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No es Dios el que castiga el pecado, sino que es éste el que contiene en sí mismo su
castigo. Esto supone que el castigo no sigue simplemente al pecado, ya pasado, sino que
el pecado permanece. En efecto, el pecado no es sólo una mala acción exterior; es
también una decisión personal. Toda acción tiene un carácter transitorio en su aspecto
exterior, pero en su núcleo permanece. Este núcleo de cada acción es la decisión por la
cual la persona se realiza en una cierta dirección: es la actitud que ella adopta. Por eso
se puede hablar de estado de pecado o estado de gracia.
Sin embargo, ese estado no puede ser considerado ni como algo jurídico - una especie de
"libro de cuentas del tribunal divino"-, pues es estado en cuanto que es "actitud"; ni
tampoco como algo definitivo, pues mientras estamos en la tierra no hay estado de
gracia sin tentaciones, ni estado de pecado sin solicitaciones de la gracia.
Esto nos lleva a un examen crítico de la verdad católica. según la cual, tras la remisión
de los pecados, pueden quedar "penas temporales" que hemos de padecer en esta vida, o
purificar (en el purgatorio) o ser remitidas (indulgencias). Según la explicación habitual,
aunque la falta se ha perdonado, no han sido remitidas sus penas. Sin embargo, esta
explicación recuerda mucho una situación jurídica, posible sólo porque tales castigos
son el signo que revela (aunque también puede ocultar) la actitud del culpable. Pero las
penas temporales de que aquí se trata no son las jurídicas, sino que se encuentran en el
orden de nuestra relación con Dios, igual que la "pena eterna" por la obstinación en el
mal. Y si esta pena eterna es remitida cuando se perdona el pecado mortal, ¿qué
significa que el pecador haya de padecer todavía penas temporales? Las penas
temporales significan -aquí podemos continuar identificando castigo y actitud culpable-
que nuestra actitud no ha sido todavía perfectamente purificada, que la buena actitud
fundamental está todavía envuelta en actitudes periféricas malas. El pur gatorio
representa la purificación definitiva de estas actitudes, y la indulgencia es una bendición
dada a nuestras purificaciones, aunque falsamente se la haya presentado como remisión
de una pena exterior.
En su sentido más profundo, el castigo no se enc uentra, pues, fuera del pecado, sino que
coincide con él. Ahora bien, el pecado se erige fuera del hombre y contra él, en la
medida en que ambos no se identifican. El pecado aprisiona al hombre y causa su
muerte. Esto es claro en pecados específicos (homicidio, toda injusticia...), pero, ¿es
propio de la misma naturaleza del pecado el oprimir al hombre?, ¿en qué medida?,
¿cómo la muerte, la soledad, la angustia resultan del apartarse de Dios?, ¿el pecador se
pierde porque pierde a Dios, se autodestruye porque se aparta de Él?
Aquel que es fuente de su ser. Tales argumentos sólo muestran que el pecador trabaja
en su autodestrucción; pero el pecador hace más que eso: lleva a cabo una acción
esencialmente "ambivalente"; se esfuerza por lograr un bien, por realizar un valor, pero
lo hace contra la alianza de Dios, de modo negativo y destructor. Dicho de otro modo: el
pecado es negativo, pero concretiza su rechazo en una acción positiva, que es en
cualquier caso una autoafirmación. Y no puede dejar de serlo, pues la creatura no puede
dejar de realizarse; ni puede aniquilarse por la misma razón que tampoco puede darse a
si mismo la existencia: el ser o no ser no está al alcance de su poder.
Será útil, por último, indicar la repercusión del pecado en nuestra existencia y actividad
en el plano natural. Para responder a esta cuestión hay que tener en cuenta la relación
naturaleza-persona. Por naturaleza entendemos la realidad humana tal como es
presupuesta y utilizable en nuestras decisiones libres. La persona es el sujeto mismo de
la libertad. Aquello que en el hombre se beneficia de los dones de la gracia no es
solamente su naturaleza, sino también su persona, y es más fundamental la tensión-en-
la-unidad que existe entre persona y gracia, que entre ésta y naturaleza, pues lo que
llamamos "naturaleza" es siempre naturaleza humana de una persona humana, y lo que
llamamos "gracia" es la participación personal de otra naturaleza humana: la del Hijo.
La fuente de gracia es, pues, esa naturaleza humana del Hijo, y el sujeto de la gracia es
la naturaleza humana, pero tal como existe en la persona humana, pues no es la
naturaleza en sí misma la que está bajo el influjo de la gracia, sino la persona. Por ello,
nuestra naturaleza responde a la gracia en la medida en que está a disposición de la
persona humana y en la medida en que es expresión de su respuesta a la gracia. La
verdad de esto la confirman algunas experiencias. Por ejemplo, un enfermo alcanzado
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LA INCAPACIDAD DE AMAR
Pero, ¿no puede el hombre volver a Dios con un amor natural, todavía no sobrenatural?
Sí que es posible; pero hay que añadir que desde el momento en que ese volver significa
amor trasciende la simple naturaleza: procede de la persona toda y de todas sus
relaciones naturales o sobrenaturales con Dios, pues el amor implica una actitud
positiva de la persona toda, de lo contrario no es amor. Ese amor se da todo entero con
todas las relaciones que lo unen a Dios y al prójimo, con su presente, su futuro y su
pasado. También su pasado, pues la persona que ama, así como adopta una actitud
receptiva ante la gracia, adopta una actitud repulsiva ante sus pecados. Sin este rechazar
su pecado no hay amor posible a ningún nivel: sin la gracia, el hombre culpable es
incapaz de amar natural o sobrenaturalmente.
Esto, que Tomás afirma del hombre caído, se dice aquí del hombre en cuanto tal, ya que
-y esto está implicado en la posición de Tomás- toda persona que ama debe, si quiere
alcanzar realmente a Dios, amarlo también por encima de toda otra cosa; y dado
también que todo amor de Dios debe estar acompañado del amor al prójimo (cfr. 1 Jn 4,
20; Mc 12, 28-34). Con un solo y único amor amamos a Dios y a nuestros semejantes
por amor de Él, en Él y por Él, y al mismo tiempo por amor de los hombres mismos.
Esta noción está ya contenida en la idea correcta de creación. Por otro lado, cuando
amamos a nuestro prójimo en su más profunda realidad, lo amamos en Dios explícita o
implícitamente. Por ello, cuando el pecado nos hace incapaces de amar a Dios, nos hace
también incapaces de amar realmente al prójimo. No se puede objetar que personas que
han perdido la gracia pueden no obstante amar realmente, pues aunque estuviésemos
ciertos de que su amor es real, no lo podríamos estar de que hayan perdido la gracia (D
1533). El verdadero amor, que sin duda está muy extendido en la humanidad, procede
de la gracia.
Para tomar conciencia de ello y para poner de relieve la necesidad de una conversión al
amor hemos insistido en considerar la incapacidad de amar como una consecuencia
inmanente al pecado. Esta consecuencia puede ser, por lo demás, extendida a la virtud:
sin caridad no hay posibilidad real de virtud, natural o sobrenatural. La caridad es como
el alma de todas las virtudes, pues éstas no son más que manifestaciones del amor en un
determinado dominio de la vida. Así, juntamente con la caridad, toda virtud se hace
imposible al hombre en pecado.
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Esta segunda serie de declaraciones completa lo dicho aquí anteriormente. Es cierto que
el pecado nos debilita, nos esclaviza; pero no destruye nada de lo que pertenece a la
naturaleza humana misma, incluido el libre albedrío. El pecado no "hiere al hombre en
sus facultades naturales": sólo reduce la actividad de nuestra voluntad libre y de
nuestras otras facultades. Y esta reducción no suprime la libertad, sino que limita su
campo de acción (lo cual no es contradictorio, ya que la libertad humana, tomada en
concreto, es siempre una libertad "situada"). Así, cuando falta la gracia, la voluntad del
hombre permanece libre, pero le falta un lugar y un medio vital en el que pueda acceder
a la caridad y a una virtud auténtica. Las relaciones humanas pueden aclararlo: el que no
es amado por otra persona puede amarla, pero no puede tener verdadera amistad con
ella; así, su propio amor se ve privado de una dimensió n importante. Algo semejante se
da en nuestras relaciones con Dios: aquella situación limita, restringe y no permite al
pecador acceder a un amor real. Sin embargo, no hay lesión de la voluntad, pues esa
incapacidad no nace de falta de fuerzas, sino de la situación que, por el pecado original
y las faltas personales, oprime nuestro libre albedrío y nuestras facultades.
La teología distingue entre la aptitud física para amar, que tiene el pecador, y su
incapacidad moral. Aquí "moral" no quiere decir "relativo" (la incapacidad moral de
amar es absoluta), sino "perteneciente al orden moral", y por tanto, procedente de una
decisión libre. Pues bien, en la incapacidad moral absoluta para toda caridad y virtud,
nuestra voluntad libre ejerce el poder físico que tiene de elegir; pero sólo puede elegir
bienes limitados y no el bien total, el bien moral, objeto de la virtud. Esos bienes
limitados consisten en actitudes específicas en un dominio limitado (por ejemplo, amor
a la familia, fidelidad al partido, honestidad...). Consideradas en sí mismas, son buenas;
son incluso un bien moral, un acto de virtud; pero restringido e internamente limitado
por razón de la falta de caridad. Esta insuficiencia interior se puede manifestar de
diversos modos: el más llamativo es el hecho de que el pecador no permanezca. mucho
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Todo ello se hace más evidente si se examina el desarrollo de la vida moral. En ella el
hombre está en camino de hacerse una unidad, armonizando la multitud de tendencias
que lo habitan. Esta armonía debe desarrollarse y ser conquistada. Esta situación no es
consecuencia del pecado, sino algo inherente a nuestra naturaleza, a la vez espiritual y
material (lo cual muestra cómo nuestra cualidad de seres humanos nos es dada como
proyecto y tarea a realizar). Es así como debemos modelarnos personalmente
ordenando, unificando e integrando todas nuestras tendencias, facultades y
circunstancias con relación a la comunidad humana y a Dios: todo debe ser integrado y
convertido en caridad. Aquí interviene el pecado: nos hace incapaces de amar y, por
tanto, de integrarnos. El hombre no está marcado por el pecado en la medida en que le
falta integración, sino caridad, única capaz de llevar a cabo esa integración.
LA INCLINACIÓN AL MAL
Estas consideraciones nos permiten sondear el contenido de tres nociones, que están
siempre unidas al pecado en la Escritura y la Tradición: la "carne", la "concupiscencia"
y la "esclavitud".
Según la concepción semítica del hombre, la carne (sárx) no se opone al alma, sino a la
sangre y a los huesos: expresiones tales como "la carne y la sangre", "la carne y los
huesos", designan al hombre completo, a lo "humano". La oposición carne-espíritu, no
designa, pues, una distinción entre los componentes del hombre (en sentido metafísico),
sino una distinción teológica, soteriológica, entre dos situaciones en las cuales se
encuentra el hombre con relación a su salvación. En cuanto "espíritu", el hombre, el
cristiano, está lleno del poder de Dios, del Espíritu Santo. En cuanto carne, queda
entregado a su propia debilidad de creatura; más aún, al pecado. Esta idea la expresa
Pablo muy claramente en tres pasajes en que la carne es opuesta al espíritu (1 Cor 2, 10
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Quedan así establecidos los límites de la falta de libertad, de la esclavitud a que nos
somete el pecado. Pero hay que añadir inmediatamente que esto no disminuye su
gravedad: por el contrario, es ahora cuando se hace evidente. En efecto, si por el pecado
el hombre hubiera perdido también su libre albedrío, ya no sería responsable; el pecador
no sería ya un ser humano, sino infra-humano, no afectado ya por la oposición entre su
pecado y su cualidad de ser humano. Si, por el contrario, el pecador conserva su carácter
humano (y por consiguiente su racionalidad y su libertad), entonces sigue siendo
responsable; y sigue estando abierto a Dios, en primer lugar para su juicio, pero también
para su salud en Cristo. En tanto el pecador no se apropie la gracia con su liberum
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arbitrium, permitiendo así al Espíritu del Señor que lo libere, permanece fiel a su propia
elección culpable, se deja reducir a la esclavitud, es entregado a la concupiscencia.
Antes hemos visto que la incapacidad de amar -consecuencia del pecado- se hacía
concreta en la "moral cerrada". Sin embargo, si el pecado no significa solamente
incapacidad de amar, sino también tendencia a pecar más, se habrá de manifestar de
modo más impresionante que en la moral cerrada. Éste es el conflicto que describe
vigorosamente Sartre. Su filosofía es una descripción de la existencia en el pecado;
existencia en la que la falta de caridad no solamente restringe la moral a un espacio
cerrado, sino en la que el rechazo culpable del amor falsea toda moral.
El conflicto no significa solamente que esté cerrada la vía a mi poder de amar. Implica.
también que la significación de mi prójimo ha cambiado. Prójimo y mundo no cambian,
sin embargo, en su existencia propia, sino en la significación que el hombre pecador les
atribuye. El mundo creado por Dios nos atrae al mal en razón de nuestra
concupiscencia, al igual que la Ley, que es santa y viene de Dios (Rom 7, 7-13). El
mundo es causa de división para el hombre, porque éste está ya dividido en sí mismo.
Por ello, conversión significa ante todo la compunción de nuestro corazón endurecido,
la afirmación del hombre interior; pero toma a menudo la forma de una renuncia a
ciertos valores, de una sumisión, de un "sacrificio" en el sentido ascético de la palabra.
SOLEDAD Y ANGUSTIA
El pecado, que entraña una incapacidad de amar y un rechazo del amor, no queda sin
efecto sobre la fe y la esperanza. Si alguno rechaza profundamente toda fe y toda
esperanza, su actitud de fe y esperanza desaparece; su vida se hace más sombría, más
insegura; el prójimo y el mundo se convierten no sólo en farsantes, sino también en
extraños y amenazadores. La soledad y la angustia describen la situación del pecador.
Hay una soledad buena, que consiste en un volverse sobre sí mismo para buscar una
comunión más auténtica con el mundo, los hombres y Dios. Pero hay una soledad mala,
que puede consistir en la impotencia para establecer contactos, por circunstancias
interiores o exteriores (soledad como mal físico). También hay una soledad que
proviene de la impotencia para salir del amor de sí mismo. De ésta hablamos aquí. Es
importante observa r que el pecado conduce siempre y necesariamente a la soledad.
Ciertamente, es posible una solidaridad en el pecado sobre la base de nuestra humanidad
común; pero ella aleja a los que la han contraído. La Biblia nos lo muestra en la
narración de Babel y en el episodio de Amnón y Tamar. Todo el capítulo tercero del
Génesis puede concebirse como una condena a la soledad. También el infierno, última
consecuencia del pecado, puede resumirse como la extrema soledad que el hombre ha
escogido para siempre y a la que Dios le entrega.
Más aún que la soledad, la angustia constituye un capitulo de la meditación del hombre
de hoy sobre sí mismo. El hecho de que la angustia desconozca su objeto ha sido
observado por el escritor sagrado (Ecli 40, 1-7). Los existencialistas ven en la angustia
la reacción ante la nada que nos rodea, mientras que el miedo es la reacción ante una
amenaza definida. Esta angustia puede ser también considerada como proveniente de la
limitación y contingencia que pertenecen a toda creatura como cosa propia, la penetran
y se hacen conscientes en el hombre. Tal vez la conciencia de la santidad de Dios, el
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La visión descrita en este Libro muestra una vez más que no es necesaria ninguna
intervención divina para llenar de angustia la existencia del pecador: el mundo que lo
rodea con sus tinieblas y peligros será más aterrador a medida que la ruptura con Dios
sea más completa. Por esta razón el pecado hace más penosas las situaciones límite de
nuestra existencia: la enfermedad y la muerte. Según la Escritura, la muerte puede ser
una plenitud, una cosecha, como fue el caso de los patriarcas: "colmados de días" fueron
a unirse a sus antepasados, después de haber visto a sus hijos y a los hijos de sus hijos
(Gén 15, 15; 25, 8; 35, 29). Pero también hay otra muerte que llena de terror al hombre
del AT: la que nos arrastra en la primavera de la vida, de modo que ya no podamos
gozar del fruto de nuestros trabajos (Gén 3; Is 38, 10; Sal 55, 24; 102, 25). Este aspecto
de la muerte está ligado al pecado incluso en el juicio del paraíso. A la luz del NT
sabemos que el hombre redimido será librado del aguijón de la muerte; pero esto
aumentará también el horror a morir en estado de pecado, el horror a entrar en la
"segunda muerte".
Notas:
1
Traducción castellana en «El poder del pecado», Ed. Carlos Lohlé. Buenos Aires
(1968) 65-9.4.