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5to de Cuaresma
Evangelio: Jn 8, 1-11
Al comienzo del relato, Jesús está en la posición de quien enseña, es maestro para la gente
sencilla, quien lo escucha y lo sigue con agrado. En cambio, por el asunto presentado por
escribas y fariseos, ellos juzgan a Jesús, lo fuerzan a una posición de juicio. Sus adversarios
vienen en grupo, Jesús está solo. Todo el juicio contra Jesús a lo largo del entero evangelio,
el maestro deberá afrontarlo solo. La escena con la mujer adúltera pone en práctica una frase
del inicio en el Cuarto Evangelio: “Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar el mundo
sino para salvar el mundo por medio de él” (Jn 3,17). Los escribas y fariseos se aferran
delante de Jesús a la ley de Moisés. Además hacen énfasis en cuanto prevé la ley, la pena
capital. ¿Pero si la pena capital es para los dos implicados, aquí dónde está el varón? Y los
casos permiten escuchar la defensa de los acusados y aquí tampoco se oye la palabra de la
mujer acusada. Por ello el verdadero interés de los adversarios no es el exacto cumplimiento
de la ley, sino “La ley de Moisés nos ordena lapidar a estas mujeres. ¿Tú que dices?”. Su
ejercicio es para la muerte, no para la vida y el perdón. Aquí está la tentación. Si Jesús
aprueba la lapidación contradice su anuncio de misericordia, pero si osa en público pedir la
liberación de la mujer adúltera, será acusado ante el pueblo de desobedecer la ley de Moisés.
Ya Jesús en Jn 5 había desobedecido la ley, al curar un enfermo en el día sábado. Jesús incita
a la desobediencia con frecuencia y este hecho es muy grave, por eso ahora, el maestro no
está en una mejor posición que la mujer adúltera, los dos están contra la pared por causa de
sus acusadores. Los dos están en peligro de muerte.
La respuesta de Jesús se puede parafrasear así: “esta mujer es en verdad culpable de adulterio,
en el primer sentido del término (relaciones genitales), pero ¿ustedes no son culpables de un
adulterio más grave? ¿No han sido ustedes infieles al Dios de la Alianza? Por eso la ley se
ha convertido para ustedes en un ídolo. Son ustedes quienes merecen en este momento ser
apedreados porque han cometido el pecado de idolatría.
Ahora Jesús y la mujer quedan solos en el escenario. Este cara a cara es entre la miseria y la
misericordia, en frase de san Agustín. Para ella, el Verbo hecho carne, cumple su misión de
entregarle una palabra de Reconciliación. Cabe mencionar aquí una frase de la profecía de
Isaías: “No romperá la caña cascada, ni apagará la mecha que apenas arde…” (Is 42,3).
Pero este hecho no revela una actitud laxa o relajada de Jesús ante el pecado. El Maestro de
la misericordia le dice: “No peques más”, no está todo permitido, el pecado debe condenarse,
pero sólo el perdón misericordioso le permite al pecador ir mucho más lejos en su vida de
gracia y de fe.
Una vez crucificado, Jesús intercede por los autores intelectuales y materiales de su pasión:
«Padre: perdónalos, porque no saben lo que hacen» (v. 34). El Maestro había enseñado
repetidas veces la importancia del perdón (7,48; 11,4; 17,3-4); ahora, en el momento más
dramático de su existencia, es capaz de mostrarnos cómo sólo el amor manifiesto en el perdón
es la única vía para mover los corazones de los incrédulos e insensatos. La respuesta de Jesús
a la petición de malhechor arrepentido nos enseña cómo quien se pasó la vida centrado en
los intereses y bienes personales, se le concede en aquel momento la única y absoluta riqueza:
compartir con Dios la alegría de su presencia eterna. No en vano el adverbio “hoy” en la gran
mayoría de apariciones en el texto de Lucas –a excepción de 22,34: la negación de Pedro–
expresa la salvación divina: es la llegada del cumplimiento.
De acuerdo con la narración de san Lucas, está con nosotros el Mesías esperado por los
pobres y oprimidos: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que habéis oído» (Lc 4, 21), es el
día en el cual un pecador como Zaqueo acoge a Jesús en su casa, obtiene la salvación quien
hasta ahora era indigno: «Zaqueo: date prisa y desciende, que hoy debo hospedarme en tu
casa (…) Hoy a llegado la salvación a esta casa» (Lc 19, 5 – 8). El relato de la Pasión en
Lucas, fiel al espíritu del Evangelio, presenta valiosos elementos para comprender cómo en
la entrega total de Jesús, se evidencia la misericordia divina en un llamado gratuito a seguirlo
(Simón de Cirene) y en el perdón a quienes lo asesinan y a quienes viven en el error. Estos
dos elementos reaparecerán en los relatos pascuales: Jesús Resucitado confía en quienes lo
abandonaron, en ellos se prolonga el llamado gratuito y el perdón, así los discípulos
aprenderán, en la segunda parte de la obra lucana, a padecer por el nombre del Maestro (Hch
4,3; 12,2).
Este relato del cuarto evangelio presenta a María Magdalena como la primera testigo de la
resurrección de Jesucristo. Inducidos por ella, algunos del círculo de los doce (Pedro y el
discípulo a quien Jesús amaba), van también a la tumba. Ante estos primeros signos sólo cree
el discípulo a quien Jesús amaba. Estos datos, dueños de un soporte histórico, deben leerse
al lado de los relatos de los evangelios sinópticos e incluso con las primeras fórmulas de fe
del Nuevo Testamento sobre la resurrección, presentes en las epístolas paulinas originales.
El pasaje de nuestra oración está marcado al menos por dos motivos: la tumba de Jesús está
vacía y la causa de ello no se la explican los cercanos a Jesús; en todo caso ellos no han
tomado (robado) su cuerpo. En segundo lugar, la fe “pascual” no depende ni nace de este
hecho, la iniciativa es propiedad de Dios Padre en Jesucristo.
Dentro del relato, el Señor resucitado acepta el desafío de Tomás, Jesús no rechaza su
solicitud, al contrario, le concede lo pedido; Jesús le muestra las marcas de su muerte (20,27),
es decir, le hace sentir su amor pues dio su vida por él, Jesús es la fuente de su salvación. Al
mostrarle las llagas atiende la petición de Tomás en la cena de despedida: esas llagas son el
camino de la resurrección, la verdad de un Dios quien ama y salva, y la fuente de la vida
nueva (Jn 14,5-6). También Tomás, aunque se negó a creer, ahora convertido recibe la paz;
Jesús le muestra los signos de su muerte y de su amor, los cuales, son al mismo tiempo fuente
de salvación. Tomás reacciona con una altísima confesión de fe: “¡Mi Señor y mi Dios!”
(20,28); él cree y de inmediato a Tomás y a los incrédulos, el resucitado les dice: “No seas
incrédulo sino creyente” (20,27).
Cuando Tomás dice “Mi Señor”, descubre cómo Jesús con su resurrección mostró al Dios
verdadero, pues la expresión “Señor” es la forma de la Biblia griega para el nombre hebreo
“Yahveh”. Por tanto, Jesús es Dios así como Dios Padre: con la resurrección Él entró en el
gozo divino, la misma gloria compartida con el Padre antes de la creación del mundo (ver
17,5.24). Cuando dice “Mío”, Tomás se somete a la voluntad del Señor. Cuando el evangelio
llega a este punto, pregunta cómo llegarán a la fe quienes no han visto al Señor Jesús: ¿podrán
creer? La respuesta es: ¡Sí, claro! No solo pueden creer, incluso, esta fe es superior y más
meritoria si se compara con la opción de los primeros discípulos. Por lo anterior, Jesús en el
diálogo con Tomás involucra al lector: “Dichosos quienes no han visto y han creído” (20,29).
Jesús felicita con una bienaventuranza a quienes en el futuro también creerán en el resucitado
gracias al testimonio de la comunidad; para los creyentes sigue vigente el testimonio
apostólico fruto de la fuerza del Espíritu Santo: “Hemos visto al Señor”.
El propósito último del evangelio es contundente: los lectores orantes de estas páginas deben
creer en Jesús, Él es el Mesías, el Hijo de Dios victorioso (20,30-31), el signo por excelencia
de la fe, es su resurrección de entre los muertos al tercer día (ver Jn 2,21-22), porque allí
transmitió la nueva vida. Al final –cuando la fe Pascual se suscita por el testimonio de quienes
han hecho la experiencia– el evangelista resume la obra de Jesús: “Quien lo vio lo atestigua
y su testimonio es válido, y él sabe que dice la verdad, para que también ustedes crean”
(19,35).