Sei sulla pagina 1di 7

La princesa y el guisante

Cuento de Hans Christian Andersen

Había una vez un príncipe que quería casarse con una princesa, pero tenía que ser una princesa
genuina. Para encontrar a esta princesa, viajó por todo el mundo, pero en ningún lugar podía
encontrarla. Princesas había por montones, pero el príncipe no podía estar seguro de que fueran
princesas reales; siempre descubría algo en ellas que le disgustaba.
Cierta noche cayó una tormenta, hubo truenos y relámpagos, y se desencadenó una lluvia torrencial.
Entonces alguien tocó a la puerta del castillo y la reina fue a ver de quién se trataba.
En el umbral del palacio apareció una joven, pero la lluvia y el viento causaron estragos en su
aspecto. El agua le corría por el cabello y el vestido estaba hecho harapos, había perdido sus joyas y
hasta los zapatos.
—Exijo hospedaje pues soy una princesa—dijo la joven con tono muy airoso.
La reina dudó que la joven poseyera algún título de nobleza, pero no dijo nada y la invitó a pasar.
La joven esperó en el salón real.
ANUNCIO
La reina se dirigió hacia el dormitorio de huéspedes, quitó toda la ropa de cama y puso un guisante
sobre el colchón, luego colocó otros 20 colchones encima del guisante, y encima de los veinte
colchones puso veinte edredones de plumas. Después regresó al salón real y señalando el dormitorio
de huéspedes dijo:
—Puedes dormir en esa habitación.
A la mañana siguiente, la reina y el príncipe le preguntaron a la joven cómo había dormido.
—¡Oh!, terriblemente mal — respondió la joven—. No pude conciliar el sueño en toda la noche.
Solo el cielo sabrá lo que había en la cama. Dormí encima de algo tan duro que tengo el cuerpo
lleno de moretones. ¡Fue horrible!
Ahora sabían que ella era una verdadera princesa porque había sentido el guisante a través de los
veinte colchones y los veinte edredones. ¡Solo una princesa genuina puede ser tan sensible!
Fue así como el príncipe se casó con ella, seguro de haber conseguido lo que tanto buscaba. En
cuanto al guisante, es exhibido en el museo, donde debe seguir todavía si es que nadie se lo ha
llevado.
¡Y esta sí es una historia verdadera!
La princesa y la sal

Érase una vez un rey


orgulloso que vivía con
sus tres hermosas hijas.
Un día les preguntó
cuánto lo amaban. La hija
mayor respondió:
—Te amo más que al oro
y la plata.
La segunda hija
respondió:
—Te amo más que a los
diamantes, rubíes y
perlas.
La hija menor respondió:
—Te amo más que a la sal.
El rey se enojó con su hija menor por comparar su amor con una especia común, y la desterró de su
reino.
Una anciana cocinera de la corte, lo había escuchado todo y acogió a la princesa, enseñándole a
cocinar y cuidar de su humilde cabaña. La joven era una buena trabajadora y nunca se quejó. Aun
así, cada vez que pensaba en su padre, le dolía el corazón por haber malinterpretado su amor.
Muchos años después, el rey convocó a los más nobles y ricos a un banquete en celebración de su
cumpleaños. Cuando la hija menor del rey se enteró de la noticia, le pidió a la anciana cocinera que
le permitiera cocinar para el rey y los invitados.
El día de la majestuosa fiesta, se sirvió un exquisito plato tras el otro hasta que no quedó espacio en
la mesa. Todo estaba preparado a la perfección, y todos los asistentes elogiaron a la cocinera. El rey
esperaba ansioso su plato favorito, el cual lucía delicioso, pero al probarlo se llenó de ira:
—Este plato no tiene sal — dijo—, tráiganme a la cocinera.
Entonces la hija menor se presentó ante su padre que sin reconocerla le preguntó:
—¿Cómo puedes olvidar ponerle sal a mi platillo favorito?
La joven princesa le respondió serenamente:
—Un día desterraste a tu hija menor por comparar el amor con la sal. Sin embargo, tu cariño le daba
sabor a su vida, así como la sal le da sabor a tu plato. Al escuchar estas palabras, el rey reconoció a
su hija.
Avergonzado, le suplicó que lo perdonara y aceptara regresar al palacio. Nunca más volvió a dudar
del amor de su hija.
Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
El oro y las ratas
Había una vez un mercader que debió
emprender un viaje muy largo.
Antes de partir, dejó al cuidado de su
mejor amigo un cofre lleno de
monedas de oro.
Pasaron unos pocos meses y el viajero
regresó a casa de su amigo a reclamar
su cofre. Sin embargo, no se
encontraba preparado para la sorpresa
que le aguardaba.
—¡Te tengo muy malas noticias! —
exclamó su amigo—. Guardé tu cofre
debajo de mi cama sin saber que tenía
ratas en mi habitación. ¿Quieres saber
qué pasó exactamente?
—Claro que me interesa saber —replicó el mercader.
—Las ratas entraron al cofre y se comieron las monedas. Tú sabes, querido amigo, que los roedores
son capaces de devorarlo todo.
—¡Qué mala suerte la mía! —dijo el mercader con profunda tristeza—. He quedado en la ruina por
causa de esa plaga.
El mercader sabía muy bien que había sido engañado. Sin demostrar sospecha, invitó a su mal
amigo a cenar en su casa al día siguiente. Pero al marcharse, entró al establo y se llevó el mejor
caballo que encontró.
Al día siguiente, llegó su amigo a cenar y con disgusto dijo:
—Me encuentro de muy mal humor, pues el día de ayer desapareció el mejor de mis caballos. Lo
busqué por todos lados, pero no pude encontrarlo.
—¿Acaso tu caballo es de color marrón? —preguntó el mercader fingiendo preocupación.
—¿Cómo lo sabes? —contestó el mal amigo.
—Por pura casualidad, anoche, después de salir de tu casa, vi volar una lechuza llevando entre sus
patas un caballo marrón.
—¡De ninguna manera! —dijo el amigo muy enojado—. Un ave ligera no puede alzar el vuelo
sujetando un animal tan fornido como mi caballo.
—Claro que es posible —señaló el mercader—. Si en tu casa las ratas comen oro, ¿por qué te
sorprende que una lechuza se robe tu caballo?
El mal amigo, muy avergonzado confesó su crimen. Y fue así como el oro volvió al dueño y el
caballo al establo.
La ratita presumida
Érase una vez una ratita que era muy presumida.
Un día estaba barriendo su casita, cuando de
repente encontró en el suelo algo que brillaba:
era una moneda de oro. La ratita la recogió del
suelo y dichosa se puso a pensar qué se
compraría con la moneda.
“Ya sé, me compraré caramelos. ¡Oh no!, se me
caerán los dientes. Pues me compraré pasteles.
¡Oh no! me dolerá la barriguita. Ya sé, me
compraré un lacito de color rojo para mi rabito.”
La ratita guardó la moneda en su bolsillo y se
fue al mercado. Una vez en el mercado le pidió
al tendero un trozo de su mejor cinta roja. La
compró y volvió a su casita.
Al día siguiente, la ratita se puso el lacito en la colita y salió al balcón de su casa para que todos
pudieran admirarla. En eso que aparece un gallo y le dice:
— Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo?
Y la ratita le dijo:
—No sé, no sé, ¿tú por las noches qué ruido haces?
—Yo cacareo así: quiquiriquí —respondió el gallo.
—¡Ay, no!, contigo no me casaré, me asusto, me asusto —replicó la ratita con un tono muy
indiferente.
Se fue el gallo y apareció el perro:
— Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo?
Y la ratita le dijo:
—No sé, no sé, ¿tú por las noches qué ruido haces?
—Yo ladro así: guau, guau — respondió el perro.
—¡Ay, no!, contigo no me casaré, me asusto, me asusto —replicó la ratita sin ni siquiera mirarlo.
Se fue el perro y apareció el cerdo.
— Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo?
Y la ratita le dijo:
—No sé, no sé, ¿tú por las noches qué ruido haces?
—Yo gruño así: oinc, oinc— respondió el cerdo.
—¡Ay, no!, contigo no me casaré, me asusto, me asusto —replicó la ratita con mucho desagrado.
El cerdo desaparece por donde vino, llega un gato blanco y le dice a la ratita:
— Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo?
Y la ratita le dijo:
—No sé, no sé, ¿tú por las noches qué ruido haces?
—Yo maúllo así: miau, miau— respondió el gato con un maullido muy dulce.
—¡Ay, sí!, contigo me casaré, tienes un maullido muy dulce.
La ratita muy emocionada, se acercó al gato para darle un abrazo y él sin perder la oportunidad de
hacerse a buen bocado, se abalanzó sobre ella y casi la atrapa de un solo zarpazo.
La ratita pegó un brinco y corrió lo más rápido que pudo. De no ser porque la ratita no solo era
presumida sino también muy suertuda, esta hubiera sido una muy triste historia.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
El príncipe rana
En una tierra muy lejana, una princesa
disfrutaba de la brisa fresca de la tarde afuera
del palacio de su familia. Ella llevaba consigo
una pequeña bola dorada que era su posesión
más preciada. Mientras jugaba, la arrojó tan
alto que perdió vista de ella y la bola rodó
hacia un estanque. La princesa comenzó a
llorar desconsoladamente. Entonces, una
pequeña rana salió del estanque saltando.
—¿Qué pasa bella princesa? —preguntó la
rana.
La princesa se enjugó las lágrimas y dijo:
—Mi bola dorada favorita está perdida en el
fondo del estanque, y nada me la devolverá.
La rana intentó consolar a la princesa, y le
aseguró que podía recuperar la bola dorada si
ella le concedía un solo favor.
—¡Cualquier cosa! ¡Te daré todas mis joyas, puñados de oro y hasta mis vestidos! —exclamó la
princesa.
La rana le explicó que no tenía necesidad de riquezas, y que a cambio solo pedía que la princesa le
permitiera comer de su plato y dormir en su habitación.
La idea de compartir el plato y habitación con una rana desagradó muchísimo a la princesa, pero
aceptó pensando que la rana jamás encontraría el camino al palacio.
ANUNCIO
La rana se sumergió en el estanque y en un abrir y cerrar de ojos había recuperado la bola.
A la mañana siguiente, la princesa encontró a la rana esperándola en la puerta del palacio.
—He venido a reclamar lo prometido —dijo la rana.
Al escuchar esto, la princesa corrió hacia su padre, llorando. Cuando el amable rey se enteró de la
promesa, dijo:
—Una promesa es una promesa. Ahora, debes dejar que la rana se quede aquí.
La princesa estaba muy enojada, pero no tuvo otra opción que dejar quedar a la rana. Fue así como
la rana comió de su plato y durmió en su almohada. Al final de la tercera noche, la princesa cansada
de la presencia del huésped indeseable, se levantó de la cama y tiró la rana al piso. Entonces la rana
le propuso un trato:
—Si me das un beso, desapareceré para siempre —dijo la rana.
La princesa muy asqueada plantó un beso en la frente huesuda de la rana y exclamó:
—He cumplido con mi parte, ahora márchate inmediatamente.
De repente, una nube de humo blanco inundó la habitación. Para sorpresa de la princesa, la rana era
realmente un apuesto príncipe atrapado por la maldición de una bruja malvada. Su beso lo había
liberado de una vida de soledad y tristeza. La princesa y el príncipe se hicieron amigos al instante,
después de unos años se casaron y vivieron felices para siempre.
El zapatero y los duendes
Cuento de los hermanos Grimm

© Versión de Paola Artmann

ANUNCIO

Érase una vez un zapatero muy pobre que vivía con su esposa. Aunque él trabajaba con
mucha diligencia y sus zapatos eran de excelente calidad, no ganaba lo necesario para
mantener a su familia. Terminó siendo tan pobre que solo le quedaba el dinero para
comprar el cuero con que hacer el último par de zapatos.

Con mucho cuidado cortó el cuero y colocó las piezas en su mesa de trabajo para coserlas a
la mañana siguiente.

Al llegar la mañana, en lugar del cuero que había dejado, el zapatero se sorprendió al
encontrar un hermoso par de zapatos. Eran tan bellos los zapatos, que un hombre pasó por
la tienda y los compró por el doble del precio. El zapatero fue a contárselo a su esposa:

— Con este dinero, compraré el cuero para hacer dos pares de zapatos —dijo entusiasmado.

Esa noche cortó el cuero y nuevamente colocó las piezas en su mesa de trabajo para
coserlas en la mañana.

A la mañana siguiente, encontró dos pares de zapatos relucientes y perfectos. Estos zapatos
se vendieron por un precio aún más alto.
Todas las noches, el zapatero dejaba el cuero cortado en su mesa de trabajo y todas las
mañanas encontraba más pares de zapatos. Muy pronto, la pequeña tienda se hizo famosa y
el zapatero se convirtió en un hombre muy rico.

ANUNCIO

El zapatero y su esposa se sentaron junto al fuego una noche:

— ¿Qué te parece si nos escondemos para conocer a quien nos ha estado ayudando? —dijo
el zapatero.

El zapatero y su esposa se escondieron. Alrededor de la medianoche, vieron a dos pequeños


duendes entrar furtivamente en la tienda de zapatos. Rápidos y habilidosos, los duendecillos
hicieron un par de zapatos en un instante. Era invierno y los hombrecillos vestidos con
ropas harapientas, temblaban mientras trabajaban.

—Pobres duendecillos, deben sentir mucho frío —susurró la esposa a su marido—. Les
haré dos abrigos de lana, así estarán más calientitos.

A la medianoche siguiente, al lado del cuero, los dos duendecillos encontraron dos
elegantes abrigos rojos con botones dorados y se los pusieron inmediatamente. Fue tanta la
alegría que bailaron y cantaron:

—¡Qué hermosos abrigos! Nunca volveremos a tener frío.

Pero cuando uno de los pequeños duendecillos le dijo al otro:

—Sigamos trabajando.

El otro respondió:

—¿Trabajo? ¿Para qué? Con dos abrigos como estos ya somos ricos. Nunca más tendremos
que trabajar.

Los dos duendecillos se fueron por donde habían llegado y nunca más se les volvió a ver.

La tienda continuó prosperando, pero el zapatero y su esposa siempre recordaron a los


buenos duendecillos que los habían ayudado durante los tiempos difíciles.

Potrebbero piacerti anche