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1. «¡No es un ángel!»
Eso está más que claro. A veces
vivimos en la cultura de la
exigencia. Queremos que todo sea
perfecto en las personas. Pero,
¡todos tenemos flaquezas! Exigimos
del sacerdote alegría 100%,
disponibilidad 24/7, entrega total,
etc. El sacerdote es una
persona como nosotros, que
siente pena y alegría, que se
cansa, que lucha por combatir sus imperfecciones. No es
un ángel. También trabaja en mejorar sus defectos, en cambiar
las cosas negativas que hay en él, en crecer humana y
espiritualmente. Es bueno esperar mucho de un sacerdote,
pero debemos saber que también es un hombre. Respetarlo
como es, aceptarlo con sus dones e imperfecciones. Ayudarlo,
colaborar con él. Dice San Alberto Hurtado que «… es un
mediador entre Dios y el pueblo en lo que concierne a las
realidades divinas». Fácil sería que fuese un santo, listo para
irse al cielo, pero no es así, tiene imperfecciones como tú y yo.
Lo bueno es que trabaja arduamente por mejorar y superarse,
sabe que este es el camino hacia la perfección.
«(… ) otras tantas veces me ha dicho: “Te basta mi gracia, ya
que la fuerza se pone de manifiesto en la debilidad”. “Y me
complazco en soportar por Cristo debilidades, injurias,
necesidades, persecuciones y angustias, porque cuando me
siento débil, entonces es cuando soy fuerte”» (2 Corintios 12,
9-10).
7. «No es un superhombre»
No es un superhéroe ni un
superhombre, pero ¡vaya que
ayuda! Nos trae todos los días a
Jesús en la Eucaristía, ¡lo tiene en
sus manos! Además, acerca a
muchos al Evangelio y al camino
recto, sale en busca de la oveja
perdida y la trae de vuelta al
rebaño, perdona los pecados
en nombre de Dios, lleva luz
donde hay oscuridad, ayuda a que la semilla de la fe
crezca en nuestros corazones, nos guía, nos ama, nos
corrige e instruye. El sacerdote no será un superhombre, pero
es un auténtico hermano, un buen amigo, un gran padre y un
fiel hijo de la Iglesia. Nunca olvidemos pedirle al Señor por
nuestros hermanos sacerdotes de todo el mundo para que les
ilumine el camino, les de perseverancia y un corazón
sacerdotal auténtico, en fin, que les haga instrumentos de su
amor y misericordia en medio del mundo de hoy.
«No me eligieron ustedes a mí; fui yo quien los elegí a ustedes.
Y los he destinado para que vayan y den fruto abundante y
duradero… como no pertenecen al mundo, porque yo los elegí
y los saqué de él, por eso el mundo los odia. Recuerden que
dije: “Ningún siervo es superior a su señor”»(Juan 15, 16.19-
20).
Podemos concluir con las mismas palabras de San
Alberto Hurtado:
«Los cristianos sabemos que hay un solo sacerdote (Cristo) en
quien reside la plenitud del sacerdocio. Pero Él sabe que
nosotros necesitamos signos palpables y ¿qué signos más
palpables que las personas humanas?. Y por eso, Él que se
dejó ver y tocar por los habitantes de Palestina, ha querido
continuarse en todos los puntos del espacio y del
tiempo por sacerdotes, hombres sujetos a un hombre; a
quienes los cristianos miren como los ministros de Cristo y
dispensadores de los misterios de Dios».