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Frente a tan amplio panorama, con un plan de trabajo ciertamente mucho más pío,
nos proponemos compartir algunas de las perplejidades que nos han ido dejando las
sucesivas lecturas de estos dos amigos nuestros, tan ligados entre sí, como
seguidamente se verá. Porque justamente, más que una glosa a los textos
borgeseanos y su aporte a la crítica cervantina, intentaremos formalizar aquello que
desde siempre nos ha resultado una sospecha más o menos evidente: la proyección
de Miguel de Cervantes Saavedra en Jorge Luis Borges y como consecuencia de ello,
la identificación de Borges con Cervantes, Don Quijote y Alonso Quijano.
En este sentido, conviene ya adelantar que es el propio Cervantes quien propicia esta
suerte de personaje trinitario al componer las andanzas del Caballero de la Triste
Figura como una simbiosis entre autor (Cervantes) que sueña un personaje (Alonso
Quijano) que a su vez, en esa forma de sueño que algunos llaman locura, sueña a
otro personaje (Don Quijote). Borges se apropiará del método y lo ejecutará con
genial maestría a lo largo de toda su vida.
En la cultura popular hay autores que son más citados que leídos. Precisamente
Borges y Cervantes bien podrían encabezar este arbitrario podio de prosaísmos.
Geografía manchega de nombre omitido, molinos de vientos, perros que ladran,
títeres descabezados y otras tantas quijotadas conforman la nomenclatura cervantina.
Y en el caso de Borges, bibliotecas y espejos, laberintos y cuchillos, preponderancia
de lo anglosajón y menosprecio del modesto idioma español (Borges, 2007, p. 61). Y
si bien el propio Borges no fue del todo ajeno a fijar preferencias y aversiones,
siempre ennobleció a su amigo Cervantes, cuyo Caballero de la Triste Figura lo
acompañó desde la infancia hasta la sombra postrera.
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Va de suyo que excedería en mucho los límites del presente trabajo descubrir la traza
de estos postulados en la voluminosa obra de Borges, razón por la cual vamos a
focalizarnos en tres momentos: la infancia, la mediana edad y la última vejez.
En efecto, el Cervantes de Borges tiene una doble dimensión: íntima por un lado y
más general por el otro, situando su vínculo con el Quijote en torno a la relación entre
escritor y obra, entre obra y lengua materna, entre literatura y nacionalismo, entre
condicionamientos históricos e imaginación literaria, que es otra forma de decir que a
Borges le interesa la relación entre él mismo y su propia obra, entre su obra y la
lengua materna, entre su literatura y la nación (González Echeverría, 2008, p. 87). Y
esto es algo que no debería sorprendernos, pues ya desde Kafka y sus
precursores (Borges, OC, II, 93), Borges ha sostenido que cada escritor crea sus
precursores, y que en esa labor, que modifica nuestra concepción del pasado pero
también del futuro, nada importa la identidad o la pluralidad de los hombres.
Orígenes.
De forma casi monocroma, Borges se ha encargado de relatar que entre las primeras
novelas que leyó está la de nuestro autor alcalaíno. Pasando por alto la licencia
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poética de una lectura inicial en inglés, lo cierto es que la edición de Garnier, con sus
volúmenes rojos con letras estampadas en oro, está asentada en el canon
borgeseano como el verdadero Quijote (Borges, 1999, p. 26). Pero si esta temprana
aproximación es importante, tanto más La visera fatal, una historia a la manera de
Cervantes, que se enuncia como el primer ejercicio narrativo. Este Borges de 6 ó 7
años, podría haber elegido a Wells, Poe, Dickens, Stevenson, o cualquier otro de los
autores de sus primeras novelas, más afines al lugar donde quedó estacionado en el
imaginario popular. Sin embargo, al edificar una autobiografía, quiere que en su
estreno como escritor se lo registre como imitador de Cervantes (Borges, 1999, p. 30).
Pensemos por un instante en Georgie, el niño regordete y cegatón, que pasó casi
gran parte de la infancia sin salir de su casa, entregado a la dicha de los libros,
sumergido en la biblioteca de su padre, el hecho capital de su vida y de la que nunca
salió, como no salió nunca de la suya Alonso Quijano (Borges, OC, III, p. 222).
Pensemos en ese niño, de quien ya se esperaba que fuera escritor, para cumplir el
destino literario que la ceguera había quitado a su padre. Pensemos cómo su
exuberante imaginación pudo haber recibido las sucesivas magias del Quijote.
Afortunadamente, tenemos numerosas evidencias que nos permiten guiar este
ejercicio de la presunción. Así, el poema Lectores (Borges, OC, II, p. 287), opera
como óptima pauta de rango interpretativo cuando dice:
fue soñada por él, no por Cervantes, / y no es más que una crónica de sueños.
Tal es también mi suerte. Sé que hay algo / inmortal y esencial que he sepultado
Las lentas hojas vuelve un niño y grave / sueña con vagas cosas que no sabe.
Por un lado, tenemos al hidalgo, luego caballero, que en perenne dilación de todo
lance, jamás abandonó la biblioteca y por el otro, al niño lector, luego hombre gris,
también prisionero de los libros, que anticipa el sueño de cosas incógnitas, cosas que
fraguan una larga sombra, sobre toda conducta, actual o futura. Esa también es la
conclusión que alumbra el poema La Trama, que para más datos, incluye en la
heteróclita enumeración de causas y efectos a “las páginas que leyó un hombre gris y
que le revelaron que podía ser Don Quijote” (Borges, OC, III, p. 502).
Ahora bien, cabe preguntarse cuáles pudieran haber sido estas revelaciones de
prorrogada impronta. Y entonces, no nos queda más recurso que proponer algunas
lecturas indiciarias, anotando que para Borges, las lecturas de la infancia resultan
placenteras, indiscriminadas e imaginativas, y una experiencia más intensa, más
aventurada de lo que pude ser una lectura crítica, madura (Balderston, 1985, p. 14).
Veamos algunos ejemplos, tomados sobre todo del primer capítulo de la primera parte
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de Don Quijote, en el entendimiento de que allí se gestó la huella indeleble que
extendió su marca característica sobre toda la obra borgeseana.
En materia de valentía y coraje, leemos con Borges “Y lo primero que hizo, fue limpiar
unas armas, que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de
moho, luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón…” (Quijote,
I, I). Sabemos que las espadas de sus abuelos, el Cnel. Suárez y el Cnel. Borges,
colgaban en su casa paterna junto con retratos de los héroes muertos. Y que esa
figura del guerrero ancestral, combinación entre ambos soldados, proyectaría un
pesado baldón sobre Georgie (Williamson, 2004, p. 60). Por otra parte, en palabras
del propio Borges, sabemos que “Como la mayoría de mis parientes habían sido
soldados… y yo sabía que nunca lo sería, desde muy joven me avergonzó ser una
persona dedicada a los libros y no a la vida de acción” (Borges, 1999, p. 24). De modo
que no sería del todo errado sostener que en su predilección por Cervantes y sus
personajes, Alonso Quijano y Don Quijote, Borges da amparo a su añoranza por el
pasado heroico que no tuvo, pero que sentía era parte de su herencia y estirpe
(González Echeverría, 2008, p. 91).
En lo atinente a una vida signada por los libros, leemos con Borges “Es, pues, de
saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del
año) se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de
todo…” (Quijote, I, I). Y a la ya citada capitalidad de la biblioteca paterna, bien
podríamos adicionar que en ocasión de emplearse en la Biblioteca Municipal Miguel
Cané del barrio porteño de Almagro, “hacía todo el trabajo de la biblioteca en una hora
y después me escapaba al sótano, donde pasaba las otras cinco horas leyendo o
escribiendo” (Borges, 1999, p. 108).
Por el lado de otra de las constantes borgeseanas, los amores atribulados, leemos “…
en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien
él un tiempo anduvo enamorado, aunque según se entiende, ella jamás lo supo ni se
dió cata de ello” (Quijote, I, I). Es claro que nuestro hidalgo era hombre tímido en
cosas de amor, y por lo tanto, dado a idealizar. Y como es frecuente que suceda con
soñadores e idealistas, encontraba en los libros un pacificador refugio para su corazón
cuitado (Madariaga, 1972, p. 98). Por su lado, Borges era igualmente un hombre
tímido y consecuentemente dado a idealizar a mujeres de las que vivió enamorado y a
quienes, en razón de tal enamoramiento, podía verlas como nos ve la divinidad. Pero
ninguna de esas mujeres le brindó el amor que necesitaba, cuando mucho llegaron
admirarlo, de forma sentida pero harto insuficiente. Por eso siempre había un
momento en el que se producía el rechazo y la huida, sumiéndose en pozos de
humillación y desesperación, con recurrentes fantasías de ser otro y aún, el suicidio
(Paoletti, 2011, p. 8).
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Seguimos leyendo el Quijote “Andan entre nosotros siempre una caterva de
encantadores que todas nuestras cosas mudan y truecan, y las vuelven según su
gusto …y así, eso que a ti te parece bacía de barbero, me parece a mí el yelmo de
Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa” (Quijote, I, XXI). Son casi infinitas las
posibilidades de hallar en la obra de Borges un correlato con el admirado credo
berkeleyano. Simplemente citaremos un pasaje en homenaje al desconcierto juvenil
que en su hora nos provocó su lectura: “Este monismo o idealismo total invalida la
ciencia. Explicar (o juzgar) un hecho es unirlo a otro; esa vinculación, en Tlön, es un
estado posterior del sujeto, que no puede afectar o iluminar el estado anterior. Todo
estado mental es irreductible: el mero hecho de nombrarlo -id est, de clasificarlo-
importa un falseo” (Borges, OC, I, p. 466).
A Borges le gustaba conjugar tramas que articular el retrato cotidiano y una imprevista
revelación anómala, con solapamientos inverosímiles pero que se nos imponen como
verdaderos. Este plan de lectura del Quijote daría para una nueva ponencia, de modo
que dejaremos someramente enunciados algunas de estas curiosidades, cuya
presencia puede rastrearse por toda la obra del autor de Historia de la eternidad.
Así las cosas, y sentado un itinerario de lecturas posibles, cerremos este capítulo
enunciando algunas curiosas simetrías que pueden encontrarse al leer pareados a
nuestros dos autores: “Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así
de encantamientos (Las ruinas circulares; El Golem), como de pendencias (Hombre
de la esquina rosada, Poema conjetural), batallas (Página para recordar al Cnel.
Suárez, vencedor de Junín; Inscripción sepulcral; Alusión a la muerte del Cnel.
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Francisco Borges), desafíos (El encuentro), heridas (El sur), requiebros,
amores (Ulrika), tormentas (El Evangelio según San Marcos) y disparates
imposibles (El aleph; El zahir; Tlön; Pierre Menard; La biblioteca de Babilonia; La
lotería de Babel; etc.), y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad
toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había
otra historia más cierta en el mundo” (Quijote, I, I).
Bisagra
Una vez más, el acotado marco cognitivo de esta colaboración me exime de comentar
los inagotables entresijos de este baciyelmo literario, uno de los más tratado y
discutido por los especialistas (Barrenechea, 999, p. 282). En este sentido, es dable
enfatizar que el formidable eco que encontró en la crítica se debe mayormente a la
teoría de lectura que esboza, en particular, la sugerencia de que escribir es reescribir
y reescribir es leer (Missana, 2003, p. 65).
El Borges niño se inaugura como escritor con un remedo del Quijote. El Borges
renacido a la mitad de su vida, se aventura por nuevos bosques narrativos acudiendo
al socorrido Quijote. El propio autor de El jardín de senderos que se bifurcan se
adelanta a nuestra pregunta “¿Por qué precisamente el Quijote?”. Y en la respuesta,
nos interesa destacar la enumeración que realiza: “Esa preferencia, en un español, no
hubiera sido inexplicable; pero sin duda lo es en un simbolista de Nîmes, devoto
esencialmente de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que
engendró a Valéry, que engendró a Edmond Teste” (Borges, OC, I, 479). A simple
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vista, la enumeración no presenta problema alguno, pues enuncia a reconocidos
poetas y narradores. Sin embargo, la serie se rompe al incluir a Edmond Teste,
palmariamente un personaje ficticio. Cerrar el encadenamiento con esta suerte de
alter ego de Paul Valéry reafirma el juego de otorgar el mismo estatuto ontológico a
autores y personajes, ficción y realidad.
En esta inteligencia, Borges hace suya la escurridiza esencia del autor cervantino.
Menard es Cide Hamete, pues Cervantes hace posible a Menard, toda vez que
Menard quiere ser el Cervantes que Cervantes hubiera sido en el siglo XX, muy
probablemente, un argentino, educado en Ginebra y bibliotecario rasposo de Buenos
Aires (González Echeverría, 2008, p. 94). Y en este punto queremos dar nuestro
parecer: la identificación de Borges con Menard no podría ser mayor. Justamente, en
una de las citas a pie del texto que venimos comentando, se puede leer: “Recuerdo
sus cuadernos cuadriculados, sus negras tachaduras, sus peculiares símbolos
tipográficos y su letra de insecto” (Borges, OC, I, p. 481). La descripción se
corresponde exactamente con los manuscritos de Borges de la época (Balderston,
2009, p. 18).
A mayor abundamiento, quizás se desconozca que poco tiempo antes de que Pierre
Menard fuera publicado, hubo quien, como Menard y sin dudas, como el propio
Borges, da la impresión cada vez más viva de haber cifrado en la reescritura del
Quijote buena parte de su originalidad. Estamos hablando de Macedonio Fernández,
quien fue el primero en desear que alguien en Buenos Aires escribiera el Quijote. O lo
que al fin y al cabo es lo mismo, lo volviera a escribir (Attala, 2009, p. 15). Sobre el
particular, recordemos que el propio Borges, ante la tumba de Macedonio, expresó
con emoción que lo había imitado hasta la transcripción, hasta el apasionado y devoto
plagio (Paoletti, 2011, 223). Y para finalizar con este aspecto, cuadra recordar que
otro imitado por Borges, ya anunciaba a principios del siglo pasado que la obra
maestra no nace por la sola operación del genio, sino que se hace con el concurso
anónimo y prolongado de las generaciones, quienes, interpretando y plasmando a su
grado la obra primitiva, le allegan una verdadera colaboración (Groussac, 1981, p.
257).
Para terminar de cerrar el cuadro, una módica referencia a uno de los textos que se
citan como inspiradores de la impar tarea de Menard. Se trata de un fragmento de
Novalis, que reza: “Sólo demuestro que he comprendido a un autor cuando llego a
actuar de acuerdo con el espíritu del mismo, cuando, sin disminuir su individualidad,
puedo traducirlo y transformarlo a mi manera” (Balderston, 2010, p. 85). Así las cosas,
puede decirse que Pierre Menard juega los juegos cervantinos de autor y obra, lo
auténtico y lo apócrifo y resulta un más que explícito homenaje de Borges a su primer
inspirador y maestro (Gamerro, 2010, p. 43). En resumen, Cervantes ya no puede ser
leído del mismo modo a partir de nuestro conocimiento de Borges (Fine, 2003, p.
118).
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Muerte cervantina en Ginebra.
Al repasar la vida de Jorge Luis Borges, ya hemos visto que el héroe de Lepanto
estuvo presente en su iniciación a la lectura-escritura; del mismo modo que inspiró la
bisagra narrativa que divide en dos su carrera literaria. Si como postulaba
Orígenes, siempre fue semejante el fin a los comienzos, resta comprobar entonces si
al descender el Hacedor a la última sombra, también estuvo acompañado por
Cervantes.
Sobrepasa en mucho el cometido del presente trabajo indagar las razones por las que
Jorge Luis Borges eligió morir en Ginebra. Ni por sus testamentos ni por la más
forzada interpretación puede hallarse vestigio de voluntad semejante, máxime cuando
son numerosísimas las formas en las que expresó su deseo de ser polvo y dormir
eternamente junto a sus antepasados en el Cementerio de la Recoleta en Buenos
Aires.
Sea como fuere, los últimos días en la ciudad que cruza el Ródano, según el
testimonio de Jean Pierre Bernés, encargado por la editorial Gallimard de preparar las
obras completas para la colección La Pléiade, son el regreso a casa, el regreso a
Alonso Quijano para repetir la muerte del Quijote. Conmueve saber que hasta el final,
su modelo fue Cervantes (Rodriguez Lafuente, 2011).
Entre aquel Menard y este ocaso ginebrino, muchas son las ocasiones en las que
Borges se refirió a su amigo Cervantes, conforme feliz adjetivación que le diera en la
conferencia sobre el Quijote, brindada en la Universidad de Austin, Texas (Borges,
1968). En dicha oportunidad, opina que la verdadera muerte de Alonso Quijano quizás
sea la escena más grande de todo el Quijote, porque allí, el juego especular y las
ilusiones dentro de la ilusión se terminan, dejándonos sumidos en la misma tristeza
que, imagina, sentía Cervantes al escribirla. Por su parte, en El acto del libro (Borges,
OC, III, p. 322), nos propone un relato donde autor, obra, personajes y libro se van
difuminando hasta alcanzar un estado de pérdida total de identidad, circunstancia esta
que no evita que el hombre, poseedor de un libro que nunca ha leído, cumpla con el
sueño de quien lo sueña en ese libro. En Sueña Alonso Quijano (Borges, OC, II, p.
504), nos dice que este hidalgo, que fue un sueño de Cervantes, sueña a don Quijote
y que este doble sueño los confunde, al punto que el soñado sueña lo que sucedió en
vida del soñador.
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mismo de la historia del Caballero de la Triste Figura, al referirse al inconcluso
Belianis de Grecia, se indica que aunque muchas veces le vino deseo de tomar la
pluma y dalle fin al pie de la letra como allí se promete (Quijote, I, I) decide salir a la
ventura como nuestro amigo, Don Quijote.
Hay un cuento de Borges que quizás nos proporcione algún indicio de lo que pueda
significar este deseo postrero. En La Otra Muerte (Borges, OC, I, p. 611) se narra la
vacilante historia de un hombre que se portó indecorosamente en el campo de batalla
y que dedicó toda su vida a corregir esa bochornosa flaqueza. Este viejo soldado,
Pedro Damián, tiene dos muertes: una, como un cobarde, en su lecho de enfermo y la
otra, en batalla, como un héroe. Para explicar esta inconsistencia, Borges propone
algunas conjeturas y finalmente concluye afirmando que Dios puede disponer que no
haya sido lo que una vez fue. Solución que se parece mucho a la conmovedora
súplica: Ni siquiera soy polvo. Soy un sueño que entreteje en el sueño y la vigilia mi
hermano y padre, el capitán Cervantes, … para que yo pueda soñar al otro cuya verde
memoria será parte de los días del hombre, te suplico: mi Dios, mi soñador, sigue
soñándome (Borges, OC, III, p. 195).
De todas las afinidades que Borges sentía por Cervantes y don Quijote, sin dudas que
aquella fundada en la valentía, tiene un lugar de privilegio. Cervantes fue héroe en
Lepanto y su soñado, Alonso Quijano, aquel lector irredento, sedentario y enclenque,
se aventuró al yermo de La Mancha para vivir hazañas que le darían la inmortalidad
como Don Quijote. Reescribir el último capítulo le hubiera dado a Borges, como una
suerte de demiurgo menardiano, la oportunidad de redimirse de aquella
incandescente deshonra de haberse entregado a las letras y no a las armas de sus
bravos ancestros.
Un cervantista de nota nos dice que en el último capítulo del Quijote, un abnegado
Alonso Quijano permaneció fiel a su quimera hasta aquel sueño que le despertó a la
cordura poco antes del sueño que le despertó a la vida eterna (Madariaga, 1972, p.
99).
Y este bien podría ser el epitafio de Borges. Porque en las últimas horas de un 15 de
junio de 1986, a una semana de morir, Bernés le preguntó: ¿Y entonces, quién es
Borges? ¿Cervantes, el Quijote o Alonso Quijano? Y Jorge Luis Borges le respondió:
Los tres.
BIBLIOGRAFIA
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de Riquer, conmemorativa del IV Aniversario; Barcelona: Editorial Juventud, 2005 (cito
siempre por esta edición).
Borges, Jorge Luis. Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, en Ficciones; Obras Completas (OC),
I; Buenos Aires, Emecé, p. 466 (cito siempre por la edición 2006).
9
o Pierre Menard, autor del Quijote, en Ficciones; OC, I, p. 475.
o La otra muerte en El Aleph; OC, I, p. 611.
o Magias parciales del Quijote, en Otras Inquisiciones; OC, II, p. 48.
o Kafka y sus precursores, en Otras Inquisiciones; OC, II, p. 93.
o Epílogo en El Hacedor; OC, II, 248
o Lectores en El otro, el mismo; OC, II, p. 287.
o Sueña Alonso Quijano en El oro de los tigres; OC, II, 504.
o Ni siquiera soy polvo en Historia de la Noche; OC, III, 195.
o Epílogo en Historia de la Noche; OC, III, p. 222.
o El acto del libro en La cifra; OC, III, 322.
o La Trama en Los conjurados; OC, III, p. 502.
o Conferencia sobre el Quijote, pronunciada en 1968 la Universidad de Austin
Texas, tal como puede encontrarse en diversos sitios de internet, conforme
traducción publicada por la revista española Letra Internacional. Papel Literario en
1999.
o Una sentencia del Quijote en Textos recobrados 1931-1955; Buenos Aires:
Emecé, 2007, p. 61.
o con Norman Thomas di Giovanni. Autobiografía; Buenos Aires: El Ateneo, 1999.
Attala, Daniel. Macedonio Fernández, lector Quijote con referencia constante a J.L.
Borges; Buenos Aires: Paradiso Ediciones, 2009.
Barbosa, João Alexandre. Borges leitor do Quixote, en Borges no Brasil; Sao Paulo:
Editora UNESP, 2001, pp. 51-75.
Gamerro, Carlos. Ficciones Barrocas. Una lectura de Borges, Bioy Casares, Silvina
Ocampo, Cortazar, Onetti y Felisberto Hernández; Buenos Aires: Eterna Cadencia,
2010.
10
González Echeverría, Roberto. “El Cervantes de Borges: Fascismo y literatura”, en In
Memoriam Jorge Luis Borges; México: Rafael Olea Franco Editor, Centro de Estudios
Lingüísticos y Literarios, 2008, pp. 79-97.
Madariaga, Salvador de. Guía del lector del Quijote; Buenos Aires: Editorial
Sudamericana, 1972.
Paoletti, Marío. Las novias de Borges y otros misterios borgeanos; Buenos Aires:
Emecé, 2011.
Rey Bueno, Mar. Quijote Mágico; Los mundos encantados de un hidalgo hechizado;
Madrid: Algaba Ediciones; 2005.
Williamson, Edwin. Borges una vida; Buenos Aires: Seix Barral, 2004.
Woodall, James. Jorge Luis Borges el hombre en el espejo; Buenos Aires: Gedisa,
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