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Los modos populares de la historia ofrecen respuestas a la inseguridad perturbadora que provoca el
pasado en ausencia de un principio explicativo fuerte y general. Cuentan historias de uso público,
exitosas porque han hecho crisis las versiones enseñadas antes por la escuela, que hoy no está en
condiciones de inculcar ningún panteón nacional.
La historia pública masiva hoy circula en los grandes medios de comunicación y sus expansiones en
la industria editorial. Pero las historias populares son, por supuesto, anteriores a estos discursos
mediáticos. Hay modos "espontáneos" para pensar el pasado, esquemas entretejidos tan
profundamente en la cultura que funcionan por default. El tópico de la "edad de oro", que se
expande desde el mundo mediterráneo clásico hasta llegar al Martín Fierro criollo, es, para la
cultura occidental, probablemente el más poderoso.
La nostalgia
Es curioso, pero el tópico de la edad dorada coexiste con otro que se le opone: la repetición
inevitable de hechos injustos o desdichados "que fueron siempre así". La repetición es un recurso
de inteligibilidad, porque lo nuevo y lo desconocido se explican según condiciones que se cree
conocer bien, estableciendo una comparación implícita, gobernada por la analogía de lo diferente
y lo conocido. Lo que todavía no se entiende porque acaba de suceder es iluminado por un
"historicismo" espontáneo y escéptico que identifica lo nuevo con lo viejo.
El modo nostálgico se fortalece también por la afectividad de una rememoración en la que la
juventud, la edad dorada del sujeto, coincide imaginariamente con aquellos tiempos mejores.
Memorias y autobiografías abren estos pequeños escenarios privados. Cuando escribió: "Tenía
veinte años. Que nadie venga a decirme que ésa es la mejor época de la vida", Paul Nizan se
rebelaba contra una vieja mitología según la cual las edades de la vida forman una secuencia que
tanto la literatura como las artes plásticas han representado como primavera, verano, otoño e
invierno. Esta alegoría se sostiene en un esquema arquetípico fuerte, que muchos han considerado
transcultural, pero que sin duda está en la base de una configuración occidental del tiempo como
relato de una floración, una cosecha y una decadencia. Este esquema, que pudo animar
representaciones literarias y críticas desde Hesíodo a Northrop Frye, funciona también de modo
más modesto en las mitologías contemporáneas, que se contraponen a una experiencia frustrante y
a un deseo insatisfecho.
Como la dimensión simbólica de las sociedades en que vivimos está organizada por el mercado, los
criterios son el éxito y la puesta en línea con el sentido común de los consumidores. La historia
académica puede experimentar una especie de envidia rencorosa frente a las historias masivas de
la industria cultural. En esa competencia, la historia académica pierde por razones de método (no
puede decir cualquier cosa ni puede presentar un hecho conocido como si fuera una revelación de
último momento), pero también por sus propias restricciones institucionales que la vuelven sumisa
a las reglas internas. Las legitimaciones exteriores, si son recibidas por un historiador académico,
pueden, incluso, despertar la sospecha de sus pares. Las historias populares, en cambio, reconocen
en la repercusión pública de mercado su único principio legitimador.
Secretos y conspiraciones
La desconfianza popular hacia los poderosos es la adhesión afectiva de un modo histórico que
responde al modelo de la conspiración. Las "historias secretas" que nunca nos habrían contado se
alimentan de una idea conspirativa que también suele dirigir los juicios sobre el presente. Algo no
se conoce porque ha sido deliberadamente ocultado por una alianza maligna del saber y el poder:
del revisionismo histórico a los libros de Felipe Pigna, Jorge Lanata o Pacho O´Donnell, se promete
siempre el develamiento de un secreto. La forma narrativa del complot encierra un enigma que la
operación histórica está encargada de develar. Este desocultamiento tendría un sentido liberador
en la medida en que denunciaría los motivos e intereses ilegítimos que impulsaron las
conspiraciones.
Un complot típico, el de los letrados, tiene como víctimas a los débiles, alejados de los círculos
donde se produce un saber sospechoso precisamente porque proviene de un ámbito que se define
como especializado (la circularidad del argumento es bien evidente). La forma narrativa del
complot fue característica del revisionismo histórico nacionalista; pero también hoy lo es de las
historias de circulación masiva. En cambio, la historia académica lo marca con el descrédito. En el
complot todos los detalles son significativos y, de manera extraña al mundo social, donde así no
suceden las cosas, señalan unánimemente hacia el mismo lado. Como la historia de los héroes
patrióticos que se enseñó en la escuela durante buena parte del siglo XX hasta que entró en una
crisis tan terminal como la institución educativa pública que la difundía, la narración del complot
es frondosa pero unilineal: muchas peripecias pero un solo principio explicativo. Este formato se
adapta especialmente a los usos públicos de la historia por dos motivos.
Por una parte, introduce un principio de inteligibilidad simple y monocausal que explica el pasado
de modo sencillo y no lo deja suspendido en una trama hipotética que obstaculiza el enunciado de
juicios condenatorios más o menos instantáneos. Ese principio simple responde además a una
forma canónica de la narración que investiga un crimen que, al develarse, libera a los
perjudicados, los manipulados, los expoliados, robados y exterminados. Por otra parte, coloca al
narrador en un lugar clásico caracterizado por la omnisciencia, es decir, una posición que lo hace
confiable, puesto que es el que sabe y el que tiene a su cargo hacer saber, pero que en lo que
concierne a los prejuicios no se distingue de sus lectores. Frente al narrador hipotético de las
historias profesionales, que no es confiable porque ni él mismo confía en la fuerza de su saber, en
la medida en que lo recorta contra las hipótesis, las lagunas en sus fuentes, el carácter incompleto
de toda representación, la incapacidad narrativa de mucha historia académica actual y las leyes
dubitativas del sistema de precauciones institucionales, el historiador del complot es
narrativamente completo, discursivamente seguro, ideológicamente afín a sus lectores.
La oposición entre historias de circulación masiva e historias profesionales es tan inevitable como
las diferencias de escritura y de método que las caracterizan. Unas y otras se observan con
resentimiento ya que la historia masiva obtiene una repercusión pública que la disciplina histórica
buscó y conoció en algunos momentos, pero a la vez aspira a una respetabilidad intelectual que la
academia no va a concederle. Se observan también con desconfianza porque la historia profesional
percibe que sus esfuerzos de investigación son utilizados por las historias de circulación masiva sin
reconocimiento; y los historiadores masivos también saben que lo han hecho. Como sea, la
oposición es inevitable no sólo por estas razones sino porque en el imaginario del historiador
profesional está el fantasma de lo que pudo ser la historia: una fuerza que desborde la academia y
los especialistas para competir por las interpretaciones del pasado en la dimensión pública.
La institución escolar podría ser la mediadora de este conflicto pero no tiene fuerza. La crisis de
una historia nacional presentada por la escuela y que convenza en primer lugar a quienes deben
enseñarla está acompañada por la dificultad que experimentan los maestros para entenderla, a
causa de una débil formación intelectual que no los habilita del todo para trabajar con la historia
producida en las universidades y extraer de ella las narraciones para la enseñanza. En el
destartalado sistema escolar argentino, finalmente, es probable que se esté más cerca de creer la
asombrosa afirmación de que Mariano Moreno fue el primer desaparecido (sobre todo si Pergolini lo
pone en la televisión) que de leer Revolución y guerra de Halperin Donghi. Aceptar lo primero
implica, sencillamente, poner a funcionar una máquina de analogías. La responsabilidad no puede
cargarse por completo ni a la historia masiva, que ocupa la esfera pública como empleada o socia
del mercado, habla sus lenguas y es escuchada por eso, ni a la historia académica que sigue un
programa que casi ha dado de baja la producción de relatos.
Milenarismo y redención
El modo milenarista es trascendente, porque los cambios están garantizados por una fuerza que
trasciende este mundo (o por una clase social que se distingue esencialmente del resto de las
clases). Aunque en los movimientos revolucionarios el modo milenarista pueda tener una
traducción laica, su fundamento nunca es enteramente laico y los sujetos incluidos nunca son
enteramente autónomos.
Beatriz Sarlo
LA NACION