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Loc. cit.
humano- toma en sus manos hoy la evolución del planeta y de su propia especie. Con la ayuda de la ciencia
y de la tecnología, multiplica ahora por diez sus capacidades: corrige el cauce de los ríos, hace florecer
los desiertos, siembra en ellos sus arroces-milagro. Escapa ya a la gravedad, suscita o «resucita» la vida,
suspende la muerte. Adquiere el triple control de su fecundidad, de su herencia y de su comportamiento.
Concibe proyectos de sociedad a escala del planeta, que él «explota» (para lo bueno y para lo malo) en
función de planes diversos, y en ocasiones conflictivos, cuya racionalidad él mismo concibe y cuyos
diseños él mismo prepara. Es un simple dato de observación: este animal humano, germinado en las
interacciones biológicas, está habitado por inmensos proyectos y teje en torno al planeta lo que se ha dado
en llamar una «noosfera», una esfera de pensamiento.
Nuestra generación está desarrollando este proyecto de dominio y control desde hace algunas decenas
de años a una velocidad exponencial y con una capacidad de superación de marcas absolutamente
inusitada. La familia humana, unida por lazos a escala planetaria, pone en marcha este proyecto a escala
internacional: en el plano político, en el de la economía mundial, en el ámbito de la investigación científica
o en el de los intercambios culturales, en lo infinitamente pequeño o en lo infinitamente complejo, y hasta en
lo relativo al espacio, el proyecto de la tecno-ciencia sitúa ahora al hombre en condiciones y capacidad de
intervenir y gradualmente de controlar la totalidad del mundo material y biológico que le rodea. Eso le hace
sentir un legítimo orgullo, pero no deja de hacerle experimentar también un cierto vértigo, incluso un cierto
desconcierto. Apocalipsis nuclear, exacerbado celo médico, paro estructural, lluvias acidas y destrucción del
medio ambiente, estrés, cánceres y otras enfermedades ligadas a la civilización industrial: podríamos
prolongar la lista de los efectos secundarios, perversos y no deseados de las recientes adquisiciones del espíritu
humano y de su inexperta aplicación. Y es que, como hemos dicho antes, la ciencia y la tecnología son unos
instrumentos admirables, pero no están directamente programados para garantizar el éxito y la felicidad del
hombre. Siguen siendo ambiguos, capaces de lo mejor y de lo peor, según el uso que se haga de ellos.
He aquí, pues, dos datos procedentes de la observación: por una parte, a lo largo de la flecha del tiempo, la deriva
evolutiva ha imprimido, de hecho, una determinada orientación a la primitiva materia cósmica, una dirección
fáctica de su devenir; por otra parte, el espíritu humano y la conciencia están actuando sobre este planeta y
suscitando en él desde hace tres o cuatro millones de años, pero de forma exponencialmente acelerada, ese
inmenso proyecto, con sus múltiples facetas, que nos moviliza de tantas maneras. Cuando se cae en la cuenta
de la magnitud del dinamismo evolutivo que trabaja en el universo desde su comienzo, desde el «caldo
primitivo» y el remolino que lo agita hasta las corrientes que en él se dibujan y en las que se percibe, más
allá de la emergencia de la vida, su orientación de complejidad bioquímica, neural, sistémica, hormonal, es lógico
que haya personas que no puedan escapar a la «impresión» de que otro proyecto más vasto se inscribe también
analógicamente, y como en filigrana, en la inmensa epopeya de la materia y de la vida.
2
Du Big bang á l'Homme. Comment la métaphysique émerge de l'histoire, Éditions Racine, Bruxelles 1994.
teóloga France Quéré, tiene que detenerse ante esos templos, ante esos megalitos, ante esos enormes
monumentos erigidos hace milenios: todos ellos son «obras inútiles» que no se justifican en modo
alguno por ser necesarios para la supervivencia. Treinta y cincuenta siglos antes de levantar sus
catedrales, acosado por tantas amenazas cósmicas y fuerzas exteriores, el hombre primitivo no se deja
invadir por la mera realidad, tan cercana, del pan y del vestido, de la enfermedad y de la salud. Construye
para sí chozas miserables de las que sólo conservamos pobres vestigios. Pero a sus dioses les destina,
desplegando energías incomprensibles, monumentos duraderos de piedra y de granito. Lejos de
dedicarse ante todo a lo necesario, el hombre primitivo desborda esa realidad y se hace teólogo. «Tirando
del hombre hacia algo superior a él, los dioses que él imaginaba han tirado del hombre mucho más que él
mismo. Multiplicaron por diez sus recursos, tanto la fuerza de sus manos como las ideas de su cabeza, y
le dieron a este primate la estatura de arquitecto, de ingeniero y de filósofo. Así se hizo el espíritu: a partir
de un gran descontento de sí mismo, aliado a una gran esperanza en otro distinto de él»3. Descontento,
esperanza: ese doble sentimiento, directamente vinculado al reconocimiento de un proyecto, determina
la audaz y orgullosa pretensión de prolongar la aventura.
3
F. QUÉRE, en La Croix-L'Événement, 1 de septiembre de 1988.