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De sirenas,

tránsfugas
y otros seres provocadores
Beatriz Quiñones Ríos
Autores del 450 | No. 14
est e libro se r e a li z ó con a poyo del est ímulo a l a producción de
libros der i va do del a rt iculo t r a nsi t or io cua dr agésimo segundo
del pr esupuest o de egr esos de l a feder ación 2012.

Primera edición en la Colección Autores del 450 - Instituto de Cultura del Estado de Durango: 2013

Producción: Instituto de Cultura del Estado de Durango, a cargo de:

Cuidado de la Colección: Leopoldo Santana Romero

Revisión: Jesús Alvarado Cabral

Ilustración de portada: Yolanda Montes de la Torre ¦ luly.y_1416@hotmail.com

Diseño de la Colección: Claudia Marcela Román Avitia ¦ cielomar27@gmail.com

© Flor Estrada, por estudio preliminar

D.R. © Instituto de Cultura del Estado de Durango. 2013

Cerro de la Cruz 122. Fracc. Lomas del Guadiana, 34110, Durango, Dgo.

ISBN de la obra: 978 607-7820-87-1

ISBN de la colección: 978 607-7820-73-4

Impreso y hecho en México

El Instituto de Cultura del Estado de Durango realizó las búsquedas correspondientes ante el Instituto

Nacional de Derechos de autor y en la Sociedad General de Escritores de México, a fin de localizar a los

titulares de los derechos patrimoniales del autor. Desafortunadamente, no se encontraron antecedentes,

no obstante esto, el Instituto de Cultura del Estado de Durango, deja a salvo los derechos patrimoniales

del autor, comprometiéndose a llevar a cabo el instrumento jurídico con quien demuestre fehaciente-

mente poseer la titularidad de dichos derechos.


De sirenas, tránsfugas y
Beatriz Quiñones Ríos
otros seres provocadores
De sirenas,
tránsfugas
y otros seres provocadores
Beatriz Quiñones Ríos
Autores del 450 | No. 14
Rafael Tovar y de Teresa
Presidente del Consejo Nacional
para la Cultura y las Artes

María Cristina García Cepeda


Directora del Instituto Nacional de Bellas Artes

Stasia de la Garza
Coordinadora Nacional de Literatura

Jorge Herrera Caldera


Gobernador Constitucional
del Estado de Durango

Rubén Ontiveros Rentería


Director General del Instituto de Cultura
del Estado de Durango

Cecilia Sofía Piña Salas


Secretaria Técnica

Leopoldo Santana Romero


Director de Planeación

María de los Ángeles Rodríguez Favela


Directora de Administración y Finanzas
Estudio preliminar Flor Estrada
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Esta incendiada sed. Llevando el verso,
–el hijo nuestro apóstata o converso–.
Como un crimen maldito por la gente.

¡Golpear huesos y nervios contra un muro.


Y mirar, y tocarnos, cierto y puro,
el signo de Caín sobre la frente!

Beatriz Quiñones Ríos

Beatriz Quiñones Ríos| 11


Beatriz Quiñones:
l a soleda d ca inita
de l a pa l a br a

L a marca que Caín lleva sobre la frente es el


símbolo de la marginación y la persecución,
lo es también el de la soledad de quien camina sin Dios, y por lo
tanto, librado a su propia suerte y responsabilidad. El de Caín es
un caminar que se dirige hacia el horizonte donde las tierras ig-
notas verán el nacimiento de la ciudad y el de la palabra escrita.
Beatriz Quiñones Ríos (1926-1996) llevó en su frente un signo si-
milar al de Caín. Signo cainita cuya marca revela un imperativo: el
de ser dueña de sí misma, para hacer nacer la Palabra y renacer en
ésta. Beatriz, como Caín, también sufrió la exclusión y la margi-
nación que la mantuvo fuera de la memoria histórica de Durango.
La palabra escrita trasciende el tiempo y el espacio. Por ella, Bea-
triz Quiñones permanece viva a pesar de las exclusiones. De sire-
nas, tránsfugas y otros seres provocadores reúne gran parte de la na­
rrativa de Beatriz Quiñones y se convierte en el signo por el que
es posible reconocerle. En un sentido del reconocer, se trata de la
difusión y valoración de su hacer literario. Por tal razón se presenta
el afortunado y reciente hallazgo de dos obras inéditas: su novela
La sirena se embarcó en un buque de madera y el cuento «Ange-
lina». También aparecen la mayoría de los cuentos ya publicados
anteriormente pero que, sin embargo, han sido poco difundidos.
De tal suerte que la narrativa casi completa y ahora reunida recibe
un segundo nacimiento: el del encuentro con el lector. Así pues,
es encuentro propicio para alcanzar, como toda obra literaria, una
dimensión total cuando ese Otro, el lector, se reconoce en la pa-
labra escrita.
En otro sentido del reconocimiento, se trata del encuentro con
la persona histórica, la que cara a cara a los sucesos personales,
sociales y políticos, emprendió un viaje de ideas y de ficciones. La
mujer cuya necesidad vital fue la de dilucidar las respuestas a las
incertidumbres que vivió y padeció, y a las que nunca pudo resig-
narse o ser indiferente. Por tales motivos, estas líneas tienen por

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intención dar a conocer las circunstancias de vida y de la produc-
ción literaria de la escritora duranguense Beatriz Quiñones Ríos.
También se incluye una breve referencia al contexto en que se de­
sarrolló su actividad intelectual y académica.
El Arte, en especial la Literatura, tiene como parte de su voca-
ción, la de comprender en toda su extensión y profundidad al ser
humano y su realidad. Al respecto, la escritora duranguense en su
columna «Libros Semblanzas y… Demás», en El Sol de Duran-
go (21 marzo 1982, Hogar, p. 6), pregunta en el artículo «Prepa-
ra Ma­nuel Salas su exposición»: «¿Cuál es la forma más adecuada
pa­ra interpretar un aspecto de la realidad que se presta a múltiples
tratamientos?». Usa las palabras de Sábato para responder que la
única forma integral de expresar el alma de un pueblo y sus vici-
situdes es la ficción. Beatriz coincide con el escritor argentino al
afirmar con él que el mundo de ficción como modelo de realidad
es la gran posibilidad comunicativa y reflexiva de la palabra. Por lo
tanto, este sentido de la palabra poética se convirtió para Beatriz
en una poderosa fe que la mantuvo en el derrotero de la escritura.
La ficción no es mentira o irrealidad sino la expresión de la ver­
dad profunda, se trata de la búsqueda de la realidad no asequi­ble
fácilmente. Entonces, ¿cómo llegar a la realidad si ésta es escondi-
diza, múltiple y ambigua? En tal sentido, Heidegger (1996) en sus
reflexiones sobre la obra de arte, afirma: «La belleza es una de las
formas de presentarse la verdad como desocultamiento». El mun­
do de Beatriz Quiñones se ensañó con ella en su discurrir de tra-
gedias y contrariedades. Fue ese mundo que le asesinó a su padre
cuando apenas dejaba de ser niña; el que le arrebató cobardemente
a su pequeño hijo; el que le despojó de esos amantes inaprensibles;
el que instaló muros entre ella y sus publicaciones; el que puso un
altavoz a la maledicencia de sus adversarios. Ese mundo despia-
dado y demente, le mostró un rostro cuya faz se vio precisada a
descifrar, comprender o incluso inventar. De tal suerte que Beatriz
Quiñones fue arrojada a la senda del arte y de la academia. Por lo
que sólo situada dentro de sí, en oficio de soledad, podía destruir
un mundo y hacer nacer otro nuevo, para vencer el sinsentido y el
vacío de la realidad.
Quiñones Ríos es reconocida en el ámbito local por su inteli-
gencia, apasionamiento y amplio bagaje cultural literario. Ese saber

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que se extendía a la pintura, el teatro, el ensayo y la poesía, perfila-
dos con conceptos de sociología, historia y antropología permeada
por el materialismo histórico. Pese a esto, se le eximió de antolo­gías
que intentaron recopilar el quehacer literario duranguense. En un
breve artículo, «¿Te acuerdas de Beatriz?», José Reyes González,
a propósito de la poesía de la escritora, dice: «Olvidada por anto­
nomasia, muy amada por la palabra y por el acto poético que equi-
libra la emoción y la inteligencia. Y aunque no se acuerden de Bea­
triz, su poesía está presente (…) en la vida que se niega al ol­v ido,
al autoolvido» (2008, p. 2). Conviniendo con la apreciación de José
Reyes, recordar con la memoria de la inteligencia y la del corazón
la vida enunciada en la belleza de los versos de Beatriz, es resis-
tirse al olvido no sólo de unos versos sino del Hombre mismo. Es
interesante hacer notar que la escritora duranguense no había sido
reconocida suficientemente dentro de las figuras sobresalientes de
la cultura duranguense. Y esto ocurre a pesar de tener un trabajo
escrito considerable, de su participación en los grupos de intelec-
tuales y artistas, de sus trabajos de investigación histórica y lite-
raria y de su gran labor de difusión cultural y en especial por su
sensibilidad poética.
Por fortuna, a través de los encuentros nacionales de escritores,
Beatriz estuvo en contacto con personalidades que reconocieron
su trabajo. De tal suerte que Otto Raúl González rompió con ese
posible desconocimiento o ceguera ante la obra de la duranguen-
se, por lo menos en lo que se refiere a la poesía, ya que el poeta y
escritor guatemalteco la incluyó en su Galería de gobernadores del
soneto (2002, p. 235) por el libro Durango en el corazón. Canto en
21 sonetos (1970). No es gratuito el halago que González hace de
este libro, ya que el soneto es un modelo complejo con un buen
manejo de la métrica, la medida y la construcción conceptual. Es-
te libro de sonetos a Durango es una expresión de sensibilidad y
capacidad rítmica del pensamiento. En tal sentido, las palabras de
Otto Raúl González lo describen como una «prueba transparente
de su maestría (…) gracias a la soltura y perfección con que ma-
neja este clásico molde» (2002, p. 235). En dicha compilación de
curioso título clasista, los tercetos y cuartetos de Gabriela Mistral,
José Emilio Pacheco, Alfonso Reyes, Francisco de Quevedo, Jor-
ge Luis Borges, por citar algunos, dialogan los versos de «Juven-

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tud», «Ausencia», «Retorno» y» Las Alamedas» de la gobernadora
duranguense. Otto Raúl González otorga un merecido lugar a los
sonetos de Beatriz al incluirla en esta antología. En tal sentido, las
huellas de los sonetos de la escritora duranguense se ofrecen en
una galería de grandes poetas hispanos, como signos que la memo-
ria debe salvar del olvido.
Beatriz Quiñones nació en Guadalajara, Jalisco, el 6 de diciem-
bre de 1926. Sólo unos días después nació verdaderamente al lle-
gar a lo que siempre consideraría su origen: Durango. Esta fue la
tierra que le ató con lazos de fidelidad y de amor, constantemente
presentes en su poesía y narrativa. Su obra es un recorrido bio-
gráfico además de una pregunta hacia Durango. En su narración
breve «La provincia en el corazón de la mujer», de la revista Azul
(1951, p. 9), explica la revelación que tuvo una tarde lluviosa, don-
de la belleza del paisaje urbano del Durango provinciano le seduce
y define su destino de poeta:

Aquella tarde, yo percibí, con un sexto sentido de mi


cuerpo, cuya existencia yo ignoraba, la belleza serena
y conmovedora de la ciudad de Durango (…) Y desde
aquella tarde, desde aquella hora luminosa de estrellitas
caídas y rotas en mil pedazos ¡Yo amo a Durango! Amo
las piedras grises de sus casas, sus caminos blancos de
polvo como brazos extendidos, amo sus barrios pobres
y a sus chiquillos ventrudos y deformes, hijos de la mi-
seria y el dolor. Amo con un amor que es torpe todavía
como los movimientos de los niños que apenas han na-
cido, pero que quiere llegar a la perfección exacta de la
brisa y del lucero.

Este fragmento patentiza el descubrimiento de su Durango co-


mo espacio originario y sorprendente, pero con una mirada aten-
ta a la realidad social. De origen humilde, Beatriz era sensible al
Durango que debía vencer las desigualdades sociales. Para tal fin,
consideraba que la sociedad necesitaba dialogar consigo misma y
no quedarse en la autocontemplación del modernismo porfiriano
que permanecía en la poesía del Durango de mediados de siglo,
como expuso José Revueltas en el prólogo a la antología realizada

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por Justino Palomares, Lira duranguense (1943, pp. 5-6). Segura-
mente es por este motivo que los escritos literarios y académicos
de Beatriz tienen por espacio al Durango que la ironía y la denun-
cia cuestionan.
Enrique Quiñones, padre de la escritora, trabajó de varillero
de feria en feria, llevando consigo a su familia, por lo que también
sus otras dos hijas tuvieron diferente lugar de nacimiento: Rebeca,
la mayor, en Tamaulipas, y Gloria, la menor, en Torreón. Beatriz
no tiene acta de nacimiento que la relacione con Guadalajara, aun
cuando, en la mayor parte de sus documentos, así lo especifica.
Sin embargo, en sus apuntes autobiográficos y en el Catálogo Bio-
bibliográfico de Escritores de México (1988) del Instituto Nacional
de Bellas Artes, se asegura que es Durango su lugar de nacimien-
to. Así lo indica también un acta del libro de nacimientos del Re-
gistro Civil de 1955, promovida por la escritora, donde aprovecha
para manifestarse dos años más joven. Es como si hubiera creado
una segunda realidad sobre su origen: la de Durango, a través de
un mundo ficcional que trasciende más allá de sus obras de crea-
ción. En la realidad histórica puso una serie de anclajes referen-
ciales que le otorgan sentido de verdadera a esa segunda realidad
de su nacimiento.
Su madre, María de la Luz Ríos, nació en Zacatecas. Antes de
casarse trabajó de nana en casa de la familia Garcinava, familia de
aristocracia porfiriana. De una de las hijas, Beatriz tomó prestado
el nombre que llevó la escritora. Tal vez sea ésta la nana indígena
que aparece en «Los rumores» o en el cuento inconcluso «Recuer-
dos de mi infancia». María de la Luz fue maestra y directora de la
escuela primaria «J. Agustín Castro» en Guadalupe Victoria, de
donde egresó en 1937 la joven Beatriz. Esa es una época de «en-
sueños y quimeras», pero también, de «cruentos daños con que me
lastimaron los extraños», canta en sus versos «Pubertad» (1970, p.
6). Cruentos daños como el asesinato de su padre en 1938, por la
guardia rural, en el pueblo de Nazas. En aquel momento Beatriz
y Rebeca estudiaban en la Escuela Normal del Estado por lo que
Rebeca abandonó los estudios para ayudar a su madre a mante-
ner los de las hermanas menores. Viven pobremente en pequeños
cuartos rentados a una cuadra del mercado Gómez Palacio; poco
después, en la calle de Progreso número 211.

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La Escuela Normal del Estado era, en las primeras décadas de
la posrevolución, uno de los pocos espacios de participación en la
vida pública y ascenso social asequible a las mujeres. El plan de
estudios incluía las obras de Antonio Caso, Vicente Lombardo To-
ledano, la Ley del Trabajo, etcétera. Estas lecturas abrieron el pa-
norama de la Historia Nacional y el compromiso social a la joven
de lectura voraz que era Beatriz Quiñones. A los 16 años ya había
leído el Juan Cristóbal de Romain Rolland, como lo explica en su
artículo de El Sol de Durango (4 abril 1982, Dominical p. 3), «Al-
fonso Reyes y el juicio de los jóvenes». Beatriz se tituló en 1944
como Profesora Normalista de Educación Primaria Superior; de
ahí asiste a algunas clases en la Facultad de Jurisprudencia del
Ins­tituto Juárez, que era el semillero del poder político. Los estu-
dios no se consolidaron debido a su asistencia irregular, pero de
cualquier ma­nera este fue el inicio de una sólida cultura que se
reflejó en sus escritos. Desde joven formó una disciplina de lectura
de al menos ocho horas diarias que, por supuesto, también reco-
mendaba a sus alumnos.
El contacto que la escritora duranguense tuvo con los jóvenes
del Instituto Juárez permitió que su horizonte de relaciones cultu­
rales se extendiera aún más con la amistad de quienes luego serían
figuras importantes de la política y la cultura: Máximo Gámiz,
Abel Hernández, Héctor Palencia Alonso, Rafael Hernández Pie-
dra, Gabriel Ángel Guerrero, Alexandro Martínez Camberos, José
Guillermo Salas, Francisco Montoya de la Cruz, Rosalío y Manuel
Salas, Santiago Fierro, Enrique W. Sánchez. Todos ellos forma-
ron parte de diversos círculos culturales a los que Beatriz pertene-
ció en distintas circunstancias de su vida. Es importante seña­lar
que la joven Beatriz no permaneció en el círculo de acción que
la sociedad designaba a las mujeres, pues entrar al Instituto Juá-
rez, lu­gar de predominancia masculina, le permitió conocer y opi-
nar sobre los asuntos de la vida pública, la política y la cultura. Su
mirada, por tanto, se dirigió hacia el hacer de la cultura, hacia los
vicios de la política, hacia la responsabilidad con la sociedad y las
fuerzas sociales como posibilidades de transformación de la reali-
dad nacional.
Durante su permanencia de unos pocos años en el Instituto Juá­
rez formó parte del Círculo de Oratoria y era considerada la voz

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que unía a éste con el Centro Cultural Durangueño (ccd). En el
V Concurso Estatal de Oratoria del Instituto Juárez obtiene un
accésit de cuarto lugar, en mayo de 1951, según refiere Enrique
Arrie­ta en su artículo «La palabra conflictuada» (29 enero 2008).
El ccd era el centro y origen de los eventos culturales de la ciu-
dad, integrado por la élite social y cultural: Miguel Guerrero Ro-
mán, María Elvira Bermúdez, José Ignacio Gallegos, Francisco Cé-
lis, Roberto Blum, José D. Corral, Olga Arias, Rafael Hernández
Piedra, entre otros más. La joven escritora, que nació en la pobre-
za, gracias a su ingreso en las dos instituciones de educación supe-
rior más importantes de la ciudad, se introdujo en la élite cultural
de la ciudad de Durango. De este periodo es su libro Poemas al
viento (1952), del que sólo se conoce el título a través de las anota-
ciones autobiográficas de la escritora.
En el ccd aparecen sus primeros escritos que, de acuerdo con
la época, tienen un marcado tinte nacionalista. De igual manera,
Beatriz Quiñones compartía con el México posrevolucionario la
visión esperanzadora del futuro y ésta se manifiesta en sus prime-
ros escritos: «La provincia en el corazón de una mujer», «Hidalgo»
y «Cuento» (febrero y marzo 1950, p. 9). Éstos aparecieron en la
Revista Azul, que además de Surco, fue el órgano de difusión del
ccd. En dichas narraciones, el nombre de la escritora se presen-
ta con su filiación matrimonial: Beatriz Quiñones de Quiñones,
que parece sugerir cierto beneficio social dentro de la élite políti­ca
y cultural de la ciudad. En este periodo mantiene amistad con la
poeta Olga Arias. Sin embargo, ésta se transformaría en rivali-
dad décadas después. Probablemente se debió a que Olga conser­
vó su lugar de élite en una relación simbiótica con el poder po­lí­ti­
co, mien­tras que Beatriz se desplazó a una posición marginal y de
pos­tura crítica al poder político desde la izquierda a través de su
militancia en el Partido Socialista Unificado de México (psum).
Como ya se mencionó un poco antes, entre sus primeros escri-
tos, realizados en el contexto del ccd, hay un cuento dedicado a
su hijo en edad temprana. El título es «Cuento» y aparece en la
presente antología de narrativa. Se trata de una historia de amor
maternal, cuya heroína es una paloma que busca por todos los ca-
minos la felicidad de su pequeño hijo palomito. La Navidad es el
momento propicio para regalarle el más caro de los objetos: una

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estrella del cielo. El ilimitado amor de madre hace de su hijo, sin
embargo, un ser egoísta y vanidoso, pero lo realmente importante
es, según esta historia, la constancia del amor materno.
Este cuento es interesante porque denota la transmutación de
los valores espirituales en valores económicos y con ellos la mer-
cantilización del amor. Respecto de este cuento es importante se-
ñalar que es la única obra de la escritora duranguense donde está
presente la resignación, es decir, el único signo bajo el que Beatriz
pudo resignarse fue la presencia de su hijo. Jamás se resignó ante
cualquier otro designio, mucho menos al de la muerte de su pe-
queño Roberto Enrique ocurrida muchos años más tarde.
También aparece en este volumen de narrativa el cuento largo
«Angelina», inspirado en esos años de contacto con el Instituto
Juárez. La convivencia entre un grupo de estudiantes de Derecho
y tres jóvenes sirvientas; los prejuicios sociales naturalizados en el
Durango de mediados del siglo x x; la marcada diferencia en los
estratos sociales y su simbolización en el espacio geográfico de la
ciudad; así como la violencia de la miseria, son algunos de los mo-
tivos que forman esta historia. En ella cabe señalar la importancia
del espacio urbano connotado por la historia de sus designaciones
sociales. De tal forma que están presentes los barrios marginales
de esa época: los barrios de Picachos e Insurgentes, la calle de la
Canal (signo de un pasado uso del agua para cultivos), así como
las casas aristocráticas de las calles cercanas a la estación del fe-
rrocarril. También aparecen la Catedral y el Edificio del Instituto
Juárez como símbolos del centro donde se da la convergencia de
las personas de diferentes estratos sociales.
«Angelina» está escrito con cierto tono costumbrista, donde la
vida cotidiana de los jóvenes de mitad de siglo se desplaza a tra-
vés de los lugares de esparcimiento: la nevería, el cine, el parque,
la esquina, el solar. La historia se desarrolla dentro del ambiente
festivo y la mentalidad aristocrática de los estudiantes del Instituto
Juárez. Las relaciones amorosas asimétricas originadas por la di-
ferencia social, así como la violencia familiar contra la mujer son
parte de un tema en el que el ambiente citadino parece no sentirse
alterado ni conmovido por ello.
Este cuento tiene un marcado referente biográfico, lo cual per-
mite atribuírselo a Beatriz Quiñones además de que el original fue

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encontrado entre sus documentos, aun cuando no consigna su au-
toría. Los mo­tivos con los que construye la historia son de corte
autobiográfico: recuerda el trabajo de sirvienta de su madre antes
de ser maestra, el de recaudador de rentas de su padre, y muy pro-
bablemente el suceso que le hizo irse inesperadamente a la ciudad
de México y que ya antes la había lanzado a una relación extrama-
rital: la violencia del marido alcohólico.
En febrero de 1947 contrajo matrimonio con Roberto Quiño-
nes, abogado, con quien tuvo a su único hijo, Roberto Enrique. Sin
embargo, se divorció en enero de 1952, luego de algunos años en
que sufrió la violencia doméstica de un marido que llegó al grado
de encerrarla en su casa. Este suceso transformó su vida, por la
nueva urgencia económica y por el fuerte estigma para la mujer
que significaba en esa época un acontecimiento como el divorcio.
El matrimonio duró muy pocos años, sin duda fueron muy difí-
ciles, pero en cambio dejaron en ella el mayor de sus tesoros: su
hijo. Aunque el divorcio la arrojó del círculo de escritura del ccd,
en cambio la condujo hacia su profesionalización al iniciar en la
carrera de periodismo.
Beatriz decidió continuar con la escritura, y el periodismo re-
presentó una buena opción en un recién fundado periódico de la
cadena García Valseca. Ingresa a El Sol de Durango, comienza a
trabajar al lado de Antonio Norman Fuentes, Emilio Matar, Raúl
Vázquez Galindo, Rodrigo Morales y Raúl López. Recibe un curso
del magnífico periodista García Ramos, «un presente regio» como
ella le recuerda en su artículo «El periodismo: un oficio para vi-
vir… y morir». Dice la escritora: «A mí me tocó cubrir la fuente de
policía. ¡La única mujer en la redacción y me daban policía con una
irreverente falta de consideración a la tradicional timidez y es­casa
determinación de mi sexo!». Su compañero de fuente era Raúl «el
Güero» Vázquez, amigo entrañable a quien le unió «una evidente
predestinación al martirologio», como le describe en tono festivo, al
recordar las bromas de que fueron víctimas gozo-su­frien­tes. Luego
cubrió las noticias de obreros y de política. Su joven espíritu soli-
dario con los niños pobres impulsó a Beatriz Quiñones a participar
junto con Norman Fuentes, el Güero Vázquez y Matar, en el apoyo
al padre Armendáriz para la formación de la Ciudad de los Niños.

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El trabajo en el periódico no era suficiente para pagar todos sus
gastos y por otro lado, los problemas con la familia de su ex esposo
se agravan tanto que se enfrenta a la amenaza de perder a su hijo.
Beatriz explica en el mismo artículo el momento en que deja Du-
rango: «Después… Bueno, yo me fui a la Ciudad de México donde
trabajé un tiempo en La Prensa, Las Últimas Noticias y La Extra
de Las Últimas Noticias, hasta que me dediqué a hacer novelas o
nívolas». Puesto que su nuevo destino es una ciudad enorme de
gran riqueza cultural, lo cual le permitió, a la medida de sus cir-
cunstancias, entrar en contacto con el pensamiento y la obra de
la avanzada izquierda mexicana, así como las corrientes literarias
del Boom Latinoamericano o De la Onda. Esta nueva influencia
se no­ta en sus escritos posteriores, pues ya no está en ellos ese ale­
targamiento modernista que prevalecía en el arte duranguense que
se puede observar en sus publicaciones de la Revista Azul.
Entre las circunstancias que le favorecieron fueron los cursos
de escritura que tomó aprovechando su estancia en la capital cul-
tural del país. Se inscribió con el maestro Ermilo Abreu Gómez
en Zacatenco. El maestro yucateco partía de la enseñanza de los
grandes clásicos griegos, latinos y de los siglos de oro español, in­
glés, francés y alemán. Esto tuvo por consecuencia, para la jo-
ven duranguense, una mayor madurez en los temas, así como en
el ma­nejo del lenguaje y las distintas estrategias narrativas que em­
pleó posteriormente. Esta especie de culteranismo se manifies-
ta con re­ferencias constantes a situaciones y características de los
gran­des personajes de la literatura.
El doctor, poeta y escritor duranguense Gabriel Ángel Guerrero
la invitó a vivir en uno de sus departamentos de la colonia Doc-
tores y la contrató como ayudante en la elaboración de guiones de
novelas y programas para la x ew y televisión. Esto le permitió a
Beatriz descubrir una nueva vertiente: la literatura de masas, con
lo cual se abría, para ella, además de una posibilidad económica,
la del mundo mágico de la radio. Gabriel y Beatriz compartieron
una gran afinidad no sólo intelectual y artística, también afectiva,
que terminó por convertirse en amorosa. Sin duda alguna, Gabriel
Ángel fue una influencia determinante en su vida personal y en la
dirección que tomó su trabajo de creación.

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Algún tiempo después, ella ingresa a la x ew haciendo sus pro-
pios guiones de radio. Dejó, por supuesto, de ser ayudante de guio-
nista, para convertirse directamente en la autora, aprovechando la
experiencia adquirida al lado de Guerrero. Al respecto, escribe en
sus apuntes autobiográficos (inéditos): «En la mayor parte de las
catorce novelas de radio y televisión que escribí durante el tiempo
que hice literatura comercial en la Ciudad de México, exalté siem-
pre el nombre de Durango y su tradicional hidalguía». Este mate-
rial se desconoce casi por completo, ya que la única radionovela
identificada es Cándida, en la que aparece como escritora Beatriz
Navarro. Sin embargo, se puede reconocer la autoría de Quiñones
gracias a una conversación que tuvo con Antonio Avitia en la que
le explicó cómo escribió esta historia. Mientras escuchaba, a bor-
do del taxi que la conducía a la estación de radio, el capítulo de
Cándida que se transmitía en esos momentos, elaboraba mental-
mente la secuencia, y al llegar a la x ew se sentaba a escribir los
capítulos siguientes. Esta era la forma particular de darle conti-
nuidad a la historia, sin perder el tono ni la secuencia. Esta ra-
dionovela es la historia de la transformación de una mujer de bajo
nivel socioe­conómico en una educada dama de alcurnia. Fue ins-
pirada en Pig­malión de George Bernard Shaw. Esta historia fue,
en esa época, el fundamento temático de muchas novelas de radio
y televisión donde la sirvienta ingenua y humillada regresaba con-
vertida en da­ma de gran belleza e inteligencia.
Cuando las circunstancias de la escritora duranguense pare-
cen resolverse de forma positiva en su vida, la tragedia se presen­
ta cam­biando dramáticamente el curso de su vida. La muerte acci-
dental de su pequeño y único hijo es incomprensible para Beatriz.
Desde ese dramático día, la culpa estuvo amenazando con devo-
rarla en intentos de suicidio que se repitieron en diferentes épocas
depresivas de su vida. Como consecuencia, la relación con Gabriel
Ángel se terminó, aunque ocasionalmente volvieron a verse, inclu-
so cuando ella regresó a vivir a Durango, en 1970.
Los psiquiatras entran en su vida para ayudarle a curar la de-
presión y la neurosis, pero Freud, Fromm, Sartre y Camus entran
en su biblioteca para conversar sobre la vida, la existencia, la muer-
te y el amor. La poesía es un territorio que recorre, pero no como

Beatriz Quiñones Ríos| 23


un antídoto contra la depresión, más bien es el refugio último de
sobrevivencia, como canta en «Décimas a mi soledad» (inéditos):

El afán de una alegría


que ya nunca será mía;
pues que si vives conmigo,
niña de viento y de trigo
−niña azul, niña poesía−.

Los poemas de la escritora duranguense que se conocen hasta


hoy, se escribieron o publicaron después de 1970 y poseen una
gran profundidad temática acerca de la vida y la muerte, el amor y
la soledad. En «No me aprendí tu nombre» publicada en Contrase-
ña (noviembre- diciembre 1992, p. 5) puede verse que la escritora
no sólo se pierde en la angustia por la ausencia lapidaria de sus
amores; también siembra entre sus versos la fe en la poesía y una
esperanza como necesidad vital:

con mi lápiz, mi pluma, mi tintero,


a reaprender la vida letra a letra,
a nacer cada día desde su centro,
a caminar de nuevo la esperanza,
a encender la vigilia con el sueño,
y a ser una conmigo, una y múltiple.

En 1967 gana el Premio de Flor natural en Santiago Ixcuintla,


Nayarit, con el poema «Por el dolor, a la alegría del poema. Im-
ploración a Ulises» (García, 2003, pp. 203-206). En sus apuntes
autobiográficos inéditos hace un recuento de los demás premios
literarios: «He obtenido tres flores naturales y dos accésit al primer
premio, en cinco de los siete Juegos Florales en que he participado
con mi poesía en Aguascalientes, Campeche, Saltillo, Nayarit, Yu-
catán y el D.F. Con el ‘Tríptico del Alacrán’ [poema en tres sone-
tos] recibí un primer lugar». Al respecto no se sabe cuáles poemas
fueron premiados, así como tampoco si el «Tríptico del Alacrán»
ha sido publicado. Lo que sí puede observarse en sus hermosos y
dramáticos escritos poéticos, publicados e inéditos, es que tienen
una fuerte influencia de Miguel Hernández, León Felipe, Federi-

24 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


co García Lorca, Rafael Alberti, César Vallejo y Juana de Ibarbou-
rou. Toda su poesía es digna de los premios que la escritora duran-
guense declara en sus apuntes biográficos.
Es necesario insistir en el hecho de que a pesar de que Beatriz
Quiñones recibió varios premios de poesía nacionales, gran parte
de su trabajo poético permanece desconocido e incluso inédito.
Además de su poemario de sonetos a Durango, se conocen pocas
publicaciones de poemas: «Tres momentos para vencer la muer-
te», «Canción para cantarse de noche» y «De noche uno se pone
a caminar de la mano con sus muertos», que aparecieron en la re­
vista Contraseña y en El Sol de Durango. Todavía quedan sin pu­
blicar: «Credo», «Porque vengo desde el olvido», «Décimas a mi
so­ledad», «Sonetos de amor transfigurado», «Cuando de jóvenes
pro­nunciábamos la palabra amor», «Sonetos de amor, de muerte y
resurrección», «Una carcajada de ebrio», «Decirte amor…», «Ro-
mance del amor amargo», «Tu perfil, Marco amigo». Todo lo cual
hace necesaria la publicación de sus poemas. Hay que señalar de
entre sus inéditos, apareció uno de curiosa influencia: «Carta», es­
crito en gíglico, el idioma inventado por Cortázar. Casi pareciera
que Beatriz aceptaba siempre la invitación de cada poeta amigo a
jugar el juego del lenguaje.
Beatriz tuvo dificultades para ser considerada en las antolo-
gías locales por sus posturas ideológicas, su espíritu contestatario
y su valentía para decir las cosas de frente Tres poemas de inten-
ción femenina fueron rechazados para la publicación en alguna
an­tología local de mujeres. El poema «Nací mujer» tiene escrito
un se­gundo título: «Poemas de la gran ausente», con lo que Bea-
triz se autonombra a partir de la exclusión de la que fue víctima;
estaba acompañado de «Este nacer mujer» y «Eva es mi nombre».
Los tres poemas estaban reunidos en una carpeta que contenía un
re­cado de puño y letra de la escritora dirigido a «Enrique» (Torres
Cabral), donde se quejaba de que no habían querido publicarle sus
poemas, sin darle ningún tipo de explicación. Desde luego que
es­te tipo de situaciones pesaba en su ánimo y contribuían a las
depresiones que padecía y a las que se enfrentaba con ayuda de
amigos, familiares y médicos.
Además del camino de la poesía, Beatriz, en busca del senti­do
de su vida, luego de la muerte de su hijo, decide ingresar al Par­tido

Beatriz Quiñones Ríos| 25


Comunista Mexicano (pcm). Debió haber sentido que la forma
en que podía incidir en la transformación de la sociedad era posi-
ble a través de una actividad comprometida con la reivindicación
de los oprimidos. En el pcm militaban muchos intelectuales que
más tarde fueron reconocidos artistas, y de quienes, a su regreso a
Durango, a partir de 1970, Beatriz traería su obra y la propagaría
entre alumnos y amigos. El poeta José Ángel Leyva, en la entrevis-
ta que le realiza Floriano Martins para la revista de cultura Agul-
ha (mayo-junio 2007), reconoce que parte importante de su des­
cubrimiento intelectual y literario se lo facilitaron «dos amigos en
Durango, la escritora Beatriz Quiñones y el historiador y pintor
Carlos Maciel». Fue ella quien «me asestó con brutal precisión» la
lectura de Cármenes de Rubén Bonifáz, como ya lo había hecho
antes con Palinuro de México de Fernando del Paso», comenta Le-
yva en su artículo para Alforja «El Catulo de Bonifaz, el Bonifaz
de Catulo» (verano 2006).
Ser educadora y difusora de la lectura fue un importante eje de
su quehacer en las décadas anteriores a la internet, cuando llega-
ban pocas y a precios elevados las novedades editoriales a Duran-
go. Beatriz poseía una biblioteca no tan modesta, en la que cada
uno de los tomos tenía el peso de la calidad literaria de autores y
títulos importantes de la literatura universal; los que había adqui-
rido durante su vida en el d.f. y que aumentaba con las compras
que su modesto salario le permitía.
Leyva recuerda otras lecturas provenientes de Beatriz: «Cer-
vantes, Borges, Hermann Broch, Juan Rulfo, Juan José Arreola, los
Contemporáneos mexicanos, Fernando del Paso, Fernando Pes-
soa, los simbolistas franceses, el Boom Latinoamericano». (Floria-
no Martins, mayo-junio 2007). Esta rica biblioteca, así como su
casa, estaban a disposición de todo aquel joven que tuviera inquie-
tud intelectual, hambre de lectura y disposición para la escritura.
Su generosidad, que no era dispensada indistintamente, se enfoca-
ba a los jóvenes «inquietos», a proporcionarles el caudal de lectu-
ras que consideraba indispensable en la formación del intelectual
y artista. Ella recibía a cambio amistad y escuchas que significa-
ban un talismán contra la soledad y el fantasma de la muerte.
La militancia de Beatriz en el Partido Comunista continúa a su
regreso a Durango en 1970, en la lucha sindical de la Universidad

26 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


Juárez y desde su columna en El Sol de Durango. En esta época
se relacionó y tuvo una amistad más o menos cercana con artistas
e intelectuales: Alexandro Martínez Camberos, Miguel Palacios,
Rocío Canudas, Jesús Nevárez, José Luis García, Fernando Gue-
rrero Romero, Luis Ángel Martínez Diez. Con el poeta y licencia-
do Martínez Camberos tuvo una cercanía literaria y un apasiona-
do romance. En su libro Bitácora terrestre (1995, 98), Alexandro
Martínez dice de Beatriz: «Mas su nombre, Beatriz / me sugirió
escribir ‘Acróstico del Cenit’ (…) / ¿Quién es tal durangueña?/ la
síntesis de todas mis novias compañeras». Martínez Camberos, en
estos versos, declara no sólo el origen de su famoso acróstico, tam-
bién alude al intercambio literario que existía entre ambos y que
significaba un trabajo de escritura mutuamente alentado, además,
claro está, del vínculo amoroso que los unía. Ambos poetas, Bea-
triz y Alexandro, de temperamento volcánico, vivieron una rela-
ción tempestuosa. De la misma forma en que Martínez Camberos
reconoce el ascendiente de la poeta en su acróstico, se puede in-
tuir un proceso similar en la obra poética de la escritora.
Hasta finales de la década de los setenta del siglo pasado, el
pcm fue considerado ilegal y los jóvenes militantes realizaban ac-
tividades subversivas; recibían entrenamiento militar y se les pre-
paraba para una guerra urbana consistente en el robo de bancos y
el secuestro de personalidades. Este es el tema que narra Beatriz
Quiñones en el cuento «Extenderás la mano», publicado en 1990
en el primer número de la revista Rupturas que estuvo dirigida por
Luis Ángel Martínez y en la que colaboraron Fernando Andrade
Cansino, José Ángel Leyva, Evodio Escalante Betancourt, entre
otros. La militancia en el pcm le proporcionó a Quiñones Ríos el
material necesario para un tema que le era indispensable: la re­
sistencia y subversión al poder político como posibilidad de los jó­
venes.
En «Extenderás la mano» el tema es la guerrilla urbana, a par-
tir de un personaje femenino a quien la muerte habla directamen-
te. El tema de las guerrillas latinoamericanas ha sido poco explo-
rado en la literatura latinoamericana; ejemplo casi único de ello es
La Guerra en el paraíso, de Carlos Montemayor (2009). Gioconda
Belli, con su Mujer Habitada (1996), tiene una relevancia especial
al presentar, al igual que Beatriz Quiñones en «Extenderás la ma-

Beatriz Quiñones Ríos| 27


no», el tema de la mujer guerrillera. Se trata del fenómeno históri-
co de la segunda mitad del siglo x x donde la toma de conciencia de
la mujer transgrede su destino individual, y hace acopio de la fuer-
za personal, hasta entonces menospreciada e invisible, para com­
prometerse en una lucha por el cambio de situación del país entero.
Las mujeres se unen a la lucha por la transformación del mun­do
con sus propias manos a través del activismo en la lucha sindical
y como educadoras de las conciencias políticas. Sólo que van más
allá de lo legalmente permitido, se trata de la intrusión femenina
en el espacio reservadamente masculino: el de la guerra y la mi­
litancia política armada. Este nuevo rol de la mujer, la mujer ac­
tivista política frente a las poderosas estructuras del sistema, se
inscribe en la narrativa de «Extenderás la mano» mediante el dra-
matismo de la anti-heroína cuya voluntad de libertad y justicia se
detiene en un temprano encuentro con la muerte, pero cuyo golpe
ha dejado una grieta en el muro. En «Extenderás la mano» sólo
la muerte agorera puede narrar la historia de la guerrillera en el
tiempo futuro y pretérito donde el destino se escribe desde los re­
cuerdos, los sueños y las utopías que yacen en el pasado.
Con la insatisfacción por no haber tomado parte en Tlatelolco
68, Beatriz regresa a Durango poco antes de 1970. El Movimiento
Estudiantil en Durango había iniciado en los primeros días de ese
año, pues las demandas del Movimiento del 66, como la del desti-
no de los fondos del Patronato del Cerro del Mercado y de la insta-
lación de una siderúrgica, seguían pendientes. En Días de guardar
(1970, 36-37) Carlos Monsivais explica las causas que originaron
el Movimiento del 70 en Durango. Menciona el autoritarismo del
gobernador Alejandro Páez Urquidi, la represión ejercida a través
de la Dirección de Seguridad y la agresión contra ejidatarios del
norte del estado. También existía un trasfondo económico: la exi-
gencia de cuentas sobre el legado Raymond Bell, el cobro excesivo
de impuestos a los diferentes grupos de empresarios y a los traba-
jadores. A ello se sumó la política en contra, llevada a cabo por los
afectados con la designación de Paez Urquidi como gobernador:
los senadores Terrones Benitez y Guzmán García. Una compleja
problemática que iba involucrando a numerosos y muy diferentes
componentes del enramado social local.

28 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


No es difícil imaginar a Beatriz entre el grupo de gente que
co­rrió ese 8 de enero, como casi todo el mundo, a las puertas del
Palacio de Gobierno cuando los estudiantes tomaron el edificio
po­co después de haber sacado a empellones al gobernador y su
gru­po. En su departamento de la calle Juárez y Callejón de Las
Ma­riposas colgaba un extraño y curioso cuadro de Chano Urueta
(indicio de la relación amorosa entre la escritora y el director de
cine), y el «Dante saliendo del infierno» del pintor de abismos, Fer-
nando Mijares –recuerda Enrique Torres Cabral. Ahí se reunían
los líderes estudiantiles y un nutrido grupo de jóvenes seguidores:
Oury Jackson, Carlos Ornelas, Evodio Escalante Betancourt, Raúl
Terán, El Pili Rosas, Javier Aviña, Enrique Avelar «El Águila», En­
rique Torres Cabral y Jaime Herrera Valenzuela, entre otros. Des-
de ahí se planeaban las estrategias de lucha, como la de invitar a
las escuelas primarias a la huelga o la de visitar las comunidades
rurales para mantenerlos informados. La injerencia de Beatriz en
las acciones de los jóvenes se manifiesta en la «carta poder» que
Francisco Cázares le firma a la maestra, en abril de ese año, com-
prometiéndose a no entregar el movimiento ni a beneficiar a unos
cuantos.
En ese mayo de 1970, el movimiento estudiantil terminó sin
resolver las demandas, o como dice en uno de sus cuentos Enri-
que Torres Cabral, consiguiendo dos cacahuates, ni siquiera tres.
Beatriz, como todos los grupos de ciudadanos, sintió ese fracaso y
al igual que muchos de ellos lloró amargamente ante esa realidad.
Por consiguiente, Quiñones Ríos, como en su cuento «El tráns-
fuga», recurre a la escritura para «hacerse oír de su carcelera», la
Historia, «y obligarla a contestarme todo lo que me urge saber», a
pesar de que sólo encuentra su «viejo sacapuntas de escolar con
su filo mellado». De esta manera, entre 1971 y 1972 escribe en el
pueblo minero de Tayoltita La sirena se embarcó en un buque de
madera, mientras trabajaba de maestra y directora en la primaria
Bruno Martínez para los hijos de los mineros de la San Luis Mi-
ning Company.
La novela presenta características de lo que María Cristina Pons
reconoce como la «Nueva novela histórica». En ella hay un con-
tradiscurso a la historia oficial, presentado como un rechazo a la
neutralidad del relato histórico; la ficcionalización de los persona-

Beatriz Quiñones Ríos| 29


jes históricos descritos desde la intimidad utilizando la parodia y la
ironía, además de elementos como la puesta en abismo o narración
dentro de otra narración. El tema de la novela La sirena se embar-
có en un buque de madera se ocupa de los sucesos del movimiento
estudiantil de 1970 en Durango desde su inicio, en los primeros
días del mes de enero. En ella, sólo se presenta la relación del go-
bierno con los estudiantes de la Universidad Juárez, excluyendo la
actuación del Instituto Tecnológico.
Los protagonistas de dicha novela sobre el Movimiento del 70,
son los estudiantes que por un tiempo gozan y sufren del poder
proveniente del liderazgo social. Éstos se oponen al poder autorita-
rio representado en Alejandro Parra Ordoñez, poder que se enun-
cia en frases como «yo soy lo que soy». Sin embargo, el personaje
principal parece ser la sociedad de Durango que se manifiesta a
través de las fuerzas actuantes, de los dilemas, de los sentimientos
de valentía y de temor que se hacen sentir en cada uno de los suce-
sos narrados. Los personajes, tanto el gobernador como «el Talen-
to», Oury, Terán, Emilio, Torres Cabral, «el Calabazo», se desen-
vuelven en las circunstancias en torno al movimiento de protesta;
esto ocurre dentro de una gama explicativa que va desde la historia
familiar, las características psicológicas particulares y las emocio-
nes como directrices de acción, por lo que la narración logra, ade-
más de mantener el interés, dar vida al íntimo mundo ficticio que
envolvió a los protagonistas del Movimiento del 70.
El narrador, con su lenguaje de belleza poética, no renuncia a
la ironía y la parodia para develar las realidades profundas detrás
de las situaciones: la manipulación del discurso, el narcisismo del
poder, la insensatez de la valentía, entre otras. Tal vez el arma más
poderosa de los estudiantes es la irreverencia, así que la escritora
los exhibe en toda la libertad de sus deseos, miedos y obsesiones.
Los personajes se expresan en el habla que les es propia, la de las
malas palabras, idioma de la transgresión. Hay que señalar que
en esta obra existen dos tipos de narradores. Un narrador externo
que describe los sucesos y que se introduce en la intimidad de los
personajes, ya sea para exponer directamente sus pensamientos o
para opinar sobre ellos, y un narrador que de pronto se convierte
en parte de la historia e interpela directamente al «Talento» con
un discurso que señala intenciones escondidas. Finalmente, este

30 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


narrador en segunda persona, expone una reflexión crítica sobre la
situación política del país.
La historia que se desarrolla a lo largo de La sirena se embarcó
en un buque de madera muestra que, no obstante la improvisación
política de los estudiantes y su postura hasta cierto punto anar-
quista, fue la pasión de la convicción y la seducción de su carisma
e impostura lo que los convertía, ante los ojos de los ciudadanos
duranguenses, en superhéroes. Es decir, redentores que augura-
ban la ruptura con el destino del atraso económico: largo y quimé-
rico anhelo duranguense.
Esta novela de Beatriz Quiñones sobre el Movimiento del 70 se
mantuvo inédita, salvo su primer capítulo que apareció en la revis-
ta Revuelta (n. 4, agosto de 1986, 30-35). Se creía que la escritora
la había destruido ante los reclamos de algunas de las personas que
aparecían como personajes. Por fortuna, no ocurrió así y la no­vela
permaneció dentro de una caja de cartón que el historiador Javier
Guerrero Romero conservó durante muchos años en resguar­do y
que recibió de manos de la propia Beatriz poco tiempo antes de su
muerte. Por desgracia, no está completa, pues falta la parte final.
Se presentan en su lugar dos escritos: «Capítulo II» y «Oury Jack-
son, un personaje a la altura del arte». Ambos permiten conocer
cómo terminó el conflicto y pueden dar cuenta de un posible final
a La sirena se embarcó en un buque de madera.
La honda huella del frustrado Movimiento Estudiantil del 70
permaneció en la mayoría de los actores. El fugaz periódico Ven-
ceremos se publicó a partir de enero de 1972 para insistir sobre
el suceso: reflexiones y memorias de Beatriz, del Pilly Rosas, del
«Talento», de Evodio Escalante (padre e hijo). Por su parte, Carlos
Ornelas publicó en Revuelta los artículos que luego formaron su
libro Durango 70. Fracaso de una revuelta social (2010).
Desde poco antes del Movimiento y hasta poco después de és­
te, Beatriz se mantenía económicamente escribiendo historias para
la revista Confidencias. Torres Cabral comenta cómo con los cien
o ciento cincuenta pesos que le mandaban por publicación com­
praba un poco de queso y hacía una sopa caldosa de repollo con la
que se alimentaban. Ella vivía sin lujos; ayudaba en lo que podía
a los jóvenes que la buscaban y en los que veía inquietudes litera-
rias, que por otro lado, tendrían la misma edad de su hijo. Escribió

Beatriz Quiñones Ríos| 31


varias narraciones inspirada en la historia personal de sus amigos
estudiantes o en personajes locales, dejando como marca distinti-
va algunos nombres y referencias geográficas a Durango.
El cuento breve «El Castillo» forma parte de este libro de na-
rrativa de Beatriz Quiñones y se encontró junto al mecanoescrito
de la novela La sirena se embarcó en un buque de madera. Se trata
de un cuento con cierto tono costumbrista que muestra la riqueza
cultural del medio rural, así como las fuerzas sociales ocultas que
se manifiestan frente a fenómenos naturales como la sequía. En
éste, la miseria y la abundancia coexisten en un mundo de marca-
das desigualdades sociales. Por lo tanto, el poeta, si quiere serlo,
necesita renunciar a sus privilegios y hacer lo que está en su mano
para resolver esos conflictos sociales, pues de otro modo su insen-
sibilidad le hará un escritor impotente.
Como se puede ver, es un tema profundo descrito con sencillez
narrativa. Estaba dirigido a un público de poca formación intelec-
tual como secretarias, amas de casa, obreros, maestros, oficinistas,
que eran los lectores de la revista Confidencias. Esta narración es
una referencia a la hacienda de San Miguel de los Menores en San
Juan del Río, Durango. Hay varias razones que permiten suponer-
lo, como el hecho de que la gente del pueblo conoce esta hacienda
como «El Castillo»; además de su gran tamaño y la gran cantidad
de cuartos que poseía y finalmente, las reuniones familiares que
ocasionalmente realizan en ese lugar los descendientes de los ha-
cendados, entre ellas la familia Garcinava con quienes trabajó la
madre de la escritora.
Desde la juventud, el destino de Beatriz se entrecruzó con el de
la Universidad Juárez, pero es a principios de 1974 cuando ingresa
en ella como catedrática en el recién nacido Colegio de Ciencias
y Humanidades (cch). En él imparte las materias de Literatura y
Lectura y Redacción. Por otro lado, los movimientos estudiantiles
habían evidenciado la necesidad de estudios sociales de la región;
con esta finalidad se crea el Centro de Estudios Sociales y Filosó-
ficos (ces y f) que poco después se transformó en el Instituto de
Ciencias Sociales (ics). Beatriz ingresa en él para tomar cursos de
Sociología e Historia Económica con el sociólogo Miguel Palacios
Moncayo y con intelectuales que venían de México, como Enrique
Semo, Pablo González Casanova, Carlos Borrego y Enrique Krau-

32 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


ze. Estos estudios le permitieron impartir la clase de Sociología en
la Facultad de Derecho, algunos años después.
En el ics se ocupa del departamento de difusión cultural e
im­parte talleres de literatura y de periodismo. Con esos jóvenes
que después serían intelectuales y artistas, pone en práctica su
expe­riencia en la radio en México cuando producía los programas
Pal­molive y las radionovelas. En 1977 produjo, escribió el guión y
di­r igió los programas «Cinco cuentistas mexicanos» para Radio
Uni­versidad. Se trataba de lecturas dramatizadas con breves co-
mentarios de los escritores Juan Rulfo, José Revueltas, Juan José
Arreola, Francisco Rojas González y Edmundo Valadés. Era evi-
dente su interés por difundir la literatura latinoamericana.
Realizó el radioteatro «Tchaikovsky: El músico y el hombre»,
obra que refleja su amor por la música clásica, siendo la sinfonía
1812 una de sus favoritas. Éste, así como la vida de Camilo To-
rres y de Rosario Ferré, fueron realizados con las voces de Patricia
Chávez, Ángel Manuel Castrellón, Jesús Nevárez, Teresa Rodrí-
guez, Javier Aviña, Enrique Torres Cabral, Lilia Valenzuela, Carlos
Luján y Arturo Escalante, mientras que del audio se hacían cargo
Jorge Vargas y Alberto Tejada. Estos programas se transmitieron
en la joven estación cultural Radio Universidad. Beatriz no sólo
apoyaba y orientaba las inquietudes de los futuros artistas, sino
que los situaba en las amplias dimensiones de nuevos canales de
comunicación como lo era la radio en aquellas épocas.
En 1979 Carlos Maciel llegó a Durango para formar el ins-
t it u to de in v est igaciones histórica s de la ujed, con
el proyecto de Cuatro Siglos de Historia para Durango. Quiñones
Ríos ingresa poco después con un nombramiento de medio tiempo,
mientras continuaba con sus clases en el cch, en el ics y en la
Preparatoria Diurna. Beatriz se introdujo de lleno en una de sus
mayores ambiciones: el estudio histórico de Durango.
El 25 de septiembre de 1986 recibió su nombramiento de tiem-
po completo en el iih como investigadora de nivel técnico. Aunque
Carlos Maciel, su gran amigo y maestro, ya no estaba en Durango,
Beatriz Quiñones había llegado al espacio de la academia, lo que
le permitió realizar sus proyectos de investigación. Las activida-
des académicas y las publicaciones se multiplicaron. Fue jefa de
redacción de la revista Cambio, órgano de análisis e información

Beatriz Quiñones Ríos| 33


del Sindicato de Trabajadores Académicos de la ujed. También
par­ticiparon en ella Carlos Maciel con sus viñetas, además de sus
compañeros del cch y de lucha sindical.
Escribió varios de los Cuadernos de Historia del iih, cuatro
de ellos con el título: La rebelión Tepehuana, ¿una de las primeras
lu­chas campesinas en durango?, antecedentes de su libro La rebe-
lión tepehuana. Una de las primeras luchas campesinas en Duran-
go (1984). El número nueve, titulado Movimiento Urbano Popular
en Durango. Comité de Defensa Popular «Francisco Villa», formó
parte del libro que preparó con el mismo tema y que probable-
mente se publicó durante el gobierno municipal de Gonzalo Yá-
ñez. El cuento «Andábamos viviendo de rentado» formó parte del
libro men­cionado. Años antes, sin embargo, se había publicado en
la revista Revuelta (febrero de 1986, 33), órgano de difusión de los
maestros del cch dirigida por Rubén Solís.
«Andábamos viviendo de rentado» es un cuento que narra las
vicisitudes de una familia de escasos recursos, cuya madre es Gua­
dalupe y vive la desesperación, la rabia y la indignación de ser des­
pojados de sus escasos bienes por parte de los propietarios de las
casas de renta. Aunque decir casa es exagerar; según el relato, en
realidad se trataban de cuartuchos de vecindad donde la gente  vi­
ve en condiciones de insalubridad y hacinamiento. Un aconteci-
miento les permite enfrentar y resolver su situación: la lucha social
de defensa popular, que logra apropiarse de terrenos para fundar
colonias populares.
«Andábamos viviendo de rentado» es la única narración de la
escritora que tiene características de la llamada literatura de com-
promiso, es decir, donde el autor tiene como fin demostrar algún
tipo de ideas, ya sean políticas, sociales, religiosas o de cualquier
índole. En este caso, se nota una cierta intención de justificar la
postura política y social del Comité de Defensa Popular. La his-
toria del cuento evidencia la miseria y los avatares de las personas
que carecen de una casa propia, así como el acoso y el robo por
parte de los propietarios. Sin embargo, la pluma inteligente de la
escritora muestra algunas imágenes que, tras su apariencia de co-
tidianeidad, expresan la realidad tremenda, como la del salivazo
que avienta el portero y que es engullida por el perro, para descri-
bir una realidad repulsiva y denigrante. Éste fue un tema sensible

34 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


para la escritora, quien siempre vivió en casa de renta, en vecin-
dades o en departamentos prestados por su cuñado y mecenas Pe-
dro Men­doza Ruelas.
La vida académica y artística de Beatriz Quiñones se desarrolló
en el ámbito de la ujed, como se ha explicado antes. En el Insti-
tuto de Investigaciones Históricas (iih) realizó algunos proyectos
de análisis de los fenómenos desde la teoría del materialismo. Así
es como escribió los artículos «Rafael Hernández Piedra, vida y
obra», «Historia vs. Literatura», «La antisolemnidad en la Historia,
según Luis González y González», «La esfera del arte y su autono-
mía relativa con relación a la base económica», «La investigación
y la reforma universitaria en la ujed» en la revista Transición de
dicho Instituto. Estos artículos integraron parte del libro de crítica
literaria sobre la vida y obra del poeta Rafael Hernández Piedra,
Memoria de la angustia (1991). Esta es una obra importante de la
historia de la literatura duranguense, tanto por el uso de postu-
lados teórico-metodológicos prestados de las Ciencias Sociales y
del materialismo histórico, como por el hecho de ser de los pocos
estudios críticos de la literatura local.
Como parte de un proyecto entre la Secretaría de Educación y
la Universidad Juárez del Estado, se realizó la monografía de Du­
rango: De las quebradas a los llanos (sep, 1982), que significó el
pri­mer texto de historia regional para los estudiantes de primaria.
En este libro Beatriz Quiñones realizó los dos primeros apartados,
relacionados con la prehistoria y la época colonial, ya que eran los
temas que más le interesaban. La labor de difusión cultural de
Beatriz, se fortalecía al amparo de su trabajo en el iih, ya que esta
monografía fue realizada en unión con sus compañeros y en coor-
dinación del Lic. Antonio Arreola.
Desde 1981 y durante toda la década, con cierta regularidad en
algunos periodos, publicó en varias revistas y periódicos. En El Sol
de Durango, su columna dominical «Diario Disperso» y «Libros,
Sem­blanzas… y Demás», daba cuenta de los eventos culturales
lo­cales, hacía comentarios de obras y autores literarios e incluso
re­comendaba en qué librería o centro comercial podían adquirirse.
En el fascículo cultural dominical Travesía (1990) dirigido por Saúl
García Mesta, del periódico Cima, escribió comentarios a la vida y
obra poética de Miguel Hernández, César Vallejo y Pablo Neruda.

Beatriz Quiñones Ríos| 35


También publicó algunos artículos de tema político en la revista
Contacto: «Hijo de tigre pintito», «Un ayuno que hará historia»,
«Los intelectuales y el poder», denunciando la falta de democracia
y la corrupción electoral (1986). De esta manera, Beatriz estaba
presente en los medios impresos vertiendo opiniones, buscando la
reflexión y la concientización.
Con la conferencia «La mujer en la cultura» participó en el Cuar­
to Foro Académico de la Mujer, que se publicó en la revista núme-
ro 6 de Ciencia y Arte de la ujed (1991). Sin ser declaradamente
feminista, Quiñones Ríos presenta en diferentes ámbitos reflexio-
nes sobre la mujer, en los que resalta su labor, pero siempre opi-
nando que la mujer misma es quien debe ser consciente de marcar
sus propios límites.
En julio de 1987 aparece el primer número de la revista Univer-
sidad, de la que Beatriz es codirectora al lado de Jesús Fernando
Guerrero Romero, Diana Turner y Rodolfo Ramos Limón. Esta re­
vista se realizó durante el tiempo en que Juan Francisco García
Guerrero, «El Franki», ejerció como rector de la ujed. En los cua-
tro números que tuvo de vida esta revista se publicaron entrevis-
tas, ensayos críticos de arte, poesía y cuento. Además de dirigir,
Beatriz publicó en Universidad dos de sus mejores cuentos: «Los
rumores» y «El tránsfuga». Ambos fueron publicados también en
la revista Contraseña de la Sociedad de Escritores de Durango, en
1992 y 1993, respectivamente. «El tránsfuga» apareció también en
esa misma época en la revista En Guardia de Monterrey, n.l. Es­to
representó, muy probablemente, uno de los momentos culminan-
tes de su vida académica, pues dirigir la revista cultural de la uni-
versidad le permitía realizar muchos de sus proyectos de difusión
e investigación.
«El tránsfuga» y «Los rumores» forman parte de los relatos bre-
ves que se presentan en la presente antología. Se encuentran al
inicio de los cuentos que se incluyen en este volumen. En ellos,
el ambiente de misterio hace posible el espacio psicológico de la
angustia y la soledad a que es condenado a vivir el ser humano por
esa parte de la sociedad que es intolerante y perversa.
El periodo de García Guerrero como rector de la universidad
fue duramente criticado por los grupos que habían tenido aspira-
ciones al cargo, por lo que, luego de la «huelga de los cien días», fue

36 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


obligado de forma humillante a abandonar el cargo. Beatriz Qui­
ñones formaba parte del grupo que aconsejaba y trabajaba con el
rector para negociar con los grupos inconformes. El iih, como to­
da la ujed, se dividió por las confrontaciones entre los grupos be­
ligerantes. El iih, que se había formado en un ambiente de gran
camaradería e inquietud académica, se transformó en campo de
lucha política.
Tal es el tema que, desde una visión psicológica de opresión y
desamparo, surge en «El tránsfuga». En esta historia, el personaje
luego de que es engañado por su imaginación, se deja conducir por
una mujer que lo traslada, con el engaño del silencio, a un es­pa­cio
de terror: el mundo como espejo ciego, espacio del encie­rro lapida-
rio, espacio donde no hay posibilidades de encuentro con­sigo mis­
mo ni con el otro. La soledad donde no hay identidad con el mundo
y de la que no es posible ningún escape, ninguna defensa, ninguna
lucha… sólo el tiempo: «¿quién puede medir la eternidad?», termi-
na «El tránsfuga». En esta historia, con la que se inicia el volumen
de narrativa, puede verse claramente la inserción de relatos de Éd­
gar Alan Poe como «El cuervo» y «Berenice». El cuento cierra con
una referencia al poema «Obra Maestra» de Ramón López Velar-
de, denotando la incertidumbre y soledad de la escritura.
En «Los Rumores» la voz de una mujer narra los principales
sucesos de su vida: su abuela alcohólica, la muerte de la madre,
el abuso sexual del padre, la muerte de la nana. Frente al mundo
real, el mundo de la ficción literaria se vuelve el camino por el que
se puede transitar frente a las tragedias. Sólo que la voz del miedo,
que nace en la voz de la hermana, se vuelve un rumor que no es
ruido sino estruendo que impide escuchar las voces de los otros
seres del mundo de ficción. Esta historia se entrelaza con el espa-
cio psicológico del terror de la enfermedad mental incubada en los
ardides enemigos: aquellos que con sus voces aterrorizan el alma y
bloquean cualquier pensamiento, impidiendo la salvación a través
de la palabra.
A partir de la derrota política, Beatriz se aleja paulatinamente
del iih, hasta que abandona definitivamente su cubículo. Publica
algunos poemas en Contraseña, pero poco a poco la depresión y la
angustia se convierten en sus más fieles compañeras; se aleja de
sus amigos y conocidos no sin tener un altercado de por medio.

Beatriz Quiñones Ríos| 37


Con algunos de ellos, tal vez los más cercanos, como Enrique Mi-
jares y Evodio Escalante Vargas, se acerca para tener una conver-
sación donde surgen las disculpas y los perdones. Son frecuentes
los cambios de humor y de decisión. Le preocupa el destino de su
biblioteca: la regala a la ujed, pero después se arrepiente y la pide
de vuelta. No confía en nadie para cuidar su mayor riqueza.
Comenzaba a despedirse de la vida y busca entonces a quién
entregar en custodia los hijos de su creación. En la cafetería del
Casa Blanca le entregó al poeta José Reyes González una carpeta
azul conteniendo sus poemas inéditos y copias de diversos escri-
tos narrativos y ensayísticos. Buscó también al historiador Javier
Guerrero Romero para entregarle una caja con documentos. En
ella estaban la novela que aquí se presenta, titulada La sirena se
embarcó en un buque de madera; los cuentos «Angelina», «El cas-
tillo» y «Rezarás el yo pecador». Estaba también su libro sobre el
movimiento popular cdp, listo para imprenta. Había varias copias
fotostáticas y mecanoescritas de poemas, entre ellos «El tríptico
del alacrán». Había una gran diversidad de publicaciones suyas y
de otros autores en revistas y periódicos. Resaltan los mecanoes-
critos autobiográficos, que probablemente no se han publicado y
que permitieron dar alguna información presentada en este texto.
Además aparecieron reseñas de libros, ensayos de diversos temas,
una libreta con anotaciones, notas de libros, un par de guiones de
radio. El grueso del material lo constituyen copias de escritos aca-
démicos suyos y de varios historiadores, copias de libros y revistas
relativos a las Ciencias Sociales. También se encontró entre los do­
cumentos la novela Amor y simulaciones, sin firma de autoría. Lo
único que se conserva, hasta ahora, de su obra se debe al hecho
de haber depositado su confianza en el poeta José Reyes y el histo-
riador Javier Guerrero. Al menos una parte importante de sus va­
liosos manuscritos inéditos se conservaron.
En abril de 1996 la revista Contraseña dedica el número 46 a
honrar la memoria de Beatriz Quiñones, quien había muerto po-
co antes, el 29 de marzo. El médico del hospital diagnosticó una
enfermedad pulmonar, pero en realidad se trataba de la debilidad
y el desamparo de la soledad. Seguramente su niño Roberto no al­
canzaba a enjugar sus lágrimas ni a desterrar esa culpa tantas ve­
ces declarada: »yo la filicida», «más muerta que mis muertos vivo».

38 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


En sus versos de «Canciones para cantarse de noche» publi-
cados en Contraseña (julio 1993, p.5) deja escrito el deseo de su
úl­tima morada, tal como se encuentra actualmente su tumba sin
nom­bre en el Panteón de Oriente:

Una fosa a flor de tierra


como la de algún mendigo
que no tenga ni mi nombre
sólo el llano por abrigo

Beatriz Quiñones fue una mujer de gran capacidad para la li-


bertad. Eligió vestir de poesía para caminar la vida y sus espacios:
la casa, la academia y la ciudad. Poeta de ojos verdes, la de mirada
atenta a la intimidad que yace en la vida. Sabiduría del dolor y la
inconformidad que devienen engendramiento de la Palabra: signo
de Caín.

Flor Estrada
Victoria de Durango, Dgo.

Beatriz Quiñones Ríos| 39


40 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores
De sirenas,
tránsfugas
y otros seres provocadores

Beatriz Quiñones Ríos| 41


CUENTOS

42 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


EL TR Á NSFUGA

E l ojo vigilante, la barbilla escasa. Su boca co-


mo una rajadura por la que acabase de vomitar
toda la sangre del cuerpo, y la nariz un puente que se tiende de
aquí hasta el infinito.
Tal era la mujer que me abrió la puerta a la que llamé aquel 25
de septiembre.
Apenas oye mi solicitud, un tanto fuera de lugar a aquellas ho-
ras de la noche, me hace pasar al interior de la casa, murmurando
alguna frase de cortesía que escasamente consigo entender. Su voz
se escucha tan apagada (como si viniera de otros labios, otro tiem-
po, otro lugar), que por un instante el temor está a punto de ha-
cerme su presa.
¿Era un pueblo realmente al que había llegado o fue mi fantasía
desatada la que me hizo ver las tapias de adobe, la pequeña pla-
zuela en ruinas, la iglesia con una sola torre, y el camino surgiendo
inopinadamente frente a mis plantas de viajero, como un paisaje
habitual?
La casa se yergue solitaria al lado del camino y era la más gran-
de de todas las que se ofrecieron a mi vista. Por eso, tal vez, de-
jé caer el llamador y su dueña vino a abrirme casi al momento.
Exactamente como si me esperase o me hubiera estado esperando
desde algún sitio hábilmente disimulado.
Vivo completamente sola, me dice con su voz opaca, de cántaro
sellado, mientras me conduce a un cuarto cuya puerta se abre co­
mo movida por algún resorte secreto, pero sin despertar en mí, to­
davía, demasiada aprensión.
Muy pronto iba a arrepentirme de mi falta de perspicacia, por-
que la puerta se cerró detrás de mí, con un crujido como el grazni-
do de un cuervo. ¡Nunca más!, y la mujer desapareció.
Desde que entré a la casa, hasta que vi el vuelo de su falda per-
derse por el oscuro corredor, a través del que me condujo al men-
guado aposento, donde ahora casi no me atrevo a moverme, hemos
cambiado algunas palabras más. Las suficientes para aclararle mi

Beatriz Quiñones Ríos| 43


condición de tránsfuga, el impulso cainita que me lleva de una a
otra parte sin detenerme en ningún sitio.
Pudo haberme extrañado desde el principio, es cierto, la faci-
lidad con que aceptó mi ruego de dormir en su casa. Pero el can-
sancio, el hambre y el sueño, me impidieron ver más allá de la más
perentoria de mis necesidades: descansar.
De pronto, sin embargo, me doy cuenta de que la mujer se ha
llevado la débil luz de la vela con que nos alumbrábamos y de que
estoy a oscuras. Sumido en la penumbra de una habitación que me
es ajena, y totalmente librado a mi suerte.
Busco a tientas los muebles, la cama en que necesito dejarme
caer y conciliar el sueño. Inútil. En este espacio cerrado no hay ca-
ma, ni sillas, ni siquiera una estera donde pudiera echarme por un
rato. Sólo las cuatro paredes desnudas de la exigua habitación y un
rayo de luna que empieza a filtrarse por un pequeñísimo tragaluz
abierto en el techo.
Aterrado, incrédulo, intento pedir auxilio, y mi voz no alcanza a
salir de mi garganta. Me arrojo contra la puerta creyendo forzarla,
y su única hoja se niega a ceder en lo más mínimo. Busco luego
entre los pliegues de mi abrigo, en las bolsas del pantalón, cual-
quier instrumento que me permita horadar la pared, la puerta, el
tragaluz de vidrio y de cal. Abrir un hueco, por pequeño que sea,
para hacerme oír por mi carcelera y obligarla a contestarme todo
lo que me urge saber. Pero sólo encuentro mi viejo sacapuntas de
escolar con su filo mellado.
Lleno de una rabia impotente golpeo el piso con los pies, cierro
los puños y los lanzo hacia el vacío, deseando triturar, rasgar, y no
acierto más que a tropezar con la misma materia huidiza contra la
que he intentado luchar inútilmente desde que el mundo se me ha
convertido en un espejo ciego.
Hasta entonces me doy cuenta de que he caído en una trampa
y, convencido ya de que nadie ha de venir a salvarme, me pongo a
caminar por mi celda como el tigre de López Velarde. Días, meses,
años… ¿Quién puede medir la eternidad?

44 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


LOS RUMORES

D esde que era muy pequeña me gustaba escu-


char historias. Toda clase de historias. Desde
las que oía de labios de mi hermana mayor y que eran las más co-
munes que se hace escuchar a los niños, hasta las que nos conta-
ban mi nana y mi abuela, que tenían un nutrido arsenal de sucesos
para narrar, falsos o verdaderos.
Mi nana era una mujer indígena que se agregó a la pareja que
formaban mis padres en el puerto de Tampico. Nunca supe cuál
era su verdadera edad, porque tenía la edad del tiempo. Su pelo
negrísimo apretado en una sola trenza que dejaba caer sobre la es­
palda, la nariz semita que se encuentra en algunos indios tarahu­
maras, y una mirada penetrante que siempre se las arreglaba pa­ra
ver hasta el fondo de mi alma de niña. Era alta y delgada como un
poste, y siempre la vi ataviada con unas faldas amplísimas y blusas
alforzadas de una limpieza recalcitrante. Mi abuela, en cam­bio, era
una mujer sucia y gorda, casi monumental, por la que nun­ca sentí
afecto. Tal vez porque en las noches se complacía en asustamos, a
mi hermana y a mí, contándonos historias de almas en pena e hi-
jos pecadores a los que Dios castigaba sin remedio ni apelación. Y
porque a veces... pues porque a veces se emborrachaba con cerve-
za y otras bebidas que ingería subrepticiamente, perdiendo el de-
coro. Algunos vecinos decían que era bruja, y un día me di cuenta
de que se masturbaba después de apagar la luz del cuarto donde
se dormía.
Más tarde, cuando mi hermana y yo tuvimos edad para ele-
gir nuestras propias compañeras de juegos, nos hicimos amigas de
una muchacha mayor que nosotras, que nos cantaba canciones e
inventaba historias, en nuestro honor, de jóvenes enamoradas que
nunca eran correspondidas y agonizaban de despecho o desolación.
Ella misma protagonizó algunos años después una historia se­me­
jante a las que narraba, enamorada de un hombre casado que la
abandonó. Se suicidó con estricnina. Se llamaba Carlota y nunca
pude olvidarla. Su rostro inmisericorde, como el de todos los sui-

Beatriz Quiñones Ríos| 45


cidas, rodeado de guirnaldas de claveles como oscuras manchas
de sangre.
Pero para entonces yo ya estaba en la escuela y tenía a mi alcan-
ce todas las historias que ofrecían los libros de lectura. Algunas
me atemorizaban. Como la del niño que cuando le llamaban para
que hiciera cualquier cosa contestaba invariablemente: ¡Ya voy! Y
luego, cuando se perdió en el bosque y esperaba ser rescatado por
algunos de sus padres o hermanos, solamente escuchaba voces de
hombres y mujeres que gritaban: ¡Ya voy! ¡Ya voy! Otras, por su la-
do, me intrigaban. Como la historia donde el enamorado caballero
le dice a la amada, al pie de su balcón: «¡Ruipinoche! iRuipinoche!
Echa tus cabellos y en la alta noche subiré por ellos».
Después llegaron a mis manos otro tipo de historias: Madame
Bovary, La Dama de las Camelias, El Conde de Montecristo, Sa-
rrasine, La Duquesa de Langeais. Había tomado la costumbre de
pasar muchas horas leyendo, trepada en un enorme magnolio que
había en el patio de la casa o echada sobre la cama que compar-
tía con mi hermana por las noches. En una o en otro, las historias
que leía en los libros me servían para fugarme de la realidad. Ese
espeso tejido de hechos cotidianos y siempre llenos de agudas aris-
tas que escapan a tu control, que no puedes cambiar o pulir a tu
antojo: Las manos ávidas de mi padre cubriendo mis senos púbe-
res o rodeando mi cintura a escondidas de todo el mundo, entre
las sombras de la noche... La sonrisa concupiscente de mi abuela,
después de haber ingerido varias cervezas, entonando coplas obs-
cenas... El cadáver de mi nana indígena, cuyo vientre se iba hin-
chando más y más, hasta que una vecina le puso varias planchas
de hierro encima… Y, finalmente, unos cuantos meses después,
la orfandad y la pobreza más degradante, cuando mi padre murió
asesinado, en un pueblo del norte del estado, y mi madre hubo de
sacarnos, ella sola, a flote.
Fue en esa época cuando me llegó el turno de escribir mis pro-
pias historias, creando un mundo de mi propiedad, donde los per-
sonajes eran buenos o malos, dichosos o desgraciados, a mi entera
voluntad.
Primero eran simples anécdotas de hechos sucedidos que me
llegaban muy de cerca y que escribía en algún cuaderno de rayas

46 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


de los que utilizaba para hacer mis tareas. La muerte de nuestro
perro Sultán bajo las balas que le disparó un policía, con el pretex-
to de que tenía la rabia. El adiós a una maestra que quise mucho.
Mi entrada en la escuela preparatoria.
En ocasiones eran historias inventadas por mí, de principio a
fin, en las que había siempre animales fabulosos. Grifos, unicor-
nios, dragones, seres alados con los cabellos entrelazados de ser-
pientes como las Erinias, que castigaron a Orestes, el matricida,
volviéndolo loco… Endriagos y sirenas. Y otras; historias donde las
damas eran fervorosamente amadas, como en las novelas de ca­
ba­llerías, y nadie les tocaba los senos con sus manos pringadas de
mugre.
O bien, historias de adolescentes como Dafnis y Cloé, que se
amaban mucho y eran separados por alguna circunstancia sólo para
volver a reunirse algún tiempo después, amándose más que nun­
ca. Leía o escribía a cualquier hora del día o de la noche, provo-
cando la desazón de mi hermana que se quejaba continuamente
de que hablaba sola y no la dejaba dormir, y muchas veces vi los
ojos de mi madre, clavados en mí, premonitorios, mientras escribía
o soñaba historias despierta.
Quizá fue ese el principio del odio contra mí que se despertó
en mi hermana y que me manifestaba en todo momento y de to-
das las maneras posibles. Escondiéndome la escasa comida que
había en la cocina, rasgándome algunas prendas de vestir para ne-
gar des­pués su participación en el desaguisado, despertándome en
aque­llos breves momentos en que lograba dormir para contarme
historias de terror que me hacían gritar de miedo, y fingiendo dor-
mir profundamente cuando mi madre acudía en mi auxilio, con
tales visos de verdad que aún ahora, cuando escribo estas líneas,
me pregunto si lo que estoy escribiendo no es otra historia más in­
ventada por mí.
Por ese mismo tiempo, mientras yo dudaba quién tenía la razón
entre mi hermana y yo, empezaron a mezclarse varias voces en mi
conciencia, de tal modo que ya no era una sola la que yo escucha­
ba, ni una sola historia la que me contaba a mí misma, sino mu-
chas voces y muchas historias a la vez, que se hacían presentes en
aquella parte de mi ser donde otrora me solazaba con mis persona-

Beatriz Quiñones Ríos| 47


jes, las pasiones que los animaban y el entrelazamiento de sus vi-
das y destinos, con un orden que empezaba a echar de menos con
la angustia más viva.
Otras veces, en cambio, eran tantas las voces que se confun-
dían entre sí que yo ya no oía más que rumores, puros murmullos
de bocas que musitaban como si rezasen, llenándome de un pavor
tan grande que me hacía prorrumpir en gritos, pidiendo una tre-
gua.
Un día supe que ya no iba a clases porque los médicos lo habían
prohibido y que la gente de la calle ya no quería pasar delante de
nuestra casa porque les daba miedo todo lo que se escuchaba den-
tro de ella. ¿Los rumores? ¿La hidra de siete cabezas y otras tantas
bocas que me contaban siete historias distintas con el mismo nú-
mero de voces, ninguna igual a la otra? Entonces fue cuando mu-
rió mi madre llevándose mi única esperanza de salvación.
Así que aquí estoy, completamente librada a la hermana que me
odia, y que se empeña por todos los medios posibles en llenarme la
cabeza de estos rumores que me recorren toda como un agua sub-
terránea o la hedionda baba de un reptil monstruoso. Pues ahora
sólo de cuando en cuando consigo escuchar una sola voz, hilar una
pequeña historia, identificar un personaje entre esta multitud de
rostros que me rodea, haciéndome muecas, y todo se me va en gri-
tar llamando a mis muertos para ver si logro reconquistarme: Mi
madre, la dama de los largos cabellos con su caballero enamorado
al pie del balcón. Carlota y sus rojos claveles de sangre coagulada.
Mi nana. La abuela que nunca quise, pero sobre todo el niño per-
dido en el bosque que gritaba: ¡Ya voy! Y al que nadie viene a sal-
var, sentado ahí en su roca de granito.
La única esperanza que me mantiene viva es que mi hermana
me dijo ayer que ha encontrado un sitio para mí, donde no habrá
más rumores que se arrastren por mi cabeza y me llenen los oídos
con su baba de reptil, sino que estaré rodeada de notables persona-
lidades que me contarán muchas historias, una detrás de otra. So-
lamente tengo que dejarme conducir por los hombres vestidos de
blanco que vendrán a llevarme, sin oponer resistencia... Creo que
ahí llegan. ¡Sí! ¡Sí! Oigo perfectamente la puerta de la calle que se
abre y la voz de mi hermana dándoles mi nombre, mi edad... ¡Son

48 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


ellos! ¡Ellos! Ahora descorren el cerrojo de este cuarto donde me
han confinado desde hace días... Ahora abren la puerta... ¡Aquí es­
tán ya!

Beatriz Quiñones Ríos| 49


EX TENDER ÁS LA M ANO

E xtenderás la mano, con mal disimulada impa-


ciencia, y darás vuelta al botón de radio, aho-
gando la voz de un locutor demasiado estridente.
Te moverás sobre el piso del cuarto, ese cuarto con las persia-
nas bajas, que huele a humo de cigarrillos y a cuerpos humanos, e
irás hasta la ventana, observando hacia la calle sin hacerte notar.
Te quedarás un momento mirando los coches que pasan, el taller
de enfrente donde desde hace días no trabaja nadie quién sabe por
qué, y luego regresarás al sillón, en el que has permanecido la últi-
ma media hora, y te abandonarás, sin defenderte ya de la angustia
en que te has dejado atrapar, mientras esperas, como otras veces,
a que los demás lleguen para llevarte con ellos.
Pensarás, sintiéndote de pronto a una gran distancia de esta
mu­chacha que espera, cargada de malos presagios y crueles pre-
moniciones, que deberías estar en otro sitio, otro lugar con árboles
y pájaros, desnudos tú y Enrique, como aquella mañana que des-
pertaron juntos, en su departamento, y tú te pusiste a freír salchi-
chas y huevos, después de hacer el amor por tercera vez, con la
im­pericia de dos adolescentes (el mismo acto que todavía te hace
sentir como si volvieras a nacer, saliendo de una matriz nunca ex­
hausta), y después de comer pantagruélicas cantidades de pan tos-
tado, se dedicaron a releer el «¿Qué hacer?», buscando un camino,
pero sabiendo que ya lo habían encontrado. Entonces, recordarás,
se inició para ambos toda una serie de entrevistas furtivas, a la
salida de clases, con un temor que tú no lograbas superar del to-
do, hasta que los brazos de Enrique te ceñían, transmitiéndote la
fuerza que necesitabas para romper con las últimas ataduras que
te ligaban a tu vida de estudiante en el Deefe, pensionista en una
casa de huéspedes, donde compartías el cuarto con una muchacha
que siempre se negó a entrar en la onda. En tu onda.
Recordarás también las largas conversaciones de aquella época,
sostenidas con ánimo exaltado, en todos los sitios a los que concu-
rrían solos Enrique y tú; la librería del Metro, el café, alguna de
aquellas exposiciones que solían visitar los sábados por la tarde, y

50 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


durante las noches interminables en que yacían juntos, aplacada
la fiebre de sus cuerpos y sintiendo que la palabra «revolución»
tenía el mismo sabor que los labios del uno sobre el otro, mientras
el tocadiscos automático repetía hasta el cansancio las suites de
Khachaturian que te regaló Enrique el día en que ambos se com-
prometieron a vivir juntos.
Recorrerás uno a uno, como los capítulos de una novela, los
die­cinueve meses de tu vida en común con Enrique, esa vida de
sobresaltos y ocultamientos en las que has encontrado, no obstan­
te, una plenitud que jamás llegaste a sospechar siquiera cuando
so­ñabas con encontrar tu pareja a la que llamabas entonces «tu
otra mitad», fusilándote, sin saberlo, el discurso de Aristófanes en
la casa de Agatón, donde Diotima habla de la inmortalidad por bo­
ca de Sócrates.
Te detendrás un momento en aquella mañana, tan parecida a
esta otra habitada de añoranzas y recuerdos, cuando desayunaste
con tu madre en la cocina llena de humo de la casa, en el ejido de
Los Mochis, y después de algunos rodeos, le anunciaste que de­
jabas los estudios para convertirte en la compañera de Enrique y
ella se puso a llorar. A llorar con el delantal sobre los ojos, sin de­
cirte nada (solamente llorar), haciéndote sentir pequeña y misera-
ble, mientras pensabas en la madre de Pavel (la madre de Gorki),
deseando más que nunca que algún día la literatura fuera, al fin,
la maestra de la vida.
Revivirás, como en una película, las horas de adiestramiento,
cuando te preparabas para tu nueva vida, guisando en cacerolas
de fierro sobre la leña verde y humeante, como la que ardía en la
cocina de tu madre, los trozos de carne de venado, los huevos ex-
propiados a los rancheros de la sierra, la harina de los hotcakes, al
mismo tiempo que tú y Enrique iban dominando otros secretos, li-
brando las primeras batallas contra el miedo, el gran enemigo que
aprendiste a vencer solamente después de aquella larga disciplina
a la que sometiste tu mente, tu cuerpo, cada fibra de tus nervios y
tus músculos de animal joven, lanzada ya en el vértice embriaga-
dor que es ahora tu vida.
Te reconocerás en aquella muchacha quemada por el sol y el
frío de las montañas, cuando tomada de la mano de Enrique, ya
de regreso en el Deefe, se pusieron a buscar casa, como cualquier

Beatriz Quiñones Ríos| 51


pareja de recién casados, hasta que encontraron en Iztapalapa esta
donde estás ahora, echada en este sillón de crines duras, cedido
por algún compañero, como la vieja estufa de gas donde cocinan
algunas veces, y el tomo con la poesía de Miguel Hernández, que
gustas de leer sin cansarte nunca, siempre que el sueño se niega a
llegar en las noches de calma.
Recapitularás, inmersa ya totalmente en el río de los recuerdos,
tus dos primeras salidas, cuando empezaste a poner en práctica, al
lado de Enrique, todas las técnicas aprendidas en la montaña; las
formas casi instantáneas para cambiar de disfraz, transformán­dote
en ocasiones con una simple peluca de color diferente (las te­nías
negras, caoba y aquella de un rubio estrepitoso, que era la que más
odiabas, porque te hacía parecer exactamente lo que no eras), tu
voz, sin el más ligero temblor de miedo, pronunciando las palabras
clave («esto es un asalto, levante las manos»), las locas carreras em­
prendidas hasta llegar a la camioneta, con el botín completamen­te
a salvo en la bolsa de cuero, los cambios de vehículo, siempre en
coches robados, que abandonaban después en cualquier sitio, y el
ansia temerosa, a pesar de todo, con que apretabas entre tus ma-
nos, cubiertas de un sudor líquido, el arma cuyo dominio te hacía
sentirte poderosa, invencible y dueña del destino elegido por ti.
Y luego la llegada a esta misma casa, ya solos Enrique y tú; el
primer abrazo en el baño, bajo el agua de la regadera, mientras la
risa de ambos era como un agua más que descendía sobre la piel
de sus cuerpos desnudos, lavándolos de todo sentimiento de culpa,
y después los orgasmos inenarrables, que se repetían en la cama,
hasta quedar ahítos, henchidos de vida otra vez y olvidado por al­
gunas semanas más el rostro de la muerte. El imposible rostro de
tu muerte.
Repasarás, como las cuentas de un rosario (aquellos descomu-
nales rosarios que rezabas, de niña, con tu madre), las horas de es­
tudio, revisando los documentos de la Liga y las tesis de Mao, para
irse, después, como dos escolares que huyen del salón de clases, a
escuchar un concierto en la sala de Bellas Artes o a ver una bue­
na película de vaqueros; y aquellas otras, tan llenas de emociones
contradictorias, que viviste la mañana en que mataste a un hom-
bre, uno de los tres policías que los atacaron cuando repartían pro­
paganda a los trabajadores de un edificio en construcción, dicién-

52 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


dote que se parecía a tu padre (la misma cara de ídolo azteca y ojos
inescrutables, en los que nunca aprendiste a descifrar ni odio ni
amor), y luego te fuiste a Los Mochis, huyendo por primera vez del
lado de Enrique, y regresaste una semana después sintiéndote ya
y para siempre un personaje de Los Justos.
Retrocederás, igualmente, a aquel día en que un médico limpió
tu matriz de la amenaza de un hijo, y su fantasma, como el de Ban-
cquo, te persiguió por algún tiempo, hasta que te dijiste que todos
los niños del mañana en el que crees serían tus hijos.
Intentarás, ahora, enfrentarte a este insólito estado de ánimo
que te mantiene inactiva como un ama de casa perezosa, y para
combatirlo irás nuevamente hasta la ventana y mirarás hacia am-
bos lados de la calle buscando una señal, cualquier cosa que te
ha­ga volver a la realidad del momento, y te darás cuenta por fin,
de que esta mañana no se parece a ninguna otra, porque alguien
está ahí, adentro, contigo, y te mira desde hace tiempo con sus
ojos sin párpados, con una mirada sin orillas que no logras reco-
nocer, porque entonces escuchas, llegando desde fuera, el ruido
de la ca­mioneta que se detiene enfrente de la casa, y el agudo sil­
bido de Enrique que te atraviesa el tímpano y todos los múscu­
los de tu cuer­po, como otros tantos resortes, te impulsarán a sa-
lir corrien­do, a cerrar la puerta de golpe, a trepar a la camioneta
yéndote a la parte de atrás, donde te espera tu arma y la maleta de
costumbre, con las ropas para el disfraz, y a mirar por última vez la
cortina cerrada del taller, donde desde hace días no trabaja nadie
por alguna razón que no alcanzas a explicarte, quién sabe por qué.
Iniciarás, así, con Enrique y los otros, un largo recorrido por las
avenidas y las calles más transitadas, sin pronunciar más que unas
cuantas palabras, sólo cuando se hacen indispensables, hasta que
Enrique señala con un gesto los dos coches que los siguen, y en-
tonces sabrás por qué estaba cerrado el taller que queda enfrente
de tu casa, pero ni siquiera tendrás tiempo de recriminarte por no
haberlo adivinado a tiempo porque ahora la camioneta y los dos
co­ches que la siguen han emprendido una loca carrera en la que
todo se vuelve confuso y las imágenes parecen girar, como en un
torbellino, donde tiempo y espacio son una sola dimensión aterra-
dora y la única cosa comprobable que existe es una sensación de
miedo que te niegas a llamar por su nombre y que, no obstante,

Beatriz Quiñones Ríos| 53


te obliga a acercarte a Enrique, buscando su mano, como si am-
bos fueran a iniciar un paso de baile, te dirás con rencor tú mis-
ma unos cuantos minutos después.
Así hasta que te das cuenta de que la camioneta ha entrado a
las avenidas con árboles de la Ciudad Universitaria y que alguien
(alguien, nunca importa quién) da la orden de detenerse y te obli-
gan a bajar, abandonando esa mano que no volverás a tocar nunca,
y mientras corres tratando de mezclarte entre los grupos de mu-
chachos y muchachas que caminan hacia algún sitio que descono-
ces, escucharás los primeros disparos en ráfaga de las metralletas
y verás caer a uno de tus compañeros y a un desconocido que ex­
tiende las manos como si pidiera ayuda. Descubrirás entonces que,
con la prisa de la huida, has abandonado tu arma, pero al ir a re­
criminarte apenas, te sientes como transportada a un mundo de
pesadilla o de locura, como en una película de Buñuel, cuando
mi­ras en tu derredor perros que corren hacia todos los rumbos, pe­
rros bien nutridos y acicalados con moños y collares, mujeres que
gritan antes de caer desmayadas sobre el pasto, sillas que se hacen
añicos, mesas que se derrumban con un estrépito que no consi-
guen ahogar, sin embargo, el ruido de los disparos y los gritos de la
gente que huye. (Los periódicos informarán, al día siguiente, so-
bre «el celo que demostró la policía al continuar la cacería en los
terrenos de la Ciudad Universitaria, a pesar de la exposición ca­
nina que se llevaba a efecto en ese lugar»). Pero entre tanto, tú se-
guirás corriendo, corriendo, sin saber ya nada de Enrique ni de los
otros, aunque temiendo lo peor, hasta que un golpe te derriba, una
especie de golpe seco que te agujera la espalda, al mismo tiem­po
que otros proyectiles te penetran los glúteos y las piernas, y una
oscura sensación de impotencia te impide ponerte de pie y echarte
a correr de nuevo.
Sentirás después como si nadaras en una agua espesa y sala-
da que parece salir de tu boca, esa ola que te empieza a llevar a
algún lejano lugar cubierto de brumas, donde es inútil que bus-
ques a al­guien, porque sólo yo estoy contigo, en este último mo-
mento de lu­cidez en el que te preguntas, con la misma actitud de
inocente desafío, qué fue de tu lucha abierta conmigo, en la que
optaste siem­pre por la vida; si me has vencido… Y cuando pienso
en aque­llos abrazos, en que los labios de Enrique tenían sobre los

54 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


tuyos el mismo sabor que las salchichas y la palabra «revolución»,
te respondo que sí, que ambos han triunfado sobre mí.
Entonces, solamente hasta entonces, te reclinarás en mi amplio
regazo, como en el de una madre, y una legión de ángeles con ba-
yonetas y granadas en las manos te saludará antes de que se abran
para ti las puertas de la eternidad.

Beatriz Quiñones Ríos| 55


CUENTO

Para contarlo a mi hijo, cuando sea


mayor, una Noche Buena.

trañablemente.
H abía una vez una paloma blanca, muy bella,
que tenía un hijito palomo al que amaba en-

Aquella paloma y su palomito tenían su casita entre las tablas


de una cómoda destartalada, que habían dejado abandonada cerca
de la tapia de un corral, como un trasto viejo e inútil. Sin embargo,
esta casita era la más bella de cuantas casas de palomos haya habi-
do en el mundo, porque había sido arreglada con primor y elegan-
cia por aquella madre para que su hijito viviera contento en ella.
Como era un poco artista y tenía un gusto exquisito, había hecho
de su casita una pequeña gruta encantada donde el palomito vivía
como un príncipe en su palacio.
Los mejores granos de trigo, las más ricas semillas, las más ju-
gosas hojitas de grama, las más claras gotitas de agua… eran para
el palomito. El más blando plumón del nido, el más caliente y el
más abrigado lugar, eran también para él. En fin, nuestro palomito
era el amo y el rey de la casa.
Aquel día, víspera de la Navidad, había estado soplando un fuer­
te viento helado, que hendía las carnes como la hoja fina de un
puñal. En algunas ocasiones, flotaban en el aire las albas plumitas
de la nieve, como diminutas bailarinas blancas en una danza lenta
y acompasada.
Nuestra paloma, aquel día, había tenido que penetrar volando,
por el agujero de un vidrio roto, hasta la cocina de una casa donde
había encontrado algunas semillitas olvidadas en un rincón.
Cuando estaba recogiendo con su piquito algunas de ellas, lle-
gó hasta sus oídos, una voz melodiosa de mujer que hablaba de re­
galos de Navidad para los niños buenos.
–A Jorgito, como se ha portado bien durante todo el año y ha
obtenido buenas notas en la escuela, le he comprado este precioso

56 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


tren eléctrico; a Lina, una bella muñeca de ojos azules y pelo de
oro pálido; a Lulú, la casa de muñecas; a Pepe...
La palomita se quedó asombrada. ¡Cómo! ¿Había que hacer re­
galos a los hijos buenos el día de la Navidad? ¡Su palomito era tan
bueno y tan bello, y ella, que nunca olvidaba nada, ni el detalle
más insignificante que pudiera contribuir a su felicidad, ignoraba
que en ese día o mejor dicho, en esa noche, las mamás colmaban
de regalos a sus hijitos buenos!
Esa ignorancia era imperdonable…
¡Había que pensar en un regalo único, maravilloso, digno de
ser ofrecido en una Noche Buena, y digno de un palomito como
el de ella!
¿Qué regalar…? ¿A qué país encantado y fantástico acudir para
encontrar el objeto de rara belleza que debería ser el regalo capaz
de satisfacer su infinito amor de madre?
La paloma blanca hurgaba en su pensamiento con ahínco, es-
trujándolo, sacudiéndolo, volviéndolo de revés para encontrar en él
la forma más hermosa de regalar a su hijo…
Y pensando, pensando, la sorprendió la noche, que había llega-
do silenciosamente envolviendo las cosas en su manto negro.
¿Habéis visto brillar las estrellas, como pequeñas y lejanas flo-
res de luz, en una noche de invierno? ¿Habéis sabido comprender
la belleza serena y majestuosa, dulce y conmovedora, de las estre-
llas de una noche fría y despejada?
Así era aquella noche de Navidad en que nuestra palomita bus-
caba en su cabeza –pensamiento alado– el regalo de Noche Buena
para su hijito palomo.
Como ya hemos dicho que era un poco artista, y como artista,
un poco romántica, ella era vieja amiga y vieja enamorada tal vez,
de aquellos puntos luminosos prendidos en la oscuridad de la no-
che como pétalos diáfanos e impalpables, de plantas florecidas en
el jardín del buen Dios. ¡Y he allí, en aquellas luces pálidas y tem-
blorosas, el regalo de Navidad para su hijito palomo!
Tendría pues, que volar de prisa, muy de prisa, para llegar a
tiempo de coger una, con su pico, y regresar con ella hasta su casi-
ta para depositarla en el nido mientras su hijo duerme.
Llena de bríos, la palomita despliega, como en un absurdo reto
desigual y loco al infinito silencioso, el abanico blanco de sus alas

Beatriz Quiñones Ríos| 57


y se echa a volar elevándose más y más, hasta que es solamente un
puntito más oscuro en la inmensa oscuridad de la noche.
Pero la noche es fría, y el frío no tiene piedad de nadie, ni si-
quiera de una palomita blanca que vuela a la conquista del espacio
para cortar una estrella que regalar a su hijo en esa Noche Buena.
La palomita empieza ya a mover sus alas con dificultad, por-
que se le han entumecido con el frío de la noche, detenido en sus
mús­culos tensos. Pero la llama interior, ardiente y viva de su amor
de madre, se desparrama en un cálido chisporroteo que le calien-
ta sus pobres alas ateridas, y otra vez, vuela que vuela, vuelve a re-
montarse tan alto, que ya no es ni siquiera la más pequeña porción
del más diminuto punto en el espacio.
¡Al fin ha llegado…!
Con su piquito trémulo de fatiga y anhelo coge su estrella, su
pequeña florecita de luz, y llena de felicidad, de goce maternal an­
ticipado, regresa por los cielos, hacia su casa, donde el hijito duer­
me el sueño de la infancia y de la inconsciencia.
Pero sus alas apenas la sostienen en el aire; aunque es fuerte,
jadea ya su pecho, esponjado en un tremendo esfuerzo por llegar…
A lo lejos, con ese maravilloso sentido de orientación de las palo-
mas, adivina, presiente su casa, su pequeña casita en el agujero de
tablas de una cómoda vieja y rota.
De pronto, ¡ay!, se la ha caído la estrella, se le ha escapado su
tesoro… Y allá en el fondo, la mira brillar en un como parpadeo de
burla, entre los picos duros de una rama de espino.
Pero, superándose infinitamente a sí misma, en un supremo es­
fuerzo de victoria, haciendo violencia a sus músculos doloridos y
cansados, nuestra palomita, como una flecha, se lanza al rescate
de su estrella. Nada le importan las gotitas rojas que surgen en la
suave seda de sus plumas como encendidos rubíes, ni el dolor agu-
do y fino de su carne herida y desgarrada.
Otra vez, con su estrella en el pico, vuelve a emprender el vuelo
jadeando, agotándose a sí misma, hasta que llega, en un enorme
triunfo sobre su pobre cuerpo débil y pequeño, a su casita abriga-
da y limpia donde el hijo palomo duerme con su sueño de inefable
transparencia, que es el sueño de los niños. ¡Qué palomito más
feliz y qué paloma más dichosa hubo en aquella casita, cuando el
sol del nuevo día alumbró con sus rayos las casas de la ciudad!

58 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


Aquella mañana de Navidad muchos niños, los niños de todas
las ciudades, ricos o pobres, y un palomito, el palomo de nuestro
cuento, fueron felices como los regalos de sus madrecitas…
Pasaron los días y el palomito crecía, y creciendo se hacía vani-
doso y tonto. El mayor motivo de orgullo era su estrella… ¡Ved ahí!
¡Nada menos que una estrella!
¡Nadie, nadie podía ufanarse de un tesoro semejante!
La misma admiración de los que conocían este hecho inaudito
y maravilloso le habían envanecido llenándole de una soberbia fría
y presuntuosa. Se creía el palomo más fantástico y más valioso del
mundo… el más bello y el más rico… el mejor.
Todo era pequeño cerca de él: su casa, sus amiguitos antiguos,
y hasta la paloma blanca, su madre, la parecía fea e insignificante
para ser madre de un palomo que era dueño de una estrella.
La palomita empezaba a arrepentirse de su regalo y sufría tanto
que cada día perdía una plumita, como cada día pierden una lágri-
ma las madres que sufren…
Un día el palomito se enamoró de una bellísima paloma color
ocre con un enhiesto penacho de plumas en la cabeza.
Aquella paloma, si bien era bella y distinguida, era egoísta, cruel,
interesada.
Lo que más le atraía de nuestro palomito era el maravilloso e
inconcebible tesoro de su estrella.
La palomita blanca sufría en silencio, sin atreverse a contrade-
cir la inclinación de su hijo palomo por temor a disgustarle. Por
fin… se casaron. En su nueva casa, en el sitio de honor, como el
objeto de más valor y el más querido, estaba la estrellita blanca y
brillante como nunca. La infeliz paloma mamá hubo de quedar-
se sola en su casita, que ya no fue más la gruta encantada de un
prín­cipe, sino el agujero oscuro y silencioso de una paloma triste…
Pero he aquí, que un día, un aciago día, la estrella fue robada
de su sitio de honor… ¿Quién la había robado?
Algunos sospecharon que había sido el horroroso mochuelo, que
con sus ojos ciegos tenía celos de toda claridad… y la paloma, la
egoísta y cruel paloma esposa del palomito vanidoso e ingrato de
este cuento, se fue volando y ya no volvió más.

Beatriz Quiñones Ríos| 59


¡Cuánto sufrió el pobre palomo abandonado! Sin embargo, no
estaba tan solo, porque en medio de su desventura, recordó a su
madre y acudió a ella.
La paloma mamá lo recibió con las alas abiertas, y silenciando
valerosamente todos sus reproches, lo volvió a cuidar y a querer
co­mo antes.
Sin embargo, el palomo no volvió a ser feliz, y la madre no sabía
qué era lo que su hijo añoraba más: si la estrella robada o la palo-
ma que había huido…
Pasaron los días, uno tras otro, iguales todos, hasta que un ta-
ñer argentino de campanas y una inefable alegría diluida en el aire
como la esencia de un perfume, recordaba otra vez el nacimiento
de un Dios-Niño, acaecido hace muchos años, entre la turba de
una humanidad loca y ciega.
Y he allí que la paloma –la paloma madre de este cuento– aun-
que su hijo no era ya el pequeño palomo bueno, el palomo niño de
otros días, sino un palomo crecido, malo y desgraciado, haciendo
acopio de ternura, de valor y de sacrificio, se lanzó otra vez con
sus alas abiertas, hacia el espacio frío, hosco, sañudo, a la captura
–¡tan dura y cruenta!– de una nueva estrella que ofrecer a su hijo
como regalo de Navidad.

60 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


EL CASTILLO

P arecía realmente un castillo visto desde afue-


ra. Con sus dos torreones flanqueando la puer-
ta del frente y dándole ese aspecto de fortaleza inconfundible y
totalmente fuera de lugar en aquel pueblo de campesinos, risueño
y claro como las aguas del arroyo que corría entre las calles. Pero
así lo había hecho construir mi abuelo desde 1909, cuando nuestra
familia era dueña de muchas hectáreas de tierra fértil donde se
sembraba algodón y todo el mundo llamaba al sitio donde vivía el
patrón «La casa grande». En nuestro caso, haciendo honor a aque-
lla construcción de mampostería con dos patios enormes, catorce
habitaciones y una especie de muralla que la rodeaba toda, de casi
seis metros de alto, además de los dos torreones y la gran puerta
de fierro que permitía el acceso a ella, desde afuera, siempre lla-
mamos «El Castillo», aún entre nosotros, los nietos y los sobrinos
nietos de aquel abuelo terrateniente.
Naturalmente que, después de 1930 más o menos, con el repar-
to agrario, la familia Monterde, es decir nosotros, había perdi­do ya
el derecho a llamar suya toda aquella extensión de tierra que le
había pertenecido antes. Pero seguía conservando la propiedad del
Castillo en el que solíamos reunirnos todos por lo menos una vez
al año. Así que siempre había en El Castillo dos o tres cria­dos que
se encargaban de mantener todo limpio; las habitaciones se con-
servaban amuebladas con sobriedad y algunas hasta con cier­to lu-
jo, como la que había pertenecido al abuelo; y la despensa se man-
tenía perfectamente surtida en todas las épocas del año, al mo­do
campesino, o sea, con ristras de perones y de manzanas pen­dien­
tes del techo con un hilo, carne en cecina, quesos enchilados para
que se conservaran mejor, calabazas, chilacayotes, piloncillo… y
todo lo que podía necesitar una familia numerosa para alimentar-
se durante un año. Así, acostumbrados a la abundancia, habíamos
crecido todos, hasta yo que era el último vástago de los Monterde
y que no parecía tener nada en común más que aquello, con el
abuelo que mandó construir El Castillo, porque había nacido dé-
bil y enfermizo y desde muy temprano di muestras de preferir el

Beatriz Quiñones Ríos| 61


aislamiento y la soledad. Quizá por mi crónica enfermedad del pe-
cho o tal vez por una tendencia innata a vivir de las ficciones que
creaba mi mente, completamente al margen de la realidad. No era
pues extraño que, desde los dieciséis años más o menos, me dedi-
cara a escribir.
Primero fueron pequeños poemas que publiqué en revistas es­
tudiantiles y luego relatos fantásticos, de ciencia ficción, que a de­
cir verdad, no me dejaban muy satisfecho. No obstante, empe­zaba
a recibir elogios por lo que escribía y corría el riesgo de echarme a
perder. Entre tanto, había cumplido los veintiséis años, continua-
ba flaco y enfermizo como había nacido y no buscaba casi nunca
la relación con mis semejantes. Me sentía mucho mejor entre las
criaturas que creaba mi fantasía y cada vez me asilaba más de la
humanidad. Entonces me pareció que ya era tiempo de empezar a
escribir lo que yo empecé a llamar pomposamente «mi gran nove-
la», y como el ambiente de la capital nunca ha sido propicio para
la verdadera creación, aún en mi caso, que no tenía mucha vida
ni relación, decidí irme al Castillo por unos seis meses y dedicar-
me, de lleno, a escribir el tema de mi novela. Cuando se los dije
a mis padres estuvieron completamente de acuerdo en que era lo
mejor que podía hacer. En el fondo pensaban, seguramente, que
un cambio de ambiente y algunos meses respirando el buen aire
campesino, le harían un gran bien a mi salud. De manera que em­
paqué alguna ropa, varios libros, muchas cuartillas de papel en
blanco, y con mi máquina de escribir a cuestas, me fui al viejo
Castillo.
Desde que llegué me sentí ganado por aquella soledad y la cal-
ma que parecían formar parte del Castillo y después de los tres
primeros días en los que me dediqué a sentirme a mis anchas, re­
corriendo todas las habitaciones, una por una, y tendiéndome por
las mañanas en las canteras del patio a tomar el sol, empecé a es­
cribir. Pero todo lo que escribía me parecía árido, sin vida, com-
pletamente artificial. Había ideado una serie de personajes con los
que esperaba componer una trama interesante que dijera todo lo
que pensaba, y lo que intuía acerca del amor, de la lealtad, del odio
y de los celos… De todo eso, en fin, que forma la esencia de la vi-
da y de los hombres. Pero mientras en mi fantasía aquellos perso-
najes me parecían encantadores, animados de una gracia especial,

62 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


llenos de matices verdaderamente humanos, en cuanto intentaba
dejarlos sobre el papel perdían todas sus virtudes y se me conver-
tían en criaturas inánimes, muertas, sin gota de sangre, sin amor,
ni dolor. Meras sombras de sombras que nunca serían capaces de
conmover a nadie, que no lograban siquiera conmoverme a mí. De
manera que todas las cuartillas iban a dar al cesto de los papeles
y yo empezaba a dudar de que tuviera algún talento para escribir.
Mejor dicho, había llegado a la conclusión de que no tenía ningu-
no, y como nunca, comenzaba a sentir que mi vida era una de esas
existencias inútiles, secas, como un fruto helado, o vacías, como
un cántaro sin agua.
Entre tanto, habían transcurrido casi tres meses desde que yo
llegué al Castillo y ni siquiera se me había ocurrido asomarme al
pueblo. Ignoraba totalmente todo lo que sucedía en él, y como ape-
nas cambiaba algunas palabras con la familia que cuidaba del Cas-
tillo –un matrimonio y su hija de catorce años–, no me di cuenta
de nada hasta que una tarde oí muchos llantos de mujeres. Por
un instante creí que todo era producto de mi imaginación, pero
cuan­do los llantos persistieron, me levanté de la cama, me asomé
a una de las ventanas y vi unas quince personas entre hombres y
mujeres que marchaban detrás de un pequeño ataúd. Las mujeres
envueltas en sus chales y rebozos, caminando con sus pies descal­
zos que tropezaban con las piedras del camino, formaban un gru-
po realmente patético. Los hombres, por el contrario, parecían he­
chos de piedra, con sus rostros duros apenas entrevistos debajo del
sombrero ancho. Y entonces, mientras miraba, sucedió algo inau­
dito. Un hombre, un campesino joven, se inclinó, tomó una piedra
del camino y la arrojó contra la puerta del Castillo. Aquel golpe
se­co, terrible como un disparo de arma de fuego, repercutió en mi
corazón como una advertencia. Inquieto, con un desasosiego que
iba aumentando por minutos, volví para ir en busca de Ramiro o
de su mujer para interrogarlos, pero no fue necesario, ellos tam-
bién miraban lo que sucedía afuera, muy cerca de mí.
–¿Qué sucede? –pregunté– ¿Por qué han arrojado esa piedra
contra la puerta del Castillo? ¡Contesten!
Ramiro y su mujer bajaron la cabeza sin atreverse a decir pala-
bra, como si tuvieran miedo de descubrir ante mí la verdad. Pero

Beatriz Quiñones Ríos| 63


yo no estaba dispuesto a conformarme con aquel silencio cómpli-
ce, así que insistí:
–¿De dónde ha salido ese odio a este Castillo? Vamos, díganlo
de una vez. Díganme a quién llevan a enterrar ahí…
–A un niño que murió anoche «–» se atrevió a contestar Ra-
miro por fin.
–¿De qué murió? –volví a preguntar, temiendo, sin saber por
qué, la respuesta.
–De hambre –dijo Ramiro con voz ronca, se bajó el ala del som-
brero para que no lo viera llorar y prosiguió–: Este año la sequía
ha sido la peor de todas. No se dieron más que jilotes en las mil-
pas, y la gente, para poder vivir, tiene que salir a buscar quelites
al cam­po…
No pudo continuar. Pero ya no hacía falta, había comprendido
todo y una ola de vergüenza empezaba a subir desde el fondo de
mi ser haciéndome enrojecer hasta la raíz de los cabellos. Pero ya
sabía lo que tenía que hacer.
–Ve al pueblo y diles que vengan aquí, Ramiro –dije con voz
ahogada. En las bodegas hay comida para mucho tiempo…
Cuando los primeros campesinos empezaron a llegar y mien-
tras llenaban de frutas y carne sus bolsas y sus canastas, sentí que
al abrirles la puerta del Castillo para que entraran, se habían de-
rrumbado los muros de la fortaleza de miedo, amargura y rencor
que lo habían rodeado siempre, como cárcel maldita, y sentí que
yo mismo, todo entero, era como un castillo que acababa de abrir
sus puertas al amor… la sustancia de que están hechos todos los
sueños del hombre. La sustancia de la que se hace todo gran es-
critor.

64 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


ANDÁ BA MOS
V I V IENDO DE RENTADO

G uadalupe Mendoza llegó a la vecindad, como


todas las tardes en los dos últimos meses, con
un Padrenuestro en la boca. Entró casi sin hacerse notar, fue has-
ta su cuarto –el último en la larga fila de la vivienda– y, luego de
abrir el candado y la puerta, siguió hasta el fondo de la habitación
y se acuclilló frente al brasero para hacer lumbre.
Guadalupe reacomodó los trozos de carbón apagados que esta­
ban sobre el brasero, hasta formar una pequeña circunferencia.
En­cendió dos palos de ocote y, después de ponerlos exactamente
en el centro de la rueda, cubrió la llama con nuevos trozos del mis­
mo material que extrajo de una bolsa. El humo que despedía el
ocote estuvo a punto de hacerla toser pero, sin darle importancia
a aquel conato de ahogo, se encaminó nuevamente hacia la puer-
ta, la entrecerró, pasó de largo frente al brasero y fue a tenderse
sobre la cama.
Una vez tendida cuan larga era, y mientras se aflojaba los lazos
del delantal, Guadalupe volvió a sentir el mismo nudo en el cora-
zón que apenas la dejaba respirar desde que le habían pedido que
desalojara el cuarto.
Estoy segura de que ora sí vendrá el mismo don Cástulo, mas-
culló entre dientes, buscando una nueva disculpa para evitar el
lan­zamiento por lo menos otra semana. El martes le había dicho a
la mujer que cobraba las rentas que la esperaran «por favor», mien-
tras Chuy, su muchacho, lograba vender las dos rejas de aguacate
que había tomado al fiado en el Mercado de Abastos. Pero las rejas
todavía estaban ahí, en el rincón, con más de la mitad de fruta
y, entre su sueldo y lo que Chuy había logrado reunir, solamen-
te tenían quinientos pesos. ¿De dónde iban a sacar los otros mil
quinientos que les faltaban para pagar los tres meses de renta que
debían, si Pancho no tenía trabajo?
El carbón empezó a chisporrotear, llenando el cuarto de un dé­
bil resplandor que no lograba romper del todo la oscuridad de que
se iban cubriendo las paredes descascaradas y el techo lleno de

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manchas dejadas por las goteras. Pero Guadalupe no se movía.
Cualquiera habría dicho que dormía si no fuera por los ojos abier-
tos, hondos como agujeros, que tenía clavados en un lugar muy le­
jos de ahí.
Ni modo de seguir en el rancho donde ya no nos alcanza para
nada. Y luego con eso de que Chuy, mi muchacho (repitió mental-
mente mi muchacho, enfatizando el mi como si en esa partícula
tan gastada estuviera el motor de todas sus decisiones), quería ha-
cer la secundaria. A más que entonces fue cuando le vino el mal
de piedra a Pancho, y ya no pudo atender la labor de donde sacá-
bamos para ir tirando un día sí y el otro también. Así que tuvimos
que vender la casita y venirnos acá nada más a dar lástimas…
Porque aquí, prosiguió Guadalupe en aquel breve recuento de
su largo viacrucis, le había hecho olvidarse de la lumbre ardien-
do ya en el brasero, de las seis docenas de ropa que acababa de
planchar en el Fraccionamiento Jardines, y hasta del hambre que
sentía cuando tomó el camión para volver a la vecindad. Nada de
nada, repitió, porque no es vida eso de andar buscando siempre
dónde meterse para que cada dos o tres meses le pidan a uno el
cuarto, le digan que la renta ya subió o le estén tocando la puerta
para cobrársela, aunque uno les haya dicho que la esperen otro rato.
Afuera un golpe dado en la puerta la obligó a interrumpir el
curso de sus pensamientos y a ponerse rápidamente de pie, sin-
tiendo más que nunca que el aire se le adelgazaba en la garganta
como si una mano tirara de él. De todos modos Guadalupe fue a
abrir, segura ya de que solamente desapareciendo del mundo po-
dría dejar de enfrentarse a don Cástulo, ese día u otro cualquiera.
Usté dirá, don Cástulo, dijo, y se quedó esperando con la mis-
ma paciencia con que había aprendido a esperarlo todo desde que
andaban rodando por ahí, de una a otra vecindad.
Pues que hoy mismo se salen, que ya estuvo bien de que me
estén viendo la cara de pendejo, y que pueden irse sin pagar, no-
más dejándome el ropero. Estas fueron solamente algunas de las
frases que Guadalupe retuvo en su memoria cuando don Cástulo
se hubo ido, después de arrojar un escupitajo sobre el suelo. Un
gran escupitajo amarillo que Guadalupe se quedó mirando como
atontada y que un perro, de los muchos que había en la vecindad,
se puso a lamer golosamente.

66 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


Guadalupe había guardado silencio durante todo el tiempo que
don Cástulo permaneció hablando con ella, mientras fumaba uno
de aquellos cigarros malolientes que todos los inquilinos habían
aprendido a detestar, y cuyo humo quedó flotando en el aire des-
pués de que se fue arrastrando los pies llenos de juanetes. Pero
aho­ra se había ido. Guadalupe sintió que le habían quitado un pe­
so de encima. Total, si las cosas ya no tenían remedio, se dijo, me-
jor era ir a hacer un poco de café y buscar alguna cosa para cenar.
De pronto toda el hambre que había empezado a acosarla desde
que subió al camión se había hecho presente de nueva cuenta, y
era preciso saciarla. Hurgó pues entre las cazuelas hasta dar con
las sobras del día anterior, y luego de hervir el agua para el café, va-
ció el polvo de un frasco y se sentó a beberlo, llevándose de cuando
en cuando algunas cucharadas de sopa a la boca.
Cuando Guadalupe estaba por terminar su cena, siempre a os-
curas, entró Pancho yendo inmediatamente a encender la luz.
Y ora, ¿por qué todo apagado?, preguntó al tiempo que el cuarto
se llenaba de reflejos luminosos que fueron a alumbrar a una Gua-
dalupe sentada junto al brasero y con la cara vuelta hacia la pared.
Aquí estuvo don Cástulo, dijo Guadalupe a manera de respues-
ta y sin cambiar de postura, y yo creo que ora sí es de verdad. De
modo que tendremos que ir a hablar otra vez con doña Enedina,
continuó con voz opaca, como si saliera de una olla vacía, a ver si
nos deja el mismo rinconcito de siempre mientras conseguimos
otro cuarto. Guadalupe se había puesto de pie, enfrentando por fin
a su marido para concluir, bajando la voz hasta convertirla casi en
un susurro: no le hace que tengamos que dejarle el ropero.
Pancho había ido a echarse sobre la cama y desde ahí escucha-
ba a Guadalupe, pensando cuidadosamente cada palabra de las
que iba diciendo. Pero, cuando escuchó la palabra ropero, irguió
el torso y volteó a ver el mueble y luego a su mujer, como si aca-
bara de surgir entre ambos, ahí mismo, frente a él, una relación
ominosa cuyo verdadero sentido se iba abriendo paso lento, pero
seguramente.
El ropero, quiso explicar Guadalupe aclarándose la garganta con
un trago del jarro que mantenía en la mano, pos yo creo que, a fin
de cuentas, ni nos hace mucha falta, para lo poco que tenemos que
guardar en él. Y como lo más difícil ya está dicho, Guadalupe no

Beatriz Quiñones Ríos| 67


tuvo demasiados reparos para añadir, don Cástulo nos dio de aquí
a mañana para abandonar el cuarto.
El ropero, trató de argumentar Pancho pero Guadalupe le ata-
jó, concluyendo apresuradamente para detener al cólera que veía
surgir en su marido: El ropero nos costó más de cuatro mil pesos,
ya lo sé, pero ni modo de irnos sin pagar, con la mula que es don
Cástulo.
Esta vez Pancho guardó un silencio empecinado, convencido
de que Guadalupe había dicho la verdad. Una verdad tan grande
que ni siquiera valía la pena refutar, pues él también había tenido
que enfrentarse algunas veces con aquel viejo de humor agrio que
parecía odiar a todos sus inquilinos, al mundo en general. Apar­te
de que si lo pensaba bien, continuó Pancho una vez lanzado en
el tobogán de sus reflexiones, en aquella pausa que había queda­
do como detenida en el aire cuando Guadalupe dejó de ha­blar,
no solamente era don Cástulo, sino también doña Brígida y doña
Tomasa, y antes don Cleto el prestamista y don Eustaquio, y to-
da aquella serie, en fin, de hombres y mujeres cuyos rostros se le
aparecían en aquel momento como formando parte de una larga
cadena que se cernía sobre él como la soga sobre un condenado a
muerte. Rostros sin ningún sentimiento de piedad, llenos de codicia,
pos­tulados de odio y avidez, vociferantes, exigiendo siempre más
dinero o amenazando con el juicio de desahucio, el lanzamien­to,
la cárcel… Entonces, como el que está a punto de caer y busca al­
go para asirse, una saliente sobre el muro más cercano, un trozo
de alambre colgando de cualquier clavo, la mano de un descono-
cido que se le tiende desde algún sitio, recordó lo que había di-
cho Abundio Mijares aquella mañana: Eran dos muchachos, don
Pancho, y una chava güerita que hablaba hasta por los codos, diz-
que activistas dijo alguien, porque se veía que sabían muy bien lo
que estaban hilando, y hablaban de invadir, esa era la palabra que
mentaban a cada rato, de plantarnos de esos terrenos que son del
gobierno, digo yo, o de uno de esos ricotes que tienen hartas casas
en la ciudad, y agarrar nues­tro lote, porque los pobres como noso-
tros, decía la muchacha, tam­bién tenemos derecho a agenciarnos
una casa, todo es cosa de aguan­tarnos ahí mismo hasta que a las
autoridades no les quede otra que darnos un pedazo de tierra, co-
mo a los ejidatarios en los pueblos que no tienen donde sembrar,

68 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


cuantimás que nosotros lo necesitamos para tener un techo donde
cubrirnos, cuatro paredes donde vivir con nuestras familias
Un techo. Aquellas dos palabras parecían haberse incrustado en
el cerebro de don Pancho, ahora que repasaba enfebrecido lo que
había dicho Abundio Mijares y que él no estuvo dispuesto a creer
inmediatamente. Pero, ¿y si fuera de verdad? La voz de Abun­dio
continuaba ahí, dentro de su cabeza, golpeando como un martillo.
Otros ya han conseguido su lotecito, otros más aventados que
usté y que yo, don Pancho aunque yo ya decidí que ora sí me avien­
to para no andar viviendo de rentado como he vivido siempre, que
tres meses aquí y otros cuatro más allá, en veces sin tener ni donde
bañarnos ni donde hacer, con perdón de usté, lo que es una pura
necesidad. Los terrenos están por allá, muy cerca de la colonia Di-
visión del Norte, y ya hay algunas familias debajo de sus tendidos
de colchas o de una lámina de cartón, otras están levantado sus
jacalitos con tablas, con una que otra piedra que han juntado por
ahí, y otros nomás están esperando que les dé sus lotes la Organi-
zación, porque eso sí, todos tenemos que organizarnos para defen-
dernos, para hacer valer nuestros derechos.
Al llegar aquí, Pancho sintió la urgencia de tomar una deter­
mi­nación, de hacer algo que lo sacara de una vez por todas de
aque­lla especie de duermevela que lo mantenía al margen de todo
mo­v imiento, inmerso en lo que no eran más que débiles argumen-
taciones que era preciso abandonar para transformarlas en actos.
Un solo hecho, el que fuera, y por desorbitado que se le antojara
en el primer momento, sería mejor que continuar echado en la ca­
ma, mirando hacia el techo, porque no se atrevía a voltear hacia
donde estaba Guadalupe, silenciosa, ensimismada, atada a quién
sabe qué oscuros pensamientos, cuyo ámbito no iba más allá de los
límites que le marcaban sus huesos y su piel. Y no obstante, fue la
actitud de Guadalupe, aquella figura inmóvil hasta parecer piedra,
como si hubiera sido colocada en el centro de la habitación por al-
guna deidad suprema, que amenazaba con convertirlos a ambos (a
su hijo también, tal vez) en mera sustancia inanimada, simples ob-
jetos que un viento sin reposo lleva y trae a su arbitrio, lo que obli-
gó a Pancho a ponerse de pie, venciendo sus últimas re­sistencias.
Todavía no sabía exactamente lo que debería hacer paso a paso,
pero fue a plantarse frente a Guadalupe para decirle orita vengo,

Beatriz Quiñones Ríos| 69


agregando, cuando ya casi estaba para salir: así que póngase a jun-
tar las cosas porque no me tardo.
Cuando Pancho salió del cuarto, Guadalupe apenas se dio por
enterada suponiendo que, en cualquier caso, siempre le quedaría
tiempo para amontonar como fuera la ropa, los jarros y las cazue-
las, los mínimos enseres que constituían toda su hacienda. Estaba
tan hecha a aquellos éxodos súbitos y sin ningún plan previamente
establecido, que no consideró necesario obedecer inmediatamente
la orden que le dio su marido. La llegada de Chuy, empero, la hizo
abandonar aquel desgano que se había apoderado de ella en la úl-
timas horas. Buscó, pues, con los ojos, lo menos voluminoso de su
parco mobiliario y empezó a moverse de uno a otro lado, to­mando
aquello que encontraba a mano y colocándolo de cualquier modo
junto a la puerta, al tiempo que le urgía al muchacho: ándale, tene-
mos que juntar todo porque no tarda en venir tu papá por nosotros.
Y ¿ora para qué?, preguntó Chuy mientras colocaba contra la
pared la cesta con los aguacates que había salido a vender. Luego,
sin esperar respuesta, fue a asomarse a la cazuela de donde Gua-
dalupe había extraído su cena y él también se puso a comer.
Afuera la vecindad comenzaba a animarse con la llegada de los
hombres y las mujeres que volvían del trabajo. Más allá, en una de
las viviendas que daba hacia la calle, alguien puso el radio a todo
el volumen que daba y la voz de Vicente Fernández vino a sumarse
a los otros ruidos que hacían palpitar el barrio como una inmensa
criatura viva. Ya escucho de tu boda las campanaaas repicaaar,
iraaas del brazo de otro, no hay nada que explicaaar.
En tanto, Chuy continuaba engullendo lo que había encontra-
do en la cazuela, pero ya no volvió a instar a Guadalupe para que
diera respuesta a su pregunta. Por el contrario, guardaba un silen-
cio empecinado que a cada momento espesaba más, enterado ya,
por pura deducción y una larga experiencia, de lo que significaba
cada uno de los movimientos que mantenía a su madre en cons-
tante ac­tividad.
No era aquel ir y venir de Guadalupe, sin embargo, lo que ab-
sorbía realmente la atención del muchacho, sino la forma casi me-
cánica en que se movía; como si cada gesto, cada uno de los pasos
con los que cruzaba en todas las direcciones el pequeño perímetro
donde había vivido algunos meses, fueran realizados sin el menor

70 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


asomo de conciencia. Exactamente como si cada uno de aquellos
desplazamientos fueran ejecutados por su madre en esa especie de
neblina que envuelve a los que sueñan.
Entonces, sintiéndose más que nunca hijo de Guadalupe, en
aquel nuevo derrumbe de un orden que cada vez se venía más aba­
jo y se le antojaba suspendido por alfileres, se puso él también a
amontonar algunos objetos cerca de la puerta.
Guadalupe quiso decir algo, pedirle tal vez a Chuy que termi-
nara de cenar y la dejara hacer a ella algo que, por lo demás, se le
había convertido casi en un hábito. Pero cuando vio que éste no
parecía dispuesto a entablar el menor diálogo, prefirió guardar si-
lencio. Luego, como si todo el cansancio acumulado durante la se-
mana se le hiciera presente en aquel único instante, fue a hacerse
un ovillo de ropas y huesos sobre el banco que ocupaba antes de
que llegara su hijo, y desde ahí se puso a observarlo.
No sólo le llamó la atención la cara del muchacho, que se había
endurecido con un gesto de determinación que antes no tenía, si­
no que, incluso, tuvo que aceptar que su figura parecía haberse
alar­gado algunos centímetros mientras sus brazos se multiplicaban
en la misma medida en que la cama al ser desmontada, o los dos
cajones que le servían de trastero iban llenándose con los jarros
y las cazuelas se resistían a sus propósitos. Así fueron ordenados
unos junto a otros, para facilitar su transporte, los muebles y ense-
res que antes ocuparon todo el cuarto. Todos menos el ropero, que
por su habitual colocación en el rincón más cercano a la puerta
permaneció en su mismo sitio.
Terminando el acarreo, Chuy fue a sentarse junto a su madre,
sin mirarse ni una ni otro de frente, como siempre que alguna emo­
ción llegaba a cohibirlos; haciéndose sentirse más torpes que nun-
ca, se abstuvieron de hablar. Así los encontró Pancho un tiempo
después, cuando irrumpió en el cuarto acompañado de un hombre
cuya estatura pareció empequeñecerlo todo de una sola vez.
Por aquí Abundio nos va a hacer el favor de dejarnos cargar nues­
tras cosas en el camión que le prestaron, empezó a decir Pancho a
manera de explicación. Y, jadeando ligeramente al jalar de un ex-
tremo el tambor de resortes, hasta dejarlo casi por entero fue­ra de
la habitación, se detuvo un momento para agregar: así que usté, mi

Beatriz Quiñones Ríos| 71


hijo, aliviánese con el colchón que ya se nos está haciendo noche
y a la mejor no alcanzamos nada…
¿Alcanzamos qué?, preguntó Chuy mirando ora a Pancho, ora
al hombre descomunal que no había abierto la boca ni para un re­
medio; hasta que, viendo que Pancho parecía dispuesto a eludir la
respuesta, aclaró, con cierto aire de autoridad: para ir a pedir un
lote y levantar nuestro jacal.
Al oír aquellas palabras, Guadalupe se removió en su asiento lle­
na de inquietud y se aproximó más a su hijo, que se había puesto
de pie, presintiendo que algo definitivamente insólito estaba por
irrumpir en sus vidas. De todos modos, decidió esperar a que su
padre aprobara o desmintiera lo que había dicho Abundio, no obs-
tante que Pancho, sin soltar el tambor, se había detenido frente a
la puerta, pero continuaba sin decir nada. Luego, acuciado más
que por el tiempo, por aquellos dos rostros vueltos hacia él corro-
boró: sí, nuestro jacal, como todas las familias que están invadien-
do desde antier y que ya pertenecen a la Or­ga­nización.
Al llegar aquí, Pancho se detuvo, porque al pronunciar por pri­
mera vez, frente a su mujer y a su hijo la palabra or-ga-ni-z a-
ción, arrastrando cada una de sus sílabas, como quien explo­ra
un horizonte apenas vislumbrado, sintió que se apoderaba de él un
orgullo recién nacido, una inédita sensación de poder que iba ma­
terializándose en su interior, lenta pero tercamente. Al mismo tiem­
po deseó ardientemente que aquellos dos seres que le miraban ex­
pectantes, atónitos, se percataran de este estado de ánimo que por
primera vez, desde que llegó a la ciudad, le hacía mantenerse er-
guido y unido sólidamente a la tierra que pisaba.
Chuy fue el primero que percibió la transformación que acaba-
ba de operarse en su padre, luego Guadalupe, pues madre e hijo
estaban unidos de tal modo que algunas sensaciones pasaban de
uno a otro como a través de un hilo invisible. Sin embargo, todavía
no atinaban a moverse, esperando quizás alguna nueva indicación.
Así que fue Abundio, desde su altura de casi dos metros, el que
yendo hasta Guadalupe de una sola zancada y tomándola por los
hombros, le ordenó: usté vengase y súbase al camión para ir ganan-
do tiempo.
Guadalupe, bajo el imperio de aquel brazo poderoso que se aba-
tió sobre ella obligándola a separarse de Chuy, se encaminó hacia

72 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


la puerta, pero recordando algo que todavía la escocía como una
brasa, se detuvo frente a Pancho y le preguntó: y ¿el ropero?, ¿qué
vamos a hacer con el ropero?
Pancho lo pensó algunos segundos y, por un brevísimo instante,
algo le golpeó dentro del pecho como un gran puño. No obstante,
cuando al fin se decidió hablar, sus palabras se escucharon claras,
rotundas, terminantes: el ropero lo vamos a dejar aquí para que
don Cástulo se lo meta por donde yo sé que le va a caber muy bien.
Al oír aquellas frases que fueron a rebotar contra las paredes
como otras tantas piedras, Guadalupe respiró aliviada y, siempre
guiada por Abundio, aunque ya no lo necesitaba, se encaminó ha-
cia el enorme camión que esperaba en la calle, frente a la vecin-
dad. Una vez junto a él trepó de un solo impulso a la cabina, donde
alcanzó a distinguir la cara de otra mujer. Era aquella una cara
que la miró primero con desconfianza y luego con una expresión
de simpatía que apenas se hizo visible. Guadalupe, empero, logró
reconocerse en aquella mujer que esperaba pacientemente el cur-
so de los acontecimientos de los que ahora ella, su marido y su
hi­jo, iban también a ser actores y no simples comparsas. Y como
aquel que trata de recordar un gesto largamente olvidado, una am-
plia sonrisa se fue abriendo paso entre las sombras que cubrían su
rostro.

Beatriz Quiñones Ríos| 73


ANGELINA

E ran los meses caniculares del quinto año de


los estudios de Derecho. El fastidio, el sopor
de las cuatro de la tarde pesaba en el ánimo de todos. Son momen­
tos lánguidos en que maestros y alumnos se contagian con la pe-
sadez de las horas. Sí, las cuatro de la tarde. El sol reverbera aún
lejos del ocaso y hace menos de dos horas que nos paramos de la
mesa, después de la comilona del medio día.
Mi amigo E… que había llegado tarde a la clase, se sentó atrás
de mí. Algo lee el maestro y se hace el silencio. Siento la mano de
mi amigo que me toca el hombro y me dice: Te mandaron saludos.
¿Quién? ¡Lina! No entendí de momento lo que me decía y volví mi
concentrada atención a la clase.
Te dije que te mandaron saludos. Ya te oí, pero dime, ¿quién?
Lina, ya te dije. ¿Lina? No recuerdo.
La clase se termina y salimos al inmenso corredor, que comien-
za a ser invadido por la oblicua luz del sol de la tarde.
E… se me acerca y me toma del brazo; teníamos el hábito de
retirarnos al corredor opuesto, buscando la frescura del piso recién
regado; nos acompaña el resto del grupo pero E… me aparta un
poco.
¿Recuerdas quién es Lina?
No, contesto, haciendo un esfuerzo por recordar a quién perte-
necía el apreciativo. ¿Lina? No, definitivamente no.
Pues es una chamaca que trotea los veinte y pico; al llegar a la
verja, en plena banqueta, me encontré con ella. La acompañaban
otras dos chamacas. Me dijo: Oiga usted, ¿estudia aquí?
Sí, le contesté.
¿Conoce a…?
Sí, somos compañeros y ahora tenemos clase juntos, pero per-
mítame porque voy llegando tarde.
Entonces me gritó: ¡Me lo saluda!
¿De parte…?
Dígale que de Lina.
Está bien.

74 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


Y es todo; andan un poco mal «vestidillas» y huelen a pueblo.
¿Tanto te acercaste?
No, pero eso entra por los ojos y no por las narices.
El día siguiente la escena se vuelve a repetir: E… llega tarde y
me entrega el saludo de Lina.
¿Cómo es ella?, pregunto.
Ahora sí me fijé bien. Es morena clara, tirando más a clara que a
morena. Su pelo es negro y lo lleva atado con una cinta blanca más
arriba de la frente. Es de buen ver y si le añades algo de bue­na vo-
luntad, resultará guapa. Las otras dos acompañantes son más mo­
renas y no tan bonitas. Las tres se ven algo jodidas.
Me quedé intrigado. Sinceramente no recordaba a quién perte-
necía aquel nombre de sólo cuatro letras: Lina.
Pero E… siguió abundando en detalles. Vienen por esta misma
calle, indicando la que pasa por enfrente del edificio de la Escuela
de Derecho. Proceden del norte y van rumbo a la Alameda.
El siguiente día es el último de la semana escolar: viernes. El
cielo se nubla y amenaza la lluvia. Salimos de la clase de tres de
la tarde y esperamos la clase siguiente. El maestro se tarda y co-
mienza a llover. E… se desprende de nosotros. De pronto aparece
y dice: Ahí van las tres. Alguien me pregunta algo al mismo tiempo
y no escucho. E… repite: Te digo que ahora acaban de pasar. Sali-
mos de prisa y en la gran entrada del edificio nos cruzamos con el
maestro de las cuatro que en esos momentos llega. Lo saludamos
y salimos al atrio que el edificio escolar comparte con la contigua
Iglesia del Sagrario. Cuando llegamos a la verja de la calle, la llu-
via arrecia. Nos paramos en la banqueta, mirando al sur, rumbo a
la Alameda; no vimos otra cosa que personas que corren y buscan
refugio contra la lluvia. Será mañana. Pero recordamos que el sá-
bado no habrá clases. Será hasta el lunes. Corremos y llegamos al
salón cuando el maestro entra también.
Ese fin de semana hubo demasiadas cosas en qué pensar y qué
hacer y no me acordé de Lina.
El lunes siguiente estábamos «guaguariando» como cinco o seis
del grupo en el amplio y embaldosado atrio de la entrada. El maes-
tro de las cuatro, cosa rara, no vino a clase. Esperábamos el paso
del trío de amigas, una de las cuales era Lina. Pasaban los minutos
y nada ocurría. De pronto E… me dice: ¡Mira!, esa es una de ellas.

Beatriz Quiñones Ríos| 75


Corremos a la verja; la muchacha pasa, sin voltear a vernos. La al­
canzamos y la abordamos. Oye, le dice E…
¿Dónde está Lina?
Ahora no vino a trabajar, contesta la muchacha, en términos
al­go cohibidos. Está enferma.
¿Cuándo viene?, pregunta E…
¡Pos’ cuando se alivie!
¿Y cuándo se alivia?
Pos’ yo creo que pasado mañana.
Pero E… tiene porfía de inquisidor. Sigue en el interrogatorio.
Oye, dice, ¿de qué está enferma tu amiga?
¡Ay, pos de catarro y calentura! Pos’ de qué cree… y sonríe con
malicia.
Bueno, el catálogo de enfermedades es largo, dice E… como
corrigiendo cualquier mal entendido.
¿De dónde vienes?, insiste E…
Del trabajo.
¿Dónde trabajas?
Allá, dice la muchacha, señalando con un movimiento de su
ca­beza el rumbo norte de la calle. De su mano derecha pende
una bolsa de ixtle de alegres colores, con algo que está envuelto en
una servilleta.
¿En qué consiste tu trabajo? De sirvienta.
¿Cómo te llamas? Socorro.
Dime «Soco» ¿En qué trabajan Lina y tu otra amiga?
En lo mismo, contesta «Soco».
¡Ah! Dice E…, son colegas.
¿Qué?, replica Soco.
No, nada, dice E…
Oye, ¿y tu otra amiga?
Se fue al cine con su novio.
Yo permanecí como invitado de piedra en la escena; medí con
la mirada a aquella muchacha modesta, de los pies a la punta de
los pelos. Se veía humilde y su ropa comenzaba a raerse, a punta
de lavadas. En aquellos tiempos a las criadas se les daban las so-
bras de la mesa, como compensación al miserable salario que se
les pagaba. Tal vez era lo que Soco llevaba en la bolsa.

76 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


Las manecillas corrían y se acercaba la clase de las cinco, que
sería la última. Soco y yo hacemos ademán de separarnos, pero
E… es tenaz y no suelta a su presa.
Dime, Soco, ¿exactamente dónde trabajan?
Bueno, una manzana antes de llegar a la estación (se refería a
la estación del ferrocarril, que entonces y ahora, ocupa un amplio
sector del norte de la ciudad). Lina y nuestra otra amiga trabajan
en casas que «están más acá».
¿A qué hora salen? A las cuatro.
En un discreto ademán, muestro a E… el reloj, pero éste con-
sidera que su labor no ha terminado.
Dime, Soco, por último, ¿dónde viven? ¡En el Picacho! ¿Dón-
de queda eso? ¡Uuuu! Lejos de aquí… Y cerca de allá, añade E…
riéndose.
Esa semana se nos fue en blanco. Nada del trío de amigas.
Pasaba Soco sola o a veces con la otra. A veces nomás la otra.
Me dio la impresión de que Lina jugaba, en el trío, el elemento
cordial que aglutinaba a las tres.
Bueno, me dijo E… ya más o menos tienes «un retrato habla-
do» de quien te manda saludos.
Pero mi primitiva indiferencia se convierte en una acuciosa in-
quietud por saber cómo y quién era Lina, la muchacha que me
enviaba saludos. Un aire de ternura sopla con suavidad en torno a
las imágenes que comienzo a tejer en torno a Lina.
Los días veraniegos transcurren entre calores y frecuentes agua­
ceros; casi llegamos a septiembre, el mes de la Patria.
¡Por fin…!
E… y yo estamos parados en un costado del amplio atrio de la
catedral. Enfrente tenemos al trío de chamacas que, con sus bol-
sas de ixtle, pendientes de sus manos, nos sonríen, sin cohibimien-
to. E… las identificó desde dentro de la nevería que en aquellos
años se encontraba en el costado poniente de Catedral. Salimos
a la calle «a talón vivo», cruzamos el arroyo y al llegar al atrio les
«marcamos el alto».
Soco muestra su sorpresa en medio de la risa; son ellos, dice
a las otras. Se detienen. No necesito que alguien me diga cuál es
Lina. Ella misma se muestra confundida y pretende dirigir su mi-
rada hacia otra parte.

Beatriz Quiñones Ríos| 77


Yo le digo: Lina, gracias por los saludos.
¡Ah! Yo no dije nada y añade: Socorro es la de todo.
No te hagas, dice aquella, yo cómo iba a saber el nombre de
él, y cuando dice esto dirige una mirada a Lina, como diciéndole:
«No te rajes».
Lina suelta la risa y le dice: «Vas a ver».
Viste igual de humilde que sus compañeras. Sus pies van cal-
zados con unos sencillos guaraches tejidos. El óvalo de su cara re­
sulta en completa armonía con el resto de su humanidad. No tie­
nes «mal ver», digo yo para mis adentros.
E… me toma por el hombro y me aparta un poco del corrillo.
No se te vaya a ocurrir invitarlas, me dice al oído, como recor-
dándome que esas son amistades que se cultivan más allá, al otro
lado del cerco.
Volvemos con el trío. Pero ahora estoy preparado y adelantán-
dome a E… le pregunto a Lina: Muñeca, ¿dónde me conociste?
Ahí, dice ella, señalando hacia un destartalado edificio que se
localiza aún en el mismo lado poniente de Catedral, donde está la
nevería. Se rompe el misterio. Efectivamente, en ese edificio fun-
ciona la oficina de un partido político de izquierda, que en aque-
llos años juveniles era de nuestras simpatías por el estoicismo de
sus miembros. Afiliada a tal partido estaba la Federación Inquili-
naria, una organización de pobres que luchaba por defenderse de
los dueños de fincas para alquilar. Sus líderes buscaban el patroci-
nio legal, casi siempre gratuito o barato, de pasantes o avanzados
estudiantes de Derecho, para los conflictos de inquilinos. Yo me
ofrecí a prestar mis servicios a los inquilinos pobres y asistía con
frecuencia a aquella oficina cuyo local era muy grande y se trans-
formaba en salón de juntas. Allí me conoció Lina.
Ahora recuerdo, le digo, cómo no se me ocurrió antes.
Pos’ dónde pensabas, me dice.
E… dice, bueno, las veremos en otra ocasión; dándole a sus pa­
labras el tono de despedida me toma del brazo. No, le digo: te al­
canzo al rato. Se retira.
Bajo la mirada burlona de mis compañeros acompaño al trío de
chamacas a través de la amplia y enjardinada Plaza de la Consti-
tución.

78 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


Me despido de ellas en las Alamedas. Antes pregunto a Lina
cuándo la puedo ver. Ella alza su mirada por encima de las copas
de los álamos y, como haciendo un cálculo, me dice, el domingo.
¿Dónde?, pregunto. Ahí, en la Plazuela. ¿Por qué no antes? No
puedo, ya te dije que el domingo. Está bien… ¿Dónde exactamente?
Frente al cine. Desde luego que me invitarás a ver la película
del domingo. Desde luego, le reitero.

Bueno, ¿en qué quedaron? Me pregunta E… cuando estoy de


regreso.
Le digo que iremos el próximo domingo al cine.
¿A cuál?
Al de la Alameda.
Bueno, debes de «brincarle las tracas» a tiempo, de una vez pa­
ra que sepa. Después te costará más trabajo. Esas proletarias no
creas que entienden muy bien el camino de la seducción. Necesi-
tarás tirarte a matar.
No me sorprende el pragmatismo de mi amigo, ni su manera
frívola de abordar el asunto. Yo, sin embargo, comienzo a hacer de
aquello un asunto sentimental.

El domingo, desde las tres de la tarde, estoy frente al cine, en


una de las bancas del jardín. Fumo un cigarrillo tras otro, como en
la antesala de algun examen.
No me doy cuenta cuando Lina aparece. Repentinamente la veo
junto a mí, por el lado donde no la esperaba. Me saluda con su al-
ba sonrisa.
La veo con atención. Va vestida con una blusa de lana ceñida,
que dibuja sus turgencias; una falda azul también de lana, inade-
cuada para estos días de fines del verano. Sus lindas piernas llevan
ahora medias y unos modestos zapatos calzan sus pies. Su boca
muestra el tenue rubor de un lápiz labial. La misma cinta blanca
sostiene su pelo.
En el interior del cine busco, en las secciones del fondo, el lu-
gar más solitario posible. Ella tiende su mirada por entre aquella
multitud.

Beatriz Quiñones Ríos| 79


¿A quién buscas?, le digo. A Socorro y a Chayo, vienen conmigo.
Quedamos de vernos en el mismo lugar donde tú y yo nos encon-
tramos.
¿Así se llama la otra de tus amigas? ¿Chayo? Sí.
Durante la función, Lina, junto conmigo, comparte el mismo
desinterés por lo que sucede en la pantalla. Le digo que lo único
que yo quería era verla. Yo también quería verte. Nos besamos.
Siento que la oscuridad cómplice de la sala cinematográfica se
convierte en un jardín de flores. Estrecho su esbelta cintura. Lina
se entrega dócil a las caricias y noto que muestra serenidad ante
mi turbado ánimo.
¿Cuál es tu verdadero nombre?, le pregunto.
Angelina, me dice.
Es más bonito que el apreciativo. ¿Qué? Que es más bonito que
como te dicen. Es más bonito Angelina que Lina.
Sí, pero les ha de costar menos trabajo decirme Lina.
¿Crees que es por eso? Más bien es porque te quieren.
A veces dices cosas que no entiendo, me contesta.

¿Cómo te fue? Me inquiere mi amigo E…


Fuimos al cine, le contesto, sin querer entrar en detalles. (Aho-
ra traigo a Lina en mi encéfalo, en mi esencia sentimental).
Debes pisar terrenos de adentro. No te quedes afuera, insiste
E... haciendo alusión, tal vez, al círculo social que le correspondía
en nuestra sociedad a un futuro abogado.
… Y me convierto en peregrino de los barrios modestos que
están al sur de la ciudad y que conducen al Picacho. Hace años,
cuando estudiaba el bachillerato, los había recorrido en bicicleta;
estaban entonces sin pavimentar; yo era ejecutor fiscal de la Re­
caudación de Rentas. Repartía requerimientos a los causantes mo-
rosos del Ramo Industrial. Casi la mayoría eran molineros, due-
ños de herrerías, carpinteros o zapateros remendones. Los viejos
recuer­dos están presentes.
Cruzo barrios cuyas calles tienen nombres de héroes de la In-
dependencia: Morelos, Allende, Aldama, Abasolo. Aquí las fincas
aún pertenecen a lo que fue la vieja ciudad, con largas tapias des-
bordadas de mosquetas y madreselvas, que dan oportunidad al que

80 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


pasa para que corte sus flores. Luego vienen barrios nuevos, pero
humildes, algunos casi miserables. Sus calles tienen nombres de
«héroes» de la moderna disidencia. Estos son los barrios de Lina.
En una esquina, donde convergen largas bardas de adobe, exis-
ten aún en pie un mezquite y un viejo álamo, tal vez sobrevivientes
a la expansión de la zona urbana. Como no estorban, ahí se que-
daron dando algo de colorido al triste barrio. Lina vive al fondo
del solar.
Ahí «noviamos». Ella dentro del solar, cuya borda es muy baja,
yo afuera.
En ocasiones no acude a nuestra cita. Me regreso, lleno de des-
consuelo, al centro de la ciudad.
¿Por qué no viniste ayer? No pude, es toda su contestación.
¿Pero por qué no viniste? Ya te dije que no pude.
En ocasiones nos vemos en casas de otros miembros de la Fe-
deración Inquilinaria. Hacemos uso de lo que fueron antiguas no-
paleras, ahora lotificadas para viviendas populares. Cuento con la
simpatía de muchas de esas gentes; no se me ve como intruso, mu­
cho menos como extraño.

Este domingo Lina y yo hemos decidido cruzar el Rubicón. Nos


citamos frente a un hospedaje «de mala muerte», con cuya encar­
gada, que tiene trazas de alcahueta, he concertado el alquiler de
un cuartucho. A nadie he dicho nada; Lina me ha pedido que ex­
treme las precauciones.
He puesto la tranca en la puerta. Me encuentro con Lina junto
al camastro. Ella entorna sus ojos; entreabre sus labios y me mues-
tra el manojo de nardos de sus dientes. Mis manos, ahora entor­
pecidas por una semicrisis de nervios, buscan en su espalda, mien-
tras la abrazo, el broche de su sostén…
¡Ah! Vibrátil y tornadiza libélula de la juventud. ¡Donosa mado-
na que pasaste descalza y silente junto a mí! Llevabas en tu ma-
no la lámpara encendida del raciocinio. No te vi. Estaba enfermo
de astigmatismo; estaba embriagado por el licor de las maceradas
uvas del engreimiento. Eran apenas veinticinco años.

Beatriz Quiñones Ríos| 81


Un día de entre semana, mientras charlábamos Lina y yo en el
sitio de costumbre, me dijo, hemos organizado con los compañeros
un día de campo. ¿Nos acompañas?
¿A qué día de campo te refieres?
Al que haremos el domingo, me contesta, hace dos días tuvi-
mos una junta y en eso quedamos.
¿Por qué no me habías dicho?, replico.
Bueno, me dice, pero ahora te lo estoy diciendo. Peor hubiera
sido si te lo dijera cuando estuviéramos ya de regreso.
Siento que Lina vulnera la autoridad que creo tener sobre ella.
Me pongo mis moños. ¡No! No iré, digo; imprimo a mi negativa la
máxima dosis de determinación que me es posible.
Pero cambié de parecer. Mis ínfulas fueron aquietadas por el
pavor que me causó el hecho de que Lina se fuera sin mí.
¿A dónde y en qué iremos?, pregunté a Lina en vísperas del no
deseado por mí, día de campo. Procede a explicarme: iremos a la
Sierra, a Río Chico. Nos ofrecerán una elotada unos compañeros
agricultores, vecinos de aquí de la colonia. De todas maneras cada
quien llevará su lonche, dice, usando el barbarismo que utilizamos
en algunas partes del norte al referirnos a la comida que llevamos
cuando tenemos la necesidad de comer fuera de casa. Y Lina con-
tinúa: iremos en dos camiones que facilitarán unos compañeros
que son fleteros.
Pero cuando Lina habla de llevar lonche, me viene a la imagi-
nación su bolsa de ixtle; y no es que haya creído que llevaría sobras
de la mesa de sus patrones al día de campo. Simplemente recordé
que era pobre y que lo más justo sería que yo hiciera los gastos del
«lonche».
En dos destartalados camiones se hizo el día de campo. Algu-
nos de los asistentes, jóvenes de la edad de Lina, la acosan con
requerimientos: Lina préstame un vaso, Lina caliéntame estas gor-
ditas, Lina para allá, Lina para acá. Esto me molesta.
Ya de tardeada, la tomo de la mano; juntos recorremos senderos
bajo los encinos y pinos. Con toda discreción nos hemos separado
de los demás. Nos rodea el milagro de los primeros días del otoño.
Nos besamos; siento que en su boca han quedado atrapadas las
fragancias del bosque; Lina, le digo, te amo, me estoy enamoran-

82 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


do de ti. Ella me abraza y me mira con azoro. Noto que sus ojos
se humedecen.
Casi al anochecer estamos de regreso.
El año escolar está a punto de terminarse; octubre es el último
mes de clases. Noviembre será mes de exámenes. Yo pertenezco al
grupo que ese año dice adiós a la escuela de Derecho.
Mis amores con Lina trascienden; comienzo a ser objeto de crue­
les bromas, sobre todo de algunos compañeros presas de los pre-
juicios sociales, más abundantes entonces que ahora. Se me remo­
quetea como el Rey del tejado, el Galán de las cornisas, en clara
alusión a la fea costumbre que tenemos de llamar gatas a las sir-
vientas domésticas. Mi amigo E…, al que más unido estoy, en oca-
siones finge no oír lo que le digo y me dice: Maúllame más fuerte.
Recuerdo que una vez me dijo: Debes de medirle el agua a los ca­
motes. Cuando sientas que el agua te llega a las corvas, no sigas;
regrésate porque te ahogas.
Pero yo seguí: no me di cuenta cuando el agua me llegó arriba
de las corvas.

Eran los días del ajetreo prenavideño. El año escolar terminaba


y cerrarían las oficinas de la escuela. La ceremonia de entrega de
cartas de pasantes sería pronto. Era necesario recoger documentos
y mandar hacer un traje para la ocasión.
Estamos en el atrio del Sagrario. Ahora el que agoniza es el
oto­ño, como agonizaba el verano cuando conocí a Lina. Las hojas
muertas de la cercana Alameda salpican el piso de amarillo. Pron-
to no separaremos. Se bromea y se hace «nostalgia» en torno a los
años pasados.
Alguien me jala la manga. Volteo: es un niño de algunos quince
años; venga, me dice. Me separo del grupo y el niño me entrega un
recado. Yo no conocía la letra de Lina. El recado está escrito con
un salvaje atropello a la ortografía y a la caligrafía.
¿Qué es esto?, le pregunto al chamaco. Es de Lina, me contesta.
Entonces leo con atención. Lina está detenida en la cercana
Ins­pección de Policía. Corro hacia allá y me olvido del chamaco y
de mis amigos. La tienen detenida en un inmundo cuartucho, don-
de acostumbran encerrar mujeres, casi siempre prostitutas. Es­tá

Beatriz Quiñones Ríos| 83


golpeada. Su hermoso rostro muestra moretones y un ojo lo tiene a
medio cerrar. Me informan que está detenida por riña y escanda-
lizar en la vía pública.
La ponen en libertad mediante una pequeña multa que pago en
la caja de la barandilla. No quiere que la acompañe a su casa; no
quiere que la busque más tarde. Que espere unos días, me dice.
¿Quién te golpeó?, le pregunto.
Después te diré, me contesta. Afuera del edificio de la cárcel la
espera un grupo de personas. No quiere que yo me acerque. Ella
me agradece, pero yo ya hice bastante.
¡Veme pasado mañana! ¡Adiós!
Lina… ven; mis palabras se pierden en el vacío. Quiero cami-
nar hacia ella. Pero me lo impide un profundo abismo que siento
se abre a mis pies. La rodean sus gentes.
No le pregunté dónde y a qué horas nos veríamos.
Le platico a E… lo que ha pasado. Él tiene automóvil. La bus-
camos más tarde, me dice, pasaré por ti a tu casa después de la co-
mida. Vamos a darle a Lina la oportunidad de que se desempioje,
recuerda que pasó una noche en el bote.
A las cuatro de la tarde estamos frente a la casa donde vive Li-
na. E…, con el aplomo de siempre, desciende del automóvil prime-
ro que yo y empuja la puerta. A nuestra vista se muestra un patio
profundo a cuyos lados hay accesorias; es una vecindad.
A E… no lo abandona su sangre fría. Penetra en la vecindad:
¿Any very home?, grita en tono burlesco, mientras empuja la pe-
queña puerta de una de las accesorias. ¡Cáspita! Vuelve su rostro
y me dice: Oye, esto se ve súper jodido. El famélico rostro de una
mujer ya casi anciana se asoma, apartando la cortina.
¿Dónde vive Lina?, pregunto a la mujer. Más adentro, frente a
la higuera, pero no está ahora. Tiene dos días que no viene.
Gracias, le digo.
Camino hacia la higuera; me sigue E… Oigo que murmura:
Aquí huele a hambre. Es cierto, en la accesoria no hay nadie. La
puerta está cerrada. Hay un pedazo de cordel que va de la puer­ta
a una pequeña alcayata clavada en el marco; es todo: no hay can-
dado, ni chapa, ni llave. Una enorme tentación de abrir la puerta y
entrar al cuarto se apodera de mí. E… lo lee en mis ojos. Vámonos,
me dice, ningún derecho tenemos de allanar hogares extraños. Re­

84 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


gresamos al centro de la ciudad. Nos detenemos a tomar una cer-
veza en un bar, que fue, en los años estudiantiles, el habitual lugar
de nuestras reuniones.
E… me dice: Mira, ya no la busques. Olvídate de Lina; con
esos líos, cuidado. Claro, al comenzar uno nunca calcula cuál va
a ser el final, pero siempre se termina dándose de frentazos en
el muro de las lamentaciones. Ya no la busques; si ella te busca,
escóndete. En ese mismo bar había brindado muchas veces por
Lina. A veces, cuando las cosas comenzaban, lo había hecho a voz
de cuello. Después llegó el amor y Lina se convirtió en el ícono
de mis veneraciones interiores. No quise ya mencionarla para no
ser objeto de burlas a sus costillas. Ahí solía tocar un grupo de
mú­sicos con instrumentos de cuerda y un acordeón. En una oca-
sión tocaban una tonadita algo melancólica, como para estimu-
lar los sentimientos lacrimógenos. ¿Cómo se llama la melodía?, le
pregunté al músico que estaba junto a mí. Toma la partitura y me
la mues­tra: «Alma Angelina», me dice casi al oído. Desde enton-
ces aquella música lagrimona se convirtió en mi segundo himno
nacional.
E… y yo nos despedimos; le digo que caminaré hasta mis casa.
Mi amigo se había casado en diciembre del año anterior; ahora
haría ya un año. Ya era padre de familia. Otra es su manera de
juz­gar las cosas. A mí, sin embargo, Lina me ha robado la inquie-
tud sin siquiera proponérselo. Siento un infinito deseo de verla;
quiero saber cómo se encuentra. Tendré que esperar a que ella se
comu­nique conmigo. Ya antes lo había hecho llamándome al bu-
fete donde hacía mis prácticas y pasaba la mayor parte del tiempo;
en ocasiones me llamó a mi casa. Esperaré.
Pero llegó el domingo y nada de Lina. Tomé una decisión: esa
tarde la buscaría a despecho de lo que pasara.
Después de comer digo que voy al cine; así podré esfumarme
por el resto de la tarde. Un ruletero me deja en el puente de La
Pa­sadita, de ahí caminaré hasta El Picacho, los barrios de Lina.
¿Dónde la buscaría? Desde luego que en su casa.
Llego ya pasadas las cuatro de la tarde a la modesta vecindad.
La puerta está abierta y penetro sin encontrar a nadie, salvo unos
niños que juegan en el amplio patio. Aquí fue donde hace algunos
días mi amigo gritó: ¿Any very home?

Beatriz Quiñones Ríos| 85


Algunas puertas se abren y los inquilinos me miran con cu-
riosidad. En la accesoria donde vive Lina no hay nadie. Tampoco
me dan información de dónde puede estar. Sólo me dicen que el
sábado vinieron a buscarla en un automóvil. Me quedo intrigado,
pero de otra accesoria se asoma una muchacha y dice: Fueron sus
patrones, pues según dijeron, tiene algunos días que no va a traba-
jar. Fuera de eso, nadie me dice dónde puede estar.
¿Conocen a una muchacha que se llama Socorro y a otra que
se llama Chayo? Ya para entonces se han reunido varios de los ve­
cinos de las otras accesorias.
Sí, me dicen, Chayo vive aquí a la vuelta, en una puerta verde.
Socorro vive más lejos. Busque a Chayo. Ella le dirá dónde puede
estar Lina y dónde vive Socorro.
Salgo de la vecindad y doy vueltas a la esquina que me indican.
Efectivamente, a unos pasos está la puerta verde. Toco; me abre
un hombre de aspecto humildísimo. ¿Aquí vive Chayo? Sí, pero no
está; se fue al centro, al cine. Llegará hasta la noche.
Claro que conoce a Lina, pero desde hace días no sabe nada
de ella.
¿Dónde vive Socorro?
El hombre grita a su mujer y ésta se acerca.
Este señor busca a Lina y a Socorro. Yo no sé dónde viven.
Bueno, dice la mujer, Lina vive por la calle donde pasa el canal.
Enfrente hay un árbol; es el único árbol que hay ahí.
¿Pero qué no vive aquí a la vuelta?
Bueno, mire, es un lío. A la vuelta, o sea en la vecindad, vive
con su marido, pero como el tal marido anda siempre borracho,
ella se va seguido con sus papás. Me cae encima un balde de agua
fría. Ahora me lleno de cautelas. ¿Su marido? ¿Luego, es casada?
¿Dónde vive Socorro?, le pregunté a la mujer.
Socorro vive al final de la calle. Pregunte por su papá, se llama
F…
Pero Socorro no está tampoco en su casa. Su madre me dice
que le dieron días de descanso en su trabajo y se fue al «rancho».
Yo creo que llega hoy en la noche, añade la madre.
Perdone, le digo, ¿conoce a Lina?
La mujer ríe. Usted es uno de los abogados de la Federación
Inquilinaria, dice reconociéndome.

86 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


(¡Ah!, vieja infeliz, ya me relacionaste con Lina). Bueno, sí. Pe-
ro, dígame, ¿conoce a Lina?
Claro que sí. A veces ha vivido con nosotros.
¿Dónde está ahora? Pero nada saben. Socorro se fue hace una
semana y desde entonces no ven a Lina.
¿Saben dónde vive Lina?
Bueno, vive en dos partes: en la vecindad y a veces con sus pa­
dres. La niña siempre está con los abuelos.
¿Qué niña? La hija de Lina. ¿No sabía que Lina tenía una ni-
ña? Contesto que no. Bueno, digo para mis adentros, yo debería
haberme imaginado algo. Lina, según me constaba, no era donce-
lla. Nunca me preocupé ni tuve la ocurrencia de preguntarle por
su pasado.
¿Por qué no entra?, me dice la mujer.
No, gracias, me retiro.
Pero, ¿dónde queda el canal?
Mire, váyase por esta calle. A las cinco cuadras dé vuelta a la
derecha. Si camina por ese rumbo llegará al canal. Los papás de
Lina viven en una casa que tiene enfrente un árbol.
Y así lo hice. El tal canal era un viejo camino por donde, en un
tiempo, a una de sus veras había pasado, efectivamente, un canal.
Ya sólo el nombre le quedó a la calle.
Detrás de esa puerta destartalada puede estar Lina, la mucha-
cha que amo y que tiene una hija, y además marido. Estoy recar-
gado en un viejo álamo. Esa tiene que ser la casa pues esta es la
calle del canal, este es el único árbol que hay en la calle y esa la
única casa que está enfrente del árbol. A sus lados hay solares va­
cíos. Sin embargo, me digo para mis adentros: Esta tarde ha sido
de pendejadas y debo cerciorarme.
Oye, le digo a un muchacho que pasa en bicicleta, ¿qué calle
es esta?
Se ríe; sí, ahí vive Lina, me dice, contestando mi pregunta con
aparente incongruencia pero con malévola intención y sigue su ca-
mino.
Tal vez este muchacho me haya visto con ella en el día de cam-
po. Pero, ¿cómo es posible? Si Lina era casada, ¿por qué aceptó
amores conmigo? ¿Por qué se dejó acompañar de mí en el día de

Beatriz Quiñones Ríos| 87


campo? ¿Por qué todo lo demás? Bueno, y si toco, qué puede pasar.
Me animo y cruzo la calle. Pero nadie sale. Opto por retirarme.
¿Dónde estará Lina? ¿Dónde estarán sus familiares?
El lunes siguiente estoy haciendo guardia en la nevería del cen­
tro, al costado de Catedral. No hay clientes en estos días de di-
ciembre. Miro la calle y ni Chayo, ni Soco, mucho menos Lina.
Pasado un tiempo prudente, haré la caminata hacia el sur, hasta
El Picacho. Me llevaría más de dos horas ir y venir, pero las cosas
deben de quedar claras. Menos mal que mi amigo E… no está pre­
sente; ya me estaría llamando adúltero.
Toco la puerta verde. Se abre, Chayo me sonríe y me dice: Pasa.
No, le contesto. Dime, ¿dónde encontraré a Lina?
No, no sé. Hace días que no la veo. Dime, Chayo, ¿es cierto
que es casada?
Pos’… eso he sabido, pero el marido es alcohólico y viven muy
mal.
Pero Chayo no sabe más. Me dice que en realidad ella conoce
a Lina desde hace poco tiempo y que apenas se ha dado cuenta de
lo que pasa.
Vente, me dice, vamos a buscar a Socorro.
Pero en casa de Socorro nos dicen que ésta aún no llega; la es­
peraremos dice Chayo.

Allá, a principios de noviembre, en plenos exámenes, Lina me


había invitado a una fiesta que celebraban algunos miembros de su
organización. Acudí solo, desde luego, pues ninguno de mis com­
pañeros se habría atrevido a acompañarme sabiendo que al día si­
guiente lo esperaba un batallón de sinodales.
El jolgorio fue en un solar; se habían colgado focos de donde se
pudo: de las ramas de un durazno, de los tendedores de la ropa. Li-
na me hizo bailar con Chayo y Socorro, primero, después con otras
amigas, antes de decidirse a bailar conmigo. Como a media noche
se reparten patoles con chorizo. Me siento con Lina y Socorro,
donde podemos, a despachar el festín. Se reanuda la música y bai-
lo con Lina; busco los lugares menos iluminados, al fin y al cabo
todo mundo baila; a veces una mujer con otra. De vez en cuando
se escuchan gritos revolucionarios: vivas a esto, a aquello. Pero yo

88 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


ando por las nubes. En mis brazos se arrulla la más tierna criatu-
ra del universo… el baile es un cromático y profundo sueño; una
ala­da ilusión.
Socorro se tarda; Chayo me dice que tiene que irse a su casa.
¿Qué hago?, me «trepo en mis trece»; esperaré.
Esta muchacha se tarda demasiado, me dice la mamá. Yo estoy
sentado en el quicio de la puerta de entrada a la humilde vivienda.
Ahora ha oscurecido totalmente y Socorro sigue ausente. Una
niña sale y vuelve a entrar; lleva en la mano una canastita con pan.
La familia va a merendar.
¡Esta muchacha que no llega!, dice la mamá como para sus
aden­tro, pero procurando que yo la oiga. Me siento burlado. Aban-
dono la vigilancia, me largo sin despedirme de nadie. Paso por la
casa de Chayo. Ésta se encuentra platicando con un muchacho
que, según me dice, es su novio. ¿Qué te dijo Socorro?, me pre-
gunta.
No la vi, le digo, aún no llega del trabajo. Advierto que Chayo
no está muy bien enterada del asunto. Qué extraño, me dice, siem-
pre llega pasaditas las cinco.
Antes de retirarme doy vuelta a la manzana; me detengo en la
esquina de los dos árboles, aquí platiqué con Lina. Aquí, saltan-
do la barda, la estreché amorosamente en mis brazos. En noches
oscuras, con grave agresión al recato y al pudor, dimos desborde a
las pasiones.
Deberías de escribir una novela que se llame «Saltándome las
trancas o amor entre los adobes», me dijo una ocasión mi amigo
E…, cuando lo enteré de mis hazañas nocturnas de Don Juan. Ya
Cupido te perforó el miocardio.

Martes. Desde temprano estoy en la casa de la calle del Canal,


frente al árbol solitario. Toco con decisión; la puerta se abre. Aso-
ma una mujer, casi anciana.
¿Está Lina?, le pregunto. ¿Quién? Lina, Angelina, repito.
No hay nadie, me dice la vieja; yo sólo vengo a regar las macetas.
¿Me permite pasar?
Yo nomás vengo a regar las macetas, repite la maldita vieja, sin
apartarse de la abertura que forma la puerta a medio abrir.

Beatriz Quiñones Ríos| 89


Me dirijo a la vecindad. En el camino muchas personas me dan
los buenos días. Soy medio popular entre esta gente.
Tengo que encontrar a Lina. Me dan ganas de, parodiando a
E…, gritar: «Good morning», cuando entro a la vecindad, pero un
hondo pesar en el pecho me impide hacer bromas burlescas. Una
señora, cuando me ve pasar, me dice: No hay nadie, anoche vi-
nieron por la cama y las demás cosas. Pivoteo sobre mis talones
y salgo de la vecindad. ¡Ah! Vieja infeliz, digo para mis adentros,
estás igual que la que solamente riega las macetas.
Le comunico a E… todo lo que ha pasado ese fin de semana.
Le doy los pormenores de lo que ha sucedido esa mañana del mar-
tes. Sonríe, no cabe duda que mi amigo no está dentro de la misma
esfera sentimental en que yo me encuentro. Cambia la plática y
me recuerda que el sábado será la ceremonia de entrega de cartas
de pasantes y después, a los pocos días, la Navidad. Durante los
años estudiantiles que acaban de pasar, siempre esperé estas fe-
chas con gran ilusión. Pasado el tormento de los exámenes, venían
los días de posadas: pastorelas, noches de baile, ponches con ron,
el sortilegio de las piñatas, corazones henchidos de buenos deseos.
¿Por qué ha de ser diferente ahora? Finjo que todo es normal; es-
tiraré mis modestas economías y compraré un regalo para Lina.
Pero habrá de esperar. Ella tiene que buscarme; me ocupo de mis
asuntos sin olvidarme para nada de Lina. Pero no me busca nadie,
mucho menos ella.

Días antes del fin del año, al oscurecer, E… y yo decidimos ir


al Picacho, al encuentro de «lo que sea».
Llegamos con Chayo. Ella no sabe nada, salvo el rumor de que
Lina y su familia ya no viven en la colonia. Ha sabido también que
su marido la golpeó por «chismes» y que ella le tiró un jarro de agua
caliente. Los dos pararon en la cárcel. Pero no ha visto a nadie.
Vamos con Socorro, pero no podemos hablar con ella, pues nos
dicen que no está. La realidad es que se nos esconde. ¿Por qué no
me quiere dar la cara?
Nos cruzamos con uno de los líderes de los inquilinos. Le tengo
confianza y le pregunto por Lina.
Ya se fue la familia entera, me dice. La casa del canal se le pasó

90 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


a un hermano del papá de Lina. Se fueron de la ciudad; me cuen-
ta toda la historia. Le pregunto que si el marido de Lina llegaría a
saber de mi amistad con ella. Bueno, me dice, lo supieron muchas
personas aquí en El Picacho, pero todos suponían que era eso, so-
lamente amistad. El pobre borracho no se daba cuenta de nada, ni
siquiera de cuando salía o se metía el sol. Sin embargo, parece que
ya se puso en el camino de la regeneración.
Nos regresamos. Lina se acabó, me duele en el corazón dejarla
en aquel mundo de tristeza y miseria. Ella se entregó con ternura
y cariño. Yo no le di nunca nada a cambio, ni siquiera el frustrado
regalo navideño.
Bueno, ya pasó todo. Ya llegará el olvido. Algún día nos cruzare-
mos en la calle. Ella tal vez lleve, pendiendo de su mano, la bolsa
de ixtle. Ojalá para entonces no lleve yo, de la mía, la indiferencia
y la soberbia… Lina… mi Lina querida.

Beatriz Quiñones Ríos| 91


NOV ELA

92 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


LA SIRENA SE EMBARCÓ
EN UN BUQUE DE M ADERA

acl a r ación: Esta no es la crónica del Mo-


vimiento de 1970. Es una novela o pretende
serlo. Tiene pues mucho de ficción y algu-
nas partes tomadas de la realidad. Pero en
cuanto al sentido general del Movimiento, a
sus directrices y a sus resultados finales, he
tratado de serIes fiel, no obstante los impedi-
mentos que presupone toda visión personal
de uno o de algunos hechos.

Capítulo I

N o es que se sintiera importante porque era el Go-


bernador de Durango. No. Alejandro Parra Ordó-
ñez estaba convencido de que, por ser el hombre lleno de atributos
que era, el Partido Reunidor de los Inmortales lo había elegido a
él (y a nadie más que a él) para ese cargo al que tantos aspiraban.
Desde entonces, no obstante, el escudo tricolor del Persistente Re-
partidor de Ínsulas entró a formar parte en primer término de su
iconografía personal, y él fue a habitar, yo soy el que seré, la gran
casa de cantera rosa que algún antecesor suyo hizo construir en
una de las mejores zonas de la ciudad.
De todos modos, algunas veces se había preguntado en el trans­
curso de su corta gestión, por qué no le habrían nombrado gober­
nador de Puebla o Nuevo León, donde era ampliamente conoci­do
por los hombres de empresa y se le alababan cada uno de sus mé­
ritos sin mezquinos regateos. Pero se daba el caso –tuvo que admi-
tirlo en aquellos momentos de inconformidad con su destino, los
cuales nunca se prolongaban más de lo conveniente–, que su ma-
dre lo ha­bía traído al mundo, sesenta años atrás, en la ciudad de
Gómez Palacio. Por lo menos eso era lo que asentaba un acta de
na­cimiento que de cualquier manera, habría podido modificarse

Beatriz Quiñones Ríos| 93


oportunamen­te si el Primer Recolector de Infundios se lo hubiera
pedido. En la actualidad, vencido por los hechos con esa fuerza
con que la realidad suele abatir los mejores sueños del hombre,
Alejandro Parra Ordóñez había reconocido ya, en incontables ac-
tos públicos y hasta con ciertos trémolos de emoción en su voz,
que Durango era su Phatria Chica, La Bhenerable Cuna de sus
Mayhores… Pero él era, ¡ah!, él era, como le llamaban ya desde
hacía algún tiempo en los discursos oficiales, su más Hesforzado
Paladhín.
El Balheroso Hamadís durangueño, pues se sentía totalmente
reconciliado con su destino aquel dos de enero, que luego habría
de recordar como un hito en su vida llena de éxitos.
Había dado fin a una larga jornada de audiencias en la que fue
como un pequeño dios, concediendo mercedes o negándolas, has-
ta que dieron las tres de la tarde, y ahora se dedicaba a descansar,
sentado en el cuarto de estudio de su casa, frente a una copa de
coñac que paladeaba lentamente. Por la mañana, hojeando los pe-
riódicos locales, vio el desplegado de apoyo a su gobierno que fir-
maban todos los presidentes de las escuelas universitarias, y con-
cluyó que el asunto del Legado Raymond Bell estaba finiquitado.
Era de esperarse, reconoció Parra Ordóñez mientras se llevaba
la copa a los labios y sorbía su coñac, pues mi secretario de go-
bierno no es ningún pendejo, y si algo se le quedó entre las ma-
nos estoy seguro de que nadie puede probarle nada. Ahora que el
coñac descendía por su gaznate como un delgado hilo de fuego,
pensó que ese gringo sentimental y estúpido como todos los grin-
gos podía haber hecho con su dinero algo mejor. Cuando pensó
algo mejor se imaginó inaugurando una nueva plaza que llevara
su nombre o poniendo la primera piedra de un edificio donde se
alojaran las oficinas del Proclive Rehabilitador de Inhábiles, pero
nadie puede meterse en el pellejo de un gringo que chochea y, de
todos modos, su estómago recibía agradecido el nuevo trago de li-
cor. Las cosas sucedieron así y hay que aceptarlas. Al llegar a es-
te punto de sus meditacio­nes, empero, una leve impaciencia hizo
que Parra Ordóñez se pusiera de pie y fuera a quedar delante de
un espejo de cuerpo entero que, evidentemente, era el sitio clave
de la habitación. Lo que vio le satisfizo, sin duda alguna, porque
una amplia sonrisa se abrió paso entre las brumas que amenaza-

94 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


ban con cubrir su semblante. Aunque se estaba quedando calvo,
tenía un cierto aire de hombre próspero en toda su figura, así que
siempre que se miraba al espejo, lo que hacía con alguna frecuen-
cia y sin el menor recato, su sola imagen servía para recordarle al
hombre de extraordinarias posibilidades e innumerables mereci-
mientos que era, devolviéndole la seguridad que tan pocas veces le
abandonaba. De manera que, nuevamente en posesión de su habi-
tual estado de ánimo, Parra Or­doñez volvió sobre sus pasos y con-
tinuó saboreando su coñac en una actitud de infinita delectación.
Yo soy lo que soy.
–El licenciado Estupiñán…
La voz de uno de sus ayudantes lo hizo abandonar bruscamente
su actitud de abandono, enfrentándose, qué bien friegan, carajo, ni
aquí me dejan en paz, a su Secretario de Gobierno con el gesto de
amable condescendencia que tenía para todos sus subordinados y
con el que, de algún modo, lograba desarmarlos, cualesquiera que
fuesen sus sentimientos íntimos hacia él. Sólo que en esta ocasión,
el Lic. Estupiñán no manifestó ningún síntoma de ablandamiento,
sino que se puso a hablar, dejando que una palabra se adelantara
a la otra como en una carrera de galgos, y Parra Ordoñez tuvo que
escucharlo sin interrumpirlo ni una sola vez.
Estupiñán se veía realmente alarmado, porque, señor Goberna-
dor, acabo de saber que los estudiantes preparan una manifesta-
ción para las seis de la tarde en la que van a protestar por el pliego
de apoyo a su gobierno, pues dicen que las firmas de algunos de
los presidentes no son auténticas, y yo creo…
Parra Ordóñez le escuchaba aparentemente atento, pero sus ojos
ya no miraban al funcionario, sino que, nomás falta que éste tam-
bién me vaya a resultar un pendejo, parecían buscar algo en el te­
cho, yendo a posarse después sobre la luna del espejo que, como
siempre, le devolvió exactamente la imagen que esperaban ver re-
flejada en ella. Entonces, yo soy lo que soy se puso de pie, y toman-
do a Estupiñán del brazo le obligó a sentarse, diciéndole al mismo
tiempo, con una calma que a Estupiñán le pareció exasperante por
primera vez:
–Cálmese, licenciado, vamos a estudiar tranquilamente la si-
tuación.
¿Lo haría Terán?

Beatriz Quiñones Ríos| 95


Echado sobre la cama, entre las mantas revueltas, Oury Jack-
son miraba hacia el techo con una colilla de cigarro apagada en la
boca. Había dormido hasta después del mediodía, como de cos-
tumbre, y estuvo a un paso de levantarse pero se quedó acostado
un rato más. Le gustaba estar así, sin moverse, pensando en todo
lo acontecido la noche anterior y dando algunas fumadas a las co­
lillas que siempre quedaban en los ceniceros o sobre el piso de ma-
dera, de su cuarto. ¿Lo haría Terán exactamente como lo habían
planeado?
Qué desmadre el de anoche, cuatro botellas de tequila y tres
cigarros entre los seis... Patricio se puso muy hablador y nos echó
encima su Heidegger, como dice Heidegger, como dicen mis hue-
vos, buey. Terán casi no habló, pero yo se lo dije bien claro: Ni yo ni
nadie, usted es el único que tiene gente para hacerlo, cabrón. Oury
se volvió de lado para tomar otra colilla y después de encenderla
regresó a su antigua posición. El que no quiere quemar nunca es
Armando, porque dice... De veras, qué pedo. No me di cuenta ni
a qué horas se fueron hasta que me levanté a orinar y tropecé con
la fotografía de mi papá. Óiganme bien, hijos, su padre es homo-
sexual y por eso nos vamos a divorciar. Con que un homosexual,
papá, y nadie nos dijo nunca nada, hasta que... ¿Oyeron bien, hiji-
tos, ¿oyeeeeron bieeeen?
Escuchó sus pies descalzos sonando sobre el piso mientras bus­
caba otra colilla más grande. Cada noche se hacía el propósito de
esconder algunos cigarros para el día siguiente, pero siempre lo ol­
vidaba. Entonces tenía que ponerse en cuatro patas, juntar todas las
colillas y separar las más grandes, como cuando iban a la huerta él
y su hermano, la huerta de la abuela Losteneau, y juntaban todos
los higos que habían caído aI suelo para quedarse con los más ma-
duros. Hasta que la abuela se murió y ya no hubo higos, ni verdes
ni maduros, porque la huerta se vendió, se vendieron mu­chas otras
cosas, y todo parecía ahora un largo sueño confuso. Una de esas
pesadillas que, de cuando en cuando, lo obligaban a despertarse
en la noche y a encender la luz para ponerse a leer, hasta que volvía
a ganarlo el sueño. ¿Lo haría Terán?
Con un largo escalofrío que le hizo estremecer todo el cuerpo,
Oury fue hasta la chimenea y encendió el radio, ahogando el deseo
de fumar un buen cigarrillo y el hambre que empezaba a acosarle

96 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


desde hacía un buen rato. ¿Le huelen mal los pies? Entonces use
Ting. Ting mata todas las bacterias, Ting las deja muertas... Tinga
a tu madre. Le dio vuelta al botón, esperaaa aún la nave del olvido
no ha partido, y luego fue hasta un banco que estaba en el centro
de la habitación, se sentó en él y se puso a rascarse una rodilla.
La pequeña costra cayó y la sangre empezó a brotar. Me gustaría
saber cantar. Cantar o hacer versos como Torres Cabral. Bueno,
mejor cantar. Repitió mentalmente, tratando de imitar al cantante,
auuun me quedan en el alma primaveeeras, mientras dejaba que
un hilillo de sangre le corriera por la pierna. Mi papá no cantaba
nunca y cuando oía cantar a mi hermano le mandaba callar. Mi
papá era un hijo de la chingada. La sangre se había coagulado y
Oury se dedicó a rasparla con la yema de los dedos hasta que la
pierna quedó limpia otra vez. Terán, Terantes, Terancito, Terundio,
¿serás capaz de hacerlo? Tengo que ir al Central y...
Moviéndose ahora con un propósito determinado, Oury buscó
entre un montón de ropa sucia que se aglomeraba sobre una silla,
eligiendo un pantalón de mezclilla y una sudadera azul con letras
amarillas que decían Universidad Juárez de Durango. Estaba rota
por la axila y el hombro, pero se la puso como si nada. Después
se calzó los zapatos, se alisó el pelo y las mechas de la barba con
las dos manos y, dando por terminado su arreglo, salió a la calle.
Al caminar sintió estirarse los músculos de sus piernas agradable-
mente y el frío cortante que le entraba por el desgarrón del hom-
bro. Una gota de lluvia le mojó un párpado obligándole a detenerse
y a volver sobre sus pasos. Entró de nuevo a su cuarto, hurgó otra
vez entre la ropa sucia jalando una camisa gruesa a cuadros rojos
y verdes que se puso encima de la sudadera. Luego se envolvió el
cuello con una bufanda y volvió a salir.
Cuando pasaba por la Catedral dieron las cuatro de la tarde y
Oury apresuró el paso, recordando que la manifestación se inicia-
ría a las seis. En la Plaza de Armas vio algunos estudiantes sen­
tados sobre las bancas y estuvo a punto de interrogarlos, pero se
arrepintió y siguió caminando. ¿Lo haría Terán?
El edificio central de la Universidad Juárez estaba casi desierto,
pero Oury se dijo que era el mejor sitio para esperar. Así que buscó
en uno de los corredores su banca preferida y se echó sobre ella,
sintiendo más que antes el hambre y el deseo de fumar. Miró a los

Beatriz Quiñones Ríos| 97


lados y divisó allá, en el fondo de un salón, a un muchacho que
escribía en el pizarrón, delante de otro que observaba atentamente
los trazos que iba dejando la tiza sobre el plástico.
–¿Traen cigarros?
El que observaba sacó una cajetilla y le ofreció Raleigh. ¿Y si
les pidiera diez pesos para comprar una torta y un refresco? Los
dos muchachos le mostraron los bolsillos vacíos y Oury se dedicó
a fumar el cigarro con verdadera fruición al tiempo que escucha-
ba: A más B prima, por dos X al cuadrado, entre raíz cúbica por
B. Se rió interiormente, sintiendo cierta conmiseración por los dos
muchachos.
Yo nunca he tenido que estudiar. Ni cuando... Ni cuando nos
mandaron de internos al Colegio Francés de La Laguna, donde
los maestros eran tan exigentes. De todos modos, mi hermano y
yo nos las arreglábamos para sacar buenas calificaciones. El san-
turrón de mi hermano y yo. Tout pres d’un las filtre une source
entre deux pierres dan un coin; alegrement l’eau prend sa cource,
comme pout s’en aller bien lin. Qué buen cuero era la maestra de
francés. Por eso fue que...
–¿Me das otro cigarro?
Por eso fue que me metí en su cama y todo el colegio lo supo.
Mi papá, ¿oyeeeeron bieeen, hijitos?, también lo supo y dijo que...
Me cae que ahora mismo me dormía otra vez. Si no fuera porque
tengo que saber si Terán...

En los patios de la Escuela Preparatoria, entre los grupos de


mu­chachos que pintaban mantas con letras azules y rojas, Terán
pensaba como en algo completamente irrealizable, en las palabras
que le había dicho el Oury cuando bebieron juntos, la noche an-
terior.
–Mire, Terancito, usted entra con su gente, echa afuera a todos
los empleados, y luego...
Luego volvió a sentir el golpe que le diera su hermano, esa mis-
ma noche, después que dejó a Oury y llegó a su casa. Estaba en el
baño lavándose los dientes y no lo sintió entrar. A aquel golpe le
siguió otro y otro más, en el estómago, que le hizo doblarse sobre
sí mismo y empezar a vomitar. Todo ocurrió en silencio sin que

98 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


mediara entre ellos la menor palabra y sin llamar la atención de los
demás, porque habían aprendido a moverse como en una película
silenciosa. Como si nada fuera completamente real. Pero los puños
de Arsenio eran absolutamente reales, se dijo Terán mientras ob-
servaba pintar a los muchachos, cuando golpeaban sobre su cuer-
po con la furia de un vendaval, aunque sin tocarle nunca la cara
para que nadie se diera cuenta al otro día. Una sola vez Arsenio
le pegó en la boca y su padre le preguntó a la hora del desayuno
con quién se había peleado en la calle. Su hermano, entre tanto,
untaba el pan de mantequilla, fingiendo que no escuchaba, pero
mirándole con el rabillo del ojo para ver su reacción, y él no dijo
nada. Su padre interpretó aquel silencio como una confesión y: te
quedarás sin domingo todas las semanas si sigues peleándote por
allí, lo amenazó.
Arsenio rió entonces, sin poderse contener, hasta que su padre
le hizo callar de un manazo en la espalda, por andarte burlando
de Nico, como si no fueran hermanos, carajo, y ambos prefirieron
dejar las cosas como estaban.
La herida de la boca sanó sin suscitar nuevos comentarios, pero
los golpes continuaron semana a semana, más fuertes cada día y
más certeros, en el mismo silencio ominoso de la primera vez. Un
día, no obstante, se atrevió a preguntar:
–¿Por qué me pegas?
–Porque eres el mariquita de la casa. ¡Miren al mariquita de
su mamá!
Luego siguieron tratándose como si nada y ninguno de los dos
volvió a referirse a aquel diálogo. Era como si los golpes no existie-
sen más que en los momentos en que su cuerpo los recibía, como
el castigo a un delito vagamente intuido. Un delito en el que, de
algún modo, su hermano era la víctima. El depositario de un daño
cuyo autor era él, Nicolás Terán. Sabía claro que si se quejaba con
su madre (con su padre nunca sería capaz de intentarlo siquiera),
se haría merecedor de aquella frase:
–¡Miren al mariquita de su mamá!
La noche anterior, sin embargo, estuvo a punto de acabar con
todo. Un nuevo puñetazo de Arsenio lo había lanzado contra la
tina de baño, golpeándose en un hombro al caer, y allí permane­ció
por algunos minutos mientras su hermano salía cerrando la puerta

Beatriz Quiñones Ríos| 99


tras de sí. Fue en ese instante cuando deseó romper la con­signa
y gritar, quejarse, para que alguien fuera en su ayuda. Pero se dio
cuenta de que Arsenio continuaba junto a la puerta, mon­tando
guar­dia. Siguió pues, donde estaba, hasta que oyó el coche de su
padre en la calle, deteniéndose frente a la cochera, y vio que se
en­cendía la luz de la sala. Luego escuchó los pasos de Ar­senio,
bajando la escalera, y se puso de pie. Apoyándose en la pa­red logró
llegar hasta su cuarto y cerró la puerta sin hacer ruido. Dio algu-
nos pasos a oscuras hasta tocar la cama y, sin prender la lámpara
del buró, buscó en el fondo del cajón la cartera de papel transpa­
rente con las pastillas. Tomó una y la tragó en seco con alguna di­
ficultad, echándose después sobre la cama a esperar los efectos.
Cuando sintió el cuerpo flotando sobre una nube de algodón y
aque­lla sensación de ir creciendo, creciendo hasta que to­do en su
derredor, todo, la cama, su cuarto, Arsenio también, Ar­senio so-
bre todo, con su cara llena de espinillas sin cicatrizar y sus puños
vengadores, se iban haciendo pequeñitos; sonrió beatíficamente,
anclado por fin en la felicidad.
–¡Tan chulo Terán!
Dos brazos se prendieron a su cintura con fuerza, haciéndolo
volver a la realidad del momento, entre los botes de pintura y las
mantas puestas sobre el suelo, con las leyendas que habían redac-
tado entre todos esa misma mañana. La cara del Calabazo, a poco
no les gustaría ser jotos, cabrones, para cogerse a Terán, a poco no,
sonreía muy cerca de la suya, y más allá otras caras le miraban con
la risa pronta a estallar. Una de ellas se adelantó hasta emparejarse
con la del Calabazo y preguntó, repentinamente serio:
–¿Crees que la Dirección de Seguridad nos deje hacer la mani-
festación? Terán dudó antes de contestar, sintiendo que se apode-
raba de él la misma timidez que le invadía siempre que alguien lo
interpelaba directamente. Pero se rehízo inmediatamente y bueno,
pues nomás eso nos faltaba, porque estamos en un país libre y to­
do el mundo tiene derecho a protestar. Luego, tomando una bro-
cha, se puso a pintar con los demás.

La odio. Estoy seguro de que realmente empiezo a odiarla. ¡Me


da una rabia que cada vez que estoy leyendo, estudiando o escu-

100 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


chando música venga a interrumpirme adrede!... Porque yo sé que
lo hace adrede por alguna razón que no alcanzo a comprender del
todo. Basta solamente con que me oiga andar entre los discos o
me vea con un libro en la mano, para que venga desde donde está
a preguntarme cualquier cosa o a pedirme dinero como si debiera
ser indemnizada por algo. No puede volar conmigo o no quiere. Es
como si desde que nació le hubieran amputado las alas o las tuvie-
ra ahí apelotonadas, endurecidas como una sustancia petrificada.
La veo tan mezquina, tan doméstica, atenta solamente a las cosas
pequeñas de cada día. Los pañales del niño, el biberón…
Recuerdo cuando iba a verme a México y me acompañaba a
Bellas Artes las noches en que tocaba la sinfónica. Aquella vez que
oímos el concierto de Scriabín para la mano izquierda, la vi que
se llevaba el pañuelo a los ojos y descubrí, conmovido, que estaba
llorando. Estuve a punto de abrazarla allí mismo para llorar juntos,
transportados a algún cielo inefable, nuestro, y durante muchos
días la traté como si fuera una convaleciente y cualquier soplo de
aire pudiera herirla. Pero algún tiempo después de casados, cuan-
do quise evocar aquel instante, revivir la experiencia con la que
me había sentido tan unido a ella, me confesó sin ningún pudor
que desde niña padecía aquellas neuralgias que la asaltaban en
los momentos menos esperados. ¡Cómo logró engañarme! Tenía
en­ton­ces un aire misterioso, remoto, indescifrable, que me impe-
día ubicarla sobre la tierra, y, respirando su perfume adolescen-
te, la llamaba en secreto mi Ninfa Constante. Ahora se ha hecho
una mujer mucho más atrayente que antes, es cierto, y ella parece
sentirse más satisfecha que nadie de esa transformación. Todas
las no­ches, cuando se desnuda, me obliga a verla aunque sea de
reojo. Me doy cuenta de que le gusta excitarme y siempre termi-
no cediendo a sus manejos, solamente para... Exactamente como
la primera vez. Estábamos en mi cuarto de estudiante y nadie en
la casa de huéspedes la había visto entrar. Yo tenía puesto el to-
cadiscos y casi no hablábamos. La vi ponerse de pie y venir hasta
mí como una pequeña sombra devota, como un animalillo tierno
y sumiso. Sus senos tenían estrictamente la forma de mis manos
y sus labios se abrieron sobre los míos como una herida incruenta.
Le desabroché el vestido y la llevé hasta la cama. Ella no protestó.
Le separé los muslos y no sé por qué me causó asombro su sexo.

Beatriz Quiñones Ríos| 101


Era dulce y salado al mismo tiempo, con un ligero olor a hierba
silvestre, a zacate o a malvas. Me fui hundiendo en él sin que ella
exhalara la menor queja y desee quedarme ahí para toda la vida.
Perdido en su carne, aniquilado, solamente para renacer desde el
centro de su cuerpo de arena, niño otra vez. Pero ella empezó a
urgirme, aprisa, muévete, más aprisa. Su voz me golpeó en los oí­
dos como un látigo y hubiera querido hacerla callar allí mismo y
para siempre. Más aprisa, más aprisa. ¿Tenía miedo de que alguien
nos sorprendiera así? No supe si ella había llegado al final. No su­
pe nada. De pronto sentí un cansancio infinito y yo también qui-
se aca­bar. Cuando me derrumbé a su lado estaba llorando. Sabía
que aquella era mi primera derrota y que a esa le seguirían otras
más. Por eso, ahora, ella es la que dice siempre la última palabra
en todo y, cuando terminamos de hacer el amor, más aprisa, más
aprisa, me dejo caer a su lado vencido, derrengado.
–Emilio, ¿vas a ir a la manifestación?
–No sé... Todavía es temprano.
–Entonces, ayúdame a exprimir unas sábanas. ¿Sí?

Y entonces, Talento, a esa misma hora tú estabas poniéndote


las botas y una camisa baudeleriana, lila o solferino, con grandes
flores naranja como girasoles o cempasúchiles, tal vez cempasú-
chiles, porque ibas al cine con tu Tarántula. Te habías pasado to-
da la mañana leyendo a José Emilio Pacheco o a García Ponce,
o quién sabe a quién, porque no siempre es posible adivinar en qué
páginas te has sumergido para salir a impresionar después, citando
párrafos enteros de memoria. De memoria aunque haciendo las
pausas convenientes para ver el efecto que causas en los demás,
mientras te escuchan con un poco de envidia.
Escondido, a cubierto detrás de esa envidia que provocas, esa
animadversión que te sigue a donde quiera que vayas como un au­
ra, que forma parte de tu leyenda como tus camisas y tus chalecos,
la boina del Ché, y aquel turbante que te pusiste el día que se iba
a votar la unión entre el Tecno y nosotros, Kalimán. Te ha­bías pa­
sado, digo, leyendo toda la mañana en tu casa y luego de­cidiste
que sería bueno ir al cine a tarantulear un poco, viendo a Lee Mar­
vin en la pantalla, y «Don let me down», y tu cajetilla de Delica-

102 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


dos mientras te calzabas las botas y te mirabas en el espejo, sin
sospechar nada en ese momento de aquella ola que te subiría en
su cresta y te haría sentir héroe por unas cuantas horas. Un hé­roe
vencido de antemano, porque no hay heroísmo posible en este país
nuestro priísta y tercermundiano, castrado, caricaturesco, vendido
a las transnacionales, endeudado, estuprado, jodido. Tan le­jos de
Dios y tan cerca de quien te dije. Este país que odiamos y amamos
(odioamamos), todos los que después, Pili, Torres Cabral, el Águi-
la y Pompa, que entregó la bandera del Movimiento a Echeverría,
y Luna y Aviña, nos desangramos gota a gota, golpeados contra un
muro lleno de pus y salivazos, cubierto de pancartas electore­ras,
rezumando oratoria jilgueresca, sostenido por granaderos y halco­
nes y diputados y gobernadores designados por el gran dedo. El
gran hijo de puta que todo lo ensucia y lo envilece desde su trono
de tibias y calaveras, el hacedor de mierda, el consumador de los
sacrificios, el sumo sacerdote de la mentira y la trampa, el tlatoani
que nos legó nuestro pasado azteca, el asesino en turno de Hidal-
go, de Morelos y de Zapata, el verdugo de JaramilIo, de Genaro,
de Cabañas y de todos los desaparecidos como el hijo de Rosario
Ibarra, cuyos cuerpos van a dar a los canales o se pudren en las ba-
rrancas para que no vayan a aumentar el número de los presos po-
líticos, que ahora se llaman delincuentes comunes. Nos desangra-
mos, digo, perdida para siempre nuestra inocencia, traicionados, y
pensando que aquí, en México, no hay más que dos caminos: el
cinismo o el suicidio. Sí, Talento.

Beatriz Quiñones Ríos| 103


CAPÍTULO II

A l derredor de la mesa, en la habitación con-


tigua a su cuarto de estudio, donde algunas
veces se reunía con sus funcionarios para tomar acuerdos, Parra
Ordoñez meditaba ante el silencio de los demás.
En una de las paredes de aquel minúsculo salón, un abigarrado
mural resumía lo que pretendía ser la historia de Durango, tal y
como se explicaba al pueblo en una historieta de muñecos publica-
da bajo las siglas del Perenne Resumidero de Incongruencias. Ahí
estaban, pues, todos los héroes y prohombres locales. Desde don
Francisco de Ibarra hasta el trazo violento de la figura del Cen-
tauro y los hermanos Arrieta, que el celo villista del pintor había
colocado en la sombra, desdibujándolas y casi irreconocibles. Pero
unos y otros solamente servían de fondo para destacar a un Parra
Ordoñez de cuerpo entero, en el centro del mural y sonriendo pa-
ternalmente, mientras que con ambos brazos trataba de abarcar,
en algo que semejaba un abrazo interminable, a un nutrido grupo
de hombres, mujeres y niños con el que se había intentado repre-
sentar a todas las clases sociales del estado. Desde los hombres de
negocios y la dama de alcurnia, hasta algunas mujeres campesinas
y obreros vestidos de overol, y algunos niños famélicos que lleva-
ban en las manos botellas de Leche Buena y migajas de pan. Era
ésta una sutil alusión a los desayunos escolares que distribuía en-
tre los niños menesterosos el Instituto de Protección a la Infancia,
que presidía la mujer de Parra Ordoñez, y no un costoso y enorme
cartel, como afirmaban críticos maliciosos, por el simple hecho de
que en ciertos documentos que circulaban en el mayor secreto,
Pa­rra Ordoñez aparecía como el principal accionista de la empresa
embotelladora de leche que operaba con ese nombre.
Fuera como fuese, el hecho incontrovertible era que yo soy el
que te platiqué disfrutaba largamente mirando el mural siempre que
iba a acordar a aquel sitio. Ahora, sin embargo, no parecía con­ce­
derle la misma atención que otras veces, sentado entre Es­tupiñán,
Máximo Lavín, el tesorero general, el teniente Rudy y el mayor
Fonseca, de las fuerzas de seguridad del estado, a quienes se había

104 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


hecho venir para discutir si sería oportuno tomar algunas medidas
fuera de las normales.
–Hay que darles un buen escarmiento a esos lidercitos para que
se les quiten las ganas de escandalizar, señor.
El que hablaba así era Máximo Lavín, a quien el cargo que des-
empeñaba tanto como la amistad que llevaba con Parra Ordoñez,
le otorgaban cierta supremacía sobre los demás. Estupiñán sacu-
dió la cabeza afirmativamente al tiempo que vea usted, señor Go-
bernador, todo esto no es más que un pretexto para agitar, porque
desde el 68 cada vez hay más alborotadores entre los estudiantes y
no sería conveniente que durante su gobierno…
Parra Ordóñez miró a sus dos funcionarios como si le acabaran
de ser presentados por primera vez. Les había escuchado mien-
tras hablaban sin interrumpirlos, pensando que una de sus obli-
gaciones como buen mandatario y gobernante ejemplar era oír las
opiniones de sus subordinados, aunque apenas eran dignas de to-
marse en cuenta. Pero lo cierto era que estaba muy lejos de darle
importancia a un acto que, a fin de cuentas, no consideraba aten-
tatorio a su dignidad de yo soy el que ya sabes, sobre todo en aquel
momento en que acababa de hacer un recuento tan pormenoriza-
do de las múltiples cualidades que eran el anverso y el reverso de
su personalidad. De todos modos, muy bien señores, estaremos a
la expectativa y una vez que estemos seguros de que las cosas pue-
den ir más allá de lo aceptable…
Parra Ordoñez no terminó la frase ni era necesario. Estaba segu­
ro de que fuera el que fuese el verdadero propósito de unos cuan­tos
estudiantes alborotadores, si lo sabré yo, él era lo suficientemen-
te hábil y contaba con todos los recursos para reducirlos al orden.

«Cuentas claras sobre el legado»… «No queremos una adminis­


tración de ladrones»… «El pueblo debe conocer la verdad»… En
este tenor se forjaban nuevas leyendas que luego se reproducían
en las mantas con ánimo febril, aunque cuidando, hasta donde era
posible, el trazado de las letras.
Al margen de un grupo que se ocupaba de montar las mantas
ya terminadas en tiras de madera mal devastadas, Torres Cabral

Beatriz Quiñones Ríos| 105


y el Calabazo sostenían un diálogo que otros tres estudiantes se-
guían con gran regocijo.
–Oye, ¿crees que vengan algunas chavas?
–Vengan o no vengan, usted ya ligó novia, hermano. ¿Para qué
quiere más?
–Para que aumenten el contingente de la manifestación, poeta,
no sea pendejo.
–Al hermano poeta nadie le dice pendejo –intervino uno de los
que escuchaban–. ¿No ves que es el intelectual del grupo?
–¿Cuál grupo, buey? Aquí no hay más grupo que los huevos del
Oury– aclaró el Calabazo.
–Y Terán, ¿qué? –preguntó otro airadamente.
–Bajen la voz que allá están algunas orejas de gobernación…
Desplazándose de otro corrillo, Terán se había acercado a los
que hablaban y les miraba con el ceño fruncido, y un poco más
allá, en efecto, tres hombres que fingían ocuparse de los mismos
menesteres que todos los demás, pero que en cuanto había una
oportunidad se dedicaban a observarlo todo.
–A aquellos –insistió Terán, designando con un gesto a los tres
mirones no los conoce nadie.
–Pues ora ya los conocemos –dijo el Calabazo, y luego, ponien-
do los brazos en jarras, se enfrentó a los desconocidos, levantando
la voz al tiempo que decía: ¡A chingar a su madre las orejas, no que­
remos aquí a ningún cabrón!
Los aludidos se miraron entre sí guardando un prudente silen-
cio, mientras se afanaban por mostrarse más activos. Entre tanto,
los que rodeaban al trío, se habían ido acercando amenazantes. El
Calabazo continuó:
–He dicho que se larguen o traigo mi ametralladora y el reguero
de mierda que se va a hacer aquí: ¡Ratatatatata…!
Con una imaginaria ametralladora en las manos, el Calabazo
rociaba de balas los cuerpos de los agentes, que se apresuraron a
abandonar el sitio entre las risas de la muchachada.
–Ya párale, hermano, no seas mamón –conminó Torres Cabral
al Calabazo, pero sin dejar de reír.
–¡Ratatatata!– seguía el Calabazo, gozando la broma hasta el
úl­timo momento.
–Ya estuvo, Calabazo, vamos a seguir pintando.

106 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


Era otra vez Terán, con un tono de mando que no había em-
pleado hasta aquel momento. Pero en el fondo, con la evidencia de
los tres orejas que acababan de huir, se sentía tan desamparado
como aquella otra noche en que Fernando lo pateó en la cama, un
sábado en que sus padres andaban de fiesta, y él tuvo que ponerse
una almohada para ahogar los gritos, y su hermano casi se cae de
la risa antes de dejarlo allí, tragándose las lágrimas y sorbiendo
los mocos, mientras la sirvienta tocaba en la puerta de su cuarto
diciendo qué pasa muchachos, si siguen haciendo escándalo se lo
voy a decir a su papá. De pronto, Terán sintió que le era necesario
buscar fuerzas donde solía encontrarlas cada vez que le faltaban.
Llamó al Calabazo y le preguntó:
–¿Traes pasta?
El Calabazo hizo un ademán como si fuera a iniciar un nuevo
ametrallamiento, pero algo en el gesto de Terán le hizo detenerse
en el último momento y dijo bajando la voz:
–Enrique, trae Preludín, ¿quieres?
Un poco después, Terán estaba junto al bebedero del patio, tra­
gando, con todo el disimulo que le era posible, dos pequeñas es­
feras de color blanco.

El Oury siempre roncaba cuando dormía. Era algo que le re-


prochaban todos los que habían dormido en su cuarto, después
de una borrachera, o bien, cuando se quedaban hablando hasta
muy noche de cualquier cosa y ya nadie tenía arrestos para irse a
su casa.
El de Oury era un cuarto largo, con una chimenea donde en­
cendía lumbre durante el frío y duelas que crujían al menor mo­
vi­miento. Un viejo y una mujer cuidaban de la casa con diez ha­
bi­taciones, cuya total destrucción parecía siempre a punto de reali­
zarse.
Ahora, dormido sobre la banca del Edificio Central de la Uni-
versidad, Oury también roncaba, cambiando de postura de cuando
en cuando, pero sin interrumpir su sueño.
En los corredores de arriba, un conserje dormitaba también a
pesar del incesante parloteo de los pájaros en el jardín.

Beatriz Quiñones Ríos| 107


Y en el salón, frente a la banca donde el Oury dormía, Javier
Aviña hacía increíbles esfuerzos para concentrarse en el estudio
sin lograrlo satisfactoriamente. Aquí este buey, cuando decía buey
levantaba la cabeza y miraba hacia la banca donde estaba echado
el Oury, nos va a meter a todos en un lío bien grande. Un lío tan
gordo que nadie sabe hasta dónde nos va a llevar. El muy pende-
jo, rió entre dientes, se tira cada rollo… Como si la revolución la
fueran a hacer los burgueses o los hijos y los nietos de nuestras
oligarquías terratenientes. Porque éste nunca ha sabido lo que es
tener hambre de verdad, aunque nunca traiga un peso en la bolsa.
Uno en cambio, cerró el libro y se puso de pie, uno ha tenido que
trabajar desde que era chamaco en aquel yunque de herrero que
me hacía arder las manos y desear quedarme dormido toda la se-
mana. Se estiró, desperezándose, y sonrió al percibir la dureza y la
elasticidad de los bíceps que eran todo su orgullo, sólo que da la
casualidad de que gracias a él puedo romperle la madre al que se
me ponga enfrente, concluyó, sintiéndose repentinamente alegre.
Fue en ese instante cuando se escuchó lo que parecía primero un
murmullo sordo y confuso, hasta que las voces se fueron haciendo
más claras.
–¡Gooooooooooooya, gooooya!
–Ya están allí –dijo pensando en voz alta, mientras todo su cuer-
po se ponía en tensión.
En la banca de enfrente, Oury se sintió sacado de su sueño por
las mismas voces y se puso de pie mirando hacia la puerta enreja-
da, como si de ahí fueran a surgir todas las respuestas que se estu-
vo haciendo antes de quedarse dormido.
–Preeeeeparatoooria…
El ruido de algunos cláxones ahogó las últimas sílabas pero Ou-
ry ya estaba de pie, moviéndose hacia la puerta como un ariete,
hasta que su cuerpo chocó con el de otro muchacho que venía gri-
tando:
–¡Terán y los de la Prepa están tomando el gobierno!
Aviña había llegado ya al lado del Oury y juntos echaron a co-
rrer hacia el sitio de donde nuevamente se oía, como un grito de
guerra:
–¡Goooooooya!

108 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


Frente a la puerta del Panteón de Oriente, Aurelia y Emilio du­
daban antes de entrar, pues, por primera vez, después de recono-
cerlos, el guardián los miraba insistentemente. Luego, decidién-
dose al fin, la pareja pasó delante de él y se perdió por el camino
bordeado de césped.
Como en otras ocasiones, se entretuvieron admirando las tum-
bas mejor dispuestas, antes de detenerse ante una capilla de can-
tera labrada y descender hasta la cripta. Era húmeda y contaba
con dos túmulos alargados, colocados uno al lado del otro, donde
podían recostarse mientras hablaban y tocarse con sólo extender
la mano.
Habían descubierto aquel escondite, vagando por el panteón un
día de tantos, y lo habían convertido en el lugar de sus citas. Es-
ta vez, antes de tenderse en sus lechos de piedra, se sentaron uno
enfrente del otro, mirándose con aire de complicidad, hasta que
Aurelia rompió el silencio con una especie de estallido.
–Alicia fue hoy en la mañana a hablar con mi mamá…
–¿A hablar de qué?
Hizo la pregunta solamente para ganar tiempo, pero toda la có­
lera acumulada en los últimos días empezó a hervir dentro de él.
Lo sabía. Estaba seguro de que iba a intervenir para arrebatar-
me esto también. Estas breves escapatorias en las que logro rom-
per las ataduras con las que me mantiene preso en su mundo de
detergente y cacerolas, lleno de olores acres y gritos destemplados.
Ese mundo de horas contaminadas y minutos que se arrastran co-
mo gusanos viscosos, donde todo parece moverse con un ritmo de
agua estancada, de coleópteros decapitados y hormigas en acecho.
Su reino de fracaso estéril y sombrío…
–Pues de nosotros, de quién iba a ser, ¿para qué te haces?
–­Continuaba Aurelia cada vez más exaltada– de nuestras entre-
vistas aquí.
–Pero, ¿cómo lo supo?
Emilio había empezado a vaciar un cigarrillo que había logrado
extraer de una cajetilla muy arrugada. Cuando lo dejó completa-
mente vacío se dedicó a picar un pequeño montón de hierba que
había rescatado de las profundidades de su pantalón. La pregunta,
pues, apenas fue considerada por Aurelia que seguía atentamente
cada uno de los movimientos de Emilio como si todo lo demás hu-

Beatriz Quiñones Ríos| 109


biera pasado a segundo término. Pero Emilio conocía la respuesta
de antemano y si había formulado la pregunta, era con el único
fin de prolongar aquel diálogo que le servía de máscara a lo que
realmente pensaba en su interior. Me espía, claro, o le ha pedido a
alguien que me siga para saber a dónde voy. Como todos los seres
mezquinos no puede tolerar que los demás tengan una existencia
más rica que la suya. Esa existencia que hubiéramos podido dis-
frutar juntos, si ella no la hubiera desechado como un traje cortado
para otra mujer. Ahora…
Una vez que el cigarro estuvo completamente lleno de su nuevo
contenido, Emilio lo encendió y, después de darle la primera chu-
pada, lo pasó a su compañera, tendiéndose sobre su improvisado
diván. Aurelia hizo lo mismo y devolvió el cigarro en silencio. Así
hasta que el cigarro casi les quemó los dedos. Parecían los actores
de un antiguo rito destinado a develar quién sabe qué arcanos de
un paraíso que solamente condescendía a hacerse presente me-
diante aquel complicado ceremonial. Pero esta vez el camino hacia
él se le ofrecía a Emilio lleno de obstáculos y de algunos peligros.
Ahora ya no es posible anudar los lazos que ella misma desató
con sus manos rapaces que extiende a cada momento para pedirme
dinero. Las manos que nunca han aprendido a acariciar mi cuerpo
ni a deletrear mi piel, detenidos en el límite de todos los sueños.
Manos asépticas, restregadas y limpias hasta decir basta. Manos
castrantes, como los dientes de un tiburón. Manos que hur­gan en
mi cuarto buscando una cédula de identidad que no exis­te, ma-
nos malvadas, proclives al castigo y a la venganza, amputadas de la
música y del pincel. Manos de ciego que tienen que tocar para ver.
Manos rampantes, con sus uñas dispuestas como garras abiertas
siempre para herir o tomar. Manos hacendosas, cerradas sobre la
escoba como sobre un cetro de cenizas. Manos de hada, chorrean-
do sangre mientras van y vienen con las agujas del tejido. Manos
incansables, manos depredadoras, manos de sayón.

En la pantalla de cine un Lee Marvin, vestido de tejano, termi-


naba de abatir al último apache y ahora corría sobre su caballo al
compás de una música que dejaba flotando en la atmósfera de la
sala atestada de parejas de novios y niños, una vaga reminiscencia

110 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


de tarde en el circo. Pero tú, Talento, no mirabas a la pantalla. Ha-
bías vuelto la cara y repasabas el perfil de tu Tarántula, sus tren-
zas estiradas sobre la espalda, la curva de su cuello, la línea de los
hombros bajo la blusa almidonada y las pequeñas protuberancias
de los senos subiendo y bajando al ritmo de la respiración. Enton-
ces te acordaste de los senos de tu hermana, sus pechitos de niña
que fuiste viendo crecer hasta convertirse en los de una mujer, du­
ros como esferas de cobre, dorados como panes recién salidos del
horno, y tan suaves al tacto. Aquella noche en que los tocaste co-
mo temiendo romperlos, mientras ella dormía y tu madre andaba
afanando por ahí, y luego te diste cuenta de que iba hacia aquel
cuarto, y tuviste que esconderte detrás de la luna del ropero. El
muchachón de catorce años que eras entonces, desgarbado y sin
saber nunca donde poner las manos, hasta que las escondías en los
bolsillos del pantalón como dos objetos robados, sintiéndote culpa-
ble quién sabe por qué.
También te sentiste culpable aquella noche en que tu madre
sa­lió del cuarto sin descubrirte y ya no pudiste desprenderte de
ese sentimiento de culpa. Y entonces tuviste que inventarte algo
para esconderte de las miradas de los demás. Esos chalecos que
te mandas a hacer de las telas más inverosímiles y las camisas de
colores detonantes que tanto te envidian, aunque nadie se atre-
ve a ponérselas, y que son como una coraza para protegerte de la
culpa que tú no buscaste, sino que vino a ti como si descendiera
de lo alto. Desde donde te miran los ojos de tu madre, hurgando
hasta el fondo de tu ser, para dar con el sitio donde se fraguan to-
dos esos deseos que te empujan hacia tu hermana, anhelando to-
car sus senos otra vez. Espiando cada momento de su intimidad
por los ojos de las cerraduras, tras la cortina del baño, junto a la
cama donde duerme… Ahora, pues, ya no es tu Tarántula la que
está allí, junto a ti, en la butaca del cine, sino tu hermana. Y para
hacer más real lo que en el fondo sabes muy bien que es un mise-
rable subterfugio, una sustitución tramposa y cobarde, cierras los
ojos y extiendes las manos para abarcar sus senos, también duros
y cálidos como los de aquella noche cuando tenías catorce años.
Pero esta vez no temes apretar, oprimir con tus puños cerrándose
sobre la carne que palpita debajo del vestido, hasta quedarte sólo
con el pequeño botón entre los dedos y ambos empiezan a jadear,

Beatriz Quiñones Ríos| 111


mientras tus labios buscan su boca que se abre húmeda y tibia en
un beso interminable, tan largo que ni siquiera te das cuenta que
ha terminado la película, hasta que alguien se detiene junto a ti y
escuchas una voz que te dice con urgencia:
–Los estudiantes están tomando el gobierno y dicen que…
Esas cuantas palabras te hacen volver en ti y entonces te pones
de pie como si te arrancaras de algo más fuerte que tú, sintiendo
por un solo momento que el destino te abre una puerta para que
te salves. Una puerta por la que te decides a entrar sin preguntar
nada.

112 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


CAPÍTULO III

E n uno de los corredores del Palacio de Go-


bierno, ahora completamente lleno de estu-
diantes, Oury observaba todo cuanto sucedía en su derredor. En el
centro del patio varios muchachos gritaban goyas mientras otros,
formados en rueda y colocados en sitios estratégicos, repetían al-
gunas de las frases que se leían en las pancartas, mezclando unas
con otras, de tal modo que todas las voces juntas formaban una
especie de tremenda algarabía en la que cada uno de los grupos
trataba de imponerse a los demás con éxito sólo momentáneo.
La manifestación, en cambio, había resultado un éxito redon-
do. Durante el trayecto, en el que recorrieron las calles más cén-
tricas de la ciudad, se habían sumado a los estudiantes gentes del
pueblo y de otras condiciones sociales. Hombres y mujeres que,
por uno u otros motivos, estaban descontentos con la administra-
ción de Parra Ordoñez y habían gritado con el mismo entusiasmo
las leyendas y las consignas que surgían espontáneamente entre
la mu­chachada. De esta manera había terminado por imponerse a
to­dos los demás el grito de «Mueran los tres pelones», con el que
se estaba haciendo referencia a la avanzada calvicie tanto de Parra
Ordoñez como a la de Estupiñán y a la del tesorero general Máxi-
mo Lavín, al que la ira popular aludía frecuentemente con el mote
de Mezcalotes.
Estas eran las razones por las que, tanto en el interior del Pala-
cio de Gobierno como a la entrada de él, bajo los arcos de cantera,
en la plaza Cuarto Centenario situada enfrente de la puerta princi-
pal y hasta en las calles aledañas, había un sinnúmero de personas
que seguían atentamente y con cierto espíritu de feria el curso de
los acontecimientos.
–Así que ya estamos todos aquí y ahora solamente falta que las
cosas se hagan como quedamos de hacerlas anoche. –Oury sacó
un chicle de la bolsa de su camisa a cuadros verde y rojos y empe-
zó a masticarlo con verdadero empeño, sin perder el menor detalle
de cuanto se desarrollaba frente a sus ojos. –Claro que hasta aho-
ra la bronca ha sido de Terán, pero…– cuando Oury dijo Terán se

Beatriz Quiñones Ríos| 113


dio cuenta de que éste no se veía por ninguna parte y ello le alar-
mó. Entonces empezó a buscarlo entre los grupos de muchachos,
hasta que le vio venir del brazo de Aviña como si le trajera casi a
la fuerza.
–¡La hizo, Terán, la hizo! –exclamó el Oury cuando le tuvo cer-
ca, palmeándole, al mismo tiempo, la espalda vigorosamente.
Terán, empero, no parecía dispuesto a compartir el entusiasmo
del Oury mirando ora a la cara de Aviña, ora a la masa de mu-
chachos que gritaban, ora a las puertas de las oficinas donde los
empleados se aglomeraban entre escandalizados y temerosos, para
detenerse finalmente en sus propias manos, manchadas de pintu-
ra roja, como si tratara de descifrar algún jeroglífico que alguien
hubiera escrito allí.
–Yo, bueno –dudó todavía antes de lanzarse como desde un
tram­polín–, yo digo que nomás gritamos otros goyas y nos vamos…
El Oury le miró incrédulo y luego, moviendo brazos y manos
al impulso de sus emociones, con que se me está rajando ojete, y
yo que creía que anoche habíamos quedado de acuerdo, carajo, o
es que le faltan huevos o qué. La cara de Terán había enrojecido
casi tanto como sus manos y por un momento pensó que acaso
era tiempo todavía de demostrarle a Arsenio que él no era el ma-
riquita de su mamá ni de nadie más. Su nombre aparecería en los
periódicos del día siguiente con el del Oury y los otros líderes, con-
tinuó, y tendría derecho a ser respetado y admirado no solamente
por su hermano, sino por cualquiera que alguna vez hubiera puesto
en duda su valor. Pero en cuanto se imaginaba llegando a la casa
después de realizada la hazaña, veía surgir de las sombras el ros-
tro lleno de odio de Arsenio y sentía abatirse sus puños sobre su
cuerpo torturado sin permitirle defensa alguna. Entonces todo el
valor que había logrado acumular se venía abajo, diciéndose que
hiciera lo que hiciera estaría siempre a merced de aquellos golpes.
Del odio sin fronteras que lo incorporaba diariamente a la nada,
con esa fatalidad ciega que sólo un dios puede imponer a quienes
ha decidido perder, y sintiendo el vómito inminente, anunció sin
más explicación:
–Voy al baño…
Oury y Aviña le dejaron partir sin hacer nada para retenerlo,
pero en cuanto desapareció perdiéndose entre los muchachos, Ou-

114 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


ry que ya había decidido tomar el mando porque si no estos culeros
lo van a echar a perder todo, empezó a dictar órdenes.
–Ustedes vayan a cerrar las dos puertas que dan a la calle y us-
tedes echen a los empleados de las oficinas…
Los aludidos obedecían sin oponer reparos, acostumbrados co-
mo estaban a hacer relajo partieran de donde partiesen las órdenes.
–Y usted, Aviña…
Oury no titubeaba. Lanzado de lleno al primer plano de los
acon­tecimientos parecía un general disponiendo la batalla.
–Usted se viene conmigo a cuidar la puerta de este lado. Nadie
más que los empleados deben salir.
En los baños, después de vomitar un líquido verde que le saturó
la boca de un gusto amargo, Terán fue hasta el rincón más aparta-
do, se recargó contra el muro de azulejos, y abriéndose los panta-
lones se puso a masturbarse compulsivamente.

Dentro del Mercedes Benz que conducía a Parra Ordoñez, Má­


ximo Lavín y Gilberto Estupiñán hasta el Palacio de Gobierno, se
percibía, aunque todos trataban de disimularlo, cierta tensión. De­
trás iban, en otro coche, el teniente Rudy y el mayor Fonseca a
quie­nes se había agregado en el último momento, el pequeño agen­
te de gobernación al que apodaban la Marrana, completando de
este modo el trío más odiado por los durangueños.
Durante el trayecto ninguno se había atrevido a hablar respe-
tando el silencio de Parra Ordoñez. Pero a medida que se acerca-
ba al sitio que se dirigían, las voces de los que gritaban: «Cuentas
claras sobre el legado», «El pueblo debe conocer la verdad», y los
goyas que continuaban lanzándose entre cada frase empezaron a
escucharse con toda claridad, obligando a Estupiñán a preguntar
casi en un murmullo, si ¿todavía insiste señor Gobernador, en que
no debemos pedir resguardo al ejército?
Parra Ordoñez no contestó, pero ya no sonreía. Tampoco mos-
traba temor si bien se notaba excitado. En estado de alerta como el
que sabe que debe pasar una prueba o someterse a alguna penosa
intervención quirúrgica, aún cuando se siente seguro de salir con
bien. Es probable después de todo que tengan razón cuando dicen
que estos alborotadores no actúan por su cuenta, se decía, dócil ya

Beatriz Quiñones Ríos| 115


a la realidad que se le iba imponiendo por momentos. Pero si de-
mostramos temor, una nueva frase de Estupiñán a la que apenas
prestó oídos fue a romper el hilo de sus pensamientos obligándo-
le a considerar nuevos aspectos de la situación, si doy a entender
siquiera que una algarada de muchachos es capaz de preocupar-
me… Se detuvo dejando flotar sus ideas en una especie de bruma
salvadora, y luego, plantándose frente a un espejo imaginario, con-
cluyó por enésima vez aquel día:
–Yo soy lo que soy.
Al descender los seis ocupantes de los coches, que fueron per-
fectamente reconocidos aun antes de detenerse frente al edificio,
la puerta ya había sido cerrada y no se veía un solo estudiante afue-
ra. Continuaban allí, empero, todos los que se habían sumado a la
manifestación a lo largo del trayecto recorrido y otros muchos que
se habían ido agregando al conocer la noticia que para esas horas
corría de boca en boca. Además, contaban también los empleados
que habían sido desalojados por los estudiantes. No obstante, Pa-
rra Ordoñez, flanqueado por Lavín y Estupiñán, no tuvo ningu-
na dificultad para abrirse paso entre aquella masa, más o menos
compacta. Al llegar a la puerta golpeó sobre ella con los nudillos,
como si se tratara de una acción perfectamente natural, allí donde
siempre había penetrado con todos los honores debidos a su cargo.
Adentro se escucharon algunas carreras y luego la puerta se abrió
dejando ver a Oury rodeado por algunos muchachos que se mos-
traban más regocijados que temerosos.
Entonces se oyó la voz perfectamente clara de Oury, que decía
señor Gobernador, tenemos tomado el edificio y le pedimos que no
dé un solo paso más adelante.
Señor Gobernador, tenemos tomado el edificio y le pedimos,
se­ñor Gobernador, tenemos… La frase pareció quedar flotando en
el aire unos instantes antes de ser comprendida totalmente por Pa­
rra Ordoñez. Esta pequeña pausa fue utilizada por el Hezfhorza-
do Pal­hadín de Durango para efectuar una especie de reconoci-
miento sobre aquel rostro de muchacho que se le enfrentaba con
tanta insolencia, ajeno totalmente al acatamiento que le debía; co-
mo si uno de estos muchachos melenudos y barbones, faltaba más,
pudiera seguir ignorando impunemente lo que soy, lo que he sido y
lo que estoy dispuesto a ser siempre. De todos modos, yo soy el que

116 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


ya sabes, sintió por unos cuantos minutos que detrás de aquel ros-
tro, que también le miraba con una exacta certidumbre de lo que
allí, en ese momento, estaba en juego por parte de ambos, acecha-
ba todo lo que había relegado al olvido cuidadosamente, como un
ama de casa que condena al desván los objetos que no le son útiles.
Así que, detrás de la sonrisa de circunstancias que no le abandonó
ni un solo instante durante aquel breve enfrentamiento, Parra Or-
doñez supo, de cierta confusa manera de la que ni siquiera guardó
memoria en los días que siguieron, que aquel estudiante que con-
tinuaba mirándole con la misma desfachatez con que terminaba
de interpelarlo, tenía que ser destruido. De una o de otra manera,
pero tenía que ser destruido.
Sin embargo, tengan la bondad, muchachos, vamos a mi despa­
cho para hablar de esto con calma, y Parra Ordoñez, que ya no mi­
raba al Oury ni se dirigía a él en particular, extendió el brazo to-
mándolo por los hombros protectoramente. Y viendo directamente
hacia el frente, hacia el punto donde las escaleras que conducían
a su despacho iniciaban el vuelo ascendente, dio algunos pasos se-
guido por Máximo Lavín y Estupiñán.
Tomados por sorpresa, los muchachos recularon algunos cen-
tímetros que le sirvieron a Parra Ordoñez para abrir una pequeña
brecha por la que empezaron a avanzar con grandes dificultades.
Sin darse cuenta de que, a medida que avanzaban, se cerraba de-
trás de ellos como una trampa, la ola de cuerpos sudorosos y ros-
tros congestionados por la aglomeración. Atrás habían quedado los
tres esbirros, separados de Parra Ordóñez y sus dos acompañantes
por la misma maniobra que les había permitido avanzar. Y fue en
ese momento de general desconcierto, de colosal indecisión, en el
que todo parecía indicar que yo soy el que debo seguir siendo, iba
a realizar sus propósitos, cuando a algún muchacho se le ocurrió,
por pura travesura, darle un golpe en la cabeza. Aunque no pue-
de decirse que aquella fuera un verdadero golpe. Se trataba más
bien de una palmada dada como jugando, con mucho más de bro-
ma que con auténtico afán de hacer daño. Pero esa fue la señal.
A aquella palmada siguieron otra y otra más, y luego más toda-
vía, cayendo también sobre las cabezas de Lavín y Estupiñán, que
se ofrecían a las manos de los muchachos tan desnudas y faltas
de protección como la de Parra Ordoñez, solamente que ahora sí,

Beatriz Quiñones Ríos| 117


enardecidos por la impunidad que les confería el anonimato, los
muchachos golpeaban con saña.
Alguien también, entre la masa de muchachos que rodeaban
al trío, mientras los esbirros trataban de romper la barrera que los
mantenía alejados de él, lanzó el primer escupitajo y muchos le
imitaron con un empeño que era ya claramente vindicatorio. En-
tonces se inició entre los hombres tan duramente castigados y quie­
nes ejercían momentáneamente las funciones de tri­bunal y ver­
dugo, un arduo forcejeo en el que las víctimas hacían todos los
in­ten­tos posibles para ganar las escaleras y refugiarse en alguno
de los des­pachos que permanecían abiertos en la parte de arriba, y
los mu­chachos, a su vez, ponían en juego todos sus recursos para
im­pe­dírselos. En algún momento, Estupiñán estuvo casi a pun-
to de con­seguirlo pero fue derribado y vuelto a izar por varios mu-
chachos de los más cercanos, solamente para seguir golpeándolo.
Fue en ese momento cuando el Calabazo, obedeciendo a uno de
esos impulsos que le eran tan característicos, se plantó enfrente
de Parra Ordoñez, Lavín y Estupiñán, echó mano del arma con la
que había logrado amedrentar a los tres orejas en los patios de la
preparatoria, y llevó a efecto, por tercera o cuarta vez en aquel día,
un nuevo ametrallamiento: ¡Ratatatatata…! Las risas surgidas de
todos los rincones fueron a ahogar el sonido de la ametralladora
del Calabazo. Parra Ordoñez, yo ya no soy nadie, nunca pudo re-
cordar después si fueron éstas o el ratatata que todavía, durante
las horas que transcurrieron antes de sentirse en posesión de sus
actos, le taladraba los oídos de cuando en cuando, lo que le hizo
penetrar de lleno en esa zona oscura donde el yo acaba por diluir-
se, una vez que se le han roto todas las amarras como a un barco
que se hunde.
Entre tanto allá junto a la puerta de salida, los muchachos ha-
bían logrado echar fuera a los esbirros y, muy poco tiempo después,
fueron a hacerles compañía, casi sacados en peso, Parra Ordóñez
y los dos funcionarios, a quienes una deidad irónica terminaba de
ligar aquella tarde de enero, a su destino de hombre excepcional.

Aquella noche, después de que fui a llevarla a su hotel, ya no


pude dormir. En vano apagué la luz y me oculté bajo las cobijas

118 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


que estaban impregnadas de su olor, de nuestro olor, repitiendo
mentalmente la frase de un concierto de Bach con la que solía
dormirme cuando era niño, en vano también. El sueño no llegaba
a mis párpados inflamados que me escocían atrozmente como si
acabara de sumergirlos en agua de cal. Cuando me di cuenta de
que no iba a dormir, hiciera lo que hiciera, me vestí de nuevo y sa-
lí a la calle. Tenía casi todo el dinero de mi mensualidad y detuve
un libre pidiéndole que me llevara a un prostíbulo. Al entrar en él
tropecé con un grupo de mujeres que mataban el tiempo de la es-
pera charlando como cotorras. Una de ellas vino a mi encuentro
y, sin grandes preámbulos, me hizo seguirla a su cuarto. Me eché
en la cama y me dejé hacer todo lo que ella quiso. Recuerdo sus
manos experimentadas jugando entre mis piernas, pero mi sexo
permanecía muerto como un fruto helado. Entonces lo tomó entre
sus labios, lamiéndolo pacientemente, hasta que lo hizo revivir.
Era una mujer de treinta años, con senos colgantes y pesados que
se abatían sobre mis muslos cada vez que sus labios descendían
sobre mi eros encabritado como el asta de una bandera. Cuando
se sintió satisfecha se echó sobre su espalda y esperó, dejándome
toda la iniciativa. Yo me levanté sobre mis rodillas y abriendo sus
piernas penetré, primero suavemente y luego con más fuerza, has-
ta que to­qué el fondo de su gruta húmeda y tierna como el interior
de un aposento hecho de sustancias vegetales, algas o líquenes re-
cién cor­tados. Entonces empecé a moverme rítmicamente y, mien-
tras me movía, me sentí poderoso, dueño de una fuerza que pare-
cía residir en mi cintura, en la zona interior de mi cuerpo donde se
yerguen los riñones con su arboladura mínima de venas y arterias.
Y en la parte de mí mismo que ahora entraba y salía como un ém-
bolo lleno de vida, henchido de sangre palpitante, animado de una
extraña virtud que lo convertía en el eje de todas mis sensaciones.
Vibrando como una antena, estallando en pequeñas partículas de
luz que parecían descender desde mi cerebro. Fue en ese instante,
cuando solamente faltaban unos cuantos segundos para alcanzar
el goce supremo, que escuché en mis oídos las mismas palabras:
aprisa, muévete, más aprisa. Así que todo se vino abajo, derrum-
bándose en la oscuridad como un edificio mal construido.
–¿En qué piensas? –preguntó Aurelia saliendo de su propio en-
sueño y extendiendo la mano para tocar a su compañero.

Beatriz Quiñones Ríos| 119


–¡En nada! –contestó Emilio, huyendo el cuerpo al contacto de
los dedos que lo buscaban mientras sentía subir los sollozos como
una ola incontenible.
–Pero si estás llorando– reconoció la muchacha, sentándose al
mismo tiempo que buscaba el rostro de Emilio con una expresión
de genuino desconcierto en el suyo, y luego, déjame, vete, quiero
estar solo.
Aurelia se puso de pie, arreglándose los pliegues de la falda y
mirando hacia la entrada de la cripta con inquietud cada vez que
los sollozos de Emilio se iban haciendo más fuertes. Pero cuando
se convenció de que el muchacho realmente quería permanecer
allí sin ninguna compañía salió sin agregar una sola palabra más.
Cuando Emilio dejó de llorar reconoció que era absurdo seguir
así. He estado viviendo de rodillas, se dijo limpiándose las lágri-
mas con el anverso de la mano y sentándose, mientras buscaba un
inexistente pañuelo para sonarse la nariz. De rodillas, en tanto que
ella parece mirarme como desde un nicho que de alguna mane-
ra yo le he ayudado a construir. Un nicho donde crecen el cardo
y la ortiga y una alacrana acecha todas las noches para descender
hasta su sexo y hacer su nido allí. Sonrió con satisfacción ante la
imagen que acababa de sugerirle su rencor y, por primera vez en
todo el día, se sintió liviano y dispuesto a ahogar todos los pensa-
mientos que le habían acosado durante las últimas horas. Enton-
ces se puso de pie y yendo hasta la salida de la cripta se dedicó a
contemplar la tarde que estaba ya a punto de morir. Delante de sus
ojos las tumbas se alineaban, una al lado de la otra, como si busca-
ran protección frente a un peligro que parecía hacerse presente al
mismo tiempo que la noche. Muy cerca, un pájaro nocturno lanzó
su primer grito y, más allá, los grillos iniciaron su serenata de to-
das las noches.
Estoy decidido. No pasaré un solo minuto más a su lado ofre-
ciéndome al afán emasculante, que acecha en algún repliegue de
su alma castrada como un cuchillo de sílice. El cordero que bo-
rra los pecados del mundo donde la hicieron crecer entre cadenas,
mu­tilada, roma… y creyendo, como la burguesía, que ese mundo
mezquino donde se agostan todos los sueños y no queda sitio para
la esperanza es el mejor de los mundos. Inconscientemente, Emi-
lio se había llevado las manos, como para hacerles una barrera, al

120 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


lugar donde los testículos y el pene propiciaban la elevación que se
hacía ligeramente visible bajo el pantalón, al tiempo que su espal-
da y su cabeza se erguían en actitud de reto.
Entonces recordó su compromiso de tomar parte en la manifes-
tación, pero inmediatamente se dijo que ya era tarde para asistir a
ella. De todos modos abandonó su improvisado refugio y empezó
a caminar por el mismo sendero que le había conducido hasta él
con una determinación que no tenía al llegar. Y así continuó hasta
adentrarse en las primeras calles del centro de la ciudad. En una
de las esquinas por las que pasó sin pensar en detenerse, vio un
grupo formado por tres hombres y una mujer del pueblo que co-
mentaban algún acontecimiento animadamente. Unas cuantas pa-
labras escuchadas al vuelo le hizo volver sobre sus pasos y de ese
modo se enteró de que los estudiantes acaban de tomar el Palacio
de Gobierno, y allí están todos adentro, qué chingones, después de
echar a puntapiés al gobernador Parra Ordoñez y a los rateros de…
Ni siquiera se detuvo a preguntar más detalles. Apretó el paso
y poseído de un sentimiento de euforia, que ya casi le era ajeno,
enfiló el rumbo hacia el Palacio de Gobierno.

Y entre tanto tú, Talento, corrías como una exhalación también


hacia el Palacio de Gobierno que, de pronto, parecía haberse con-
vertido en la meta de todo el mundo. Corrías, digo, sin detenerte
siquiera para tomar aliento. Pero más que correr para llegar al sitio
donde te necesitaban, era como si huyeses tratando de escapar a
las imágenes que te había suscitado, en la oscuridad cómplice del
cine, la proximidad de tu Tarántula, su cuerpo de mucha­cha tan
parecido al otro, ese que brilla como un astro solitario en tus no-
ches de insomnio, cuando te acosa el anhelo suicida de perderte
en él disolviéndote en la nada. Por eso fue, tal vez, que cuando lle­
gaste y te dejaste rodear por los más enardecidos, escuchando de
boca del Oury la crónica plagada de insolencias, con la vio­lencia
verbal a la que era tan proclive siempre que se excitaba, de los acon­
tecimientos que acababan de tener lugar allí, te sentiste como la-
vado por una bocanada de oxígeno, dejándote arrastrar por ellos
como por una corriente de agua purificadora en la que te fuis­te
hundiendo con una vaga sensación de olvido y emociones sin nom-

Beatriz Quiñones Ríos| 121


bre. Así que cuando alguien te propuso, señalándote, para infor-
mar al pueblo de lo que estaba sucediendo, designando con ese tér-
mino ambiguo a las gentes reunidas afuera y siempre en aumento,
aceptaste sin pensarlo mucho y luego te viste empujado hacia las
escaleras, llevado casi en peso, hasta que ganaste el balcón y ro-
deado, custodiado más bien por unos cuantos, empezaste a hablar.
–Pueblo de Durango…
Las palabras fluían de tu boca sin el menor tropiezo, yendo a
caer sobre las cabezas de los que escuchaban, en medio de un si­
lencio expectante, como si fueran guijarros lanzados contra un mu­
ro. Así fue como todos los que estaban afuera se enteraron de que
los estudiantes de la Universidad Juárez, convencidos de que ha
lle­gado el momento de pedirle cuentas de su administración al ne-
fasto gobernador que nos han impuesto desde el Centro, y luego
de que estamos aquí para protestar por el robo de dieciocho mi-
llones perpetrado por el tesorero general en prejuicio de la niñez
pobre de nuestro estado…
–¡Viva el Talento!
–¡Vivan los estudiantes!
Los gritos surgían de la masa informe que se movía abajo en la
semipenumbra de la tarde que estaba por terminar. Se había roto
el tránsito a lo largo de toda la calle donde la aglomeración empe-
zaba a presentar visos de motín y los cláxones de los coches, un
poco más allá, se pusieron a sonar haciendo eco a sus palabras.
Cuando terminaste de hablar los aplausos llenaron el aire y tú
descendiste como en un tobogán, hasta quedar delante de Oury
que continuaba dictando órdenes.
–Hay que tomar una radiodifusora, organizar brigadas que va­
yan a las colonias para que inviten al pueblo a que nos apoye y man­
dar telegramas a la Presidencia de la República.
Los demás aprobaban con leves movimientos de cabeza, cons-
tituido ya lo que remedaba un Estado Mayor formado por Javier
Aviña, el Pili Rosas, Jorge Contreras Casas, Alfonso Luna y otros
que se iban sumando espontáneamente.
–¿Quién se va a encargar de cada cosa?
–Yo nombro los brigadistas –aceptó el Oury que parecía multi-
plicarse por momentos–, tú ponte a redactar los telegramas y que
el Calabazo vaya con la gente que quiera, a tomar la radiodifusora.

122 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


–A sssus ordesss, mi general –dijo el Calabazo, dando un paso
al frente y cuadrándose militarmente delante de Oury.
Tú también te dispusiste a obedecer y, mientras Oury gritaba
nombres de muchachos y Aviña iba de un lado a otro obligándolos
a comparecer, Torres Cabral se te acercó, diciéndote al oído con
cierta aprensión en la voz:
–Nos van a echar encima al ejército, hermano. Te juro que nos
lo van a echar.
Tú callaste y por primera vez desde que te sentiste arrastrado,
sacudido, empujado, intentaste reflexionar. Nos van a echar enci-
ma al ejército, ¿y luego? Pero Oury te urgía ya con el gesto y no
te quedó otro recurso que irte a uno de los despachos que habían
quedado abiertos y ponerte a redactar.
Señor Presidente, le comunicamos que los estudiantes de la Uni­
versidad Juárez hemos tomado… Mientras, allá arriba, un estu-
diante de preparatoria hacía sonar la campana, réplica de la de Do­
lores.

Beatriz Quiñones Ríos| 123


CAPÍTULO I V

L a Comandancia de la Décima Zona se asen-


taba en un edificio que fue casa de monjas en
épocas anteriores y luego había sido utilizado como cuartel. Ahora,
no obstante, ofrecía un aspecto un poco diferente, con sus mue-
bles de oficina barnizados de gris, sus mapas en las paredes y las
infaltables fotografías del presidente en turno, además de algunos
detalles ornamentales de un gusto más que dudoso. Con todo, el
viejo edificio no había logrado perder enteramente su atmósfera
cuartelaría, reafirmada a cada instante por la presencia de los ofi-
ciales que entraban o salían de las oficinas y la tropa encargada de
montar guardia. En aquella ocasión, con los hechos que ya eran
del dominio público, ésta había aumentado de número y afuera, en
la acera de enfrente, se veían cuatro vehículos del ejército llenos
de soldados.
En el interior, con la presencia de varios grupos de civiles, algu-
nas oficinas mostraban también un aspecto desusado. Sobre todo
la que comunicaba con el privado del general Rangel, en donde Pa-
rra Ordoñez, rodeado de algunos representantes de los poderes le-
gislativo y judicial que habían acudido a su llamado y de otros fun-
cionarios que se habían agregado a Máximo Lavín y a Estupi­ñán
en cuanto fueron enterados de los acontecimientos, esperaban, al
parecer en la más absoluta calma, el resultado de la en­tre­vista que
el comandante general sostenía por teléfono con la Presidencia de
la República.
–Ha sido una total falta de respeto a la investidura del señor
Gobernador.
–Debe aplicárseles la mano dura aunque se haga aquí otro Tla-
telolco.
–En esto deben andar los comunistas…
Los juicios eran externados en voz alta e iban de boca en bo-
ca para ser comentados después por aquellos que se consideraban
los menos enterados. Entre tanto, Parra Ordóñez callaba mientras
Máximo Lavín y Estupiñán se mantenían muy cerca de él como si
a última hora hubieran decidido que su lugar definitivo estaba jun-

124 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


to a aquel con el que habían compartido el momento más aciago
de sus vidas. No obstante y, en el fondo, cada uno de ellos se sen-
tía disminuido delante de los otros dos y procuraban no mirarse de
frente, pues cada uno sabía que, después de aquellos instantes, en
los que había tocado fondo como las víctimas de un naufragio, sus
relaciones ya no serían nunca las mismas. Parra Ordoñez, empero,
yo ya no soy el que fui, se veía el más afectado de los tres. Su traje,
impecable hasta el momento en que decidió penetrar la masa de
muchachos que se le oponía en el Palacio de Gobierno, mostraba
claramente los estragos de la aventura en la que acababa de lle-
var la peor parte y toda su actitud acusaba el cambio que se había
operado en él. Algunos aseguraron después que aquel tic que le
hacía temblar ligeramente el ojo izquierdo, al tiempo que sus la-
bios se contraían dolorosamente, aunque sólo se hacía presente en
muy contadas ocasiones y siempre en forma inesperada aún para
él, tenía su origen en los mismos hechos cuyo desenlace todavía
ninguno de los que estaban allí era capaz de predecir.
De manera que cuando el general Rangel apareció en la puer-
ta de su privado, los que hablaban guardaron silencio y todas las
miradas se concentraron en el rostro hermético que se destacaba
sobre el uniforme como si estuviera hecho de piedra o de alguna
otra sustancia no menos consistente. Éste, por su parte y después
de recorrer con la vista todos los grupos como si buscara a una so­
la persona, que extrañamente no fue Parra Ordoñez, a quien ni si­
quiera apareció tomar en cuenta, dijo al fin:
–Tengo órdenes de emplear toda la fuerza del ejército a mi man-
do para sacar a los muchachos de allí.

En el Palacio de Gobierno «los muchachos» no daban señales


de la menor preocupación. Parecía incluso que el ambiente de fies-
ta, de regocijante intimidad que, desde que habían arrojado a Pa-
rra Ordoñez y a sus acompañantes empezara a reinar entre ellos,
había aumentado con el paso de las horas. Se notaba también, de
manera harto evidente, que su número era cada vez mayor, no obs-
tante que algunos de los más chicos, alumnos de la preparatoria,
habían abandonado el edificio obligados por la fuerza argumental
de sus mayores. Pero al mismo tiempo, muchos estudiantes de las

Beatriz Quiñones Ríos| 125


otras escuelas, Leyes, Medicina, Preparatoria, Nocturna, iban lle-
gando poco a poco, atraídos por la noticia que en esos momentos
se transmitía ya, pueblo de Durango, hacemos de tu conocimiento
que los estudiantes de la Universidad Juárez hemos tomado, por la
radiodifusora que se encontraba ya en poder del Calabazo y otros
cinco muchachos.
Algunos, sin embargo, en el Palacio de Gobierno, empezaban a
dar muestras de cansancio en medio del relajo y las bromas que se
lanzaban de uno a otro grupo y que, de todas maneras, constituían
el clima dominante.
–Oye tú, maestro, ve cómprate unas tortas –pidió el Oury que
volvía a sentir la punzada del hambre.
–Tortas y refrescos –sugirió Aviña, sintiéndose optimista por
pri­mera vez a lo largo de la jornada.
El aludido buscó en sus bolsillos, sacando algunas monedas que
pronto se vieron aumentadas con las aportaciones de otros, has­ta
que se reunió una cantidad que si no era suficiente para dar de co-
mer a muchos, alcanzaba para que cenaran los más cercanos. Pero
entonces, abriéndose paso desde la puerta, se aproximó un grupo
de mujeres y algunas muchachas portando ollas de café y grandes
bolsas de pan, lo que les valió varias porras de los más entusiastas.
–¿Ya ves, hermano? –le dijo Torres Cabral a Oury, entre conmo-
vido y sarcástico– el pueblo nos alimenta…
Oury no contestó, ocupado en masticar a dos carrillos el pan
obtenido en la distribución, y de este modo se estableció una pau-
sa en la que todos los que alcanzaron se pusieron a comer con ver-
dadero apetito. Eran las nueve de la noche.
A esa hora exactamente, se escuchó, llegando desde todos los
lados, pues la operación tenía por objeto copar todo el edificio, el
ruido inconfundible de las botas de los soldados sonando sobre el
pavimento. Aquel ruido terminó por ahogar todos los demás, que­
dando en primer término hasta que de pronto cesó del mismo mo-
do en que se había iniciado. Es decir, inesperadamente.
Los muchachos se miraron sin comprender pues, después de
ha­ber identificado el sonido que los había puesto en estado de aler­
ta, no encontraban explicación para aquella pausa. Pero ésta llegó
casi inmediatamente. Desde un altoparlante colocado en algún sitio
clave se escuchó una voz conminatoria que no hizo sino confirmar

126 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


lo que unos cuantos, solamente unos cuantos, estaban temiendo
desde hacía un buen rato. Y así, hacemos de su conocimiento que
el ejército tiene rodeado el edificio y que si en media hora no lo
abandonan se les obligará a hacerlo por la fuerza.

En el salón Belmont, ubicado a un costado de la Catedral por


la calle de Constitución, Terán y el muchacho al que apodaban «el
Insecto» trasegaban en silencio sus copas de brandy, mientras allá,
en uno de los extremos del bar, tres músicos desentonados po­nían
todo su empeño en hacerse escuchar sobre el ruido de las co­pas y
las risas de una clientela en diferentes grados de ebriedad.
–Te invito a mi casa –propuso el Insecto en un tono que se ha-
bía vuelto de pronto casi untuoso y un tanto equívoco–, aquí no
podemos platicar.
Terán, no me gusta nada este mamón, miró a su improvisado
compañero de juerga con mal disimulada curiosidad. El Insecto
se había aproximado a Terán después de que éste abandonó los
baños del Palacio de Gobierno, surgiendo intempestivamente de
las sombras, muy cerca de allí, como si hubiese estado esperán-
dolo. Así que Terán temía que lo hubiera visto masturbarse y no
se sentía completamente seguro a su lado, pero había aceptado la
invitación de ir a tomarse una copa con él sin pensarlo mucho por-
que siempre estaba dispuesto a retardar el mayor tiempo posible
la llegada a su casa. Por eso cuando el Insecto, quihubo, vienes
conmigo, acep­tó nuevamente y después de pagar abandonaron la
cantina.
El Insecto era un muchacho que cursaba el cuarto semestre de
Leyes y tenía muy malos antecedentes. Había llegado de Guadala-
jara, al parecer expulsado de la universidad por ciertos actos cuya
verdadera naturaleza no estaba muy clara. Algunos afirmaban que
había sido porro del rector y que después de herir a un estudiante
con arma blanca, tuvo que dejar la ciudad para no ser aprehendido
por la policía. Otros decían que se vio mezclado con los de la Liga
23 de Septiembre en el asalto de un banco y, otros más, que era
un delincuente del fuero común y que su familia le había desco-
nocido dejándolo librado a su suerte. Lo cierto era que el Insecto
vivía solo en un pequeño departamento donde frecuentemente se

Beatriz Quiñones Ríos| 127


organizaban juergas, que luego eran comentadas con aires de su-
perioridad por los que habían tomado parte en ellas, y que siempre
tenía dinero para gastar.
En aquella ocasión, no obstante, el Insecto mostraba una dis-
posición de ánimo que no era la usual. Desde que entraron al de-
partamento habían tomado toda suerte de providencias para que
Terán se sintiera cómodo y éste había terminado por abandonar
todo recelo. Ahora pues, ambos se dedicaban a escuchar un disco
de los Beatles, mientras bebían tequila de una botella casi llena
de aquel líquido abrasador que bajaba por sus gargantas como una
delgada serpiente de fuego.
–Tú eres un buen cuate, Nicolás –apuntó el Insecto, aproximán­
dose un poco más a Terán y pasándole el brazo por los hombros co-
mo si se dispusiera a hacerle algunas confidencias–, y yo siempre
he querido agradecerte…
Terán escuchaba en silencio, sintiendo que el tequila le iba crean­
do una especie de armadura contra todo lo que en las últimas ho-
ras le había llenado de temor. De tal modo que, mientras el Insec-
to se embarcaba en una larga historia acerca de –cuando aquel par
de cabrones malagradecidos me iban a madrear, tú te metiste co-
mo los buenos–, Terán pensaba que si regresaba al lado de Oury y
no daba señales de haberse alejado, acaso nadie se diera cuenta de
que había huido. Y, al tiempo de que el Insecto, así que yo quiero
ser tu amigo y demostrarte que soy buen cuate, Terán se puso de
pie y en el momento en que se disponía a irse sin haber entendido
gran cosa de lo que decía el Insecto, éste le asió por la cintura y
le obligó a sentarse de nuevo. Entonces las manos del Insecto, sin
que ello le impidiera forcejear en algo que tenía toda la apariencia
de un juego, pero que en el fondo había dejado de serlo para con-
vertirse en la expresión de una voluntad imponiéndose a otra, fue-
ron corriendo el cierre del pantalón de Terán hasta que, tomando
el sexo de éste, que se encontraba ahora totalmente paralizado por
la sorpresa, empezaron a acariciarlo. Era aquella una caricia entre
tímida e imperativa que iba del pene a los testículos, se desplazaba
hacia los ijares, ya con el pantalón completamente abierto, bajaba
por los muslos para subir nuevamente hasta los testículos y el pe-
ne, y luego volvía a empezar siguiendo el mismo recorrido. Enton-
ces, ya con las rodillas perfectamente afianzadas sobre el suelo, el

128 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


Insecto se inclinó y haciendo presión con las manos sobre las pier-
nas de Terán para inmovilizarlo sobre el sillón, se echó sobre el se-
xo de Terán y lo aprisionó entre sus labios como si se tratara de un
fruto largamente deseado.
Inmovilizado como estaba, Terán ya no opuso ninguna resisten-
cia y luego la erección inevitable y el intenso placer que le provoca-
ba aquel acto que solamente conocía de oídas como muchos mu-
chachos de su edad, lo mantuvieron durante algún tiempo ajeno a
cualquiera otra sensación. Era ésta su primera experiencia sexual
al margen de las prácticas solitarias que realizaba desde los nue-
ve años, de modo que se dedicó a apurar, hasta el último reducto,
el goce que le proporcionaba. El Insecto, entre tanto, sintiéndose
cada vez más optimista, dejó libres las piernas de Terán y, sin in-
terrumpir la caricia que lo había colocado en posición de ventaja
frente a Terán, fue despojándose de toda la ropa hasta quedarse
completamente desnudo y, cuando lo hubo logrado, se puso de pie.
Terán que, con ojos cerrados no se había dado cuenta de aque-
lla desnudez ni de ninguna otra cosa, se encontró enfrentado, de
pronto, al cuerpo de hombre que se erguía delante de él. Un cuer-
po definitivamente magro, de caderas estrechas y un tórax angos-
to en el que resaltaban las costillas como una armazón hecha de
un material tan frágil que su deterioro era inminente. Esto fue lo
que le hizo reaccionar. Pues si sus ojos no hubieran tropezado con
aquella anatomía hecha de parquedades, sin una sola curva que le
recordara al menos el cuerpo de una mujer, tal vez hubiera lleva-
do hasta el final la experiencia en la que se había ido sumergien-
do paulatinamente. Por eso fue que cuando el Insecto, anda, vá-
monos a la cama donde estaremos más cómodos, lo jalaba hacia
la re­cámara con una actitud claramente impositiva, Terán lo empu-
jó con toda la rabia de una virilidad recién nacida y dando traspiés
hacia la puerta huyó por segunda vez aquel mismo día.

–No les queda más remedio que salirse, muchachos, el ejército


tiene órdenes de disparar contra ustedes si se resisten a obedecer.
La voz del Rector se escuchaba tensa, emocionada, pero su acti­
tud, así como la de los tres catedráticos que le acompañaban, era
de franca reprobación al hecho que los mantenía en aquel sitio.

Beatriz Quiñones Ríos| 129


Habían llegado al Palacio de Gobierno llamados por el gene-
ral Rangel, después de que fueron localizados en diferentes par-
tes de la ciudad, y estaban allí convencidos de que su autoridad y
la ascenden­cia, aunque fuera mínima, que tenían sobre los mu-
chachos, eran las mejores razones para obligarlos a salir. Pero éstos
no se veían dispuestos a obedecer. Así que fue Ornelas, fuiste tú,
Talento, el que dijo por fin, para acabar con el increíble maratón de
torpezas, de frases prudentes que caían al suelo sin tocarlos, como
flechas mal dirigidas:
–Si el ejército dispara contra nosotros el pueblo nos vengará.
El Rector y sus acompañantes sonrieron sin ningún disimulo.
Sonrieron, Talento, como si todo, la muchachada dispuesta a per­
manecer adentro contra toda razón, los soldados allá afuera, la gen­
te que continuaba en la calle cada vez más inquieta y el aire que
comenzaba a oler a pólvora, todo en fin, hubiera sido sólo una farsa
montada para entretener sus ocios de adultos. Pero estas sonrisas,
sonría siempre, la sonrisa es la única que nos distingue al hom-
bre del animal, los perros no sonríen, acabaron con la paciencia
de todos y Oury, oyeeeeron bieeen hijos de la chingada, oyeeeron
bieeen, dijo con la misma actitud, el mismo tono de voz de si tu-
viéramos armas ustedes no estarían aquí, rescatados de quién sa­be
qué ingenuas lecciones infantiles, vamos a deliberar y cuando lo
hayamos hecho, les haremos saber lo que hemos decidido.
El Rector ya no replicó, agotada su provisión de argumentos, y
mientras abandonaba el recinto flanqueado por su pequeña escol-
ta de monos amaestrados, los que formaban el improvisado Estado
Mayor se pusieron a discutir.
–De manera que si nos salimos nadie volverá a tener fe en no-
sotros, es pura finta, el ejército no se atreverá a disparar, el ejército
de la burguesía es capaz de todos los crímenes y ahí está de mues-
tra la Comuna de París, el 68 o las huelgas de Cananea y de Río
Blanco. Los muchachos hablaban sin detenerse a esperar su turno.
Pero cuando uno de ellos tenía la palabra los demás escuchaban
en medio de un silencio cargado de respeto, sintiéndose cada vez
más unidos por un lazo cuya indisolubilidad iba a ser sometida a
toda clase de pruebas en los días que estaban por llegar. Un lazo
que estaba determinado, cuando menos entonces, por algo que iba
mucho más allá de lo explicable y que parecía desprenderse del

130 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


hecho simple pero avasallador que los mantenía allí. Participando
de un destino común sobre el que ya nadie preguntaba si les ha-
bía sido impuesto o cada uno de ellos lo había elegido con entera
libertad.
–Podemos ir por armas y defendernos.
–No seas pendejo, ¿quién nos las va a dar?
–Se las quitaremos al ejército.
–¿Un asalto como en Moncada?
–Si serás bestia. Un asalto se organiza de otra manera.
–De acuerdo, porque dice Lenin…
Todos miraron con curiosidad a Emilio que por primera vez se
hacía notar entre los demás. Un Emilio que de pronto, como si se
hubiera despojado de una piel vieja que ya no se ceñía a las nuevas
circunstancias (ni a los nuevos impulsos que le brotaban de un si-
tio que todavía no podía identificar), en cuyo centro se había colo-
cado por su propia determinación, se mostraba dueño de sí mismo.
Entero, sin ninguna de las ideas que le habían obsesionado hasta
entonces como otras tantas trabas que le impedían actuar. Aun-
que, todavía de cuando en cuando, voy a demostrarle a Alicia que
tengo derecho a una vida propia y que no soy esa materia maleable
en sus manos con la que pretende convertirme en un objeto más
de su horizonte doméstico donde todas las cosas están sometidas a
su arbitrario. A su terca voluntad de dominación con la que inten-
taba protegerse como si ella también temiera ser destruida, cuando
tan fácil sería intentar juntos un nuevo nacimiento. Un parto en
donde cada uno diera a luz al otro. Diera luz al otro…
–Podemos organizarnos aquí mismo –dijo Oury enfrentándose
a Emilio con la terquedad con que empezaba a definirse desde el
día anterior.
–El ejército está allí, maestro, a unos cuantos pasos…
Después de que hablaste todos voltearon a verte, Talento, como
si de alguna manera esperaran que los salvases del compromiso de
decidir, y fue entonces, en ese breve instante de entrega, cuando
empezaste a sentirte responsable del curso de los acontecimien-
tos, sabiendo que allí precisamente, frente a la certidumbre de la
muerte que esperaba afuera, uniformada de verde olivo, acababas
de pisar el umbral de algo que te era completamente desconocido
y si vacilaste un momento nadie lo supo. Porque entonces, como

Beatriz Quiñones Ríos| 131


si quisieran refrendar tus palabras, el ruido de las botas de los sol-
dados volvió a oírse llegando de mucho más cerca y la voz del auto
parlante anunció:
–Les quedan tres minutos…
Ahora todos miraban hacia Oury y Ornelas (hacia ti, Talento,
que de pronto ya no querías ver a nadie), esperando, temiendo, du-
dando. Muchos tenían lágrimas en los ojos sin percatarse siquiera
de que estaban llorando, y otros, los menos, ensayaban una sonrisa
que no llegaba a cuajar, hasta que Ornelas, levantando la voz para
que escucharan todos, reconoció que si seguimos aquí es como ha-
ber venido a buscar el suicidio y que el pueblo necesita dirigentes
para hacer la revolución y no mártires y que vámonos al Central
para organizarlo…
Un suspiro de alivio ensanchó todos los pechos y cada uno se
dispuso a abandonar el edificio que por algunas horas había sido el
núcleo de la revuelta.

Cuando la gran puerta del Palacio de Gobierno se abrió y salió


el primer estudiante, la gente que esperaba afuera respiró también
aliviada.
Había madres llorosas que temieron hasta el último momento
que se realizara la masacre, pero a las que un sentimiento cuya
naturaleza no era fácilmente identificable les impidió entrar por
sus hijos y llevárselos por la fuerza. Afuera estaban también novias
que, al conocer la noticia de la toma del edificio abandonaron los
cines, la casa o el trabajo, y fueron a montar guardia haciendo cau-
sa común con los muchachos. Se habían congregado en aquel sitio
vendedores ambulantes con sus carritos y sus canastas llenas de
mercancías y representantes de algunas organizaciones políticas
independientes. Y había sobre todo médicos, abogados, empleados,
choferes, panaderos, cuyos hijos estaban adentro, pero que tam-
poco hicieron nada para obligarlos a salir, contagiados del mismo
sentimiento de las mujeres. Luego, en los días que siguieron, con
los cuatro destacamentos de soldados que llegaron de los estados
vecinos y mientras las patrullas recorrían las calles constantemen-
te, aquel sentimiento se convirtió en odio y hubo agresiones por
parte de los dos bandos. En el momento de la salida, empero, na-

132 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


die osó hacer otra cosa que guardar un silencio obstinado, pero to-
dos sentían que acababan de ser marcados para siempre.
En cuanto a los muchachos que en forma aislada o por grupos
iban abandonando el edificio, el sentimiento dominante era el de
la vergüenza. Una vergüenza apenas vislumbrada, pero que ya no
los abandonaría durante mucho tiempo, aunque muchos por di­
fe­rentes razones, nunca llegaron a reconocerlo. Y sólo hasta que
el último muchacho hubo salido, el fracasado Estado Mayor sa-
lió tam­bién. Saliste tú, Talento, con la mirada hacia el frente pero
sin ver a nadie, pero sabiendo con entera certeza que aquello no
era más que el principio de un cúmulo de sucesos en los que por
primera vez te sentirías trascendido, (trascendidos tus chalecos, el
afán exhibicionista con el que intentabas cubrirte como debajo de
un disfraz, las canciones de los Beatles que cantabas a toda hora y
hasta el latido incestuoso de tu sangre) y cuyo desenlace nadie era
capaz de prever. Y detrás de Ornelas salió Oury, con los ojos llenos
de lágrimas y sabiendo también, aunque no fuera capaz entonces
de darle nombre a sus emociones, que al dar el paso con que tras-
pasó la puerta del Palacio de Gobierno, acababa de iniciar un des-
censo en el que ya nada lo detendría hasta tocar fondo. Y que aquel
pequeño alarde de heroicidad, Oyeeeeron bieeen, hijitos, que lo
había elevado por encima de su destino, solamente iba a servir pa-
ra lanzarlo hacia abajo desde una altura mayor.
Detrás de Oury salieron Aviña, Emilio, el Pili y todos los de-
más. La Operación Centauro acababa de ganar su primera batalla.

Una vez que salió el último de los muchachos, el Teniente Fe-


ria al mando de la tropa que rodeaba el Palacio de Gobierno, dio
órdenes a sus soldados de ocupar el edificio, pero éstas no llega-
ron a cumplirse inmediatamente porque un incidente imprevisto
se los impidió.
Cuando los cuatrocientos soldados en columnas de cinco se dis­
ponían a traspasar la puerta, ominosamente abierta como las man­
díbulas de un muerto, surgiendo de algún sitio que desde afue­ra
no era posible determinar, se oyó una voz que gritaba, presa de un
furor incontenible, de una rabia suicida que erizó la piel de los que
la escucharon:

Beatriz Quiñones Ríos| 133


–A mí no me sacan de aquí, sardos hijos de la chingada, has-
ta que me hayan oído. Hasta que hayan oído lo que el poeta tiene
que decir…
–Es Torres Cabral –dijo Oury, detenido en el último instante,
cuando se disponía a bajar las gradas del Palacio de Gobierno para
dirigirse al edificio central de la Universidad.
–Está borracho –diagnosticó Emilio, sin salir de su asombro y
deteniéndose también a mirar.
Era, en efecto, Torres Cabral, pero no había bebido ni una sola
gota de alcohol, aunque nunca llegó a convencer de esto a ninguno
de los que lo vieron salir y detenerse en la puerta haciendo frente a
los soldados. Llevaba la ropa llena de tierra como si se hubiese re-
volcado en el suelo o contra la pared (muchos hablaron durante un
tiempo de un posible ataque de epilepsia), la melena en desorden,
y gesticulaba y reía al mismo tiempo completamente fuera de sí.
Luego, haciendo gala de un verdadero dominio sobe sus emocio-
nes, dejó de reír y, con tono que emplearía un maestro de ceremo-
nias ajeno al espectáculo que se disponía a anunciar, dijo:
–Esto es, señoras y señores, lo que el poeta tiene que decir…
Entonces, llevándose ambas manos a la bragueta, se abrió el
pantalón y sacándose el pene y los testículos, todo de una vez, se
puso a orinar sobre el uniforme de los soldados que le quedaban
más cerca y que, convertidos en piedra, paralizados de estupor, no
atinaron a hacer ni el menor movimiento.
Inmediatamente después dio varias arcadas en las que su cuer-
po osciló hacia atrás y hacia adelante como empujado por un vien-
to y, finalmente, agotadas todas sus fuerzas, Torres Cabral se de-
rrumbó, perdido el último asomo de conciencia. Esto fue lo que
lo salvó.
El Teniente Feria hizo a un lado con el pie, aquella figura la-
mentable que yacía sobre el piso y los soldados pudieron entrar por
fin al edificio, ahora sí enteramente vacío.

134 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


CAPÍTULO V

A las cuatro de la madrugada, el


edificio central de la Universi-
dad Juárez hervía de muchachos. Muchos permanecían allí des-
de que fueron obligados a abandonar el Palacio de Gobierno, sin
dormir y enzarzados en discusiones cuyas conclusiones no esta-
ban todavía perfectamen­te claras. Otros, los menos, iban llegando
atraídos por la curiosidad, o bien por cierto sentimiento de solida-
ridad con los que habían participado directamente en los sucesos
que aún eran el tema de las conversaciones en diferentes sitios de
la ciudad.
Algo, no obstante, había quedado completamente definido y las
banderas de huelga cubrían el frente de todas las escuelas, con los
característicos lienzos rojo y negro unidos burdamente por alguna
mano espontánea. En cuanto a Oury y Ornelas y los que desde un
principio habían tomado la jefatura de lo que ya se designaba co-
mo Movimiento, continuaban discutiendo sin ponerse de acuerdo.
Echado sobre una cobija y con evidentes señales de deterioro
en toda su persona, Ornelas porfiaba en que este Movimiento tie-
ne que ser algo mejor que el del 66 y que ahora no basta con pedir
que se quite la concesión del Cerro del Mercado a Carlos Prieto,
sino que… Oury, en cambio, se mostraba más entero, como si las
horas transcurridas hubieran pasado por él sin dejar huella, pero
guardaba silencio. Un silencio empecinado y mohíno que le hacía
parecer un dios ofendido. Un orgulloso diosecito que se negaba a
tomar nota de las miradas que, de cuando en cuando, se dirigían a
él, esperando alguna señal. Un gesto de asentimiento o de rechazo
que les indicara el camino a seguir.
–Bien sabía yo que todos eran puros culeros. Si nos hubiéramos
quedado donde estábamos el ejército habría dado marcha atrás y
entonces nos la habrían pelado, porque el pueblo ya había toma-
do partido y –con una mano tomó el cigarrillo que alguien le ten-
día, permitiendo que se lo encendieran– de cualquier modo, éste
no estaría hablando aquí de que hay que ir más allá del 66 y de
que nun­ca es tarde para organizarnos, cuando estoy bien seguro

Beatriz Quiñones Ríos| 135


de que –dando cortas fumadas volteó a ver a Ornelas con un furor
que ya no le era posible disimular– él sólo no puede organizar ni a
su chingada madre.
–Bueno, maestro, ¿qué es lo que tú opinas?
Poniéndose de pie y yendo hasta el sitio donde Oury continua-
ba fumando como si se encontrara a una gran distancia de allí, Or-
nelas se enfrentó a éste, esperando pacientemente una respuesta
que al fin se dejó escuchar.
–Opino que aquí son todos puros ornelas…
La ofensa hizo enmudecer no solamente al aludido, sino a todos
los que, cada uno por su lado, continuaban enfrascados y que, de
un modo o de otro, se relacionaban con el mismo tema. La pausa
fue aprovechada por el Calabazo que, desde hacía un buen rato,
andaba nuevamente entre los muchachos con una grabadora en la
mano (la había tomado de algún sitio en sus andanzas por la radio-
difusora) para echarla a funcionar.
Aproximadamente a las ocho y media de la noche, se presentó
en la x edu el general Calabazo acompañado de sus cuatro lugarte-
nientes: el Fintas, el Babas, Pocaluz y la Paloma. Inmediata­mente
procedieron a desalojar al personal que se encontraba a car­go de
la misma, pero como éste opusiera resistencia, el general Calaba­
zo sacó su ametralladora y disparó sobre los rebeldes, llenando de
mierda las paredes y el piso de la transmisora… Una vez realizada
la «operación caca», el general Calabazo, haciendo caso omiso de
las salpicaduras amarillas que manchaban su uniforme y del olor a
azufre que se le metía por la nariz, penetró al cuarto de las trans-
misiones y tomando el micrófono, le anunció al pueblo de Du­rango
la toma del Palacio de Gobierno por los estudiantes de la Univer-
sidad Juárez, para obligar a los ratas de la administración de Parra
Ordoñez a devolver los dieciocho millones del legado de Raymond
Bell. En ese momento hizo su entrada al local un destacamento
de sardinas que, a punta de bayoneta, obligaron al general Cala-
bazo a entregarles el micrófono y a quedarse como Dios lo echó
al mundo. O sea en cueros. Pero cuando el gigante general Cala-
bazo con el culo al aire iba a ser pasado por las armas, se oyó una
pedorrrera ensordecedora y los sardinas empezaron a caer como
moscas fumigadas sobre el piso. Eran sus cuatro lugartenientes
que, a calzón quitado impidieron el desculamiento de su general.

136 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


De todos modos fueron castigados por éste con un jalón de huevos
por no haber acudido en su ayuda con la prontitud del caso ya que
unos segundos más y se la meten… Para terminar y después de
atravesar a nado el río de mierda que llenaba la trasmisora, el ge-
neral Calabazo y sus cuatro lugartenientes se fueron con las putas,
siendo ésta la razón por la que hasta este momento vengo a rendir
el parte reglamentario. ¡Viva el pedo!
La grabadora dejó de funcionar y las risas de los muchachos lo-
graron que el Oury riera también, olvidado ya su mal humor. De
esta manera la alegría había vuelto a reinar cuando Oury anunció,
sin dirigirse concretamente a Ornelas:
–Hay que hacer un pliego de peticiones poniendo como primer
punto la desaparición de los tres poderes…

Frente a la puerta de su casa, Terán se dedicaba a observar las


ventanas antes de decidirse a entrar. Por un momento, mientras
doblaba la esquina de la calle, le pareció ver que había luz en la
recámara de Arsenio, pero después de algunos instantes, en los
que se mantuvo al acecho, dedujo que todo había sido una falsa
alarma surgida de sus propios temores. Entonces metió la llave en
la cerradura y, sin detenerse en la cocina como hacía en otras oca-
siones, se encaminó al baño mientras pasaba revista mentalmente
a las horas que siguieron después de abandonar el departamento
del Insecto.
Se había detenido en dos o tres cantinas, reconoció, pero so-
lamente había bebido dos copas más, que le fueron ofrecidas por
un parroquiano solitario con el que se negó a seguir la borrachera,
dejándolo librado a su suerte. Luego había tomado rumbo a la es-
tación de los ferrocarriles y había deambulado por algunas calles,
masticando un solo pensamiento. Él no era el mariquita de su ma-
má, como a fin de cuentas acababa de demostrarlo frente al Insec-
to, aunque de cuando en cuando volvían a su memoria, como otros
tantos argumentos en contra, los momentos en que los labios del
Insecto (pero los labios no tienen sexo, se decía entonces) estuvie-
ron a punto de lanzarlo en una aventura que prefería no imaginar.
De cualquier modo, argumentaba nuevamente, mientras apre-
taba el tubo de pasta sobre el cepillo de dientes, aquello no proba-

Beatriz Quiñones Ríos| 137


ba nada y en cuanto tuviera una oportunidad buscaría al Insecto
y le pediría cuentas de su conducta… ¡Vaya si lo haría! Sintiéndo­
se más tranquilo y pensando que si el sueño no llegaba inmedia-
tamente, tal y como lo deseaba, echaría mano de la provisión de
pastillas que guardaba en su buró, disimulada entre los calceti­
nes, Terán se encaminó a su cuarto, pero no le fue posible lle-
gar. Un golpe propinado desde atrás, con un objeto contundente,
le hi­zo caer, permaneciendo así durante algún tiempo. Cerca de
él una respiración acezante, un odio inconmensurable, avasalla-
dor, del que aquella respiración no era más que su mínima mani-
festación, le fue envolviendo como una masa oscura y viscosa que
se pegaba a su piel, penetraba a todos sus músculos, le inmoviliza-
ba cada uno de sus miembros y se aposentaba en las celdillas de su
cerebro, impidiéndoles hasta el conato de una idea coherente. No
obstante, trató de luchar. Con un supremo esfuerzo de su voluntad
quebrantada, extendió los brazos y sus manos tocaron un par de
zapatos de hombre sólidamente afianzados en el suelo. Entonces,
con un nuevo esfuerzo con el que logró unir algunos trozos de sus
pensamientos dispersos, sus manos fueron subiendo por las pier-
nas de su verdugo y prendiéndose a los pantalones en un gesto que
ya no era posible definir si obedecía a un impulso agresivo o si era
una petición de clemencia. Pero, mientras subían, cada vez más
llenas de apremio, un nuevo golpe se abatió sobre su cabeza e in-
mediatamente después empezaron a caer sobre su cuerpo un gol-
pe tras otro, esta vez propinados con los pies, pero reafirmado uno
por uno la saña con que le había sido propinado el primero. Un
mínimo de conciencia, como una ola que llevara de aquí a allá, fue
enfrentándolo a ciertos fragmentos de recuerdos que, muy confu-
samente, se iban ofreciendo a su comprensión, antes de que desa-
pareciera rota en mil pedazos. El de aquella vez que su hermano le
arrebató el mecano obsequiado por su madre, la primera ocasión
en que obtuvo una medalla por su buena conducta en la escuela y
la hizo pedazos, la tarde en que sorprendió a Arsenio llenando de
tinta las calcomanías de su álbum de animales… Y así supo que
iba a morir, porque era mejor morir que vivir con aquel odio que
había sido su pan de todos los días, el aire que respiraba y la sal
de su bautizo. Entonces abrió los brazos, como si fuera a nadar, y

138 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


se dejó hundir en aquel mar sin límites que le arrastraba hacia un
horizonte, desnudo ya, desnudo ya de imágenes y de recuerdos.
Arriba un torso se inclinó sobre el cuerpo de Terán y permane-
ció en la misma posición hasta que cesó todo indicio de vida, luego
dos brazos descendieron y tomándolo por las axilas, empezaron a
arrastrarlo suavemente sobre la alfombra del pasillo, deteniéndo-
se cada vez que algún ruido encrespaba el silencio que llenaba la
casa. Después, y siempre con el mismo cuidado, Arsenio izó el ca-
dáver de su hermano echándolo sobre su espalda y de esa manera
descendió las escaleras hasta el último peldaño, abrió la puerta de
la calle y se perdió entre las sombras de la noche con su carga de
muerte a cuestas.

Pero tú, Talento, a aquella hora estabas allí, sobre tu cobija, don­
de al fin habías logrado dormitar un poco. Estabas frente a aque­
llos tres hombres, con cachucha de ferrocarrileros que esperaban
entre tímidos y solemnes, que les permitieras hablar.
Habían llegado silenciosamente y se te habían aproximado sin
identificarse con nadie más, reconociendo de este modo y desde
el principio que tú eras el jefe indiscutido del Movimiento. Por un
momento, no obstante, estuviste tentado a enviarlos con el Oury,
pero cuando le viste un poco más allá, tratando de redactar con
Emilio y con Torres Cabral el pliego petitorio, juzgaste que era me-
jor dejarlo en su tarea, y te preparaste para enfrentar aquellos tres
rostros herméticos, indescifrables y, de cierta manera, amedrenta-
dores también.
Uno de ellos, aparentemente el de mayor edad, parecía el jefe
del grupo, y fue el que empezó a hablar, mientras los otros dos se
concretaban a oír. Así que, el hecho que nos ha traído aquí a mí y a
mis compañeros para ofrecerles todo el apoyo que necesiten, es el
mismo que… Todo se iba encadenando con una lógica que todavía
eras incapaz de comprender, pero que, como en el Palacio de Go-
bierno algunas horas antes, se te iba imponiendo, sin darte tiempo
a reflexionar con la profundidad que hubieras querido hacerlo, y
nuevamente te dejaste arrastrar por los acontecimientos, confia-
do en que de un modo o de otro, esos mismos acontecimientos,
pequeño aprendiz de brujo, te mostrarían el camino que en aquel

Beatriz Quiñones Ríos| 139


momento se te antojaba lleno de escollos y a duras penas visible. Y
entonces los escuchaste con mayor atención.
Los tres pertenecían al Movimiento Democrático Ferrocarrile-
ro, representaban a doce trabajadores más. Habían estado presen-
tes cuando el ejército les obligó a salir del Palacio de Gobierno y
creían que la causa que defendían era también la de ellos porque
estaban contra la corrupción como estaban contra el charrismo en
su sindicato. Cuando terminó de hablar, el hombre se te quedó
mirando y así, de pronto, no supiste qué contestar. ¿Cuál era el
len­guaje más adecuado para hablarles a los obreros? ¿Qué podías
decir sin recurrir a Carlos Fuentes a Cortázar o a Bataille? ¿Inten­
tarías deslumbrarlos con un párrafo de Benjamín Britten o de Mi-
chel Foucault? Por primera vez te sentiste indefenso y casi perdi-
do, con tu literatura y tus humos de intelectual y concluiste que
aún echando mano de todos tus recursos, frente a esos hombres
que parecían medirte sin pretenderlo, siempre estarías desnudo.
Por eso fue, tal vez, que preferiste guardar silencio y solamente ex-
tendiste tu mano y estrechaste las de ellos, una después de otra,
en algo que semejaba un pacto sin saber del todo, hasta donde te
iba a llevar el compromiso que acababas de contraer.
Luego ya no pensaste más. Frente a ti, conducido por el Cala-
bazo que te hacía con las manos toda clase de señas, cuyo signi-
ficado nadie era capaz de comprender, se habían detenido otros
dos hombres. Eran Roberto Reyes, el presidente de la Cámara de
Comercio, y Jesús Pérez Gavilán a quienes todo el mundo conocía.
Tú también. Abandonaste pues a tus tres ferrocarrileros y te fuiste
aparte a hablar con ellos. Y otra vez escuchaste en silencio aque-
llo del apoyo que estamos dispuestos a brindarles en todo lo que
se les ofrezca y todo lo demás. Sólo que en esta ocasión el apo­yo
traía cola, te dijiste, mientras continuabas atento a lo que perora-
ba Roberto Reyes con su aire de seminarista y su figura toda de
Sparafucille.
El pliego petitorio: allí estaban todavía, el Oury, Emilio y To-
rres Cabral, atentos a su tarea, pero sin dar muestras de avanzar
en ella. Ahora te dabas cuenta de que aquel pliego iba cobrando
cada vez una importancia mayor y que era necesario darle fin cuan-
to antes.

140 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


Tú, Talento, debes haberte preguntado muchas veces después
si en aquel primer encuentro con Roberto Reyes, la sombra negra
del Movimiento, presentiste lo que realmente se proponían aque-
llos dos hombres, tan diferentes a los que terminabas de abando-
nar, y si hubiera sido posible conciliar en aquel momento o en los
siguientes aquella primera entrevista con unos y otros, los intere-
ses que representaban cada uno de ellos. Muchos pensaron desde
entonces, que tanto tú como el Oury.1

1. Hasta aquí llega el mecanoescrito. Se desconoce la extensión y la conclusión de la novela.


Sirven como epílogo dos escritos más: Capítulo II (inédito) y «Oury Jackson, un personaje a la
altura del arte».

Beatriz Quiñones Ríos| 141


CAPÍTULO vI

A penas terminado este primer capítulo y des-


pués de haberlo leído y releído una y otra vez,
vuelvo a pensar en la imposibilidad de transportar al papel todo
aquel cúmulo de hechos de los que fuimos protagonistas, algunos
sin meditarlo siquiera, y que luego se convirtieron en el tema obli-
gado de nuestras conversaciones a lo largo de mucho tiempo.
Cada hora, cada día o cada semana de los cinco meses que du­
ró el movimiento, se alzaba frente a nosotros como una masa inex­
tricable de acontecimientos, de emociones, de frases dichas al ca-
lor del júbilo, de la rabia o del desencanto, que se resistía a dejarse
aprehender siguiendo un orden por nimio que éste fuera. No todos
estábamos de acuerdo en nuestros juicios y, quien más o quien me-
nos, teníamos algún secreto perfectamente disimulado en el fondo
de nuestro ser. Además, la frustración que había hecho presa de
todos los que estuvieron en el centro de aquel torbellino que nos
arrebató, elevándonos a alturas insospechadas, la cólera del pue-
blo que se sentía justamente agraviado, burlado, y cuyas emana-
ciones inoculaban hasta el aire que respirábamos, eran el mayor
obstáculo para encontrar el hilo conductor que nos llevara hacia
los verdaderos móviles de un fenómeno que nos había rebasado to-
tal, definitivamente.
Cuántas veces, al salir a la calle, muchos fuimos acusados por
hombres y mujeres de ese pueblo, de haber traicionado el Movi-
miento, sin encontrar a mano ningún argumento válido que dejara
a salvo un prestigio que se había hecho añicos materialmente. Por-
que de alguna manera todos nos sentíamos culpables, y el légamo
removido cuando se dio la división entre los líderes, y cuando Con-
tribuyentes Unidos, A. C. se apoderó del mando del Movimiento,
nos manchó a todos.
Todavía ahora, sentada frente a mi máquina de escribir, me ha-
go muchas preguntas para las que no encuentro respuestas satis-
factorias, y tengo que reconocer que muy probablemente cada uno
de los que participamos en él tenemos una versión absolutamente
personal de las causas que realmente lo determinaron. Después de

142 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


todo, la verdad, que está construida de la misma materia huidiza
que los sueños, se nos escapa siempre de las manos, como el agua
que termina por escurrirse entre nuestros dedos cuando intenta-
mos retenerla.
Oury, por ejemplo. ¿Qué papel fue el que jugó exactamente en
los orígenes del Movimiento (motín en que comenzó todo)? ¿Exis-
tió alguna connivencia a la que jamás aludió, entre él y Roberto
Reyes, la sombra negra del Movimiento? Su misma muerte, ¿no
fue algo así como la única escapatoria posible a la infelicidad en
que se había anclado, una vez que vendió su primogenitura a Mar-
tínez Domínguez por un plato de lentejas?
Muchas veces he vuelto a recordarlo como lo vi en el departa­
mento de Fraternidad 79, en la ciudad de México, aquella tarde del
10 de junio, cuando hicieron su aparición por primera vez los hal-
cones, matando e hiriendo a los estudiantes en las calles de San­ta
María la Ribera. Habíamos prendido la televisión para ver la entre-
vista que Jacobo Zabludovsky haría a Martínez Domínguez. Oury,
su hermano y yo, ahí estábamos en ascuas los tres, es­perando una
explicación a los sucesos que ya eran del dominio público. Y nada,
los halcones no existen, negaba el Martínez Domínguez de la gran
jeta, la enorme bamba que nunca sonreía, como lo habíamos com-
probado tantas veces, los halcones son una fan­tasía inventada por
el pueblo. Fueron los manifestantes los que riñeron entre sí… Y
así a todo lo largo de la entrevista, hasta que Oury fue a apagar la
televisión y sin ninguna explicación sobre lo que estaba ocurriendo
en su interior, la emprendió a patadas contra la silla donde estuvo
sentado…

Beatriz Quiñones Ríos| 143


OURY JACKSON,
UN PERSONAJE A
LA ALTURA DEL ARTE

de Gobierno.
C onocí a Oury Jackson en el Movimiento Es-
tudiantil de 1970, el día que tomaron palacio

Recuerdo con meridiana claridad su camisa de cuadros rojos


y azules, su barba y melena descuidadas, y la constante actividad
con que se movía de un lado a otro. Aquella tarde Oury estaba en
todas partes, multiplicándose con la misma facilidad y ligereza de
una gota de azogue cuando se aplana con un dedo sobre la palma
de la mano.
Algunas horas después, Javier Aviña me llevó a la casa de Ma-
dero y Aquiles Serdán, donde Oury vivía con Enrique, su herma­no,
y de inmediato sentí por aquellas dos personalidades tan opuestas,
un auténtico interés.
La casa se estaba cayendo materialmente sobre sus cabezas,
sin que nadie hiciera algo para impedirlo. Tenían, sin duda, cosas
más importantes de que preocuparse. Les dije entonces lo que era
verdad, que su casa me parecía de película y cuando alguno de
ellos quiso que le explicara aquella afirmación que se les antojaba
un tanto desmesurada, aclaré que de película, sí, pero de terror.
Oury soltó una sonora carcajada y ese fue el principio de nuestra
amistad.
El movimiento terminó, como todos sabemos, de la más humi-
llante manera, pero Oury continuó visitándome, aquí en Durango,
y luego en el departamento donde vivía en la ciudad de México,
pero ya no era el mismo.
Había perdido aquella aureola de predestinado que lo ubica en
ese plano que tan pocos merecen, y se había anclado en la angus-
tia. Aquella zona oscura donde cada vez más se sentía inmerso,
desde aquel en que cambió su primogenitura por el plato de lente-
jas que recibió de Alfonso Martínez Domínguez, cuando entregó
el Movimiento.

144 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


Desde entonces, lo sé, ya nunca pudo abandonar aquella zona
oscura en la que se sentía como un niño en el centro de una habi-
tación cubierta toda de telarañas y poblada de criaturas horrendas.
Murciélagos, escorpiones, y el fantasma sobrecogedor de su alma
encanallada que hacía tan patética su figura. Su existencia entera
tan parecida a la de uno de esos personajes dostoyevskianos: Ras-
kolnikov, el príncipe Mischa, Stavroguin, en quienes la inocencia
y la culpa se amalgaman como un fruto biforme que se alimenta
de una misma raíz.
Aquel 10 de junio por la tarde, cuando los halcones soltaron
por primera vez su rostro de verdugos, Oury estaba conmigo en el
departamento del D. F., a donde iba a visitarme con alguna fre-
cuencia. Se veía fuera de sí, mientras pateaba con rabia destruc-
tora todo lo que encontraba a su paso. Cuando se hubo calmado
me preguntó varias veces, como un hombre a punto de ahogarse:
–¿Qué hago?... Renuncio de una buena vez o…
La frase quedó vibrando al aire mientras Oury miraba hacia
dentro de sí mismo, esperando una respuesta que no llegó a escu-
char jamás, y ya no supe nada de él.
Si hubiera renunciado entonces al trabajo que había aceptado,
pienso de cuando en cuando, a los treinta dineros que recibió de
Martínez Domínguez por entregar el Movimiento, tal vez habría
podido redimirse frente a sí mismo y no se habría suicidado. Por-
que la muerte del Oury, muy poco tiempo después de estos acon-
tecimientos, más que un accidente fue un suicidio.
Me lo imagino viniendo por la carretera, desde Vicente Guerre-
ro, con el Pili, donde habían estado en un baile ingiriendo uno y
otro grandes cantidades de alcohol.
Oury bebía en los últimos meses con una fruición enfermiza,
devastadora, criminal.
Lo veo entonces repasar aquella existencia llena de frustración
y vergüenza, con la gran disposición para el liderazgo, y las grandes
hazañas a las que había abdicado cuando traicionó el Movimien-
to… Y le miro extender las manos, torcer el rumbo del coche que
guiaba el Pili, y estrellarlo contra la enorme pipa que se le vino en-
cima, como catapulta o la mano de Dios, compadecido, de tanta y
tan profunda desdicha.

Beatriz Quiñones Ríos| 145


Los velaron en la Universidad, me dijeron después, y era justa
ésta, su última concesión. Después de todo, la Universidad fue el
único, verdadero hogar que conoció Oury. Y también el sitio desde
el que se elevó «a la altura del arte» para descender hasta la sima
de la que ya no pudo salir, pues había roto para siempre el pedes-
tal que le permitió alcanzar la dimensión de aquel, su momento
estelar. Pues quedan ahí, para la historia o la novela, sobre el telón
de fondo que le proporcionaron una masa estudiantil amotinada y
un pueblo exasperado, aquellos breves minutos en que se enfren-
taron, rodeados de eternidad, el estudiante rebelde y el gobernador
millonario pero ladrón.

146 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


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Beatriz Quiñones Ríos| 147


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—(s.f.). El movimiento urbano popular en Durango. Comité de Defensa Po-
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148 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


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a rchi vos consulta dos:


Archivo del Registro Civil de Durango.
Archivo de la Benemérita y Centenaria Escuela Normal del Estado.
Archivo Histórico del Instituto Juárez en resguardo en el iih de la ujed.
Archivo del Instituto de Investigaciones Históricas de la ujed.
Fonoteca Nacional.
Fonoteca de Radio Universidad de la ujed.
Libro de registros de certificados de primaria de la Secretaria de Educa-
ción Pública en Durango.

Beatriz Quiñones Ríos| 149


índice

Estudio preliminar
Beatriz quiñones: La soledad cainita de la palabra  |11

De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores |39

cuen tos
El tránsfuga |41

Los rumores |43

Extenderás la mano |48

Cuento |542

El castillo |59

Andábamos viviendo de rentado |63

Angelina |72

nov el a
l a sirena se emba rcó en un buque de m a der a |89
Capítulo i |91

Capítulo ii |102

Capítulo iii |111

Capítulo iv |122

Capítulo v |132

Capítulo vi |140

150 | De sirenas, tránsfugas y otros seres provocadores


Oury Jackson, un personaje a la altura del arte |142

Bibliografía del estudio preliminar |145

Obra de Beatriz Quiñones Ríos |146

Beatriz Quiñones Ríos| 151


Se terminó de imprimir y encuadernar en enero de 2014, en el 450 Aniversario de
la Fundación de la ciudad de Durango. De sirenas tránsfugas y otros seres provocado-
res, antología de Beatriz Quiñones Ríos, siendo el número catorce de la Colección
Autores del 450. Fue impreso en Artes Gráficas «La Impresora», Enrique Carrola
Antúna 610. Col. Ciénega, Durango, Dgo. Teléfono 618 813 33 33. El cuidado de la
edición estuvo a cargo de Bertha Rivera y se tiraron mil ejemplares.

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