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"Y Yahveh Dios formó del suelo todos los animales del campo y todas las aves del cielo
y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba, y para que cada ser viviente
tuviese el nombre que el hombre le diera. (Gén. 2:19)
«En el siglo XVI, se consideraba que los signos habían sido depositados sobre las cosas
para que los hombres pudieran sacar a luz sus secretos, su naturaleza o sus virtudes; pero
este descubrimiento no era más que el fin último de los signos, la justificación de su
presencia; era su posible utilización y la mejor sin duda alguna; pero no tenían necesidad
de ser conocidos para existir: aun si permanecían silenciosos y nunca había una persona
que los percibiera, no perdían su consistencia. No era el conocimiento, sino el lenguaje
mismo de las cosas lo que los instauraba en su función significante» (Foucault, Las
palabras y las cosas, p. 65).
«Es indudable que no se trata aquí de nombres como expresión de la Kunst Signata que
permitió a Adán dar nombre a las criaturas. Debe tratarse más bien de un uso del lenguaje
no constituido por frases, sino por paradigmas, siglas y titulas convencionales, como
aquel que Foucault debía tener en mente cuando, para definir sus enunciados, escribía que
A, Z, E, R, T es, en un manual de dactilografía, el enunciado del orden alfabético adoptado
por los teclados franceses. En todos estos casos, la signatura no expresa simplemente una
relación semiótica entre un signans y un signatum; más bien es aquello que, insistiendo
en esta relación pero sin coincidir con ella, la desplaza disloca en otro ámbito, y la inserta
en una nueva red de relaciones pragmáticas y hermenéuticas» (Agamben, Signatura
Rerum, p. 53). .
«Es esa esencia plural lo que resulta del todo impronunciable para el lenguaje
representativo. Impronunciable en dos aspectos: porque este último unifica lo que es
plural y separa lo que es coincidente. 0, mejor dicho, unifica los sujetos representados
justamente separándolos de su representante» (Esposito, Categorías del impolítico, p.
117).