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Al darse cuenta de que así estaba condenado a morir de hambre y sed, Midas le
rogó al dios que le liberase de sus «manos de oro». Así lo hizo Dioniso, que le
ordenó lavarse las manos en el río Pactólo, donde siempre se ha encontrado oro
desde entonces.
Midas, cuyo carácter no era divino sino muy humano, estaba, por otro lado,
avergonzado de esta circunstancia y decidió desde entonces cubrirse la cabeza
con el tocado tradicional en Frigia. Sólo su barbero conocía su deformidad y
estaba obligado a guardar el secreto, pero el peso de la promesa era tal que no
pudo resistirlo e hizo un agujero en la tierra en el que susurró que Midas tenía
orejas de burro. Después de quitarse ese peso de encima, tapó el agujero y
regresó a casa. En el punto en el que había susurrado brotaron unos juncos que
proclamaban sus palabras cada vez que soplaba el viento y así todo el mundo
pudo saber que el rey tenía orejas de burro.