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Cristina Taborga 36
REFRACCEL
Antonio Zeta 37
Se me vienen a la mente diversas manifestaciones del terror y el suspenso
partiendo del título de esta interesante selección que cuenta con las bien dotadas
plumas de doce escritores peruanos más uno (al que no considero de extremada
gracia literaria, pues se trata de este servidor, el veredicto se lo dejo a los lectores
y editores). Se trata de microrrelatos (como se sabe, modalidad discursiva en la
cual los textos no exceden las trescientas palabras) y de cuentos de poco más
de seiscientas palabras. Relatos cortos que, durante su lectura, me han hecho
darme cuenta de que yo tenía razón con respecto a lo que este libro me prometía
y a donde sus varias manifestaciones me habían de conducir: madres celosas,
madres brujas, madres asesinas, madres que huyen de una plaga, madres
cocineras, madres que introducen algo viscoso por… madres y más madres
sometidas a o que provocan las más insanas y fascinantes situaciones.
«Sin vientre» es una frase que me remite a eso y mucho más. A lo que la propia
frase indica: un ser humano, una mujer sin vientre, sin estómago, sin entrañas
para ver, oír, hacer tal o cual cosa. Tomemos en cuenta que es en el vientre
donde se gestan los hijos (con más exactitud en el útero). «Sin vientre» me
parece una dupla acertada de palabras para esta muestra brevísima que, estoy
seguro, removerá las fibras más sensibles del lector.
No digo que haya que leer esta selección «Sin vientre», solo comento que es
necesario tomar en cuenta que el terror, el horror y algo de gore se entremezclan
con el misterio y un tono retorcido que no dejará incólume a nadie que se atreva
a penetrar por decisión propia en esta galería de sombras.
Se trata de una palabra grande: «mamá», y me parece interesante que justo por
estas fechas en que se celebra el día de nuestras progenitoras (celebración que
se ha tornado comercial hasta lo inaudito) se les entregue a los lectores, de
manera digital y para descarga gratuita, una revista con este brillante formato,
que contiene una muestra como esta, la cual posee potencia, imaginación y una
gracia singular que la distingue de otras compilaciones dedicadas al terror y a un
asunto específico.
«Mamá» es, como dije, una palabra mayor, es la primera palabra que muchos
decimos cuando mencionamos como primera siendo pequeños. Es un tema
milenario en las letras: la madre y sus circunstancias, respecto de nosotros, los
hijos; ellas, las autoras, como madres; o todos nosotros, los autores en general,
poniéndonos en el lugar de madres para dar a luz una historia ficcional.
Kathy Lutz («Aquí vive el horror». Jay Anson), una de las madres que más
he admirado, por su fortaleza y por haber luchado con uñas y dientes contra algo
desconocido que planeaba destrozar su familia por completo. No creo que nadie
sea capaz de comprar una casa maldita, por más que esté baratísima y tenga
vistas espectaculares, pero eso no fue impedimento para que el matrimonio Lutz
fuera a vivir ahí. Muchas esperanzas y sueños que acabaron siendo
despedazados sin piedad por lo que —hasta ahora— sigue siendo uno de los
sucesos más especulados. El horror de la leyenda de la casa maldita de
Amityville sigue con vida y Kathy Lutz se sobrepuso ante ella como una muralla.
Quizá pensaron que me olvidaría de ella, pero no, ¡cómo olvidarla!, no todo
es flores y rosas cuando uno habla de la figura de la madre, y quién mejor para
representarlo que ella: la odiosa, violenta y fanática religiosa, Margaret White
(«Carrie». Stephen King). En ella podemos encarnar todo el rencor que tuvimos,
alguna vez, de jóvenes, cuando nuestra madre nos impedía ir a una fiesta o vestir
la ropa que nos gustaba; sólo que multiplicado por mil. . A veces me entra cierta
remembranza a la mítica Norma Bates («Piscosis». Robert Bloch), que también
trataba de esa manera a su único hijo, Norman, pero, a diferencia de Carrie,
Norman termina matándola sin siquiera recibir daño alguno. Margaret es un caso
especial, su fanatismo religioso la ciega a un punto tal que violenta a su hija sin
piedad, destruye su vida, arruina su psique y, por último, termina matándola.
Y, para los que no están tan enterados del tema, también existen madres
ajenas a toda comprensión humana, que engendran cientos de vástagos a
quiénes se les da el nombre de: «los profundos». Hidra («La sombra sobre
Innsmouth». H. P. Lovecraft), una colosal criatura, que junto a su consorte
Dagon, reinan sobre todos los profundos y que, sumándole a Cthulhu, conforman
la santísima trinidad que ellos adoran como si fueran dioses. Existen aún
discrepancias acerca de si esta aberración es un Primigenio o simplemente un
Profundo que posee una talla titánica. Lo que nos queda en claro es que es una
de las más aberrantes madres, una que, el sólo observarla implicaría la
enajenación absoluta. Horrores indescriptibles aguardan en las profundidades…
Tania: Encontrarán una parte de mí. Entre mis cuentos de terror, pues
también tengo escritos en otros géneros, encontrarán experiencias, emociones,
sentimientos que han inspirado cada obra y que, combinada con imaginación,
muchas veces un tanto retorcida, dan a luz los cuentos que creo.
¿Por qué crees que la figura de la madre perturba tanto en una historia de
terror?
¿El ser madre ha cambiado en alguna forma tu narrativa o has usado alguna
experiencia materna para escribir tus cuentos?
¿Qué piensan tu madre y/o tus hijos del género de terror al que te dedicas?
Kristina: Escribo desde muy pequeña y mi madre siempre fue mi apoyo, ella
siempre creyó en mi talento y a diferencia de otras madres, pues ella no se
espanta con ninguno de mis cuentos, muy por el contrario le gusta mi estilo. Mi
hijo es un bebé de 4 años, al que le inculco el amor hacia la lectura y espero
cuando crezca pueda disfrutar de mi trabajo.
Tania: Pueden encontrar mis escritos en las antologías físicas de: Horror
Queer de Editorial Cthulhu, Pesadillas 2 de Editorial Apogeo, Cuentos Peruanos
sobre Objetos Malditos y Cuentos sobre Brujas de Editorial Gato Descalzo y en
las antologías virtuales Steampunk Terror y Nictofilia Dossier Poético de Editorial
Cthulhu, Revista El Círculo de Lovecraft Nº 6, Revista Letras y Demonios Nº 7,
Antología Depredador del Blog Historias Pulp, entre otras. Además he publicado
muchos cuentos de mi autoría en mi Blog Pies Fríos en la Espalda
(http://piesfriosenlaespalda.blogspot.com/?m=1) y en el fanpage del mismo
nombre (https://www.facebook.com/piesfriosenlaespalda/). Espero que les
gusten mis cuentos y que se siga apoyando la literatura de género.
Esperamos que ahora esté más claro que la maternidad no está divorciada
del terror y que hasta la más dulce progenitora puede tener las ideas más
retorcidas detrás de esos ojos tan llenos de amor.
TANIA HUERTA
KRISTINA RAMOS
Aarón Alva
Mamá viajó por unos días y llegará por la mañana. Quedarme con Ronald
no es cosa fácil, pero no me corresponde decidirlo. Antes del amanecer, huiré
de casa y me sentaré bajo las ramas del árbol. Mamá sabrá que estoy aquí. Ojalá
que cuando me encuentre, mi rostro parezca sonreír. Siempre me acusó de no
hacerlo.
Luis Bravo
El pedazo de hoja vibraba entre sus dedos, como una mariposa que lucha
por ser liberada. Gerd, con la mirada fija en la carretera, no le tomó importancia.
Sabía muy bien lo que estaba escrito en aquel extraño papel, toda la vida había
estado esperando ése momento, y aun así, lo había tomado desprevenido. Dio
una profunda aspiración a su puro. Miró de reojo al asiento del copiloto, el negro
metal de una Maverick 88 le devolvió la mirada. Exhaló el humo por la nariz.
«¿Pensaste que no volverías a ver mi rostro otra vez?». Era lo que se hallaba
escrito.
No tardó en llegar al eterno abismo del que fue liberado, una fosa insondable,
oscura y abandonada, aquel lugar que debió llamar «casa», aquel lugar donde
se hallaba su «madre», esperándolo pacientemente.
Giró, pero no pudo apretar el gatillo, el terror lo había atrapado en sus garras.
Ésta vez, deben haber pasado varios días sin que venga. El balde de agua
y el tazón de comida en el piso, ya estaban vacíos. Pobre mi mamita, seguro
trabajaba mucho y estaba cansada para venir a vernos. Yo, ya no tenía fuerza y
caminaba lentamente. Por momentos los ojitos se me apagaban y solo
permanecía en el viejo colchón que nos servía de cama. Miraba con pena a la
puerta, esperaba que se abriera y que mami viniera ¡tenía tanta sed! Maddie solo
movía sus ojitos buscándome. Me acerqué a ella abrazándola, toqué su cabello
sucio que se me envolvía en la mano. Me sonrió y jugó enredando sus dedos
con los míos a pesar de su poca fuerza. Nos echamos a mirar el techo y contar
las telarañas que nos acompañaban. No contábamos más allá de diez, así que
lo hacíamos varias veces. Yo le enseñaba, era muy pequeñita. Mami me enseñó
a mí, pobre mamita, la hacía renegar mucho y no le quedaba más que pegarme.
Yo aguantaba el hambre pero la pancita de Maddie sonaba cada vez más fuerte
y ella lloraba del dolor que tenía. Le dije que junte saliva en su boca y, cuando
estuviera llena, se la pase para que no tuviera sed.
El cuarto olía muy feo, quizás por eso mamá no se había acercado a darnos
de comer en todos esos días. Ya no podía ver bien y el cuarto me daba vueltas,
mi cuerpo estaba muy débil para pararme. Los ojitos de Maddie ya no tenían el
brillo de siempre y ella ya no caminaba. Llegó la noche y comenzamos el juego
de encontrarnos. Ya no era divertido, ella no se movía de su lugar.
La noche estaba fría. Me temblaban las manos, pero no sabía si era por el
frío o los nervios, tal vez ambos, y eso que me encontraba dentro de casa. Era
el día de cumpleaños de mamá. Como siempre, fui a visitarla. ¿Cómo no
hacerlo? Era la única fecha del año en que la veía. Esto me entristecía un poco,
pero bueno, al menos tenía la oportunidad de verla y eso lo tengo que agradecer.
Una vez más me hice con todos esos objetos que a ella le encantan y que
siempre le obsequio en su día. Un fragante conjunto de rosas para que se deleite
con su aroma, jabones de diferentes esencias y colores y, para finalizar, unos
centelleantes aretes de perlas para que luzca, porque sé que se siente bella con
esas cosas y me encanta verla así.
Salí apurado de mi hogar por temor a llegar tarde. Sin darme cuenta, los
minutos habían transcurrido más rápido de lo que creí, y me vi obligado a apurar
el paso para llegar a tiempo. Ya hace días que los faroles de la rúa no
funcionaban pero acabé acostumbrándome, me agradaba el encuentro más
cercano con la noche y las estrellas.
Una calle, dos, con la luna radiante en lo alto. Ansioso, fui atravesándolas
ansioso, cargando conmigo la bolsa con obsequios, cuando todo se tornó negro.
Miré rápidamente a los lados y por detrás, asustado y con los nervios palpitantes,
por la oscuridad que lo invadió todo repentinamente, hasta que la luna volvió a
aparecer. Me sentí tonto y reí al darme cuenta que sólo había sido una nube que
pasaba frente a ella, de ahí que todo se tornara oscuro. Para esa fecha siempre
me pongo un poco nervioso, pero en fin, fue sólo un pequeño despiste y tenía
que seguir con mi camino.
Luego de algunos minutos llegué por fin a la verja, miré que no hubiera nadie
en los alrededores y, con mucha cautela, la abrí para entrar. Seguí el camino
que se extendía frente a mí mientras le echaba un vistazo a las distintas piedras
con frases escritas y a la naturaleza que las cobijaba en los alrededores.
Después de seguir el camino que volteaba hacia la izquierda, me hallé mirando
el monumento blanco y de grandes dimensiones.
El momento había llegado.
Asomé mi cabeza en la oscuridad y tuve que esforzarme para dejar salir las
palabras:
Así, entré en la habitación oscura. Tomé los cerillos que llevaba en el bolsillo
y encendí la vela que se colgaba de la pared. Ahí estaba ella, sentada sobre su
cama de piedra, dándome la espalda y vistiendo el mismo vestido blanco de otras
veces.
—Gracias —dijo ella, y empezó a girar la cabeza, que crujía mientras lo hacía
lentamente, hacia mí.
Las cuencas negras y profundas que una vez albergaron un par de ojos
miraban en mi dirección, y percibí entonces su alegría y gratitud. El
estremecimiento que me causaba aquella mirada era inevitable, sin lugar a
dudas, pero me quedé allí enfrentándola hasta que no pude más. Tuve que
voltearme y apagar la vela que la revelaba para marcharme, cerrando la puerta
del mausoleo detrás de mí.
—Fue muy duro para nosotros, tus dos hermanas mayores habían muerto
pocos años atrás y eras nuestra única ilusión. Yo estaba convencida que
podíamos encontrarte, por eso obligué a tu padre a trabajar como taxista durante
todos estos años.
—¡No! Cómo vas a decir eso, nunca será tu culpa, es la nuestra, por no
haberte cuidado. La mía por haber permitido que… bueno, es cosa del pasado y
ahora estás conmigo para poder cumplir nuestro destino.
—No entiendo.
Casi desfalleciendo, la joven preguntó sobre el otro ser que crecería dentro
de su cuerpo.
—No te preocupes… estoy embarazada, hoy por hoy las mujeres pueden
tener hijos hasta muy viejas. Una mujercita crece aquí adentro para darme
muchos años más de vida.
—Debes saber que la hija mayor termina sabiendo de la maldición, por eso
vine preparada. No lo supiste, pero tuve dos hijas de adolescentes que di en
adopción, ahora que sé tú secreto, lo practicaré… «madre». Mientras afuera
paso apresurados se oían, la reciente huérfana empezó a practicar su lloro y la
historia de locura de su infelizmente encontrada progenitora.
Poldark Mego
—Hola, Luis —la voz de Beatriz llegaba ajena, como un eco del pasado, un
pasado cansino que aún carga una pesada cruz.
—Mucho mejor, mamá, el doctor Falcón cree que estoy mejorando a buen
ritmo.
—No necesitas de esas pastillas, tú necesitas del amor de tu mamá ¿Me das
un abrazo?
—Que se entere ese loquero, como venga a decirme que no puedo ver a mi
hijo lo encierro en el sótano.
—¡Reacciona tú, mamá! —el vozarrón de Luis llenó toda la habitación y más.
Sintió una fuerte necesidad por expulsar aquello que las terapias no habían
podido desenredar, extirparlo como un diente podrido y hediondo que tiene sus
raíces en el mismo pasado compartido—. ¡Toma tus pastillas, con un demonio!—
Luis estaba desbocado—. Ya son muchos años, mamá, y hemos hecho de todo
por ti. Estoy superando el trauma que me causaste por encerrarme en el sótano
esos dos años…
—Tenía que hacerlo, amor, sólo así podía retenerte —una expresión oscura
se dibujó en el rostro de Beatriz—. Esas mujerzuelas te abrían las piernas y te
alejaban de mí… mi pequeño, mi niño bello.
—Nos vamos —dijo mirando a Silvia, la joven asintió con gestos rápidos,
tomó sus cosas y se despidió presurosa de su futuro suegro.
—Tu madre es una persona difícil, hijo, yo me haré cargo —sonrió el viejo,
con un gesto de cansancio y pesar.
—Haz que tome sus pastillas. —respondió secamente el hijo único y arrancó
el Volvo.
Ya en ruta, saliendo del valle para tomar la carretera, Silvia miraba por la
ventana distraída en sus pensamientos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Luis mientras intentaba sintonizar una emisora,
aún no estaban cerca de ninguna señal.
Se detiene detrás de unos arbustos a respirar. Echa una mirada hacia atrás:
no ve luces, no oye voces. ¿Será que no la siguieron, que no notaron su huida?
Suspira por un momento mientras posa sus manos sobre su vientre,
preparándose para recibir la siguiente andanada de contracciones que no
demora en llegar. El agudísimo dolor le hace olvidar, por un instante, los múltiples
cortes y golpes que tiene por todo el cuerpo y la torcedura de tobillo izquierdo.
Rompe en llanto mientras su mente repite imágenes en secuencia; flashbacks
tallados a cuchillo en su subconsciente que se suceden de forma impiadosa,
como una película sin principio ni fin. No recuerda quién es ni cómo llegó a ese
cuarto maloliente en donde la tenían cautiva, como si su vida hubiera comenzado
ahí mismo; como si sus captores la hubieran creado en ese sótano, invocándola,
con negros artificios, desde la mugre misma y del polvo que cubría la habitación.
Todo lo que recuerda, todo lo que sabe, todo lo que es, sucedió en ese cuarto
oscuro. Recuerda el olor a incienso que, aunque fuerte y abundante, no llegaba
a tapar del todo la pestilencia provocada por el encierro, la ausencia total de
ventanas y la falta de higiene. El olor de su cuerpo, siempre privado del baño y
la vestimenta, se mezclaba con la acritud de la humedad, con las heces y la orina
del balde de la esquina, con los fluidos sexuales de sus captores, con el olor a la
sangre derramada.
Esa misma noche en que escapó, para su sorpresa, el sonido de las cadenas
y el chirrido de la puerta no estuvieron acompañados de la liturgia habitual. No
se encendieron las velas, sino que, por primera vez en todo el tiempo ignoto que
permaneció allí encerrada, una lamparita eléctrica la encandiló con la fuerza de
mil soles. Ingresó una única persona, con la cara descubierta: un jovencito de
entre veinte y veinticinco años. En su rostro se dibujaba una sonrisa inusual.
«Madre, llegó el momento», dijo mientras procedía a quitarle las apretadas
cadenas que laceraban sus muñecas, sus piernas y su cuello. Rompió en llanto,
sin comprender qué estaba pasando.
En el momento en que por fin la liberó y la ayudó a restablecerse, ella, en
una ráfaga de adrenalina, tomó la daga ritual que reposaba en el altar y lo
apuñaló, de forma instintiva y con manos temblorosas; él no opuso resistencia
alguna, y se limitó a seguir sonriendo mientras una lágrima recorría su mejilla
derecha. Lo apuñaló muchas veces, imaginando que el cuchillo era el pene que
no poseía; penetrando su vientre, su pecho y su cuello de forma extática,
intentando cobrar venganza por cada arremetida contra su vulva indefensa. Una
sola cosa dijo antes de dar su último suspiro, con voz entrecortada: «Mater
Lacrimarum… madre de las lágrimas». Lo apuñaló unas cuántas veces más
luego de que el alma abandonase el cuerpo, si es que poseía una. A
continuación, escapó hacia el bosque. Para su sorpresa, no había nadie más en
su camino hacia la libertad, y así fue como llegó hasta aquí: nadie la detuvo,
nadie la siguió. Al parecer, era libre.
Las contracciones se suceden cada vez con más frecuencia: fueron estas
las que la trajeron de nuevo a la realidad. No recuerda haber estado embarazada
antes, pero su instinto de mujer le dice que el momento de la concepción está
cerca: había llegado el momento de mirar a la cara a ese ser despreciable, al
fruto de la semilla maldita, recordatorio viviente de todos sus pesares. A la luz de
la luna llena y al pie de un árbol, reposa su cuerpo maltrecho, abre sus piernas
y comienza las labores de parto. Grita como nunca antes había gritado; siente
como su ser se desgarra por dentro, mimetizándose con los sonidos del bosque
nocturno. Primero asoma la cabeza, luego el resto del cuerpo. La criatura
comienza a gritar luego de quedar depositada en el suelo. No se anima a mirar
a su vástago aún; es que todavía no sabe qué hacer con él: si simplemente
abandonarlo, o si golpearlo contra el árbol más próximo y dejarlo muerto antes
de seguir su camino hacia la incertidumbre. Con miedo, echa un vistazo
temeroso y lo toma en sus brazos. La expresión de su rostro mezcla sorpresa
con incertidumbre: su cuerpo es de niño, sí, pero sobre sus hombros descansa
una cabeza de cabra. Sus pequeños ojos rojos brillan como dos luceros en la
negrura del Hades. Lo mira con ternura mientras el pequeño bala amorosamente,
como si, en la lengua de los animales, le recitara un bello poema.
Hacen contacto visual: en ese momento, todos los sentimientos de odio que
traía acumulados desaparecen instantáneamente. Las pequeñas alas de dragón
que asoman por su espalda se abren y se cierran con ternura infantil; ella las
acaricia, las toma entre sus dedos, las besa. Ahí mismo lo amamanta, y el bebé
cabrío succiona el pecho de su madre con fruición, mientras con sus manitas se
prende de aquella que lo trajo al mundo con ese amor fraternal que no necesita
de palabras para expresarse. Y allí fue cuando lo comprendió todo: Ella era la
elegida, la madre de aquel que estaba predicho; era el portal por el cual llegaría
aquel que pondría fin al hombre y su reino, engendrado por la tortura, por el
dolor, por la humillación, por la violación múltiple: el Mal encarnado, el Anticristo,
el azote de las legiones celestiales y sus hijos terrenales. «Mater Lacrimarum, la
madre de las lágrimas» la llamó su libertador, al que recompensó con una muerte
violenta; cobrándose, uno a uno, cada golpe, cada corte, cada violación.
«Pum, pum» —sonaba una y otra vez la puerta. Retumbando al ritmo de mis
latidos—. Siempre entre las doce y tres, siempre entre las doce y tres de la tarde
—no podía sacar ese pensamiento de mi cabeza.
Sabía que era ella, pero ignoraba su llamado. No importaba que subiera las
persianas. No importaba la luz entrando por la ventana de mi cuarto. Siempre
sucedía entre las doce y las tres.
—No debo abrir los ojos —repetía una y otra vez entre murmullos.
Desperté cuando el sol se había ocultado. Todo estaba de negro, solo una
pequeña luz dibujaba la forma de mi ventana en el piso de mi habitación. Ahora
era mi turno de buscarla por las calles. Mientras me cambiaba de ropa noté que
todo me quedaba grande, pero lo ignoré. Tomé mi sudadera favorita y me la
puse. Sabía que para ella también lo era.
Al rayar el alba mi madre nos despertaba con un cálido beso y nos susurraba
al oído:
Los días habían transcurrido sin mayor problema, a pesar de que mi padre
nos había dejado por otra mujer, a la que mi madre llamaba: «zorra del infierno».
Algunas noches la escuché llorar y rogarle a Dios que él volviera, la verdad no lo
necesitábamos, el amor de mi madre nos abrigaba profundamente el alma.
Recuerdo que un domingo llegó una caja muy hermosa con muchos objetos
religiosos, directo del vaticano. Ella se veía muy contenta, la ayudamos a adornar
la casa, mientras nos observaba tranquila, embelesada, con ese amor tan
inmenso que solamente una madre es capaz de dar. Terminamos exhaustos, la
casa parecía una iglesia, los ojos de mi madre brillaban como nunca, después
de cenar nos dio un buen baño con agua caliente, entusiasmada sacó los
pijamas nuevos del closet y nos vistió como sus muñequitos.
Perfumados y listos, nos acostó, nos leyó la biblia y rezamos. Nos dio un
beso a cada uno, y un cálido: «Buenas noches, mis amores», retumbó en la
habitación. Esa noche sus rezos no me dejaban dormir y me asustaron.
En medio de la oscuridad me escondí en el closet y solo oía el sonido de las
sirenas de la policía, entre gritos y sollozos, no entendía lo sucedido. Recuerdo
que estaba envuelta en una sábana, temblaba de frio en la comisaria, mientras
mi madre gritaba que mis hermanos la necesitaban, la esperaban y no podían
estar solos.
—Tu corazón está lleno de odio, el mío de paz. Dios dijo que perdonar es
divino y créeme Martin yo lo hice hace mucho, pero no deseo que contamines a
mis niños con tus locuras infernales. En casa todos vivimos según los
mandamientos de Dios nuestro Señor, nuestra fe es la única que nos librará de
morir en pecado.
Lissette asoció eso a una vil traición, o quizás a la muerte trágica de un amor
platónico. Por eso en cuanto Lissette cumplió la mayoría de edad se dedicó en
cuerpo y alma a desentrañar la verdad sobre la ausencia maternal que tanto le
aquejó en su infancia. Con los avances tecnológicos actuales no le fue difícil
encontrar datos sobre su progenitora, todo se remontaba a un pequeño pueblo
en una olvidada localidad de nombre minúsculo. Lissette entonces viajó hasta el
raquítico poblado, éste lucía en su totalidad abandonado, sólo un cúmulo de
casas en decadencia llenaba el paisaje, aunado a esto una polvareda se
sublevaba en su contra, pero ella nunca claudicó.
—Vaya, creo que tu alma y corazón lo sabe, pero tu mente no. Desde que
entraste al cementerio pude oler tu esencia, hueles igual que tu padre. Ese
incrédulo hombrecillo te alejó de mí, por lo cual no pude estar a tu lado, él me
negó mi derecho herético —exclamó ella poniéndose de pie mostrando su
imponente altura.
—Yo soy una sin vientre, una mujer condenada a mancillar a su propia
descendencia, estoy maldita, obligada a parir con el fin de devorar a mis
vástagos o moriré. Tú eres mía, simplemente mía, para eso has venido a la
existencia, tú ofrecerás tu carne y sangre para que yo recuperé mi belleza. —
anunció ella.
—Estás loca ¿Cómo puedes pensar en lastimar a tu propia sangre? —
denunció Lissette llorando.
Sé que eso viene tras de mí, al igual que esos cadáveres hambrientos que
caminan.
Mi mamá prepara las mejores carnes. Cualquier receta, ella la sabe, y, ¡le
salen tan ricas! Cocina asados, chuletas con huesito, costillas y en ocasiones
especiales, prende la parrilla y la carne termina deliciosa. A veces incluso
prepara postres. Pero lo que más me gusta, es que toda la comida es solo para
ella y yo. Nada de compartir con nadie. Pues papá no está con nosotros hace un
año. Mamá dice que murió en un accidente, pero no hubo funeral porque ella
sentía que rompería en llanto. Yo también me sentía triste y mamá, para
compensarlo, hizo un banquete esa noche, en el cual comí el mejor asado de
carne de mis 8 años de vida. Era jugosa, y me acuerdo que sobró un montón de
sangrecita pues la cocina estaba roja escarlata. Esa comida nos subió tanto el
ánimo que al día siguiente mamá no paraba de sonreír y yo de jugar. Jugué con
Carlitos, el de la esquina, y con Mateo, el rarito de la mancha. Le pusimos ese
sobrenombre por un gran lunar en su brazo derecho.
Pero, ¡ya pasó todo un año! ¡Cuánto he crecido! Ya soy más alto que
cualquier niño de la manzana. Mamá dice que es por la carne que ella prepara,
que la carne es tan suave porque es de bebé, y por eso yo soy tan grande y
fuerte. Y sí, definitivamente soy más fuerte que Mateo, pues hoy ha
desaparecido. Algún extraño se lo llevó por no ser tan fuerte como yo. Aun así,
me quede con la cara larga cuando llegué a casa en la tarde. No tenía con quien
jugar, así que mamá me dijo que me quede en mi cuarto mientras ella preparaba
algo especial. Pero yo bajé, ya ni sé por qué. En las manos de mamá se
encontraba el brazo de un niño pequeño. La mancha del brazo contrastaba con
la cocina.
—Hijo, yo...
Todo comenzó —diría Dani—, con una llamada a altas horas de la noche.
Modesta López, madre de Dani, tuvo que salir a atender uno de los varios
llamados que solían hacerle. Y no es que ella fuera médica o enfermera, las
consultas se enmarcaban dentro de lo conocido como chucaque o mal de ojo.
Sin embargo, este caso era especial, incluso…
Antonella, una joven de quince años había sido dada por Perdida. Y que tras
su regreso, luego de seis meses de ausencia, había sufrido el descenso de un
líquido amarillento viscoso ante la atenta y escandalizada mirada de sus
compañeros. El asunto fue explicado como el de una menarquia extemporánea.
Dani ingresa a la cocina. Su madre deja caer el cuchillo al sentir la presencia
ajena. Los ojos de la mujer están en blanco. «Vete a dormir, mamá», atina a
decir el muchacho. «Debo preparar tu cena», contesta la mujer. El hijo siente
deseos de huir, pero no se atrevería a abandonar a su madre…
Dani despierta. Ha sido una pesadilla, una terrible pesadilla. Está cubierto de
sudor. Todavía tiembla, pero agradece la vuelta a la realidad, donde el tiempo
ha vuelto a su curso habitual, y que solo le brinda la oportunidad de gritar en el
momento en que su madre, acostada en su misma cama, le introduce algo
viscoso por…
Aarón Alva: (Lima, 1987). Músico, licenciado en la especialidad de guitarra
por la Universidad Nacional de Música. Premios a nivel nacional en concursos
de guitarra clásica y un disco titulado “Matices clásicos” (2011). Ha recibido
cursos de redacción y crítica y apreciación literaria en la Universidad Antonio
Ruiz de Montoya, y los talleres de narrativa a cargo de Iván Thays y Carmen
Ollé. Publicó el libro “Cuentos Ordinarios” del Grupo Editorial Caja Negra (2017),
su libro “El enigma de la silla rota”, fue publicado con Editorial Apogeo (2018).
Es redactor en el medio digital cultural “Cuenta Artes”. Trabaja como profesor de
música.