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una ley que no solo excede o contradice el derecho, sino que quizá no tiene ninguna
relación con el derecho o que mantiene una relación tan extraña que lo mismo puede
exigir el derecho como excluirlo» (Derrida, Fuerza de ley, p. 16).
«De esta máxima se deduce que el derecho considera que la violencia en manos de
personas individuales constituye un peligro para el orden legal. ¿Se reduce acaso este
peligro a lo que pueda abortar los fines de derecho y las ejecutivas de derecho? De
ninguna manera. (…) En cambio, podría tal vez considerarse la sorprendente posibilidad
de que el interés del derecho, al monopolizar la violencia de manos de la persona
particular no exprese la intención de defender los fines de derecho sino, mucho más así,
al derecho mismo. Es decir, que la violencia, cuando no es aplicada por las
correspondientes instancias de derecho, lo pone en peligro, no tanto por los fines que
aspira alcanzar, sino por su mera existencia fuera del derecho» (Benjamin, Para una
crítica de la violencia, p. 24).
«[…] uno dice que la esencia de la justicia es la autoridad del legislador; otro, la
conveniencia del soberano; otro, la costumbre presente; y es esto lo más seguro: nada,
siguiendo la sola razón, es justo por sí mismo; todo vacila con el tiempo. La costumbre
realiza la equidad por el mero hecho de ser recibida; es el fundamento mísitica de su
autoridad. Quien la devuelve a su principio, la aniquila». (Pascal, Pensamientos, 294).
«Ahora bien, las leyes mantienen su crédito no porque sean justas sino porque son leyes.
Es el fundamento místico de su autoridad, no tienen otro […]. El que las obedece porque
son justas, no las obedece justamente por lo que debe obedecerlas» (Montaigne, Ensayos,
p. 346).