede hacerse respecto a los judíos de Polonia, Alema­
nia y Austria. En lo que se refiere a los judíos de Inglaterra,
28,3% son dolicocéfalos, 24,3% mesaticéfalos y 47,4% braqui-
céfalos. En cuanto a los judíos del Daghestan (Cáucaso),
5% son dolicocéfalos, 10% mesaticéfalos y 85% braquicéfalos.
Con respecto a la forma craneal se puede decir, en resumen,
que los judíos de Asia son sobre todo braquicéfalos, aunque no
deja de haber algunos grupos dolicocéfalos; que los de África
son dolicocéfalos en mayoría absoluta; y que en Europa se
encuentran dolicocéfalos (especialmente los procedentes de
España), mesaticéfalos y braquicéfalos.
No es posible entrar en detalles numéricos para probar la
variabilidad de todas las demás características somáticas en la
mal llamada «raza judía». Indiquemos solamente que 49% de
los judíos polacos tienen pelo rubio y 51% pelo obscuro; que
32% de los judíos alemanes son rubios y que 30% de los judíos
vieneses poseen ojos claros. En ciertos grupos, el perfil nasal
convexo, aparentemente tan característico del judío, se encuen­
tra únicamente en 44% de los casos, el perfil recto en 40%, el
sinuoso en 9% y el cóncavo en 7%.
Todo esto prueba que el pueblo judío presenta variaciones y
está desprovisto de unidad morfológica.
Como lo hace notar el famoso antropólogo americano F. Boas,
«la asimilación de los judíos, en los pueblos en medio de los
cuales se hallan establecidos, es mucho más profunda de lo que
parece. En la estatura, la forma de la cabeza y otros rasgos,
existe un paralelismo impresionante entre el aspecto físico de
los judíos y el de los otros pueblos en donde éstos viven.» Y,
en confirmación de este hecho, R. N. Salaman escribe: «La
pureza de la raza judía es imaginaria; la más amplía variedad
de tipos étnicos se encuentra entre los judíos en lo que se
refiere sólo a confirmación craneana, desde los braquicefálicos
hasta los hiperdolicocefálicos. Más particularmente, en Alema­
nia y Rusia hay judíos que no tienen la menor característica
semítica.»
El porcentaje de judíos rubios con ojos claros y su irregular
repartición en los distintos centros judíos, la extrema variabi­
lidad del índice cefálico, que iguala —por lo menos— a la que
puede observarse en los pueblos más diversos de Europa, la
existencia de judíos cuyo tipo es negroide, mongoloide o teu­
tónico, la variabilidad de la estatura, etc. son otras tantas
pruebas de la inexistencia de una unidad racial semita pre­
servada desde los tiempos bíblicos. La pretensión que tienen
los judíos de ser de origen puro es así tan vana y mal fundada
como son falsos los argumentos en los cuales se basa el anti­
semitismo para establecer una diferencia radical con la llamada
raza aria (Fishberg).
Los judíos que abandonaron su patria de origen en diversas
épocas, eran mestizos en proporción distinta según la fecha
de su emigración. Al llegar al nuevo país de destino muchos
de ellos se unieron entre sí, con lo cual perpetuaron el mesti­
zaje originario; pero más frecuentemente aún fué el cruza­
miento con los aborígenes. Esto no es mera suposición, pues
los siguientes hechos lo comprueban, a pesar de la creencia
general de que los judíos se mantienen aislados:
1. Desde los primeros siglos de la era cristiana se promulgaron
numerosas leyes prohibiendo a los ortodoxos casarse con
judíos: Código de Teodosio II, en el siglo vi; Concilio de
Orleáns, en 538; leyes promulgadas por las autoridades
eclesiásticas de Toledo en 589, por las de Roma en 743,
por el rey Ladislao II de Hungría en 1092, etc. El hecho
de que tuvieran que adoptarse tales medidas prohibitivas
indica que los matrimonios entre judíos y cristianos eran
frecuentes. Spielmann cita el caso de numerosos casamien­
tos celebrados entre germanos y judíos deportados por los
reyes merovingios a distintas ciudades de la cuenca del
Rin.
2. Desde 1921 a 1925, se calcula que en Alemania 42% de los
matrimonios judíos eran mixtos; y concretamente en Berlín
en 1926 se celebraron 861 matrimonios judíos y 554 mixtos.
Las cifras por sí mismas son elocuentes, pero adquieren
mayor relieve si se piensa en la elevada proporción de cón­
yuges cristianos que pasan a engrosar las filas del judaismo,
aunque racialmente no tienen nada de común con los
semitas.
3. Es evidente que los grupos judíos se hallan muy mezclados,
cualquiera que sea el país de residencia. Si bien en deter­
minadas épocas se les ha tenido aislados, nunca tales medi­
das pudieron cumplirse estrictamente, ni mantenerse •por
mucho tiempo. Esto es verdad hasta tal punto que el análisis
y clasificación general de los judíos, atendiendo a su origen,
señala: a) descendientes de los antepasados emigrados de
Palestina (proporción muy reducida); b) descendientes de
los matrimonios entre judíos (mestizaje de grupos asiáti­
cos), o entre judíos y otros grupos (en cierta manera,
mestizos de mestizos); c) judíos por su religión pero que,
desde el punto de vista antropológico, no tienen la menor
relación con los judíos de Palestina —es decir, individuos
pertenecientes a otros tipos humanos convertidos a la reli­
gión hebraica—. Como ejemplo típico de estos últimos, se
puede citar el caso de Boulán, rey de los khazars, quien en
el año 740 se convirtió al judaismo con gran parte de su
nobleza y pueblo; sus descendientes se encuentran actual­
mente entre los judíos de Polonia y Rusia meridional.
Así pues, el pueblo judío, pese a la opinión corriente, es vario
desde el punto de vista racial; sus constantes migraciones, sus
relaciones —voluntarias o no— con las naciones y pueblos más
diversos, le han sometido a tal mestizaje que en el llamado
pueblo de Israel se encuentran rasgos de todos los demás
pueblos. Basta comparar el judío de Rotterdam de cara colo­
rada, sólido y pesado, con su correligionario de Salónica —por
ejemplo— de ojos relucientes en un rostro enfermizo y cuerpo
endeble y nervioso. En el estado actual de nuestros conoci­
mientos podemos afirmar que los judíos presentan entre sí
una variedad morfológica tan grande como la que pudieran
presentar dos o más razas distintas.
Si desde un punto de vista científico se acepta fácilmente la
demostración de la heterogeneidad del pueblo judío, y la no
existencia de tal raza, ¿cómo se explica el hecho de que a la
primera ojeada sea posible reconocer en la actualidad —y de
manera casi infalible— cierto número de judíos? Se trata pro­
bablemente de los que han conservado algunos de los carac­
teres ancestrales: nariz aquilina, cutis claro, cabello y ojos
negros. Mas, escapan a nuestro examen e identificación in­
contables judíos —acaso en mayor número que los anteriores—
que pasan desapercibidos por haber tomado los caracteres del
pueblo con el cual conviven.
Otra razón fundamental que explica este hecho es que los
individuos que profesan la misma religión poseen una afinidad
hecha de gestos, hábitos, indumentaria, etc. que permiten
diferenciarlos. Y en los judíos, cuyos ritos y costumbres son
muy dogmáticos, esa semejanza externa —producto de afini­
dades etnográficas, lingüísticas y religiosas— es muy acentuada
a pesar de la variedad de tipos morfológicos que componen
dicho pueblo.
De este modo, la pretendida existencia de una raza judía
carece de fundamento, y ninguna actitud antisemita puede
apoyarse sobre este mito biológico.
V. EL MITO DE LA SUPERIORIDAD DE LA «RAZA ARIA»
O «NÓRDICA»

El racismo no se satisfizo con decretar la «superioridad» del


blanco sobre los grupos humanos de color, ni con ejercer la
discriminación contra los judíos, ni con rechazar el mestizaje
afirmando a priori que conduciría a la «degeneración racial»;
sino que creyó además necesario establecer jerarquías bioló­
gicas y psíquicas dentro de la misma raza blanca, tratando de
justificar así nuevas prerrogativas de conquista, dominio y
explotación en beneficio de una casta aún más exclusiva.
Así surge el «arianismo» o «nordismo» como doctrina
básica de superioridad racial. El mito ario ha sido la fuente
común de otros mitos secundarios: teutonismo, anglosajonismo
y celtismo, fomentados paralelamente en Alemania, Ingla­
terra, Estados Unidos de América y Francia.
Veamos antes de todo el origen, difusión y características
esenciales de ese «tipo ario superior», para finalmente demos­
trar su inexistencia.

O r ig e n d e l o s a r io s .

Las similitudes filológicas observadas por W. Jones (1788)


entre sánscrito, griego, latín, alemán y celta motivaron que
Thomas Young (1813) utilizara el término «indoeuropeo»
para designar ese origen común de ciertos idiomas. J. G. Rhode
(1820) localizó en Asia central el lugar de procedencia de los
«indoeuropeos», ya considerados como un pueblo. Más tarde
J. von Kalproth propuso sustituir dicha palabra por «indo-
germano», denominación muy popularizada gracias a los tra­
bajos de Prichard (1831) y F. Bopp (1833). En 1840 F. A. Pott
situó al primitivo pueblo ario en los valles de Oxus y laxarte
y sobre las laderas del Hindu-Kuch. Aunque careciendo de
fundamento, esta localización fué aceptada hasta fines del
siglo XIX.
F. Max Müller (1861) difundió ampliamente la creencia en
el origen asiático de los arios y reiteró la conveniencia de sus­
tituir los términos «indogermano» e «indoeuropeo» por el de
«.ario», basándose en que el pueblo que invadió la India y
hablaba sánscrito se denominaba arya. Para Müller la lengua
ariana original implicaba también una «raza aria», de la que
descendían hindúes, persas, griegos, romanos, eslavos, celtas
y germanos. Más tarde, sin embargo, reaccionó este autor
contra el concepto «racial» del término ario y, como veremos
más adelante, se redujo exclusivamente a su sentido
lingüístico.
J.-J. d ’Omalius d ’Halloy (1848-1864), R. T. Latham (1862),
Bulwer Lytton (1842), Adolphe Pictet (1859-1864) y otros
aún negaron el supuesto origen asiático de los indoeuropeos.
Para Benfey (1868) los arios proceden del norte del mar
Negro, entre el Danubio y el Caspio. Louis Leiger (1870) los
sitúa en el sur del Báltico. J. G. Cunok (1871) los localiza en
la zona comprendida entre el mar del Norte y los Urales.
D. G. Brinton (1890) cree que la cuna de los arios es África
septentrional. Para K. F. Johanson, a principios del siglo xx,
la inmigración de los arios se origina en el Báltico. Peter
Giles (1922) los supone procedentes de las llanuras de Hun­
gría. V. Gordon Childe (1892) fija su origen en Rusia meri­
dional. G. Kossina (1921) cree que vienen del norte de Europa.
También ha habido escritores como R. Hartmann (1876),
G. de Mortillet (1886) y Houzé (1906), que han sostenido que
los arios eran simplemente fruto de la imaginación de ciertos
autores, una pura ((invención de gabinete de trabajo».
Los ejemplos transcritos prueban que las opiniones se hallan
divididas hasta el punto de ser en muchos casos totalmente
contradictorias y opuestas. Esto nos lleva al convencimiento
de que la existencia de ese «pueblo ario» o «raza aria» primi­
tiva es solo un mito, pues en su localización encontramos
únicamente criterios subjetivos sin la menor base real y
científica.

D o c t r in a d e l « a r ia n is m o » y « t eu t o n ís im o ».

El conde Henri de Boulainvilliers (1658-1722) fué el primero


en exponer la teoría de una aristocracia de «sangre germá­
nica»; pero es Arthur de Gobineau quien dió toda su amplitud
a la doctrina del «arianismo» (Essai sur l’inégaUté des races
humaines, 1853) proclamando la superioridad de la «raza
aria» sobre los otros grupos blancos. Sus concepciones
influyeron grandemente en la orientación filosófica y política
de Europa. Gobineau fué desde un principio bien conocido en
Alemania, donde estableció contacto con Richard Wagner,
quien hizo gran propaganda de sus ideas, las que no adqui­
rieron repercusión ni difusión en Francia, sino años más
tarde.
Descendiente de una familia burguesa del siglo xvn, Gobi-
neau trató de establecer su origen nobiliario; su obra es fruto
ante todo de una investigación para demostrar la «superio­
ridad» de su propia casta. De ahí que su racismo no sea
nacionalista, sino clasista, es decir el racismo de un aristó­
crata defensor de su posición frente a un proletariado bastardo.
Su «raza aria» era una casta «superior», pura, minoritaria,
selecta y privilegiada, destinada en todos los países a gobernar
y dirigir los destinos de las masas mestizadas e «inferiores».
Gobineau, que no era ni francófilo ni germanófilo, ha afirmado
simplemente la «pureza y superioridad racial aria de la aris­
tocracia», donde ésta se encontrare.
Las rivalidades de clase y los conflictos de minoría van
desapareciendo en Europa a partir del último tercio del
siglo xix, cuando surge amenazador el conflicto de naciona­
lidades. Y es después de la guerra franco-alemana de 1870
cuando el «arianismo» como doctrina que declara la innata
superioridad de una clase social, se convierte en dogma de
«superioridad de las naciones».
Si es erróneo —como lo veremos luego— sostener la pureza
biológica de una clase social, más absurdo resulta afirmar la
pureza racial de una nación. Y sin embargo, entre los fran­
ceses, los alemanes y los anglosajones se encuentran literatos,
políticos y pseudocientíficos consagrados a demostrar que los
triunfos de la civilización se debían exclusivamente a «su
raza». Los «arianistas» exaltaron el elemento «nórdico» como
origen de las civilizaciones superiores y de los grandes hechos
de la humanidad, en cualquier tiempo y lugar. Para Gobi­
neau, por ejemplo, la civilización china fué posible gracias a
la infiltración de «sangre aria».
Gobineau no describe con gran exactitud las características
o rasgos de los «arios»: unas veces éstos poseen cabeza redonda
y otras alargada; sus ojos son generalmente claros, pero a
veces también oscuros y aún negros (recuérdese que él era
francés y tenía ojos oscuros). Son sus discípulos quienes con­
ceden con exclusividad al tipo «ario» alta estatura, ojos azules,
cabello rubio y cabeza alargada, añadiéndole las siguientes
cualidades psíquicas: vigor viril, nobleza nativa, agresividad
natural, objetividad imperturbable, horror a las palabras
inútiles y a la vana retórica, odio a la masa amorfa, inteli­
gencia precisa, sentimiento de independencia, dureza para
consigo mismo y para con los demás, sentido de responsa­
bilidad, gran previsión, perseverancia voluntaria. Los arios,
para esos autores racistas, pertenecen a una raza de jefes y
son hombres de empresas de largo alcance en forma de planes
sabiamente combinados.
Es sobre todo Houston S. Chamberlain (1899), inglés ger­
manizado, yerno de Richard Wagner, quien apoyó con mayor
entusiasmo la teoría racista del «nórdico rubio dolicocéfalo»,
utilizando la denominación de (craza teutona» y «sangre teu­
tona», y dando así franco matiz nacionalista a la tesis «cla­
sista» de Gobineau. Si el «alemán rubio» tiene una misión
providencial que realizar, y si «los teutones constituyen la
aristocracia de la humanidad», mientras que «los latinos per­
tenecen a una población degenerada», se desprende que la
civilización europea, aun en los países considerados como
esclavos y latinos, es obra de la «raza teutona»: esto lo aplica
a Grecia, Roma, el Papado, el Renacimiento, la Revolución
francesa y el Imperio napoleónico. Y afirma que «allí donde
el elemento germánico no ha penetrado, no hay civilización a
nuestra manera», que «son las razas germánicas las que han
transformado en el siglo v el espíritu occidental», etc.
He aquí algunos ejemplos de esa fantástica teoría.
Los «griegos arios» descollaban en arte, pero carecían de
espíritu de organización en el terreno político, debido al
mestizaje de su raza con la semítica que, a su vez, contenía
cierta proporción de sangre negra. Ya fuera de su órbita esa
imaginación desbordada, nos muestra que Julio César, Ale­
jandro Magno, Leonardo de Yinci, Galileo, Voltaire, Marco
Polo, Roger Bacón, Giotto, Galvani, Lavoisier, Watt, Kant,
Goethe y muchos más fueron «teutones». Aun Napoleón es
considerado como problable descendiente de los vándalos.
Otras grandes figuras de la humanidad nos son presentadas
como resultado de la mezcla de «sangre teutona» con la «raza
morena meridional». En esa categoría se encuentran, por
ejemplo, Dante, Rafael, Miguel Ángel y Shakespeare, los
cuales son ((hombres de genio no debido a su mestizaje, sino a
pesar del mestizaje», y cuyas dotes naturales representan la
«herencia recibida de la raza teutona». Hablando del apóstol
San Pablo y deseando incluirle en el grupo «ario», se llega a
decir que un hombre tan grande no podía ser judío de ((pura
sangre», y entonces, junto a un padre judío se le descubre
una madre griega. Refiriéndose a Jesucristo afirma Wolt-
mann: «No hay la menor prueba de que sus padres fueran de
descendencia judía; los galileos sin duda tenían algo de sangre
aria y además el arianismo de Jesucristo se revela en su
mensaje»; «por otra parte, sea o no galileo, José no era su
padre, porque Jesucristo no tenía padre.» Sin embargo,
cuando el nazismo hitleriano se enfrentó con la Iglesia, nin­
guno de los «racistas» teóricos se atrevió ya a aludir al origen
«ario» de San Pablo y de Jesucristo.
La exaltación racial teutónica llega con Woltmann al
absurdo de afirmar el origen germánico de otras grandes figu­
ras del Renacimiento, apoyándose en imaginarias homologías
filológicas de los apellidos. Así, por ejemplo, Giotto se llamaba
en su origen Jothe; Alighieri, Aigler; Vinci, Wincke; Tasso,
Dasse; Buonarotti, Bohurodt; Velázquez, Velahise; Murillo,
Moerl; Diderot, Tietroh, etc.

L a ANTHOPOSOCIOt.OCÍA Y LA TEORÍA DE LA SELECCIÓN SOCIAL.

Esta tendencia, iniciada en Francia por G. Yacher de Lapouge


(1896) y en Alemania por Qtto Ammon (1898) es una forma
peculiar del «determinismo racial», apoyada en investigaciones
estadísticas de positivo interés, pero cuyos resultados han sido
interpretados por ellos de acuerdo con sus ideas preconce­
bidas sobre «la superioridad del tipo rubio dolicocéfalo».
Después de haber estudiado en Montpellier cráneos de los
siglos xvn y x v i i i , Lapouge creyó poder probar que los
hombres pertenecientes a clases sociales elevadas tenían un
índice cefálico menor que el de los hombres de la clase popu­
lar; es decir, que el cráneo de estos últimos era más redon­
deado o braquicéfalo.
Algunas de sus conclusiones pueden resumirse así:
1. En los países de razas mestizas la riqueza varía en razón
inversa al índice cefálico; o sea que los individuos de índice
más bajo (dolicocéfalos) son los más ricos.
2. En las ciudades habitan los grupos más dolicocéfalos,
mientras que en las zonas rurales dominan los braqui-
céfalos.
3. La vida urbana ejerce una influencia selectiva desfavorable
a los elementos braquicéfalos.
4. Las clases sociales superiores son más dolicocéfalas que
las inferiores; la competencia para obtener las más altas
situaciones sociales tiende a eliminar las cabezas redondas,
las cuales son más frecuentes entre los obreros.
5. Desde los tiempos prehistóricos el índice cefálico aumenta
constantemente en Europa. Lapouge preveía así la extin­
ción del «rubio dolicocéfalo», seguida de un período de
«tinieblas» en el mundo.
Estos puntos son simple consecuencia de la llamada Ley de
Ammon, que afirma la concentración urbana de los dolico-
céfalos y su «superioridad social» sobre los braquicéfalos.
Los trabajos de Livi (1896) en Italia, Olóriz (1844) en
España, Beddol (1905) en Inglaterra y Houzé (1906) en Bél­
gica, demostraron lo erróneo no sólo de la Ley de Ammon>
sino también de las precipitadas deducciones que de la misma
hicieron sus partidarios. Es cierto que en las estadísticas de
Alemania e Italia septentrional los estudiantes (como repre­
sentación de las clases sociales superiores) eran más dolico-
céfalos; pero se observa lo contrario en Italia meridional.
Además los propios «antroposociólogos» estimaban que el tipo
mediterráneo dolicocéfalo era «inferior» al tipo alpino braqui-
céfalo, cuando para ser fieles a su propia tesis debieron
admitir que los negros, que representan el tipo más dolico­
céfalo del mundo, estaban incluidos entre los pueblos «supe­
riores». Por otra parte, Ammon señala entre los individuos
intelectuales cabezas alargadas y piel morena, y para justifi­
carlo dice: «Una ligera mezcla de sangre braquicéfala es ven­
tajosa, porque tiende a atemperar el excesivo ardor de los
arios y les añade el espíritu de perseverancia y de reflexión
que los hace más aptos para los estudios científicos.» Luego
afirma que «se encuentran hombres de tipo germánico autén­
tico por lo que se refiere al color de la piel, ojos y pelo, en
tanto que tienen la cabeza redonda y son, en consecuencia, de
tipo psíquico braquicéfalo». Mas, según el mismo Ammon,
«es la forma cefálica lo que interesa, porque determina la forma
del cerebro y en consecuencia el tipo psíquico». Yacher de
Lapouge llegó a afirmar que «un cráneo braquicéfalo evidencia
en los individuos que lo poseen una incapacidad de elevarse
sobre la barbarie».
En contra de esas afirmaciones, las estadísticas, incluso
las mismas de Lapouge y Ammon, han demostrado que los
individuos intelectuales, tienen frecuentemente cabeza ancha
y redondeada, y que los tipos morenos predominan en las lla­
madas clases superiores. Así incurriendo en otro sofisma,
Lapouge califica al tipo intelectual de «falso braquicéfalo»,
expresión que carece de todo significado antropológico.
En realidad, el estudio somático de los hombres relevantes
entre la intelectualidad de los distintos países, paostraría una
variadísima combinación de rasgos antropológicos corres­
pondientes a diversas de las llamadas r§izas fundamen­
tales.
Como vemos, las teorías y datos aportados por los antropo-
sociólogos son manifiestamente contradictorios y no prueban
nada en cuanto a la pretendida ((superioridad intelectual del
dolicocéfalo». Tampoco ha podido confirmarse que la supuesta
acción selectiva de las grandes urbes sobre los inmigrados se
base en la forma craneal, y menos aún que las «clases supe­
riores» contengan una mayoría de dolicocéfalos.
La antroposociología creía en la superioridad de los rubios
dolicocéfalos y sostuvo esa tesis; mas lo único que consiguió
fué reforzar considerablemente la arrogancia racial de los que
se autonombraban «arios» y aumentar la agresividad del chau-
vínisme teutón y pangermanista, permitiéndoles enmascarar
su intolerancia bajo una pretendida rectitud moral, más peli­
grosa cuanto más falsa.

L a t e s i s « a r ia » d e l n a z ism o y d e l f a s c is m o c o n te m p o r á n e o s .
La orientación nacionalista del «racismo ario» tuvo en H. S.
Chamberlain, Woltmann, Theodor Pesche y Cari Penka sus
partidarios decididos, quienes, con Richard Wagner, contri­
buyeron poderosamente a que arraigara en Alemania la tesis
de la supremacía de la «raza aria» o «teutona». En 1894 la
creencia en la superioridad germánica por la gracia de Dios se
transformó en un verdadero culto religioso, y se creó en Fri-
burgo, bajo la presidencia de L. Schemann, la «Gobineau Yerei-
nigung». Las doctrinas de la «pureza y superioridad de raza»
tuvieron una importancia política mucho más considerable
en este país que en cualquier otro, hasta convertirse en artículos
de fe que —por lo menos en parte— provocaron, con la pri­
mera guerra mundial, una peligrosa situación: mientras los
dirigentes alemanes excitaban frenéticamente a su pueblo para
la defensa de la cultura teutónica y su propagación entre las
otras razas ((menos civilizadas de Europa», éstas a su vez repli­
caban que los «rubios» alemanes no eran europeos sino de
origen asiático, descendientes de los ((hunos», desprovistos de
todos los elementos de la verdadera cultura, sin la menor
noción del concepto de libertad y democracia, y que deberían
ser exterminados hasta el último hombre.
La inexistencia del «tipo ario» o ((nórdico» fué demostrada
por un precedente histórico digno de recordarse: Antes de 1914
Guillermo II quiso formar el mapa racial de Alemania para
hacer resaltar el elemento «ario»; los datos recogidos no
pudieron publicarse por motivo de que la heterogeneidad era
tan grande que en regiones enteras, como el ducado de Badén,
no se encontraba un solo individuo del «tipo nórdico» puro.
La postguerra (1919-1939) no mejoró las relaciones entre
los pueblos, y el «mito racista ario» sirvió de nuevo a los
fines políticos de nazis y fascistas. J. L. Reimer (Ein panger-
manisches Dentschland) tuvo la audacia de proponer el
establecimiento de un sistema de castas basado en las diversas
proporciones de «sangre germana»: a) la casta superior, de
alemanes de «pura sangre», de «teutones ideales», que gozarían
de todos los privilegios políticos y sociales; b) la casta inter­
media, con sangre «más o menos germana», que disfrutaría
sólo de privilegios restringidos; y c) los individuos no alemanes
que serían privados de todo derecho político y deberían ser
esterilizados para la salvación del Estado y el porvenir de la
civilización.
Hans F. K. Gunther (1920-1937), teórico del racismo hitle-
rista, caracterizó psicológicamente al hombre de tipo alpino
como «particularmente indicado para llegar a ser el propie­
tario deslumbrado de una casita rodeada de un jardincillo»;
y a la mujer alpina como «una mujer marchita, que envejece
en el mundo estrecho y ruin». Según él, todos los alpinos
son «criminales mezquinos, tramposos en pequeño, ladrones
y pervertidos sexualmente», mientras que los nórdicos son
«capaces de más hermosos crímenes». Pero hay racistas
fanáticos aún menos serios que Gunther. Para Gauch (Neue
Grundlagen der Rassenforschung, 1933) la diferencia de
estructura anatómica e histológica (en pelo, huesos, dientes y
tegumentos) entre el hombre y los animales es menor que la
existente entre el nórdico y las otras razas humanas; además,
únicamente los nórdicos poseen el lenguaje articulado perfecto
y mantienen la posición bípeda correcta. Sugiere, en fin, que
se proceda a una separación radical entre el hombre «nórdico»
y la animalidad toda, comprendiendo dentro de ésta a la
humanidad no nórdica.
Y el propio Hitler (Mein Kampf, 1920) afirmaba la
superioridad germana diciendo: «La historia establece con
evidencia espantosa que cuando el ario ha mezclado su sangre
con la de los pueblos inferiores, el resultado de este mestizaje
ha sido siempre la ruina del pueblo civilizador. Los Estados
Unidos de América, cuya población está compuesta en su
enorme mayoría por elementos germánicos que solamente en
muy reducida escala se han mezclado con pueblos inferiores
que pertenecen a razas de color, presentan una humanidad
y una civilización diferentes de las de América central y del Sur,
en las cuales los inmigrados se han mezclado en su gran
mayoría con los autóctonos...»; «el germano que ha seguido
puro y sin mezcla se ha convertido en el amo del continente
americano y seguirá siéndolo mientras no se sacrifique a su
vez con una contaminación peligrosa.» O sea que el latino­
americano —según los racistas alemanes— está destinado a
una degeneración biológica irremediable y por tanto a vivir
bajo el dominio de la raza pura «aria o germana».
Huelgan los comentarios. Tan sólo recordemos, como lo
dijimos en el capítulo anterior, que el fascismo italiano no
sólo proclamó su antisemitismo, sino también su «racismo
nórdico» para realizar su unidad nacional y su alianza política
y económica con el nazismo.
América tampoco está libre de esta orientación. Ciertos
autores norteamericanos genuinamente racistas como Madison
Grant (Passing of the Great Race, 1916), Clinton B. Stoddard
(America’s Race Heritage, 1922), Lothrop Stoddard (The
Revolt against Civilization; the Menaje of the Under
Man, 1922), mantienen y difunden su criterio de «superioridad
del nórdico». Así, afirman que la proporción de sangre nórdica
en cada nación da la medida justa de su fuerza ,en la guerra y
su lugar en la civilización. Ven en la «decadencia» de Francia
un signo de disminución de ese precioso líquido y creen que
«la superstición y falta de inteligencia del español de ahora»
se deben a que el elemento nórdico ha sido sustituido por
las estirpes alpina y mediterránea.

E l s u p u e s t o « t ip o a n g l o s a jó n ».

También la pretendida uniformidad somática del anglosajón


se presta a una crítica negativa. Si los norteamericanos fueran
descendientes directos de los inmigrantes del Mayflower, y
si Inglaterra en esa época pudiera considerarse como país
netamente anglosajón, la tesis de la «pureza» de este tipo
acaso podría tener cierto fundamento. Se ha dicho en efecto
«que los invasores teutones exterminaron a todos los habir
tantes originarios de Inglaterra, en una gloriosa matanza
general»; pero la realidad es que los conquistadores teutones
no constituyeron más que un nuevo elemento en el mosaico
racial de las islas Británicas y que ellos mismos estaban muy
lejos de presentar una homogeneidad morfológica.
Para reforzar la tesis de la «superioridad anglosajona»,
ciertos autores han llegado a afirmar que el pueblo inglés,
o por lo menos parte del mismo, estaba constituido por los
descendientes directos de las diez tribus perdidas de Israel,
el pueblo elegido, ¡(predestinado por la Providencia a la
misión de civilizar al resto de la humanidad». De este modo
se justificaban los intentos imperialistas de una nación y el
uso de la fuerza para llevarlos a la práctica. Por lo que se
refiere a los-Estados Unidos de América, está comprobado que
los primitivos habitantes de Nueva Inglaterra procedían de
distintas capas de la sociedad inglesa, y en consecuencia pre­
sentaban entre sí grandes diferencias somáticas. En el pueblo
inglés la estatura como el índice cefálico muestran conside­
rable variabilidad. Parson (1920) ha probado estadísticamente
que menos del 25% de los ingleses presentan la combinación
de ojos oscuros y cabellos castaños o negros; que la combi­
nación de ojos claros y pelo rubio no se encuentra en más de
un 20% de los casos y que es más frecuente que coincidan ojos
claros y pelo oscuro, pero que también se encuentran indi­
viduos con ojos oscuros y pelo rubio. Nada en las islas
Británicas, y naturalmente, aún menos en los Estados Unidos
de América, justifica esa pretendida identificación entre la
nación y la raza anglosajonas.

E l « c e l t is m o ».

El «celtismo» es otra de las variantes del «arianismo», fruto de


la fuerte tendencia nacionalista desarrollada en Francia después
de la guerra de 1870. Esta teoría afirma que el tipo celta es
el que habita Francia y le asigna características somato-
psíquicas peculiares que le hacen «superior» al resto de los
blancos.
Mientras Gobineau, Lapouge, Ammon, Chamberlain, Wolt-
mann y otros atribuyen al elemento «ario»» y ((teutón» el
genio creador de Francia, el «celtismo» ofrece razonamientos
de igual valor para proclamar la «superioridad racial del
celta».
A. de Quatrefages (La race prussienne, 1872) considera a
los prusianos como de ascendencia racial enteramente opuesta
a la de los franceses, hasta el punto de afirmar que «los pru­
sianos no son arios de ninguna manera» y que pueden ser
más bien mongoles. Broca, en 1871, declaró que Francia era
una nación de galos (alpinos) de cráneos redondeados y exaltó
su manifiesta «superioridad» sobre el «nórdico» germano de
cráneo alargado. A su vez Isaac Tylor (The Origin of the
Aryans, 1890) consideraba que los celtas, raza de hombres de
gran estatura y de cabeza redonda, eran los únicos arios.
Mas, la confusión de nombres y de caracterización somá­
tica aumenta cuando se pretende describir al celta y al galo.
Joseph Widney (1907) habla de dos tipos celtas: uno grande,
rubio, dolicocéfalo (como el escocés de las montañas y los
habitantes del norte de Irlanda), y otro pequeño, moreno,
braquicéfalo (como el irlandés del sur). Al primero solamente
lo considera verdadero celta en tanto que cree que el segundo,
procedente de una raza más antigua, subyugada, no hizo más
que adoptar la «lengua celta». Hay que añadir que el celta no
ha guardado nunca la sangre pura por su fatal propensión
al mestizaje. Widney afirma que el celta dolicocéfalo rubio
es el elemento predominante en Francia. Sin embargo en ese
país, se identifica generalmente al celta más bien con el alpino
braquicéfalo de complexión y talla medianas.
Francia se considera unas veces poblada por celtas y otras
por galos, sin que exista acuerdo entre sus propios sabios para
saber quiénes eran unos y otros, o si se trata de la misma raza.
Desde luego ciertos investigadores reconocen que «celta» es
una denominación histórica poco delimitada científicamente
y con la cual se designan pueblos que hablan distintas lenguas
y presentan toda la variedad morfológica, desde el dolicocéfalo
bajo y moreno hasta el dolicocéfalo alto y rubio, pasando por
los braquicéfalos moderadamente rubios y de estatura bastante
elevada. Pero estas justas observaciones no han cambiado en
nada la creencia popular imbuida de «racismo».
De hecho, y cualquiera que sea el «tipo celta», ocurre que
entre el año 2.000 a. de J.C. (fines del neolítico en Francia) y
las migraciones teutonas del siglo v de nuestra era, se conoce
muy poco de lo ocurrido en Europa occidental; aunque parecen
probadas las infiltraciones sucesivas del tipo braquicéfalo
alpino, o al menos de una población en la que éste predomi­
naba, Francia, lo mismo que Alemania e Italia septentrional,
ha sido el punto de cruce en donde se han encontrado, sin
contar los grupos paleolíticos sobrevivientes, las tres principales
razas de Europa: a) los mediterráneos, que eran el elemento
indígena del sur de Francia, donde predominan actualmente;
f>) los alpinos, que penetraron hasta el noroeste, constituyendo
hoy la mayor parte de la población de Savoya, Auvernia y Bre­
taña; c) los nórdicos o bálticos (normandos, teutones, sajones,
francos y burgondos), todos ellos mestizos en alto grado, que
atravesaron Francia de norte a sur, y uno de cuyos grupos dió
nombre al país. Los elementos germánicos predominan aún
en la actualidad en amplias zonas del norte, sur y oeste de
Francia.
En resumen, si tenemos en cuenta la forma craneal, la
estatura, el color de los ojos, de los cabellos y de la piel, es
evidente que el pueblo francés ha sido y es de una asombrosa
heterogeneidad morfológica.

C r ít ic a y r e f u t a c ió n d e e s t a s t e o r ía s .

El error básico del (¡arianismo» o «nordismo» en cualquiera de


sus varias manifestaciones está en una confusión de conceptos,
muy generalizada pero a todas luces anticientífica: se habla
indistintamente de raza como sinónimo de idioma y de nación.
La raza tiene un exclusivo sentido biológico. A pesar de ello
es frecuente oír las expresiones ((raza latina», «raza eslava»,
«raza germana» y, naturalmente, «raza aria». Se cae así en el
engaño de considerar antropológicamente uniformes a grupos
humanos que en realidad sólo son homogéneos en el aspecto
lingüístico. F. M. Müller, uno de los primeros en utilizar el
término «raza aria» (1861), reaccionó contra la interpretación
biológica dada a su expresión y, reiterando el criterio lingüís­
tico, declaró: «En mi opinión el etnólogo que hable de “raza
aria”, de “sangre aria” , de “ojos o cabellos arios”, se hace
culpable de un pecado tan grande como cometería el lingüista
que hablara de un “diccionario dolicocéfalo” o de una “gra­
mática braquicéfala”». Mas, ya el concepto «raza aria» se había
difundido tanto, que la valiente retractación de Müller no tuvo
ninguna repercusión práctica.
Existe, en efecto, un grupo de lenguas emparentadas que se
denomina ((familia indoeuropea» o «aria»; pero el idioma se
difunde y transmite de un pueblo a otro por medio de migra­
ciones, conquistas y aún intercambios comerciales, sin que sea
dado presuponer que quienes hablan idiomas similares perte­
nezcan en su aspecto biológico al mismo grupo humano.
El ejemplo más característico nos lo dan los Estados Unidos
de América. El ciudadano norteamericano es un nuevo tipo
formado por la fusión de numerosas razas venidas de todos los
puntos del globo hasta constituir esa actual masa de 150 m i­
llones de habitantes. Unos son rubios, de cráneo alargado y
gran estatura (tipo nórdico); otros son también rubios, sub-
braquicéfalos y de pequeña estatura (tipo oriental europeo);
un tercer grupo es moreno, de cráneo alargado y gran talla
(tipo atlantomediterráneo). Esos tres grupos constituyen la base
principal del pueblo norteamericano y todos hablan inglés.
Hay de esta manera varios grupos somáticamente distintos y
un solo idioma; sin contar los indios americanos, los negros y
los chinos que, en proporciones considerables, son ciudadanos
norteamericanos y hablan igualmente inglés.
Una nación puede así integrarse con varias razas; y viceversa
distintas naciones estar constituidas por grupos biológicamente
semejantes. Los habitantes de Alemania del Norte se parecen
más a los de Dinamarca y Suecia que a los de Alemania del
Sur; mientras que éstos se comparan mejor físicamente con
ciertos grupos franceses, checos y yugoeslavos. ¿Cómo es
posible hablar entonces de «raza alemana», «aria» o «anglo­
sajona»?
Cuanto se ha dicho en forma sintética sobre «la raza aria y
su superioridad» se basa en argumentos carentes de todo valor
objetivo, por ser erróneos, contradictorios y anticientíficos.
Ya señalamos ejemplos respecto a la localización geográfica
original del «pueblo ario», y no parece necesario insistir acerca
de la ambigüedad de ese punto esencial, cuando los propios
«racistas nórdicos» lo ubican en lugares tan diferentes. Tam­
bién hemos anotado la confusión, involuntaria o premeditada,
que se establece entre los conceptos lingüístico y biológico
respecto a los «arios». Y hemos mencionado, por fin, algunos
de los casos más salientes de obsesión al referirnos a las ab­
surdas opiniones de quienes consideran pertenecientes a la
«raza aria» a pueblos, civilizaciones e individuos extremada­
mente diversos y tan alejados entre sí en el plano somático,
como en el tiempo y en el espacio. Todos los racistas no tienen
sino el exclusivo objeto de confirmar su tesis general de que
solamente los «arios» fueron y son capaces de crear altas cul­
turas y ciclos de civilización superior.
Mas, es en el terreno estrictamente morfológico donde las
incongruencias son mayores. Las investigaciones acerca de la
forma craneal y demás características de los individuos o grupos
considerados como «auténticos arios», «teutones», «anglosa­
jones» y «celtas» muestran una variación considerable, tanto
en el curso de la historia como en el presente. Está demostrada
la existencia en Europa, desde los períodos más antiguos, de
cabezas redondas y cabezas alargadas. Los trabajos de Von
Holder, Lissauer y Virchow (1870-1880) evidenciaron ya que
las primitivas poblaciones del Báltico eran morfológicamente
heterogéneas y que en ellas existía un gran porcentaje de bra-
quicéfalos. En 1889, Virchow afirmó que «el ario típico pos­
tulado por la teoría no ha sido nunca descubierto», y aún se
pronunció en favor de la superioridad del braquicéfalo sobre
el dolicocéfalo. Nada ha podido sin embargo contrarrestar la
creencia en la superioridad de los «dolicocéfalos rubios», arrai­
gada ya fuertemente en la imaginación popular.
Pero, llegó un momento en que los mismos creadores del
«mito racial ario» se iban poco a poco dando cuenta de
lo místico e irreal del tipo físico propugnado como «superior»;
y lo mismo en cuanto al del «inferior» no ario. El propio
Ammon confesó que nunca había encontrado un alpino bra­
quicéfalo puro: «Estos braquicéfalos eran unas veces rubios,
otras veces de gran estatura, en ocasiones tenían la nariz del­
gada o presentaban algún otro carácter que no deberían haber
poseído.»
Las contradicciones a ese respecto culminan cuando Cham-
berlain, que había descrito el tipo «teutón rubio», concluye
por negar todo valor a la antropometría, porque no puede
caracterizar ninguna superioridad. Admite que los «teutones
de la antigüedad no eran todos gigantes dolicocéfalos», pero
añade: «Examinándolos detenidamente veríamos que todos
ellos presentan tanto interior como exteriormente las carac­
terísticas específicas del pueblo germánico.» Y afirma que esta
apreciación subjetiva «enseña más de cuanto puede aprenderse
en un congreso de antropología». En un momento dado se
pregunta: «En suma, ¿qué especie de hombre era el ario?», y
aclara que la filosofía, la antropología y la etnología no pue­
den dar una exacta y precisa representación del pueblo ario,
añadiendo una frase realmente profética: «¿Quién sabe lo que
se enseñará en 1950 sobre los arios?» Mas, asegura sin vacilar
que «el noble rostro del Dante evidencia su origen incontesta­
blemente teutónico» (a pesar de que Woltmann —como
vimos— lo creía producto del «mestizaje»). Lutero también es
considerado de tipo teutónico, aunque sus rasgos no coinciden
con los del Dante (pues el primero poseía cabeza alargada en
tanto que el segundo la tenía redondeada); lo que no impide
a nuestro autor decir: «Dante y Lutero se encuentran en los dos
extremos de la magnífica escala fisionómica de los grandes
hombres de la raza germánica». Y concluye con esta frase lapi­
daria: «Quien se revela como alemán por sus actos es alemán,
cualquiera que sea su árbol genealógico.»
Ante la heterogeneidad somática del supuesto «nórdico» o
«ario» (del que sería buen ejemplo un hombre que fuera «tan
alto como Goebbels, tan rubio como Uitler y tan delgado como
Goering») el nazismo renunció a justificar por medio de
consideraciones de orden biológico su doctrina imperialista y
de sojuzgamiento económico de otros pueblos, y llegó a la
conclusión de que «un alma nórdica puede estar ligada a un
cuerpo no nórdico»; y que se reconoce «al hombre nórdico por
sus actos, no por la longitud de su nariz, ni por el color de sus
ojos» (Nationalsozialistische Korrespondenz, junio de 1936).
Esto equivale a un reconocimiento de que el aspecto somá­
tico es en el racismo sólo un disfraz que se desecha por inútil
cuando así lo exigen circunstancias del momento; y cuando
esto sucede se dice: «La distinción de las razas humanas no es
un dato de la ciencia; la percepción inmediata nos permite
reconocer por el sentimiento las diferencias que llamamos
raciales.» Para el Dr. Gross (1934), «la política no puede
esperar a que la teoría de las razas haya sido elaborada por la
ciencia; la política debe saltar por encima de la ciencia, con
la verdad fundamental intuitiva de la diversidad sanguínea
de los pueblos y con su consecuencia lógica que es el principio
de la dirección por los más hábiles».
El racismo no surge, pues, de la ciencia, sino de la política.
Los enemigos recurren a él para justificar la lucha que
emprenden, el uno contra el otro, aunque sean de análoga
constitución racial; y los aliados lo invocan para descubrir
una «fraternidad racial» aun siendo morfológicamente dis­
tintos. Por ejemplo, para los «arios» el pueblo japonés debería
ser, por principio, en virtud del color de la piel, «inferior»,
compuesto de infrahombres; mas los pactos políticos los obli­
garon a contemporizar, y entonces se vió surgir la explicación
de que los ainos blancos del Japón se mestizaron mucho con
la raza amarilla de esas islas, razón por la cual los actuales
japoneses, aunque conservando su aspecto amarillo «poseen
sin embargo todas las calidades morales e intelectuales de un
pueblo ario, y hasta nórdico». Esta peregrina teoría permitió
a Alfred Rosenberg (1935) declarar oficialmente que los
«líderes japoneses ofrecen las mismas garantías biológicas que
los líderes alemanes».
Está en lo justo Ruth Benedict cuando dice: «Ninguna des­
figuración de los hechos antropomórficos es demasiado ab­
surda para que la utilice la propaganda, si a ésta la respaldan
la fuerza de las armas y los campos de concentración.»
Existen indudablemente las diferencias somatopsíquicas indi­
viduales: en toda raza, nación, clase o comunidad se observan
sujetos mejor y peor dotados. Este hecho biológico no tiene
excepción. Pero tales variaciones son por completo indepen­
dientes de la pretendida superioridad o inferioridad de ciertos
grupos humanos.
Es una vieja creencia de los hombres considerar a su fami­
lia o a su raza mejores que las demás; lo relativamente nuevo
es querer dar una justificación científica a esta pretendida
«superioridad», basándose en la presencia de características
biológicas innatas.
El creciente descontento de los pueblos de la India, el desa­
rrollo del sentimiento racial entre los negros de África, la
confianza en sí mismo que manifiestan los pueblos japonés,
chino e indonesio, son otras tantas pruebas de que las razas
hasta la fecha menospreciadas por su supuesta inferioridad
están menos dispuestas cada día a aceptar el criterio que cier­
tos sectores blancos expresan acerca de sus cualidades.
La democracia reconoce las diferencias que existen entre
los hombres, pero considera que todos poseen los mismos
derechos inalienables y trata de proporcionar a todos iguales
posibilidades políticas, sociales y económicas.
El totalitarismo, por su parte, acepta también como inevi­
tables las diferencias entre los hombres y los pueblos, pero
las subordina al principio de obediencia a la voluntad de una
«raza superior», a través de un «hombre superior». Trata de
esclavizar a todos aquéllos que se resisten a convertirse en
simples unidades en un mundo totalitario.
El racismo actual ha tenido que revestir una apariencia
científica, debido a que en nuestra época de grandes descu­
brimientos y progresos técnicos, la masa popular, o por lo
menos una gran parte de ella, ya no cree en los mitos puros
y sencillos. Los mitos racistas del siglo xx tienen que fingir
que se apoyan en la ciencia, aunque sea, como dice Prenant,
«al precio de las más desvergonzadas falsificaciones y contra­
dicciones». El racismo ha querido apoderarse de la antropo-
logia, la fisiología de la sangre, las leyes de la herencia, etc.,
y utilizarlas para sus fines. Mas, todo ha sido en vano.
Los aliados, victoriosos en 1918, rehusaron aceptar la pro­
posición de la delegación japonesa en la Conferencia de
París, en 1919, para que se incluyera en la Carta de la Liga
de Naciones una declaración proclamando la igualdad de las
razas. A pesar de todo, desde 1945 vemos colaborar en la
Organización de las Naciones Unidas y en sus instituciones
especializadas a dolicocéfalos rubios y altos, dolicocéfalos
bajos y morenos, braquicéfalos, amarillos, negros, mestizos y
representantes de naciones que engloban centenares de pueblos
diferentes por su cultura y su morfología. En diciembre de
1948 todos ellos unánimemente elaboraron y aprobaron la
Declaración Universal de los Derechos del Hombre, en cuyo
artículo 2 se reconoce que «toda persona tiene todos los de­
rechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin dis­
tinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión,... naci­
miento...»
La inaudita afirmación de Burgess (1890), al tratar de
justificar la política colonial de los alemanes, de que «éstos
pueden con toda justicia... aniquilar el territorio de los recal­
citrantes (se refiere a los pueblos indígenas) y convertirlo en
morada del hombre civilizado», es un ejemplo revelador de
cómo la «superioridad» del racista acepta sin preocupaciones
de índole moral ni jurídica el criterio de la fuerza como crea­
dora del derecho, frente a los pueblos «inferiores».
¿Hasta qué punto pueden ser diferentes los individuos que
tienen herencias semejantes y que viven en ambientes distin­
tos? ¿Cuáles son las diferencias entre individuos con heren­
cias distintas y que viven en el mismo ambiente? He aquí dos
problemas que, una vez resueltos, arrojarán mucha luz para
desterrar los mitos raciales.
Las diferencias humanas deben verse como hechos que
requieren comprensión e interpretación; no como cualidades
que merecen condenación o elogio. Dice el major Moton (1920):
«Gran parte de las fricciones entre razas, lo mismo que entre
naciones o individuos, se deben a la incomprensión; si los
pueblos quisieran dedicar algo de su tiempo a comprender los
puntos de vista de unos y otros, se darían cuenta con frecuen­
cia de que las cosas no van tan mal como se imaginan.»
El prejuicio racial puede deberse a motivos económicos y
políticos, al complejo de superioridad de tal raza o al com­
plejo de inferioridad de tal otra, a diferencias biológicas, al
instinto hereditario, o a varias de estas causas juntas. Ese
prejuicio es siempre agravado en gran medida por la ten­
dencia a admitir teorías e hipótesis sin la menor compro­
bación.
Las doctrinas de superioridad racial han desempeñado un
papel sin precedente en la alta política de los Estados que han
tratado de justificar así su crueldad e inhumanidad. Han ser­
vido para predicar la expansión colonial de Europa y el desa­
rrollo del moderno imperialismo. Han atizado el odio de razas,
exaltado anormalmente el patriotismo y avivado las guerras.
No se lograría nada promulgando nuevas leyes u obligando
a cumplir las existentes, ya que su eficacia está en razón directa
de la convicción que abriguen los ciudadanos respecto a su
necesidad y bondad. Puede hacerse más en contra de los pre­
juicios y mitos raciales tratando de modificar las condiciones
que los motivan.
El temor es la causa primordial: temor a la guerra, a la
inseguridad económica, a perder el prestigio individual y de
grupo, etc. El prejuicio racial, en una u otra forma, persistirá
en el mundo mientras no exista una mayor sensación de segu­
ridad personal. ,
Es necesario hacer comprender a los pueblos que es absurdo
considerar a grupos humanos en bloque como «completa­
mente buenos» o «completamente malos». La ciencia, la fe
democrática y el sentimiento humanitario coinciden en no
aceptar la condenación de un hombre por su raza, color o
estado de servidumbre en que pudiera encontrarse.
El rácismo es distinto de la simple comprobación o del
estudio, científico y objetivo, del hecho racial y del hecho de
la desigualdad actual de los grupos humanos. El racismo
implica la afirmación de que esta desigualdad es absoluta e
incondicionada, o sea que una raza es superior o inferior a
otras por su constitución misma, por su naturaleza, y de
manera independiente en absoluto de las condiciones físicas
del medio y de las circunstancias sociales.
El último medio siglo ha visto desarrollarse un naciona­
lismo exagerado que los horrores de la guerra y las inquietudes
de la paz armada contribuyen grandemente a mantener. La
eliminación, por convencimiento individual y colectivo, de
los mitos raciales, puede con toda seguridad ejercer poderosa
influencia en la comprensión y mejoramiento de las relaciones
humanas.
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