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ARMANDO VILLEGAS: EL ARTISTA

Armando Villegas, reconocido artista nacido en Pomabamba (Perú) en 1926 y fallecido


el 29 de diciembre de 2013 en Bogotá.
Residió en Colombia desde 1951. Es considerado como una de las figuras más
representativas de la plástica latinoamericana. Perteneciente al grupo, que según
Marta Traba, introdujo la contemporaneidad artística en Colombia (al lado de Eduardo
Ramírez Villamizar, Fernando Botero, Enrique Grau, Alejandro Obregón y Guillermo
Wiedemann), cultivó con igual fervor el abstraccionismo y el arte figurativo, además de
dedicar durante la última década su esfuerzo a la creación de un millar de esculturas
elaboradas con material desechable, proponiendo así desde tres orillas distintas el
vigor de su arte, siempre tocado por sus raíces ancestrales.
Villegas fue finalista del Premio Príncipe de Asturias 2013 y recibió importantes
reconocimientos por su aporte artístico. Realizó exposiciones individuales en
numerosos países, combinando siempre su infatigable labor creativa con su pasión por
la pedagogía, ejercida en las más importantes universidades colombianas. Como
gestor cultural se le debe el sueño y la ejecución del Museo de Arte Contemporáneo
Bolivariano de Santa Marta.
Fue director de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Nacional de Colombia.
Gabriel García Márquez y Armando Villegas, 1979

En aquella época todo el mundo era joven. Pero había algo peor; a pesar de nuestra
juventud inverosimil, siempre encontrábamos a otros que eran más jóvenes que
nosotros, y eso nos causaba una sensación de peligro y una urgencia de terminar las
cosas que no nos dejaba disfrutar con calma de nuestra bien ganada juventud. Las
generaciones se empujaban unas a otras, sobre todo entre los poetas y los criminales,
y apenas si uno había acabado de hacer algo cuando ya se perfilaba alguien que
amenazaba con hacerlo mejor. A veces me encuentro por casualidad con alguna
fotografía de aquellos tiempos y no puedo reprimir un estremecimiento de lástima,
porque no me parece que en realidad los retratados fuéramos nosotros, sino que
fuéramos los hijos de nosotros mismos.

Bogotá era entonces una ciudad remota y lúgubre, donde estaba cayendo una llovizna
inclemente desde principios del siglo XVI. Yo padecí esa amargura por primera vez en
uno funesta tarde de enero, la más triste de mi vida, en que llegué de la costa con
trece años mal cumplidos, con un traje de manta negra que me habían recortado de mi
padre, y con un chaleco y sombrero, y un baúl de metal que tenía algo del esplendor
del Santo Sepulcro. Mi buena estrella, que pocas veces me ha fallado, me hizo el
inmenso favor de que no exista ninguna foto de aquella tarde.

Lo primero que me llamó la atención de esa sombría capital de 1943, fué que había
demasiados hombres de prisa en la calle, que todos estaban vestidos como yo, con
trajes negros y sombreros, que en cambio no se veía ninguna mujer. Me llamaron la
atención los enormes percherones que tiraban de los carros de cerveza bajo la lluvia,
las chispas de pirotecnia de los tranvías al doblar las esquinas bajo la lluvia, y los
estorbos del tránsito para dar paso a los entierros interminables bajo la lluvia. Eran los
entierros más lúgubres del mundo, con carrozas de altar mayor y los caballos
engringolados de terciopelo y morriones de plumones negros, y cadáveres de buenas
familias que se sentían los inventores de la muerte. Bajo la llovizna tenue de la Plaza
de las Nieves, a la salida de un funeral, vi por primera vez una mujer en las calles de
Bogotá, y era esbelta y sigilosa y con tanta prestancia como una reina de luto, pero me
quedé para siempre con la mitad de la ilusión, porque llevaba la cara cubierta con un
velo infranqueable.
La imagen de esa mujer, que todavía me inquieta, es una de mis escasas nostalgias
de aquella ciudad de pecado en la que casi todo era posible, menos hacer el amor.
Por eso he dicho alguna vez que el único heroísmo de mi vida, y el de mis
compañeros de generación, es haber sido jóvenes en la Bogotá de aquel tiempo. Mi
diversión más salaz era meterme los domingos en los tranvías de vidrios azules que
por cinco centavos giraban sin cesar desde la Plaza de Bolívar hasta la Avenida Chile,
y pasar en ellos esas tardes de desolación que parecían arrastrar una cola
interminable de otros domingos vacíos. Lo único que hacía durante el viaje de círculos
viciosos era leer libros de versos y versos y versos, a razón quizás de una cuadra de
versos por cada cuadra de la ciudad, hasta que se encendían las primeras luces en la
lluvia eterna, y entonces recorría los cafés taciturnos de la ciudad vieja en busca de
alguien que me hiciera la caridad de conversar conmigo sobre los versos y versos y
versos que acababa de leer. A veces encontraba a alguien, que era siempre un
hombre, y nos quedábamos hasta pasada la medio noche tomando café y fumando las
colillas de los cigarrillos que nosotros mismos habíamos consumido, y hablando de
versos y versos y versos, mientras en el resto del mundo la humanidad entera hacía el
amor.

Una de esas noches, o principios de 1954, y en una reunión de amigos, conocí a


Armando Villegas. Lo recuerdo muy bien desde el primer momento, porque el estaba
haciendo los mismos esfuerzos que yo porque nos floreciera un bigote indigente que ni
él ní yo nos hemos vuelto a quitar desde entonces, porque parecía tan macilento y mal
comido como yo, pero sobre todo porque no pude entender cómo era posible que se
sintiera en Bogotá como un nativo, mientras yo no tenía un instante de sosiego
tratando de encontrar detrás del olor de hollín de las calles el olor de guayabas
podridas del Caribe. Sólo lo entendí cuando supe que Armando Villegas venía de
Lima, la única ciudad más tenebrosa que la nuestra, donde además no había llovido
nunca y donde hacer el amor podía costar la vida.

Sin embargo, por lo que recuerdo mejor la noche en que conocí a Armando Villegas,
es porque yo regresaba de mis solitarios festivales poéticos en los tranvías, y por
primera vez me había ocurrido algo que merecía contarse. Ocurrió que en una de las
estaciones de Chapinero había subido un fauno en el tranvía. He dicho bien: un fauno.
Según el Diccionario de la Real Academia Española, un fauno es "un semidiós de los
campos y las selvas". Cada vez que releo esa definición desdichada, lamento que su
autor no hubiera estado allí aquella noche en que un fauno de carne y hueso subió en
el tranvía. Iba vestido a la moda de la época, como un señor canciller que regresara de
un funeral, pero lo delataban sus cuer, nos enroscados y sus barbas de chivo, y las
pezuñas muy bien cuidadas por debajo del pantalón de fantasía. El aire se impregnó
de su fragancia personal, pero nadie pareció advertir que era agua de lavanda, tal vez
porque el mismo diccionario la había repudiado como un galicismo para querer decir
agua de espliego.

Los únicos amigos a quienes yo les contaba estas cosas eran Álvaro Mutis, porque les
parecían extraordinarias aunque no las creía, y Gonzalo Mallarino, porque sabía que
eran verdad aunque no fueran ciertas. En una ocasión, los tres habíamos visto en el
atrio de San Francisco a una mujer que vendía unas tortugas de juguete y cuyas
cabezas se movían con una naturalidad asombrosa. Gonzalo Mallarino le preguntó a
la vendedora si esas tortugas eran de plástico o si estaban vivas, y ella le contestó:
“Son de plástico pero están vivas”.

Sin embargo, la noche en que vi el fauno en el tranvía ninguno de los dos estaba en su
teléfono, y yo me sofocaba con las ansias de contárselo a alguien. De modo que
cuando llegué a la fiesta de amigos donde conocí a Armando Villegas, solté la
revelación como si hubiera sido una granada de guerra:

“He visto un fauno en un tranvía”.

Nadie me hizo caso, salvo Armando Villegas. Más aun: me contó que en Pomabamba,
el pueblecito del Perú donde había nacido, los faunos y las faunas iban con sus crías
al mercado los domingos en la mañana, pero en los últimos tiempos se les veía cada
vez menos, porque los traficantes alemanes los desollaban vivos para vender sus
pieles como si fueran de vicuña a los peleteros de Hamburgo. Desde ese momento me
di cuenta de que Armando Villegas y yo no sólo seríamos amigos, sino algo todavía
más comprometedor: cómplices.

Armando Villegas: Guerrero del fauno


Yo trabajaba en la redacción de El Espectador, donde escribía reportajes de
actualidad y notas editoriales frívolas para burlar a la censura militar. Había escrito
algunos cuentos que Eduardo Zalamea, mi verdadero papá literario, publicaba en lo
primera página del mejor suplemento de artes y letras de la época, e inclusive había
escrito una nota de consagración en la que digo que eran cuentos muy buenos.
También sabía que el inolvidable Hernando Téllez le había dicho en privado al ex-
presidente Alberto Lleras que yo podía llegar a ser un escritor de los grandes si
lograba superar la peligrosa virtud de la facilidad. Pero no era más que eso, en una
ciudad donde había demasiada gente que creía ser mucho más.

La pintura en Colombia se estaba restableciendo entonces de los estragos del


muralismo mexicano y parecía a punto de naufragar en el pantano de la novedad
abstracta, pero ya todos los grandes nombres de hoy estaban disputándose la primera
fila. Armando Villegas era quien les enmarcaba los cuadros en la trastienda de una
galería, con serrucho y martillo, y se defendía muy bien con su oficio de carpintero
anónimo, mientras dedicaba sus pocas horas libres a pintar como lo ha hecho
siempre: con la fuerza y la tenacidad de un galeote. Sin ser famoso, estaba muy lejos
de ser un desconocido. Lo único que le faltaba era un padrino de peso, y no le hubiera
costado ningún trabajo conseguirlo.

Por eso recuerdo con tanta admiración, y con tanta gratitud, que hubiera tenido la
modestia de pedirme que le inaugurara su primera exposición importante en Bogotá.
Me quedé muy confundido, porque ambos estábamos rodeados de insignes
inauguradores profesionales, que de veras habían visto la mejor pintura del mundo y
tenían sus discursos escritos de antemano con citas en su idioma original clasificadas
por orden alfabético para cada ocasión. A pesar de eso, pensé que el acto de valor
civil de Armando Villegas merecía ser respondido con la misma sangre fría, y le con-
testé que sí. Aquella fue la única y la última exposición que presenté en mi vida, y
pensándolo bien, el único discurso que he pronunciado por mi propia voluntad. Delante
de todos los pontífices de la ciudad tuve esa vez los riñones de decir: “Tengo la
satisfactoria impresión de estar asistiendo al principio de una obra pictórica
asombrosa”. Hice bien en decirlo, porque eso fue hace 25 años, y ahora estoy
disfrutando de la satisfactoria impresión de no haberme equivocado.
ARMANDO VILLEGAS, O LA RESTITUCIÓN DE LO SAGRADO

Armando Villegas: Guerrero de los Halcones

La aventura de Armando Villegas es la del astronauta que decide vivir en la Cueva de


Altamira. Su grandioso itinerario artístico lo llevó de ser precursor del abstraccionismo
en Colombia a la imperativa decisión de poblar con sus abigarradas imágenes
ancestrales nuestro despojado espacio mítico. Que un pintor haya podido erigir con
tanta vitalidad un universo abstracto y otro figurativo —para muchos antípodas—, es
sin duda deslumbrante.

A comienzos de los años cincuenta, cuando el arte colombiano estaba infestado de


paisajes, adormilado por impresionistas tardíos, o sitiado por el indigenismo mexicano,
Villegas emprendía a contracorriente su itinerario creativo habiendo bebido del
Cubismo Sintético de Braque y del Constructivismo soñado en Latinoamérica por
Torres García —aquel gemelo uruguayo de Mondrian quien se esforzaba porque
nuestro convulso Sur fuera nuestro norte—. Y así, a su llegada del Perú en 1951, en la
provinciana y fría Bogotá de entonces, optó por confrontar a ese terrible dios geómetra
que rige a los artistas, con un cúmulo de obras donde la textura era protagónica y el
profuso empaste desplegaba un poderío expresivo jamás visto en el ingenuo territorio
—donde la norma era trabajar superficies lisas y frígidas—, mientras él pretendía
instaurar un erotismo matérico.

Villegas comenzó entonces su ininterrumpida creación de relieves, que rememoran las


improntas de la arqueología cuando nos reintegra un ser antediluviano; formas que no
le hablan solo a la vista sino también al tacto, por el sólo motivo de haber sido
engendradas en el milenario río del tiempo. Estas telas pintadas en el primer lustro de
los cincuenta, se vislumbraban ya como excepcionales tentativas de nuestro arte, que
intentaban convertir a la naturaleza en una ecuación cromática, para lo cual trabajó en
la recuperación de los tocapus —diseños geométricos incaicos—, fusionados con lo
más reciente de las manifestaciones no figurativas contemporáneas.
Armando Villegas: Muro atornasolado

Luego de un breve paso por su cubismo iniciático, le debemos al pintor su lúcido


adentrarse en el Expresionismo Abstracto, acudiendo a su rigurosa disciplina que
nunca lo abandona y ejercitando una singular capacidad para captar los acordes del
color, que se harán patentes desde su etapa inaugural, donde un contemplador agudo
puede escuchar el movimiento del agua (como en Muro atornasolado), adentrarse en
los meandros de un cráneo solar (como en Lo etéreo y lo terrenal), y sentir en esa
suerte de ciudad sumergida (que vislumbramos en Galeón) una música galáctica.
Entre 1960 y 1974, Villegas produjo una sucesión de obras cenitales —Personajes
secundarios, Escudo insólito o Mapa cósmico…—, que hoy fortalecen nuestra
cosmogonía visual. Pero durante ese año culminante, inaugura otra vertiente de su
ejercicio artístico, y así como se había obstinado por asimilar las manifestaciones del
siglo XX hasta desentrañar sus más secretos mecanismos expresivos, de pronto, por
una suerte de epifanía, se encontró testimoniando la existencia de unas figuras
fantásticas, de unos apacibles guerreros, que imponen un tiempo onírico: frágiles
seres que lucen protegidos por vistosos pájaros, lirios o demonios.

Estas creaturas que fueron obsesionándolo porque en ellas habita un misterio


insondable, pues a pesar de su linaje inconfundible siempre son distintas como las
nubes, con los años se fueron haciendo legión, hasta poblar no sólo centenares de sus
telas, sino el imaginario visual del país de la guerra incesante. Y de esta forma, los
seres que combaten en el universo de la magia y no en la más hostil realidad, se han
multiplicado en esa intensa procreación de casi cuarenta años; hasta ser un colosal
ejército como el de terracota, que construyera el emperador chino Quin en la provincia
de Shaanxi —que como nadie lo ha advertido, fue descubierto en ese mismo año,
cuando nacieron los guerreros poseídos por espíritus zoomorfos y geológicos de
Armando Villegas.

El yo es múltiple, pareciera decirnos Villegas, y sus representaciones masculinas de


enigmática dulzura, sus Venus deleitosas o sus Vírgenes del Maíz, son asistidas por
una fauna fantástica. Estas imágenes consagradas por un barroquismo y un carácter
hierático, o mejor, por su condición meditativa —en el sentido oriental de este término,
que alude al acto de pensar a la deriva: sin un centro preciso— permiten que sus
cuerpos adheridos a árboles atormentados o a flores alucinantes sean visitados con
frecuencia por el único pájaro que no soporta el cautiverio, aquel que defiende la
libertad a costa de su vida: el colibrí.

Pues estos guerreros se vislumbran libres como las figuras del sueño, reveladoras de
una extraordinaria simbiosis, de una fusión de realidades —y no mediante
una metamorfosis como lo ha sostenido la crítica—; son las representaciones que
complementan nuestro destino imaginario. Para ser más exactos, Villegas no pinta las
imágenes del sueño sino su estructura arquetípica, aquello que se manifiesta en su
más alta posibilidad simbólica, porque tal vez lo que se ha propuesto secretamente, es
el retorno del sueño, pero no como una científica exploración de los deseos, sino como
videncia. Y en consecuencia estos engendros conformados por su onirismo y sus
fuerzas más íntimas, son expuestos como nosotros, a un tiempo que no sólo nos ha
arrebatado los dioses, sino también los demonios y nuestros ídolos protectores.

Si el espectador se acerca a uno de estos cuadros compuestos por sustracción más


que por adición cromática, provenientes de una cielo rectangular negro; a sus figuras
de ojos inmensos que parecen soñados por la belladona, coronadas con pájaros
vegetales, y elaborados con cuchillas más que con pinceles, advierte una extraña
incandescencia, y lo visita el colorido de los tejidos de la cultura Paracas que el artista
ha incorporado en su fabulario plástico desde su infancia andina. Lo he visto pintar
algunas veces observando sobre su hombro y sé que la elaboración de estas obras,
se asemeja en algo al proceso de la escritura automática de los surrealistas, técnica
que propusieron para develar el inconsciente, y también que es similar a la
representación de las visiones de los viajeros de algunas plantas sagradas como el
yagé, donde el sueño es tan vigilado como vigilante. Por eso sería oportuno reiterar:
¿no es la necesaria sublevación del sueño lo que propone Villegas en su arte
figurativo?

Toda crisis de la imaginación antecede a una explosión barroca. El desbordamiento


estético que en América Latina brilló en la Colonia aún sigue encontrando cultivadores
excelsos donde su exuberancia se hace imprescindible y visceral. Y aunque este estilo
prexiste a su eclosión en el siglo XVII, también se renueva en nuestro tiempo distante
de su intención original decorativa, y próximo a una elaboración más esencial, cada
vez que un artista de linaje atemporal decide invadirnos con su ejército
fantasmagórico, y asistiendo a sus creaciones —como en el caso de Villegas— con
una avasalladora grandeza.

En la selva visual que ha construido cuando realiza su figuración, es fácil advertir las
cuidadosas texturas legadas por el ejercicio inicial del abstraccionismo, y claro, por
ese tributo a sus raíces, cuando pareciera evocar los vestidos de las muñecas de la
cultura Chancay o los trajes de las bailarinas de Ancash, que conoció en su infancia en
Pomabamba, mientras verbalizaba el mundo en quechua, su lengua materna. Y si
miramos con atención estos óleos de guerreros indefensos o sus sublimes peces
fósiles, creemos estar ante una pintura tallada, o mejor, frente a una sutil escultura en
lienzo, siendo víctimas de un artilugio singular.

Armando Villegas: Pescadonte

Brueghel, El Bosco, Blake, Goya y todos los genios de la alucinación, son pioneros del
camino trasegado por nuestro pintor durante seis décadas, con la diferencia de que los
seres tristes de Villegas no conocen el horror ni la destrucción como las creaturas de
sus predecesores, y además, de que son múltiples, que retoñan como un árbol, y se
funden en forma impasible con poderosos felinos o perturbadoras hechiceras. ¿No
será que estos guerreros, como lo he pensado desde que vi por primera vez uno de
sus lienzos originales, poseen algún secreto impronunciable, pues de no ser así por
qué existe siempre en ellos, como en las obras de los alquimistas, una invitación al
silencio? O para ser más específicos: ¿no está allí, en el supremo acto de callar, su
enseñanza misteriosa?

Armando Villegas: Sacerdote del silencio

Muchas veces he sentido al acercarme a algún integrante de su bosque de


gladiadores rituales, el paso rumoroso del tiempo. Cuando se contempla una de estas
obras que privilegian lo erosivo, tenemos la impresión de que algo ocurre sobre su
superficie, y que cada vez que emprende un trabajo toma esa nave temporal que se
llama memoria, en búsqueda de un mito de fundación.

¿Es su arte una emboscada de la luz? ¿O si no por qué produce tanta luminiscencia y
parece estar más cerca a nuestros ojos, como puede advertirse al colgar una de sus
obras en una pared con cuadros de otras autorías?

A mediados de los años ochenta regresó a lo no figurativo que le había abierto un


mundo cósmico, pero esta vez con técnicas mixtas, y realizó collages sobre cartón o
yute, integrando elementos cotidianos de esta sociedad de voracidad consumista, para
terminar construyendo piezas con la inocencia que a comienzos del siglo XX,
expresara el pintor suizo Paul Klee. Ensambló entonces algunas de extraordinaria
belleza, como Ícaro, Vigía y La luna no es de plata, múltiple consagración de su
abstraccionismo revisitado.

El artista fue por el futuro y encontró primero el barroco colonial, hasta llegar al pasado
totémico, y allí se fortaleció su tentativa de sacralizar el mundo. Hace unas décadas,
este hacedor de formas figurativas y abstractas, ha adicionado a su espectro estético
el prodigioso atributo de ritualizar objetos, y usando materiales diversos, como
semillas, corchos, latas, ha construido más de mil tótems, la mayoría de gran
fragilidad, en su empeño por convertir la basura de nuestra industriosa sociedad en un
artilugio mágico —como la poesía.

Villegas sabe que si el hombre quiere sobrevivir en este planeta profano, necesita de
una refundación de lo sagrado, y por eso su nostalgia chamánica es insaciable. Su
obra no invoca un movimiento externo, sino algo mucho más complejo, el llamado del
devenir, del roer de los segundos, y en las superficies lanceadas de sus óleos y en la
elementalidad primigenia de sus fetiches, de apariencia milenaria, capta los pasos de
ese felino invisible que llamamos tiempo.

Y como un sacerdote del silencio realiza su infatigable y laborioso trabajo para que la
pintura vuelva a ser sueño, magia, mito… Para que el individuo vuelva a ser mineral,
vegetal, animal; una criatura poblada de espíritus… Lúcida tenacidad la de un hombre
que eleva su expresión sin olvidar jamás lo elemental, que viaja al porvenir del arte sin
prescindir de sus inmemoriales orígenes, y que hace un par de años, cuando
culminábamos una entrevista, se adhirió sin condiciones al pensamiento de Sigmund
Freud que pareciera resumir también su pródiga existencia: “He sido un hombre
afortunado en la vida, pues nada me fue fácil”.
UNA OBRA PICTÓRICA ASOMBROSA

Armando Villegas: Autorretrato 2008

Por eso recuerdo con tanta admiración, y con tanta gratitud, que hubiera tenido la
modestia de permitirme que le inaugurara su primera exposición importante en Bogotá.
Me quedé muy confundido, porque ambos estábamos rodeados de insignes
inauguradores profesionales, que de veras habían visto la mejor pintura del mundo y
tenían discursos escritos de antemano con citas en su idioma original clasificadas por
orden alfabético para cada ocasión. A pesar de eso, pensé que el acto de valor civil de
Armando Villegas merecía ser respondido con la misma sangre fría, y le contesté que
sí. Aquella fue la única y la última exposición que presenté en mi vida y pensándolo
bien, el único discurso que he pronunciado por mi propia voluntad. Delante de todos
los pontífices de la ciudad tuve los riñones de decir: “Tengo la satisfactoria impresión
de estar asistiendo al principio de una obra pictórica asombrosa”.

Hice bien en decirlo, porque eso fue hace 25 años, y ahora estoy disfrutando de la
satisfactoria impresión de no haberme equivocado.
REPORTAJE CON ARMANDO VILLEGAS: LUZ ANCESTRAL

Armando Villegas en su estudio

Nació en Pomabamba, Ancash – Perú en 1926. Reside en Colombia desde 1950.


Pintor de gran reconocimiento internacional con exposiciones individuales en una
veintena de países. Su afortunada exploración en el arte abstracto y en el figurativo, su
condición de creador de objetos y su maestría como dibujante, lo sitúan como uno de
los personajes más completos del arte latinoamericano.

Primer Premio del Salón de artistas de Bogotá (1955), Mención de Honor I Bienal de
Quito (1968), y Medalla de Honor del Congreso de la República del Perú (2005). Fue
director de la facultad de Bellas Artes de la Universidad Nacional de Colombia.

Esta entrevista —homenaje a sus ochenta años de una vida consagrada al arte– es
una indagación sobre sus inicios y el desarrollo de la plástica en América Latina, sus
luminosas obsesiones creativas y su tradicional disciplina en búsqueda del «oro del
tiempo».

Tres antiguos relojes dieron las 3 de la tarde mientras aguardábamos en la sala


principal de su casa observando un grabado de Rembrandt y una cerámica que
realizara Picasso en la alfarería de Madoura. Nos movíamos cuidadosamente entre el
bello abigarramiento de la decoración. De pronto el saludo entusiasta de su esposa
Sonia Guerrero, arrebatándonos de nuestra silenciosa contemplación, nos hizo perder
momentáneamente el equilibrio provocando el oscilar de un enorme florero habitado
por especies exóticas.
«No es prudente tropezar en este lugar, en verdad...» —afirmó ella sonriendo mientras
observábamos a nuestro alrededor los objetos de delicados diseños, su colección de
exquisitos cristales, los numerosos Cristos de la colonia, los refinados santos de la
escuela quiteña, el acuario donde agonizaba un pez anaranjado, y una virgen de
Legarda.

Bajo el domo de su estudio invadido por su emblemática obra figurativa, sus recientes
creaciones abstractas y sus totémicas esculturas que irrumpían en inesperados sitios
semejando una invasión intergaláctica, nos llegaba la voz serena de Armando Villegas.
Lo oímos certificar la autenticidad de uno de sus cuadros a un hombre que había
acudido minutos antes que nosotros, para posteriormente opinar: «En verdad toda
obra es original, lo malo está en el plagio por lucro. Copiar es bueno por admiración,
por aprender técnicas o para rendir un homenaje. Una vez hice la réplica de un brazo
de Cristo, cuadro pintado por Obregón, que nunca pude comprar... Fue la forma de
satisfacer mi sueño» —dijo saludándonos desde lejos, y prosiguió: «Esta es una
cultura de la falsificación, todo lo han degradado, todo, hasta la luz...»

Poco después Martín, el gato birmano, verdadero rey de su dominio, arribó maullando
a la sala donde nos encontrábamos, y saltando sobre el sofá principal, se acomodó
como un centinela que espiaba incluso nuestra respiración.

«Son los últimos seres puntuales» —dijo entonces con entonación pausada el artista
que venía a nuestro encuentro con los brazos abiertos.

El gato observaba atento el acuario. Villegas impidiendo que comenzáramos la


entrevista se devolvió súbitamente con preocupación, con el propósito de observar un
pez que permanecía estático, mientras los otros comenzaron a girar intensamente a su
alrededor intentando devorarlo. Sugerimos diversas estrategias para controlar el
canibalismo acuático que comenzaba a desatarse, opinando con pasión e ignorancia
sobre piscicultura; y ya cuando recordábamos al «pez soluble» de Breton sin
decidirnos a actuar, apareció alguien con una pequeña red y sin mediar palabra lo
trasladó a un recipiente de vidrio, donde por instantes pareció revivir rondado por el
arrogante felino.

Entonces retornó el sosiego. Caminando al lugar elegido para la entrevista nos señaló
un hermoso óleo de Obregón, elogiándolo con generosidad. Nos invitó a apreciarlo,
reparando posteriormente en un cuadro de Corot y en el famoso dibujo que le hizo
Fernando Botero a Gonzalo Arango, cuya imaginaria obesidad nos hizo recordar por
un momento el rostro delgado —en verdad demacrado, esperpéntico— que
caracterizó siempre al Papa de la poesía Nadaísta.

—Gonzalo Arango gordo, qué extraordinaria imaginación... El arte debe fingir algunas
veces en su búsqueda reveladora —afirmó irónico.

Luego de ver parte de su colección privada, que corroboraba su obsesión vital por la
estética, y mientras preparábamos la grabadora, vimos como el gato Martín, más
sociable que su hermano Pablo— saltó sobre el pecho de Villegas para permanecer
allí adormilado durante toda la conversación.

—Su arribo a Colombia se produce en el año 50. ¿Por qué precisamente este destino?
—Por un malentendido. Yo había conocido en Lima a dos jóvenes colombianos que
estudiaban en la Escuela de Bellas Artes, quienes me informaron de un programa de
intercambio y me entusiasmé por venir a estudiar pintura mural. Con otro colega
peruano interesado en estudiar arquitectura hicimos el recorrido por la carretera
Panamericana. Cuando llegamos a Bogotá, nos presentamos casi de inmediato en el
Ministerio de Educación con el propósito de gestionar todo lo relacionado con el
programa y resultó que tal beca no existía. No había nadie que diera razón al respecto.
Allí sin embargo nos sugirieron que lo intentáramos en la Escuela de Bellas Artes para
probar la idoneidad y efectivamente después de nueve meses de estudio nos
concedieron una beca. Luego me vinculé a la Universidad Nacional y allí hice un
posgrado en pintura mural que era el propósito de mi viaje a Colombia.

—¿Cuál era su actividad artística en ese momento?

—Comencé a trabajar en la Galería el Callejón como ayudante de medio tiempo y el


resto del día estudiaba. Por entonces conocí a Álvaro Mutis, a quien pedí que
escribiera las palabras de presentación de mi primera exposición; él me dijo
inmediatamente que aceptaba, pero pasadas unas semanas, cuando le pregunté si
estaba listo el texto para elaborar el catálogo, contestó que no había tenido tiempo,
pero que le diría a un amigo suyo, que era periodista de El Espectador, para que
hiciera esta presentación. Ese inesperado cambio al comienzo no me agradó. Sin
embargo fue así como tuve mi primer contacto con Gabriel García Márquez, quien
escribió la generosa presentación de aquel catálogo inaugural. Gabo también estaba
en sus inicios y sus búsquedas, y desde entonces conservamos nuestra prolongada
amistad. Recuerdo que muchas veces él me dijo observando mi infaltable corbata: «Tú
debes ponerte un sobrenombre o un seudónimo, porque eres muy formal, y eso en
este país puede ser nefasto para un artista».

Armando Villegas: Personajes secundarios, 1962


—Usted ha declarado que al llegar a Colombia lo sorprendió un arte parroquial, ajeno
a todas las vanguardias…

—Cuando llegué este país padecía de un arte complaciente, decorativo. Ya habían


transcurrido cuarenta años, o más de las renovadoras vanguardias en el mundo, y
aquí aún estaban dedicados al paisajismo y a un impresionismo tardío. Algunas
décadas habían pasado de un arte impulsado por Klee, Kandisnky y Malevich donde
se marginaba la figuración, y aquí los artistas tenían como meta estudiar en la
Escuela de San Fernando en Madrid, en la que imperaba la ortodoxia. Ricardo
Borrero, Roberto Pizano y Epifanio Garay eran excelentes cultores de una técnica pero
a su vez exponentes de un anacronismo creativo. Fueron pintores academicistas que
no investigaban las complejidades de lo cromático ni proponían formas nuevas y que
olvidaban nuestro entorno cultural. Andrés de Santa María, por ejemplo, fue un artista
impresionista cuando este movimiento había desaparecido hacía algunas décadas en
el mundo. El arte colombiano era un escenario de momias, era el mausoleo de las
corrientes ya superadas en Occidente. Por eso resulta fundamental la década del
cincuenta donde se propiciaron corrientes más universales, pues en ella por primera
vez la plástica intenta nivelarse con las manifestaciones renovadoras del resto del
planeta y asistimos a la consolidación de artistas venidos de otras latitudes que
decidieron arraigarse en este país, dejando un legado importante.

—¿Cómo se vinculó posteriormente con el grupo de creadores de esa época?

—La verdad que no fue fácil. Yo no sólo era extranjero sino muy tímido. Extrañaba la
bohemia y las tertulias del Perú que eran más abiertas, más completas en el sentido
del aprendizaje. Allí compartíamos los hallazgos, hablábamos de la técnica, de las
influencias y del arte en general. Acá todo era distinto, nos reuníamos para tomar licor
y para hablar de temas muy diferentes al arte. Por ejemplo, no recuerdo haber visto
jamás pintar a ninguno de los colegas de generación, ni siquiera a Ramírez Villamizar,
quien era mi mejor amigo. En la plástica no había espíritu de agremiación. Los
sábados nos reuníamos para beber en la Candelaria en casa de Luis Vicens, un
escritor catalán. Recuerdo que García Márquez y yo éramos los más tímidos. También
él se quejaba de cierta soledad, en verdad, de cien años de soledad... Tanto que al
final terminábamos los dos hablando y contándonos historias de la infancia o
inventándolas. Fumábamos ansiosamente y bebíamos Cuba Libre. Luego la dueña de
la casa nos hacía cenar y nos despachaba.

—¿Cuándo se inicia en la docencia?

—Esta fue una década de gran crecimiento para mí. Para entonces Ignacio Gómez
Jaramillo, que era el padre de la escuela de muralismo en Colombia, fue mi maestro
en la Universidad Nacional. En el año 53 empecé a dictar clases. Ya para 1954 conocí
a Marta Traba, que recién había llegado de Europa y nos hicimos grandes amigos. Y
fue así como realizamos el primer programa sobre arte que fue narrado por Marta, en
la televisión en blanco y negro. Posteriormente en 1962 se fundó en Bogotá el Museo
de Arte Moderno y ella fue su primera directora, cargo en el que estuvo hasta 1967, y
en el que la sucedió Obregón.

Mi actividad como docente la ejercí del 58 al 64 en la Universidad de los Andes. Luego


durante el 65 y 66 estuve en la Javeriana, y del 73 al 2000 pertenecí a la Universidad
Nacional. En 1986 cuando se celebraba el centenario de la Escuela de Bellas Artes de
Bogotá, fui nombrado como su director, lo que constituyó un gran honor para mí,
porque yo era extranjero. En aquella época fueron mis alumnos: Luis Caballero,
Beatriz González y Ana Mercedes Hoyos.

—¿Usted cree que es posible enseñar una disciplina artística?

—El color indica peligro o placidez e ignoro si eso es posible enseñarlo. El dibujo
requiere de cierto virtuosismo que se puede aguzar y supongo que esto es probable
aprenderlo. Tal vez podemos guiar a alguien para que logre provocar el asombro, con
formas y colores, pero sospecho que lo más importante es que el maestro consiga
ayudar al alumno para que encuentre su liberación, que además de dar claves
técnicas pueda transmitir su insurrección interior. Se me hace imperioso decirlo para
concluir: El maestro debe propagar siempre en sus clases una pedagogía de la
libertad, de otra manera habrá esculpido en el viento.

—En el sentido dado por Bataille a la experiencia, ¿podría decir que Colombia ha
tenido muchos pintores pero muy pocos artistas?

—Un pintor o un dibujante es quien conoce la técnica, pero un artista debe contener
un cosmos estético en su interior. Para él no es posible enfrentarse a su obra sin
haber indagado previamente en las revoluciones de la plástica acontecidas desde las
cuevas de Lascaux hasta nuestro tiempo, y lo más importante, sin dejar en cada una
de sus creaciones la impronta de su feliz o perturbada existencia. El artista es por
tanto quien involucra en su arte la poesía, quien hace de su expresión un hecho
poético, porque lo posee la aguda conciencia de que su obra no es un simple
accidente, sino un proyecto vital.

—Algunos artistas de su generación fueron nombrados en una ocasión como los


pintores Trabistas. ¿Quiénes eran?

—Todo se debe en realidad a una fotografía de Hernán Díaz que salió en la revista
Semana y donde por primera vez aparecimos en grupo. Allí estábamos: Botero, Grau,
Ramírez Villamizar, Wiedeman, Obregón y yo. En realidad no fuimos un verdadero
grupo porque cada cual estaba en sus propias búsquedas, pero a todos nos unía para
entonces una buena confraternidad. En una ocasión invitaron a Obregón a una
exposición y a última hora pintó el ya mencionado brazo de Cristo. Llegó muy afanado
a buscarme al Callejón, porque yo tenía una cierta fama de alquimista y me dijo:
«¿Armando, qué hago para secar rápido el oleo?» Le dije que no se preocupara e hice
rápidamente algunos tratamientos que conocía y al otro día el cuadro estaba en la
exposición. Fue la primera obra de él que tuve en mis manos y esto me emocionó
mucho. Se vendió por una alta suma y yo hubiera deseado comprarlo. Tiempo
después él me obsequió un cuadro bellísimo y un gringo a quien le dictaba clases
terminó hurtándome esa obra. Pero posteriormente ocurrió algo increíble: supe que la
pintura fue donada por el gringo ladrón a un museo en Nueva York.

—¿Cómo describiría a Obregón?

—Él quiso emitir una actitud contraria a lo que era, Alejandro siempre fue una persona
tímida y proyectaba una furia y una pasión desenfrenada. Él estaba empeñado en
reproducir en Colombia la bohemia parisina que celebraron los artistas en Montmartre
a comienzos del siglo XX y su actitud le debió parecer a muchos por lo menos insólita.
Él propendía por una vida abierta y en sus embriagueces más famosas su actitud era
casi delincuencial. Era un pintor con indudables recursos, con poderío cromático. Y
aunque todos conocemos sus desmesuradas anécdotas, en una ocasión mientras
escanciábamos licor me dijo apoyándose en su mirada acerada: «Si tú no fueras buen
pintor te habría arrebatado a tu mujer»; al escucharlo me quedé perplejo y pensé por
primera vez que el arte me había servido para algo.

—¿Cree que la gloria de Botero es equiparable con su grandeza artística, por su


versatilidad como pintor, dibujante y escultor?

—Es importante resaltar que Botero es ante todo un dibujante. En sus inicios se
aproximó a la pintura de Piero della Francesca y tomó el color de Paul Cezanne, sin
embargo él jamás crea un problema pictórico. Por otra parte tampoco es un escultor,
pues alguien que lleva sus dibujos a tres dimensiones no es representativo de este
arte; escultor es quien se enfrenta a los problemas intrínsecos de la materia, del
volumen; no quien traslada una imagen a un arte convergente. Recuerdo que cuando
yo conocí a Botero —él fungía como Secretario de Cultura— y estaba muy
preocupado por imitar a Modigliani y lo hizo en su sentido opuesto, aumentando sus
formas, pero así mismo despojándolas del erotismo y del misterio, lo cual me parece
bastante radical. Repito, él simplemente colorea sus dibujos, usando el mismo
procedimiento del niño que aprende en sus cartillas, pero no se enfrenta a las
complejidades impuestas por lo cromático.

—Conocemos sus controvertidas opiniones sobre Enrique Grau…

—Grau fue un intelectual cuyo trabajo partió de la figuración expresionista con una
técnica refinada, no obstante me parece que es un artista “señorero”, proclive al
deleite de la burguesía, aunque haya logrado imponer su figuración en el inconsciente
colectivo, lo cual es notable… Grau nos ofrendó a su “Rita”, Arenas Betancourt a su
“Bolívar desnudo”, Obregón insertó en nuestra memoria cóndores y su pincelada
furiosa, Rayo sus cuerpos geométricos en preciso equilibrio, Botero inoculó a su
“Pedrito” y a sus gordas en el imaginario mundial. Y todo aquello se gestaba en la
década del cincuenta. Luego, de manera menos visible, podríamos agregar que
Eduardo Ramírez nos heredó sus simetrías metálicas, Leonel Góngora sus
“Bogotánicas”, el barranquillero Ángel Loochkartt insertó en nuestra tradición estética
sus congos del carnaval, Negret sus árboles rojos... Y yo creé a mis “guerreros” como
todos saben, que son retratos imaginarios, entre lo real maravilloso y el realismo
fantástico, que ya hacen parte de nuestra iconografía. En cuanto a ellos se me ha
acusado de que se repiten, pero yo opino lo contrario. Es como las figuras de la niebla:
siempre están en continua transformación. Además, algunas veces he pensado, que
en el acto de perseguir las mismas y cambiantes formas —como la gota de agua en la
roca— es donde radica la permanencia de un artista, es allí donde le es posible
plasmar un trazo en la memoria de nuestros contemporáneos.
Armando Villegas: Guerrero del arco iris

—¿Piensa que la brújula del arte colombiano está privilegiando en nuestros días los
nombres que Marta Traba excluyó?

—Es indudable. Toda ola tiene su resaca y la gente comprendió finalmente que ella
opinó con beligerancia sobre un corpus que estábamos construyendo con dificultad
varios artistas. Ella no inventó nada. Como a tantos artistas, a mí primero me elogió y
luego me persiguió, pues era ciclotímica. Cuando llegó a Colombia, artistas como
Acuña, Rómulo Rozo quien exploraba en lo precolombino y Marco Ospina en el
cubismo, y todos los mencionados antes en esta entrevista, ya estábamos
configurando nuestro universo imaginario. Pero con el tiempo uno pierde la memoria
—o se vuelve lúcido— y advierte que existen falsos profetas y que el eclipse que
pretendió instaurar la crítica argentina ya se diluyó. Mi relación con ella culminó un día
en que le esgrimí esta sentencia para defenderme de sus improperios: «Los críticos
pasan pero los artistas quedan»; y eso hoy a mis ochenta años me parece categórico.

—¿A qué pintores reconocidos del mundo conoció?

—Tuve la fortuna de conocer a Chagal. Mi encuentro con él sucedió en París cuando


un amigo me invitó a una exposición. La muestra me pareció tan maravillosa que hasta
llegué a pellizcar uno de los cuadros para traer un recuerdo del artista. Siempre he
sido muy fetichista (aún guardo una caja afelpada con pequeños tesoros recogidos en
las calles de mi infancia). Estábamos allí cuando de repente apareció una figura que
nos llamó la atención por su pelo encrespado y sus ojos profundamente azules. Era
precisamente Chagal. Mi amigo me presentó diciéndole que yo era un pintor
suramericano y él se interesó, y fue muy cordial. Yo le dije que estaba
enriqueciéndome con sus pinturas. Sonrió y me contestó: «Yo también he venido a
aprender, porque una cosa es tener las obras en el taller y otra que estén expuestas
en una galería». Se refirió a la mirada exterior que requiere el arte, a la necesaria
aprobación del espectador, y al momento en que uno es el contemplador externo de
su propia obra. Pues es allí, en los ojos del otro, donde el arte nace, donde se
consuma, donde se universaliza.

—¿Cómo ha sido su relación con los grandes iconos de la pintura latinoamericana:


Tamayo, Guayasamín, Lam…?

—A Tamayo lo conocí en México en el año 77. Tuve la oportunidad de charlar con él y


conocer la magnitud y la importancia de su obra. En él se funde toda la tradición
precolombina, su trabajo matérico, su colorido y su folclor, que lo han consolidado
como uno de los grandes maestros latinoamericanos. En cuanto a mis relaciones con
Guayasamín siempre fueron de respeto y cordialidad, pues aunque era dogmático
de la Izquierda, yo por ser apolítico me acoplé a esos diferentes afectos. La política
comercia con lo más abyecto y efímero del ser humano, mientras que el arte pretende
un matrimonio con lo sublime. Con Guayasamín sostuvimos una gran amistad. Él me
visitaba siempre que venía a Colombia. Algún día hicimos un trueque de obras (una
cabeza mía, por una de él), y ese intercambio de cabezas —suena divertido— nos
unió mucho. En cierta ocasión en que yo no estaba en casa, vino a visitarme y con un
marcador dejó una extensa y cariñosa dedicatoria en un muro. Sobra decir que nunca
pintaré esa pared. Cuando venía a Bogotá y alguien le encargaba un cuadro, yo le
prestaba bastidores y materiales.

—¿Cree que América Latina ha tenido un artista universal?

—Nunca hemos tenido un artista genial exceptuando al uruguayo Joaquín Torres


García, quien sería el gran maestro de la abstracción y con cuyo legado yo vine a
Colombia…

—¿Y los muralistas mexicanos no le parecen lo suficientemente significativos?

—Orozco, Rivera, Siqueiros, constituyen una escuela extraordinaria donde el dibujo


imperaba sobre la pintura, pero en ocasiones su arte era tan sólo testimonial. Quien
más se acercó a la genialidad fue Rufino Tamayo, un extraordinario artista.
Armando Villegas

—Usted es considerado por algunos críticos como el precursor del abstraccionismo en


Colombia…

—Es curioso, la gente siempre piensa en Wiedemann, lo cual es falso. Cuando conocí
a Guillermo, éste era un artista figurativo y desdeñaba de la abstracción. Fue por
consejo de su esposa Cristina que exploró en aquel territorio que le parecía facilista.
Sin embargo creo que su arte es anecdótico, porque se puede ser anecdótico en el
arte abstracto, lo cual muchas veces se ignora. En Colombia yo comencé la
investigación en contra de lo figurativo con Eduardo Ramírez Villamizar y Guillermo
Silva Santamaría. En 1958 obtuve el segundo puesto en el Salón Nacional de Artistas
con un cuadro abstracto, y era la primera vez que alguien concursaba con una obra de
ese tipo en este país de paisajistas. Es propicio añadir que el arte abstracto se ha
prestado para muchas especulaciones y que ya va siendo tiempo de otro
Renacimiento,pero la premisa es la siguiente: «Nunca creas en un artista abstracto
que no sepa dibujar».

—Hay un desatado colorido en sus abstractos y una lúdica casi infantil en toda su obra
escultórica...

—Toda mi obra ha sido una permanente búsqueda del color original, del primer color,
del único color, que en verdad es el blanco; pues en el rayo de luz están todos los
colores. Es una experiencia casi mística, para la cual trabajo todos los días. En cuanto
a la lúdica, que siempre me obsesiona, es el feliz hallazgo de aquello que permanece
oculto en los pliegues de una memoria ancestral.
—¿La historia de Armando Villegas es una regresión a las ancestrales culturas
prehispánicas, asumiendo las vanguardias pictóricas del siglo XX como el Cubismo y
el Abstracto cuando buscaron el arte de los orígenes?

—Cierto, creo haber sido en Latinoamérica el pionero de muchas búsquedas y


hallazgos dentro de los infinitos universos de mis antepasados Incas. La recuperación
del tocapu (palabra quechua que significa geometría), que utilizaban en la decoración
de sus tejidos, y que fue fundamento de su sistema y de sus composiciones
abstractas, ha estado latente a lo largo de mi obra, quizá desde los inicios mismos
hasta las más recientes creaciones. Han existido sin embargo búsquedas similares
como la del mexicano Rufino Tamayo, quien decidió también remontarse a sus raíces,
sin perder el horizonte del arte llamado Occidental. El caso de Lam es distinto pues él
buscó en el arte africano, y en cuanto a Szyszlo —de ascendencia polaca— se le
critica mucho en el Perú, por bautizar en quechua sus abstractos; actitud que para
algunos denota una impostación en su universo creativo. Aunque es un pintor muy
culto existe algo marcadamente intelectual en la búsqueda de sus raíces Incas. Yo, en
cambio, llevo eso muy adentro, en mi origen, nací en Pomabamba y además soy
quechu-hablante. Por otra parte confieso que hay grandes artistas universales
orientadores de mi obra, como el suizo Paul Klee, por ejemplo.

Villegas se levantó con agilidad. Nos invitó a su estudio con el propósito de que lo
viéramos pintar. Tomó un pequeño cuadro que estaba en proceso y comenzó a
explicarnos su técnica. Fue rayando la superficie pintada hasta que después de
algunos minutos pudimos vislumbrar el rostro de un guerrero. Vimos la exactitud que
demandaba su trabajo pictórico. Abstraído se entregó a su obra, sin reparar en nuestra
presencia, imponiendo una fértil soledad. Luego agregó:

—Como pueden apreciar yo pinto al contrario. Mis cuadros son como negativos, el
proceso singular que utilizo potencia su luminosidad. En verdad es como pintar en un
espejo. Primero hago una mancha oscura y después voy levantando el color con
cuchillas y espátulas. Es una operación quirúrgica, de la que depende su alto
contraste. Es una técnica escultórica aplicada a la pintura, una fórmula de sustracción
más que de adición, como cuando el tallador decide hallar la forma que duerme en lo
profundo de la piedra o del mármol. Quizá soy íntimamente tan solo un escultor.

Supimos por las dilatadas pupilas de Martín que había anochecido. Armando Villegas
había hecho una remembranza de más de medio siglo por sus raíces, desde aquella
neblinosa mañana en que por primera vez llegó a Bogotá en busca de su sueño
pictórico.

Entonces nos invitó a un recorrido por su obra, precedidos del ronroneo felino.
Entramos a las pluralidades de sus signos y enigmas. Con él iniciamos la
peregrinación por sus formas geométricas. Conocimos los vínculos del la madera en
sus esculturas, las sensibles alianzas de sus elementos reciclados, sus formas
totémicas, esas fusiones de materia y espíritu que él ha decidido llamar una
iconografía fantástica. Vimos sus seres de luz, sus tradicionales guerreros de los que
asoman indistintamente serpientes aladas, duendes, pájaros, lagartos, y que parecen
surgidos de una profunda oscuridad.

Contemplamos sus seres mitológicos, sus sagradas inscripciones Incas, sus lienzos
donde gravitan vigías o soles lejanos. Nos asomamos a sus códigos esotéricos, a esos
espacios que el artista transmuta para imprimir su sello original, a toda esa inmensa
gama de su creación bautizada con ese secreto toque de una poética que hace parte
integral de su vida.

La entrevista llegaba a su fin y mientras procedíamos a despedirnos ocurrió algo


inesperado que todavía nos maravilla. Cuando nos preparábamos para abandonar su
casa, advertimos que mudaban algunos objetos para otro recinto, y que unos cuadros
de Wilfredo Lam, recostados en el inmenso portón, debían ser trasladados
cuidadosamente. Corrimos prestos a ayudar en esa inolvidable operación, que nos
permitiría contar a los amigos —para su asombro—, la suerte de haber cargado por
algunos segundos las memoriosas pinturas de ese cubano universal.

Dejamos los Lam en el sitio elegido notando que Villegas sonreía por nuestra
puerilidad. Su felino consentido —y quizá su interlocutor más perfecto— contemplaba
la luna llena de febrero, y entonces sentimos las vibraciones luminosas del senderito
de piedra que nos condujo a la salida.

Los perros ladraron cuando abrimos la gran puerta principal.

(Entrevista realizada para la Revista Común Presencia No. 18, Bogotá 2006)
NUEVA DOCTRINA DE LA PINTURA

Armando Villegas: Autorretrato 1959

Armando Villegas ha llegado, en su obra correspondiente a 1959, a la comprensión de


que el arte de nuestro tiempo está cada vez más desligado de la genial temeridad de
unos pocos artistas, y prefiere, en cambio, manejar los conceptos pictóricos que dan
expresión a una nueva doctrina de la pintura...

Armando Villegas ha llegado a este entendimiento después de pasar durante cinco


años, por la experiencia de una pintura figurativa que recibió con pasividad todas las
influencias sintetizantes del arte contemporáneo: de una pintura semifigurativa que
anhelaba establecerse sobre las antiguas tradiciones mágico-geométricas de la
artesanía precolombina: y de una pintura, por fin, ya casi completamente abstracta,
preocupada esta vez por conseguir fuertes construcciones de planos, en la cual ya se
advertía un interés vivo por la materia. A través de esas experiencias, Villegas
controlaba, y al mismo tiempo delataba, su inclinación hacia un color lírico y su
entusiasmo por agregarle al cuadro los valores tangibles de las texturas. Al hacer
desaparecer casi totalmente en esta última fase las estructuras formales, no ha hecho
más que dar rienda suelta a sus inclinaciones y se ha aproximado velozmente al
tachismo, a la mancha de color que propone un dejarse ir hacia el sentimiento puro...

Mientras que en Europa ya se ha pronunciado alguna vez la palabra decadencia, en


Latinoamérica el arte abstracto apenas inicia su camino: ya no puede ser
históricamente beligerante, pero sí puede ser, en cambio, involuntariamente didáctico,
enseñando a ver la fuerza de los elementos de la pintura. Esta exposición tiene pues,
además de sus valores particulares, una función que no debería pasar inadvertida
para un público aún vacilante y muchas veces hostil al arte contemporáneo.

VILLEGAS Y LA CONSOLIDACIÓN DEL ARTE MODERNO

La segunda mitad de la década de los 50 es el breve y decisivo período en que se


consolida, de manera irreversible, el nuevo arte colombiano.

Dispuestos a librar la batalla de la pintura —escribiría en Semana la crítica Marta


Traba, en septiembre de 1959— los artistas colombianos llegaron a las mismas
conclusiones que 30 años antes, habían proclamado los precursores europeos: a) la
doble salida del arte moderno es la figuración y la abstracción: b) abolido su
compromiso con la realidad, la figuración será siempre expresionista, es decir, siempre
apoyará enfáticamente un elemento y hará perder la estabilidad real del cuadro; c) por
aquel mismo divorcio con la naturaleza, la figuración inventará libremente sus formas y
ningún modo será comparable al real.

Destaca Marta Traba nombres que ya han aparecido en este texto: Alejandro
Obregón, Eduardo Ramírez Villamizar, Edgar Negret, Guillermo Wiedemann y
Armando Villegas —entre otros. Y, sin duda, por la persistencia y pasión con que
Traba defenderá y analizará las obras de Fernando Botero o Enrique Grau es de
suponer que también estos artistas son parte de ese "batallón" que "libra la batalla de
la pintura". Es decir: la nueva pintura colombiana, oscilando ya entre la figuración
antinaturalista y la abstracción, en todos sus grados de expresión.
El año de 1959 no es sólo el cierre de una década. En el caso de Villegas, a seis años
de su primera muestra individual, significa la consolidación de un estilo personal,
reconocible en sus signos, diverso por lo auténtico, imprevisible por las puertas
entreabiertas o entornadas construidas en el interior mismo de sus obras.

En 1958 Villegas concursa en el XI Salón de Artistas Colombianos.

Si se examina superficialmente el catálogo del evento, en cuyas cubierta y


contracubierta se reproducen el primero y segundo premios, se podrá constatar que,
en aquel año, el arte colombiano ha cruzado ya el umbral de la tradición anterior para
entrar, con pleno derecho, en las formas de la modernidad más radical. Si se exceptúa
la obra de Julio Castillo (Niños), pieza en la cual hace una vaga presencia cierto
cubismo lírico, la casi totalidad de los artistas premiados y mencionados en las
distintas "categorías" abandonan la figuración académica para experimentar en
corrientes de otro signo.

Veremos allí las obras de Judith Márquez, Ramírez Villamizar, Miguel Ángel Torres,
Manuel Hernández, David Manzur, Luis Fernando Robles, Cecilia Porras de Child,
Luciano Jaramillo, Enrique Carrizosa y Samuel Montealegre, todas ellas pugnando por
alcanzar un equilibrio (o decidiéndose radicalmente, como en Ramírez Villamizar)
entre el arte figurativo y el arte abstracto. Sólo las obras de Lucía Uribe y Margarita
Lozano (retrato y paisaje con gallos, respectivamente), parecen ancladas en el
equilibrio tradicional.

No resulta ocioso reseñar este Salón ni describir su catálogo. En la cubierta, impresa


en rudimentaria separación de colores (fondo azul), se destaca el Primer Premio del
Ministerio de Educación: La camera degli sposi,de Fernando Botero. En la
contracubierta, Azul, lila, verde-luz de Armando Villegas, que obtiene el Segundo
Premio. La obra de Botero, un claro homenaje a Mantegna, de dimensiones
extraordinarias (200 x 170 cm), mereció adjetivos de desconcierto, según lo reseñaría
Marta Traba en la revista Semana: "extraña", "desmesurada", "tremenda", "confusa",
"incómoda", estos fueron os adjetivos endilgados por cierta "crítica" a la tela.

De esta forma, la variación a un tema de Mantegna se reducía a la incomprensión. La


obra ganadora introducía, en sus desproporciones deliberadas, en el hálito del humor
que la recorre y en la sutil irreverencia de algunos gestos, lo que la misma Traba llamó
"el feísmo" en la pintura colombiana.

A falta de otro adjetivo, Botero perfeccionará su estilo hasta los límites peligrosos del
manierismo. Estaba creando un universo propio, yendo y viniendo de la tradición
clásica italiana a la propuesta menos ortodoxa de la figuración moderna.

La obra de Villegas, en cambio, estaba en una zona opuesta. Obra abstracta, cuya
procedencia cubista es inocultable, da la impresión de levantarse hacia el espacio
superior con los efectos de construcciones geométricas perfiladas verticalmente como
agujas o torres góticas. La figuración ha desaparecido "casi" del todo. Son las formas,
imbricadas en aquel conjunto de colores que estallan o se difuminan, resaltan o se
empalidecen, los elementos constitutivos de una pieza que podía haber dado pie a
esta nueva "querella de antiguos y modernos". El límite o medida del cuadro es sólo
una convención en un lienzo que podría reventar hacia dimensiones mayores. No hay
anécdota (sí existe en la pieza de Botero) ni referencia alguna al mundo exterior:
aquello que se pinta es aquello que se imagina en el proceso de la composición; la
unidad se alcanza por la conjunción de formas y colores. Es una realidad —otra— por
decirlo en términos de Michel Tapié.

He aquí, ejemplificado en dos tendencias, el conflicto enriquecedor de la pintura


moderna en la Colombia de los años cincuenta. Las dos obras son, indudablemente,
ejemplos de la ruptura que se ha operado en el arte colombiano. Que se haya elegido
la figuración "feísta" (o simbólica) de Botero en detrimento (a efectos del premio) de la
abstracción de Villegas, talvez revele algún temor escondido a un arte todavía no
asimilado del todo. Preferimos ver, suspicacias aparte, un fallo revelador: el
academicismo realista o naturalista, la pintura de intenciones sociológicas acababa de
perder la partida.

Al hacer un drástico balance de las artes plásticas colombianas en 1958, Marta Traba
señalaba aciertos, balbuceos y vacilaciones. Al afirmar que las incursiones en el
abstraccionismo "son verdaderamente lamentables" y "pobres" las de la figuración,
salva, no obstante, las obras de Villegas y Wiedemann, a quienes les atribuye el
sostenimiento de una calidad ya reconocida en años anteriores.

Habrá que esperar a 1959, cuando Villegas realiza su exposición individual en la


Biblioteca Nacional, promovida por el Ministerio de Educación, para que los juicios de
Traba se centren exclusivamente en esta obra "pionera" que ya ha abandonado las
huellas de la figuración para asumirse como aventura abstraccionista. "Al hacer
desaparecer casi totalmente en esta última fase las estructuras formales —escribe—,
no ha hecho más que dar rienda suelta a sus inclinaciones y se ha aproximado
velozmente al machismo, a la mancha de color que propone un 'dejarse ir' hacia el
sentimiento puro".
Marta Traba señala el carácter "casi inédito" de esta pintura y pone de presente que,
cuando en Europa se dan señales de decadencia en las tendencias abstractas, "en
Latinoamérica el arte abstracto apenas inicia su camino". Camino que, por otra parte,
encuentra en Villegas un ejemplo con "valores particulares".

Insistir en las opiniones de Marta Traba no es exagerado: desde su llegada a


Colombia, es "la crítica de arte" que más cerca está de las nuevas corrientes,
exigiendo y concediendo, polemizando y teorizando, a veces con el acento pasional
que exige todo momento de ruptura. Califica y descalifica, es cierto, pero su propósito
no es otro que el de abrir el más amplio espacio al arte moderno. La respetuosa y
respetable función cumplida por los críticos que le precedieron, empalidece ante el
lenguaje polémico, sustentado en una amplia cultura humanística, que Marta Traba
pone a funcionar en Colombia y, más tarde, en América Latina, volviendo suya la
causa contra el muralismo residual, por ejemplo, el realismo social y el indigenismo.

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