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Atribulado

Amor

Historias

Un libro de Armando Victorio Favore

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Digo:

A veces uno vive llevando en la mano dudas, dolores,


tristezas, esperanzas… mas en algún momento los libera con la
pluma.

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Gracias:

Catamarca, mi provincia por adopción me ha regalado


a su gente linda.

Hilda Angélica García y Celia Beatriz Sarquís, tomaron


mi mano, me ayudaron a realizar mis primeros trazos… y aún lo
hacen.

A ellas un profundo ¡Gracias!

El autor

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Capítulo I

El amor… trasciende

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Ven

Buenos Aires, ..............................

Querida ......................:

Quién sabe, amada mía, que destino me


ha traído a tan lejano país. Sin tu amor no podré ya vivir, por
esto te escribo en este cálido anochecer, para pedirte que vengas
aquí.
Miro este río tan grande, sé que detrás
está el mar, mientras el silbido de un marinero me distrae del
remolino de pensamientos que pidieron a gritos mi decisión:
convocarte, querida.
Los pensamientos afloran
atropelladamente y en este sino siento triturar mi cabeza, se
agolpan en ella tantos sueños y deseos... poderte besar, poder
volverte a ver y sentirte nuevamente como mi ángel.

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Te escribo estas líneas desde el otro lado
del Atlántico, detrás de un pocillo de café.
Esta tierra, Argentina, se abre llena de
promesas para mí. Espero amor que nuestro futuro se desarrolle
aquí. Ignoro dónde estaré el último de mis días, solo sé que
quisiera encontrarme al lado tuyo y que podamos emprender ese
nuevo viaje juntos... para que a ninguno nos toque el sorbo
amargo de perder al otro.
Estuve viendo revolotear los pájaros y no
poder volar como las golondrinas me hace sentir dentro de una
jaula. La libertad de viajar me permitiría salvar esta distancia y si
hicieras sonar una campanilla, de inmediato estaría al lado tuyo.
Correría, volaría sobre la inmensidad del
mar, pero desde esta prisión sin barrotes solo puedo
conformarme con llamarte y escuchar unos instantes tu dulce
voz en el teléfono. No alcanzarán los minutos para decirte: te
amo, te amo, te amo... hasta el infinito.
Camino por estas calles y veo una capilla
que, con su puerta abierta es una invitación. Me arrodillo frente
al altar, y desde allí, con mis ojos posados en el Nazareno, elevo
mi plegaria, pidiendo al Altísimo, que pronto estemos juntos.
En una pared se destaca el arte empleado
por el pintor para recordarnos la presencia divina de La
Inmaculada Madre, ante ella me prosterno y le pido su
intercesión.

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Se disipa mi tristeza, ese creer que mi
sueño no pueda cumplirse. Quito de mí el veneno de la duda y
luego de mi rezo recupero el optimismo, siento que nada se
opondrá a esto.
Te llamo Amor, para que vengas desde
nuestra antigua y querida Italia. Para que puedas cerrar esta
herida provocada por la distancia. Para levantar, entre los dos
ese castillo anhelado. Para que podamos estar uno junto al otro.
Advierto por tu carta, que compartes mis
sentimientos y conservas intacta aquella fotografía que nos
muestra inseparables y que a pesar de sus bordes no puede
disimular la infinitud de nuestra unión.
Regreso a la pensión que me cobija, me
recibe el gato de la dueña buscando algo que comer. Amanece
sobre la ciudad, se escucha un gallo cantar. Veo por la ventana la
veleta que indica viento sur, será un hermoso día de sol.
Tomo un libro, lo abro al azar y allí está
reflejado mi sueño, en las palabras del poeta, descubro su sentir
y me ayuda a mantener la esperanza.
Durante toda la noche recorrí un largo
camino con mis pies por esta ciudad y con las alas del
pensamiento por nuestro pueblo natal, allí donde tú estás.
Pero confío en que el tiempo te traerá
junto a mí, ya no estaré más solo y podré mirar el profundo azul
de tus ojos, sabiendo... confiando en que juntos cantaremos

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aquella antigua canción, la que habla de lo bello que es el
mundo.
Será lindo volverte a ver, mirar en tus
ojos la belleza interior que te caracteriza y luego brindar por
nuestro encuentro. Seremos amantes, amigos, compañeros,
esposos.
Quiera Dios que puedas venir pronto,
que no demores nada en llegar. Puedo morir de pena sin ti.

Por siempre tuyo…….

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Llévame contigo

Algún lugar, cualquier fecha…….

Querido Esposo:
Escribo la presente, esperando te encuentres
como nosotros. Aquí vamos andando la vida. Estamos bien y
aunque lo sabes, tu décimo, perdón nuestro décimo bisnieto te
envía sus cariños. Él adivina que yo te hablo seguido y que te
escribo de vez en cuando.
Supongo, al menos esa es mi intención, que ésta
será la última carta que te envíe. Sé que no estarás triste por esto
pues te “dejaremos” para que realices otra etapa más de este
viaje universal que alguna vez emprendiste al comienzo de tu
tiempo. Los saludos que te enviamos no son de despedida final,
pues sabemos que más tarde o más temprano nuestros caminos
se volverán a cruzar. Sólo espero que en su momento lo
sepamos y que le demos sentido de continuidad a nuestro futuro

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encuentro en este maravilloso planeta o donde Dios diga que
nos reunamos.
Por ahora solo me queda el recuerdo de todo lo
que pasamos juntos en este mundo. Siempre te decía que me
parecía haber vivido contigo anteriormente y tu respuesta era
esa mágica sonrisa que te caracterizaba, acompañada de un
“Quién sabe”.
Es a través de estas líneas como mejor me
expreso, y siento ahora la necesidad de decirte: ¡Gracias!
Gracias por la vida que pudimos hacer juntos, que sin tu
aporte... hubiera sido una desgracia. Reconozco que muchas
veces no nos tratamos bien y que casi nos separamos, pero tu
forma de ser, esa de ponerle el pecho a los problemas, ya sea
tratando de comprenderme o resignando un pedacito de lo tuyo
por el bien de los dos, o de los seis que éramos por aquél
entonces. Las veces que te tragaste tu orgullo de varón, por el
bien de la familia. Siempre dedicado al trabajo y a nosotros,
nunca te hallé en un renuncio. Eras tan íntegro....
Aprendí mucho de ti, y en tu modestia me decías
que tú lo hacías de mí. Creo que ambas cosas ocurrieron, como
aquella vez que enfermó el mayor y desesperaste. Al verte tan
dolorido por la salud de nuestro pequeño pensé que tendríamos
a dos enfermos en lugar de uno y no se de dónde saqué coraje y
valor para apuntalarte y este gesto logró que pudieras rehacerte.
Al verte mejor me sentí más aliviada y entonces lloré
amargamente para desahogar mi corazón inquieto por la

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incertidumbre acerca de lo que podría pasar. Lloré, lloré sobre ti,
nunca me faltó tu hombro cuando te necesité. Estuvimos uno
junto al otro. Juntos, siempre juntos.
La vida que nos tocó compartir, desde aquella
vez en que nos conocimos en un pic-nic del día de la primavera,
empezó con nuestros tempranos 10 años. Hoy cumplo apenas
81 y he pasado casi 70 a tu lado: la escuela primaria, luego la
adolescencia…, estaba tan enamorada..., suspiraba todo el
tiempo recordando tu cara de ángel y sonrío ahora al recordar
con qué entusiasmo me mostraste la maquinita de afeitar que te
prestaba tu papá. Ya te sentías un hombre, y yo, al verte siempre
grande me sentía mujer. Crecíamos juntos y la emoción me
invadía por estar tú en mi corazón y más aún sabiendo que yo
habitaba en el tuyo.
Siempre confiamos el uno en el otro, jamás se
nos ocurrió pensar si podría empañarse nuestra relación, que
nació tan pura. Recuerdo nuestro primer beso. Los dos
temblábamos... fue tan espontáneo, como si un ángel nos
acercara y sellara nuestro futuro. Aquél acto fue solemne, nos
besamos tan, tan dulcemente. Durante esos breves instantes en
que nuestros labios se tocaron, se selló un pacto entre los dos.
Un pacto tácito que tú y yo hemos respetado durante casi 70
años, hasta que la muerte te arrebató de mi lado. Sonreímos con
frescura delante del sacerdote que nos casó al recordarlo.
Apenas setenta años enamorada de ti y más de
uno extrañándote.

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Cuando uno dice ¡Gracias!, muchas veces no se
da cuenta de su verdadero significado, pues no tiene en cuenta
que lo mejor que podemos recibir de Dios es su “Gracia”, la
Gracia Divina y ese es el deseo que lleva implícito el
agradecimiento. Por esto una vez más te doy las Gracias, amor
mío. Gracias por tenerme siempre enamorada de ti, gracias por
haberte enamorado de mí. Gracias por tu respeto, gracias por el
honor que me has hecho al transformarme en tu esposa y por
haberme elegido como la madre de tus hijos. No pasó en vano
nuestra vida.
Aunque nuestros hijos, nietos y bisnietos dicen
que cuidan a “La Abuelita”, yo cumpliré con mi promesa hecha
en tu lecho de moribundo y custodiaré a todos los descendientes
de aquél primer pic-nic.
Esta carta, al igual que las escritas después de tu
muerte la quemaré, que nadie pueda leerla nunca, pues es una
carta para ti. Al quemarla no podrá ser modificada, ni destruida,
pues ya la habrás leído.
Solo me resta pedirte que, a pesar de encontrarte
en otro mundo, con distintas actividades, no te olvides de mí.
Sigo siendo una niña frágil sin el amparo de tus manos y brazos,
sin tu sonrisa. Sigo enamorada de ti, te necesito, te amo, te
amo....
Llévame contigo, amor mío.
Recuerdo nuestro último beso cuando te
despediste de mí. Dame un nuevo beso amor mío... un nuevo

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beso que no sea efímero... que dure toda la eternidad... pide a los
ángeles que vuelvan a unirnos.
Por siempre tuya, tu esposa

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Sólo tú

Hay que embellecer La Tierra


(Gelindo Favore)

Hoy es mi cumpleaños número 88, y aquí estoy...

moribunda en mi lecho. Espero la llegada de mi hijo mayor,


Juan Carlos, no me pude despedir de él todavía. Falta también
otra despedida. Esta enfermedad me llevará; primero me quitó
las fuerzas, luego me tendió en la cama y finalmente me vedó el
habla. No me quejo, se que aún debo aprender. Ahora
comprendo que ha sido por no haber hablado en su momento.
Tenía razón mi querido Padre Mario cuando vino a
confesarme y tomó mi mano trémula. Oí las palabras de ese
jovencito adorable disculpándose por el atrevimiento de
pedirme que me arrepienta de mis pecados y su disculpa originó
una leve sonrisa en mi rostro. Luego de unos instantes me

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preguntó si ya lo había hecho, cerré los ojos y... caí, caí, caí en
medio de nubes y un cielo celeste, había sol y yo caía y caía. De
pronto... me encontré en sus brazos, los fuertes y grandes brazos
de Alberto, que me decía: “Por fin María, por fin estaremos
juntos para siempre, por fin podrás gritar al mundo nuestro
amor”, y yo, angustiada por no poder hablar sentí, con
verdadero arrepentimiento, que había callado tanto, que había
callado mi amor, que había acallado al amor. Descubrí que éste
era mi gran pecado, pues el amor embellece y es nuestro deber
"embellecer la tierra". Abrí mis ojos y asentí. Dios me perdone
por no haberle ayudado a mostrar el amor, por no contribuir a
que la tierra sea más bella. Mi querido y pequeño muchacho, mi
ex monaguillo Mario finalmente me dio la extremaunción y con
un gran beso en la frente se despidió de mí, agregando que me
quería mucho y que nunca me olvidaría.
Un agradable aroma a incienso acompañó mis últimos
momentos. Julia, la menor, encendió la radio, justo a las 19,
cuando comienza el programa donde pasan la música que me
gusta. Disfruto mucho las melodías de los 50-60. Siento ya que
mi respiración reduce su frecuencia, todo transcurre más
lentamente, cierro los ojos, siento cansancio... y como en un
sueño percibo la llegada de Juan Carlos. “Justo a tiempo”, pensé,
pobre mi niño, ha tenido que viajar tanto para este momento. Se
acerca y me toma la mano, ya laxa, no tengo fuerzas, apenas
puedo entreabrir los ojos y veo que una gran lágrima escapa de
los suyos, noto su rostro compungido. No es para menos, se le

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está muriendo la mamá. A mi también me pasó y hoy la sigo
llorando en silencio, me queda el consuelo de que falta muy
poco para verla nuevamente.
Me invade una cierta angustia al pensar que los dejaré
sufriendo por mi muerte, que no podré ya protegerlos, que
perderán mi falda. Pero por otro lado siento una gran intriga por
saber qué sobrevendrá, hasta cierto entusiasmo por enfrentar
una nueva experiencia, me da bríos. En fin, este momento es
muy especial, lleno de sentimientos encontrados y difíciles de
acomodar. ¿Cómo canalizar algo de esto? Sólo puedo oír, oler,
ver. Hace tiempo que estoy inmóvil, sin hablar, sin comer.
Cuando alguien levanta mi mano puedo ver que soy sólo piel y
huesos.
Sé que están mis nietos en la habitación contigua, temen
verme en el momento de morir. Ayer escuché que preferían
recordarme viva y sonriente, especialmente la más chica que
espera a mi segundo bisnieto.
La gente llama a la radio para solicitar algún tema
musical, nadie pide "Only you" por "Los Plateros". Se que
Alberto lo hará... para mí. No lo sabrá pero será su forma de
despedirse.
Cesan todos los ruidos, de golpe. Ni siquiera percibo los
de la calle. Por los párpados entrecerrados distingo a Emilia, la
del medio, noto que está hablando en voz baja, pero no la
escucho, adivino que ya he perdido el oído, pronto me fallará
definitivamente la vista. Quiero oler el incienso que dejara

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Mario, pero no puedo inspirar, ya el aire se niega a ingresar a
este maltrecho cuerpo. Juan Carlos ya no sostiene mi mano,
ahora busca mi pulso, mis párpados se niegan a obedecer, quiero
verlos por última vez, no puedo...
De pronto una mano me acaricia el rostro y un nuevo
aire, fresco, vivificante llena a pleno mis pulmones. Mis ojos se
abren, veo el rostro de Alberto, mi gran amor imposible, mi
verdadero amor oculto. Con la mirada le suplico que repare mi
error, que todos deben saber que el amor existe, como existió el
nuestro.
Navego entre dos mundos, escucho en la radio, aunque
sé que no puedo oír, una maravillosa historia de amor... un señor
la relata como propia: "Ella 20 años mayor que él, hace treinta
que ocurrió. Cuando se conocieron sintieron que nacía una
relación imposible de romper. La viudez de ambos los impulsó a
buscar. Sus realidades impidieron que aquel lazo fuera de
conocimiento público. Los dos ocultaron ese amor, por miedo a
herir a los suyos. Un día, caminando por la ciudad, vieron un
cuadro que al pie llevaba la frase: Hay que embellecer la tierra.
Pasaron los años y ella enfermó cruelmente".
"Recién ahora la frase del pintor cobra sentido", dijo ese
caballero, al que reconozco como mi Alberto. Su dulce voz me
acaricia nuevamente cuando continúa comentando: "Aunque sé
que no podrá hablarme, llamaré por teléfono, quiero decirle a
todos que nos amamos. Será su regalo de cumpleaños. Hoy
cumple 88 y la amo".

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Comienza a escucharse mi melodía, alguien llora mi
muerte. Suena el teléfono. Emilia escucha con atención y en un
acto humanitario pone el auricular en mi oído, la dulce voz de
Alberto se cuela por entre estos dos mundos y siento abandonar
el terrenal de la mano de un "Te amo María, te amo".

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Nuevamente juntos

¡Te vi! ¡Te vi de vuelta Cristina! Estabas, bueno… en

una situación un tanto difícil. La camilla de la ambulancia


sujetaba tus débiles miembros… para que no te caigas. Dos
muchachos fuertes, quizá como tus nietos, cargaban fácilmente
contigo, tan livianita ya… No podías dominar la cabeza, con la
boca abierta y tus bellos ojos negros cerrados.
Te llevaban para hacer no se qué estudio nuevo sobre tu
maltrecho organismo. Sondas, catéteres, cables, sensores, agujas,
sueros y no se qué mas, formaban parte de esa lista de
“insumos” con que trataron de prolongarte la vida.
¡Cómo nos separaron las circunstancias! Papá y mamá te
adoran, aún hoy. Igual yo, que a pesar del tiempo siempre te
esperé.
Cuando te casaste estuve allí, se que me “viste”. ¡Qué
alegría al nacer Horacio!, pude sentir el palpitar de tu corazón y

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ese agridulce que te apareció cuando pensaste que podía ser
nuestro hijo. Sentí tu homenaje. Siempre me amaste, siempre te
amé, siempre nos amamos.
Ricardo, tu marido, ha sido siempre un ejemplo de
esposo y Padre, honesto, humilde, fiel. Siempre te amó… me lo
dijo y sintió también tu correspondencia. Hoy él reconoce que
su corazón está junto a su primer amor, lo que me pasa a mí…
Siempre volvemos al primer amor, no importa el tiempo,
el lugar, la situación. No importa, siempre se vuelve… al primer
amor.
¡Te amo Cristina! ¿Me oyes? ¡Te amo! Y estos últimos
días escucho tu voz en mi oído: “Te amo Sebastián, te amo,
volveremos a estar juntos”.
Los chicos de la ambulancia te tratan bien, como lo
harían con su abuela. Luego de estudiar algunos parámetros de
tu cuerpo te llevan nuevamente a la sala del sanatorio. Allí está
Eloísa, mirándote con el dolor con que un hijo padece la
enfermedad de una madre.
A tu bella y frágil Eloísa le encantaba pegarse a ti, desde
que le diste el pecho por primera vez y aún cuando ella dio el
pecho por primera vez.
Como buena hija ayudó a acomodarte en la cama, alisó
tu arrugado camisón de clínica, perfumó suavemente la
almohada y luego de taparte se acurrucó sobre tu pecho, para
sentirte. En tu rostro se dibujó una sonrisa que no pudo ver,
pero sintió como un mensaje… ¿Quizá de despedida?

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Luego, delicadamente, dejaste de transmitir el suave
ritmo de tu corazón. Eloísa comprendió y finalmente sonrió al
sentirse aliviada por ti, ya que habías emprendido tu siguiente
viaje.
Con un nudo en la garganta y la cabeza aún sobre tu
pecho, apenas articuló un ¡Chau Mamita! ¡Qué seas feliz!
¡Espéranos!
Me acabo de colocar el traje blanco, con un clavel rojo
en la solapa. Tú llegas llevando un vestido brillante, níveo, con
una gran cola de tul…
¿Notaste Cristina que aquí no tenemos edad sino sólo
corazones?
Quiero decirte que aquél accidente no me separó de ti,
que sólo nos dio un compás de espera de apenas una vida y
permitió que afianzáramos nuestros sentimientos.
Ya lo ves, continuamos donde lo dejamos, estábamos
por casarnos. Aquí viene Ricardo y su esposa a traernos los
anillos.
Todos estamos felices, tu papá te llevará al altar. Las
madres serán madrinas y los papás padrinos.
Tus hijos y nietos se han reunido porque partiste.
Hagámosle partícipes de nuestra alegría. Aunque estén tristes,
digámosle que estás bien y que eres feliz.
Eloísa acomoda tus pertenencias y piensa en ti. ¡Qué
gran corazón tiene esa mujer Cristina! ¡Qué gran corazón!
Realmente te ama.

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Tu maravillosa hija se acerca a Horacio y juntos se
reúnen con sus cónyuges, hijos, sobrinos y nietos. Parecen
reunidos para una fiesta familiar. Con lágrimas en los ojos Eloísa
propone un brindis por ti. Todos, en total silencio elevan las
copas, sumidos cada cual en sus propios pensamientos. De
pronto, sin acuerdo previo y realmente al unísono exclaman:

“¡¡¡Que seas muy feliz Mamá!!!”

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Dolor para el amor

El diálogo que escuchó Helena confirmó su

presentimiento. Lejos de disgustarse se alegró, pues sintió en sus


fibras íntimas que el amor triunfaba sobre los hombres. Ella
integraba, ahora sabiéndolo, un triángulo amoroso.
Se sorprendió a sí misma expresando sus pensamientos
en voz alta: “Tanto Julián como Sabrina son maravillosos.
Destilan amor a su paso. Son uno para el otro y gracias a mí
lograron encontrarse. Aunque me duela perder a Julián más me
dolerá que él la pierda a ella”.
Por amor a su esposo decidió apartarse del camino, aún
sabiendo que él la ama. La diferencia es que han compartido
mucho tiempo de matrimonio, 30 años de tenerse Julián y
Helena. ¿Cuánto más de vida? Y él ¿No podrá nunca tener a
Sabrina?
“¿Cómo salir de la vida de ellos?”. Pregunta recurrente
en la mente de Helena, a la que no hallaba respuesta. Pensó en

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las más diversas posibilidades y todas crearían un sentimiento de
culpa en ellos, aunque los dejara libres. La viudez de Julián
parecía ser el camino más adecuado, pero... ¿Cómo lograrlo?
Decidió desaparecer, podía cruzar al Paraguay sin papeles, luego
ir a Brasil y no volver, la darían por muerta luego de un tiempo.
Si bien deberían vivir el duelo de la pérdida lo harían juntos, que
era el deseo de Helena.
Compró el pasaje para el 14 de marzo. Tomaría el
colectivo que viene de Mendoza y pasa por Catamarca a las
nueve y treinta. Iría a trabajar como todos los días y en el
momento necesario simplemente se iría sin avisar a nadie. Sentía
que su plan era perfecto. No podía fallar.
Lo que no supo era que no sólo su mente trabajaba para
desatar el nudo gordiano que se planteó en sus vidas. Fue así
que el 14 de marzo Julián decidió actuar y cortar definitivamente
con esa situación. Suponía que sería lo mejor, aunque no supiera
cómo lograr que Helena no sufra, debía poner blanco sobre
negro. Sabrina no quiso dejarlo solo. Con este pensamiento,
ambos fueron hasta las oficinas del Juzgado Federal, donde
trabajaba Helena, le pedirían reunirse. Irían ese mismo día.
El colectivo partió puntualmente de la terminal, Helena
se despidió con lágrimas de calles que no volvería a transitar.
Sería acompañada por la imponente figura del cerro Ancasti
hasta abandonar su tierra natal y con un sordo adiós
desaparecería. Cerró los ojos diciéndose a sí misma: “Ya está
echo”. Sintió un alivio inesperado y sin darse cuenta se durmió.

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La secretaria del Juez López les informó que Helena
estaba en el segundo piso y se demoraría un poco en regresar.
Julián miró el reloj, faltaban cinco minutos para las diez,
esperarían.
A las diez en punto tembló la capital de Catamarca, el
edificio del Juzgado Federal literalmente se desplomó a causa de
la explosión. Luego de varias horas encontraron a Julián junto a
Sabrina, abrazados en un sueño eterno. El socorrista a cargo
revisó las ropas de Julián, encontró un teléfono celular y
simplemente apretó “redial”.
Helena, en la Terminal de San Salvador de Jujuy, atendió
el llamado mientras miraba horrorizada las imágenes de la
televisión. El localizador indicaba el número de Julián y
presurosa quiso decirle que se hallaba bien, cuando del otro lado
escuchó una voz desconocida que le decía: “Si Ud. conoce al
dueño de este celular vaya a la morgue del hospital San Juan
Bautista y reconozca los restos de la bolsa 18. Gracias”.
Volvió, fue al hospital y reconoció dos bolsas.
Julián y Sabrina estaban definitivamente juntos.
Helena lloró.

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¿Un amor?

Amalia simplemente apareció. Un cálido día de abril,


como un nacimiento, puro, sencillo, dulce.
El tiempo no se fue de mis manos, antes de morir la
conocí, ella simplemente apareció; mi alma dolorida percibió los
ruegos escuchados. El dolor siempre ahogado minaba mi
cordura. El amor me mantenía anclado, mis llagas abiertas, que
solitario, intentaba curar.
Amalia apareció, pude sentir que su hombro era
suficientemente amplio para alojarme. Amalia amenazaba ser un
nuevo amor. Amalia fue un nuevo amor. Se manifestó con
cuerpo de mujer. Me confundió. Busqué en ella, más no era su
dueño, no podría jamás...
Fue otra su entrega, me acerqué y tendió la mano, abrió de
par en par el corazón. Me enseñó lo que no aprendía. Descubrí
un enamoramiento diferente. “Todo tiene más de una faceta”

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solía decirme. “Abandona lo que conoces. Anímate, podremos
amarnos con pureza de corazón. Tú eres hombre y yo mujer,
abandona el prejuicio y ámame como un ser a otro ser, como un
alma a otra. Pidamos que nuestras mentes huyan de este mundo
sin razón, abandonemos la obsesión, seamos puros en el amor”.
Creí comprender a Amalia y con profundo y diferente
amor, alejada la idea del peligro inminente, me refugié con ojos
cerrados en su pecho, parecía tan amplio como la generosidad
que de ella emanaba. Su abrazo removió mi voz, el llanto acudió
presuroso y sorprendiéndome dije: “Déjame derramar en ti el
manantial de mi dolor. Escucha, este mi susurro, enjuga mis
agridulces aguas, Amalia... Amiga”
Tu hombro se asoma
Como posible remanso
Busco lugar para mi pena
Busco descanso

No puedo ya soportar
El desamparo que siento
Ningún lugar dónde abrevar
Pájaro en el desierto

Y ya el corazón grita
Estalla mi sollozo
Más el prejuicio me limita
Tú eres mujer de otro

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Si un ángel viniera
Y a un mundo lejano nos llevara
Donde no existen las quimeras
Y ser hombre o mujer no importara

En tu hombro dejaría
Mil lágrimas, no por ti derramadas
Amiga por fin te diría
Lo que sufro por mi amada

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¿Loco?, ¿Cuerdo?

Me gusta encender un fósforo en la oscuridad, mirar


con ese mortecino resplandor lo que me rodea. La efímera
existencia de esa luz exige a mis sentidos total atención y
entonces veo la rosa en su florero sobre la mesa oscura, el
calendario colgando de la pared y tu piel blanca en el lecho.
Luego, vuelvo a intentar dormir, junto a ti, junto al motivo de
mis sueños, soñados en vigilia. Las noches son tan largas, los
días extensos y muchas veces tediosos... creo que llegaré a
enloquecer.
El sano sentimiento que me prodigas anuda mi garganta
cuando en él pienso. La emoción invade mi alma al reflexionar
acerca de lo nuestro, más no podré atarte a mi carro de cortejo
fúnebre. Te digo que te apartes, que te vayas y rehagas tu vida.
¡Vete!, mi dulce amor! ¡Vete!, abandona este barco herido de
muerte. ¡Vive! Reanuda tu existencia en pos de alguien que

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pueda cuidarte y protegerte; sólo soy un problema para ti. Mi
enfermedad no desaparecerá y ya no te puedo amar.
Sobre la mesa estaba el papel, junto a la rosa, lo trajiste
tú. Lo viste, sabías lo que decía, más entraste en nuestro lecho,
te fusionaste con mi cuerpo ahora prohibido y me diste tu vida.
Sellaste con tu sangre el pacto de amor entre los dos. Lo
supe luego, en la mañana lo vi, doblado en cuatro; al extenderlo
la luz del alba permitió la lectura: “Positivo, debe evitarse el
contacto con otras personas”.
Acongojada lloré junto a ti, besé tu mano laxa aún. Te
dije una y mil veces que estabas loco, que debías abandonarme
como la hecho mi salud, como lo ha hecho tu cordura. ¡Vete! Te
dije y no...
Mis sollozos te despertaron, mil lágrimas bañaron tu
rostro y en el salado sabor buscaste mis ojos. “Calma, me dijiste,
calma mi cielo. Leí el informe, hablé con el médico y decidí no
abandonarte. Si mueres, muero contigo, por eso me aferré a mi
única esperanza: tu amor. Vivamos lo que nos quede juntos”.
No podía discernir, todo resultaba confuso, pero luego
de sentir tu entrega, busqué comprenderte.
Ahora… no me parece tanta locura.

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Última voluntad

París, 9 de noviembre de 1528

Querida Leticia:
Sabías que lo nuestro no podía ir más allá de lo
permitido por la sociedad. Claudia ejerció su poder, pero pude
descubrir en ti al verdadero amor.
Tu manto ardiente traspasó los confines,
naturales y sociales; gallardía femenina, entereza de mujer y
pasión en tu vida ardorosa me conquistaron.
Aquí me ves, atado a éste que parece ser mi
destino final, me queda tan solo el consuelo de que podré verte
en otro mundo menos doloroso y mientras espero iré tras de ti
cual fiel custodio.
El cadalso está ya preparado para mí ¿Cómo
podría un juglar arrebatar tu corazón noble?, mas tu magia me
hechizó y este simple plebeyo fue amado por ti.
Me prosterno, no ante la reina, sino a los pies
del más excelso de los seres de la creación, me arrodillo ante la
mujer que eres y doy gracias a Dios por haber recibido de ti,
besos, caricias y tu corazón. Lamento que ahora nos esté
vedado.
Por eso expreso, victimado por las
circunstancias, mi última voluntad. Deseo mirarte nuevamente a

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los ojos, llegar en un póstumo acceso a tu alma y redescubrir el
error de aquellos que creen separarnos.
Te amo.

Francisco I, Rey de Francia

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La mañana

Ya la noche abandona el terruño, febo incursiona

tímidamente; vuelven los pájaros con su trino esperanzador.


Estoy solo, observando. Tu recuerdo retorna como el día, lacera
mi costado y demuestra una vez más que me hallo inerte, que el
amanecer no representa para mí una nueva oportunidad.
La nieve aún no desaparece, frente a mi ventana dos
caballos pastan el congelado alimento mientras sus fauces
hambrientas generan blancas nubes ascendentes. Salgo y busco
aspirar, no ingresa el frío aire que espero, tampoco emana de mí
un poco de vapor. Nada. Siento esto como un castigo; nada
siento, solo este dolor por ti... que te has quedado.
Regreso a la casa e ingreso a tu aposento. Estoy ya a tu
lado, respiras, duermes, el Dios de los sueños te lleva a su
mundo para prodigarte descanso verdadero; veo rastros de tus
lágrimas surcándote el rostro, no puedo tocarte... intentaré el
robo de un último beso, quizá Morfeo entienda mi sufrimiento y

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lo haga posible. Enternecido estoy por tu rostro en paz, por esos
labios rosados, capaces de besar. Me acerco mirándote a los ojos
y al abrirlos el verde esmeralda de tu destello se apiada de mí,
intentas verme, pero solo estará presente entre ambos, el
fracaso, mientras vivas.
No importa la mañana con su sol. No importan la vida y
los pájaros, solo importas tú... querida.

Te esperaré.

- 44 -
Ella

Su llegada me sorprendió. La larga y lacia cabellera caía


sobre una estilizada figura femenina vestida de negro.
Debí admitir su belleza, inigualable diría yo. Desde lo
profundo de su mirada se palpaba una tremenda paz.
De pronto desapareció el paisaje, solos ella y yo.
_ ¿Quién eres? - pregunté intrigado – Sales de la nada,
me encandilas con tus ojos y…
_ Y te estás enamorando de mi - respondió
_ ¿Qué haces con mi corazón? ¿Qué haces con mis
sentimientos? – pregunté.
Amo a Clarissa desde que la conocí, jamás pude amar a
otra mujer. Mi querida María Belén fue el dulce retoño que
calmó nuestros días de angustias.
Siempre fueron todo, absolutamente todo para mi. Sólo
dos mujeres sumadas a Mamá.

- 45 -
_ ¡Las amo! Pero ahora apareciste en mi vida, me llevas
a este lugar sin entorno. ¿Quién eres? Siento que te amo a ti
también, comprendo que tú eres para mí. Se potencia, con este
amor hacia ti, el que siento por ellas tres. Además me
desconciertas pues… no siento culpa por amarte. Dime por qué.
¿Qué has hecho con mi cultura? ¿Es que todo esto está más allá
del bien y del mal? ¡Responde!
_ Ámame y amarás aún más – me respondió – No
preguntes, el amor engendra amor y da sabiduría. Ámame y
sabrás cuánto las amas.
Mi amada desconocida me atrae hacia ella, acerca su
boca a la mía y así, sin pensamientos beso esos labios bellos,
puros, prístinos. Cierro los ojos, estoy viviendo todo con tanta
intensidad…
Siento paz…
Abro lentamente los ojos frente a esta mujer a la que aún
beso. Indago con el pensamiento: ¿Quién eres? Me aparto
suavemente un instante, puedo apreciar detrás de la figura de
este nuevo amor un largo camino rodeado de pinos. Suspiro
quedamente.
El verde adorna un paisaje sin horizonte. Tres figuras
femeninas sobre el fondo. Son ellas vestidas de negro. Mamá
con un pañuelo enjugando lágrimas, Clarissa con gesto
compungido tratando de contener el desconsolado llanto de
María Belén.
_ ¿Quién eres? – indago nuevamente.

- 46 -
_ No importa mi identidad, ya me has besado. Soy tuya y
tú… eres mío.

- 47 -
- 48 -
Capítulo II

El amor…
tiene cosas bellas

- 49 -
- 50 -
El amor

Era una hermosa mañana de sol otoñal. Dirigí mis


pasos por primera vez hacia la biblioteca, suponiendo encontrar
textos sobre aquello que estaba estudiando. Me acerqué hasta la
gran mesada donde ella atendía y pasó a ser mi interlocutora
personal. Poca gente frecuentaba el lugar a esa hora y nadie la
requería, solo yo. Tuve un instante de abstracción y la imaginé
parada junto a mí, de altura igual a la mía, sus hermosas
facciones muy cerca…, esos labios rosados...

 ¿Qué necesita señor? Fue su pregunta.


Tuve un instante de turbación, no sabía qué responder,
la tenía tan cerca... de pronto reparé que se hallaba, al otro lado
de la mesada, formalmente vestida y dirigiéndose a mí en forma
profesional. La miré desconcertado y ella con un gesto de
paciencia en ese..., ese bello, perfecto, hermoso y maravilloso
rostro. Y pude ver desde dónde partían esos sonidos

- 51 -
arrobadores que formaban su pregunta, los naturales labios
rosados que provocaron nuevamente mi abstracción.
 ¿Qué necesita señor? Volvió a preguntarme y entonces,
sacudiendo la cabeza pude responderle.
 ¡Ah!, si, disculpe, estaba como en otro mundo y mejor le
contesto antes que vuelva a caer en el encantamiento…
Mis ojos no podían apartarse de sus labios, pero con un
esfuerzo sobrehumano logré articular las palabras y solicitarle un
libro para consultar su cuarto capítulo.

 Ese libro es hermoso, me dijo; especialmente en la parte


que busca, el autor hace una descripción muy particular de los
bellos labios de una mujer que acaba de conocer.
Y toda dama se da cuenta cuando alguien la mira,
además sabe aproximadamente el objeto de la observación, así
es que sonrió entre divertida y picaresca; con una pequeña
carpeta se tapó los labios y entonces destacaron sus ojos negros
y saltarines que se movieron al compás de un: ¡Sígame, por
favor!

 En esta estantería encontrará libros relacionados con


diversos temas, dijo. Si lee este podrá aterrarse, con aquél
descubrirá la emoción en variados aspectos y la lucha de los
personajes por no perder el amor. Dígame su nombre, por
favor, así le preparo una ficha y si me trae dos fotos lo puedo
asociar a la biblioteca.

- 52 -
 Mi nombre..., mi nombre... me llamo Miguel Ángel
Buonarotti.
 Muy bien, lo dejo en la mejor compañía señor.
Se alejó sonriendo y en el armonioso movimiento de su
perfecta figura podían advertirse los rasgos netamente
femeninos, que impactaron en forma imprevista en mi vida.
Suspiro tras suspiro, miraba sin ver, precipitado sobre
los libros, sentía la intensidad de su sonrisa y de su voz que se
repetía como mil voces acariciándome y multiplicándose, caricia
sobre caricia, voz sobre voz. Aumentan nuevamente esos
sonidos maravillosos, cierro los ojos por un instante, siento que
se acerca, pero al abrirlos veo una escasa luz en el ambiente.

 Señor, señor, ¿Qué le pasa? ─ dijo una niña que


consultaba la biblioteca. ─ ¡Se golpeó la cabeza al caerse! ¡Dé la
vuelta y respire profundo!, debe aspirar el aire fresco ¿está Ud.
bien?

 Ehh,... sí, estoy bien, gracias muchas gracias. Dime


pequeña, ¿sabes cómo se llama la belleza, digo, la señorita que
atiende aquí?

 Sí, su nombre es Rosario, pero todos la llamamos Rosi.


¡Es tan buena! Conoce todo aquí dentro, siempre está
sonriendo. No le importan las miradas, a todos trata bien y les
levanta el ánimo.

- 53 -
 Así que Rosario, bello nombre, como ella. Y joven,
como yo. Sus labios..., su sonrisa..., su rostro angelical..., sus
ojos.... ¿Por qué me caí y quedé mirando al piso? Gracias linda,
ya me levanto. ¿Cuál es tu nombre, y cuántos años tienes?
 No hay por qué señor, me llamo Laura y tengo nueve
años. Dígame ¿cómo se siente?

 Bien, bien, gracias, gracias. Te mereces un premio. Vi en


el pasillo de entrada un kiosco y te invito a tomar un helado del
sabor que prefieras, a mí me gusta el de crema con chocolate y a
ti ...
Dije para mis adentros: Rosario, te habías acercado con
otro interesado por libros, pero no llegaste a verme tirado en el
piso por ti, no me viste cual juguete desmembrado, carente de
sentido por causa de tu encantamiento. Rosario, Rosario... ¡Creo
que definitivamente me enamoré de ti!
Nos acercamos a la entrada, donde atiende tan bella
dama. Laura de gran conversación conmigo y yo prestándole
toda mi atención, sólo con la finalidad de no ver nuevamente a
esa belleza encantadora que me hacía temblar. Temía volver a
caer de bruces con solo mirarla, no me animaba siquiera a
escucharla, tenía miedo.
Lo peor era que quizá yo no le interesaba, aunque Laura
me comentó que no tiene novio, que todavía no conoció al
hombre de sus sueños, según sus propios dichos, lo que me
dejaba una pequeñísima posibilidad.

- 54 -
Sin notarlo llevaba en la mano un libro, justo ese que en
el cuarto capítulo... y de gran conversación...
 A ver Uds. dos, ¿adónde van con ese libro? No señores,
tiene que registrarlo y consultarlo aquí dentro, no se pueden
llevar, dijo Rosario con enfado simulado y prosiguió:

 Dime Laura, siendo tan pequeñita ¿Ya has conseguido


que un hombre buen mozo te acompañe? ¿Cuál es tu secreto?
Fue entones cuando Laura dio vuelta a la mesada, se
acercó hasta Rosario y en el oído le dijo: bsssss.... bsssss...
bsssss....
Mientras yo, entre bsssss..... y bsssss... comenzaba
nuevamente a temblar, el rostro se me puso lívido (según me
contaron luego de reaccionar), escondí mis manos, las piernas
comenzaron a aflojarse y desaparecí de la vista de ellas. Quedé
cuan largo era pegado a la mesada.
Rosario trataba de hacerme reaccionar.

 Ves Rosi, eso le pasó antes, dijo Laura. Te vio a vos, te


escuchó y ¡páfate!, cayó redondo.

 Señor, señor, despierte. ¿Está Ud. bien?

 Entre un si..., si..., estoy bien, gracias, vi una imagen


celestial, por un momento pensé que había muerto y un ángel
me observaba.
Nuevamente esos labios, nuevamente esa sonrisa, el
rostro bellísimo, y vi más profundamente dentro de esos ojos

- 55 -
negros, indagué en un instante su interior, indagué... y descubrí
el amor.
Me levanté entre avergonzado y enfervorizado, descubrí
el amor y no podía dejarlo pasar. Esperé a que Rosario ocupara
su lugar mientras yo me alisaba las ropas, aspiré profundamente
y acerqué mis manos a las de ella, mientras Laura nos observaba
a prudencial distancia.

 Rosario..., le dije lenta, muy lentamente. Rosario... cásate


conmigo.
Ella giro su rostro, guiñándole el ojo izquierdo a Laura y
sonriendo dijo: No sé si debo, galante caballero...
Los tres comenzamos a reír, ya era la hora de cerrar y las
invité a tomar un helado, para Laura sería doble. Al salir, casi sin
querer, Rosario me extendió su mano y al tomarla con premura
me dijo: puedes llamarme Rosi.

 ¡Estos chicos modernos! ¡A los tres les hablo!, escuchen


porque es la última vez que les digo, a mamá se le llama Mamá,
nada de Rosario y mucho menos Rosi, y a papá, Papá nada de
Miguel Ángel ni Migui. ¿Entendido?

 Si
 Si ¿qué?
 Si Papá
 ¡Muy bien! y a Laura la pueden llamar Lauri o tía Laura.

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Nubes amarillas

Alicia se levantó tempranito, para ir al trabajo. Abrió


los ojos y vio la ventana cerrada. Se preguntó: “¿qué hora es?
¿dónde está el reloj?”. Luego, parada en medio de su habitación
de soltera, llevándose la mano a la cara y como quitando algo de
los ojos, reflexionó: “Hoy es Domingo, no tengo que salir,
menos mal”.
De todas formas, antes de reunirse con su cama de plaza
y media y después de pasar por el baño, abrió la ventana, aún
estaba oscuro. Se felicitó a sí misma pues ahora podría dormir
más luego de despertarse. “Total el Sol no entra directo por esa
ventana, susurró convenciéndose”, tras lo cual volvió a las
Tierras de Morfeo.
Fue allí precisamente donde soñó con un caballero muy
atento, educado y galante que la cortejaba. Dicho personaje
logró enamorarla con sus actitudes y hasta le propuso

- 57 -
matrimonio. Manifestó que ella era la mujer ideal para formar
una familia y su clara intención de hablar con quién fuera
necesario a fin de pedir su mano.
Ella aceptó y se comprometieron fijando fecha para el
casamiento, que ocurriría, según nuestro héroe, “cuando las
nubes ubicadas justo sobre nosotros sean amarillas. Este detalle
revelará nuestra vida matrimonial venturosa”.
La claridad penetró en la habitación de Alicia y logró
despertarla con suavidad. Ella estaba todavía soñando con su
caballero, con su vestido de bodas, mirando al cielo y viendo
cómo tres nubes amarillas los cobijaban.
Terminó de despertarse, remoloneó un poco en la cama
y por fin se levantó. Puso los pies en tierra y recuperó el sentido
de la realidad, esa que debía vivir:: Soltera aún, pasados ya los
treinta y a pesar de que se consideraba relativamente agradable,
no había logrado formar una pareja estable. A veces se
preguntaba si no era demasiado idealista con respecto a los
hombres, pero la verdad es que le había tocado cada uno... que
“mejor perderlos que encontrarlos”, como solía expresar.
Ninguno había sido tan galán como ella prefería. “Sólo
en los sueños existen”, observaba y lo confirmaba con lo
ocurrido esa mañana. De todas maneras, el sabor de que algo
bueno le pasó, aunque sea en el sueño, lo quería conservar.
Decidió salir a pasear por el parque de la otra calle y se
puso ropa de gimnasia.

- 58 -
Ató su rubia, lacia y larga cabellera, formando la
conocida “cola de caballo” con una cinta verde, que
ocasionalmente hacía juego con el color de sus grandes ojos,
redondos, al igual que su rostro de cutis dorado, nariz pequeña,
labios finos y delicados, ubicados sobre un pequeño mentón
bien definido. Facciones armoniosas declaraban a una bella
mujer.
Estiró, como desperezándose, su estilizado cuerpo.
Comenzó dando unos saltitos con sus zapatillas blancas, a modo
de precalentamiento, tomó las llaves, salió de la casa, cerró y
trotó rumbo al parque.

Alberto había decidido salir esa mañana, ya llevaba


varios días de encierro obligado, dibujando planos de un
edificio, calculando las estructuras y los presupuestos. Ya no
daba más. Quería… necesitaba un poco de aire.
Desde que falleció su madre se sintió sin motivo para
continuar con esta vida, como sin rumbo. Así decidió dedicarse
de lleno al trabajo; en un principio lo ayudó a sobrellevar el
duelo. Sintió mucho que fuera a reunirse con su padre, después
de casi 10 años, ya que siendo único hijo pasó a ser su todo…
algo así como el uno para el otro. Treinta y cuatro años cumplió
tres días antes de esa muerte, la que sobrevino luego de padecer
una larga y a su criterio injusta agonía. “En fin”, dijo para sí,
resignándose a su suerte.

- 59 -
Alberto se hallaba sentado en un banco del parque
cuando vio acercarse una figura femenina que destacaba del
paisaje, ya que no tan solo se hallaba en movimiento sino
además irradiaba algo inexplicable, definido por él como
“encanto femenino”. Iba más allá de la indudable belleza
exterior, se intuía que era la interior expresándose a través de la
angelical Alicia. Tal era la opinión de Alberto, quién lamentó que
sus ropas no fueran las apropiadas para acompañarla en el trote.
Pero no podía dejarla pasar sin tratar de atraer su atención.
Se sintió incómodo por estar sentado, así es que cuando
la vio acercarse se puso de pie, mientras se quitaba las arrugas
del pantalón y acomodaba un poco la camisa. Luego, al pasar la
mano derecha por la cara recordó que no se había afeitado,
como era Domingo...

Alicia no tenía novio pero algo de hombres entendía y


haciéndose la distraída vio con agrado la preocupación de aquel
buen mozo por estar arreglado al acercarse ella, gesto que
además la halagó.
Pudo observar algunas características de Alberto,
hombre que no pasaría desapercibido ante sus ojos, “por
ejemplo su altura”, pensó, “debía pasar con facilidad el metro
ochenta y cinco, su cabello castaño oscuro brilla, es corpulento
y… mejor no lo miro más, a ver si piensa mal”. Así es que dio
vuelta la cabeza observando unos árboles que apenas se agitaban
con la brisa reinante y con la mano derecha se pasó una pequeña

- 60 -
toalla por la frente, lamentando no haber traído algo para
refrescarse.

A esa hora de la mañana el sol se hacía sentir. Alberto


observó con sus grandes ojos color café y sin pestañear el paso
de Alicia, la vio secarse con la toalla y detectó el movimiento
involuntario de ella para mirarlo, justo cuando pasaba frente a él.
El impacto fue inevitable, Alberto y Alicia dejaron ver sus
sonrisas y él con gesto galante se agachó en una caballeresca
reverencia simulando dejarla pasar. Esto le hizo gracia y se sintió
aún más halagada.

“¿Qué puedo hacer?”, se preguntó Alberto, entonces


corrió hasta el quiosco del parque, revolviendo con premura sus
bolsillos sacó unas monedas y compró una pequeña botella de
agua mineral, con la intención de ofrecérsela a tan bella y
agradable dama. Solo esperaba que pase cerca suyo nuevamente.

Alicia quería dar otra vuelta, no tanto por el ejercicio en


sí, como por ver si el caballero que le sonriera seguía allí.
También le agradó, debía reconocerlo, el gesto de bondad
presente en ese rostro de cutis trigueño.
De inmediato reparó en que el cielo estaba parcialmente
nublado y prestó especial atención a tres nubes en particular.
Detuvo su trote, miró primero sus pies y luego las nubes. Se

- 61 -
asombró al ver que eran de color amarillo, recordó su sueño y
experimentó una sensación, diciéndose, “algo agradable pasará”.
Reanudó el trote sintiéndose mas segura de sí misma,
pensó en ambos caballeros, el que la dejara pasar con una
reverencia y el de su sueño. Sonrió y pidió que el verdadero no
se haya marchado. “Dios dirá”, fueron sus palabras.

Él la vio llegar, escondiendo la botella con la mano


izquierda y cuando ensayaba una nueva reverencia los dos se
miraron comenzando a reír. Alicia detuvo su marcha, Alberto le
alargó la botella escondida y con un gesto de complicidad le dijo:
“Bella princesa, mi nombre es Alberto”. Ella, aún riendo estiró
su diestra y con voz grave le dijo: “Galante caballero, mi nombre
es Alicia”.
Sin mediar una razón, los dos, unidos aún por el saludo
miraron al cielo y vieron las tres nubes amarillas, casi sobre ellos.
Alicia guardó para sí una sonrisa.

El casamiento se hizo al aire libre, cerca del mediodía y


volvieron las tres nubes amarillas. Se ubicaron en esta
oportunidad exactamente sobre los novios, como en aquél
sueño. Ambos las miraron y dieron el sí.

Alicia le contó su sueño a Alberto durante la luna de


miel que hicieron con motivo de sus bodas de plata, recién
cuando ella consideró que realmente se había cumplido.

- 62 -
La Carta

- ¡Marina, Marina, mi amor!... Roque despertó agitado

mientras transpiraba copiosamente.


- ¡Está decidido! Dije que lo haré y no me voy a echar atrás.
Finalmente debo hacer lo correcto, cortaré esa relación. Le diré
que lo nuestro no puede ser, que yo tengo ya mi compromiso y
no voy a tirar tantos años por la borda. Sería un irresponsable si
actuara de esa manera. ¡Haré lo correcto! Le escribiré una carta y
allí explicaré todos los detalles de porqué lo nuestro no debe
avanzar, aunque la razón es justificable a ojos vistas. Además,
ella sabía de antemano mi condición y sin embargo... me
encandiló con enormes ojos negros rodeados por pestañas
larguísimas que acarician con solo verlas. Conquistó mis
sentidos con labios sensuales, una naricita apenas destacada
entre las rojas mejillas, el aterciopelado cabello azabache y su
figura... tan espléndida, esbelta, con formas delicadas y

- 63 -
profundamente femeninas. Una mujer irresistible. Pero yo... yo
no podía fijarme en ella, no podía atender a la voz celestial de
Marina. Mi compromiso anterior... Marina, ¿por qué tuve que
conocerte? ¿por qué no estuviste antes dentro de mí como lo
estás ahora? Marina... tan sólo una mente triste y atormentada
quedará de mí, todo lo demás te pertenece y lo llevarás, sólo este
despojo permanecerá. Aunque la vida me vaya en ello... ¡Debo
escribir ya esa carta! ¡Ya!
Roque se sentó frente al escritorio, sacó unas hojas
borrador y comenzó a escribir con sentimiento, más cuando la
lapicera avanzó sobre una frase como “no podremos continu...”,
de pronto la tinta dejó de fluir. Roque insiste pero no hay caso,
al probar en otro papel ve que el bolígrafo escribe, mas al volver
a la frase se frustra el intento. Pierde la paciencia y arroja el
bolígrafo al piso: en ese momento escucha un “¡Ay!” seguido de
un “¡cuidado, como lo vas a tirar así”!
Asombrado vio al papel borrador contorsionarse y le pareció
que le hablaba.
- Levántalo por favor, debes ser más amable con nosotros.
- Pero, si Uds. son cosas, ¿cómo es que me hablan?
- Seremos eso que dices, pero también tus ayudantes, sin
nosotros no podrías escribir.
- ¡Es verdad!, sin embargo tu amiga la lapicera no quiere dejar
fluir la tinta. Entonces... no entiendo.
- Se llama Bolígrafo y yo Papel.

- 64 -
- Estamos a tu servicio – terció Bolígrafo – pero no para que
cometas errores.
- A ver si nos entendemos, simplemente deseo volcar unas
letras y no me dejan. ¿Qué les importa a Uds. de qué se trata, o
si hago un dibujo o lo que sea?
- Es que queremos lo mejor para ti – dijo Papel -. Eres un
hombre esencialmente bueno, de un gran corazón. Hace tanto
tiempo que observamos tu forma de dar amor a las personas
que te visitan, a las que buscan tu consejo... has hecho tanto
bien a tantas almas doloridas, siempre con una palabra de amor
en tus labios.
- Yo me sentía orgulloso dejando que mi sangre azul
escribiera notas a las autoridades para mejorar la vida de la
comunidad, o aquélla memorable que cruzó el Atlántico para
llegar a quien podría solucionar ese pedido tan grande para la
escuela.
- ¡Sí!, ambos estamos muy orgullosos de ti y queremos lo
mejor.
- ¡Sí! – afirmó Bolígrafo – mereces, una vez que tocan a tu
puerta con tanta fuerza, con tanto respeto, pero con el grito
ahogado de quien reclama amor, que puedas dar una respuesta
afirmativa.
- ¡Sí! y no esto... ¡Tu renuncia! por lo que otros llamarían un
amor prohibido es inexcusable – explicó Papel –. La dulce

- 65 -
Marina… no puedes condenarla a esta pérdida, que tampoco tú
debes soportar
- Pero ¿Cómo saben todo esto, qué saben de Marina?
- Vamos - dijo Bolígrafo – yo la ayudé a escribir su diario
íntimo, en esos domingos que se quedaba hasta el mediodía
- Bueno – replicó Roque – tampoco se deben revelar las
intimidades de un diario íntimo.
- No, por supuesto, pero conozco los sentimientos de Marina.
Al contarle a Papel hemos llegado juntos a la misma conclusión.
- ¿Cuál?
- ¡Que Marina te ama, Roque! – gritaron al unísono Bolígrafo
y Papel. Por eso es que no vamos a dejarte escribir la carta de tu
destrucción.
Roque comprendió, la carta debería ser de otro tenor y no
dirigida a Marina precisamente.
Alguien tocó a la puerta. Roque salía abruptamente de su
letargo al escuchar: “Padre Roque, despiértese rápido que hoy
hay misa de 7. Ha venido la niña Marina, dice que tiene que
hablar urgente con usted”.

- 66 -
Mi Julio, mi vida

Parecía un ritual, todas las tardes como a eso de la


oración calentaba el agua, la metía en un termo, cambiaba la
cebadura del mate, iba al fondo y sacaba una hojitas de burro
¡Cómo le gusta ese yuyo! Después de cebarse algunos amargos
arrimaba la silla hasta el combinado, levantaba la tapa y se
quedaba mirándolo; para mí, él sentía que de allí emanaba magia.
Lo cuidaba mucho. Después de pasarle un trapito lo lustraba
con una franela y cuando estaba todo dispuesto lo encendía.
¡Hay que esperar que calienten las válvulas! – me decía – y yo lo
miraba, parecía pibe con chiche nuevo.
Sé que me quiere mucho, aún luego del accidente.
¡Cómo me golpeé esa vez! Casi me mato cuando se dio vuelta la
jardinera en el canal y yo, pensando en que tenía que planchar la
ropa para mi Julio… mi amado Julio… mi buen Julio.

- 67 -
Él me dijo que era una tonta y que tenía que pensar en
ponerme bien, aunque Dios sabe que lo vi llorar cuándo le
dijeron que quedaría postrada para siempre.
Su pasión era enseñarme a usar el tocadiscos del
combinado, así que una vez encendido el aparato, cuando
calculaba que ya estaba caliente y habiendo tomado varios
verdes, me llevaba con la silla de ruedas para que pueda ver.
El mueble de madera oscura ocultaba bajo la tapa un
gran vidrio lleno de letras y números, iluminado con una luz
verde y tenue; mi Julio decía que era para saber la sintonía de la
radio. Tenía aparte una serie de perillas redondas, grandes y
brillantes; era lindo ver el combinado abierto y andando, tan
lindo como escucharlo; mi Julio decía que era sonido estéreo.
Cuando su papá lo compró, vino de regalo con dos discos de
tangos cantados por Julio Sosa. No sé si me gustaban porque
cantaba bien o porque se llamaba Julio, pero… ¡Qué lindos
tangos escuchamos en el combinado!
Me decía mi Julio, me lo dijo tantas veces que me lo
sabía de memoria: “Vení, tenés que aprender a usarlo, ¿y si un
día yo no estoy?, no es que me vaya a morir, pero ¿y si no estoy
porque me fui de viaje, o me quedé más tiempo en el trabajo, mi
amorcito dulce no va poder escuchar al tocayo. Vení, mirá.
Primero que nada se levanta la tapa y se traba para que no se
caiga, así ¿ves?, después girás la primera perilla cromada así, para
la derecha, ¿ves? Y esperás… como un minuto más o menos,
hasta que el equipo esté caliente”. A todo esto yo me perdía

- 68 -
entre sus explicaciones y mis propios pensamientos, siempre
quisimos un varoncito.
“Después levantás la palanca ésta, la que traba el
automático, luego sacás un disco y lo colocás aquí, en el fierrito
del medio, una vez que asentó el disco en la bandeja… ¿ves?
¡ésta es la bandeja!”
Nuestras tardes cobraron un brillo diferente con la
llegada de Matías, nos transformamos en un hogar sustituto para
él. Con apenas 10 años ya había sufrido más que yo; a pesar de
todo lo que me pasó nunca me faltó lo que ahora queríamos
darle a ese ser bondadoso maltratado por la vida, tuve amor y
tengo a mi Julio… y sigo sumando… ahora tengo a Matías.
Mi Julio estaba feliz, tenía ahora dos alumnos a quienes
enseñar el uso del combinado. Yo saboreaba la escena de todas
las tardes alrededor del aparato, mientras escuchaba “bueno, una
vez que lo pusiste…” mi mente viajaba a un mundo de ensueño,
donde se cumplían nuestros deseos… Mi Julio, mi Matías… mis
amores… donde la paz acudía a mi encuentro mientras
continuaba la lección… “bueno, una vez que lo pusiste el disco
movés la palanca de nuevo, para que trabe. Te fijás bien que esté
en 78 el selector de velocidades y con esta otra palanquita…” Y
con esa sensación de que todo estaba en su lugar, que padre e
hijo mantenían un interés común, haciéndome la dormida, huía
de las explicaciones mientras mis hombres hablaban de asuntos
técnicos. “¡Huy! mamá se quedó dormida Matías, esperá que la
llevo a la pieza y la acuesto… Como te decía, con esta otra

- 69 -
palanquita lo encendés y cuidá de llegar hasta que marque
AUTO, así queda en automático, sino es un lío, y ya anda;
cuando se termina el disco se apaga solo y ahí lo podés cambiar
si querés”.
A veces creo que Discépolo le erró, no es verdad que el
mundo fue y será una porquería… como cantaba Julio Sosa. No
me falta de qué quejarme, pero también tengo a Matías, a Mi
Julio y un combinado que sé que jamás lograré usar.

- 70 -
Un hombre es,
finalmente, un hombre

El acto estaba por comenzar, desde mi estratégico


puesto podía observar la delgada imagen luminosa, de aquélla
que mantiene en vilo mi ser. Su figura recortada contra el
ventanal de la escuela recibía los albores de una calurosa, aunque
magnífica jornada… la de mi despertar. El blanco vestido de
hilo, ceñido a la cintura con una ancha cinta azul, destacaba el
talle perfecto, soñado, anhelado… negado, el talle de Marisol.
Fernanda, recostada sobre la balaustrada, oyó de pie el
Himno, y cuando éste terminó, se dejó caer negligentemente
sobre su silla y abrió un enorme abanico de plumas blancas. Ella
también demostraba la desilusión de una vida mediocre, al lado
de un hombre sin brillo propio, ocupado en cargarla con
algunos anillos y vestidos caros.
El discurso conmemorativo se dirigió claramente a la
imagen, ya desaparecida, del insigne científico que tanto hizo

- 71 -
por la humanidad y su aporte incalculable al terreno de la cura
de males que aquejan al hombre de todos los tiempos.
Con la imaginación trepé a la historia y un sentimiento
de envidia, mezclada con vanidad y deseo de romper con la
estructura actual, me llevó a creer que podría ser yo el objeto de
un discurso semejante en el futuro. Reconocía que tenía los
potenciales para una carrera médica, lo sentía en mi interior, más
la realidad me limitaba. Ciertos valores inculcados desde niño
formaron un cerco prejuicioso acerca de los compromisos y por
momentos siento que no tengo el poder para romperlo. Vi
claramente que necesitaba de otra fuerza, una adicional, me era
imprescindible el empuje imparable de alguien que creyera en
mí, de alguien dispuesto a acicatearme para producir el salto y
romper con esta estructura rígida que no hace sino llenarme de
anillos y vestidos caros como a Fernanda, no hace más que
llenarme de tedio, mediocridad, vendido por el precio de la
comodidad, comprado por cobarde, por mediocre, por estúpido.
Las palabras del discurso fueron lacerantes para mi
estado de autoflagelación, pero impulsoras de la valentía que
todo hombre esconde detrás de sus ropajes: “En nuestros días,
ninguna profesión permite llegar tan alto como la del médico,
sobre todo desde que esos médicos del alma llamados directores
espirituales no pueden ya ejercer con la aprobación pública, sus
artes exorcistas y son evitados por las personas cultas”. Allí, en
ese preciso instante, la soñada mujer me miró con ternura,
transportando un mensaje mas allá de lo racional, sentí que

- 72 -
ambas partes de mi vida podían completarse… si fuera capaz de
vencer el obstáculo; sentía que la felicidad me llamaba por los
ojos y por los oídos, el desafío de ser feliz estaba azuzándome,
hurgando en mi interior. Ella y las palabras del discurso que
culminaba.
Fernanda me llamó con una seña. Al acercarme me dijo,
con ojos cansados: “Lo veo un poco triste… como yo. Aún es
joven, tome coraje, después se es viejo”. Luego con una cariñosa
y suave cachetada agregó: “Marisol… muere por usted, libérela”.

En la oficina del director se hallaban mis cosas, entré


con premura ya que la hora me corría y con sorpresa encontré la
luz de mis ojos. Fue automático, nuestras miradas se buscaron,
nuestras manos se buscaron, nuestros labios se buscaron y
finalmente, con ternura y suavidad tomé mi decisión final…
besé cándidamente a Marisol. Fue un momento imborrable, la
magia se hizo presente. Los dos sabíamos que nada jamás nos
sería negado, ahora no.
Estábamos tomados de las manos cuando entró un
preceptor de la escuela recordándome que ya era hora y todo el
mundo esperaba, a lo cual respondí: “Por favor, dígales a todos
que hoy… hoy no habrá misa”.

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Capítulo III

El amor…
y sus inesperados horizontes

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El velo se corrió

Contaba yo con apenas 12 años, era una época de sana


inocencia, plagada de esas ganas de “ser grande”, de ese querer
ser mayor para lograr hacer y entender las cosas de los grandes.
Pero, por supuesto, sin perder el amparo sutil de mamá y papá,
aunque no lo confesara abiertamente.

Con esta experiencia que pasaré a relatar espero poder


aclarar aquello de: “Pide y se os dará”. No es que no sea
realidad, es total verdad, cien por cien. Como también es verdad
que debemos saber qué pedimos y cómo lo pedimos y cuando
nos sea otorgado actuar equilibradamente con el don recibido.
Es así, doy fe. Es muy fuerte este asunto de pedir algo.
Reconozcamos que no siempre somos pacientes para esperar y
en esa ansiedad es donde perdemos el hilo de lo que realmente
es importante para nosotros, pues pensamos que no nos van a

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dar lo solicitado y pedimos otra cosa y vuelta a pedir, y así. Todo
por falta de paciencia y sobre todo de fe.

Yo quería ser grande, pedía ser grande y cuando uno


pide... le dan. Meditaba sobre este asunto junto a la ventana de
mi dormitorio cuando vi pasar a don Lucas corriendo por la
calle, debajo de la lluvia, como si nada le importara. El gorro de
cazador apenas le cubría sus grandes orejas y el agua mojaba
buena parte de su cabello. El rostro transmitía dolor, angustia,
pena y todas aquellas sensaciones de quien se siente traicionado.
Me preocupé, era la primera vez que lo veía así. Salí de casa y
corrí tras él, lo seguí hasta la comisaría.
Don Lucas era una de esas personas que viven
perdonando a todos, como si no tuviera derechos y le debiera
rendir pleitesía a cualquier persona, sea grande o pequeña. No
demostrando más que sometimiento. Era víctima de burlas y
abusos por parte de los demás.
Después de la muerte de su madre quedó muy, muy
solo, salvo por la compañía que le brindaran sus dos perros, el
Carrie y el Black, ambos de color negro. También el señor del
almacén lo respetaba, ya que el dinero que le dejara su madre él
se lo administraba, sobre todo para evitar que alguien lo estafe.
Yo me había sumado a la cantidad de maldades que le
hacíamos a don Lucas con los otros chicos. Buenos retos me
dieron mis padres por esto, pero los niños somos crueles

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creyendo que nos divertimos y no sabemos que juntamos dolor
para cuando seamos grandes.
Luego, con el tiempo supe que él sentía que nadie lo
miraba más que para reírse, pues su cara gordinflona y su cabeza
un tanto deformada por el uso de fórceps en el parto movían a
risa.
Así transcurría la vida en nuestro pueblo, y yo en la
nebulosa de mi pubertad, pensando que todo era posible y
estaba bien, ajeno al mundo al que deseaba entrar.
Hasta que un día de otoño arribaron vecinos nuevos, un
matrimonio mayor, don Carlos y doña Dorotea, con una hija,
Eleonora, que contaría unos cuarenta años, así es que para mí
eran tres viejos.
Doña Eleonora no tardó en conocer a don Lucas, y
como mujer educada le sonrió, se presentó y le comentó entre
otras cosas que era soltera. Y siempre que tocaba este tema
finalizaba con la frase: “Dios pronto dirá”. Don Lucas asentía.
Hasta que un día decidió que ya había llegado su turno de
hacerse hombre, de enfrentar la vida y dejar de recibir la
atención de los otros dejándose avasallar. Sentía que en realidad
nadie lo quería y pensó que esa simpática mujer rubia y
regordeta podía ser su vía de acceso a un mundo de respeto. Si
lograba que ella lo respete, obtendría lo mismo de los demás.
Sí, doña Eleonora era su única posibilidad, aparte le
agradaba, quería tener una amistad y sentía que podía lograrlo.
Todo esto lo fui armando por lo que escuché en la

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comisaría, luego de seguir a don Lucas, que había ido a
entregarse.
No cabía en su comprensión que Eleonora, su Eleonora
haya hecho algo semejante. “¿Por qué?, ¿Por qué me engañó?”
“¿Por qué esta cruel traición?”. Fueron sus palabras mientras
huía del lugar en que se concretara el hecho y las seguía
repitiendo delante de la policía.
En sus manos podían verse manchas de la sangre del
amante clandestino. La mujer, no sólo lo engañó con don
Segundo, sino que él vengó esa traición, ahora podía verlo, por
culpa de ella.
El amor que creyó le prodigaba lo asemejó a la llegada
de su propia estrella. Sintió que alguien se había fijado en él, y
era una mujer. Y les decía a los policías: “Cuando nadie me
miraba más que para reírse, Eleonora fue la única que no rió de
mí... ella fue mucho más cruel”.
Seguí el caso de cerca y supe que ya nadie se reía de don
Lucas, los padres de doña Eleonora lamentaron la muerte de su
futuro yerno, don Segundo.
Don Lucas jamás supo que Eleonora no lo engañó, que
fue su mente la que realmente lo traicionó y hoy lo mantiene
llorando y riendo. Llora por haber sido engañado, ríe porque
sintió que Eleonora lo amó, porque sintió que alguien lo amó.
Recordé que había pedido ser grande y que lo que uno
pide se lo dan. Al enterarme de esto que les relato sentí que algo
se desgarraba en mi vida, luego supe que era mi inocencia la que

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se perdía, la que comenzaba a irse. Sentía, como suele decirse,
que el cielo y la tierra comenzaban a separarse y yo ingresaba en
el “fabuloso” mundo de los adultos.

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Verdades ocultas

Todo estaba preparado, previsto para las once. Rosalía


colocó la mochila cargada, pesada, sobre su frágil espalda. Con
mirada atenta escuchaba los consejos a tener presente. Se jugaría
el todo por el todo. En el televisor aparecían reiteradamente las
imágenes de horror captadas en diversas partes del mundo,
mientras el locutor acusaba una y otra vez al exclusivo
responsable de tanto dolor, que se traducía en un único
elemento material: Dinero.
Taladraba su novel psiquis saber que grandes cadenas de
tráfico de armas dan vida a una serie de actividades comerciales
paralelas, que si bien generan trabajo para mucha gente, también
muerte y dolor para otros, incontables. El espíritu de la pequeña
se hallaba atribulado, sus delicados dieciséis no soportaban tanta
crueldad. Ella podía hacer algo.

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El hombre que amaba se lo pidió… la humanidad entera se
beneficiaría… ¡Lo haría por amor! Su objetivo mayor era el de
inmolarse por amor… Rafael jamás olvidaría el acto, Rafael
jamás la olvidaría.
Detrás de aquellos ojos grandes, que denotaban asombro,
los pensamientos de Rosalía iban y venían, recorriendo un único
camino: el que trazaran hábilmente quienes necesitaban de una
joven idealista, dispuesta a todo… y virgen.
Aún saboreaba el beso tierno, único, recibido cuando él le
ayudó a colocarse la pechera llena de bolsillos llenos. Sentía aún
la fuerza del abrazo que le prodigara el hombre cuando ajustó la
prenda a su espalda.

De pronto, otro hombre arribó sorpresivamente a sus


pensamientos, la poderosa y amorosa estampa masculina que la
rodeara desde su nacimiento. La imagen de quien parecía darle
ahora un último y sabio consejo.

Antonia estaba en la capilla, revisaba hoja por hoja, renglón


por renglón, el cuaderno azul. Las notas de la investigación
hecha por Julián allanaban todas sus dudas, este asunto era ni
más ni menos que un asqueroso negocio. La muerte del
genocida no detendría ese accionar, simplemente lo sacaría del
medio para que la riqueza generada pase a otras manos.
Con el rostro desencajado tomó el teléfono celular y llamó a
Rafael, le comentó lo que sabía y le pidió a gritos que detenga a

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Rosalía. Del otro lado le llegó un lacónico: Imposible, la suerte
ya está echada.
Las maldiciones de Antonia formaban sacrílegos ecos en la
capilla, el grito de impotencia frente a la verdad manifiesta
resonaba una y otra vez, “Tenías tiempo Rafael… pudiste
avisarle. ¡Traición!, nos traicionaste maldito”
La esfera del reloj la miró con saña, acusadoramente le
indicó las 11; el nudo de su garganta estalló… un llanto
desconsolado hirió el aire sagrado.
Parada en la puerta del templo, la figura esmirriada de
Rosalía recibía los fuertes rayos del sol iluminando su pesada
carga de dolor, desamor y muerte. De sus enormes ojos negros
manaba un manantial salobre, en su cabeza retumbaban las
palabras de Antonia.
Las campanas repicaron insistentemente.

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La mancha de sangre

Agitado, Manuel regresa a la casa, torpemente abre la


puerta, cierra con violencia y corre al baño. Al quitarse la
campera ve, allí, sobre su camisa blanca, como una señal
luminosa e intermitente, un gran clavel rojo.
Respira hondo frente al espejo, cerrando los ojos y con
movimientos pausados va quitándose la prenda, siente cómo
recupera el palpitar normal de su corazón. Se relaja, toma una
tijera y lentamente recorta el trozo de género manchado.
Abriendo y cerrando el instrumento recuerda cómo segó la vida
de aquella mujer. Luego lava la hoja del acero.
Sin entender por qué no siente arrepentimiento alguno,
simplemente lo hizo, sin evaluar lo bueno o lo malo de su
acción. Eran esos momentos en que su ser se transportaba a
otro mundo, su cuerpo actuaba bajo el influjo de vaya a saber
qué. ¿Alguna extraña fuerza de un universo paralelo? Nada de lo

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que le ocurría tenía explicación, pero sí consecuencias. Las veía,
reflejadas en las primeras planas.
Una vez más enciende el hogar. No tiene apuro. El rostro
de aquella infortunada regresa a su mente, su gesto de sorpresa y
dolor vuelve, esfumándose pausadamente, junto a la tela
recortada que se quema entre los leños encendidos.
Hoy es martes, ella no vendrá. Toma una ducha fría y como
embotado por sus propios pensamientos cae, pesadamente,
sobre la cama.
Gira nuevamente mientras trata de dormir, apenas abre los
ojos y frente a él, sobre la mesa de noche, alcanza a distinguir la
enorme daga con mango de plata que le regalara Alicia. Sonríe.
Hablará con ella. Fugazmente consolado logra que Morfeo se
apiade de él y lo transporte a los lazos que aún le quedan.

La novia tomó entre sus brazos la cabeza del amado, y


acariciándolo con mucha ternura, le repetía: “Sabes que te amo
con toda mi alma, aunque me vaya la vida en esto no te voy a
dejar. Menos ahora que me necesitas. Ya va a pasar tu aflicción,
estás deprimido, sientes angustia y crees que todo es negro,
oscuro... pero sólo es el túnel que atraviesas, al final hay una luz,
soporta mi amor, soporta... la luz está más cerca de lo que
imaginas. Desvía tus pensamientos hacia toda la gente que te
quiere, como yo, que me muero por vos, que te amo con toda
mi alma. Soporta, se fuerte, soporta”.

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Otra vez la soledad, otro martes narcotizado por esas
fuerzas, otra vez la daga, la pérdida de conciencia. El ritual se
repite, está por salir de la casa cuando, por una ventana que se
abre dentro de su niebla de inconciencia, decide tomar el
teléfono y con voz ininteligible pronuncia un “te espero”.
Luego, aprovechando su limitada lucidez, arroja las llaves al
jardín. Finalmente cae presa de una serie de convulsiones y
pierde totalmente la conciencia.
“Alicia me ayudará, ella me ama profundamente, empujará
el puñal. Lo colocaré en el lugar preciso, presionaré lentamente
hasta sentir el punzante dolor, allí, justo debajo de mi tetilla
izquierda y ella, en un tremendo acto de amor renunciará a sus
principios, a nuestra relación, a mí y… liberará a las próximas
víctimas”.
“Por fin llegaste, mi amor. Mira, lo que tienes que hacer
es muy sencillo, ¿ves? Sólo debo sentir un pequeño dolor para
asegurarme que la daga está en el lugar correcto. Así, aquí,
presiono un poco más y me tiene que doler, un poco más,
todavía no duele, otro poco más, falta más, debo sentir dolor,
más, más… más”.

Un cauce escarlata se abrió paso llevándose la existencia de


Manuel. La mujer, arrodillada frente a él, sobre el parquet,
reconoció la afilada daga que certeramente perforó el corazón
del angustiado hombre.

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A su lado la primera plana del Ancasti, con letras catástrofe
respondió a su mudo interrogante: “Otra víctima del asesino
serial”, luego, la foto de una mujer tapada con diarios y un
policía a su lado.
Alicia susurró al oído de Rafael: “Vete, mi amor, vete ya…”
 Así es oficial, cuando llegué ya era tarde, me confesó su
desdicha cuando aún le quedaba un hilo de vida. Se arrepintió de
haber matado a esas mujeres… le creí y recé por él. Eso es todo,
simplemente llegué tarde.

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La Maldonado

Corría el otoño de 1888 cuando Augusta recibe una


oferta de matrimonio por parte de Don Carlos Maldonado. Se
trataba de una interesante propuesta, era muy halagador que tan
apreciado caballero posara sus ojos en ella. Además se trataba de
un buen partido, como se dice comúnmente.
La boda se llevó a cabo en la primavera del 89 y ella,
vestida de blanco, se veía aún más hermosa que de costumbre.
Su altura poco común, la renegrida y abundante cabellera y los
ojos oscuros le daban el toque señorial y característico de la
mujer española.
Dada la posición económica de su esposo y su peso
político, comenzó a frecuentar las reuniones de la alta sociedad
madrileña, donde los hombres trataban asuntos de toda índole,
especialmente lo concerniente a negocios, además de los
políticos de la corona española. La mezcla de ambos aspectos

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interesaba sobremanera a Don Carlos, enterado de que un
General se hallaba abriendo paso en lejanas tierras de América.
Los comentarios que llegaban desde aquellos remotos
confines mostraban claramente el negocio. Lo interesante del
asunto radicaba en estar allí en primer lugar, pues el reparto de
las extensísimas tierras daría preferencia a los pioneros. La tierra
“liberada de los salvajes”, como solía decirse, era prometedora
para el progreso.
El viaje en barco duró más de 50 días, durante los cuales
Augusta extrañó a su familia y amistades. Sola, en un camarote
acondicionado especialmente para el matrimonio, pasaba las
tardes llorando su pena y la perseguía un negro presentimiento
acerca del futuro. Don Carlos trataba de desvanecer el dolor y la
tortura a que se hallaba sometida su esposa, pero era en vano. Él
le hablaba de sus negocios, de la casa maravillosa en que vivirían
y de los sirvientes que atenderían su estancia. Nada consolaba a
Augusta. Ni aún la promesa de tener niños.
Como todo pasa en esta vida, también el viaje en barco
finalizó. Pero comenzó el peregrinar por tierra hacia las
promesas. Fueron muchos, kilómetros y días, demasiados
dolores en todas partes debido a las incomodidades propias de
un largo viaje en carreta. A Augusta comenzaba a dolerle el
alma, el oscuro presentimiento no la abandonaba y le faltaba
explicación. Callaba, no deseaba molestar a su esposo y a todo
sonreía, tapando su inquietud.

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Una lluviosa mañana de Abril de 1890 arribaron a
destino. Se trataba del llamado Fuerte de la Nueva Esperanza,
una construcción realizada por los soldados del General, como
punto de avanzada en la cruzada emprendida para “liberar las
tierras”. Allí encontró otras damas, varios niños y caballeros que
a pesar de vestir como civiles portaban pistolas y fusiles con
bayonetas.
Grande fue su asombro a ver que las damas del fuerte
también conocían detalles de la lucha armada y pronto aprendió
a manejar las armas de fuego; si bien se resistió al principio,
quedó muy atemorizada cuando tuvo que soportar el primer
ataque indígena desde que llegara. En él murieron tres soldados
y Don Francisco De La Vega, padre de tres niños, a cuya viuda
trató de consolar Doña Augusta. También murieron ocho
indígenas, lo que hizo que el resto se replegara, esperando una
mejor oportunidad.
Parte de los soldados eran los llamados “Gauchos”, es
decir gente del lugar, convocados por las autoridades para
prestar servicio. Siendo el fuerte un lugar tan pequeño los
gauchos conocieron a Doña Augusta Fuentes de Maldonado y
no tardaron en apodarla “La Maldonado”.
Al poco tiempo de estar en el fuerte, Don Carlos parte
en expedición con un grupo de soldados y caballeros a
reconocer tierras, a fijar puntos de referencia y en base a ello
documentar los arreglos. Finalmente, con todo debidamente
documentado podrían ocupar el territorio acordado; claro está,

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luego de que la milicia “liberara” la tierra de tan salvajes
ocupantes.
Nadie podía prever el ataque, las noticias decían que los
indígenas se hallaban alejados de la zona y el fuerte quedó con
una custodia mínima, además de hallarse llena de mujeres y
niños. Precisamente las personas que los indígenas no mataban
sino que secuestraban y sometían estando en cautiverio.
La guardia armada fue aniquilada, asesinadas tres
mujeres y malherida una que, por sus edades no servirían a los
indígenas para el trabajo y mucho menos para la reproducción,
pero que defendieron, al igual que las otras, el fuerte a punta de
fusil y bayoneta. Seis indios murieron en el enfrentamiento.
Doña Augusta hizo un balance de la situación,
comprendió que sería inútil seguir resistiendo, escondió un
cuchillo entre sus ropas y se sometió al secuestro con la
esperanza de poder escaparse de las manos de los salvajes.
Debido a su porte y la abundante cabellera que le adornaba, el
jefe indio le prestó especial atención y luego de revisarla la hizo
montar en su caballo. Ella, para evitar malos tratos y ganarse la
confianza de su secuestrador, colaboró.
Doña Fernanda, moribunda a raíz de las heridas sufridas,
relató estos hechos a Don Ramón López, guía de la comitiva
que integrara Don Carlos Maldonado. Mal interpretó los
acontecimientos y creyó que Doña Augusta, con placer, se había
transformado en mujer del jefe indio. Así, mascullando rabia
contagió ese sentimiento a todos. Nadie perdonaría semejante

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canallada y hasta Don Carlos fue segregado. Esto último
destruyó sus planes de progreso económico y regresó
prontamente al puerto de Buenos Aires.
Huyendo del fuerte con tan preciada carga, el jefe indio
no advirtió la maniobra de Doña Augusta y al tomar, a toda
carrera, un badén, en esos campos de la actual provincia de
Buenos Aires, la mujer extrajo el puñal de entre sus ropas y
pidiendo perdón al cielo lo hundió con todas sus fuerzas en el
riñón derecho del hombre. Nadie advirtió que moría su jefe, la
mujer aprovechó el momento para arrojarse del caballo.
Su vestido se confundió con los pastizales, y allí
permaneció durante largas horas, dolorido su cuerpo por los
golpes, dolorida su alma por sus compatriotas muertos o
secuestrados y por haber matado a un hombre, aunque se tratara
de un indio. Nadie volvió por ella. El rezo permanente y el
descanso la reconfortaron. Al caer la noche el cielo estaba
nublado y pensó en lo que su padre le había enseñado siendo
niña: “Las nubes, hija mía, son el cobertor de los pobres”, quizá
por eso no sentía tanto frío. Llegó hasta un gran ombú y
cobijándose en su tronco pasó la noche.
Al amanecer escuchó un sonido que la puso en alerta,
era una rara mezcla de rugido de animal salvaje y expresión de
dolor, muy cerca de ella. Al dar la vuelta al árbol vio con
sorpresa y no sin asustarse a una hembra de puma, de gran
tamaño, que rugía mostrando los dientes. El enorme animal
emitió un quejido y con un gesto de dolor se echó, dejando ver

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entre sus patas traseras a un cachorro tratando de nacer.
Augusta se condolió y decidió ayudarle a pesar de no saber nada
sobre animales, pero sí sabía acerca de mujeres y partos.
Las caricias prodigadas a la hembra felina, lograron la
confianza del animal y permitieron que se relajara, los masajes
en el vientre facilitaron el parto, que a pesar de esto duró unas
horas. Nacieron dos robustos cachorros de puma que dejaron
exhausta a la madre. Augusta veló el descanso del animal, acercó
a los cachorros para que se alimentaran; al caer el sol se
acomodaron los cuatro para prodigarse calor mutuamente y así
poder pasar la noche.
El descanso nocturno dio nuevas fuerzas a la gran puma,
que tomó los cachorros y regresó a su territorio en busca de
alimento, no sin antes despedirse con un ronroneo y pegando su
cabeza a las piernas de la mujer. El animal daba a conocer su
agradecimiento y una sonrisa dibujó el rostro maltratado de
Doña Augusta.
Anduvo errante, en busca de comida y un techo donde
cobijarse. Nada a la vista, solo la pampa. Luego de recorrer
varias leguas, exhausta ya, divisó una pequeña granja. Se iluminó
su rostro y prosiguió el camino.
Allí fue recibida con amabilidad, le dieron comida y un
lugar donde descansar e higienizarse, luego, al restablecerse
podría contar su historia. El pan, los huevos y la taza de leche
caliente hicieron maravillas con Doña Augusta, quién no dejaba
de agradecer al matrimonio García las atenciones que le

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prodigaran. El lecho le pareció maravilloso y descansó hasta la
mañana siguiente. Se sentía realmente recuperada, así es que
ayudó a sus anfitriones en las tareas de la granja y preparó unos
pastelitos con dulce que fueron muy elogiados.
Pasó varios días en la granja hasta que decidió volver
para buscar a su esposo y así recomponer su vida. Se alejó en un
caballo que le prestaron, junto a un fusil, víveres y algunas
municiones. Con la mano en alto se despidió de tan gentiles
personas y desapareció en el horizonte rumbo al puerto.
Comenzaron nuevas desgracias para la joven. La
sospecha de que ahora era esposa de un jefe indígena corrió por
toda la pampa, a tal punto de que algunas personas no tenían
dudas al respecto y así ocurrió que “La Maldonado” pasó a ser
una perseguida, sin saber ella nada al respecto.
Arribaba el sol a su cenit, el primer día de viaje, cuando a
lo lejos la joven jinete divisó un grupo de tres hombres a caballo.
Decidió que ellos podrían orientarla respecto al rumbo, además
preguntaría por su esposo con la esperanza de tener buenas
nuevas. Se acercó lo suficiente para que pudieran verla y con una
mano en alto llamó su atención.
Los tres varones espolearon sus caballos y antes que ella
pudiera darse cuenta fue rodeada por estos hombres que más
parecían delincuentes que caballeros. A pesar del miedo que le
inspiraron y al verse rodeada solo atinó a saludar, pero en
cuanto abrió la boca fue reconocida.

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 Es La Maldonado - dijo uno de ellos - la que traicionó el
Fuerte Esperanza y se escapó con el jefe indio para casarse. ¡Hay
que matarla y llevar su cabeza!
Quiso replicar semejante acusación pero vio en los ojos
de los hombres que sería inútil cualquier intento, ya que al
reconocerla se abalanzaron de inmediato sobre ella.
Las espuelas de sus botas se clavaron en el vientre del
caballo y éste reaccionó velozmente, rompiendo el cerco tendido
por los jinetes. Huyó rápidamente y encaró sobre la hondonada
que llevaba al arroyo, corrió paralelamente a la orilla aguas abajo.
Mientras huía reflexionó respecto de lo que oyó y rápidamente
comprendió su situación. Se dio cuenta que ya nada podría
volver atrás lo que se pensaba de ella. El corazón se le
estremeció. Las lágrimas invadieron su rostro, no podía ver.
Pero aún estaba viva, sola, pero viva y no serían aquellos
hombres los que le arrebaten la vida.
Aún a pesar de ser alcanzada por uno de los jinetes, aún
a pesar de haber caído de su montura, aún después de haber
golpeado brutalmente con el piso de tierra, persistía en ella el
sentimiento de que sobreviviría.
Cuando las nuevas lágrimas lavaron el barro de sus ojos,
vio aterrada cómo un puñal se dirigía hacia su garganta. Justo en
ese instante las fauces de un animal salvaje destruían el cuello de
su verdugo.

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Al producirse el ataque del felino, los otros hombres
comprendieron que sus vidas corrían peligro y dispararon las
armas. El animal no huyó, solo quedó estático junto a la
atemorizada mujer, sin dañarla, pero rugiendo y mostrando sus
poderosos dientes. Los jinetes, con movimientos casi
imperceptibles, comenzaron a alejarse y al alcanzar una distancia
prudencial pusieron pies en polvorosa.
La gran hembra de puma cerró sus fauces, se arrimó a la
mujer y ronroneó pasando la cabeza por las piernas de su
protegida. Doña Augusta comprendió de inmediato. Se irguió
quejándose de los dolores y sin separarse de su actual
compañera caminó hasta el arroyo. Mientras lavaba su rostro
divisó por el rabillo del ojo a dos robustos cachorros de puma
que jugaban junto al agua.

Cuenta la leyenda que suele verse a una alta mujer, de aspecto


español, con una gran cabellera negra, caminar por la pampa, acompañada
de tres grandes pumas, que juega con ellos junto a un arroyo llamado
Maldonado y que con sus artes mágicas logra que ningún cazador los mate.
El nombre del arroyo recuerda a los viajantes la triste historia de
un joven hacendado español que murió de pena en el puerto de Buenos
Aires.
La misteriosa mujer de los pumas jamás recibió la visita de ningún
hombre, pues sus protectores no dejarían que ella sea atacada por verdaderos
animales salvajes.

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Danza

Alicia, una joven esbelta de cabello lacio y azabache,


veía las cosas mundanas con codiciosos, grandes y bellos ojos
color café. Sabía que podía obtener más si traspasaba los límites
impuestos. Algo en su interior le aseguraba que debía apelar a
una mayor fuente de energía. Una verdadera fuente de poder.
Antonia, su hermana, le advirtió acerca del poder que
ella buscaba. Decía que andando sobre el filo de la navaja podría
llegar a lastimarse. Que el peligro la acecharía permanentemente.
Visitó la gran casa de los suburbios, llamó y pidió. La
mirada profunda de la anciana aseveraba la frase que le
tradujera, mientras pausadamente cerraba el gigantesco y
antiquísimo compendio de recetas, conjuros, instrucciones y
maleficios… todos destinados a torcer el rumbo natural de las
vidas humanas. El libro… cuya única custodia era el idioma.

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¡Excelente!, la ventana estaba abierta. Ya eran las doce,
comenzaba el 7 de Julio, los astros condensaban su sabiduría
ancestral en aquella noche y el anuncio lo daban las campanas de
la catedral. Lucas se hallaba solo en la gran cama matrimonial,
tendido boca arriba dormía un sueño inducido, un sueño de
lujuria, un sueño de pasión, un sueño enérgico, un sueño de
hombre. Fuerza masculina a la máxima potencia. Sólo tenía que
apoderarse de ella. Penetrar en ese sueño erótico, tomar la
personalidad de quien le excitaba e inducirlo a la entrega total,
llevarlo a volcar su fuerza psíquica en el momento supremo y
absorberla… cual vampiro.
Repitió tres veces el conjuro y su cuerpo tembló, sintió
el poder de aquél hombre integrarse a su ser, llegar hasta su más
íntima fibra. Comenzó la Gran danza, aquélla que jamás supuso
podría bailar, la Gran danza. Abandonó todo pensamiento, bailó
y bailó incesantemente una y otra vez al compás de la música de
aquél hombre. Bailó y bailó en una danza eterna, en una danza
sublime, llena de éxtasis, danzó con verdadero frenesí y en el
momento supremo el grito de Antonia, retumbó violentamente
dentro de su cabeza... aunque ya era tarde.
Alicia supo, poco después, que su alma ya no le
pertenecía, que fue a buscar a ese lecho, lo que perdió. Quedó
prisionera de Lucas. Jamás pudo abandonarlo, jamás disfrutó de
las cosas mundanas. Él tuvo hijos, ella… sombras.

- 102 -
Regreso

Un nuevo despertar en esta larga, eterna sucesión de


regresos. Sin poder manejar los ciclos, prisionero por aquella
maldición; atado pareciera con grilletes de acero, sujeto también
a conseguir ese alimento, el que cada vez que despierta se
transforma en su único objetivo... nutrirse con el insustituible
líquido que no sólo representa la vida misma para sus víctimas,
también contiene su poderosa fuerza psíquica.
No sabe dónde se encuentra su actual morada
mortuoria. Necesita volver a recibir energía vital, el dolor acude
a sus músculos que comienzan a tensarse, la incómoda posición
lo apremia a salir, el escaso aire del pequeño habitáculo le
invade, lacerando sus pulmones. Exhala luego de décadas un
flujo gaseoso que araña con ferocidad sus adormiladas cuerdas
vocales; un desagradable gruñido emana de su interior.

- 103 -
Vuelve a la vida con la pesada cadena del pasado, que en
su psiquis se repite una y otra vez atormentándolo; recuerda con
fuerza de remordimiento la cobarde actitud que tuviera hace
ya..., cuando destruyó aquel hogar, el de la increíble Enriqueta.
Su solo recuerdo lo transporta al pasado, cuando lo dominaba el
impulso avasallador de su vehemente juventud.
“Para quienes la conocieron, Enriqueta era todo lo que
un hombre puede pedir de una mujer, de trato dulce y femenino,
pechos generosos, un talle perfecto, formas inigualables en una
proporción que la hacían altamente deseable, desde todo punto
de vista. Ella fue, sin duda la mujer que lo hechizó... con una
sola mirada, la de aquellos ojos verde agrisados, ocultos tras
mechones rojizos escapados de su abundante cabellera. La joven
por la que perdió los estribos, desatándose en él una pasión
desenfrenada... que terminó mal... aún hoy debe pagar sus
consecuencias”.
Por momentos evade los recuerdos, el aire no es
suficiente, necesita respirar; con un esfuerzo, que le parece
hercúleo, logra desplazar una tapa corrediza, al momento más
aire llega a su pálido rostro; abre los negros ojos, cubiertos por
doloridos párpados de grandes pestañas y allí, en la
semipenumbra, teñidas de plata por una espada de luz que
atraviesa lo que parece ser un desvencijado portón, están las
imborrables imágenes de lo ocurrido en 1318; acuden como
crueles y certeros cuchillos para clavarse en su mente

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atormentada, condenado está y debe revivirlos una y otra vez, a
cada nuevo despertar, por toda la eternidad.
“La dulce Esther..., desde la adolescencia insinuaba ser
particularmente hermosa, como su madre Enriqueta. La dulce
Esther..., presenció el asesinato de su padre, vio un río de sangre
correr desde la sonrisa que la acunara de pequeña, luego centró
su mirada en el rostro pálido, alargado y de cejas delgadas,
reconociendo en el criminal al amante de su madre. La doncella
quedó atrapada; cuando su propia sangre comenzó a brotar,
abriéndose camino hacia el torrente paterno y notando la
inminencia de lo inevitable, invocó la presencia de los mundos
paralelos y con la fuerza de su virginidad conjuró al miserable
condenándole a tener que alimentarse, por toda la eternidad, de
aquella sangre que hizo correr”.
Lentamente se incorpora, nuevos dolores acuden a cada
rincón de su antiquísimo cuerpo, pero ninguno se asemeja al que
siente dentro del pecho, dolor por recuerdos, dolor por
remordimientos, dolor por el dolor de Enriqueta, dolor por la
insalvable herida...
“Enriqueta reconoció el error, luego de vivenciar el
horror. No cabía en ella tanto sufrimiento, se mortificaba por
haber permitido entrar en su vida el espíritu avasallador de
semejante hombre. Conciente de su culpa y lamentándose, con
un dolor que perforaba su corazón, decidió, contrariamente a la
enseñanza recibida, que él ya no debía seguir viviendo y ella
ocuparía el lugar de inmisericorde verdugo.

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Arribó a la casa del bosque, la misma que los cobijara
cuando su espíritu inquieto buscó en ese hombre la calidez
retaceada por su marido, allí lo halló. La misma cabaña, cuyas
mudas paredes observaron cuando, atribulada, prefirió las
suaves y delicadas manos avanzando por su intimidad, a la
rudeza de las callosas y enormes que la sujetaban luego de la
faena marina.
Esperó angustiada hasta que la luna se enseñoreó de la
noche. Tomó las herramientas para matarlo, una estaca de
madera y un gran mazo. Lentamente se acercó al lecho en que
tantas noches creyó amarlo y ahora, sin odio ni rencor haría lo
que debía... por primera vez en su vida. Procedió, sin que su
pulso tiemble, conteniendo la respiración, a dar un único y
certero golpe sobre la estaca, haciéndole estallar el corazón. La
sangre salió, buscando formar su propio cauce. Ella
posesionada, con un grito estentóreo lo maldijo:
 ¡Por toda la eternidad serás maldito! ¡Deberás resucitar una y
otra vez! ¡Sólo hallarás paz cuando una estaca de madera te
perfore el corazón; la mano que lo haga deberá poseer toda la
fuerza de la virginidad! Mi espíritu sufrirá eternamente, en cada
recuerdo que tengas de mí.
El asesino tuvo un momento de conciencia y
comprendió, quiso arrepentirse... mas la vida lo abandonó.
Enriqueta cayó al piso y entró en un breve sopor
manchándose con la sangre de su destrucción. Luego corrió con
desesperación hacia el cercano acantilado. Apenas una sombra

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cruzó los primeros rayos del alba, mientras unas leves olas
rompían en las rocas esperando aquél destino de dolor y
horror”.
Despaciosamente se acercó a la única abertura del lugar,
doloridas manos giraron el picaporte del derruido portón; logró
abrir lo suficiente para salir al exterior, la luz natural le hirió,
mostrando una imagen cadavérica de ojos sanguinolentos y
vestimenta negra. Reconoció el lugar... era un cementerio, pensó
para sí: “Por su puesto”. A lo lejos, un cartel que adivinó escrito
en español, incrementó sus incógnitas. Grabó en su memoria
milenaria lo que parecía ser un nombre del que jamás tuvo
noticias: “Catamarca”. Una nueva esperanza se abre para su
espíritu atormentado, quizá en esta tierra encuentre una virgen
que quiera matarlo.

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Capítulo IV

El amor…
se lleva en la sangre

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La extraña confusión

Cristina despierta agitada, temblorosa, transpirando... A


pesar de tener sus ojos abiertos, las imágenes de la pesadilla la
persiguen y se suceden una a otra, en forma cronológica y con
precisión increíble. Sucesos importantes de su vida anterior,
discusiones, peleas con los padres, amigas que la atormentaban.
El sentimiento de falta de libertad, ese hallarse acorralada, la
necesidad de liberarse. Todo acudía en esos sueños que se
repetían sistemáticamente, ningún elemento se hallaba ausente...,
tampoco la última imagen, la del negro pozo en el que cae
cuando toma la resolución final, irreversible; la angustia le
provoca arrepentimiento y la certeza de que no hay marcha atrás
potencia aún más su dolor. Se sabe sola, desamparada, sin
paredes que la contengan, sin límites de seguridad, viaja rumbo a
lo desconocido y siente terror, pavor, e intenta gritar con
desgarradora desesperación... mas no emana sonido alguno...

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implora gritar y cae, cae, cae interminablemente en un abismo de
oscuridad infinita... cae, se ahoga, busca con desesperación el
grito liberador; se angustia terriblemente, de pronto se siente
socorrida, luego de tanto sufrimiento unos brazos la sostienen,
parecen maternales, son los de La Parca.
Acunada por esos brazos que la rescataron del terror,
vuelve la confianza, el sosiego, cierta calma interior. Siente que
su cuerpo se ha hecho pequeño, ha vuelto a ser un bebé. No
comprende lo que ocurre a su alrededor, nota que quien la carga
la lleva caminando por un amplio sendero a cuyos alrededores
crecen jóvenes casuarinas y un césped de verde intenso rodea
todo el paisaje. De entre los árboles salen a su encuentro
muchas “personas” que aparecen y desaparecen, todas cruzan
saludos con la encargada de segar vidas, hasta que una de ellas se
detiene para entablar conversación en un idioma desconocido y
luego de lo que parecía ser una negociación nota que cambia de
brazos.
Otra vez la oscuridad pero no el desamparo, había calor
de hogar, calor de mamá... de pronto con esfuerzo físico recorre
el breve paso a la luz, la que hiere sus suaves ojos, otra vez el
aire que inflama sus pulmones, otra vez la vida. Busca, busca
desesperadamente el pecho materno moviendo su pequeña
boca, busca el calor de mamá, busca resarcirse ante esta nueva
oportunidad, aspira con ansia ese soplo vital que la impregna,
mas la tortura regresa. La luz reciente desapareció, fue
depositada dentro de una negra bolsa plástica, negra como la

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suerte que la acompañara... gritó, ahora sí, con todas sus fuerzas,
no quería ser abandonada, no quería morir nuevamente, no
quería que le quitaran su oportunidad, se aferraba a la vida con
uñas y dientes, sin embargo... estaba tan indefensa, su grito
apenas superaba al gemido de un pequeño felino. Alguien cerró
la bolsa con un nudo, la cargo y sintió el balanceo del caminar
por largo rato, tenía pocas fuerzas para llorar. Luego, como una
repetición siente que cae, cae, cae dentro de ese mundo oscuro y
golpea con fuerza en un piso irregular... gime, no comprende,
supone que morirá, se angustia.
Las lágrimas acuden nuevamente al rostro demacrado de
Cristina, la pesadilla revivida una y otra vez la agota. Con
agitación y ese dolor en el alma decide hablar con su madre, la
que tras una larga, demorada, demostrativa pausa y como única
respuesta le entrega dos periódicos fechados 26 años antes, uno
es de Catamarca y en su primera plana dice: “Joven adolescente
decide quitarse la vida”; el otro es de Santa Fe y su titular
principal reza: “Fue hallada recién nacida en un basural”.
Cristina se hallaba confusa hasta que vio la fecha de los
periódicos, era la del día siguiente a su nacimiento.
Los gestos de ambas mujeres eran de sorpresa y alegría al
mismo tiempo, creyeron comprender y estallaron en llanto
abrazándose, como sellando ese pacto tácito de amor que debe
existir entre padres e hijos, aunque no sean de la misma sangre.

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Si pudiera escribirte...

Catamarca, 31 de Marzo

Querido Juan:
Una carta, si pudiera escribirte, tan sólo una
carta. En ella te daría lo que hoy no tienes. En ella te contaría
cómo te ven mis ojos. Podría decirte que no debes estar como
estás. Comprenderías... y por fin dejarías de sufrir.
Tu nombre es el mismo que han tenido muchos
grandes. Tus oídos jamás dejaron de escuchar, desde un sabio
consejo hasta el arrullo de tu bebé al decirte papá. Por eso sé
que si pudiera escribirte, oirías. Porque por tu hombría de bien y
lo fantástico que resulte, nunca dejarías de oír lo que tengo que
decirte.
Me duele verte así, no lo muestras ante los
demás, tu esposa te ve íntegro, en el trabajo hasta haces chanzas

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y juegas con tus niños. Pero te observo y comento a quienes me
acompañan sobre mi impotencia.
Quisiera acariciarte cuando estás allí, escondido,
acurrucando tus treinta, en un rincón llorando, escondiendo tu
orgullo de varón. Qué nadie te vea. Noto que el fuerte dolor te
tienta. Y dentro del llanto desconsolado escucho tu letanía...
¿Por qué...? ¿Por qué se fue, si yo lo quería tanto y siempre
estuvimos juntos? Ahora que podía disfrutar de mis hijos como
yo lo disfruté. ¿Por qué Dios, por qué?
En ti me veo reflejado, comparto tu dolor, si
bien a mí no me ha tocado pasar por esta experiencia, te
entiendo. Tu corazón parece abierto, no sólo puedo verlo, sino
también sentir hasta en la médula el desasosiego que te embarga.
Entonces pienso, si pudiera escribirte... No te
daría explicaciones que no tengo, pero sí podría decirte que no
padecí demasiado por mi enfermedad que tan rápido me trajo
hasta aquí, te diría que no debes ya sufrir pues contigo siempre
estoy, en todas partes.
Te acompaño y a veces imagino tomándote de la
mano cuando estás por cruzar una calle. Miro y aprendo los
detalles de tu trabajo, como cuando eras niño y miraba tus
deberes de la escuela. Ya no eres mi pequeño al que debo en
parte educar y por cierto malcriar.
Tu congoja parece contagiosa, el verte llorar me
afecta, no el motivo de tu llanto.

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Mi pequeño gran niño, desearía abrazarte, que
acurruques tus treinta entre mis brazos y coloques tu cabeza de
hombre grande debajo de la mía ya anciana, que juntos nos
mezamos y yo te cante una canción infantil.
Pobre mi niño, ya crecido. Acurrucando tus
treinta, en un rincón estás llorando, ocultando tu orgullo de
varón, no puedes con el dolor. Pobre mi niño, se ha muerto tu
abuelo.
Quien nunca te abandonará... abuelo Ricardo

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Aún puedo, aún debo

¿Qué día será hoy? ¡Ah, si, ya recuerdo! Se me ilumina


la cara, aunque con esta enfermedad no se si alguien lo notará.
Hoy es el día en que viene Carlitos a verme, hoy es el día en que
Carlitos no tiene quién lo cuide, entonces yo tengo la fortuna de
verlo. Siempre lo retan porque dicen que me molesta, que la
abuela está muy enferma y que él se porta mal. Pobrecito, para
colmo tengo casi todo el cuerpo paralizado y no puedo hablar,
no les puedo decir que el pequeñín es dulce y que sus travesuras
no son sino las cosas que yo le pido que haga, en nuestro
lenguaje telepático, para divertirnos juntos.
Con Carlitos nuestra comunicación se da a través de las
miradas. Él me mira y sonríe con ojitos picarones, mostrando la
felicidad por estar juntos. ¡Ah! Carlitos... mi único nieto. Juntos
somos un extremo y el otro de la vida...

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Me siento tan inútil, aquí postrada, víctima del cáncer.
No puedo disimular el dolor físico que, cada vez más seguido
me atenaza, mi rostro delata esta situación. Mi hija sufre al
verme así, su marido es muy bueno con ella y la acompaña en
este vía crucis que le toca vivir. Él es todo dulzura, siento su
cariño al alzarme para que podamos ir al hospital y aunque no lo
sepan estoy realmente protegida por sus brazos y me alegra el
corazón que mi enfermedad haya servido para unirlos más.
Aunque no vivamos juntos, desde este humilde puesto
de batalla creo que hago mi contribución familiar, a pesar de
parecer sólo una carga. Marta me quiere mucho y piensa que
sólo padezco, sé que es capaz de todo con tal de no verme sufrir
más; está en sus mejores años, como comúnmente se dice y
sacrifica mucho por mí. No sabe lo honrada que me siento por
esto, no tengo forma de decírselo, pero sé que será
recompensada.
Menos mal que no tengo afectado el oído, sino no
podría escuchar el te quiero tan lindo que me dice siempre mi
nietito, o las conversaciones de ellos.

 Francisco, estoy agotada, la enfermedad de mamá, la situación


económica, el trabajo, los remedios, los análisis. ¡Todoooo! todo me tiene
mal, no doy más.

 Pero Marta, mi amor, nos tenés a Carlitos y a mí para apoyarte.


Por el dinero no te hagas mala sangre, la plata va y viene. Además los

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gastos de un enfermo en la familia no se deben mirar, Dios siempre provee
de lo necesario. De última podemos vender algunas cosas...

 Lo que me digas ya lo pensé. Los pro y los contra, estoy aterrada


pero sólo tengo una solución. Borrón y cuenta nueva, y que sea lo que Dios
quiera, yo... ¡no puedo más!

 ¿Qué querés decir con eso? Marta, no me asustes. ¿Qué querés


decir con eso?

 Nada, mi amor, nada. Que le voy a pedir a Dios que se apiade de


ella y de nosotros también. Que me dé fuerzas para hacer lo necesario. La
veo sufrir tanto por esa enfermedad

 Querida, no pierdas de vista que nada es por que sí, todo tiene una
razón. Lo que nos pasa tiene dos patas, una en el pasado y otra en el
futuro, por algo y para algo ocurren, podamos o no verlo.
Me dejó pensando Marta.
¿Qué día será hoy? Ah, si ya recuerdo, ayer estuvo
Carlitos. Hoy le dieron franco a la enfermera que me cuida.
¡Qué raro! Marta dice que faltó al trabajo por que estaba muy
cansada y no se siente bien, que se va a recostar a la siesta
conmigo. La veo tan amorosa hoy. Hacía tanto que no notaba
su inmenso amor por mí, ya me había olvidado de su carita de
ángel. De pronto recuerdo cuando recién comenzó a hablar, y
apenas podía, diciéndome “Mamá, Mamita, mi dulce mamita,
cuánto te quiero”.

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Me cambió las ropas, poniéndome un conjuntito lila
pálido, muy bonito; sobre mis hombros descolgó una bella blusa
blanca con claveles rojos bordados en el pecho, hecha por ella
especialmente para mí. Completando mi atuendo, una pollera
escocesa con un gran broche dorado cerrando la falda, medias
de seda color natural y unos mocasines marrones.
Con lentos movimientos, como si le costara, tomó una
jeringa, la llenó de aire, colocó en ella una aguja, y tomando mi
consumido brazo, dobló pulcramente la blusa, apretó
dulcemente con la manguera de látex, buscó la vena, hincó la
aguja y mirándome con verdadero amor filial desplazó el
émbolo de la jeringa. Ella entendió con mi mirada que nunca se
rompería nuestro lazo.
Sentí que sus brazos me levantaban de la silla y me
conducían al dormitorio. La cama matrimonial ya estaba abierta
mostrando las sábanas nuevas. Marta me acostó y con dulzura
retiró mis zapatos.
Me sentía adormecer, ella se recostó conmigo;
cubriéndonos con una cobija me miró como cuando era niña, y
susurró en mi oído: “Mamá, Mamita, mi dulce mamita, cuánto te
quiero”.
Abracé el alma atormentada de mi dulce hija, sentí… que
debía proteger a mi niña.

- 122 -
Papá y Mamá

Amaba lo cotidiano, pararse en el borde de la bañera


para que sus ojos vieran a través del espejo cómo el paterno
rostro lucía, primero enjabonado, luego perfectamente afeitado;
solía registrar uno a uno los movimientos necesarios para la
preparación de la Gillette en su moderna maquinita y una vez
finalizada la tarea matinal, otorgar una gran dosis de cariño filial,
acariciando ambas mejillas con sus manitas a la vez que
pronunciaba esas mágicas palabras: “Papito Belo”.
Amaba lo cotidiano, subirse a la bicicleta y desde su
puesto de observación disfrutar el paseo con la fresca brisa
matinal ondeándole apenas el castaño cabello. Sentado en el
caño, girando de tanto en tanto la cabeza para ver la sonrisa
entremezclada con el silbido de un hombre alegre,
acompañando a ese gigante de manos duras, curtidas por
ladrillos mordaces e impiadosas cucharadas de cal.

- 123 -
Amaba lo cotidiano, jugar con la arena mientras hacía de
ayudante, demostrando a cada momento lo fuerte que era y las
cosas que ya podía realizar, emulando permanentemente al
ejemplo de hombre que supo ver en él.
Amaba lo cotidiano, ver desde el sillón de la casa cómo,
luego de limpiarlas con aceite y azúcar, las fuertes manos
acariciaban con ternura el ceñido talle de la mujer que supo
amarnos; luego el pequeño y significativo beso que aseguraba la
familia.
Amaba lo cotidiano, ir al descanso con la caricia de
aquellas otras manos, las que solían entrelazarse en el cabello
reseco por el trabajo a la intemperie, las que aliviaban la dolorida
cintura que procuraba el sustento. Y besar, besar la mejilla
sonrosada mientras un “te quiero mami” lograba dar paso al
reparador reino de Morfeo.
Amaba lo cotidiano, amaba el amor de ellos. Ama las
manos ahora más suaves, ama el níveo resplandor de cabellos
ahora más cuidados. Ama las cinturas, una no tan ceñida, la otra
no tan dolorida.

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Sólo una mujer

La montaña es su fortaleza, la misma que la vio nacer…


La misma que es su fuente inagotable de luz y savia, renovada
siempre.
Y de ella brota naturalmente, desde aquél 8 de marzo, un
incansable manantial transparente…
Y llega… dulce… amorosa… generosa…
Y nutre…
Y da vida...
Su llanto inicial, tímido, abrigó los oídos de padres
entrañables… se transformó en voz de amor para todos.
Y como designio del destino Alba la llamaron, para que
con su luz recorra los confines del mundo, llevando un mensaje
de esperanza, de un continuo amanecer.

- 125 -
Y corrió, como el agua transparente, como la luz del
alba, e inundó los corazones.
Y lloró por la muerte de sus más queridos...
Y lloró por la cruel guerra de su infancia...
Y conoció el trabajo, el sacrificio...
Y sintió cruzar mil océanos...
Y renegó de su suerte…
Y lloró…
Y corrió, con sus zapatitos de gamuza… corrió tras el
amor… con los zapatitos de gamuza hasta el fin del mundo,
hasta el barro, hasta el dolor, hasta la desazón, hasta el
desarraigo, hasta el amor.
Y amaneció sobre dos patrias… irradia sobre ellas
Y sufrió al dar a luz
Y como el agua… y como el alba… puso fuerza sobre
las tinieblas, puso coraje para pelearle a la existencia.
Y lloró… de felicidad al escuchar la voz de la vida en sus
hijos y en la de los hijos de sus hijos y en la de los hijos… de los
hijos… de sus hijos.
Y lloró… de felicidad al escuchar la voz del alba, que es
ella misma, en cada nacimiento, en cada nuevo día, en cada
nueva esperanza, en cada Alba de nuestras vidas.
¡Y le apuesta a la vida!
¡Y gana! En esta batalla sin fin, siembra, irradia su fulgor,
ama… sin condición, ama sin límite, pega con su luz

- 126 -
irrenunciable, se hace manantial dulce de bienestar, se hace
corriente que contagia.
Y renace, cada día Alba se hace mujer.

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- 128 -
Índice
Digo: 5
Gracias: 7

CAPÍTULO I
El amor… trasciende
Ven 11
Llévame contigo 15
Sólo tú 21
Nuevamente juntos 27
Dolor para el amor 31
¿Un amor? 35
¿Loco? ¿Cuerdo? 39
Última voluntad 41
La mañana 43
Ella 45

CAPÍTULO II
El amor… tiene cosas bellas
El amor 51
Nubes amarillas 57
La carta 63
Mi Julio, mi vida 67
Un hombre es, finalmente, un hombre 71

- 129 -
CAPÍTULO III
El amor… y sus inesperados horizontes
El velo se corrió 77
Verdades ocultas 83
La mancha de sangre 87
La Maldonado 91
Danza 101
Regreso 103

CAPÍTULO IV
El amor… se lleva en la sangre
La extraña confusión 111
Si pudiera escribirte 115
Aún puedo, aún debo 119
Papá y Mamá 123
Sólo una mujer 125

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