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MAESTRÍA EN CIENCIAS SOCIALES PARA EDUCACIÓN

SECUNDARIA COMUNITARIA PRODUCTIVA

(2da. Versión - I/2018)

TEXTO ACADÉMICO
Módulo 5: Filosofía de la Historia

Unidad temática 4:
CONCEPCIONES DEL TIEMPO HISTÓRICO, CRONOLÓGICO Y
ASTRONÓMICO

Bolivia, 2019
OBJETIVOS DE LA UNIDAD TEMÁTICA

• Comprender la relación entre la historia y el poder, desarrollando una


aproximación a las teorías propuestas por Foucault.

• Conocer las bases de la teoría de la relatividad general y cómo ésta


cambió no sólo lo que sabíamos del universo, sino que además
representa un cambio de paradigma respecto a lo que entendemos
del tiempo y el espacio

• Adentrarnos a la filosofía del absurdo y constatar sus semejanzas con


el pensamiento indígena americano.

Historia y Poder

Foucault inaugura su propuesta filosófica con afirmación de que el hombre


ha muerto, siguiendo claramente a Nietzsche. Esto se hace con un propósito
muy claro y contundente, hay que abandonar la centralidad del sujeto.
Aquello que Descartes propuso y se simplifica en “Yo pienso, luego existo”,
viene a decirnos que sujeto pensante es el protagonista de toda
epistemología; en consecuencia, de donde no apenas se explica el sujeto
sino también su mundo. Foucault apunta a defenestrar esa bandera del
racionalismo para explicar que el sujeto es el resultado de la trama histórica
en la que está tejido. Hablamos de que el sujeto ya no es quien piensa la
realidad para darle sentido, sino se trata de un sujeto que más bien es
moldeado por las relaciones que establece con la realidad.

Para entender esto es necesario situarnos en las intenciones de donde nace


esta crítica. Ante la debacle del socialismo y la teoría marxista que lo
sostenía se requería de otro instrumento argumentativo que permita
cuestionar la lógica capitalista. Una lógica que se construye precisamente
en la centralidad del sujeto que no sólo comprende a la materia, sino
además la domestica y la usa para darle plenitud a su sentido. Entonces es
en Heidegger donde se encuentra la crítica más seria de la modernidad,
quien propone el retorno a la pregunta por el Ser. Dado que nos hemos
abocado a la conquista y la transformación de los entes, hemos perdido el
sentido más profundo de nuestra existencia. Por medio de la fenomenología
se abrirá paso el estructuralismo.

Foucault propone un sujeto comprendido dentro de una estructura. En su


obra “Vigilar y Castigar”, nos detalla todo cuanto hace una sociedad para
controlar el poder. No sólo se trata del dominio, control y domesticación de
la naturaleza, sino también de los otros humanos disidentes del poder
emergente. Es justamente a través de la razón que se ejecutan todas las
practicas que derivaron los más tristes episodios de subordinación de la
humanidad, pues bajo el amparo de lo científicamente correcto se
atropelló y canceló la vida de comunidades humanas enteras; en cuanto
fueran consideradas desviaciones o estados incompletos respecto a la
racionalidad “más elevada”. Foucault se explica sobre esto con sobrada
elocuencia con su “Historia sobre la locura en la época clásica”. Para
entender la fragilidad de la razón es necesario exponer los argumentos de
la locura.

Se nos demuestra como la sociedad racional es la que se encarga mediante


formulaciones institucionales de encarcelar, guardar o esconder a los locos.
Entonces se convierte en una sociedad disciplinaria que ya no solo se aboca
a encerrar y ocultar la locura, sino también regular y controlar a los comunes
dentro del marco de referencia propuesto por quienes detentan el poder.
Para organizar la sociedad dentro de determinado marco de referencia se
precisa de las cárceles. Estás sirven no apenas para reducir las
contradicciones a las estructuras, sino que elevaban al Estado como
protagonista de la configuración y legitimación del modelo. El control que
se ejerce sobre las instituciones, que supervisan a los encargados de recluir
las antítesis del poder, terminan convirtiendo al otro en un objeto de
observación y control. Ya no hay un sujeto, sino apenas un objeto que debe
ser vigilado.

El poder no es una razón por sí misma. El poder puede inclusive imponer una
verdad en desmedro de lo que parece racional. En consecuencia, lo que
llamamos historia no es otra cosa que la secuencia de un poder tras otro
tratando de administrar e imponer un discurso que aspira a ser el dominante.
Quienes tienen bajo su control los canales de comunicación con mayor
alcance y penetración son los que pueden llegar a imponer incluso una
forma de ser. Obviamente también intervienen en las decisiones de los
sujetos haciéndolas al antojo de las necesidades de los patrocinadores del
discurso. Desde esta perspectiva, la verdad no existe, ya que lo que se
convierte en verdad es lo en una mayor cantidad de veces se repite en la
conciencia. Todo esto contradice la apuesta por los datos y lo dado de los
objetos observados. Realmente no hay hechos, ni de las cosas ni de nosotros
mismos, todo lo que hay son interpretaciones. Entre las interpretaciones hay
poder, por ende quien detenta el poder tendrá mayor capacidad de
imponer su verdad por encima de los demás intérpretes de los
acontecimientos. Así, la meta del poder es gobernar sobre la libertad y la
memoria de los sujetos.

Todavía sostenemos en nuestro sentido común una trayectoria lineal de la


historia, pero olvidamos que, con cada ocasión, el pasado puede ser
narrado con la visión y los prejuicios del poder de turno. En razón de esto es
que no se puede hablar de una continuidad histórica o, peor aún, de un
desarrollo progresivo de la Historia. El historicismo había creído posible relatar
los hechos objetivamente y de manera lineal. En tanto que el materialismo
histórico le introdujo metafísica a la fórmula, creyendo avanzar
progresivamente hacia un estado siempre mejor (y cada vez más cercano
al ideal) que el anterior.

La historia no tiene una secuencia lineal y tampoco progresiva. Para la


Foucault la historia no es un relato univoco, sino que la historia como la
verdad es la confluencia de muchos relatos que vienen a chocarse todos
juntos en el mismo muro del presente. La verdad que nos entrega la
historiografía de enciclopedia es la de las guerras, los héroes y las fechas.
Mirar al pasado no es describir una sucesión de eventos que justifican todas
las veces el siguiente episodio superador, más bien se trata de una memoria
donde asisten muchas afirmaciones queriendo imponerse sobre las demás.
La tradicional relación entre historia y devenir pierde todo sentido, ya que
nos enfrentamos a lo discontinuo. De hecho, la discontinuidad permanente
es la característica principal de la Historia.

Indudablemente todo esto nos pone frente a una duda repetida tanto sobre
la verdad, la historia y el quehacer humano como afirmación. Entonces, si
tomamos el juego interno de relatos y narrativas queriendo imponerse,
caemos en cuenta que la verdad no es la palabra con mayor razón; más
bien, estamos delante de la confluencia de distintas verdades. Sin embargo,
ya no estamos frente a sujetos en disputa, sino encarando luchas en pos de
imponer las condiciones de verdad. Ahora bien, siempre alguien se impone,
lo que confirma que creamos espacios para hechos.

En estas estructuras del poder también hay una suerte de confrontación,


pues donde hay poder existe resistencia al poder. Hegel usaba la dialéctica
para explicar una sucesión continua de hechos, los cuales nos muestran una
progresión hacia estados cada vez más “perfectos” o superadores de lo
anterior. En cambio, Foucault entiende la historia en su discontinuidad, no
hay una línea sucesiva de hechos, sino tenemos a distintos relatos acerca
de la verdad y la historia coexistiendo y chocando unos contra otros
buscando imponerse por encima de los demás. La historia es entonces un
correlato de luchas constantes y desordenadas. Son fuerzas en un campo
de guerra buscando imponer su poder. Ya no hablamos entonces de sujetos
siendo protagonistas del tiempo, se trata de una estructura operada por
agentes del poder. Aunque esto se contrasta con la posibilidad de la
rebelión, algo que el filósofo francés no pudo explicar satisfactoriamente.

La Relatividad y el espacio-tiempo

Uno de esos tópicos incrustado en nuestra lingüisticidad definiendo muchas


de nuestras respuestas es la pregunta por el Ser. Su importancia parece
indiscutible para absolutamente cualquier razonamiento filosófico. Fue
precisamente el tema con el que inaugurarían su aventura los amantes de
la sabiduría en la Grecia Clásica. La pregunta por el Ser y la búsqueda de la
verdad han impregnado un siglo tras otro las apuestas comprensivas del
pensamiento occidental. Su influencia ha sido tan importante que forma
parte indispensable de cualquier nueva interpretación del mundo. Los
hermeneutas nos abrieron paso a una reconsideración de todo cuanto
teníamos por cierto durante el racionalismo y lo hicieron nada menos que
trayéndonos de nuevo a la ontología como herramienta para la búsqueda
de la verdad. No son los alcances de la razón nuestro horizonte, sino las
interrogaciones que nos propicia el ser y nuestro sentido histórico en cuanto
humanos.

“Y la filosofía sólo se pone en movimiento, por una peculiar


manera de poner en juego la propia existencia en medio de las
posibilidades radicales de la existencia en total. Para esta
postura es decisivo: en primer lugar, hacer sitio en el ente en
total, después, soltar amarras, abandonándose a la nada, esto
es, librándose de los ídolos que todos tenemos y a los cuales
tratamos de acoger subrepticiamente; por último, quedar
suspenso para que resuene constantemente la cuestión
fundamental de la metafísica, a que nos impele la nada misma:
¿Por qué hay ente y no más bien nada?”1

Esa certeza de existir cohabitando en medio de los fenómenos, nos remiten


a los entes y estos a su vez nos abren la gruta hacia el encuentro con el ser.
Pero ¿y si nuestra certidumbre respecto a los entes fuese una ficción y
estamos deviniendo en medio de la nada? La física contemporánea ya ha
demostrado que todo lo que podemos conocer del universo es hasta el
momento lo relativo a la materia. No obstante, para nuestro desconsuelo la

1
Heidegger, ¿Qué es la Metafísica?, 56
materia apenas representa un 4% todo cuanto en el universo existe. Lo
demás, y de lo cual tenemos escasas pistas y muy pequeños aprendizajes,
es lo concerniente a la materia oscura, la energía oscura y la antimateria.
No es que aquello sea la nada, sino realidades que interactúan con la
materia de un modo que todavía no podemos comprender. La primera le
ha dado la forma y contextura actual a nuestras galaxias. La segunda es
responsable de la expansión cada vez más acelerada del universo. Y de la
tercera no entendemos por qué hay tan poca y si la hay en las mismas
proporciones que la materia no sabemos dónde está.

Lo cierto es que todo lo que actualmente comprendemos de la materia


debe ser estudiado y calculado en relación a unas facticidades que
desconocemos en absoluto. Puesto que lo que observamos fuera de nuestro
planeta debería seguir las mismas reglas con las que vivimos dentro de él,
para hacer tales cálculos es necesaria una teoría que unifique la
comprensión de lo infinitamente pequeño y lo abismalmente grande. El
modelo estándar de la física de partículas es hasta ahora nuestra mejor
explicación para compatibilizar la mecánica cuántica y la teoría de la
relatividad general. Todo lo descubierto recientemente hace aún más
poderosas las preguntas que nos pudiésemos hacer sobre el ser humano. Al
igual que toda la materia, nuestra existencia está constituida por los mismos
diminutos ladrillos con los que se ha formado el universo; y de la misma
manera, estamos sometidos a realidades desconocidas.

Por tanto, es probable que todo lo que hemos podido inferir de la realidad
deba ser reconsiderado. Al menos, ni la fenomenología ni la hermenéutica
están tomando en cuenta que el alcance de nuestras preguntas está
completamente disminuido si separamos a la filosofía de la física. Hacerlo ya
es una contradicción y pretender explicar a los entes y el ser por fuera de lo
sensible no es más que una revuelta a la metafísica más adusta. Entonces
todo lo que decimos de nuestra autoconciencia y estructura cognoscente
podría ser apenas un relato conveniente y funcional a un determinado
paradigma cultural. Nos guste o no los sentidos nos están ofreciendo una
realidad incompleta y si asumimos ese vacío en nuestro entendimiento
nuestra posición respecto al universo y las condiciones en las que existe la
vida cambian radicalmente. Vivimos en un universo de 13.8 mil millones de
años y parece absurdo que nuestra pregunta más importante sea por el Ser.
Visto objetivamente, la física está respondiendo de manera más satisfactoria
tamaña interrogante.

Einstein inició su descollante carrera como físico teórico con una de las más
célebres ecuaciones: E=mc2. La misma sintetiza la que hoy se considera una
verdad física, la energía se convierte en materia y viceversa. La masa de
cualquier cosa en el universo se transforma en energía, o lo que es lo mismo,
cualquier cosa que tenga energía posee masa. Más tarde, empezó a
estudiar la luz y fue así como llegó a formular su teoría de la relatividad
especial. Una teoría que le permitió entender a la física que el tiempo y el
espacio no apenas están relacionados, sino que son una misma cosa: el
espacio-tiempo. Ahora bien, a pesar de lo revolucionario del planteamiento
la propuesta era aún incompleta. Hasta ese momento su teoría sólo
explicaba el movimiento de un objeto en el espacio tiempo a velocidad
constante y en una sola dirección.
Para llegar a formular su teoría de la relatividad general fue necesario
incorporar a la gravedad en sus fórmulas. Esto le llevó, nada más y nada
menos, a destronar a Newton y proponer una comprensión de la gravedad
completamente nueva. El científico inglés afirmaba que la gravedad era
una fuerza que jalaba a los objetos hacia el suelo. Einstein lo entendió de
otra manera. En los hechos no hay una fuerza que atraiga a los objetos, sino
son los objetos los que distorsionan el espacio-tiempo. Por ejemplo, no es que
el soy esté atrayendo a la tierra con su fuerza de la gravedad, sino es la masa
del sol la que distorsiona el espacio-tiempo doblándolo, como la masa de
nuestro planeta es más pequeña éste gira al rededor del sol empujado por
el espacio (y no atraído por el sol). Esto dio lugar a una nueva teoría de todo
lo que sabíamos del universo.

No obstante, mientras no fuesen probadas sus afirmaciones eran sólo una


teoría. Si era verdad que la trayectoria de la materia y por ende la energía
eran afectadas por la distorsión del espacio provocada por la masa de los
objetos, la luz no estaba exenta de este fenómeno. Entonces habría que
demostrar que la luz de una estrella podía rodear el sol. Pero para poder
verlo y medirlo era necesario hacerlo durante un eclipse. Si la teoría estaba
en lo cierto los astros detrás del sol parecerían haberse desplazado. Se
hicieron varios intentos infructuosos, hasta que finalmente se lograron las
pruebas que demostraron que el físico alemán estaba en lo cierto.

Otro de los elementos que revolucionó la teoría de la relatividad fue la


compresión del tiempo. El tiempo es una experiencia adscrita a nuestros
sentidos, sabemos del tiempo tanto cuanto nuestros sentidos nos han
permitido saber de él. Esta experiencia está enarcada dentro de las propias
limitaciones de nuestra conciencia. Nada se mueve más rápido que la luz,
por tanto, su pudiésemos ir a esa velocidad, parecería que el universo entero
está quieto. La conciencia que tenemos del mundo es el movimiento que
percibimos a bajas velocidades, pero otro completamente distinto a
grandes velocidades. De hecho, a la velocidad de la luz no existe el paso
del tiempo. Esto es porque la velocidad de la luz es el único dato que
podemos considerar absoluto (300.000 km x Segundo). Entonces, así como
el espacio se curva por la masa de los objetos, nuestra conciencia del
tiempo está determinado por la velocidad de la luz. En otras palabras,
cuanto más rápido sea capaz de desplazarme el tiempo transcurrirá más
lentamente. Algo que ya ha sido probado con los satélites, los cuales deben
calibrarse constantemente, ya que sus relojes se atrasan respecto a sus pares
en la tierra, por el fenómeno antes explicado.

Tanto la deformación del espacio, como la velocidad de la luz vienen siendo


el recipiente al que debe amoldarse el espacio-tiempo. Por ende, aquellos
conceptos de tiempo y espacio, entendidos por serado y que parecían
absolutos tanto para la ciencia como para cualquier persona de a pie,
resultaron ser relativos a la curvatura, al movimiento y la velocidad con que
se los experimenta. Ahora bien, traslademos todos estos conceptos de la
física al plano de la historia. La historia y el tiempo tienen desde nuestra
perspectiva una relación intrínseca. Creemos percibir el paso del tiempo
porque desde nuestra conciencia asumimos que hay un continuum. Una
sucesión de hechos que transcurren dentro de algo que suponíamos
absoluto. Pero si ninguna de estas dos categorías tiene relación, entonces
¿qué podemos entender de la historia?
El absurdo y el pensamiento indígena

Al parecer la historia es apenas una memoria selectiva de hechos


protagonizados por la humanidad y conservados por los administradores del
poder como una herramienta para uso y servicio del mismo poder. Ahora
bien, la cuestión es todavía mucho más delicada y compleja, porque ante
la evidencia probada por la física hay que sumarle la maravillosa tarea
emprendida por la arqueología, la paleontología, la geología y la astrofísica
entre otros rubros científicos. Los especialistas de estas disciplinas han
logrado calcular algunos de los orígenes de lo que en nuestra conciencia se
percibe como el tiempo. El tiempo transcurrido, palpable y con huellas.

Desde el Big Bang se estima que han pasado cerca de 13.700 millones de
años. En tanto que, nuestro planeta se formó hace 4.470 millones de años.
Los primeros dinosaurios aparecieron hace tan sólo 200 millones de años y se
calcula que su extinción fue hace unos 65 millones de años. Aunque estos
cálculos pueden variar de uno a otro estudioso, se puede presumir que los
reptiles reinaron el planeta cerca de 140 millones de años. Los homínidos, de
quienes hemos descendido y evolucionado, surgieron hace unos 4 a 8
millones de años. El homo sapiens, especie de la que ha evolucionado el
homo sapiens sapiens, tiene entre 350 mil a 200 mil años en la tierra. De todo
ese tiempo apenas hace 5.500 años se dio lugar a la agricultura y con ella
la escritura compleja.

Fue con el desarrollo de esta tecnología que las sociedades humanas


pudieron dejar un registro sistematizado de su pasado, sus costumbres, su
economía y sus leyes. Sólo a partir de aquí que se puede empezar hablar de
historia (tal y como la entendemos hoy), todo lo anterior es considerado la
prehistoria.

Tanto el lenguaje como la escritura son tecnologías, por ende, se trata de


herramientas que se usan tanto para el control del entorno, como para el
control de la sociedad. La capacidad comunicativa permitió mejorar la
organización de la tribu a la hora de cazar o recolectar alimentos. El control
del lenguaje, el discurso y los sentidos del mensaje les permitía a
determinados individuos liderar el clan y decidir su futuro. Más tarde con la
aparición de la escritura asistimos a un episodio semejante al anterior. En sus
orígenes la escritura servía únicamente para registrar valores de intercambio
mediante el trueque. Por tanto, quien dominaba el código también podía
dictar las reglas del intercambio, es decir, la economía. Luego sirvió para
dejar registro de una mitología, que pueda explicar el pasado (de dónde
venimos y quiénes somos), la cual está íntimamente relacionada a una
teología declarada por los líderes del clan. De la teología y la construcción
del dios que se ha entronado se enumeran valores e idearios que definan el
modo correcto de proceder de la sociedad. Con los valores enmarcando
una norma de comportamiento se retrata lo que se considera tabú y es así
como se escriben las leyes.

Foucault, en su interpretación del poder, explicó que éste se sostiene sobre


dos piernas, a saber: la moral y la verdad. La moral se materializa en las leyes,
que no son el resultado de un acuerdo social; como se pudiera presumir. Las
leyes indefectiblemente son compuestas y formuladas por los
administradores del poder. Mediante ellas se puede controlar, delimitar,
frenar o proscribir determinado tipo de comportamientos que puedan
atentar el stato quo establecido. Aunque la ley, derivada de una moral
(construida desde el poder) se afirma a sí misma como un instrumento contra
el desorden, en los hechos se edifica como un muro que le haga frente a la
“resistencia al poder”.

La verdad por su parte es una construcción histórica y comunitaria. En ella si


participan todos los individuos de la sociedad, pues la verdad es lo que
llamamos cultura. El grupo humano construye su verdad con los argumentos
de todos los individuos del clan, pero también a través de la diferenciación
consciente respecto a aquellos otros grupos humanos que se representan
distintos a lo que se afirma como “nosotros”. La conciencia de la diferencia
permite afirmar quiénes y cómo somos, así como el tipo de costumbres y
tradiciones en las que nos reconocemos y somos reconocidos.

Aquello que se sostiene como “la verdad” también forma parte de la


estructura que le permite sostenerse al poder. No obstante, al mismo tiempo
es el contrapeso al poder. La verdad puede formularse a sí misma dentro de
los límites y condiciones de convivencia impuestas mediante la moral
instrumentalizada por el poder. Pero la verdad requiere de consensos, en
cambio la ley no. La ley se acata y la verdad se negocia. Es así que, desde
las márgenes de la cultura de una sociedad, la resistencia al poder puede
congregar toda suerte de aliados que se reúnen con el único propósito de
arrebatar el poder e imponerse con un nuevo orden del discurso. Entonces
se materializan hechos como los linchamientos, las rebeliones y hasta las
revoluciones.

Alberto Camus, filósofo francés, nos acerca no apenas al existencialismo;


también nos acerca a una suerte de coincidencia con el pensamiento
indígena americano. Tal como lo hemos retratado al principio de este
acápite, para el nobel francés nuestra estadía como especie viva y
consiente de su existencia en este mundo es absurda. La prueba mayor de
nuestra irrelevancia histórica radica en el minúsculo tiempo que hemos
estado vivos sobre la faz de la tierra. Básicamente no somos sólo
insignificantes para este planeta, somos literalmente nada respecto a la
existencia del universo.

Asumimos que nos hemos consagrado en el culmen de un proceso que


expresa en nosotros la etapa más elevada de todas las posibilidades de
vida. Sin embargo, la ciencia ha probado que formamos parte de una
galaxia que coexiste ahora mismo con otros 2 billones de galaxias. Si de
tiempo y espacio se trata, somos una nimiedad en todo sentido. Como
hemos podido ver, los dinosaurios sobrepasan con creces el tiempo
habitado en la materialidad de universo conocido.

Por eso para Camus su mito griego predilecto es el de Sísifo cargando su


roca hasta la cima de una colina. Esa piedra, cada vez que se alcanza la
punta cae una y otra vez hasta su base y Sísifo repite su tarea también una
y otra vez. Allí es donde radica la idea de una constante discontinuidad
histórica. No es que el ser humano sea el constructor de un relato que
promete un desarrollo de la historia. Puesto que la historia como tal no existe,
sino que con cada ocasión que la piedra se devuelve al principio el ser
humano empieza todo de nuevo. Lo radical de la apuesta filosófica de
Camus viene de la conciencia de lo inútil y estéril que se hace todo oficio
humano respecto a su historia. Aunque vivimos gobernados en la apariencia
de una historia que camina hacia momentos cada vez mejores que el
anterior, no podemos perder de vista nuestra efímera momentaneidad, que
al universo como un todo le resulta apenas un dato minúsculo del todo
discurrido.

Con Sartre y Camus vemos las versiones más objetivas y provocativas del
existencialismo. En una apuesta diametralmente opuesta a construir un
pensamiento capaz de darle sentido al Ser, al Mundo y a lo Infinitamente
Otro (Dios); vemos una suerte de apuesta al presente y nada más. Sartre,
ante semejante escenario se juega por libertad. Cada persona tiene la tarea
de emanciparse de todos los condicionamientos que finalmente
condicionan sus acciones. Camus, por su parte, casi de manera semejante
nos previene de una ficción que es vista como un suicidio (filosófico). No es
apenas matarse, para acabar con la existencia y su conciencia; sino
entregarse a los relatos que van a terminar cancelando nuestra conciencia.
Ante la incapacidad de comprender el mundo, la existencia, la vida y la
experiencia del mundo terminamos entregados a sucedáneos que alivian
esta falta de certezas.

Se puede llamar dios, reencarnación, cielo, o cualquier otra esperanza


metafísica. Es decir, en lugar de jugarnos este tiempo y este momento,
terminamos consolándonos de nuestros fracasos augurando que toda esta
desdicha es apenas el preámbulo a una segunda parte de esta vida, donde
por fin podremos realizarnos.

En esta pantomima de creaciones fantásticas no sólo se aglutinaban las


religiones y sus discursos; las ideologías forman parte de la misma trampa.
Por ejemplo, el socialismo cuando se pervierte, nos empuja incluso a
sacrificar la vida por la creencia de que somos los mártires catalizadores de
un momento mejor de futuro. Claramente podemos reconocer en el
cristianismo primitivo la misma mentalidad, por la que cientos de miles de
fieles celebraron su muerte como un acto heroico y redentor. Por eso,
independientemente del discurso, cualquiera que fuere, que patrocine una
forma de suicidio, ninguno será una respuesta al absurdo de la existencia
humana.

La mejor forma de confrontarse con este absurdo, al cual hemos buscado


darle sentido con una retórica demasiado elaborada, es aceptarlo simple y
llanamente tal como es. Aunque cualquier forma de trascendencia quede
completamente descartada, siempre nos queda la gratuita voluntad de
que tenemos la oportunidad de vivir este tiempo carente de sentido, pero
con alegría y pasión. Tal como es, entregarnos a la vida como la única
oportunidad que tenemos de vivirla; siempre y cada vez con creatividad y
libertad sin necesidad de hacerlo trascendente, pero sí significativo para
cada particular existencia. Sólo eso es capaz de cuestionar el absurdo.

Que tiene que ver todo esto con el pensamiento indígena. Kusch y
Estermann han trabajado arduamente respecto a un cuestionamiento de la
pregunta por el ser (patrocinada desde occidente), respecto al acto
contemplativo del estar (en el contexto americano). Desde muchas fuentes
de la filosofía se afirma que es el lenguaje y no otra cosa lo que crea la
realidad. Por eso la filosofía occidental aterriza en la pregunta por el ser
como su pregunta más importante.

Para sostener esta afirmación se recurre a la construcción gramatical de los


idiomas. Para muchos el debate ontológico propuesto por Heidegger en Se
y Tiempo radica en la imposibilidad de idioma alemán (en el verbo sein) de
distinguir entre Ser y Estar. Para el castellano esto no es un problema, pues
se convive con ambos conceptos con claras fronteras.

En los idiomas americanos como el quechua y el aymara se identificó la


misma limitación, pero la observación antropológica permitió subrayar que
aquel verbo en cuestión (kay en el caso del quechua) acentuaba el estar.
En el caso del aymara fue más problemático pues ni siquiera hay un verbo
para pronunciar el ser o el estar, sino un sufijo (wa) que lo supone. Asimismo,
su acento estaba puesto en el estar. Esto abrió la duda acerca de la
pregunta más importante de la filosofía occidental: ¿es esa la pregunta que
debe hacerse la filosofía? Kusch leía en esa ausencia una preponderancia
del estar, entendiendo que el hombre americano percibía su existencia
estacionada y contemplativa frente a la realidad del mundo.

A diferencia de occidente que busca controlar y dominar el mundo, el


hombre americano se entrega a jugar el partido de la reciprocidad. Ambas
partes se disputan el poder, pero el ser humano reconoce que está
gobernado por la fuerza y la grandeza de la naturaleza. Negocia con ella,
puede domesticarla en algunos ámbitos, pero es consciente que ella es más
fuerte que su voluntad.

Tras la invasión europea Kusch interpreta que el hombre americano


combina su comprensión del mundo bajo dos discursos: el estar-siendo. Sin
embargo, las comunidades indígenas contemporáneas no insisten sobre
esta teoría. Muchas, tanto en occidente como en oriente afirman su
subordinación al mundo natural. Esto se expresa en toda la religiosidad
vigente. No hablamos apenas de la conciencia respecto al poder de las
montañas, la tierra, o los fenómenos naturales; también queda tangible en
festividades contemporáneas. Ruegos, promesas, peregrinaciones, bailes
rituales y otras modalidades de subordinación demuestran que la
comunidad “está” entregada a la voluntad de sus divinidades.

Camus llamaría a esto claramente un suicido, pero creo que asistimos


precisamente a la conciencia del absurdo. La conciencia de la muerte no
es una apuesta por una reencarnación a un futuro mejor. Cuando morimos,
desde este pensamiento, ya no hay futuro; sino una pasajera permanencia.
Vivos y muertos conviven compartiendo la misma historia, se rompe la
clásica materialización del tiempo y se conjugan distintas edades
caminando una misma época. Los vivos están, tanto como los muertos
también están mientras los recuerden. Entonces nos acercamos a la física
que explica el cosmos. Lo humano dura tanto cuanto se la recuerde,
mientras tanto está, pero cuando sea olvidada tampoco es imprescindible.
Las huellas dejan una marca, aunque esa marca sea efímera dejará un
rastro que se puede escudriñar. Por tanto, no es cronología, sino memorias
de individuos, personas, comunidades y sociedades tratando de ser felices.

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