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CRISIS

DE
LA
MODERNIDAD
I.

E n lo que sigue intento reflexio-


nar acerca de la crisis de la mo-
dernidad. Puesto que creo que
esa crisis es profunda, habrá que pregun-
tarse acerca de la posibilidad y caracterís-
ticas de un mundo en buena medida di-
ferente al que denominamos “mundo mo-
derno”. Previamente, sin embargo, deberá
plantearse la cuestión de la pertinencia
del propósito que me guía, es decir, si efec-
tivamente la modernidad ha alcanzado
un estadio en que una referencia a su su-
peración tiene sentido y es legítima.

d i n u g a r b e r
C O N C I E N C I A C T I VA 2 1 , número 4, abril 2004

Antes de proceder me permitiré hacer algunas aco-


taciones.
Emplearé la noción “crisis de la modernidad”, y no
la hoy común “postmodernidad”, para referirme a las
nuevas perspectivas y tendencias artísticas, culturales,
científicas y sociales que renuncian, critican o se opo-
nen a los discursos, prácticas, e instituciones modernas.
Lo hago porque me parece que el prefijo “post” alude
a un proceso ya cumplido y por ende a una etapa pos-
terior a la Edad Moderna, lo que no es el caso, porque
podría también entenderse lo que actualmente suce-
de como un reacomodo de la modernidad misma. Tam-
bién porque el prefijo en cuestión podría entenderse,
y ha sucedido, con un sentido prescriptivo, es decir, co-
mo un discurso tendente a convencer que es necesa-
rio “superar” o “romper” con el pasado moderno o, in-
versamente, como un discurso para resaltar las conse-
cuencias deplorables a que llevaría la pérdida de los
valores y certezas tradicionales. Para evitar estas acep-
ciones prefiero usar el término “crisis” sin otro signi-
ficado y valoración que la referencia a hechos que tras-
lucen discontinuidades históricas notorias y que con-
sidero importantes. En consecuencia, la perspectiva
que adopto no exige pronunciarse –lo que ciertamen-
te me parece imposible e innecesario en los actuales
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momentos– acerca de la bondad o no de la crisis, in-


dependientemente de lo esperanzador o perturbador
que pudiera ser para los individuos o las sociedades; se
trata más bien de percibirla como una serie de hechos
que repercuten significativamente sobre la manera de
ser, actuar y pensar de estos individuos y sociedades.
Con ello trato también de deslindarme de un
equívoco que me parece grave. Aun en las discusiones
más fructíferas en torno a la postmodernidad puede
notarse que se tiende a no distinguir suficientemente
entre la manifestación y presencia de la crisis y el plan-
teamiento de las condiciones y requisitos de su supe-
ración. Si bien la diferencia entre ambas perspectivas
salta a la vista, frecuentemente se pasa por alto, de mo-
do que “post” termina por convertirse en “anti” o “con-
tra”, dando pie a pensar que la condición necesaria y su-
ficiente para superar a la modernidad consistiría en
negarla y justificar tal negación mediante la crítica de
algunas o muchas de las premisas o supuestos que la
engendraron. Véase cómo, por ejemplo, el concepto de
“deconstrucción”, independientemente de su impor-
tancia a nivel del análisis y de la crítica, se ha conver-
tido para algunos en un elemento decisivo de la posibi-
lidad de pensar la postmodernidad; pero si éste fuera
el caso, cabría concluir –y me parece que más de uno
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lo hace implícitamente– que lo nuevo debería surgir de


la desintegración de lo existente,1 lo que me parece fa-
laz. La asunción de la crisis de la modernidad, así como
su explicación y justificación, se convierte sin duda en
una condición necesaria para su superación, pero no
es necesariamente su condición suficiente. Lo auténti-
camente nuevo –que muy bien podría también opo-
nerse directamente a lo actual– ha de estar fundado so-
bre determinaciones y necesidades propias, es decir,
sobre algo positivo.

II.
Hace aproximadamente siglo y medio que se vie-
nen haciendo planteamientos acerca de los problemas
y dificultades que acarrean muchas de las premisas de
la Edad Moderna, así como múltiples observaciones
respecto a su debilitamiento o agotamiento. Kierke-
gaard, Marx y Nietzsche plantearon desde sus respec-
tivos puntos de vista una extensa gama de ideas y no-
ciones que sirvieron, directa o indirectamente, de pun-
to de partida a las reflexiones de varias generaciones
de pensadores que los siguieron.2 Pero no es sólo des-
de la filosofía que surgen voces disidentes, sino prác-
ticamente de casi todos los campos del pensar y hacer
humanos, lo que subraya la extensión y severidad de la
crisis. 3 S. Toulmin sintetiza bien la situación: 4
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We no longer live in the “modern” world. The “modern”


world is now a thing of the past. Our own natural sci-
ence today is no longer “modern” science. […] it is
rapidly engaged in becoming a “postmodern” science:
the science of the “postmodern” world, of “postna-
tionalist” politics and “postindustrial” society –the
world that has not yet discovered how to define itself
in terms of what it is, but only in terms of what it has
just-now-ceased to be.

La discontinuidad que señala Toulmin difícil-


mente puede pasar desapercibida, y tampoco el proce-
so de aceleración que ha experimentado a partir de la
década de los sesenta del siglo pasado. Continuamen-
te surgen indicios de que las sociedades y cultura occi-
dentales comienzan a transitar por sendas diferentes
por las que transitó la modernidad. Sobre todo, pare-
ciera que nos alejáramos del ideal de alcanzar en cada
esfera lo universal, permanente y necesario, para aven-
turarnos en terrenos de la ambigüedad, la contingen-
cia, de lo particular, lo diverso, y de la indeterminación.
Este giro ha suscitado, sobre todo desde finales de la
Segunda Guerra Mundial, profundas transformaciones
en la vida humana, así como la aparición de procesos,
funciones e instituciones francamente novedosos, cu-
ya presencia sugiere, y no pocas veces exige, concep-
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ciones acerca del orden social, político, económico,


científico y artístico harto diferentes a las conocidas y
practicadas tradicionalmente. 5 Cuando sucede, cabe
hablar de crisis y, en el caso que nos atañe, de “crisis
de la modernidad”.

III.
Es obvio que no es posible describir y analizar en
unas pocas páginas –y he de confesar que estoy lejos
de estar en posesión de los elementos requeridos para
hacerlo– cómo repercute esta crisis en todo lo que es
y sucede alrededor nuestro y cómo, por ello mismo,
cambiamos individual y colectivamente a medida que
se transforma la percepción de la realidad.
A título de comparación puede ser útil asimilar
nuestra situación, en cuanto a su forma, claro está, con
las que se vivieron durante el siglo V, aproximadamen-
te, de nuestra era, o durante el Renacimiento: estas épo-
cas también fueron tiempos de crisis a partir de las
cuales se derivaron nuevas formas civilizatorias y vi-
siones de mundo. Lo que sucedió, en pocas palabras,
fue que los horizontes de comprensión y referencia o,
si se prefiere, el sistema vigente de justificación cog-
noscitivo, moral, estético y pragmático que configura
una visión de mundo, se hizo, análogamente a lo que
sucede hoy, cada vez más flexible y, en consecuencia,
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más permeable o abierto a otras posibilidades que las


anteriormente admitidas. Como resultado de ello, tan-
to el proceso como la intensidad de la vivencia de la
ruptura tiendan a incrementarse proporcionalmente
porque a medida que el número de alternativas admi-
sibles se incrementa, la estructura valorativa tradicio-
nal pierde vigor y, por ende, menor es la capacidad pa-
ra comprender lo que sucede y poder dirigir así nues-
tras vidas a partir de esta comprensión. Es así que lo
que normalmente ha de otorgarnos el mapa para ubi-
carnos y orientarnos en el mundo –el sistema de valo-
res admitido y asumido– se desdibuja y, a medida que
sucede, se debilita el sentimiento de pertenencia: pau-
latinamente el mundo deja de parecernos nuestro mun-
do. Sucede que vivir en tiempos de crisis históricas es
como vivir en una casa que, si bien se asemeja a la que
hemos habitado siempre, ya no se percibe como pro-
pia; su efecto es la zozobra de sentirnos extraños en el
seno de lo familiar por excelencia.
De ahí a la impresión, individual y colectiva, de
que todo es incierto y, en consecuencia, que es cam-
biable, o amerita serlo, restan pocos pasos. Se asienta
de este modo un peculiar contrapunto. Por una parte,
debido a la apertura y elasticidad de los marcos de re-
ferencia, se expande en forma insospechada la esfera
de lo permisible respecto al pensar, actuar y sentir, lo
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que engendra una explosión de creatividad, innova-


ción y osadía: la creciente ausencia de limitaciones es-
timula las iniciativas en procura de metas que se mul-
tiplican a razón de la imaginación para idearlas y la
capacidad u osadía para perseguirlas. Esta es la cara
espectacular y fascinante –aventurera, quizá– de la cri-
sis. Pero existe también otra, la cara que tiene acuña-
da la fragilidad, fugacidad e inseguridad con las que se
revisten nuestras acciones, ideas, e intenciones. Ocu-
rre que cuando los límites de lo posible y lo admisible
se expanden, nos vemos obligados, como individuos y
como sociedad, a decidir respecto a un número cada
vez mayor de posibilidades sin contar con un marco
admitido y compartido que sirva tanto de punto de
partida como de norte. Esto incrementa notablemen-
te el riesgo involucrado en vivir la vida, y si bien es cier-
to que por momentos resulta emocionante y tentador,
a la larga enerva y cansa. 6 Al convertirse la vida en
asunto fatigoso y penoso, muchos, incapaces de afron-
tar de frente las dificultades, sobre todo con la rapidez
requerida debido a la aceleración de los cambios, ter-
minan por recluirse en dos extremos igualmente in-
quietantes. Uno, optar por lo inmediato y capaz de ofre-
cer los mayores goces, lo que en última instancia supo-
ne sustituir el futuro, porque no se logra preverlo y con-
figurarlo, por el presente. El otro, buscar desesperada-
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mente protección y refugio, que en no pocas ocasiones


lleva a muchos a ser víctimas fáciles de toda suerte de
extravíos y extremismos. Es condición humana que
para vivir el hombre tiene que poder alejarse de lo in-
mediato y poder proyectarse hacia el futuro que es la
condición misma de la vida: tiene necesariamente que
haber resuelto en buena parte las urgencias del pre-
sente y no ocuparse más de él para realizar su vida
como ser humano, es decir, proyectarse al futuro. 7
De cualquier manera, en épocas como las que
transitamos muy poco escapa a la crítica, y lo conce-
bible y presuntamente factible, no importa cuán sub-
versivo, contradictorio o inconsistente sea con respec-
to a lo tradicional, no deja de pensarse e intentarse. Lo
que convive, por paradójico que parezca, con intentos
de regresar –una especie de añoranza, si puedo califi-
carlo así– a ideas y concepciones de épocas pretéritas.
Así como durante el Renacimiento no pocos vieron en
una vuelta a la Antigüedad la solución a la crisis, pues
se pensaba que la Edad Media olvidó o distorsionó lo
que previamente se había alcanzado, hoy tampoco fal-
tan quienes piensan en un giro del mismo tenor. 8
Lo que cabe destacar del continuo cuestionamien-
to es que, por una parte, las reflexiones surgen de un
análisis y descripción de lo que acontece, pues me pa-
recería del todo injusto asumir que simplemente se
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origina en la imaginación de quienes los llevan a cabo,


y por la otra, puesto que surge y se refiere a un estado
de cosas que es vivenciado por muchos de muchas ma-
neras, estos discursos generan a su vez, mediata o in-
mediatamente, un debilitamiento mayor de la imagen
de mundo que cuestionan puesto que su efecto se po-
tencia en la medida que se multiplica y repercute sobre
un dominio cada vez mayor. La indeterminación re-
sultante no involucra, como mencioné, un empobreci-
miento de posibilidades, sino más bien lo contrario: los
juicios y valoraciones alternativas se multiplican y, en la
misma proporción, se hacen menos generales, que es lo
que explica que en lugar de que se excluyan mutuamen-
te, más bien se conciben como alternativas del mismo
rango y factibilidad. Es potestad del individuo acoger-
se, según su parecer o intereses, a alguna de estas alter-
nativas: lo permisible, o no, requerirá de decisiones y
justificaciones constantes de los actores, de modo que
en lugar de un cierto automatismo en la decisión, ca-
racterísticos de épocas históricas estables, es preciso
detenerse y afrontar cada situación en concreto.

IV.
La modernidad se engendra a partir de una trans-
formación radical de las concepciones de mundo y
hombre medievales. El aspecto decisivo de esta trans-
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formación es el nuevo concepto del hombre y de su lu-


gar en el universo. Considerado previamente como un
residente más del kosmos pagano o judeo-cristiano,
todo lo excepcional e importante que se quiera, a par-
tir del siglo XVII se le comienza a concebir como el cen-
tro o polo a partir del cual toda concepción acerca de
lo otro y de sí mismo se hace posible y comprensible.
Con ello, al menos en principio, el hombre se libera de
los nudos que lo mantenían emparentado a las demás
cosas mundanas. Gracias a esta oposición o, quizá
mejor, conversión, se torna en sujeto, y como tal, ubi-
cado frente a todo lo demás, entendido ahora en tér-
minos de objeto –como lo fuera de él y lo otro de él; en
fin, como alteridad–. Por cuanto ninguna concepción
filosófica puede –o debe– pasar por alto la necesidad
de vincular de alguna manera hombre y mundo, la mo-
dernidad optó por concebirla fundamentalmente en
términos epistemológicos, es decir, como una relación
sujeto-objeto, de modo que el mundo comenzó a en-
tenderse en términos de la conciencia y experiencia
del sujeto, y el conocimiento en cuanto tal se convir-
tió en tema y problema. En consecuencia, los límites
de la experiencia humana posible se convirtieron en
los de la realidad al alcance del hombre. Esta es, en re-
sumidas cuentas, la “revolución copernicana en la fi-
losofía” a la que se refiere Kant en el Prólogo a la segun-
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da edición de su Crítica a la Razón Pura. Y si bien es-


tos límites distaban mucho de ser tan precisos y uni-
versalmente determinados como el filósofo de Königs-
burg pensó que eran, la idea fundamental que regía esa
concepción, como el correspondiente papel del suje-
to se convirtieron en el eje central de la nueva imagen
de mundo que en cierta medida todavía permanece
entre nosotros.
Es esta transformación de las concepciones de
hombre, conocimiento y realidad la que se cuestiona
y alrededor de la que se desarrolla la actual crisis y su
discusión.
En efecto, si bien la modernidad ubicaba al hom-
bre –mejor aun, al sujeto– en un lugar privilegiado, lo
hacía a costa de una serie de paradojas y dicotomías.
Por ejemplo, ¿cómo entender la verdad en términos de
verdad de la cosa cuando la única referencia a esa cosa
es por intermedio de nuestra experiencia de la cosa? La
respuesta moderna es harto conocida: lo que sea la co-
sa es lo que podemos conocer de ella: el ser coincide
con el ser conocido. En consecuencia, lo real se iden-
tifica –sin mayor justificación aparente– con lo que el
sujeto concibe como real; dicho en otras palabras, la
realidad se convierte en un pensar acerca de lo real y
es ese pensar lo que terminará llamándose conocimien-
to. Kant lo decía muy claramente: naturaleza no es sino
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lo que conocemos como naturaleza. No ha de extrañar,


por lo tanto, que el camino hacia la verdad exigía de-
jar de lado todo aquello que estorbara o fuese ajeno al
pensar: es decir, sentimientos, intenciones, emocio-
nes, voliciones, etc.; había que dejar solamente lo que
fuese usable por la razón y el entendimiento –lo “cla-
ro y distinto”, para decirlo en términos cartesianos–. En
la práctica esta reducción consistió en cuantificar –“ma-
tematizar”– lo dado en la experiencia y una vez hecho
tomarlo como lo estrictamente real y verdadero, que es
precisamente en lo que consistió la revolución científi-
ca moderna. Es de esta manera como, por ejemplo, una
ecuación se convertía en la trayectoria “verdadera” de
una piedra o la causa “real” de la ganancia o pérdida de
una transacción financiera. Si bien el desarrollo de la
Edad Moderna mostró más que fehacientemente la
utilidad de tal concepción, cuya consecuencia directa
fue la dominación y usufructo de la naturaleza y la ins-
tauración de una capacidad productiva sin preceden-
tes, seguía y sigue estando en pie el incontrovertible
hecho de que lo que efectivamente vivimos y nos afec-
ta es la experiencia tal como se nos presenta directa-
mente y no las ecuaciones, por claras y útiles que sean
–y si ellas nos afectan, no es tanto por su transparen-
cia y claridad conceptual, sino por las transformacio-
nes que permiten y los consecuentes impactos que tie-
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nen sobre la experiencia vivida–. Además es preciso


caer en cuenta de que el éxito mismo de la cuantifica-
ción es, a final de cuentas, parcial, porque si bien per-
mite comprender desde una cierta perspectiva el mun-
do material, se queda muy corta cuando se trata del
mundo más específicamente humano: me refiero, para
poner un ejemplo, a la abismal diferencia que hay en-
tre la física y la economía o la sociología en lo que se
refiere a la capacidad de predicción y manipulación.
En segundo lugar, el ideal cognoscitivo de la mo-
dernidad lleva a contradicciones. En efecto, si de lo que
se trata es de alcanzar un conocimiento indudable, en-
tonces una vez alcanzado nada queda por conocer, en
cuyo caso el conocimiento adquirido aparece como lo
que impide seguir conociendo.9 Curiosamente esto no
sólo destruye el ideal del conocimiento que distingue
a la modernidad, sino que permite pensar que el fin del
hombre es, según se prefiera, alcanzar la divinidad o la
mera animalidad, ya que ambas situaciones desvisten
al conocimiento de su significado propio. 10
En tercer lugar, la dualidad sujeto-objeto que se
introduce con la modernidad impide comprender la
posibilidad del vínculo entre ambos y, en consecuen-
cia, entre ser y conocer, pues ¿qué sentido tiene el co-
nocer si de antemano se lo desvincula y separa anto-
lógicamente del ser que se busca conocer? Esta duali-
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dad sin solución aparente está íntimamente emparen-


tada con la de la mente y cuerpo y la de pensamiento
y lenguaje, ya que en cada caso se separa lo que de he-
cho es inseparable: un pensar sin expresión o acción
corporal es, en última instancia, inconcebible, al igual
que un pensamiento que no es comunicado o comuni-
cable lingüísticamente no sería pensamiento.
Tales paradojas y contradicciones, como muchas
otras que podrían traerse a colación, revelan dos as-
pectos cualitativamente opuestos de la modernidad.
Uno, el de los logros extraordinarios, como la revolu-
ción científico-tecnológica que ha permitido conocer,
aprovechar y dominar a la naturaleza y sus fuerzas; la
creación del Estado nacional y la organización buro-
crática como base de su funcionalidad y eficiencia; la
promoción de la democracia como forma política fun-
damental; la revolución industrial y la consecuente ex-
plosión de la capacidad productiva que hace posible en
principio, si bien no de hecho obviamente, que por pri-
mera vez en la historia el hombre no tenga que padecer
necesariamente hambre; la instauración del mercado
como un mecanismo eficiente del intercambio de bie-
nes y servicios y de su valoración; el proceso de urba-
nización y sus consecuencias culturales ; la seculariza-
ción; las múltiples “liberaciones” basadas en la noción
de derechos humanos, como la eliminación de la escla-
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vitud, la prohibición del trabajo forzado, el respeto por


la infancia, la libertad de expresión, la promoción de
la igualdad de la mujer, los derechos a la salud, traba-
jo y educación, o a la igualdad de oportunidades, etc.
Pero muchos de estos logros, espectaculares sin
duda, presentan otra faz: aquella en la que el individuo
es absorbido y alienado por la cultura del consumo; las
decisiones más delicadas y que quizá más pueden afec-
tar el destino y bienestar individual y social no siem-
pre surgen de quienes son designados o electos para
tomarlas,11 –con lo que, para decir lo menos, la noción
de democracia queda ensombrecida–; la distribución
justa de los bienes y riquezas simplemente no se alcan-
za, ni siquiera en las sociedades más desarrolladas y
ricas; la eficacia y funcionalidad de los mecanismos
económicos nacionales e internacionales son un mito,
toda vez que parecen estar sujetos al azar y a manejos
frecuentemente guiados por intereses mezquinos y
egoístas, cuando no a conceptos y “teorías” cuya vali-
dez se reduce a lo que está de moda; el uso de los re-
cursos humanos más sofisticados de una sociedad pa-
ra satisfacer intereses particulares en detrimento de
los generales, como es el caso, por ejemplo, de usar los
mejores abogados para evitar pagar impuestos; la pro-
ducción y consumo masivo de bienes produce una de-
predación del medio ambiente, hasta el punto en que
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el aire y el agua puros se están convirtiendo en bienes


suntuarios en algunas regiones del globo terráqueo; la
justicia se traduce comúnmente en pesados aparatos
burocráticos que terminan siendo administradores ine-
ficientes y por lo general parcializados de premios y
castigos; la disociación de las esferas cognoscitiva, mo-
ral y estética12 que genera un hombre desgarrado y com-
partamentalizado –el “especialista”–, guiado casi exclu-
sivamente por la razón instrumental e incapaz de for-
marse una visión comprehensiva y equilibrada de su
papel como individuo y como miembro de la sociedad.
Son estos aspectos negativos, entre otros, los que anun-
cian que lo más conspicuo de la modernidad produce
efectos contrarios o diferentes a los pretendidos.

V.
Es acerca de esto último sobre lo que se insiste sin
que falten motivos y argumentos para ello. La discusión
se presenta frecuentemente en torno a las causas que
han llevado a dicha situación y, no obstante las varian-
tes, la respuesta se presenta en términos de los funda-
mentos sobre los que se edificó la modernidad y, en tan-
to que decisivos, el principio de la inmanencia y el papel
asignado al sujeto, son el blanco principal del ataque.
Comparto en buena parte muchas de las críticas y
también algunas de las alternativas que se proponen.
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No cabe duda, visto desde nuestra altura temporal, que


la modernidad se fundó sobre una consideración dis-
torsionada de la subjetividad y de la racionalidad; o que
sucumbió a la tentación de identificarlas hasta el pun-
to de reducir la primera a la segunda; o que una vez iden-
tificadas se las asumió como el fundamento de lo real,
verdadero, bueno o bello. Es patente que de esta forma
se confundía o se superponía lo real, lo que está ahí, con
lo verdadero, que es humanamente dependiente en tan-
to tiene que ver con lo que se enuncia acerca de ello.
Sin embargo, no creo que esto, y más que se po-
dría añadir, ha de tomarse como una inferencia que se
desprende necesariamente a partir del puesto y papel
otorgado al sujeto. Se pasa muy rápidamente por alto
dos aspectos que me parecen determinantes. Uno, que
no todo lo que la modernidad desprendió a partir de la
subjetividad se ajustaba a su significado y, segundo,
aun dando por sentado que el camino seguido por la
modernidad fue un camino que partía y se basaba en
la subjetividad, es preciso caer en cuenta que el cami-
no seguido no es el único posible, sino sólo uno entre
tantos y que, a la luz de los acontecimientos, uno que
ni siquiera podría calificarse como el más consecuen-
te con las premisas que fijaron su rumbo. Por supues-
to, cualquier otra alternativa que se transite, o que que-
pa transitar, llevará a algo diferente a la modernidad.
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En tal sentido, estoy lejos de proponer una especie de


recomenzar, o hacer el intento de dar “otra oportuni-
dad” al proyecto moderno, 13 y no porque fuese inde-
seable por sí mismo, sino porque creo que es imposi-
ble y contradictorio con la noción de historia: ella no
admite volver sobre los propios pasos.

VI.
Lo que los filósofos clásicos modernos alcanza-
ron a ver en las novedosas nociones de sujeto y de ra-
cionalidad que estaban introduciendo fue, me temo, lo
que su larga tradición les permitió ver, y que, quizá,
buena parte de la riqueza de su hallazgo residía en lo
que se les ocultaba. Esto explicaría, aunque no es la
única explicación que cabría dar, el intento de reducir
las múltiples posibilidades que se abrían ante ellos a
unas pocas, que muy rápidamente terminaron siendo
las “únicas”, “necesarias” o “definitivas”.
Es así como se instauran por doquier gradaciones
arbitrarias entre las diversas facultades y capacidades
humanas con el propósito de privilegiar unas en detri-
mento de otras. De igual manera determinadas formas
de certeza se califican como superiores o preferibles a
otras sin motivo aparente. Se creyó que debía buscar-
se, y muchos se convencieron de haberlo encontrado,
un modelo universal de conocimiento y de ciencia que
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habría de corresponderse rigurosamente a la realidad.


Paralelamente, se intentó estérilmente –lo hacía impo-
sible el fundamento mismo del que se partía– aislar la
voluntad del resto de las facultades y justificar la liber-
tad humana, paradójicamente, desde premisas supra
o infrahumanas.
Los acotamientos y restricciones que se impusie-
ron al sujeto, a su pensar, racionalidad, sentir y actuar,
pronto se transformaron en “principios” de los que se
derivaban “leyes” que los hombres debían reconocer,
comprender y, no faltaba más, ajustarse a ellas. De allí
a considerar que lo “naturalmente”, “esencialmente” u
“originariamente” humano conducía a esquemas y pro-
cedimientos cognoscitivos, morales o estéticos univer-
sales, necesarios y, por ende, atemporales sólo queda-
ba un paso. Un paso que se dio bajo la forma del plan-
teamiento excluyente: o se optaba por lo universal, ne-
cesario e inmutable, o se caía en la disolución involu-
crada en lo particular y lo contingente; valga decir, en
el caos y la disolución de la ciencia, la moral o el arte.
No cabía nada intermedio. Pero tal planteamiento es fa-
laz, 14 que sólo puede hacerse cuando de antemano se
pretende –dogmáticamente– que se está en posesión
inequívoca de la verdad, del bien y de la belleza.
Sin embargo, mientras estas orientaciones per-
mitieron un grado mayor de bienestar material, mien-
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tras el desarrollo científico y tecnológico no encontró


mayores tropiezos, mientras los esquemas sociales y
políticos se mantuvieron en un equilibrio aceptable,
mientras las justificaciones de las anomalías podían
hacerse en términos de lo así admitido, el cambio de
rumbo no parecía necesario. Pero cuando hoy aprecia-
mos signos alarmantes de encontrarnos en callejones
sin salida, o que simplemente ya no queda camino que
andar, se incrementa la conciencia de la parcialidad
asumida así como la necesidad de volver a repensar o,
quizá, reconstruir nuestra propia civilización.
Dada esta situación podría ser interesante explo-
rar las alternativas que la modernidad no exploró. Un
paso en esta dirección consistiría en asumir plenamente
el significado de sujeto, del ser del yo. Sin pretender
agotar, ni mucho menos, la cuestión, intentaré dar al-
gunos pasos en esta dirección y señalar algunas con-
secuencias que se podrían desprender.
Como lo vieron los iniciadores de la filosofía mo-
derna, aunque no fueron del todo consecuentes con
ello, asumir el yo como punto de partida de todo pen-
sar, sentir y actuar exige renunciar a cualquier presu-
puesto acerca de la existencia y del ser. De no hacerse,
llevaría, como efectivamente llevó, al planteamiento
de innumerables dicotomías y a disquisiciones inúti-
les en torno a los juicios sobre esta cuestión, toda vez
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que cualquier verificación respecto a la existencia en


general requeriría asumir lo que se busca verificar. Es-
to no implica de modo alguno negar la alteridad, sino
darla por sentado tal como se presenta previamente a
cualquier reflexión a su respecto, es decir, como expe-
riencia de hecho de lo dado o, en términos más rigu-
rosos, admitir la doble primacía del fenómeno y de la
percepción, es decir, admitir de inicio que se percibe
lo que aparece y que lo real se agota en lo que se per-
cibe.15 Así, lo que se aparece como lo otro, como alte-
ridad, es, en rigor, lo otro, sea lo que fuese, en y para
el sujeto y, en consecuencia, es. Sobre esa experiencia
primaria, prerreflexiva, común a todos en el horizon-
te de una cultura, se instituye el lenguaje y su uso sig-
nificativo. 16 De esta forma me parece que es posible
superar en alguna medida las paradójicas dicotomías
de la modernidad, a saber: interior-exterior, espíritu-
cuerpo, sujeto-objeto, lenguaje-pensamiento, etc. ¿Aca-
so cabe hablar de experiencia y percepción sin presu-
mir el cuerpo? ¿Es posible referirse a un pensar que no
se exprese o comunique lingüísticamente? ¿Es factible
referirse a un pensar y a una comunicación sin supo-
ner a otro que comprende y responde? 17 No me cabe
duda de que estas preguntas solamente pueden res-
ponderse negativamente y también que tales respues-
tas no involucran la eliminación del sujeto, sino con-
36
C O N C I E N C I A C T I VA 2 1 , número 4, abril 2004

cebirlo de manera menos limitante y unilateral de lo


que lo concibió la modernidad desde sus inicios. Al ha-
cerlo, incorporaríamos al modo de ser del hombre su
entorno cultural, lo que llevaría a que el sujeto, en tan-
to sujeto de experiencia, apareciera como un sujeto in-
merso en el devenir y, por tanto, como ser histórico, co-
mo un ser cuya existencia se constituye temporalmen-
te y en el seno de todo lo que es temporal. Además, en
tanto que parte de la experiencia del sujeto, lo otro no
sólo se manifestará como mera “cosa”, sino, porque es
cosa para y desde una experiencia específica, aparece-
rá como resistencia, límite, determinación, invitación
o posibilidad. Y si lo asumimos tal cual, no queda lu-
gar para discutir acerca de la “objetividad”, toda vez
que no hay objetividad digna de este nombre que sea
ajena o independiente de nuestra experiencia así con-
cebida, sea individual o social.
En este orden de ideas, el status del sujeto no tie-
ne nada de misterioso o excepcional: es la vivencia con-
tinua de la alteridad y de nuestra presencia a ella. En-
tendido de esta manera, el sujeto es una existencia en
constante “reacomodo”, es la posibilidad, siempre abier-
ta, que nos convierte en individuos diferenciados o, si
se prefiere, en individuos con una ubicación personal,
cultural e histórica desde la que constatamos, com-
prendemos y expresamos a lo otro, quien, a su vez,
37
C O N C I E N C I A C T I VA 2 1 , número 4, abril 2004

hace posible que lo hagamos en cada momento en tan-


to que el mundo visto desde nosotros sólo es posible pre-
cisamente porque estamos en el mundo con los otros
–tanto hombres como cosas. 18
Es suficiente, por tanto, asumir sin prejuicios ni
limitaciones la subjetividad para obviar, al menos en
parte, los pseudo problemas que han signado a la filo-
sofía de los últimos siglos, por ejemplo, la inútil discu-
sión en torno a las parejas alma-cuerpo, objetivismo-
subjetivismo o libertad-determinismo: la subjetividad
y la alteridad no son sino las dos caras de lo mismo,
pues así como es inconcebible el mundo al que se per-
tenece sin un sujeto que lo experimente como tal mun-
do, también lo es un sujeto sin mundo, toda vez que
sería una existencia sin nada que la determine. Renun-
ciar al privilegio de la subjetividad sería, por lo tanto,
renunciar también al mundo.

VII.
El quehacer filosófico no consiste en edificar, in-
ventar o proponer mundos, 19 ni tampoco convertirse
en vigilantes y guardianes de lo que es, o de la verdad,
o de lo que ha de hacerse. Más bien el filosófico es un
pensamiento que tiene a la realidad por objeto con el
propósito de comprenderla, sabiendo, si no se trata de
filosofía dogmática, que tal comprensión está sujeta al
38
C O N C I E N C I A C T I VA 2 1 , número 4, abril 2004

cambio continuo. Pero los elementos que permiten la


referida comprensión no los produce la filosofía ni los
filósofos, al menos no a título de tales. Ellos surgen co-
munitariamente y los encontrará quien sepa recono-
cerlos, describirlos, integrarlos y ordenarlos para cons-
truir con ellos, si es posible, una concepción de la rea-
lidad; si el resultado es feliz, no sólo el filósofo com-
prenderá en la medida de lo posible lo que sucede a su
alrededor, sino permitirá, lo que es mucho más impor-
tante, que los actores sociales visualicen su propia ac-
tividad en el marco de una totalidad y puedan por ello
mismo orientarla. En tal sentido no debe pensarse que
Descartes, por ejemplo, sentado frente a una chimenea
en una posada de Ulm, inventó un mundo que después
llamamos “mundo moderno”; lo que logró, más bien,
fue percibir debajo del fárrago de hechos, ideas y acon-
tecimientos de su tiempo los aspectos matrices que los
unificaban y daban su carácter particular, y cuando los
expuso, sus contemporáneos y sucesores entendieron,
y a la larga acogieron, esa totalidad así entendida –el
mundo que estaba configurándose– como algo propio
porque, entre otras cosas, vieron reflejado en ella lo
que estaban creando a través de su actividad.
Sirva este excurso para apuntar que las discusio-
nes en torno a la crisis de la modernidad, si tienen al-
gún valor, sólo se justificarán en la medida en que acla-
39
C O N C I E N C I A C T I VA 2 1 , número 4, abril 2004

ren de alguna manera lo que sucede y, por ende, per-


mitan orientar nuestra actividad. Con todas las limita-
ciones que impone la provisionalidad de lo que pien-
so, intentaré en lo que sigue esbozar algunas ideas en
torno a nuestro tiempo y acerca de las posibilidades
que creo que alberga el futuro.20 Dado que la exhaustivi-
dad es imposible, me limitaré a unos breves y rápidos
bosquejos en los terrenos de la ciencia y de la moral.

VIII.
Partiré de algunas ideas de Thomas Kuhn acerca
de las “revoluciones científicas” con las que mal que
bien estamos familiarizados.21 Para refrescar la memo-
ria, Kuhn no sólo señala que no existe a lo largo de la
historia un modelo único –paradigma– de ciencia, sino
también, y más interesante, que en determinados mo-
mentos los paradigmas cambian drásticamente, de mo-
do que la actividad científica de un período no tiene
mayor similitud –en lo que a temas, métodos, procedi-
mientos y metas se refiere– con el anterior. También
observa que los criterios de adhesión de los científicos
al nuevo paradigma no se fundan primordial ni nece-
sariamente en aspectos exclusiva y estrictamente ra-
cionales o metodológicos como la interpretación de los
hechos observados, la comparación analítica de los
enunciados de los problemas o de sus términos, o la
40
C O N C I E N C I A C T I VA 2 1 , número 4, abril 2004

valoración comparativa de los procedimientos y de los


resultados, sino que reposan muchas veces sobre jui-
cios acerca de aspectos aparentemente tan poco vin-
culados con decisiones racionales o de orden lógico
como el prestigio y el número de los que apoyan el nue-
vo paradigma, la conveniencia e intereses personales,
la “elegancia” de las nuevas soluciones, y así sucesiva-
mente. En pocas palabras, no hay nada metodológica
o lógicamente decisivo que indique, por ejemplo, que
sería “menos racional” o “menos científico” mantener
al viejo paradigma que suscribirse al nuevo,22 y los cri-
terios que por lo general rigen son los de simplicidad,
consistencia, amplitud, fertilidad y utilidad. He aquí,
pues, que la actividad considerada como la expresión
más cabal de la racionalidad humana, y que la moder-
nidad promovió como modelo de ella, resulta ser no
tan “racional”, al menos si al término se le asigna el sig-
nificado acostumbrado.
Si Kuhn está en lo cierto, entonces la ciencia y sus
procedimientos, al igual que cualquier otro aspecto de
la actividad humana, están sujetos al cambio. Además,
en tanto que la actividad científica supone un proce-
so racional –lo que no se cuestiona– entonces no exis-
te algo atemporal llamado “ciencia” y, por implicación,
tampoco la racionalidad humana está al amparo del
devenir histórico como tantas veces se ha pretendido.
41
C O N C I E N C I A C T I VA 2 1 , número 4, abril 2004

De esta manera cae un mito, a saber, la creencia de que


la ciencia es una estructura formalmente autosusten-
tada cuyo fin fundamental es la búsqueda objetiva de
la verdad entendida como algo que es propio de la rea-
lidad misma.23 Aunque no comparto el “principio anar-
quista” de Feyerabend, es preciso reconocer que no le
faltan argumentos para sostener que no son los datos
y las observaciones los que constituyen y determinan
una teoría científica, sino que más bien es ésta la que
otorga sentido y significado a aquéllos al convertir de-
terminadas experiencias y observaciones en datos y
hechos científicos. 24 Lo que cabe destacar de lo dicho
es que las teorías científicas dependen y se constituyen
desde concepciones más amplias y generalizadas, que
no son otras que las concepciones de mundo en cuyo
seno se engendran y desarrollan. Igualmente ha de se-
ñalarse que la racionalidad no consiste en una serie de
reglas formales y operaciones estables y permanentes.
Tal idea es simplemente insostenible; ella confunde, en
el mejor de los casos, racionalidad con formalismo ló-
gico, y al hacerlo, desnaturaliza la razón humana. Con-
cebirla como mera capacidad de desprender conse-
cuencias correctas de premisas dadas, o como la capa-
cidad de llevar a cabo procesos en un orden estableci-
do, o seguir determinadas reglas o normas para alcan-
zar un fin, es atender y resaltar lo más banal de la inte-
42
C O N C I E N C I A C T I VA 2 1 , número 4, abril 2004

lección humana, pues se deja de lado lo cualitativa-


mente importante como, por ejemplo, el poder de vis-
lumbrar, imaginar y formular nuevas premisas a par-
tir de las cuales se pueda desprender algo novedoso o
valioso, o desviarse precisamente de lo regulado para
arribar a algo diferente, o producir procedimientos nue-
vos con base en interpretaciones y decisiones comple-
jas donde entra en juego la subjetividad íntegra, que de
seguro no se reduce exclusivamente a las capacidades
estrictamente cognoscitivas. De negarse, habría que
concluir que lo mágico, lo mítico y las actividades pu-
ramente rituales –repetitivas y automáticas como son–
serían lo propio y distintivo de la actividad y capacidad
racional humanas. 25

IX.
Pero en procesos de crisis como los que vivimos,
donde los cambios son continuos y ninguno todavía
aparentemente decisivo, no cabe hablar de paradig-
mas abandonados y paradigmas nuevos de la manera
como lo propone Kuhn. Más bien nos encontraríamos
en el período de transición donde no hay algo definiti-
vo y estable a qué referirse, a no ser el presagio de nue-
vos cambios.26 Esta situación lleva a pensar en la nece-
sidad de admitir paradigmas paralelos, 27 que es lo que
parece que efectivamente ocurre en algunos sectores.
43
C O N C I E N C I A C T I VA 2 1 , número 4, abril 2004

Si mi percepción es correcta, entonces los hechos re-


velarían que pueden existir formas alternativas de acti-
vidad y racionalidad científicas en un momento histó-
rico dado; sólo que, como lo ha señalado en otro con-
texto Foucault, debido a factores de diversa índole –llá-
meselos poder, intolerancia, intemperancia, etc.– se
impide que afloren y desarrollen en nombre, claro está,
de la razón misma. No es difícil encontrar hechos que
lo evidencian.
La física, considerada como el prototipo de la ac-
tividad científica desde el siglo XVII, muestra signos de
estancamiento a partir del primer tercio del siglo pa-
sado. Pareciera como si después de 1930 nada muy no-
vedoso se ha producido en esta rama del saber.28 Uno
de los motivos decisivos que llevaron a esta situación
se encontraría, a mi juicio, en la extrema rigidez que ha
aquejado a la comunidad de los físicos. La institucio-
nalización que acarreó redujo al quehacer físico a una
ortodoxia y conformismo definido por características
clásicas como positivismo, mecanicismo, linearidad,
homogeneidad, predictibilidad directa, simplicidad,
etc., hasta el punto que “hacer física” se centró en lo que
las instituciones académicas, los congresos y las revis-
tas especializadas y sus árbitros admitían como tal, na-
da diferente a lo que la modernidad postuló como legí-
timo. Lamentablemente en no pocas ocasiones la orto-
44
C O N C I E N C I A C T I VA 2 1 , número 4, abril 2004

doxia ha prevalecido sobre la imaginación y la creati-


vidad. Sin duda que con ello se ganaba en unidad y
uniformidad, pero a costo de una relativa esterilidad y
estancamiento.
La biología, por contraste, transita desde hace
cuatro o cinco décadas por un camino que ha permi-
tido que proliferen en su propio seno formulaciones,
hipótesis y perspectivas teóricas francamente hete-
rogéneas entre sí, sin considerarse por ello que sus for-
jadores atentan contra el quehacer biológico. 29 Además
de esta frescura respecto a la homogeneidad teórica y
metodológica, la biología dejó de lado también las con-
cepciones deterministas –por lo general estables y es-
táticas– para abrirse a visiones dinámicas de la natu-
raleza orgánica, sin desconocer por ello el valor e im-
portancia de los conceptos clásicos como los de heren-
cia y selección de Darwin. De cualquier manera, el cam-
bio permitió que hoy por hoy la biología sea una cien-
cia de vanguardia con un enorme potencial de innova-
ción, hasta el punto de alcanzar la capacidad de gene-
rar, literalmente hablando, la vida misma.
Ahora bien, ¿qué pasaría, me pregunto, si se diera
una libertad análoga a los físicos, sin que por ello se los
considere parias o se los aleje de los ámbitos acadé-
micos y de los grandes laboratorios de investigación, co-
mo ha sucedido? ¿A quién o a qué se perjudicaría? En el
45
C O N C I E N C I A C T I VA 2 1 , número 4, abril 2004

peor de los casos, todos o algunos de los posibles grupos


“disidentes” tendrían que admitir su fracaso mediante un
proceso de falsación perfectamente admisible y útil,
incluso en términos ortodoxos. Pero también cabría la
posibilidad, sin siquiera tener que modificar drás-
ticamente el paradigma prevaleciente, que se abrieran
nuevas alternativas para la investigación de la materia.30
Detengámonos en otro caso.
Lo que nombramos con el término general de “psi-
cología” es de hecho un conjunto heterogéneo de mo-
delos teóricos e hipótesis que encajarían sin mayor es-
collo en la definición de “paradigma”. No creo equivo-
carme al afirmar que conductismo, psicoanálisis y psi-
cología genética, para mencionar sólo tres de estos mo-
delos, les conviene el término, en cuyo caso coexisti-
rían de facto paradigmas alternativos al mismo tiem-
po y, lo que me parece más interesante, esa coexisten-
cia, no importa cuán convulsa haya sido y sigue sien-
do, es en última instancia beneficiosa para el quehacer
psicológico en general dado que es notorio que sus cul-
tores se han nutrido y enriquecido mutuamente. No
obstante, en muchos círculos se considera a la psico-
logía como sospechosa de no ser una “ciencia” en senti-
do estricto, entre otras cosas porque no presenta la faz
unitaria y homogénea que ha estado corroyendo a cien-
cias como la física. Lo que creo que persiste detrás de
46
C O N C I E N C I A C T I VA 2 1 , número 4, abril 2004

esta valoración es el dogmático supuesto de una cien-


cia atemporal y unitaria, con sus verdades y principios
ajenos a la historia y a las circunstancias. Amén del es-
trangulamiento ya señalado que ha ocasionado en las
ciencias naturales, nada ha ocasionado más daño al
desarrollo de las ciencias humanas que ese afán de
adecuarse a un modelo extraño a su particular objeto.
Más aun, lo observado hasta ahora lleva a preguntarse
si más bien no está sucediendo que las ciencias “duras”
se están acogiendo al esquema de las “blandas” con lo
que, de paso, se eliminaría una deformación más del
universo epistémico moderno. 31

X.
Pasemos ahora al aspecto de lo moral.
Es notorio que la modernidad no logró solventar
el conflicto entre lo público y lo privado y, por inferen-
cia, entre individuo y sociedad, entre libertad e igual-
dad, y entre moralidad y legalidad. Si bien por una par-
te el hallazgo de la subjetividad exige apuntalar la indi-
vidualidad y la libertad para desarrollar su singulari-
dad según las creencias y fines de cada quien, por la
otra el surgimiento del Estado como unidad política y
la instauración de las nacionalidades, el deslinde de las
culturas regionales, la promulgación del mercado como
regulador de las iniciativas económicas privadas, la
47
C O N C I E N C I A C T I VA 2 1 , número 4, abril 2004

actividad política legitimada en el sufragio que exige la


eliminación de las diferencias en aras del principio de
la igualdad de los ciudadanos, y otras muchas institu-
ciones modernas, llevó al establecimiento de marcos
políticos, sociales y económicos no sólo supraindivi-
duales sino, en muchos casos, francamente adversos a
la libertad. A medida que ese proceso se intensificó,
tanto más se incrementó la polarización y con ella la
búsqueda hasta ahora infructuosa de hallar un equili-
brio aceptable entre la necesidad de mantener la cohe-
sión y armonía social y la salvaguarda de la libertad e
iniciativas personales.
Buena parte de la dificultad radica en que el pro-
yecto político fundamental de la modernidad –la de-
mocracia– engendra en gran medida esa tensión al no
determinar el tipo de relación que debería haber entre
la libertad e igualdad –precisamente las dos nociones
que definen la democracia y que en el límite son con-
tradictorias: aunque es una perogrullada, no está de-
más recordar que a medida que enfatizamos el aspec-
to igualitario en la misma medida se vulnera la liber-
tad individual, y viceversa–. No son pocos los aconteci-
mientos, algunos extremadamente convulsos y otros
simplemente desatendidos, que se originan allí. Por
ejemplo, los conflictos que se suscitan continuamente
debido a la presencia de minorías y la incapacidad de
48
C O N C I E N C I A C T I VA 2 1 , número 4, abril 2004

admitirlas en plano de igualdad como tales; el antago-


nismo continuo entre el poder centralizado y las regio-
nes; las dicotomías a que conducen la consideración
macro o microeconómica de la misma sociedad en el
mismo momento; la peculiar dialéctica europea actual
que, a la vez que promueve con el máximo entusiasmo
un organismo supranacional como el Mercado Común,
exige con no menos entusiasmo y energía la permanen-
cia y conservación, no ya de las identidades nacionales,
sino también de los múltiples minienclaves culturales
rescatados del pasado remoto; y, para no seguir inde-
finidamente, la pretensión de sustituir la convicción
moral, preponderantemente individual, por la acción
de una burocracia legal, genérica y supraindividual.
Ciertamente que el control judicial y policial de
la conducta ciudadana es inconmensurablemente más
complicado y sin duda más costoso que el autocontrol
moral, lo que lleva a presumir que la sustitución pro-
gresiva y sistemática del segundo por el primero a lo
largo de los últimos siglos tuvo que haberse originado
en una causa necesaria, más todavía tratándose de la
modernidad, cuyos valores preeminentes son precisa-
mente los económicos. Debemos preguntarnos acerca
del motivo de ello.
Como aconteció en el plano científico y episte-
mológico, también en el plano moral se buscó implan-
49
C O N C I E N C I A C T I VA 2 1 , número 4, abril 2004

tar principios universales y necesarios para juzgar y


evaluar la conducta humana; sólo que con poco éxito,
más que nada por la proliferación de alternativas posi-
bles o viables. El fracaso del intento en el marco de la
modernidad era de esperarse, toda vez que, partiendo
de la subjetividad, no cabía, a riesgo de incurrir en con-
tradicciones flagrantes, regular –que no sería más que
reprimir y coaccionar y, de esta forma, distorsionar–
los sentimientos, deseos, voliciones y creencias de los
individuos. Esta incongruencia ya la había comproba-
do el propio Descartes cuando cayó en cuenta que una
“moral definitiva” –que debería ser la contraparte de la
ciencia única– era imposible.32 Lamentablemente sus
sucesores no se apercibieron que tenía razón.
La falta de sustentación teórica de la generaliza-
ción que se intentó probablemente indujo a establecer
el control institucionalizado, como un instrumento de
“salvación pública”. 33 La consecuencia de este proceder
fue –y es– la escisión del sujeto: internamente, los hom-
bres seguían creyendo y deseando en lo que creían y
perseguían, e intentaban, hasta donde podían, regular
sus vidas según ello; externamente, no cabía otra alter-
nativa que admitir las normas legales, con derechos y
deberes prefijados, que prescribían –y prescriben– de
una manera general lo que debía considerarse, sin ex-
cepción ni excusa, una conducta social y pública “apro-
50
C O N C I E N C I A C T I VA 2 1 , número 4, abril 2004

piada” o “cónsona”. La gran ventaja de este esquema


radicaba en que la conducta ciudadana podía ser in-
terpretada, valorada y administrada burocráticamente
–llámese a tales administradores tribunal, congreso o
policía–. A la larga, esto llevó no sólo a la pérdida de
una consideración y valoración de las virtudes ciuda-
danas por sí mismas, sino que, ante cualquier contro-
versia entre los individuos y la administración buro-
crática, la ventaja fuese de ésta. Se lo justifica señalan-
do que precisamente el cumplimiento de la justicia así
establecida es intrínsecamente y necesariamente bue-
no para el individuo y que, aun castigándolo o repri-
miéndolo, se le favorecía y beneficiaba por cuanto po-
sibilitaba su convivencia en sociedad. Pero es patente
que este extraño argumento no se deriva de una mora-
lidad fundada en el sujeto y en su autonomía; más bien
deriva de un punto de vista que está más allá –o más
acá, como se prefiera– de aquellos a quienes se afecta:
es la visión desde ninguna parte. 34
Lo que quisiera destacar de lo señalado es que se
deja de lado la cuestión de si la conducta e intenciones
de los individuos son justas y razonables o no según
sean sus situaciones y creencias; lo que se impone de
antemano es que lo exigible se instaura desde algo que
es ajeno a ellos –análogamente, cambiando lo cambia-
ble, a lo que se pretendió en el campo de las ciencias–.
51
C O N C I E N C I A C T I VA 2 1 , número 4, abril 2004

En pocas palabras, la moralidad moderna es esencial-


mente alienante. En la época de la supuesta mayor li-
bertad hemos arribado al status del esclavo esclareci-
do: permitirle creer en lo que quisiera con tal que su
acción estuviera regida por los dictados del amo. Pero
ahora con un agravante, el nuevo amo no tiene ni cara
ni nombre, es una mera idea abstracta.
Si, como sugiero, asumimos la subjetividad en for-
ma radical, es patente que lo que ha de prevalecer es
lo que para el sujeto no puede dejar de prevalecer, a sa-
ber, sus creencias y justificaciones, propias y compar-
tidas.35 Pero ¿no se desintegraría de esta forma la socie-
dad, toda vez que no habría modo de revertir el proceso
de anomia así como los necesarios compromisos im-
plícitos en la vida pública? ¿No es acaso este temor lo
que justificaría la necesidad de establecer instancias
supraindividuales?
Tales preguntas están mal formuladas porque par-
ten del supuesto de que sin un mecanismo o institu-
ción reguladora general y externa al individuo no pue-
de haber ni subsistir una sociedad. Pienso que se trata
de un supuesto falso. Si se admite el papel preeminen-
te del sujeto que defiendo, la situación se ha de ver de
manera inversa: la sociedad no ha de entenderse como
el producto abstracto, externo o preexistente que da ca-
bida a los individuos y determina sus normas de com-
52
C O N C I E N C I A C T I VA 2 1 , número 4, abril 2004

portamiento y vinculación mutua, sino más bien como


el producto de las múltiples relaciones hechas efecti-
vas por los individuos en cada momento y, en conse-
cuencia, la sociedad no será sino esa red de relaciones,
necesariamente cambiantes y sujetas a la temporali-
dad; una red que ciertamente carecería de sentido sin
individuos que la especificaran. Estas relaciones no
son un a priori establecido por algo o alguien, sino una
resultante que se origina en un sistema complejo y cam-
biante de acuerdos y desacuerdos –la convivencia de
hecho– entre los individuos en cada momento. Son
precisamente las reglas de convivencia las que consti-
tuyen la comunidad; ellas se originan del acuerdo que
se logra establecer a partir de lo que es aceptable para
los individuos y grupos de individuos, valga decir, sur-
gen del contrato social. De esta forma creo que se acla-
ra la deformación en que incurre la modernidad: se con-
funden la reglas de convivencia –negociables, prag-
máticas y cambiantes según las circunstancias, intere-
ses y fines de los actores sociales– con las creencias y
principios –propios de cada quien e inviolables por
definición– desde las cuales se negocia. En otros térmi-
nos, el contrato no es el principio atemporal que rige
la convivencia, sino más bien lo que la define en cada
momento como un resultado de la interacción de los
individuos.
53
C O N C I E N C I A C T I VA 2 1 , número 4, abril 2004

Si lo esbozado es posible –confieso que no lo sé–,


el cambio cualitativo sería notable. Puesto que se tra-
ta de normas de convivencia, ellas no deberían ser sino
las mínimas imprescindibles y sometidas a los cambios
según lo requieran las circunstancias y a medida que
la sucesión de las generaciones lo exija. Con ello, creo,
el ideal de una democracia basada en los individuos
dejará de ser algo más que un slogan toda vez que la
idea de participación adquiriría su significación plena.
Una participación que garantizaría, a su vez, las nece-
sidades sociales.

XI.
Finalmente, si se reconoce que la subjetividad es-
tá sujeta al tiempo, entonces debería admitirse tam-
bién que el cambio en todas las esferas del obrar y pen-
sar humanos debería ser precisamente lo constante. No
obstante, habría que plantearse y responderse la cues-
tión de si el ser humano es capaz de vivir fecundamen-
te de esta manera, es decir, si puede vivir humanamen-
te sin un marco básicamente estable y asumido de va-
lores y normas. 36

54
C O N C I E N C I A C T I VA 2 1 , número 4, abril 2004

NOTAS

1. Una discusión interesante al respecto puede encontrarse en G.


Hartman, Criticism in the Wilderness, N. Haven, Yale University
Press, 1980, pp. 265-83; Minor Prophecies, Cambridge, MA.,
Harvard University Press, 1991, cap. 7.

2. Dilthey, Dewey, Heidegger, Merleau-Ponty, Gadamer, la Escuela


de Frankfurt, Foucault, Deleuze, Derrida, Guattari, Baudrillard,
Lyotard, Lacau, Mouffe, Jameson, Harvey, Rorty, son algunos
nombres resaltantes que vienen a la mente –a los que habría
que añadir, en lugar destacadísimo, el nombre del “segundo”
Wittgenstein, cuya crítica implícita a la modernidad es a mi
juicio decisiva en muchos aspectos.

3. En 1870 el crítico de arte J. Watkin Chapman se refiere a una


“pintura postmoderna”, diferente a la de los impresionistas; el
ideólogo y poeta alemán R. Pannwitz describe en tonos dramá-
ticos el nihilismo que ve surgir así como el colapso de la cul-
tura europea de su tiempo. En su libro Die Krisis der euro-
päischen Kultur anticipa la aparición del nazismo cuyo sostén
sería el “hombre postmoderno”, comprometido con la destruc-
ción de la civilización occidental –un sentimiento análogo al
que expresa S. Zweig en su autobiografía, El mundo de ayer,
que prácticamente culmina con su suicidio debido, probable-
mente, a lo insoportable que le resultaba la idea del desmoro-
namiento de la Europa en la que fue educado. Historiadores co-
mo Spangler, Toynbee y Somerville señalan que las guerras y
desórdenes sociales de los siglos XIX y XX son el indicio de un
proceso de ruptura equivalente al que precedió a la Edad Mo-
derna. En An Introduction to Contemporary History, G. Barrac-
lough (Harmondsworth, Penguin Books, 1990) escribe que los
cambios que observa permiten anunciar la aparición de un pe-
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C O N C I E N C I A C T I VA 2 1 , número 4, abril 2004

ríodo histórico cuyas características involucran una ruptura


con el período precedente “igual a como la historia medieval
se separa… de la historia moderna” (p. 12). Analistas de la cul-
tura como B. Rosenberg y D. White, describen los cambios dra-
máticos que ocurren por la aparición de la sociedad de masas
y el fenómeno de la homogeinización resultante. El economista
P. Druker anuncia, ya en 1954, que nos movemos impercepti-
blemente hacia una nueva era aún sin nombre. El sociólogo C.
Wright Mills afirmaba en 1959 que nos encontrábamos al final
de la Edad Moderna y que las definiciones básicas de la socie-
dad deberían modificarse en vista de las nuevas realidades.
Aproximadamente una década después, Daniel Bell ve en el he-
donismo y narcisismo contemporáneos, la no identificación y
desobediencia sociales, el alejamiento de los ideales burgue-
ses, y otros acontecimientos similares, el fin de la sociedad mo-
derna. Por su parte, S. Huntington nos incita a pensar en un
modelo de política internacional alternativo al acostumbrado
basado sobre la hegemonía de Occidente. También en el ám-
bito artístico –I. Howe, H. Levin, S. Sontag, L. Fiedler, I. Hassan,
H. Smith– y en el científico –Prigogine y Stengers, N. Wiener,
Jantsch, M. Kaku–, se multiplican las voces que advierten acer-
ca de transformaciones análogas en sus respectivos dominios.

4. The Return of Cosmology: Postmodern Science and the Theology


of Nature, Berkeley and Los Angeles, University California Press,
p. 117. Cursivas en el original.

5. Cf. C. Nelson, P. A. Treichler, L. Grossberg, “Cultural Studies: An


Introduction.” en L. Grossberg, C. Nelson y P. Treichler (eds.),
Cultural Studies, Londres y N. York, 1992, p. 1. A. Huyssen tam-
bién sostiene que “[…] in an important sector of our culture
there is a noticeable shift in sensibility, practices, and dis-
course formations which distinguishes a postmodern set of
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assumptions, experiences, and propositions from that of a pre-


ceding period.” (“Mapping the Postmodern” en J. Natoli y L.
Hutcheon (eds.), A Postmodern Reader, Albany, 1993, p. 109.)

6. Llevada al límite, una vida así adquiere rasgos de animalidad,


toda vez que las situaciones a las que se ve sometido el animal
salvaje –alimentarse, resguardar su territorio y reproducirse,
por ejemplo– se resuelven frecuentemente exponiendo la vida.

7. Por esto la técnica, la actividad que permite que se crea el en-


torno que lo proteja y haga inmune hasta donde es posible de
los embates de lo inmediato, es coesencial al hombre. Al res-
pecto son relevantes las ideas de Ortega y Gasset (Cf. Medita-
ción de la técnica en Obras Completas de José Ortega y Gasset,
Madrid, Revista de Occidente, t. 5, 4ª ed., pp. 317 y ss. y “El mito
del hombre allende la técnica” en J. Ortega y Gasset. Pasado y
porvenir para el hombre actual, Madrid, Revista de Occidente,
1962, pp. 21 y ss.). Vista así la cuestión, pienso que las tesis del
superhombre y de la muerte de Dios de Nietzsche, que remi-
ten a la posibilidad, e incluso a la exigencia, de vivir sin una es-
tructura valorativa relativamente estable, si bien aluden a la
ruptura de los valores tradicionales, no constituyen una solu-
ción o superación de la crisis, al menos mientras que el ser
humano siga siendo humano.

8. Me refiero, para poner un caso, a algunos intentos contempo-


ráneos de volver a formas de realismo ingenuo, particularmen-
te en el ámbito de la moral, o en la peculiar nostalgia o idealiza-
ción, incluso a nivel popular, en relación a la Edad Media y a
sus formas de vida y costumbres.
Como en el Renacimiento, también en nuestro tiempo los sín-
tomas de la ruptura se manifestaron inicialmente en la esfera
estética. Aquí la mirada nostálgica hacia el pasado se expresa
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en una mezcla de estilos que contrasta sin duda con la búsque-


da de la simplicidad, innovación, novedad y relevancia que dis-
tinguió al movimiento modernista a partir de 1850 y más tar-
de el del llamado Avant-garde. El estilo pastiche, como algunos
lo califican, es particularmente notorio en la arquitectura ac-
tual (cf. R. Venturi, D. S. Brown, S. Izenour, Learning from Las
Vegas, Cambridge, MA., MIT Press, 1972; R. Ventura, Complexity
and Contradiction in Architecture, N. York, Museum of Modern
Art, 1966; Ch. Jenks, Architecture Today, N. York, Harry N. Abrams,
1988). La reacción en contra de la “pureza” del arte modernista
y su preocupación por la forma, la simplificación, la despreo-
cupación por lo social presente en la idea del “arte por el arte”,
la separación entre arte de élite y arte popular se extiende prác-
ticamente a todas las esferas de la actividad artística (cf. S. Son-
tag, Against Interpretation, N. York, Dell Books, 1967; L. Fiedler,
The Collected Essays of Leslie Fielder, N. York, Stern and Day,
1971, vol. 2; K. Levin, Beyond Modernism, N. York, Harper and
Row, 1988; S. Connor, Postmodernist Culture, Oxford, Blackwell,
1989; F. Jameson, Postmodernism or the Cultural Logic of Late
Capitalism, Durham, NC. y Londres, Duke University Press,
1991; T. Ebert. Ludic Feminism and Alter, Ann Arbor, University
of Michigan Press, 1996; S. Best y D. Kellner. The Postmodern
Turn. N. York y Londres, The Guilford Press, 1997).

9. Se trata de la conocida paradoja de Menón: o conocemos algo


o no lo conocemos. Si lo conocemos nada hay que indagar por-
que ya lo conocemos; si no lo conocemos, no sabremos qué
buscar. En ambos casos el conocimiento luce inalcanzable. (Cf.
Platón, Menón, 80e).

10. De alguna manera ambas alternativas están presentes en es-


corzo en el siglo XX; me refiero al espíritu absoluto de Hegel y
al darwinismo.
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11. Incluso donde se consulta a los ciudadanos, éstos difícilmen-


te pueden aportar algo debido a la complejidad y dificultades
de los problemas planteados, cuya comprensión sobrepasa con
mucho el conocimiento y educación del hombre común.

12. Habermas está en lo correcto a mi juicio cuando señala esta se-


paración como característica de la modernidad. Lo que no que-
da claro, al menos para mí, es si considera que debería superarse.
Cf., por ejemplo, “Modernity: An Incomplete Project” en H. Fos-
ter (ed.), The Anti-Aesthetic. Port Townsed, WA., Bay Press, 1983.

13. Sea en el sentido expreso de J. Habermas (cf., por ejemplo, Der


Philosophische Diskurs der Moderene, Frankfurt, Suhrkamp, 1985)
o en el tácito de M. Berman (cf. All That is Solid Melts into Air: The
Experience of Modernity, N. York, Simon and Shuster, 1983).

14. Cf. J. Habermas, Teoría de la acción comunicativa. I. Racionali-


dad de la acción y racionalización social, Madrid, Taurus, 1987,
traductor M. Jiménez R., pp. 15 y ss.

15. Cf. M. Merleau-Ponty, “Le primat de la perception et ses con-


sequences philosophiques” en Bulletin de la Societé Française
de Philosophie (dic. 1947), pp. 119-53.

16. Cf. L. Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, México, Instituto


de Investigaciones Filosóficas UNAM, 1988, ed. bilingüe ale-
mán-español, traductores A. García S. y U. Moulines, §§ 1-38
y 281-307; M. Merleau-Ponty, Phénomenologie de la Perception,
París, Gallimard, 1945, pp. 203 y ss.

17. Cf. H.-G. Gadamer, “Man and Language” en D. E. Linge (ed. y


traductor) Philosophical Hermeneutics, Berkeley y Londres, Uni-
versity of California Press, 1977, pp. 64-5.
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18. En tal sentido, pienso que a Leibniz no le faltó razón cuando


formuló al sujeto en términos de un punto de vista sobre el
universo del cual es parte, que no es más que admitir que se
puede ser parte, conocer y actuar en un mundo sólo si éste es
un mundo propio, el mundo de la experiencia. Pienso que en
ello radica el significado de la noción de reversibilidad que in-
troduce Merleau-Ponty en Visible e Invisible (cf. Le Visible et le
Invisible, París, Gallimard, 1964, cap. 5; véase también L’Oeil et
l’Esprit, París, Gallimard, 1964).

19. Cf. H. Bergson, Las dos fuentes de la moral y de la religión, Bue-


nos Aires, Sudamericana, 1962, traductor M. González F., pp.
116-17.

20. “El mundo es de muchas maneras, y toda descripción verdade-


ra captura una de esas maneras.” Cf. Nelson Goodman “The
Way the World Is” en Id., Problems and Projects, Indianapolis,
Hackett, p. 31

21. Cf. T. Kuhn. The Structure of Scientific Revolutions, Chicago,


University of Chicago Press, 2 a edición, 1970; The Essential Ten-
sion, Selected Studies in Scientific Tradition and Change, Chi-
cago, University of Chicago Press, 1977. Estimo que se llegaría
a resultados similares si en lugar de considerar el pensamien-
to de Kuhn partiéramos de las tesis “holistas” de W. Sellars (cf.
Science, Perception and Reality, London y N. York, Routledge &
Kegan Paul, 1963; Philosophical Perspectives, Springfield, Il,
Thomas, 1967; Essays in Philosophy and Its History, Dordrecht,
Reidel, 1975), o de W. V. Quine (cf. “Two Dogmas of Empirism”
en W. V. Quine, From a Logical Point of View, Cambridge, MA.,
Harvard University Press, 1953; Ontological Relativity and Other
Essays, N. York, Columbia University Press, 1969; Theories and
Things, Cambridge, MA., Harvard University Press, 1981), o de
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la hermenéutica de H.-G. Gadamer (cf. Warheit und Methode.


Grundzüge eine philosophischen Hermeneutik, Tübingen, J.C.B.
Mohr (Paul Siebeck) 1972, 3ª. ed.; D. E. Linge (ed. y traductor)
Philosophical Hermeneutics, op. cit.).

22. Esto no debe llevar a pensar que Kuhn niegue la objetividad de


la ciencia o la racionalidad de la actividad científica (cf.
“Postcript” en The Structure of Scientific Revolutions, op. cit.;
“The Function of Measurement in Modern Physical Sciences”
y “Second Thoughts on Paradigms” en The Essential Tension, op.
cit.). Ante cualquier interpretación de este tipo, Kuhn general-
mente aduce que el mejor ejemplo que poseemos del conoci-
miento objetivo es precisamente cualquier ciencia madura. Al
respecto puede verse también E. McMullin, “Rationality and
Paradigm Change in Science” en P. Horowich, World Changes.
Thomas Kuhn and the Nature of Science. Cambridge, MA. y
London, The MIT Press, 1993.

23. Al comentar las ideas de Kuhn y Quentin Skinner, Richard Rorty


llega a una conclusión similar desde la perspectiva lingüística:
“The moral is not that objective criteria for choice of vocabu-
lary are to be replaced with subjective criteria, reason with will
or feeling. It is rather that the notion of criteria and choice (in-
cluding that of ‘arbitrary’ choice) are no longer in point when
it comes to changes from one language game to another. Eu-
rope did not decide to accept the idiom of Romantic poetry, or
of socialist politics, or of Galilean mechanics, that sort of shift
was no more an act of will tan it was a result of argument.
Rather, Europe gradually lose the habit of using certain words
and gradually acquired the habit of using others” (cf. Contin-
gency, Irony and Solidarity, Cambridge, Cambridge University
Press, 1989, p. 6).

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24. P. Feyerabend. Against Method: Outline of an Anarchisitic Theo-


ry of Knowlwdge, London y N. York, Verso, 1978.

25. La Escuela de Frankfurt ha mostrado cómo la razón instrumen-


tal, lejos de liberar a la humanidad del yugo del mito, genera uno
que es más poderoso que cualquiera de los conocidos hasta
ahora, echando así por la borda el proyecto de la Ilustración.

26. El premio Nobel Ilya Prigogine y la historiadora Isabelle Sten-


gers comienzan su libro Order Out of Chaos (N. York, Bantam,
1984) afirmando: “Our vision of nature is undergoing a radical
change toward the multiple, the temporal, and the complex”.

27. Estoy consciente de que el término, usado como lo estoy pro-


poniendo, no es del todo consistente con la definición de para-
digma que propone Kuhn. Sin embargo, es notorio que Kuhn
ha introducido cambios notables en la noción desde su apari-
ción en 1962. Incluso en The Structure of Scientific Revolutions
distingue entre “cambios de paradigmas mayores, como los
asociados con Copérnico o con Lavoisier” y los menores “aso-
ciados con la asimilación de un nuevo tipo de fenómeno, como
el oxígeno o los rayos X.”

28. John Horgan puede tomarse como un portavoz de los que pien-
san que la ciencia en general, y la física en particular, ha entra-
do en un período en el que ya no puede esperarse ninguna in-
novación radical (cf. The End of Science: Facing the Limits of
Knowledge in the Twilight of the Scientific Age, Reading, MA.,
Helix Books, 1996). La posición de Horgan es análoga a la que
sostiene F. Fokuyama en el ámbito de la economía y la historia
(cf. The End of History and the Last Man, N. Cork, The Free
Press, 1992), o en sus numerosos escritos J. Boudrillad en los
ámbitos de la cultura y los medios (cf. “The Anorexia Ruins” en
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D. Kamper y Ch. Wul (eds.), Looking Back at the End of the


World, N. York, Semiotext [e], 1989). Creo que estas tesis, toma-
das al pie de la letra, son inaceptables; lo que más bien mues-
tran es que estamos presenciando el fin de la historia moder-
na, o el fin de las estructuras productivas y de consumo tal co-
mo fueron concebidas por la modernidad, o del orden cultu-
ral al que ha conducido la modernidad, y así sucesivamente.
Que Fukuyama, entre otros, confunda esto con el “fin de la his-
toria” o “el fin de las ideologías” sólo se explica porque parte de
la idea de que la historia tiene un final. Si este fuera el caso, una
de dos, o el hombre, que es esencialmente un ser histórico, deja
de serlo y, por ende, deja de ser hombre para convertirse en otra
cosa, o asumir que todo cambio está agotado porque ya ha sido
realizado y, en consecuencia, que el futuro deja de tener senti-
do para la vida humana, lo que hará que dejara de ser humana.

29. No es difícil percibir las diferencias que hay entre campos co-
mo la genética, la ecología, el evolucionismo o el funcionalis-
mo orgánico, o la proliferación de teorías holísticas y de com-
plejidad en el ámbito específico de las ciencias de la vida.

30. Existen indicios relativamente claros de que esta “liberación”


está ocurriendo desde la década de los 90. Cf. S. Best y D.
Kellner, op. cit., cap. 5.

31. Cf. I. Prigogine e I. Stengers, op. cit. p. 312; D. Bohm, “Post-


modern Science and a Postmodern World” en D. Ray Griffin,
The Reenchantement of Science: Postmodern Proposals, Albany,
State University of New York Press, 1988, pp. 67-8.

32. Cf. D. Garber, El puente roto. Temas y problemas de la filosofía


de Descartes, Caracas, Monte Ávila Editores Latinoamericana,
pp. 142 y ss.
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33. Cf. M. Foucault, Survellir et Punir, París, Gallimard, 1945, pp.


172 y ss.; “Le pouvoir, comment s’excerce-it-il? en H. L. Dreyfus
y P. Rabinow (eds.), Michel Foucault, Un Parcours Philosophi-
que, París, Gallimard, 1984, traducción: F. Durand-Bogaert; B.
Barret-Kriegel. “Michel Foucault y el Estado de policía” en Mi-
chel Foucault, filósofo, Barcelona, Gedisa, 1990, traductor A. L.
Bixio.

34. Vista desde esta perspectiva, la caída de los regímenes marxis-


tas-leninistas de finales del siglo XX podría ser interpretada
como un síntoma más de la crisis de la modernidad.

35. De lo que llevo dicho ha de quedar claro que me encuentro le-


jos de defender una postura moral egoísta, sin consideración
por lo social y comunitario. Tal posición solo podría sostener-
se si se partiera de la dicotomía yo-otro, olvidando con ello que
las creencias de cada individuo nacen en un ámbito cultural y
que su expresión lingüística y significación se hacen posibles
en el marco de una relación intersubjetiva.

36. Véase § 3, especialmente la nota 7.

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