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«En la estructura que describo de esta manera, el derecho es esencialmente descontruible, ya

sea porque está fundado, construido sobre capas textuales interpretables y transformables (y
esto es la historia del derecho, la posible y necesario transformación, o en ocasiones la mejora
del derecho), ya sea porque su último fundamento por definición no está fundado. Que el
derecho sea desconstruible no es desgracia. Podemos incluso ver ahí la oportunidad política de
todo progreso histórico» (Derrida, p. 35).

«La finitud del hombre, anunciada en la positividad, se perfila en la forma


paradójica de lo indefinido; indica, más que el rigor del límite, la
monotonía de un camino que, sin duda, no tiene frontera pero que quizá
no tiene esperanza. Sin embargo, todos estos contenidos, con todo lo que
sustraen y todo lo que dejan también señalar hacia los confines del
tiempo, no tienen positividad en el espacio del saber, no se ofrecen a la
tarea de un conocimiento posible a no ser ligados por completo a la
finitud» (Foucault, Las palabras y las cosas, p. 304).
La cosa singular –este pedazo de carta, esta caja de lata, esta brasa
ardiente- es ininteligible por una lengua destinada a expresarse según
conceptos universales (…) En el momento en que el lenguaje intenta
coger el “esto” –quiere decir, a la cosa en su concreción singular- lo
niega transfiriéndolo al plano abstracto de las categorías. Esto ocurre
porque, para aferrar conceptualmente cualquier cosa, se necesita
reconocer el negativo que dialécticamente la constituye. La lengua
puede expresar aquello que es solo presuponiendo su negación. El
nombramiento de las cosas, en el momento en que las anexiona a la
clase que las comprende, cancela, niega su ser empírico, reduciéndolas
a una serie infinita. Para representarlas en su esencia, las suprime en
su existencia. (Esposito, 2014, p. )

«Los griegos no disponían de un término (único para expresar lo que nosotros


entendemos con la palabra vida. Se servían de dos términos, semántica y
morfológicamente distintos, aunque reconducibles a un étimo común: zoé, que expresaba
el simple hecho de vivir, común a todos los seres vivos (animales, hombres o dioses) y
bíos, que indicaba la forma o manera de vivir propia de un individuo o un grupo».
(Agamben, 1998, p. 9).

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