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El autor llama ello a las más antigua de las instancias (o provincias) psíquicas, su
contenido es todo lo heredado, lo que se trae con el nacimiento, lo establecido
constitucionalmente, en especial las pulsiones que provienen de la organización
corporal que encuentran aquí una primera expresión psíquica.
Bajo el influjo del mundo exterior real-objetivo que nos circunda, una parte del
ello desarrolla una organización particular que en lo sucesivo media entre el ello
y el mundo exterior. Este distrito lleva el nombre de yo. El yo dispone respecto los
movimientos voluntarios. Su tarea es la auto- conservación tanto frente al mundo
exterior como frente al ello. Frente al primero se percata de los estímulos,
acumulando experiencias sobre ellos, huyendo o enfrentándolos, buscando
modificar el mundo exterior por su actividad, mientras que frente al ello trata de
dominar las pulsiones y decide si han de tener acceso a la satisfacción o se debe
postergar la oportunidad. El yo aspira al placer y quiere evitar el displacer.
De esta manera una acción del yo es correcta cuando cumple al mismo tiempo
los requerimientos del ello, del superyó y de la realidad objetiva, es decir cuando
sabe reconciliar sus exigencias. Los detalles del vínculo entre el yo y el superyó
se vuelven por completo inteligibles reduciéndolos a la relación del niño con sus
progenitores. De la misma manera, en el curso del desarrollo individual el
superyó recoge aportes de posteriores continuadores (docentes, arquetipos
públicos, ideales, etc.).
Se llama pulsiones a las fuerzas que suponemos tras las tenciones de necesidad
del ello. Representan los requerimientos que hace el cuerpo a la vida anímica.
Se puede distinguir un número indeterminado de pulsiones, estas pueden alterar
su meta y pueden sustituirse unas a otras. Sin embargo Freud decide resumir a
todas en solo dos pulsaciones básicas; Eros y pulsión de destrucción. La meta de
la primera es producir unidades cada vez más grandes, conservarlas, o sea una
meta de ligazón. La meta de la otra es disolver los nexos y así destruir las cosas
del mundo. Su meta última llevar lo vivo al estado inorgánico, por eso también
se la llama pulsión de muerte.
En las funciones biológicas las dos pulsiones básicas producen efectos una
contra la otra o se combinan entre sí. Esta acción conjugada y contraria de las
dos pulsaciones básicas produce toda una variedad de las manifestaciones de
la vida.
La energía del Eros, también llamado libido, está presente en el yo-ello todavía
indiferenciado y sirve para neutralizar las inclinaciones de destrucción
simultáneamente presentes. La pulsión de destrucción produce efectos en el
interior como pulsión de muerte, sin embargo permanece muda apareciendo
ante nosotros cuando es vuelta hacia afuera como pulsión de destrucción.
El primer órgano que aparece como zona erógena y propone al alma una
exigencia libidinosa es, a partir del nacimiento, la boca. En esta etapa “oral”, el
chupeteo del niño se evidencia una necesidad de satisfacción que aspira a una
ganancia de placer independiente de la nutrición, por lo cual se la puede
llamar sexual. La segunda fase es la “sádico-anal”, aquí la satisfacción es
buscada en la agresión y en la función excretoria. La última fase de esta primer
etapa sexual, es la “fálica”. Se asemeja ya en un todo a la plasmación última
de la vida sexual. Desempeña un papel importante en esta etapa los genitales
masculinos.
Los procesos de lo inconciente o del ello obedecen a leyes diversas que los
producidos en el interior del yo. A estas leyes se las llama proceso primario en
oposición al proceso secundario que regula los procesos del preconciente, en
el yo.
El superyó ocupa una posición que media entre el ello y el mundo exterior, reúne
en sí los influjos del presente y del pasado.
Hasta el final del primer periodo de la infancia (que data cerca de los cinco
años), un fragmento del mundo exterior ha sido resignado como objeto y
acogido en el interior del yo, o sea, ha devenido un ingrediente del mundo
interior. En esta instancia psíquica, la cual lleva por nombre el superyó, prosiguen
las funciones que habían ejercido aquellas personas (los objetos abandonados)
del mundo exterior, este superyó observa al yo, le da órdenes, lo juzga y lo
amenaza con castigos, en un todo como los progenitores. Es nuestra conciencia
moral, este superyó no es que pida cuenta al yo sólo por sus acciones, sino
también de sus pensamientos y propósitos incumplidos, que parecen serle
consabidos.
En esta interacción que existe entre el yo y el superyó no es fácil distinguir las
exteriorizaciones de ambos, pero las tensiones y enajenaciones entre ellos se
hacen notar con mucha nitidez, por otro lado, cuando el yo ha sustituido con
éxito una tentación de hacer algo que sería chocante para él superyó́, se
siente elevado en su sentimiento de sí y reafirmado en su orgullo, como si hubiera
logrado una valiosa conquista.