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I.
Es entonces necesario comenzar por definir las principales ideas expresadas en este
concepto. Formulado en el ámbito de un pensamiento político de la literatura a través del
estudio de la obra de Kafka[3], el concepto de devenir menor se refiere al proceso por el
cual, en un contexto dominado por una lengua hegemónica, se crean espacios y pasajes
para la variación y la multiplicidad que no se refleja en las formas de representación
dominantes. Partiendo de la idea de que “la unidad de la lengua revela una maniobra
política” y que las lenguas hegemónicas refuerzan la homogeneización, la identidad y las
“constantes de expresión o contenido” de acuerdo con un régimen de
representación, devenir menor debe ser entendido como un tratamiento de la lengua
mayor – un devenir menor de la lengua mayor -, cuyo objetivo es destituir a la lengua de las
relaciones de poder que la sujetan para poder reconectarla con la variación y
heterogeneidad que caracteriza la experiencia del mundo. El concepto se entiende bien si
miramos para el caso de Kafka, un judío checo, que no escribe en checo, ni en yiddish, sino
en alemán, la lengua oficial en el imperio austro-húngaro. Al hacerlo, hace un doble o
triple tratamiento menor de la lengua oficial. En este sentido, el menor o el mayor, no se
refieren a dos lenguas, sino a los diferentes tratamientos o usos de una lengua. Démonos
cuenta que en este sentido, por ejemplo, en ciertas circunstancias el alemán de Praga se
puede calificar de menor por relación con el de Viena o el de Berlín. La distinción crucial
es que el mayor determina el padrón o la regla a partir de la cual todos los demás son
evaluados: representaciones de poder y de saber, normas y leyes, inmanentes tanto al
contenido como a la forma, y que regulan tanto las prácticas discursivas como los
comportamientos, las formas de hablar, de hacer y de pensar. Frente a esta
homogenización, el tratamiento menor encuentra su justificación en la premisa de que la
lengua debe ser devuelta a la multiplicidad del mundo. Es decir, es necesario salvaguardar
las condiciones de posibilidad de enunciación, o sea, la posibilidad de enunciar nuevos
problemas, como forma de introducir nuevos objetivos de lucha en el espacio político.
Especificamente, según Deleuze y Guattari, la literatura menor implica una capacidad de
afectar la lengua mayor con un grado relevante de desterritorialización, que provoca un
serie de movimientos y renegociaciones que la confrontan con su propio límite. En Kafka
este efecto es particularmente provocado por las desconexiones contextuales (en la
Metamorfosis, por ejemplo) que conducen a situaciones que por su naturaleza exigen
renegociar las propias estructuras familiares, económicas, burocráticas o jurídicas. Este
aspecto se entiende bien bajo la premisa sugerida en Mille Plateaus, según la cual la
pragmática es la política de la lengua, es decir, que la lengua no existe en sí misma, sino
que depende de factores externos a sí misma o precondiciones que permitan su
consumación en un determinado campo social o contexto y en un determinado momento.
Esta confrontación de la lengua con sus límites deja al descubierto la red de elementos de
la que depende un enunciado, la lengua se entiende así mejor como un sistema dinámico
con rupturas y transiciones, en la frontera de micro y macro-luchas que
reflejan variaciones de poder, en el tiempo y revelan el contexto en el que se distribuyen
dichas relaciones de poder.
Si continuamos extrapolando el sentido político del encuadramiento de la lengua en esa
dinámica de relaciones, entonces comprenderemos que, sí cuando una lengua se cierra
sobre si misma neutraliza su potencia política revolucionaria (porque ofusca su
dimensión colectiva y social), del mismo modo cuando un autor se cierra sobre sí mismo
anula su capacidad política de producción literaria. Igualmente, en la perspectiva de lo
menor y en oposición a una concepción psicoanalítica o fenomenológica de la producción
literaria, Deleuze y Guattari defienden que el verdadero escritor es aquel que ejerce sobre
sí mismo una potencia de des-subjetivación de la experiencia o una elevación a lo
impersonal, como condición necesaria para la articulación con la experiencia colectiva (y
singular) del mundo, así como una vinculación entre el individuo y lo social.
En este sentido Deleuze y Guattari sugieren que la literatura menor pretende inventar
condiciones de posibilidad de “un pueblo por venir”, un pueblo que falta[4]. No obstante,
es fundamental entender que “pueblo” no se refiere a un grupo particular o ideal, pero nos
lleva a la cuestión de la política del porvenir, de otras formas de vida, otros valores y otros
modos de pensamiento que necesitan para acontecer, que se creen nuevas condiciones. Es
ese movimiento del “devenir” el que crea las articulaciones, forzando lo menor sobre lo
mayor, que debe ser sustituido (en cuanto práctica).
II.
Ahora bien, los dominios materiales y espaciales son atravesados por relaciones de
poder sea de una forma implícita o explícita y establecen reglas sobre los modos de
relación social, valores y formas de vida. Por eso, el espacio no es, ni debe ser entendido
como un simple recipiente pacífico y neutral de las relaciones sociales, sino como un
elemento activo que a un nivel tanto molecular como molar participa en la singularización
y renovación de modos de relación social y cultural. Como nos recuerda Guattari, la
producción de subjetividad depende de una serie de factores polifónicos, espaciales y
materiales, discursivos y no discursivos, significantes y no significantes. Ahora bien,
asumiendo como punto de partida que las prácticas de emancipación tienen lugar en los
espacios que habitamos, y son transversales a los modos de relación socio-espacial,
deberíamos ser capaces de llevar a cabo una especie de análisis de las instituciones o de
los lugares que habitamos, no sólo para identificar modos de organización rígidos y
hegemónicos, sino también para reformarlos. Estaríamos próximos del trabajo de crítica y
análisis institucional llevado a cabo por Guattari y Jean Oury en el espacio de la clínica La
Borde[5], donde se puede decir que la estrategia era la de minimizar el espacio
institucional para dar autonomía y singularidad a la diferencia, y resolver un impasse
entre una horizontalidad y una verticalidad puras de poder.
De este modo, para poder pensar en emancipación en el ámbito de las prácticas
espaciales, la cuestión que nos debería orientar sería: de qué modo se pueden abrir
posibilidades para que surjan formas más democráticas de habitar y de relacionarse con
el territorio, y por extensión con las comunidades y cómo se pueden ampliar los
procesos de empoderamiento cívico y emancipación social?
Tendríamos que pensar en una economía del espacio y del territorio orientada para la
aparición de otras concepciones de libertad, otras concepciones de igualdad y otras
concepciones de justicia a la par con las comunidades en causa y en oposición a un criterio
epistemológico mayor. Precisamente, ese es el problema esencial y su respuesta la más
difícil, pero intentaremos por lo menos orientarnos por él. Ya que, como señala Guattari,
“la conclusión de este tipo de transformaciones dependerá esencialmente de la capacidad
que tengan los agenciamientos creados para articular esas transformaciones con las
luchas políticas y sociales”. Si no se produce esta articulación: ninguna mutación de deseo,
ninguna lucha por espacios de libertad logrará impulsar transformaciones sociales y
económicas a gran escala.
Además, es importante entender que defender la idea de ‘devenir menor’ no implica una
definición estática o identitaria de lo menor, aunque sea ciertamente posible identificar
minorías según un criterio efectivo[6]. Del mismo modo, también sería un error pensar en
espacios pequeños, o espacios independientes, desconectados de la sociedad y alejados de
la realidad, en enemistad con las instituciones y los aparatos de poder existentes, pues
arriesgaríamos un encerramiento sobre sí mismo y su consecuente normalización.
Como se intentó mostrar, el menor debe esencialmente movilizar una práctica. No
obstante, no se trata de evitar cualquier tipo o forma de identidad o de representación. Si
fuese así, se incapacitaría cualquier posibilidad de asociación política. “Fugas moleculares
y movimientos no serían nada se no volvieran a las organizaciones molares para
recombinar sus segmentos, su distribución binaria de sexos, de las clases y de los
partidos”. [7]
Se trata por tanto de identificar un modo de articulación menor de lo mayor, un incesante
proceso de articulación y de abertura que se ejerce sobre el mayor, sin confundir este
acercamiento conceptual con con una simple oposición dialéctica entre espacios
“menores” o “mayores”, “marginal” o “institucional”, “formal” o “informal”. Una idea de
práctica menor tiene en cuenta que las luchas de emancipación social ocurren en a
diferentes escalas y en diferentes contextos y que, por eso mismo, inevitablemente
producen formas de identidad, de asociación y de representación que se convierten en un
determinado momento necesariamente en mayores (desde el grupo al partido). Lo menor
no es una cuestión de escala, sino de producción de articulaciones constitutivas entre una
micro y una macropolítica.
En este sentido, las prácticas espaciales que se desdoblan sobre las relaciones de trabajo,
sobre el colectivo en cuanto modo de creación, sobre los protocolos de ocupación de
espacios, así como las políticas del territorio y sus determinaciones legales, son
particularmente relevantes para pensar la naturaleza de una práctica espacial que
intervenga en el ámbito de diferentes relaciones de poder. Por eso, es crucial prestar
atención también a modelos participativos promotores de otras formas de relación social
que fuercen estas articulaciones. Al mismo tiempo es necesario no confundir
metodologías participativas con ausencia de arquitectura, es necesario tener presente lo
que sugiere el arquitecto Teddy Cruz al defender que “una comunidad no será libre en
cuanto no sea capaz de resolver creativamente sus necesidades de habitación, de formas
de sustentabilidad socio-económica, sus propias concepciones de espacio público, y los
modos de relación con el territorio: en el fondo su cultura cívica”.[8]
III.
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Arquitectura, Fetiche y
Territorio. Materia e
impulso de libertad en la
obra Baiana de Lina Bo
Bardi. Godofredo Pereira
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LINA BO BARDI, CARTAZ EXPOSIÇÃO NORDESTE, 1963. XILOGRAVURA EM IMPRESSÃO TIPOGRÁFICA.
INSTITUTO LINA BO E P.M BARDI. PÓSTER EXPOSICIÓN NORESTE. GRABADO EN MADERA EN IMPRESIÓN
TIPOGRÁFICA.
1 – Lina Bo Bardi
La transformación del Solar do Unhão en Museo de Arte Popular (1959) representa, en la
obra de Lina Bo Bardi, el encuentro de dos aspectos para ella centrales: por un lado, el
interés por el arte popular que trae ya desde Italia, por otro lado, una preocupación por la
realidad política de Brasil, y en particular por su Nordeste. El programa original, tal como
fue concebido por Lina, pretendía articular la idea de “Civilización Brasileña” a través de
un encuentro cultural entre “El Indio”, “África-Bahía” y “Europa y Península Ibérica”. Sería
una especie de viaje a la historia del país a través de su arte cotidiano. Civilización
brasileña porque, para Lina, la palabra “civilización” indicaba “el aspecto práctico de la
cultura, la vida del hombre en todos los instantes”, y la exposición debía tornar visible la
“búsqueda desesperada y rabiosamente positiva de hombres que no quieren ser
“anulados”, que reclaman su derecho a la vida. Una lucha de cada instante para no
ahogarse en el desespero, una afirmación de belleza conseguida con el rigor que
solamente la presencia constante de una realidad puede dar. Materia prima: la basura”.[1]
Tomando como referencia a la arquitecta Lina Bo Bardi, este texto aborda un problema
central para la arquitectura, concretamente, el de su estatuto en cuanto objeto, así como la
relación que establece con los objetos que la ocupan y la habitan. No es, no obstante, la
naturaleza filosófica de este problema lo que nos interesa, sino la ligación entre el objeto y
un territorio que le otorga sentido. Identificando, de este modo, una cierta continuidad
entre objetos y territorios, se explora el modo en el que el debate en torno a la naturaleza
de los objetos no se resume a los mismos, sino que refleja una constante disputa en torno
a las diferentes concepciones de territorio. Desde el territorio entendido como espacio
bajo la jurisdicción del estado-nación, parte de una organización social productiva basada
en el privilegio de la propiedad privada sobre todos los demás derechos, hasta el
territorio entendido en su dimensión existencial, como conjunto de elementos
heterogéneos que dan consistencia a los modos de vida.
En ambos casos, ya sea por revelar las condiciones de producción que los constituyeron,
ya sea por revelar los afectos, hábitos o prácticas que los materializaron, los objetos
funcionan como un registro de conflictos y debates territoriales. Ahora bien, precisamente
esta capacidad de ver en los objetos las luchas y las circunstancias de aquellos que los
produjeron, es una de las características que marca toda la obra de Lina, desde su interés
por máscaras, talismanes y votivos hasta el diseño de la “Cachoeira do Pai Xangô” para el
centro de Bahía (1986), y a las exposiciones sobre la cultura del Nordeste. Estos objetos
“cargados” son centrales en la arquitectura de Lina, pues participan de un modo de
proyectar que privilegia la concepción de territorios a los que llamaré de existenciales, por
tratar, como indica Olivia de Oliveira, materias sutiles, y al mismo tiempo naturales y
míticas[2]. Este mismo término “territorios existenciales”, es usado también por el
filósofo/psicoanalista/activista Félix Guattari, en Lês Trois Ecologies, para referirse a los
espacios afectivos creados por contextos y experiencias de pertenencia. Pero su
diversidad se encuentra hoy en peligro de extinción, debido a la homogeneización de las
subjetividades promovida por el capitalismo neoliberal. Esto ocurre porque de la misma
manera que los países “desarrollados” son los principales contaminadores ambientales,
son también los principales contaminadores existenciales, algo que se manifiesta en la
creciente “calcificación” de comportamientos, imaginarios y de las formas de
“territorializar” que los caracteriza[3]. Mirando para Lina a través de Guattari, podemos
sugerir que el uso que hace de los objetos cargados se inserta en una tentativa de capturar
la expresión de diferentes modos de vivir y habitar el mundo.
Claro que su interés por el mundo procede también de privilegiar la cuestión del habitar,
al fin y al cabo, la gran preocupación de la arquitectura moderna. Desde muy joven se
preocupó por las cuestiones de lo cotidiano, véanse los textos escritos cuando aún estaba
en Italia, sobre la Disposición de los Ambientes Internos[4] y sobre El acuario en Casa[5]– Lina
no reduce el habitar a un problema meramente funcional, sino que lo entiende en cuanto
práctica existencial. Podemos ver, por ejemplo como las casas de Valéria Cirell (1958)
y Chame Chame (1958) valorizan la expresión de los materiales por encima de la pureza
de la forma y de la organización espacial. Pero no se trata aquí de cualquier romanticismo
de la expresión o de la naturaleza, sino de una búsqueda de la simplicidad que se
conquista en la relación de la obra con las prácticas de vida y sus rituales. De cualquier
manera, si en un principio este discurso está preso a los estudios decorativos de la casa,
gana otra radicalidad en sus escritos sobre el Nordeste entre 1959-63. Es ahí, en
proximidad con una “estética del hambre” de Glauber Rocha, que Bo Lina aborda las
profundas relaciones entre emancipación social y producción artística popular: “En
Pernambuco, en el Triángulo Minero, en Ceará, en el polígono da Seca, se encontraba un
fermento, una violencia, una cosa cultural en el sentido histórico verdadero de un País,
que era el conocimiento de su propia personalidad”[6].
Recordemos que en los años 60 en el nordeste interior, la mayoría de la población vivía
por debajo de la línea de la pobreza, debido no solo a la escasez de recursos aumentada
por un clima de semi-aridez, sino principalmente por la explotación social operada por las
oligarquías agrarias. Es esta violencia y miseria que anima el resurgimiento en el 55
de las Ligas de Agricultores, asociaciones de agricultores en lucha por una reforma
agraria, o en el cine la aparición de un nuevo movimiento, la “estética del hambre” de
Glauber Rocha, a partir de la cual se reposiciona la importancia de las prácticas cotidianas
de esa población olvidada. Y es debido a este contacto con el interior y sus
transformaciones político-culturales, que para Lina Bo Bardi el arte popular deja de ser
simplemente un territorio que confiere profundidad y realidad a la arquitectura y se
refiere cada vez más concretamente a las condiciones rudas de existencia.
Progresivamente también la arquitectura de Lina comienza a participar activamente en la
emancipación de ese territorio cotidiano y no erudito, como forma de resistencia a la
hegemonía cultural colonial.
2- Fetichismo y Colonialismo
De acuerdo con el antropólogo Willliam Pietz en su serie de ensayos sobre The Problem of
the Fetish, el término “fetiche” tiene origen en los territorios inter-culturales de África
Occidental en los siglos XVI y XVII como resultado del encuentro entre dos mundos
culturales radicalmente heterogéneos. Según Pietz, “esta nueva situación comenzó con la
formación de espacios interculturales habitados a la largo de la costa de África Occidental
(especialmente a lo largo de la Costa de la Mina) cuya función era traducir y valorizar
objetos entre sistemas sociales radicalmente diferentes (…) estos espacios, que existieron
durante varios siglos, existían en un triángulo de sistemas sociales compuesto por el
feudalismo Cristiano, linajes africanas y capitalismo mercante”[7].
Emergiendo de la descripción de las falsas creencias del otro, el término emigra
posteriormente a Europa con los escritos de Charles Brosses, adquiriendo lentamente su
uso más familiar con las obras de Feuerbach, Marx y Freud. Pero para Pietz la relevancia
del término fetiche o más adecuadamente feitizo no reside en su capacidad de describir
mecanismos culturales reales (la naturaleza de una específica creencia), pero si en la
capacidad de evidenciar la naturaleza de ciertos encuentros, en la medida en que se
refiere a una historia de conflictos en torno a la correcta valoración (afectiva, cultural,
comercial) de determinados objetos. Refiriéndose al entendimiento de los europeos, Pietz
dirá que “en el discurso sobre fetiches, esta impresión de preferencia de lo primitivo para
personalizar objetos técnicos – o para considerarlos vehículos de causalidad sobrenatural
– se conjuga con la percepción mercantil de que los no-europeos atribuyen valores falsos
a los objetos materiales”[8]. Una posición semejante es desarrollada por Bruno Latour
en The Cult of Factish Gods, argumentando que la declaración del fetichismo surge siempre
como acusación sobre las falsas creencias del otro. Hay que añadir que tal acusación
sobre la creencia de los otros servirá para fundamentar una acción “pedagógica” de
correcta valoración, tornando evidente como los principios argumentativos que admiten
denominaciones de primitivismo o superstición, justifican también un proceso de
apropiación de un territorio material. Emergiendo siempre en relación a
emprendimientos coloniales, la historia del fetiche es la historia de la constitución de
culturas fronterizas, por su relación con el desarrollo de sistemas mercantes, o con el
nacimiento del proyecto capitalista. De este modo, reconocer el “fetiche” como un lugar de
conflicto, implica que se entienda el objeto como una cuestión material que une en la
misma medida en que divide. Y es precisamente en este punto donde el “fetiche” se hace
político, ya que su poder real deriva del hecho de revelar una trifulca y por consiguiente
una diferencia. Por otra parte, el “fetiche”- así como los “objetos cargados” de Lina Bo
Bardi- revelando diferencias se convierte por sí mismo en un objeto fronterizo a partir del
cual, o sobre el cual, esas diferencias serán supuestamente resueltas (gestos iconoclastas,
vandalismo, etc.)[9]
3. Territorios Fronterizos
Podemos decir que Lina diseña sus edificios de una forma fetichista, debido no sólo a su
interés por las prácticas populares, sino también al estatuto inestable de varios objetos
con los que ocupaba sus edificios, así como por la relación personal que establecía con
ellos. En Lina vemos el redescubrimiento de estos objetos “otros” cargados de vida y de
costumbres, de historias. En este sentido uno de los debates esenciales para la arquitecta
fue precisamente la cuestión del folclore, contra el cual luchaba por la idea de arte
popular. Para Lina arte popular y artesanato designan formas de producción
directamente vinculadas a las condiciones de producción (económicas, geográficas,
climáticas y culturales) y no podrían ser entendidas como formas inferiores. Además, si a
través del proceso pedagógico colonial/capitalista los objetos son por un lado forzados a
categorías discretas del saber, y por otro transformados en mercancía de formato
turístico –en ambos casos desconectados de las formas territoriales que los modelan – es
necesario otra pedagogía, más próxima de Gilberto Freyre, para liberar las fuerzas que
“cargan” esos mismos objetos y movilizarlas en cuanto fuerzas políticas. De este modo,
como afirmaba Lina, “El movimiento de la civilización brasileña ‘popular’ es necesario,
mismo si pobre a la luz de la alta cultura. Este movimiento no es el balanceo del Folclore,
siempre paternalistamente amparado por la cultura elevada, es el movimiento ‘visto
desde otro lado’, el movimiento participante. Es el Aleijadinho[10] y la cultura brasileña
antes de la Misión Francesa. Es el nordestino del cuero y de las latas vacías, es el habitante
de las Vilas, es el negro y el indio, es una masa que inventa, que trae una contribución
indigesta, seca, dura de digerir”[11] Claramente aquí se ve la importante influencia de
Antonio Gramsci y su defensa de la importancia de una fuerza colectiva nacional-popular
como práctica contra la hegemónica. De hecho, para Lina el aprendizaje como arte
popular sería el elemento clave que debería dar forma al proceso de industrialización y
modernización brasileño, es decir, un aprendizaje desprovisto del romanticismo pero
entendido como oportunidad para la constitución de un nuevo territorio, construido a
partir de la cultura existente. Así, lejos de reducirse a un discurso de pequeña escala, Lina
aprovecha las energías de un Brasil en construcción que en la altura, re-imaginaba los
límites de lo posible. En este sentido afirmaba Lina de que Brasilia era “un bello comienzo
para una nación, porque es paradigmática”.
Sus proyectos para Bahía son testimonio de como para Lina fue importante la influencia
del Candomblé[12], de las tradiciones afro-americanas, y en particular, de esos objetos
que los portugueses a través del comercio de esclavos, llevaron de un continente a otro.
No es por casualidad que la Costa de la Mina donde el antropólogo William Pietz localiza
el inicio de la historia de esos objetos-fetiches, es contigua a la Costa de los Esclavos,
donde se encuentra hoy Benín, y de donde procede la mayoría de la población
Afro-descendiente que llegó a Bahía. Intentando valorizar la historia local, uno de los más
notorios proyectos que Lina diseña en Bahía es la recuperación de un antiguo edificio
colonial que sería transformado en la Casa do Benín, donde estaría en exposición el
archivo del antropólogo Pierre Verger sobre las relaciones culturales entre Brasil y
África. De este modo, promover una concepción existencial del territorio tal como lo hace
Lina, implica la posibilidad de practicar la coexistencia de “mundovisiones” heterogéneas.
La lucha por el reconocimiento de alternativas a las prácticas epistemológicas de la
modernidad contra el “eliminativismo” de la tecnociencia sobre otras formas de
conocimiento[13], es central para poder defender el derecho a las diferentes visiones del
mundo y otras formas de producción[14].
Conviene referir, que a pesar de todo, no se trata aquí de defender las culturas indígenas o
tradicionales como si constituyesen una alternativa, sino reconocer con Arturo Escobar,
que las soluciones deben ser buscadas a partir del medio: “la noción de colonialidad
muestra dos procesos paralelos: la supresión sistemática por parte de la modernidad
dominante de culturas y conocimientos subordinados (el silenciamiento del otro); y la
necesaria emergencia, a partir de ese propio encuentro de conocimientos particulares
formateados por esa experiencia y que tienen por lo menos el potencial de convertirse en
lugares para la articulación de proyectos alternativos”[15].
4. Devenir Territorio
Cuando Lina recupera no sólo las plazas, calles y miradores, sino también la economía
informal, que tiene lugar en las riberas, en las asociaciones recreativas y en las tiendas
ilegales, o cuando diseña bancos para las calles, una fuente y hasta un trenecito, se deduce
que la Bahía que tenía en mente no era la de un museo histórico, sino la de su vida local.
Intenta dinamizar las formas de comercio y expresión popular, se hace evidente que
orientando la práctica de la arquitectura para una atención a los modos de vida sus
habitantes, se abre la posibilidad para que otras subjetividades y formas de practicar el
espacio puedan también tener lugar. Si la arquitectura y las prácticas espaciales
intervienen en un territorio que es existencial, entonces este tiene que ser necesariamente
entendido también como colectivo.
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Trilogia de La Tierra.
Paulo Tavares
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Desde 1979 y hasta su muerte en 1992, Félix Guattari viajó siete veces a Brasil, también
viajó a Palestina, Polonia, México, Japón. “Tal vez fuese esto lo que estaba buscando con
tantos viajes últimamente” — dijo durante una de sus visitas al país — “¿será que existe
un pueblo desterritorializado que atraviesa esos sistemas
de reterritorialización capitalista?”[1] En los años 80 Brasil pasaba por una
transformación radical. Dejaba atrás prácticamente veinte años de dictadura militar en
dirección a la abertura política. 1979 fue el año de amnistía y el inicio del retorno al
multipartidismo. En 1982 tuvieron lugar las primeras elecciones regionales. Dos años
después una amplia campaña electoral para la presidencia de la república movilizó al país
entero. Sin mucho suceso efectivo, pues la transición para el poder civil, concretizada en
1985, se llevó a cabo mediante un proceso de votación restringida a los miembros del
congreso. Sólo en 1989, meses después de que se promulgara la nueva Constitución de
1988, fue cuando la población se dirigió a las urnas para elegir presidente por primera vez
desde el Golpe Militar del 31 de Marzo de 1964.
Además de las transformaciones macro-políticas en el aparato estatal que sustentaba el
régimen, el Brasil de los años 80 fue marcado por un intenso proceso de formación de
agenciamientos micro-políticos y la abertura de nuevos espacios de contestación entre los
más diversos sectores de la sociedad. Una vez que los canales tradicionales de la izquierda
como sindicatos, directorios estudiantiles, ligas de campesinos, asociaciones
profesionales, etc. habían sido suprimidos o anulados por la brutal represión impuesta
por el gobierno militar, durante la década de los 70 hubo un reflujo de disidencia en
dirección a espacios menos formales de representación y organización popular.
Comienzan a aparecer paulatinamente en la escena pública diferentes movimientos
sociales y grupos minoritarios, con diferentes agendas y formas de actuar, dando lugar a
la formación de nuevos sujetos políticos y a la articulación de subjetividades resistentes a
la lógica autoritaria cultivada por el régimen. En la década de los 80, estos espacios,
sujetos y subjetividades se alzaron como potencia transformadora — por no decir
‘revolucionaria’. Precisamente fue esta dimensión menor de las convulsiones en la
realidad política de Brasil, o para ser más preciso — fue esta concatenación de
acontecimientos, es decir, el proceso de reestructuración político-jurídico del aparato del
Estado y la intensificación de procesos micro-políticos de re-democratización, lo que
movilizó las pasiones y los viajes de Guattari por el país durante este periodo. “Lo que me
parece importante en Brasil” — declaró durante un debate promovido por el Partido de
los Trabajadores (PT) en 1982 en la ciudad de São Paulo — “es que no va a ser después de
un gran movimiento de emancipación de las minorías, de las sensibilidades, que se
colocará el problema de una organización que pueda hacer frente a las cuestiones
políticas y sociales a gran escala, ya que esto está siendo colocado al mismo tiempo.”[2]
Estos y otros registros del viaje de 1982 fueron transcritos y recopilados por la
psicoanalista Suely Rolnik en el libro Micropolítica: cartografías del deseo, publicado en
Brasil cuatro años más tarde.[3] Entre agosto y septiembre de aquel mismo año,
convidado y acompañado por Suely Rolnik, Guattari deambuló por cinco regiones del país,
siguiendo un intenso calendario de encuentros, conferencias, entrevistas, mesas redondas
y conversaciones formales e informales con diversos grupos, movimientos,
organizaciones e individuos que, en opinión de Rolnik, “institucionalizados o no,
constituían en aquel momento subjetividades disidentes”.[4] Guattari se mostraba
particularmente interesado por el surgimiento y la actuación del recién fundado PT
(1980), un partido que entonces estaba constituido con el apoyo de una fuerte base
popular que había crecido orgánicamente de la lucha de clase obrera que irrumpió a
finales de los setenta en el ABC Paulista, zona industrial de São Paulo, y que tenía a Lula
como principal líder, por quien Guattari parecía tener una fascinación especial. Este viaje
coincidió con la campaña electoral del 82, en la cual Lula se presentaba como la gran
alternativa popular al gobierno de São Paulo e, inevitablemente, buena parte de los
debates circulaban en torno a la problemática de la autonomía de los movimientos
sociales que surgían en relación a los cambios que iban conformándose en las esferas
macro-políticas institucionalizadas. Para Guattari esta dicotomía era, sobre todo, una
falsa cuestión, porque “no hay una oposición distintiva, que dependa de una lógica de
contradicción… es preciso simplemente cambiar la lógica. Las luchas sociales son, al
mismo tiempo, molares y moleculares”.[5] Hasta donde sé, este es el único registro de los
siete viajes que Félix Guattari hizo a Brasil durante los últimos catorce años de su vida,
mencionados por Suely Rolnik en la introducción de Micropolíticas. Si miramos con ojos
contemporáneos, el libro se convierte en un documento histórico, no apenas porque las
palabras de Guattari capturadas en el discurrir de las conversaciones y encuentros, son
testimonio de su carácter creativo y de su compromiso político, sino también porque
recorriendo la cartografía de Micropolíticas es posible acceder al momento exacto de
abertura hacia un movimiento de transformación histórica que ya parecía anunciarse. Es
decir, más allá del proceso formal de ‘abertura’ — como de hecho son conocidos los años
comprendidos entre 1979 y 1985 en Brasil — se entiende que, en aquel momento, el
despecho del’ fin de la izquierda’ y del ‘fin de la historia’ que algunos esbozaban con la
derrota final del bloque comunista y la consolidación de la hegemonía geopolítica del
Imperio Norte Americano, era posible imaginarse otros espacios que no se alineaban con
el orden neoliberal que estaba siendo implantado. El Brasil de los años 80 parecía incubar
aquello que Félix Guattari llamaba de “Revolución Molecular”.[6]
Como sabemos, este momento de abertura, que marcó no sólo a Brasil sino a gran parte
de los países de América latina que habían sido comandados por regímenes autoritarios
durante la Guerra Fría, acabaría después recluido en la pesadilla neoliberal. Sólo a finales
de los 90 e inicios del 2000 se produjo nuevamente una reacción a este “aislamiento”
cuando varios países del continente pasaron nuevamente por grandes convulsiones
políticas que redireccionaran las reglas del juego. Me refiero, por ejemplo, al movimiento
de los piqueteros en Argentina en 2001, a las protestas contra la implementación de las
políticas de austeridad y privatización del FMI que tomaran las calles bolivianas, las
masivas marchas indígenas de Ecuador, que también se movilizaron contra el
prolongamiento de la doctrina del Consenso de Washington, responsable también por el
ascenso de la Revolución Bolivariana de Hugo Chaves en Venezuela y, finalmente por la
llegada del Partido de los Trabajadores a la presidencia de Brasil, con la elección de Lula
en 2002. Es por este motivo que, en el prefacio a la nueva edición brasileña publicada en
2007, Suely Rolnik escribió que Micropolíticas “ganó una dimensión de registros de pistas
para una genealogía del presente”, y no apenas del momento presente en contexto
Latinoamericano, sino a escala mundial, una vez que hoy, en todas las partes del globo, el
proyecto neo-liberal da señales de un completo agotamiento, principalmente en los
centros del capital financiero de occidente, en el mismo lugar en el que fue elaborado.
***
La segunda parte de este proceso tuvo lugar en 1984. Vine para Curitiba para iniciar mis
estudios en filosofía, permanecía aún en la vida religiosa, y descubrí que existía un centro
de derechos humanos fundado por un grupo de la Pastoral Universitaria de la
Universidade Estadual de Ponta Grossa que estaba relacionado con la Teología de la
Liberación. Ese grupo se había colocado como desafío formar un centro de defensa de los
derechos humanos para enfrentar los problemas relacionados aún con la dictadura
militar, pero también otros que estaban ocurriendo en la sociedad. Todavía en 1984, llegó
una recogida de firmas al centro de derechos humanos a favor de Leonardo Boff, que
estaba siendo silenciado por la congregación de la doctrina de la fe, conducida por el
actual Papa, Ratzinger.
Un fraile, que hasta era pariente mío, decía: “El problema es que existen unas monjas y
unos curas que se descaracterizaron completamente, no tienen ni siquiera identidad
religiosa, se convirtieron en comunistas y, están muy relacionados con los movimientos
sociales.”
En este año realicé mi primera misión relacionada con el tema de la tierra y los derechos
humanos. Hubo una amenaza de desalojo de los sin-tierra que estaban ocupando el
Cavernoso. Yo ni sabía de la existencia del MST (Movimiento de los Trabajadores Rurales
Sin Tierra). Existía la amenaza de desalojo de este grupo de las tierras y me dijeron: “El
ejército quiere desalojar a los sin-tierra, tienes que hablar con el Obispo de Guarapuava y
decirle que hable con el general para que no manden las tropas para echar a los sin-tierra
de allí.”
Uno de los sectores que sufrieron mayor represión tras el Golpe de 1964 fueron las ligas
campesinas fundadas en la década de los 50, principalmente en Nordeste del país, en donde
se vivía un momento de intensa movilización política por la redistribución de la tierra. Los
líderes fueron arrestados, asesinados o llevados al exilio, y gran parte del movimiento fue
desarticulado. La cuestión agraria volvía con toda su fuerza durante el proceso de
abertura en los 80. Una de las principales organizaciones en este proceso fue la Comisión
Pastoral de la Tierra, un brazo de la Iglesia Católica que trabajaba con los campesinos
sin-tierra por la justicia social en el campo. La implicación de curas, obispos, frailes y
activistas relacionados con la iglesia en luchas sociales tuvo como fondo la rearticulación
radical del discurso y la práctica de la Iglesia Católica en América Latina en los años 60 y 70
a través de la Teología de la Liberación, una vertiente de la teología (política) crítica que
nació de la necesidad de aproximar la lectura del evangelio a la realidad desigual que
impregnaba todo el continente, y direccionar la acción pastoral para transformar esta
realidad. El término fue originalmente acuñado por el padre peruano Gustavo Gutiérrez en
el libro La teología de la liberación, publicado en 1978, y contó también con otros
exponentes como Jon Sobrino en El Salvador, Juan Luis Segundo de Uruguay y, en Brasil, el
fraile Leonardo Boff. El Movimiento de los Trabajadores Sin Tierra de Brasil, el MTS,
fundado oficialmente en 1984, surge donde confluyen la rearticulación del activismo del ala
progresista de la Iglesia Católica y el resurgimiento de las organizaciones campesinas.
El MST comienza con formas tácticas de ocupación: no había derecho a la tierra, por
lo tanto usted va allí y la ocupa hasta que ese derecho sea implantado. ¿Cómo ve la
dimensión política de esta práctica?
Darsi Frigo: El aspecto político y ético se fue construyendo en el proceso de inserción en
los debates de la propia Teología de la Liberación, con la idea de que los pobres tenía
derechos y necesitaban luchar por ellos, por lo que era necesario llevar a cabo acciones
para conquistarlos, porque no bastaba esperar al Estado. Era una situación insustentable
desde el punto de vista ético. La ocupación de la tierra era una respuesta a un derecho
legítimo que los trabajadores tenían de acceso a la tierra. Y el argumento era ese, era
insoportable que la mitad de la tierra agrícola de Brasil estuviese en manos de un 1% de
la población. La idea de que la gestión de ese patrimonio que debía ser colectivo,
compartido, era fundamental y nunca fue puesta en duda.
Existe una relación muy diferente entre la tierra y la territorialidad del latifundio,
ahora del agronegocio, con la relación tierra-territorialidad del pequeño agricultor,
del campesino. ¿Cómo ve esa diferencia y cómo la interpreta esa organización
espacial y territorial dentro del MTS?
Darsi Frigo: En la Comisión Pastoral de la Tierra hubo un debate — me inserí en la
comisión pastoral de la tierra en 1986 — sobre tierra de trabajo y tierra de negocio. La
tierra de trabajo era la tierra del campesino, del indígena, del quilombola,[11] del pocero,
tierra legítima por el uso que hace de ella. La tierra del agronegocio es una tierra para
lucrar. Como decía una de las creadoras del concepto de agroecología, Ana Primavesi, el
agronegocio trata a la tierra como un cadáver, mata a la tierra, trata a la tierra con un
objetivo puro y simple. Por su parte los campesinos y las poblaciones tradicionales,
indígenas o quilombolas, tratan a la tierra desde otra perspectiva, más espiritual, más
cultural.
Yo aprendí ese proceso en la convivencia con las personas que vivían especialmente en el
Nordeste y en el Norte del país. Porque para nosotros en el Sur, a pesar de haber
participado en los movimientos de la Teología de la Liberación, nuestra cultura se basa en
el paradigma que separa la tierra como apenas un objeto de producción, un
proyecto económico. Sólo con el tiempo y por la relación con esos otros grupos, así como
viendo otras formas de cultivar la tierra, y especialmente la relación con la floresta, fue
como la gente fue mudando su forma de ver la tierra.
En el libro Las monoculturas de la mente,[12] Vandana Shiva hace una lectura de cómo el
cristianismo sedimenta todo el proceso de colonización según el cual la Naturaleza es
enemiga de todos los que se colocan contra el progreso, y de cómo esto legitimó una gran
violencia contra ciertas poblaciones en todo el mundo. La Naturaleza aparece como
aquello que limpia, porque la tierra limpia es el lugar de cultivo. Desde el punto de vista
más vinculado a la Teología de la Liberación, el debate sobre la “ética del cuidado” que
Leonardo Boff y otros teólogos captan a partir del modo de vivir de las comunidades
indígenas tuvo un gran impacto. Este intercambio de experiencias, de “inculturación”, fue
muy importante para toda una generación de militantes.
TIERRA: ESCALA: TERRITORIO
Carlos Marés: Cuando estudiaba derecho en los 60, la pregunta de la antropología era
una cuestión que se discutía. Brasil comenzaba a pensar que era latinoamericano. Y
cuando la gente comienza a discutir sobre la cuestión latinoamericana, los indios
comienzan a aparecer. Aunque el movimiento de izquierdas no tenía tanta consciencia de
la cuestión indígena, las cuestiones de cuestiones antropológicas aparecían como teorías.
Cuando salí de Brasil rumbo al exilio en Chile fui vivir a un ambiente latinoamericano
mucho más caracterizado. Y aunque las izquierdas latinoamericanas no fuesen
marcadamente indígenas, esa cuestión aparecía, en Chile, y también en Perú, en Bolivia…
Y cuando uno entra por esta vía, todos los procesos históricos de América Latina siempre
tropiezan con alguna cosa indígena. Por ejemplo, ¿cuál es el gran movimiento de
independencia en Perú? No es la llegada del movimiento por las tropas de San Martin, por
el Sur, y de Simón Bolívar, por el Norte. El gran momento fue el movimiento indígena que
comienza en 1870. La revolución mexicana de 1910 es una revolución que nace de un
indio que es Zapata. Y toda la revolución de Zapata es por una cuestión territorial
indígena-campesina. Zapata es un guardián de los documentos que legitiman la propiedad
de la comunidad. Otro gran marco es la revolución boliviana, de 1952. Se dice que fueron
los mineros. Bueno, los mineros son indios. Más del 70% de los mineros son indios, yo
creo que está cerca del 100%. Y los campesinos juntos. Pero los campesinos también son
indios. Por lo tanto, son los indios los que se rebelan en 1952 y hacen la revolución. Las
recientes marchas de mineros en Bolivia, son marchas de indios… ¿por qué no se
explicita este dato? Comienza a darse cuenta de que en América Latina existe esa
exclusión, esa invisibilidad de los indios.
Al volver del exilio a finales del 79 había una ebullición de un movimiento indígena,
formado principalmente por algunos indios intelectualizados que comenzaban a
estructurar una organización pan-indígena desde las ciudades. Esa organización se llamó
Unión de las Naciones Indígenas (UNI). Tenía un nombre pretencioso, muy pretencioso,
porque no era más que un grupo pequeño de intelectuales indígenas cuya relación con sus
etnias no era muy simple, porque ellos no eran propiamente los líderes tradicionales.
Pues bien, me vinculé a ellos de la mano de los antropólogos, y como no tenían mucha
gente que en derecho trabajase esa cuestión, todo lo contrario, no tenían a nadie,
prácticamente fue llevado a trabajar con el movimiento indígena por contingencias.
El artículo 231 de la Constitución Brasileña de 1988 establece que “son reconocidos a los
indios su organización social, costumbres, lenguas, creencias y tradiciones, y los derechos
originarios sobre las tierras que tradicionalmente ocupan, y compete a la Unión
demarcarlas, protegerlas y hacer que se respeten todos sus bienes”.
La Constitución de 1988 otorga una autonomía territorial para los indios impensable el
día anterior.
Las constituciones son las que forman un estado-nación. El estado-nación nace con las
constituciones. Por lo tanto, la idea es que sólo cuando se invalida una constitución se
modificará el estado-nación. La convención 169,[13] que es anterior a la Constitución,
dice que existen pequeños o grandes grupos dentro de las naciones que deben ser
respetados como grupos diferenciados. La Constitución de 1988 asume claramente esa
posición, diciendo que esos pueblos tienen el derecho de continuar existiendo como
pueblos, y sus derechos son derechos de su organización social, de su cultura, etc., todo
eso unido por un territorio. La constitución brasileña es la primera, pero no la única.
Prácticamente todas las constituciones latinoamericanas de esta época siguen esta línea.
Se produce una ruptura, la Constitución Brasileña de 1988 rompe con una tradición… por
eso se dice “neo-constitucionalismo sudamericano”.
Es una ruptura pero también un problema, porque todos estos derechos están unidos a un
territorio, son derechos territoriales. Es decir, si no consigues localizar esos derechos
dentro de un territorio determinado, tienes que excluir la posibilidad de que sean
ejercidos. La cuestión territorial es una cuestión que prevalece en la definición de pueblo,
por decirlo de alguna manera. La gente discutía cosas tales como si es posible existir un
pueblo sin territorio. Claro que es posible, los gitanos, por ejemplo… bien, pues siendo las
cosas como son, con la Constitución de 1988 algunos pueblos comenzaron a retomar la
búsqueda de su territorio. ¿Pero qué territorio? ¿Dónde está? Recomienza la búsqueda
por su identidad cultural, en primer lugar. A partir de la identidad cultural, cualquier
trozo de tierra, cualquier pedacito pasa a ser un territorio. Claro que quien está fuera del
territorio no tendrá esas garantías jurídicas.
Esta es una interpretación poco profunda, porque una interpretación más compleja sería
actuar según la necesidad de restituir esos territorios, reorganizarlos. Se trata de un
proceso de organización territorial. No se trata de coger el mapa tal cual está hoy. Sin
embargo, todas las decisiones van en ese sentido, en el sentido de consolidar el mapa tal
cual está hoy.
¿Por qué el Estado tiene que restringir su propio control sobre una parte del
territorio?
Carlos Marés: Tiene que restringir el control sobre aquel pueblo, no tiene otra opción.
Allí es otra historia, no podríamos preguntar ¿qué tipo de contrato matrimonial quiere?
No se puede decir en una favela, mucho menos en un territorio indígena. Allí el Estado no
puede imponer un contrato. En algunos lugares de Brasil la sociedad hegemónica no es la
sociedad capitalista blanca. Por ejemplo: en Alto Rio Negro la mayoría de la población es
indígena. En una ciudad llamada Araweté no hay ningún blanco y se hablan siete lenguas
diferentes. ¿Qué es Araweté? ¿Es nación brasileña? No, es territorio brasileño sólo porque
aparece en el mapa, y no estoy hablando de un territorio como Portugal, sino como
Portugal, España y un pedazo de Francia juntos, es un territorio inmenso.
https://devenirmenor.wordpress.com/2013/04/19/paulo-tavares/