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ÉTICA II

Doce textos fundamentales de la Ética del siglo XX


(Carlos Gómez – UNED)

1. La filosofía en el siglo XX: principales tendencias

La plural reflexión filosófica del siglo XX se vertebra en torno a tres grandes tenden-
cias: la filosofía analítica, la corriente fenomenológico-existencialista y los mar-
xismos. Las tres se han visto afectadas por lo que Richard Rorty ha denominado «el
giro lingüístico», por cuanto esa atención preferente al lenguaje no ha sido patrimonio
exclusivo de la filosofía analítica, sino que ha acabado por imponerse en las otras grandes
corrientes filosóficas del siglo. Bien es verdad que ese giro no ha hecho tanto hincapié en
las dimensiones sintáctica —la estructura de las proposiciones, con independencia de
su contenido— o semántica —la que se refiere al significado— del lenguaje, en las que la
filosofía analítica se fijó de modo primordial, cuanto en la pragmática, esto es, en la
dimensión comunicativa del lenguaje, sin tener en cuenta que se incurre en la que K.
O. Apel ha denominado «falacia abstractiva». Según ésta, al analizar el carácter
proposicional del discurso desde la dimensión lógico-formal, se prescinde de su parte
preformativa, es decir, retórica y dialéctica, y convierte los enredos lingüísticos que la
filosofía analítica pretendía resolver en simples paradojas lógicas, originadas tal vez en
la sentencia lapidaria de Wittgenstein «De lo que no se puede hablar, hay que callar».

2. LUDWIG WITTGENSTEIN (1889-1951) y la filosofía analítica


W. Quine insistió en que los enunciados no se verifican aisladamente, al hallarse
integrados en totalidades teóricas en las que siempre caben reajustes; por esa razón
tampoco se puede distinguir tajantemente entre lo que es ciencia y lo que no lo es, al no
darse diferencias sustantivas entre hablar de objetos, como lo hacen las ciencias, y
hablar de signos, como lo hace la filosofía: las dos se ven obligadas a aclaraciones y a
un ascenso semántico que, sin confundirlas, las sitúa dentro de la misma empresa de
interpretación del mundo; una interpretación para la que no existe un lugar privilegiado.
Sin perseguir su rastro, lo que nos interesa ahora destacar es que, aunque las posi-
ciones del Tractatus dieron pie al emotivismo posterior, el propio Wittgenstein dista de
reducirse al mismo, así como de contentarse con lo que pudiera ser la resolución de todos
los posibles problemas científicos, pues, más allá de ellos, se plantean cuestiones de
importancia vital, tan difíciles de resolver como de erradicar. Y fueron esas inquietudes y
esas perplejidades las que le llevaron a una profunda revisión de sus posiciones ini-
ciales y a una nueva concepción del significado como uso, tal como la propone sobre
todo en Las investigaciones filosóficas (1953); su segunda gran obra.

3. JEAN-PAUL SARTRE y el existencialismo ateo

JEAN-PAUL SARTRE (1905-1980) se opondrá con fuerza a la «objetividad» de los valores


y reforzará la formalidad y el momento de autonomía de la ética kantiana en su defensa
de una moral de la situación y de la invención. En realidad, ninguno de los libros de
Sartre tiene por objeto fundamental la ética, apuntada al final de El ser y la nada (1943)
y pendiente de un tratamiento que Sartre nunca le dispensó explícitamente, por lo que
su pensamiento moral es preciso reconstruirlo a través de los últimos capítulos de ésa y
otras obras. En estas condiciones, El existencialismo es un humanismo (1946) no cons-
tituye tan sólo un escrito de divulgación, sino la mejor exposición de conjunto de las
posiciones éticas de Sartre. Celia Amorós ha subrayado «la pertinencia de interpretar en
clave ética la totalidad de la producción filosófica de Sartre».

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El existencialismo es un humanismo (1946), es el texto, apenas retocado por Sartre,


de la conferencia que pronunció en París, en el club Maintenant, en octubre de 1945,
recién finalizada la guerra. En el clima de una Europa devastada por el horror, Sartre
trata de salir al paso de lo que considera equívocos suscitados por su anterior produc-
ción y nos ofrece este texto brillante.
Como ha señalado K. O. Apel, un problema característico del existencialismo mo-
derno es la pretención de validez intersubjetiva sobre lo que es subjetivo y singular por
definición.
Carlos Gómez en RNE: «en un momento en el que Europa se está debatiendo con
algunos de los mayores dramas que ha conocido la humanidad, a los teóricos de la moral
sólo se les ocurre decir algo así como “pues mire, inventen ustedes, o es que a mí me gusta
matar o no me gusta matar”. Y claro, eso era dejar la ética en brazos del irracionalismo»

4. ERNST BLOCH y el neomarxismo humanista

ERNST BLOCH (1885-1977) ha sido, sin duda, el gran defensor del pensamiento utó-
pico en el siglo XX en sus obras: Espíritu de la Utopía (1918); Experimentum mundi (1975)
y, por descontado, en su magna obra El principio esperanza —tres volúmenes publicados
entre 1954 y 1959—.
La alianza entre razón esperanzada y visión utópica alcanzó su más elaborada
formulación en El principio Esperanza (1954-1959) de Ernst Bloch, para el que la utopía es
la percepción realista del horizonte de posibilidades alcanzable. Según Bloch, el mar-
xismo no debe concebirse simplemente como «socialismo científico», en la medida en que
el advenimiento de la sociedad socialista no puede basarse sólo en el análisis de las
contradicciones de la sociedad existente —«corriente fría del marxismo»—, sino que es
preciso contar también con la actividad del sujeto revolucionario —«corriente cáli-
da»—, capaz de enderezar el curso contradictorio del mundo en el sentido de lo mejor.
Bloch quiere levantar un pensamiento orientado todo él hacia el futuro, no como
mera prolongación del presente, sino abierto hacia lo aún-no-consciente y su correlato
objetivo, lo aún-no-llegado-a-ser. Cuando el deseo de superación de un presente no
cumplido accede a la razón, se produce la esperanza; cuando la esperanza se conjuga
con las posibilidades reales objetivas, florece la utopía. Utopía, así, no se identifica con
la simple ensoñación, sino con la aspiración a una vida lograda. Y ese afán de tras-
cendencia del hombre encuentra su correlato objetivo en las posibilidades del mundo,
en cuanto que éste no es un conjunto de hechos fijos y consumados. La voluntad de
utopía no es contradicha por el mundo, sino que se encuentra en él «confirmada y como
en casa». En estas condiciones, la esperanza no ha de entenderse como un simple afecto
ni como una mera categoría, sino como un principio rector del pensamiento y de la
acción del hombre. Ésa es la tarea a la que se endereza El principio esperanza.
Sin embargo, la defendida objetualidad de la esperanza no implica para Bloch
seguridad. En la conferencia inaugural que ofreció en la Universidad de Tübingen, Bloch
se preguntaba: «¿Puede resultar fallida la esperanza?». Y respondía que sí, que la de-
cepción, el desengaño y la frustrabilidad pueden ser posibles porque el curso del mundo
no está aún decidido ni la salvación garantizada. Claro que, precisamente por ello, nada
está tampoco definitivamente perdido. La tarea del «héroe rojo» es encaminar la posibi-
lidad de la realidad hacia un presente cumplido: esa «patria de la identidad» en la que «el
hombre quedará naturalizado y la naturaleza humanizada». En tono similar, El principio
esperanza de Bloch tiende a clausurar la historia con el sueño de la identidad.
Bloch fue consciente de los límites de su «patria de la identidad», como fue ante
todo el caso de la muerte, la «antiutopía máxima». Bloch trata de solucionar esta aporía
apelando a lo todavía-no-vivo y que, por tanto, no la teme. Pero tal recurso de corte
epicúreo —«por qué temer a la muerte si cuando llega, yo ya no estoy; cuando estoy, ella no

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ha llegado»— olvida que la muerte afecta a toda la existencia humana, y que el hombre no
sólo muere, sino que, por saberlo anticipadamente, es un ser mortal.
El marxismo blochiano quiere también ser «religión en la herencia». Si para el
marxismo la religión es simple adormidera, para Bloch, en cambio, los contenidos me-
siánicos y esperanzadores de la religión, y sobre todo del cristianismo, deben incorpo-
rarse al movimiento revolucionario, pues, para la voluntad de un mundo mejor, la reli-
gión ha sido «el espacio más engalanado de esa voluntad, más aún, su entero edificio».
Sólo que, al prescindir de la creencia en Dios que la religión conserva, el marxismo ha de
presentarse como un «trascender sin Trascendencia» que oriente los esfuerzos hu-
manos hacia lo mejor.
Su insistencia general en la posibilidad de alcanzar un totum logrado ha sido vista
como una expresión acentuada del mito de la autoidentidad humana, de una filosofía
de la historia de corte escatológico, según la cual el desarrollo lineal de la historia
conduciría a un fin, en el doble sentido de meta y de acabamiento.
En la confluencia y pugna de las herencias kantiana y hegeliana, Bloch parece de-
cantarse por ésta, pues si de Kant es preciso recoger siempre la tensión hacia el de-
ber-ser —«ese remanente de lo valioso aún no alcanzado»—, la ética kantiana, en cuanto
moral del esfuerzo infinito y de la aspiración inalcanzable, le parece un ejemplo de la
«mala infinitud», de un absolutismo abstracto, indefinido y sin límites, incompatible
con el cumplimiento. Y por ello preconiza, con Hegel, «una orilla alcanzable», un estado en
el que la esperanza no desaparece, pero «ya divisa tierra, pues allí donde la intención
carece de meta y la esperanza no puede echar el ancla, no tiene sentido abrigar inten-
ciones morales y carece de base el concebir esperanzas humanas».
Desde otro orden de cosas se puede preguntar asimismo por qué la historia habría de
desembocar en el todo de la salvación o en la nada de la perdición, en vez de seguir
un curso más o menos indiferenciado. Bloch hereda aquí gran parte de los contenidos
mesiánicos de la religión, pero, al prescindir del Dios que puede someter a crisis la his-
toria, ésta no tiene por qué decantarse entre las alternativas del «todo» o «nada». Entre
los teólogos, fue probablemente Jürgen Moltmann el mejor interlocutor de Bloch. Mas,
pese a su reconocimiento, planteó la cuestión de qué esperanza otorga «el principio es-
peranza» de Bloch, no tanto a lo que todavía no es, sino a lo que ya no es, esto es, la
pregunta por los muertos y las víctimas de la historia, a los que la sociedad sin clases no
alcanza. Esta constatación pone de manifiesto, como subrayaron Benjamin y
Horkheimer, que la meta de una justicia plena no se puede lograr de modo secular.

5. JÜRGEN HABERMAS y la Escuela de Frankfurt

La Escuela de Francfurt nace con la creación del Instituto para la Investigación


Social, agregado a la recién creada Universidad de Francfort, y que se funda en 1924 por
un grupo de intelectuales de ideas marxistas —casi todos de origen judío—, empeñados
en una investigación del socialismo y de la crítica de la sociedad capitalista, tal como se
expresa en Teoría tradicional y teoría crítica (1937) de Horkheimer, quien, junto con sus
amigos Pollock y Weil, fueron los primeros fundadores de la Escuela. Con el ascenso de
los nazis en 1933 Horkheimer fue destituido de su cátedra junto con otros ilustres
profesores. Como además la mayoría de sus integrantes eran judíos tuvieron que huir a
otros lugares de Europa y EE.UU, lugar éste último donde se había instalado E. Fromm.
En 1934 fue trasladado el Instituto a la ciudad de Nueva York. Cuando el conflicto bélico
cesó (1945), Horkheimer, Adorno y unos pocos más regresaron en 1949 con el Instituto
y la biblioteca, mientras que otros, como Marcuse, se establecieron en América. En 1960
Horkheimer se retiró a Suiza con su amigo Pollock, quedando Adorno en el puesto de
director. La Escuela de Francfurt continúa hoy en día con el esfuerzo brillante de Jürgen
Habermas, entre otros, que se incorporó en 1956.

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El principal exponente de la transformación lingüística de la filosofía ha sido,


dentro de la teoría crítica de la denominada «Escuela de Frankfurt», Jürgen Habermas, al
insistir en la importancia de tener en cuenta junto a las relaciones técnico-instrumentales
—privilegiadas unilateralmente por Marx— las relaciones práctico-comunicativas. Su
«ética del discurso» es una de las piezas centrales de lo que se ha denominado «reha-
bilitación de la razón práctica» en la segunda mitad del siglo.
La ética del discurso nació en Alemania a comienzos de los años setenta y sus
máximos exponentes son K. O. Apel y J. Habermas. Ambos entienden esta teoría como
prolongación de la ética de la razón kantiana. La ética del discurso surge como un deci-
dido intento de oponerse al cientifismo dominante. El desarrollo técnico del siglo XX
trajo consigo una degradación moral inimaginable, a pesar de las advertencias de
Nietzsche y Freud. En estas circunstancias, la corriente marxista denominada «Escuela
de Frankfurt» se vio llevada desde la inicial crítica de la economía política a la posterior
crítica de la razón instrumental, como se puede comprobar en la obra conjunta de Adorno
y Horkheimer Dialéctica de la Ilustración (1944), en la que el apogeo de la racionalidad
instrumental es visto como el eclipse de la razón. Aunque no por ello renunciaban a la
idea de progreso y se conformaban a lo dado, pues, en palabras de Adorno, «nada más
falso que pensar que lo que hay es la suprema verdad». Y así, el progreso se les aparecía
como una idea a la que no se podía renunciar, pero que tampoco se podía formular,
siendo esa contradicción uno de los elementos en que había de vivir la filosofía.
JÜRGEN HABERMAS (n. 1929) intentará escapar de las aporías a las que se habían
visto conducidos sus compañeros de la primera generación de la Escuela de Frankfurt.
En su ética discursiva, Habernas parte de una situación ideal de diálogo que en-
cierra tres elementos: 1) la apertura a lo otro y al otro; 2) la aceptación de un Alter ego
que ha de considerar como sujeto; y 3) el reconocimiento no instrumental, sino reflexivo
del otro, en tanto en cuanto se pretende una comunicación. A partir de todos estos
elementos, establece el concepto de mayoría de edad de los interlocutores en un diálogo
libre de opresiones y represiones. Señala que en el caso de que se planteen conflictos
acerca de la verdad de nuestras creencias o de nuestras convicciones morales, tales
conflictos no tienen por qué desembocar en el enfrentamiento, la manipulación o la
violencia, sino que pueden ser resueltos discursivamente. En principio, esa discusión
puede desembocar en un consenso acerca de los puntos en litigio. Con esos plantea-
mientos, Habernas trata de respetar los dos pilares sobre los que se alzaba la ética
kantiana: 1) la universalidad de los principios morales; y 2) la autonomía de cada uno de
los hombres convertidos en legisladores.
El punto de partida para reconstruir la racionalidad de lo práctico no será un hecho de
conciencia —la conciencia del imperativo categórico—, sino un hecho del lenguaje uni-
versal: la existencia en todas las culturas de acciones comunicativas. En la acción co-
municativa hablante y oyente organizan sus planes de vida a través del entendimiento
mutuo. Con lo cual, hablante y oyente se reconocen recíprocamente como in-
terlocutores válidos, con autonomía suficiente como para elevar y poner en cuestión
pretensiones de validez. Ahora el núcleo de la vida social no lo constituyen el individuo y
sus derechos, sino que lo configura el reconocimiento recíproco de sujetos que no podrán
averiguar qué es lo justo sino a través de la participación cooperativa en un diálogo ra-
cional.
La ética del discurso se presenta como cognitivista, porque cree posible alcanzar
un consenso racional acerca de lo correcto y lo justo. Quien quiera dialogar en serio
debe considerar la argumentación como una búsqueda cooperativa de lo justo y como
un proceso de comunicación, en el que se debe atender al mejor argumento. De donde
se sigue que dos principios orientan el diálogo: 1) el de Universalización, según el cual,
«una norma será válida cuando todos los afectados por ella puedan aceptar libremente las
consecuencias que se seguirían de su cumplimiento; y 2) el de la Ética del Discurso, según

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el cual «sólo pueden pretender validez las normas que encuentran aceptación por parte de
todos los afectados, como participantes en un discurso práctico».
Obviamente, Habermas sabe que la situación ideal de diálogo no es la que siempre
preside nuestros discursos y, por tanto, que no es un fenómeno empírico. Pero estima
asimismo que no es un mero constructo teórico, pues el proceso de la comunicación
opera sobre el presupuesto de la posibilidad de entender al otro, y a ello se endereza.
En palabras de Thomas McCarthy, Habermas prefiere reformular dialógicamente
el imperativo categórico kantiano de la siguiente manera: «En lugar de considerar como
válida para todos los demás cualquier máxima que quieras ver convertida en ley universal,
somete tu máxima a la consideración de todos los demás con el fin de hacer valer dis-
cursivamente su pretensión de universalidad»; una reformulación ésta «en la que el peso
se desplaza de lo que cada uno podría querer sin contradicción que se convierta en ley
universal a lo que todos de común acuerdo quieran ver convertido en ley universal»
La ética del discurso de Habermas nos proporciona una estructura para la instau-
ración de una normatividad común colegislada por todos los implicados a través de una
discusión que buscase la generalizabilidad de sus intereses. Normatividad universal
que no tendría por qué impedir un pluralismo de formas de vida, pues sobre éstas y
cómo los individuos y grupos pueden buscar la felicidad no se pronuncia, por cuanto «el
postulado de la universalidad funciona como un cuchillo que hace un corte entre “lo bueno”
y “lo justo”, entre enunciados evaluativos y enunciados normativos rigurosos». Sería
dentro del marco trazado por ese proceso de formación discursiva de la voluntad común
donde las aspiraciones plurales podrían afirmarse, enraizándose en las diversas tradi-
ciones de sentido y simbologías a que cada grupo o individuo sea afecto. Así frente a la
desconfianza posmoderna hacia el universalismo, por lo que éste puede tener de uni-
formizador, se trata de instaurar un universalismo desde el que se puedan afrontar
problemas comunes, pero sin menoscabo de las diferencias, a las que sería «altamente
sensible», sin reducirse por eso a los límites particularistas de una determinada comu-
nidad: «Inclusión no significa aquí incorporación en lo propio y exclusión de lo ajeno. La
“inclusión del otro” indica, más bien, que los límites de la comunidad están abiertos para
todos, y precisamente también para aquellos que son extraños para los otros y que quieren
continuar siendo extraños».
Javier Muguerza, en Desde la perplejidad (1990), ha insistido en que el consenso
último al que Habernas aspira no parece tener que desprenderse de sus argumentos,
pues, el inevitable presupuesto de no llegar a entender al otro no implica que hayamos
de llegar a un entendimiento con él, pudiendo el diálogo desembocar asimismo en un
pacto que canalizaría la violencia sin uniformar puntos de vista diferentes.
En la misma línea que Javier Muguerza, Carlos Gómez considera que «Habermas no
ha argumentado suficientemente bien ese supuesto entendimiento al que dice que llega-
rían hablante y oyente». Dice estar de acuerdo con Javier Muguerza en que a ese en-
tendimiento no se tiene por qué llegar “necesariamente”, y —dice— «si no llegamos a un
entendimiento en cuestiones éticas, habrá que dejar un espacio para el disidente, que
tratará de argumentar públicamente las razones por las que no esté de acuerdo, cargando
con el enorme peso que supone apartarse de la mayoría. Ese apartarse no significa que el
disidente se pueda decantar por el terrorismo o el golpismo porque deberá respetar las
decisiones que corresponda tomar a los otros. El disidente carga ahí muy existencialmente
con su posición» (Carlos Gómez, Revista de Filosofía, RNE).
Carlos Gómez en RNE: No deja de ser sorprendente que el último Habermas, cuando
habla de bioética, dice que en ese tipo de decisiones hay que remitirse a la conciencia de
cada cual. Resulta sorprendente que un hombre como Habermas que se ha pasado la
vida defendiendo la ética discursiva diga que hay momentos en que nos tenemos que
remitir a algún tipo de decisionismo subjetivo.
Carlos Gómez RNE: «Yo no creo que el cuchillo de Habermas, consistente en que el
criterio de la universalidad separe lo justo de lo bueno corte tan bien y que se puedan
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separar tan fácilmente ambas cuestiones». Por eso Carlos Gómez apela a la postura de la
disidencia de Javier Muguerza, que permite decir no a consensos excluyentes.

6. CHARLES TAYLOR y la polémica entre comunitaristas y liberales

El texto es un fragmento extraído del capítulo 4, Horizontes ineludibles, de la La ética


de la autenticidad (1991) de CHARLES TAYLOR (n. 1931), que es el título de la edición hecha
en Estados Unidos de su El malestar de la modernidad, doce años posterior a su obra
fundamental Sources of the Selp. Los comunitaristas acusan a los liberales de man-
tener una idea atomizada del yo —subjetivismo—. Según los comunitaristas los indi-
viduos se socializan en contextos, sólo en el seno de los cuales tienen sentido sus
elecciones morales, la subjetividad y el ejercicio de la propia razón.
La discusión, que se renovó en el último cuarto de nuestro siglo a partir de la pu-
blicación de Una teoría de la justicia de J. Rawls (1971), ha ido adquiriendo con el tiempo
nuevos perfiles y matices. En fin, no habría que olvidar que, tanto dentro de los comu-
nitaristas —M. Walzer, M. Sandel, A. Maclntyre, Ch. Taylor, etc. — como de los liberales
—J. Rawls, J. Habermas, R. Dworkin, etc. —, las posiciones son plurales y, por lo que al
comunitarismo se refiere, se dan importantes diferencias entre las propuestas neocon-
servadoras de Maclntyre, por ejemplo, y la crítica del malestar cultural y del atomismo
disgregador de nuestras sociedades, realizada por el propio Taylor. Los comunitaristas
señalan que sólo partiendo de la tradición en la que el sujeto se ha forjado, y desde su
entramado, podemos valorar con sentido nuestras elecciones morales, la subjetividad y
el ejercicio de la propia razón.
Según Taylor existen tres graves problemas en las sociedades liberales: 1) el sur-
gimiento del individualismo, que es visto como la destrucción de los horizontes de valor;
2) la primacía de la razón instrumental, que es vista como una reducción de la ra-
cionalidad al cálculo; y 3) el despotismo del sistema liberal, que induce fuertes riesgos
de pérdida de libertad individual y colectiva.
En La ética de la autenticidad (1991) Taylor se concentra en el primero de estos
problemas. En ella tratará de dibujar una alternativa que se caracterizará por el es-
fuerzo de recuperación de las fuentes propias de la moral. El individualismo se quiere
contrapesar con el reconocimiento de horizontes de valor y sentido que encarnan
determinadas tradiciones, las cuales son formas de reconocimiento comunitario que
dan vida a nuestra identidad. Taylor se afana en recuperar las fuentes olvidadas de lo
moral, fuentes que la filosofía moderna no ha comprendido adecuadamente. El libera-
lismo, el racionalismo y el naturalismo nos han alejado de nuestra moral real y de los
marcos de valores de la tradición cultural en los que constituimos nuestra identidad. Por
ese motivo, somos incapaces de explicarnos quiénes somos. Nuestra moral ha quedado
sin articulación y ése es uno los principales problemas morales.
Taylor profesa una desconfianza ante la filosofía moderna que también comparten
Alasdair MacIntyre, Michael Sendel, y Michael Walzer. Con ellos comparte Taylor una
sospecha filosófica hacia la epistemología de la modernidad y un intento de recuperar
la fundamentación de la moral, que no debiera haberse perdido con la revolución filo-
sófica moderna. En esa recuperación de la moral, Taylor —al igual que Rorty y Walzer—
rechaza el regreso a la modernidad. Pero no habría que confundir el pesimismo hacia la
modernidad de Taylor con aquellas instituciones verdaderamente modernas que Taylor
suscribe: la democracia, los derechos y las libertades, la tolerancia y la igualdad.
Taylor efectúa una interpretación hermenéutica del ser humano. Nuestro com-
portamiento requiere que superemos los límites de ese naturalismo que intenta com-
prender lo humano con los mismos moldes del modelo científico de las ciencias
naturales nacido en el siglo XVII. El naturalismo operaría desde la perspectiva obser-
vadora de la tercera persona y con el olvido de los elementos autointerpretativos en
primera persona, elementos que son decisorios para la definición de la misma. La
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interpretación que el actor humano hace de sí mismo y de los motivos de su acción sólo
pueden tomar cuerpo al materializarse en la expresión de un lenguaje valorativo dado.
Ese lenguaje es esencial para comprender los actos, los motivos y la identidad del sujeto
que los realiza y los formula. El naturalismo es incapaz de dar cuenta de esos rasgos
—lenguaje expresivo y contrastes cualitativos— que son elementos centrales a la hora
de entender el sentido que los humanos tratamos de dar a nuestras vidas.
El planteamiento de Taylor querrá reformular una estrategia teórica en la que se
enlacen dos elementos: 1) la reconstrucción del concepto de valor; y 2) la articulación de
un lenguaje moral propio resultado del análisis del entramado cultural de las socie-
dades desarrolladas. Este análisis se desarrollará en forma de una interpretación holista
de la sociedad en la que pasan a primer plano los elementos culturales por los que una
sociedad define sus metas y su identidad. Lo que se debate es la relación entre len-
guaje y mundo, distinguiéndose dos modelos: 1) el modelo naturalista, que entiende el
lenguaje como un conjunto designativo de signos que emplea un sujeto para describir y
manipular el mundo; y 2) el modelo hermenéutico alternativo al que Taylor se adscribe,
y que acentúa el carácter articulador del lenguaje dentro de una tradición o comunidad.
Y ese lenguaje articulado tiene tres funciones básicas: 1) una función expresiva,
según la cual los humanos formulamos cosas; 2) una función de desvelamiento, por la
que el lenguaje sirve para exponer algo entre interlocutores, generando un espacio pú-
blico y abierto; y 3) una función articuladora, por la que el lenguaje nos permite
formular y articular nuestras inquietudes más importantes, que son las características
humanas. Estas tres características del lenguaje; expresividad, desvelamiento y ca-
pacidad articuladora, son las que Taylor ve desplegarse en la tradición herderiana y
que, con Wittgenstein y Heidegger, se configuran en las ideas del papel constitutivo del
lenguaje del holismo significado, holismo que Taylor interpreta, en la tradición her-
menéutica, como visión internalista y reflexiva del sujeto.
Tayor critica lo que denomina el atomismo de la filosofía moral y de la política de la
modernidad y propone en su lugar un realismo ético. El atomismo liberal fomenta un
subjetivismo sin límites, pues sólo el suponer que el sujeto es capaz de no ser influido
por un horizonte de valor dado, esto es, una tradición o comunidad cultural y el con-
siderarlo indiferente a valores, hace comprensible que ese sujeto pueda elegir entre
valores diversos como si se hallara ubicado por encima de ellos. Esa ceguera ante los
valores es la que sostiene la reconstrucción liberal del orden social en base a los dere-
chos.
El ataque fundamental de Taylor irá contra la noción de derechos del individuo tal
como aparecen en la teoría política moderna —Locke, el liberalismo, el Estado gendar-
me,… etc. — y querrá analizarlo como horizontes de valor de las sociedades desarro-
lladas. La existencia de derechos no puede comprenderse desde los mecanismos de
adscripción reconstruidos por el contractualismo porque a toda adscripción de derechos
le antecede el reconocimiento del valor moral de aquel a quien tales derechos se
atribuyen. Son, por lo tanto, las propiedades esenciales de ese sujeto, sus capaci-
dades humanas, las que le definen como sujeto de derechos, a la vez que definen qué
derechos son esos. Tal reconocimiento del sustrato moral de los derechos implica, pues,
el reconocimiento ulterior de que sólo el reconocimiento de determinadas ideas de bien
puede explicar la formulación de alguna idea de justicia, de que sólo la articulación
valorativa puede explicar la dimensión de lo justo. Taylor considera que las teorías
liberales incurren en el espejismo de pensar que los sujetos pueden escoger determi-
nados bienes o normas al margen de horizontes sustantivos de valor, esto es, al
margen de una tradición cultural. Las teorías liberales, como en su día criticara el
autor comunitarista Sendel, dan por sentada una noción de yo aislado que le supone a
los sujetos una capacidad de elección ilimitada.
Taylor argumentará que la justificación de derechos sólo puede realizarse en base a
valores y a determinados estándares que fijan qué modo de vida puede considerarse
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pleno. La consecuencia de ello es que no podemos pretender razonablemente que una


forma de vida truncada sea moral para determinadas personas en base a defender que
tienen derecho a la misma.
Para Taylor tienen prioridad los valores, determinados por el horizonte de valor y
de sentido, sobre los derechos. La pertenencia a un horizonte de valor y de sentido se
articula de manera reflexiva en la conciencia de un sujeto a la hora de definirse a sí
mismo, a la hora de nombrar su identidad. Ésta aparece vinculada al reconocimiento de
los bienes más altos, que se expresan en forma de vida plena o deseable. La fuerza de las
formulaciones y articulaciones de esa deseabilidad de una forma plena de vida humana
implica una jerarquía de bienes y el reconocimiento de una cierta objetividad de bienes
superiores. Esos bienes superiores son los que configuran las fuentes que le recono-
cemos a la moral y revisten una fuerza objetiva para el sujeto. La crítica al atomismo y
al subjetivismo moderno puede construirse a contraluz de un reconocimiento de la
fuerza objetiva de determinados valores dentro de su horizonte de valor y de sentido.
Nuestra manera de ser habría de entenderse como identidad históricamente
construida: así, el realismo apelativo de Taylor se configura como un término medio
entre el planonismo objetivista de los valores y la mera construcción subjetiva de valores
y su tendencia a ser alterados según la voluntad de los sujetos. La autenticidad de-
pende del reconocimiento de la trascendencia de los horizontes de sentido, del hecho de
que tales horizontes no son meramente elegidos por el sujeto, pues, al apelar a ellos,
aparecen como independientes de su voluntad. Como dice Taylor lapidariamente: Los
horizontes nos son dados.
Con relación al multiculturalismo, la estrategia hermenéutica debe reconocer la
posibilidad de que existan formas de realización de lo humano inconmensurables entre
sí. Para hacernos inteligible nuestra manera de concebir un ideal de vida humana
plena, sólo podemos acudir al proceso histórico de su conformación. Taylor sugiere,
por tanto, que la posibilidad de crítica a la propia tradición podría ser la base de la
crítica a otras tradiciones. Carlos Thiebaut (cit) sospecha que tras el realismo de Taylor
opera un injustificado privilegio epistemológico —etnocentrismo— de nuestra propia
tradición. Si la tradición propia es una condición de posibilidad de cualquier compren-
sión de una tradición ajena, no por ello esa tradición ha de privilegiarse epistémicamente
como el único lugar desde el que comprender lo diferente. En efecto, cabe pensar que la
propia tradición puede y debe abandonarse a la hora de abordar el encuentro con otra,
al igual que el propio horizonte se modifica o se abandona al encontrar problemas
nuevos y situaciones nuevas.
En el planteamiento de Taylor el realismo de los valores parece remitirse a un valor
atribuido a la propia tradición. No cabe, por lo tanto, salir de nuestra piel ni someter a
crítica radical nuestra identidad, sino sólo proseguir el proceso de aprendizaje en el que,
históricamente, nos hemos contituído.
Taylor no oculta sus referencias y preferencias teístas. Según Carlos Thiebaut, en
la introducción de Ética de la autenticidad (Paidós, 1994), Taylor quiere reivindicar una
articulación de valores en clave religiosa, como hace también su compañero de
creencias Alasdair MacIntyre. La fuerza de las religiones le parece crucial para articular
los horizontes de valor y de sentido. No en vano —prosigue Carlos Thiebaut— su obra
está recibiendo particular atención en las revistas de teología. Esto ha hecho que se
levanten dudas por quienes no se consideran afines al teísmo —Quentin Skinner o Alan
Ryan— con respecto a si su crítica filosófica a la tradición moderna es excesiva para los
fines de la crítica social, politica y cultural, a tenor de la relevancia que Taylor le
concede al teísmo en la articulación de aquellas fuentes últimas de valor que se encarnan
en determinadas concepciones teístas del bien. Y, como dice el mismo Carlos Thiebaut
en la introducción de la Ética de la autenticidad, (ed. Paidós, UAB, 1994, p34), “el mal-
humor con el que Taylor responde a quienes le reprochan sus tendencias teístas parece

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confirmar lo excesivo de sus críticas”. Sin embargo a Carlos Gómez le parece discutible
que la adscripción al teísmo religioso sea lo que mueve la crítica de Taylor.
(Hablar de la propuesta libertaria de Woodcock (1975)).

6. JAVIER MUGUERZA y la filosofía española

JAVIER MUGUERZA nació en Coín, Málaga, Andalucía (España) el 7 de julio de 1936. Se


doctoró en filosofía por la Universidad de Madrid en 1965 con la tesis La filosofía de Frege
y el pensamiento contemporáneo. Ha sido el discípulo más destacado de José Luís López
Aranguren y José Ferrater Mora y también «el motor decisivo en el despegue de la filo-
sofía moral en este país». Con una sólida formación en Lógica y Filosofía de la Ciencia,
consagró los primeros años de su vida universitaria al estudio e implantación en España
de la discusión en torno a la filosofía analítica. Con todo, la insatisfacción ante de-
terminados planteamientos del análisis filósofico analítico le llevó a una distancia crí-
tica que expresó en su obra de 1977 La razón sin esperanza, concebida como una au-
tocrítica de la razón analítica. En efecto, aunque la filosofía analítica ha querido
presentarse a sí misma como heredera de la crítica kantiana del conocimiento realizada
con medios lingüísticos, se desentendía de aquellos interrogantes a los que Kant nunca
renunció, aun cuando no supiera resolverlos o aun cuando, al estimarlos irresolubles
dentro del ámbito de la razón teórica, los hiciera objeto de la razón práctica y, por ende,
postulados de una esperanza. Es el caso —argumenta Muguerza— del trascendenta-
lismo extremo de Apel, que parece olvidarse de los individuos reales, sustituyéndolos por
un Sujeto trascendental inmerso en la apeliana comunidad ideal de comunicación.
Al obrar de este modo, hay que reprocharle a Apel el haber sobrepasado con creces al
mismísimo padre del trascendentalismo que fue Kant, quien nunca desposeyó de su
protagonismo a los sujetos morales individuales. La «conciencia moral individual kantiana»
nunca cedió ante ninguna instancia trascendental.
Esas insuficiencias llevaron a Javier Muguerza a hacia otras corrientes filosóficas,
como el marxismo frankfurtiano y, por ahí, la hermenéutica y un largo etcétera, en el
que se incluyen las primeras referencias que se hicieron en España a autores después
tan debatidos como John Rawls o Charles Taylor.
Sin necesidad de reclamarse kantiano ni kantólogo, la impronta de Kant iba a ser
cada vez más acentuada en su pensamiento, al menos en lo que se refiere a los problemas
que Kant legó a la reflexión posterior, entre los cuales la relación de la ética y la religión
o, si se quiere, entre la razón práctica y los postulados de esperanza no ha sido des-
atendida, si bien, para Muguerza, esos postulados —a diferencia del de la libertad, que
resulta imprescindible— no añaden un ápice a lo más característico de la ética kantiana,
es decir, la categoricidad del deber que para nada requiere, según él, de ninguna te-
leología, por lo que la ética kantiana seguiría siendo la que es tanto si hubiera algo como
si no hubiera nada que esperar. Y aunque ello no niega necesariamente la posible
apertura a una visión de esperanza, Muguerza se encuentra aquí más cerca de la nos-
talgia y el anhelo de Horkheimer que de la confianza blochiana en la llegada a una
«patria de la identidad», que, teológica o secularizada, nadie estaría en condiciones de
asegurar. Ello no significa restar a la ética su ímpetu utópico, sólo que éste —al que
gusta denominar «utopía vertical»— se caracteriza más por la exigencia que por el re-
sultado, más por renovar en medio del curso de la historia la distancia entre el ser y el
deber-ser que por la confianza en que ambos puedan alguna vez confluir en un estado de
cosas cumplidamente apaciguador.
Estas y muchas otras cuestiones son abordadas en su densa y extensa obra Desde la
perplejidad (1990). Algunos de los principales debates en ella abordados se recogen
precisamente en el artículo incluido en esta antología, «La obediencia al derecho y el
imperativo de la disidencia». No obstante, cabría decir que las tensiones entre uni-
versalidad y autonomía de los principios éticos —que es uno de los problemas heredados
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por la reflexión filosófica de los planteamientos kantianos y al cual, como vimos, han
pretendido hacer frente, entre otras, las éticas discursivas— llevan a Muguerza a recoger
el aliento emancipatorio que en ellas anima, sin necesidad de plegarse a las propuestas
de K. O. Apel o de J. Habermas.
Por referirnos sólo a Habermas, Muguerza recela del cognoscitivismo de la ética ha-
bermasiana y del supuesto de que la discusión acerca de la corrección de las normas que
hayan de regirnos tenga necesariamente que desembocar en un consenso entre todos
los afectados. Pues la inevitable presuposición —contenida en toda argumentación— de
poder llegar a entender al otro no implica que hayamos de llegar a un entendimiento con
él, pudiendo el diálogo desembocar asimismo en un pacto o compromiso que canalizaría
la violencia sin uniformizar puntos de vista irrecusablemente plurales. De acuerdo con
ello, más que en la primera de las formulaciones del imperativo categórico kantiano —la
que se podría denominar el imperativo de la universalizabilidad, que es la que han tra-
tado de trasponer dialógicamente las éticas discursivas—, Javier Muguerza ha puesto
el énfasis en la segunda de esas formulaciones, aquella que todavía no nos dice cómo
hemos de obrar, pero sí al menos cómo no hemos de hacerlo, a saber, tratando al otro
como un simple medio para nuestros intereses en el olvido de que todo ser humano es al
mismo tiempo un fin en sí: «Obra de tal modo que tomes a la humanidad, tanto en tu
persona como en la de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como un fin y nunca so-
lamente como un medio». Formulación a la que Muguerza propone denominar impera-
tivo de la disidencia, porque, sin necesidad de rechazar la regla de las mayorías como
procedimiento de decisión política, impediría que cualquier mayoría, por abrumadora
que fuere, pudiera alzarse por encima de la conciencia de cada cual. Ese imperativo,
pues, no legitima a un individuo para imponer sus propios puntos de vista a una colec-
tividad, pero sí para desobedecer cualquier acuerdo o decisión colectiva que vaya en
contra de sus principios. A lo que Carlos Gómez añade en Revista de Filosofía, RNE que
«ese apartarse no significa que el disidente se pueda decantar por el terrorismo o el gol-
pismo porque deberá respetar las decisiones que corresponda tomar a los otros».
La crítica de Mugerza a Habermas insiste en que, si bien de acuerdo con el giro
lingüístico de la filosofía el trayecto de la ética contemporánea va de la conciencia al
discurso, quizá tal viaje sea un viaje de ida y vuelta, pues, por múltiplemente condi-
cionada que se encuentre, la conciencia es instancia irreductible de la ética. De
hecho, —señala Carlos Gómez en Revista de Filosofía, RNE— el propio Habermas re-
conoce cuando habla de bioética que en ese tipo de decisiones hay que remitirse a la
conciencia de cada cual. No deja de ser sorprendente que un hombre como Habermas
que se ha pasado la vida defendiendo la ética discursiva, diga que hay momentos en
que nos tenemos que remitir a algún tipo de decisionismo subjetivo o individualismo
ético.
Pero es precisamente ese individualismo ético el que posibilitará una funda-
mentación disensual de los derechos humanos —como la que Muguerza ha tratado de
mantener en su trabajo La alternativa del disenso (1988), que fue incluida en la obra
colectiva dirigida por Gregorio Peces Barba El fundamento de los derechos humanos
(1989)—, así como corregir los excesos comunitaristas de los que piensan que estamos
referidos al medio social o étnico que nos haya tocado en suerte vivir, por cuanto, sin
olvidar los peligros de abstracción del proclamado universalismo ético, el enraizamiento
en el contexto no tiene por qué atarnos a él. De ahí, en fin, que en la tensión entre
universalidad y autonomía, de la que comenzamos hablando, sea la autonomía la
que alcanza el primado, mientras que la universalidad, más que un punto de partida
que idealiza nuestra realidad, sería la realización de un ideal. Precisamente por todo lo
aducido dirá Muguerza que ser cosmopolita consiste en saber superar los fanatismos
particularistas —porque el nacionalismo es exclusivo y excluyente— sin renunciar por ello
a la pertenencia de una comunidad concreta.

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