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PRÓLOGO

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR 03


MADRE EN LA LITERATURA DE GÉNERO
LUIS BRAVO 05
LA ÚLTIMA SONRISA
Aarón Alva 11
RENACER
Luis Bravo 12
FRATERNIDAD
Tania Huerta 14
UN REGALO A MAMÁ
Rodrigo Martinot 16
MÁS ALLÁ DE LA SANGRE
Sarko Medina 18
EL SÓTANO
Poldark Mego 20
MATER LACRIMARUM
Rodolfo Montes De Oca 23
DÍA NEGRO/NOCHE BLANCA
Gabriel Núñez 27
AMORES QUE MATAN
Kristina Ramos 29
SIN VIENTRE
Luis Rigardo Márquez 32
HORRENDA LLEGADA

Carlos Enrique Saldívar 35


LA CENA

Cristina Taborga 36
REFRACCEL

Antonio Zeta 37
Se me vienen a la mente diversas manifestaciones del terror y el suspenso
partiendo del título de esta interesante selección que cuenta con las bien dotadas
plumas de doce escritores peruanos más uno (al que no considero de extremada
gracia literaria, pues se trata de este servidor, el veredicto se lo dejo a los lectores
y editores). Se trata de microrrelatos (como se sabe, modalidad discursiva en la
cual los textos no exceden las trescientas palabras) y de cuentos de poco más
de seiscientas palabras. Relatos cortos que, durante su lectura, me han hecho
darme cuenta de que yo tenía razón con respecto a lo que este libro me prometía
y a donde sus varias manifestaciones me habían de conducir: madres celosas,
madres brujas, madres asesinas, madres que huyen de una plaga, madres
cocineras, madres que introducen algo viscoso por… madres y más madres
sometidas a o que provocan las más insanas y fascinantes situaciones.

«Sin vientre» es una frase que me remite a eso y mucho más. A lo que la propia
frase indica: un ser humano, una mujer sin vientre, sin estómago, sin entrañas
para ver, oír, hacer tal o cual cosa. Tomemos en cuenta que es en el vientre
donde se gestan los hijos (con más exactitud en el útero). «Sin vientre» me
parece una dupla acertada de palabras para esta muestra brevísima que, estoy
seguro, removerá las fibras más sensibles del lector.

No digo que haya que leer esta selección «Sin vientre», solo comento que es
necesario tomar en cuenta que el terror, el horror y algo de gore se entremezclan
con el misterio y un tono retorcido que no dejará incólume a nadie que se atreva
a penetrar por decisión propia en esta galería de sombras.

Tengo entendido que muchos de estos cuentos fueron escritos especialmente


para la muestra; y algunos, como fue mi caso, estuvieron guardados en el baúl
de las creaciones inéditas, en espera de encontrar un hogar, una madre que lo
arrulle y le dé cobijo en su corazón (quizá extirpado). Agradezco entonces que
me hayan convocado para esta reunión sublime de lo tenebroso (sublime y
tenebroso parecen ser dos adjetivos que no deben ir juntos, crean una especie
de oxímoron voluntario, para que vean hasta qué niveles ignominiosos me remite
el libro).
Sé que este proyecto crecerá y será el primero de muchos números que nos
presenten muestras breves de relatos de terror dedicados a un tema particular.
En esta oportunidad ha sido la madre, aquel ser que nos dio la vida (con ayuda
del padre, claro), que nos llevó durante meses dentro de ella y que nos brindó
su paciencia, sacrificio y amor.

Se trata de una palabra grande: «mamá», y me parece interesante que justo por
estas fechas en que se celebra el día de nuestras progenitoras (celebración que
se ha tornado comercial hasta lo inaudito) se les entregue a los lectores, de
manera digital y para descarga gratuita, una revista con este brillante formato,
que contiene una muestra como esta, la cual posee potencia, imaginación y una
gracia singular que la distingue de otras compilaciones dedicadas al terror y a un
asunto específico.

«Mamá» es, como dije, una palabra mayor, es la primera palabra que muchos
decimos cuando mencionamos como primera siendo pequeños. Es un tema
milenario en las letras: la madre y sus circunstancias, respecto de nosotros, los
hijos; ellas, las autoras, como madres; o todos nosotros, los autores en general,
poniéndonos en el lugar de madres para dar a luz una historia ficcional.

Podemos ser madres cuando queramos. Como lo señalé, podemos serlo en la


ficción, creamos personajes, argumentos, situaciones, acciones, estructura s…
narraciones. Siempre con calidad, en un texto ficcional la calidad es importante.
Esto es lo que hallaremos en este volumen: calidad. Pasen adelante, con
cautela, y gocen del primer número de «Aeternum».

Lima, Mayo de 2018


La figura de la madre tiende a mover densas fibras en la psique humana,
quizá porque está vinculado a la concepción y éste, a su vez, a los avatares de
la vida y la muerte. Temas desconocidos, incomprensibles y hasta odiados, que
tienen un sólo matriz: la madre. Máximo Gorki también nos enseñó que ésta
profunda palabra también emplaza, en sí, la fortaleza inquebrantable de quien
lucha por una causa justa y no da un paso atrás, así su vida dependa de ello.

Si bien existen sinnúmero de apologías a la madre en la literatura, a las que


queremos dedicar un espacio especial en nuestro (lóbrego) corazón, son a las
que son representadas en el género del terror.

Le tengo un especial aprecio a Rosemary Woodhouse («El bebé de


Rosemary». Ira Levin), una mujer como cualquier otra que tiene que enfrentarse
a muchos cambios y, ¡vaya qué cambios! La Nueva York de los años ’60
conmocionada por un clima de inestabilidad y cierto recelo para lo que depararía
el futuro. En éste ambiente Rosemary se casa con Guy y planean lo que toda
familia al inicio, trabajar y salir adelante. Pronto las cosas cambiarán para todos,
y, haciendo un poco de semejanza al clima social de la época, la sensación de
impotencia, confusión y desolación jugará un rol muy grande. En sus páginas
veremos a una mujer que tiene que aceptar el rol de madre hacia un vástago que
no es siquiera de su propia sangre, el hijo del mal absoluto. ¿Qué debería hacer?

Kathy Lutz («Aquí vive el horror». Jay Anson), una de las madres que más
he admirado, por su fortaleza y por haber luchado con uñas y dientes contra algo
desconocido que planeaba destrozar su familia por completo. No creo que nadie
sea capaz de comprar una casa maldita, por más que esté baratísima y tenga
vistas espectaculares, pero eso no fue impedimento para que el matrimonio Lutz
fuera a vivir ahí. Muchas esperanzas y sueños que acabaron siendo
despedazados sin piedad por lo que —hasta ahora— sigue siendo uno de los
sucesos más especulados. El horror de la leyenda de la casa maldita de
Amityville sigue con vida y Kathy Lutz se sobrepuso ante ella como una muralla.
Quizá pensaron que me olvidaría de ella, pero no, ¡cómo olvidarla!, no todo
es flores y rosas cuando uno habla de la figura de la madre, y quién mejor para
representarlo que ella: la odiosa, violenta y fanática religiosa, Margaret White
(«Carrie». Stephen King). En ella podemos encarnar todo el rencor que tuvimos,
alguna vez, de jóvenes, cuando nuestra madre nos impedía ir a una fiesta o vestir
la ropa que nos gustaba; sólo que multiplicado por mil. . A veces me entra cierta
remembranza a la mítica Norma Bates («Piscosis». Robert Bloch), que también
trataba de esa manera a su único hijo, Norman, pero, a diferencia de Carrie,
Norman termina matándola sin siquiera recibir daño alguno. Margaret es un caso
especial, su fanatismo religioso la ciega a un punto tal que violenta a su hija sin
piedad, destruye su vida, arruina su psique y, por último, termina matándola.

Y, para los que no están tan enterados del tema, también existen madres
ajenas a toda comprensión humana, que engendran cientos de vástagos a
quiénes se les da el nombre de: «los profundos». Hidra («La sombra sobre
Innsmouth». H. P. Lovecraft), una colosal criatura, que junto a su consorte
Dagon, reinan sobre todos los profundos y que, sumándole a Cthulhu, conforman
la santísima trinidad que ellos adoran como si fueran dioses. Existen aún
discrepancias acerca de si esta aberración es un Primigenio o simplemente un
Profundo que posee una talla titánica. Lo que nos queda en claro es que es una
de las más aberrantes madres, una que, el sólo observarla implicaría la
enajenación absoluta. Horrores indescriptibles aguardan en las profundidades…

Podríamos pasarnos una eternidad en esto y aún ni siquiera arañar la


implicancia de este rol dentro de la literatura de género. Por lo tanto, en éste
especial presentaremos a dos madres a tiempo completo y escritoras de
profesión: Kristina Ramos y Tania Huerta.

Ellas tratarán de explicar, desde su punto de vista, el amplio tema de la


maternidad en los aspectos del terror y el horror. Ambas, miembros fundadores
de Aeternum que combinan el gran amor por sus vástagos como el gran terror
que pueden infundir sus letras. Posiblemente, es algo incomprensible para
muchos y esta entrevista podría despejar muchas de vuestras dudas.
 ¿Qué van a encontrar los lectores entre las páginas de tus obras?

Kristina: Entre mis cuentos de terror podrán encontrar mucho de la psicología


humana, me gusta crear seres perturbados, mentes enfermas; donde se mezcla
la imaginación con una realidad retorcida, el sufrimiento y la desesperación se
ven plasmados en diferentes historias. Cargadas de emoción con tintes
siniestros. A su vez tengo escritos de otros géneros con diversos temas sin
perder mi lúgubre estilo.

Tania: Encontrarán una parte de mí. Entre mis cuentos de terror, pues
también tengo escritos en otros géneros, encontrarán experiencias, emociones,
sentimientos que han inspirado cada obra y que, combinada con imaginación,
muchas veces un tanto retorcida, dan a luz los cuentos que creo.

 ¿Por qué crees que la figura de la madre perturba tanto en una historia de
terror?

Kristina: Es difícil en la sociedad concebir que la madre pueda ser la


causante de actos atroces, ahí radica lo perturbador del asunto, la imagen de la
madre ha sido y es, propiamente pura e incondicional. Si lo llevamos a planos
retorcidos, resulta realmente terrorífico.

Tania: La figura materna es la más pura que conocemos. Desde que


nacemos, es a la primera que vemos y muchas veces, la única figura de
protección y amor que tenemos, significa el mundo para un niño y una parte
fundamental de la vida de un adulto. Qué más pavor podría darte si esa fuente
de amor y protección incondicional se degenerara, quisiera dañarte y tuvieras
que huir de ella.
 ¿Qué madres terroríficas conoces o han influido en tu narrativa?

Kristina: Tanto en la literatura como el cine, se ha encontrado madres con


desequilibrios emocionales como mentales, en diferentes tipos de situaciones.
Como Pamela Vorhees en «Viernes 13», o como Erica Sayers en el «Cisne
Negro», etc. Pero una madre que tuvo influencia en uno de mis cuentos no fue
sacada de la ficción si no de un hecho Real. Se trata de Claudia Mijagons, más
conocida como la Hiena de Querétaro, quien por un episodio psicótico asesinó a
sus tres hijos a sangre fría. Es un personaje muy perturbador.
Tania: Madres protagonistas en la literatura de terror hay varias, desde las
leyendas populares como «La llorona», hasta madres hollywoodenses como
«Margaret White», la madre fanática religiosa de Carrie en el libro del mismo
nombre de Stephen King. Pero la que tengo más presente y ha influido en
algunos de mis cuentos es Norma Bates, la madre de Norman Bates, el asesino
serial de la novela Psicosis. Esa relación tan retorcida con el hijo, su crianza cruel
y por momentos, aparentemente incestuosa con la que deforma totalmente la
personalidad de Norman, es fascinante, un personaje inolvidable.

 ¿El ser madre ha cambiado en alguna forma tu narrativa o has usado alguna
experiencia materna para escribir tus cuentos?

Kristina: Ser madre no ha cambiado mi forma de escribir, pero si me impulsa


a seguir en esta carrera, hacer que mi trabajo sea cada día mejor y mi hijo sienta
orgullo de ello, si ha sido inspiración para varios poemas entre otros. Yendo al
plano del terror no he utilizado ninguna experiencia con mi bebé, pero si he
reflejado algunos de mis miedos maternales.

Tania: Yo comencé a escribir ya siendo madre, entonces mis hijos siempre


han estado presentes en el proceso. Pero pienso que el ser madre, el instinto
materno, ese amor incondicional tan famoso, dan mucho material para los
cuentos de terror, solo es cuestión de torcerlo un poco. Alguna experiencia en
especial no he usado para un cuento, pero si sueños sobre mis hijos, temores
maternos, como el perderlos o todo lo que podría sucederles, han tenido
participación en mis historias.

 ¿Qué piensan tu madre y/o tus hijos del género de terror al que te dedicas?

Kristina: Escribo desde muy pequeña y mi madre siempre fue mi apoyo, ella
siempre creyó en mi talento y a diferencia de otras madres, pues ella no se
espanta con ninguno de mis cuentos, muy por el contrario le gusta mi estilo. Mi
hijo es un bebé de 4 años, al que le inculco el amor hacia la lectura y espero
cuando crezca pueda disfrutar de mi trabajo.

Tania: Mi madre me apoya en toda esta carrera emprendida hace,


relativamente, poco tiempo aunque no es fanática del terror y mis hijos son mis
mayores críticos. La mayoría de veces, ellos son los primeros lectores de mis
obras, les encanta y me dan sus opiniones. Al ser jóvenes, tener una madre con
un blog de terror, les parece cool.
 ¿Dónde más podemos encontrar tus escritos aparte de la Revista
Aeternum?

Kristina: Pueden encontrar mis escritos en diversas revistas digitales como


Ibidem, Historias Pulp, Letras y demonios, The Wax, Nictofilia, entre otros.

Tania: Pueden encontrar mis escritos en las antologías físicas de: Horror
Queer de Editorial Cthulhu, Pesadillas 2 de Editorial Apogeo, Cuentos Peruanos
sobre Objetos Malditos y Cuentos sobre Brujas de Editorial Gato Descalzo y en
las antologías virtuales Steampunk Terror y Nictofilia Dossier Poético de Editorial
Cthulhu, Revista El Círculo de Lovecraft Nº 6, Revista Letras y Demonios Nº 7,
Antología Depredador del Blog Historias Pulp, entre otras. Además he publicado
muchos cuentos de mi autoría en mi Blog Pies Fríos en la Espalda
(http://piesfriosenlaespalda.blogspot.com/?m=1) y en el fanpage del mismo
nombre (https://www.facebook.com/piesfriosenlaespalda/). Espero que les
gusten mis cuentos y que se siga apoyando la literatura de género.

Esperamos que ahora esté más claro que la maternidad no está divorciada
del terror y que hasta la más dulce progenitora puede tener las ideas más
retorcidas detrás de esos ojos tan llenos de amor.
TANIA HUERTA

KRISTINA RAMOS
Aarón Alva

«Margot y Francisco», aquella inscripción en la roída corteza de un árbol.


Solo uno de ellos permanece a mi lado, mi madre. De Francisco solo recuerdo
su sonrisa algo tímida, quizá nostálgica. Se lo llevó una rápida enfermedad, como
rápida fue mi madre para traer a Ronald a nuestras vidas. Él no necesita la
corteza de un árbol para inmortalizar su presencia. Yo soy esa piel viva sobre la
que sus dedos grandes y rígidos estampan sus huellas.

Mamá viajó por unos días y llegará por la mañana. Quedarme con Ronald
no es cosa fácil, pero no me corresponde decidirlo. Antes del amanecer, huiré
de casa y me sentaré bajo las ramas del árbol. Mamá sabrá que estoy aquí. Ojalá
que cuando me encuentre, mi rostro parezca sonreír. Siempre me acusó de no
hacerlo.
Luis Bravo

El pedazo de hoja vibraba entre sus dedos, como una mariposa que lucha
por ser liberada. Gerd, con la mirada fija en la carretera, no le tomó importancia.
Sabía muy bien lo que estaba escrito en aquel extraño papel, toda la vida había
estado esperando ése momento, y aun así, lo había tomado desprevenido. Dio
una profunda aspiración a su puro. Miró de reojo al asiento del copiloto, el negro
metal de una Maverick 88 le devolvió la mirada. Exhaló el humo por la nariz.

«¿Pensaste que no volverías a ver mi rostro otra vez?». Era lo que se hallaba
escrito.

—¿Acaso una puta sombra tiene rostro? —gruñó, la tensión acumulada en


su cuello lo sofocaba, haciéndole sentir que la corbata lo ahorcaba—. ¿Cómo
puede uno huir de una masa orgánica que se alimenta de desesperación?

El terreno fue crujiendo a la vez que el vehículo se internaba por un camino


de grava, alejándose de la interestatal. El viejo Ford se detuvo frente a lo que
parecía la entrada a una mina. Gerd salió del auto, su gabardina marrón osciló
con el viento de la madrugada. La luz de la luna iluminó su cabello castaño y su
amplia espalda, pero no pudo iluminar su rostro. Oscurecido, fatigado,
desesperado, como si de repente hubieran pasado veinte años en un pestañeo.
Tras arrojar el puro y pisarlo, se internó en el mohoso agujero que se ocultaba
tras la maleza, a la falda del cerro. Encendió la linterna táctica de la escopeta y
continuó; pronto se hallaría en casa.

«Regresa donde naciste, los ojos ciegos de tu madre nunca dejaron de


observarte».

Mientras sus pasos se arrastraban al interior del estrecho pasadizo, como si


llevara una pesada carga sobre la espalda, un reflejo del pasado vibró en él.

«¿Cómo negarse a una segunda oportunidad?». Pensó, castigándose por


ello. La mina había colapsado, había muertos por doquier, sangre y cuerpos
mutilados. Él era tan joven, estaba aterrado; una viga había secuestrado sus
piernas, abandonándolo en la infinita soledad de la noche eterna, moribundo.
¿Qué otra opción tenía más que aceptar? Un enjambre oscuro sin forma se
arrastró hasta él, pensó que era un sueño, creyó delirar. Esa deformidad pulsante
le ofreció una segunda oportunidad si él la llamaba madre. ¿Cómo saber el alto
precio que debía pagar?

No tardó en llegar al eterno abismo del que fue liberado, una fosa insondable,
oscura y abandonada, aquel lugar que debió llamar «casa», aquel lugar donde
se hallaba su «madre», esperándolo pacientemente.

—¿Oyes su lamento? —chilló una voz reverberante a su espalda—. ¡Exige


tu alma!

Giró, pero no pudo apretar el gatillo, el terror lo había atrapado en sus garras.

Una lóbrega sombra bloqueaba su visión, velando hasta la potente luz de la


linterna. La entidad saltó hacia él cortando en dos la escopeta y abrazando su
cuerpo en una helada prisión. Gerd gruñó, no podía perder a Elisa, no podía
perder todo lo que construyó con ella; no podía perder a Berenice, su pequeña,
su dulce y tierna niña. Unas gruesas lágrimas se escaparon por sus ojos, sus
labios se torcieron por el dolor, su rostro se deformó en un alarido intenso.

La sombra no dudó en arrastrarlo al abismo del que nunca debió haber


salido.
Tania Huerta

Sentados en el piso, con la cabeza gacha, tomé a mi hermanita de los


hombros y la abracé con fuerza.

Mamá cenaba, nosotros esperábamos. Las sobras de los sábados siempre


eran las más abundantes y si nos manteníamos callados, nos las daría tranquila.
Mamá levantó a Maddie de la mano, la levantó hasta que sus piececitos no
tocaron el piso y luego la dejo caer arrastrándola hacia el dormitorio, donde
pasábamos días enteros. Yo también entré y mama cerró la puerta tras salir. Ya
no aguantaba el olor de Maddie, mamá no le cambiaba el pañal ni la lavaba.
Decidí dejar a Maddie sin su calzoncito, así podía ir a la esquina que usábamos
de baño y la podía limpiar con éste. El día pasaba y se iba oscureciendo hasta
que no alcanzábamos a vernos entre nosotros. El jugar a encontrarnos en la total
penumbra, ya era costumbre.

Ésta vez, deben haber pasado varios días sin que venga. El balde de agua
y el tazón de comida en el piso, ya estaban vacíos. Pobre mi mamita, seguro
trabajaba mucho y estaba cansada para venir a vernos. Yo, ya no tenía fuerza y
caminaba lentamente. Por momentos los ojitos se me apagaban y solo
permanecía en el viejo colchón que nos servía de cama. Miraba con pena a la
puerta, esperaba que se abriera y que mami viniera ¡tenía tanta sed! Maddie solo
movía sus ojitos buscándome. Me acerqué a ella abrazándola, toqué su cabello
sucio que se me envolvía en la mano. Me sonrió y jugó enredando sus dedos
con los míos a pesar de su poca fuerza. Nos echamos a mirar el techo y contar
las telarañas que nos acompañaban. No contábamos más allá de diez, así que
lo hacíamos varias veces. Yo le enseñaba, era muy pequeñita. Mami me enseñó
a mí, pobre mamita, la hacía renegar mucho y no le quedaba más que pegarme.
Yo aguantaba el hambre pero la pancita de Maddie sonaba cada vez más fuerte
y ella lloraba del dolor que tenía. Le dije que junte saliva en su boca y, cuando
estuviera llena, se la pase para que no tuviera sed.
El cuarto olía muy feo, quizás por eso mamá no se había acercado a darnos
de comer en todos esos días. Ya no podía ver bien y el cuarto me daba vueltas,
mi cuerpo estaba muy débil para pararme. Los ojitos de Maddie ya no tenían el
brillo de siempre y ella ya no caminaba. Llegó la noche y comenzamos el juego
de encontrarnos. Ya no era divertido, ella no se movía de su lugar.

¡No aguantaba más su llanto!

En la oscuridad la encontré, la jalé hacia mí, ya no pesaba y la abracé muy


fuerte. La apreté mucho y ella trataba de mover su carita pegada a mi pecho, sus
pies comenzaron a agitarse hasta que ya no se movió. Amaneció, seguí mirando
a la puerta, mis párpados estaban pesados, la cabecita de Maddie había
quedado apoyada en mi pierna. Escuché pasos acercándose, debía ser mamá
con comida al fin.

¡Sí! Mi madre llegó apurada, tirándome comida rápidamente, a la cual me


abalancé casi atragantándome. En el marco de la puerta, una cabecita rubia se
asomaba mirándome llorosa. Mamá lanzó a la pequeña hacia adentro, como era
su costumbre cuando notaba que me cansaba de jugar con la misma Maddie.

Miró el cuerpecito frío sobre el colchón sucio y lo arrastró de un brazo hacia


afuera, sonriéndome y agitándome el cabello, con sus dedos tibios, al pasar por
mi lado. Giré a mirar a la niña. Esta estaba aún limpia y gordita, me senté junto
a ella y la abracé como a la Maddie anterior. Con razón mamá se había
demorado, tenía que conseguirla.

Me preguntaba cuanto me duraría mi nueva hermanita mientras sentía a mi


madre cerrar la puerta tras de sí.
Rodrigo Martinot

La noche estaba fría. Me temblaban las manos, pero no sabía si era por el
frío o los nervios, tal vez ambos, y eso que me encontraba dentro de casa. Era
el día de cumpleaños de mamá. Como siempre, fui a visitarla. ¿Cómo no
hacerlo? Era la única fecha del año en que la veía. Esto me entristecía un poco,
pero bueno, al menos tenía la oportunidad de verla y eso lo tengo que agradecer.

Una vez más me hice con todos esos objetos que a ella le encantan y que
siempre le obsequio en su día. Un fragante conjunto de rosas para que se deleite
con su aroma, jabones de diferentes esencias y colores y, para finalizar, unos
centelleantes aretes de perlas para que luzca, porque sé que se siente bella con
esas cosas y me encanta verla así.

Salí apurado de mi hogar por temor a llegar tarde. Sin darme cuenta, los
minutos habían transcurrido más rápido de lo que creí, y me vi obligado a apurar
el paso para llegar a tiempo. Ya hace días que los faroles de la rúa no
funcionaban pero acabé acostumbrándome, me agradaba el encuentro más
cercano con la noche y las estrellas.

Una calle, dos, con la luna radiante en lo alto. Ansioso, fui atravesándolas
ansioso, cargando conmigo la bolsa con obsequios, cuando todo se tornó negro.
Miré rápidamente a los lados y por detrás, asustado y con los nervios palpitantes,
por la oscuridad que lo invadió todo repentinamente, hasta que la luna volvió a
aparecer. Me sentí tonto y reí al darme cuenta que sólo había sido una nube que
pasaba frente a ella, de ahí que todo se tornara oscuro. Para esa fecha siempre
me pongo un poco nervioso, pero en fin, fue sólo un pequeño despiste y tenía
que seguir con mi camino.

Luego de algunos minutos llegué por fin a la verja, miré que no hubiera nadie
en los alrededores y, con mucha cautela, la abrí para entrar. Seguí el camino
que se extendía frente a mí mientras le echaba un vistazo a las distintas piedras
con frases escritas y a la naturaleza que las cobijaba en los alrededores.
Después de seguir el camino que volteaba hacia la izquierda, me hallé mirando
el monumento blanco y de grandes dimensiones.
El momento había llegado.

Me erguí y, tras arreglar mi camisa y cinturón, me dispuse a entrar. Empujé


la puerta muy lentamente, y de ella se desprendieron gran cantidad de polvo y
un chirrido áspero de concreto por el peso de esta. Inmediatamente llegó a mí la
descarga de humedad espesa y el olor acre de aquella habitación, olores
familiares.

Asomé mi cabeza en la oscuridad y tuve que esforzarme para dejar salir las
palabras:

—¿Mamá? —pregunté, y aguardé un momento para oír alguna respuesta.

—Pasa —dijo ella, con voz envejecida y áspera.

Así, entré en la habitación oscura. Tomé los cerillos que llevaba en el bolsillo
y encendí la vela que se colgaba de la pared. Ahí estaba ella, sentada sobre su
cama de piedra, dándome la espalda y vistiendo el mismo vestido blanco de otras
veces.

—Te he traído unos obsequios, mamá, por tu cumpleaños —dije, y me


acerqué a dejar los objetos sobre su cama.

—Gracias —dijo ella, y empezó a girar la cabeza, que crujía mientras lo hacía
lentamente, hacia mí.

Las cuencas negras y profundas que una vez albergaron un par de ojos
miraban en mi dirección, y percibí entonces su alegría y gratitud. El
estremecimiento que me causaba aquella mirada era inevitable, sin lugar a
dudas, pero me quedé allí enfrentándola hasta que no pude más. Tuve que
voltearme y apagar la vela que la revelaba para marcharme, cerrando la puerta
del mausoleo detrás de mí.

Durante el camino de regreso no pude dejar de pensar en aquella inmersión


en la oscuridad, otra más luego del transcurso de años, y me preguntaba en qué
medida se habría establecido una porción de ella en mí, haciéndome ceder de
cuando en cuando y a su voluntad, numerosos fragmentos de vida.
Sarko Medina

Luego del barullo mediático, la madre y la hija, pudieron estar a solas un


momento, en ese hotel en el que el mismo Gobierno alquiló para aprovechar el
ruido mediático que ocasionó el que una madre encontrara después de diecisiete
años a su hija, perdida en 2004.

—Fue muy duro para nosotros, tus dos hermanas mayores habían muerto
pocos años atrás y eras nuestra única ilusión. Yo estaba convencida que
podíamos encontrarte, por eso obligué a tu padre a trabajar como taxista durante
todos estos años.

—Gracias, sé que han pasado por muchas cosas por mi culpa…

—¡No! Cómo vas a decir eso, nunca será tu culpa, es la nuestra, por no
haberte cuidado. La mía por haber permitido que… bueno, es cosa del pasado y
ahora estás conmigo para poder cumplir nuestro destino.

—No entiendo.

—Verás —dijo la madre, mientras preparaba dos tazas de té—. Provenimos


de una larga familia de mujeres que han logrado sobrevivir gracias a una
tradición y una maldición. En un principio era tener solo hijas mujeres y perpetuar
el clan. No era sano tener un hijo varón.

—Sigo sin entender.

Mientras la muchacha trataba de comprender a la mujer que recién sabía era


su madre, una oscuridad repentina la atrapó, no solo a ella, sino a toda la
habitación. Trató de huir pero tropezó con los muebles y terminó cayendo al piso.

—No luches, esto es más que un simple sacrificio, es la perpetuación de


nuestra casta. Por eso siempre nos embarazamos jóvenes, por eso tenemos
siempre tres hijas, dos para el sacrificio y una para que continúe la estirpe. Si
alguna tiene un hijo varón no hay problema, pero siempre debe tener tres.

—¿Mis hermanas no murieron en accidentes?


—No, yo misma las maté. Tú tenías que sobrevivir hasta convertirte en
mayor y luego tendrías que matarme para continuar el ciclo, tres por una, así
siempre es. De no hacerlo, crece dentro de nosotras otra más y, cuando ya está
madura sale afuera, y cuando digo que sale es real, destroza todo lo que somos
para tomar nuestro lugar, más joven y con la fertilidad renovada, para cumplir
con el ciclo.

—Entonces… ¿Tengo que matarte?

El cuchillo se incrustó en la espalda de la muchacha mientras la mujer le


habló al oído:

—Ya no quiero morir, hasta unos años después de perderte, estaba


convencida de mi destino, hasta que empecé a disfrutar del poder de estar sola,
sin carga de hijos que criar, por eso terminé matando a tu padre, un accidente
de tránsito, como sabes. Quiero ser libre, y para eso debes morir para que quede
solo yo. No te preocupes, diré que no soportaste el saber la historia y me culpaste
de toda tu vida de desgracias e intentaste matarme.

Casi desfalleciendo, la joven preguntó sobre el otro ser que crecería dentro
de su cuerpo.

—No te preocupes… estoy embarazada, hoy por hoy las mujeres pueden
tener hijos hasta muy viejas. Una mujercita crece aquí adentro para darme
muchos años más de vida.

Un disparo se escuchó en el cuarto. La oscuridad se disipó y el cuerpo


ensangrentado de la madre estaba en el piso.

—Debes saber que la hija mayor termina sabiendo de la maldición, por eso
vine preparada. No lo supiste, pero tuve dos hijas de adolescentes que di en
adopción, ahora que sé tú secreto, lo practicaré… «madre». Mientras afuera
paso apresurados se oían, la reciente huérfana empezó a practicar su lloro y la
historia de locura de su infelizmente encontrada progenitora.
Poldark Mego

Luis sostenía un frasco de pastillas. Salvo un par de píldoras el contenido


lucía intacto. Lo miraba con decepción.

—Hola, Luis —la voz de Beatriz llegaba ajena, como un eco del pasado, un
pasado cansino que aún carga una pesada cruz.

—Hola, mamá —contestó Luis y regresó el frasco al velador—. ¿Cómo has


estado?

—Bien mi amor ¿Y tú? —Beatriz sonreía complacida por la presencia de su


pequeño, un hombre de treinta y cinco años.

—Mucho mejor, mamá, el doctor Falcón cree que estoy mejorando a buen
ritmo.

—Luis desvió la mirada hacia el frasco —pronto bajaré la dosis al mínimo.

—No necesitas de esas pastillas, tú necesitas del amor de tu mamá ¿Me das
un abrazo?

—Sabes que no debo, ni siquiera debería estar aquí, si Falcón se entera


podría…

—Que se entere ese loquero, como venga a decirme que no puedo ver a mi
hijo lo encierro en el sótano.

El corazón de Luis dio un respingo, sintió cada esfínter de su cuerpo


contraído, excepto sus ojos, abiertos como parabólicas recordando pasajes que
la terapia y la farmacología se empecinaban en enterrar.

Afuera se oyeron las voces de dos personas conversando amenamente.

—¿Quién está con tu padre, amor? —Beatriz extendió el cuello, es lo único


que podía hacer, las amarras la sujetaban a la cama.

—Es… —Luis dudó pero una efervescencia rabiosa subió desde su


estómago dejándole un regusto amargo en el paladar—. Es Silvia, mamá… mi
prometida.
Los dedos de Beatriz empezaron a sufrir tics y parecían doblarse en
direcciones imposibles.

—Otra puta —sentenció—. Otra golfa que quiere alejarte de mí ¡Luis


reacciona!

—¡Reacciona tú, mamá! —el vozarrón de Luis llenó toda la habitación y más.
Sintió una fuerte necesidad por expulsar aquello que las terapias no habían
podido desenredar, extirparlo como un diente podrido y hediondo que tiene sus
raíces en el mismo pasado compartido—. ¡Toma tus pastillas, con un demonio!—
Luis estaba desbocado—. Ya son muchos años, mamá, y hemos hecho de todo
por ti. Estoy superando el trauma que me causaste por encerrarme en el sótano
esos dos años…

—Tenía que hacerlo, amor, sólo así podía retenerte —una expresión oscura
se dibujó en el rostro de Beatriz—. Esas mujerzuelas te abrían las piernas y te
alejaban de mí… mi pequeño, mi niño bello.

—¿Esas mujerzuelas que enterraste en el bosque detrás de la casa? —Luis


susurró la pregunta con gesto adusto, los puños colgando a los costados del
cuerpo.

El hijo abandonó la habitación azotando la puerta. Beatriz se quedó con el


rostro iluminado por un recuerdo vago y retorcido que en su desviada mente
tenía sentido. Luis llegó a la sala, posó una mano en el hombro de su padre, un
hombre cano y arrugado, aparentaba más edad de la que tenía, era el estrés
producido por vivir con Beatriz.

—Nos vamos —dijo mirando a Silvia, la joven asintió con gestos rápidos,
tomó sus cosas y se despidió presurosa de su futuro suegro.

—Tu madre es una persona difícil, hijo, yo me haré cargo —sonrió el viejo,
con un gesto de cansancio y pesar.

Luis ya estaba al volante con Silvia en el asiento del copiloto.

—Haz que tome sus pastillas. —respondió secamente el hijo único y arrancó
el Volvo.

Ya en ruta, saliendo del valle para tomar la carretera, Silvia miraba por la
ventana distraída en sus pensamientos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Luis mientras intentaba sintonizar una emisora,
aún no estaban cerca de ninguna señal.

—Estuve pensando… —Silvia miró a Luis con gesto reflexivo—. No sé si


pueda con esto de tu madre, Luis, creo… creo que tenemos que hablar.

Luis contuvo el aliento y pensó en el sótano.


Rodolfo Montes de Oca

Corre desnuda por el bosque, agitada, como si su vida dependiera de ello.


La luna, única testigo, dibuja desde lo alto las líneas de su cuerpo con su tenue
luz, resaltando el contorno de su figura en medio de la negrura: está
embarazada, muy embarazada.

Se detiene detrás de unos arbustos a respirar. Echa una mirada hacia atrás:
no ve luces, no oye voces. ¿Será que no la siguieron, que no notaron su huida?
Suspira por un momento mientras posa sus manos sobre su vientre,
preparándose para recibir la siguiente andanada de contracciones que no
demora en llegar. El agudísimo dolor le hace olvidar, por un instante, los múltiples
cortes y golpes que tiene por todo el cuerpo y la torcedura de tobillo izquierdo.
Rompe en llanto mientras su mente repite imágenes en secuencia; flashbacks
tallados a cuchillo en su subconsciente que se suceden de forma impiadosa,
como una película sin principio ni fin. No recuerda quién es ni cómo llegó a ese
cuarto maloliente en donde la tenían cautiva, como si su vida hubiera comenzado
ahí mismo; como si sus captores la hubieran creado en ese sótano, invocándola,
con negros artificios, desde la mugre misma y del polvo que cubría la habitación.
Todo lo que recuerda, todo lo que sabe, todo lo que es, sucedió en ese cuarto
oscuro. Recuerda el olor a incienso que, aunque fuerte y abundante, no llegaba
a tapar del todo la pestilencia provocada por el encierro, la ausencia total de
ventanas y la falta de higiene. El olor de su cuerpo, siempre privado del baño y
la vestimenta, se mezclaba con la acritud de la humedad, con las heces y la orina
del balde de la esquina, con los fluidos sexuales de sus captores, con el olor a la
sangre derramada.

Noche tras noche esperaba, encadenada a su catre, que aquella manada de


hombres sin rostro, de túnicas negras hasta el piso, llegara para poseerla de las
más viles formas; para dar rienda suelta con su carne, con su sexo, a los más
sádicos placeres que jamás pudieron extraerse del sufrimiento y la vejación
humana.
Primero, el sonido de la llave en el candado; luego, el chirrido de los goznes
oxidados de la puerta, seguido del haz luminoso que dejaba ver, a contraluz, la
procesión de figuras encapuchadas. El primero en pasar encendía las velas
negras, que poblaban la mesa que servía de altar y las repisas de las paredes,
mientras los otros entonaban una especie de mantra gutural en medio de sus
insultos, de sus ruegos, de su desesperación. A continuación, comenzaban a
golpearla. «Madre, de esta forma veneramos tu carne», repetían luego de cada
puñetazo, de cada corte producido con la daga consagrada. «Madre, de esta
forma veneramos tu sexo», repetían mientras, uno a uno, se turnaban para
penetrarla vorazmente. Durante el acto sexual, de forma invariable, el resto del
grupo recitaba a coro extrañas palabras en lenguas que no comprendía. Noche
tras noche, todos los integrantes del grupo depositaban en ella su semen,
desbordando por mucho la capacidad límite de sus cavidades.

Recibieron con algarabía su embarazo, pero no por ello se detuvieron


aquellos ritos devenidos en orgías violentas. Odiaba sentir esa vida creciendo en
su interior; detestaba ver cómo su vientre crecía con el pasar de los días, de las
semanas, sin poder arrancarla de cuajo, tanto de su mente como de su cuerpo.
Ese ser que se gestaba dentro suyo era el fruto del encierro, de la humillación,
de la vergüenza, del dolor; hijo de alguno de esos psicópatas sin rostro, o quizás,
de todos a la vez.

Esa misma noche en que escapó, para su sorpresa, el sonido de las cadenas
y el chirrido de la puerta no estuvieron acompañados de la liturgia habitual. No
se encendieron las velas, sino que, por primera vez en todo el tiempo ignoto que
permaneció allí encerrada, una lamparita eléctrica la encandiló con la fuerza de
mil soles. Ingresó una única persona, con la cara descubierta: un jovencito de
entre veinte y veinticinco años. En su rostro se dibujaba una sonrisa inusual.
«Madre, llegó el momento», dijo mientras procedía a quitarle las apretadas
cadenas que laceraban sus muñecas, sus piernas y su cuello. Rompió en llanto,
sin comprender qué estaba pasando.
En el momento en que por fin la liberó y la ayudó a restablecerse, ella, en
una ráfaga de adrenalina, tomó la daga ritual que reposaba en el altar y lo
apuñaló, de forma instintiva y con manos temblorosas; él no opuso resistencia
alguna, y se limitó a seguir sonriendo mientras una lágrima recorría su mejilla
derecha. Lo apuñaló muchas veces, imaginando que el cuchillo era el pene que
no poseía; penetrando su vientre, su pecho y su cuello de forma extática,
intentando cobrar venganza por cada arremetida contra su vulva indefensa. Una
sola cosa dijo antes de dar su último suspiro, con voz entrecortada: «Mater
Lacrimarum… madre de las lágrimas». Lo apuñaló unas cuántas veces más
luego de que el alma abandonase el cuerpo, si es que poseía una. A
continuación, escapó hacia el bosque. Para su sorpresa, no había nadie más en
su camino hacia la libertad, y así fue como llegó hasta aquí: nadie la detuvo,
nadie la siguió. Al parecer, era libre.

Las contracciones se suceden cada vez con más frecuencia: fueron estas
las que la trajeron de nuevo a la realidad. No recuerda haber estado embarazada
antes, pero su instinto de mujer le dice que el momento de la concepción está
cerca: había llegado el momento de mirar a la cara a ese ser despreciable, al
fruto de la semilla maldita, recordatorio viviente de todos sus pesares. A la luz de
la luna llena y al pie de un árbol, reposa su cuerpo maltrecho, abre sus piernas
y comienza las labores de parto. Grita como nunca antes había gritado; siente
como su ser se desgarra por dentro, mimetizándose con los sonidos del bosque
nocturno. Primero asoma la cabeza, luego el resto del cuerpo. La criatura
comienza a gritar luego de quedar depositada en el suelo. No se anima a mirar
a su vástago aún; es que todavía no sabe qué hacer con él: si simplemente
abandonarlo, o si golpearlo contra el árbol más próximo y dejarlo muerto antes
de seguir su camino hacia la incertidumbre. Con miedo, echa un vistazo
temeroso y lo toma en sus brazos. La expresión de su rostro mezcla sorpresa
con incertidumbre: su cuerpo es de niño, sí, pero sobre sus hombros descansa
una cabeza de cabra. Sus pequeños ojos rojos brillan como dos luceros en la
negrura del Hades. Lo mira con ternura mientras el pequeño bala amorosamente,
como si, en la lengua de los animales, le recitara un bello poema.
Hacen contacto visual: en ese momento, todos los sentimientos de odio que
traía acumulados desaparecen instantáneamente. Las pequeñas alas de dragón
que asoman por su espalda se abren y se cierran con ternura infantil; ella las
acaricia, las toma entre sus dedos, las besa. Ahí mismo lo amamanta, y el bebé
cabrío succiona el pecho de su madre con fruición, mientras con sus manitas se
prende de aquella que lo trajo al mundo con ese amor fraternal que no necesita
de palabras para expresarse. Y allí fue cuando lo comprendió todo: Ella era la
elegida, la madre de aquel que estaba predicho; era el portal por el cual llegaría
aquel que pondría fin al hombre y su reino, engendrado por la tortura, por el
dolor, por la humillación, por la violación múltiple: el Mal encarnado, el Anticristo,
el azote de las legiones celestiales y sus hijos terrenales. «Mater Lacrimarum, la
madre de las lágrimas» la llamó su libertador, al que recompensó con una muerte
violenta; cobrándose, uno a uno, cada golpe, cada corte, cada violación.

Así que, conocedora de su destino, toma a su hijo en brazos, mitad niño,


mitad bestia, y se adentra en lo más profundo del bosque. Un lobo solitario aúlla
mientras camina. Siente que una multitud la observa desde la penumbra,
siguiendo sus pasos con atención. El recién nacido la mira directo a los ojos,
abriéndose camino hasta su alma enternecida. Los sonidos del bosque, antes
ininteligibles, de repente toman forma en cantos de alabanza. Y mientras
atraviesa arboledas cada vez más densas, el coro repite, una y otra vez:

«Madre, maldito es el fruto de tu vientre. Madre, de esta forma alabamos tu


carne. Madre, de esta forma alabamos tu sexo. Mater Lacrimarum, madre de las
lágrimas»
Gabriel Núñez

«Pum, pum» —sonaba una y otra vez la puerta. Retumbando al ritmo de mis
latidos—. Siempre entre las doce y tres, siempre entre las doce y tres de la tarde
—no podía sacar ese pensamiento de mi cabeza.

Sabía que era ella, pero ignoraba su llamado. No importaba que subiera las
persianas. No importaba la luz entrando por la ventana de mi cuarto. Siempre
sucedía entre las doce y las tres.

Esta vez ella logró romper la cerradura. La madera estaba desgastada y no


era por las polillas, los golpes diarios sometieron el marco que acogía la
cerradura. Retrocedí con la linterna en mano, la encendí al momento de chocar
contra la pared; pero fue en vano, había demasiada luz como para notarse la de
mi linterna. Cerré los ojos con fuerza. Sentí sus pasos acercarse hacia mí
lentamente. Su respiración era agitada e intimidante. Se escuchaba con
intensidad, al ritmo de sus pasos. Acercó su rostro hacia el mío, casi rozándome.
Podía sentir su respiración quemarme. Sus latidos ahogaban mis oídos.

—No debo abrir los ojos —repetía una y otra vez entre murmullos.

De pronto, todo estaba silencio, solo se escuchaba mis murmullos.


Seguramente son las tres de la tarde. Abrí lentamente mis ojos. Al abrirlos por
completo su brazo se dirigió con violencia hacia mi sien, azotando mi cabeza
contra la pared…

Desperté cuando el sol se había ocultado. Todo estaba de negro, solo una
pequeña luz dibujaba la forma de mi ventana en el piso de mi habitación. Ahora
era mi turno de buscarla por las calles. Mientras me cambiaba de ropa noté que
todo me quedaba grande, pero lo ignoré. Tomé mi sudadera favorita y me la
puse. Sabía que para ella también lo era.

Las personas me observaban desconcertadas mientras caminaba por la


vereda

¿Acaso nunca vieron un muchacho caminar por la noche?


Me escondí en un callejón, esperando que mi sudadera favorita la atrajese…

En el momento que la vi pasar por la esquina, le golpeé la cabeza con el


martillo de la caja de herramientas de mi padre, sabía que no le importaría, pues
él ya no estaba más con nosotros. Al instante cayó al suelo. Su cabello largo y
burdo cubría su rostro. Estaba seguro que era ella, pero estaba vestida diferente.
Llevaba puesto unos tacos número doce, falda corta, blusa escotada y una
chaqueta de cuero. Emanaba olor a licor, cigarro y fluidos ocasionados por la
libido.

—Maldita zorra, lo volviste a hacer —murmuré entre dientes.

La arrastré por el callejón, conocía cada rincón de la zona, sabía


exactamente por donde pasar desapercibido. La colgué con los brazos
extendidos al igual que las piernas y ajusté las cadenas con tensión suficiente
para que el dolor la despertara. Le tapé la boca para que no gimiera. Encendí la
televisión para opacar cualquier ruido. Tomé una sierra y comencé a cortarle las
piernas muy lento. Sus ojos se salían casi de órbita mientras me observaba, la
mordaza le impedía quejarse. Se retorcía con desesperación, mientras la sangre
recorría cada rincón del sótano, las planta de mis zapatos se empaparon por el
líquido hasta casi pegarse en el suelo.

—Ahora no podrás atormentarme más —dije en voz alta.

Al terminar retrocedí para contemplarla a distancia. Sabía que ahora ya no


volvería a molestarme entre las doce y tres. Al instante escuché un ruido, o al
menos lo imaginé. Giré mi cabeza hacia la izquierda. En el espejo observé que
yo era mi madre. ¿Cómo podría ser mi madre si ella estaba frente a mí? Me
agarré la cabeza intentando no enloquecer. ¿Cómo podía yo ser mi madre?
Aterrorizado retrocedí lento, hasta tropezar con algo. Caí al suelo de espaldas.
Giré mi cabeza buscando saber con qué me había tropezado. Ese si era yo, o al
menos parecía. Me encontraba tirado en el suelo sin piernas, emanando un olor
a putrefacción.

Al parecer llevaba tiempo descomponiéndome.


Kristina Ramos

Al rayar el alba mi madre nos despertaba con un cálido beso y nos susurraba
al oído:

—¿Escuchan el canto de los ángeles? Es hora de levantarse mis amores.

Le fascinaba ver como nuestros rostros resplandecían cada vez que


decíamos nuestras oraciones. Así nos tenía horas rezando, a mis hermanos se
les hizo costumbre, y rara vez se quejaban. Sin embargo, yo lo hacía porque la
amaba. Todos juntos nos tomábamos de las manos y nos enseñaba como
entonar alabanzas, ella decía que todos los días eran especiales, un regalo de
Dios. Leíamos la Biblia, después nos dirigíamos a misa todos relucientes y
perfumados. Luego íbamos al parque que estaba cerca de nuestra casa,
comíamos helados y nos dejaba jugar libremente. Mis hermanos pequeños
desbordaban de emoción y una sonrisa vibrante se reflejaba en sus rostros.

Los días habían transcurrido sin mayor problema, a pesar de que mi padre
nos había dejado por otra mujer, a la que mi madre llamaba: «zorra del infierno».
Algunas noches la escuché llorar y rogarle a Dios que él volviera, la verdad no lo
necesitábamos, el amor de mi madre nos abrigaba profundamente el alma.
Recuerdo que un domingo llegó una caja muy hermosa con muchos objetos
religiosos, directo del vaticano. Ella se veía muy contenta, la ayudamos a adornar
la casa, mientras nos observaba tranquila, embelesada, con ese amor tan
inmenso que solamente una madre es capaz de dar. Terminamos exhaustos, la
casa parecía una iglesia, los ojos de mi madre brillaban como nunca, después
de cenar nos dio un buen baño con agua caliente, entusiasmada sacó los
pijamas nuevos del closet y nos vistió como sus muñequitos.

Perfumados y listos, nos acostó, nos leyó la biblia y rezamos. Nos dio un
beso a cada uno, y un cálido: «Buenas noches, mis amores», retumbó en la
habitación. Esa noche sus rezos no me dejaban dormir y me asustaron.
En medio de la oscuridad me escondí en el closet y solo oía el sonido de las
sirenas de la policía, entre gritos y sollozos, no entendía lo sucedido. Recuerdo
que estaba envuelta en una sábana, temblaba de frio en la comisaria, mientras
mi madre gritaba que mis hermanos la necesitaban, la esperaban y no podían
estar solos.

De pronto escuché la voz de mi padre, que la insultaba con odio. Mientras


yo lloraba en un rincón, mi madre le decía:

—Tu corazón está lleno de odio, el mío de paz. Dios dijo que perdonar es
divino y créeme Martin yo lo hice hace mucho, pero no deseo que contamines a
mis niños con tus locuras infernales. En casa todos vivimos según los
mandamientos de Dios nuestro Señor, nuestra fe es la única que nos librará de
morir en pecado.

No podía creer lo que sucedía, vi como se la llevaban con su rosario


entrelazado en las manos, tenía la mirada desorbitada y una sonrisa macabra
esbozaba su rostro, mientras entonaba una oración en voz alta. Al escucharla un
escalofrío recorrió mi cuerpo.

Ya en su celda, gritaba sin cesar:

—¡Mis hijos no caerán en las garras del demonio!

—¡Los he salvado! ¡Los he salvado! ¡Dios me pidió que lo hiciera!

Mi padre y yo no podíamos creer el cuadro de horror al que tuvimos que


enfrentarnos unas cuantas horas antes.

María, Dalia y René mis tres pequeños hermanos, fueron encontrados en la


habitación de mi madre bañados en sangre, crucificados, con varios cortes en
sus cuerpecitos, con un sinfín de velas e imágenes religiosas alrededor. Las
paredes reflejaban el terror, el olor era nauseabundo. La sangre corría por la
alfombra, y las paredes no eran ajenas a esta situación, brillaban rojo carmesí.
A un lado de ellos se encontró a mi madre, con sus ropas también manchadas
de sangre, con los ojos desorbitados, rezando. Los cuchillos con los que ella
perpetuó el crimen estaban envueltos en una sábana dentro de un cofre. Los
gritos desgarradores despertaron a los vecinos quienes llamaron a la policía.
Años más tarde rebuscando entre sus cosas descubrí que mi abuela cometió
el mismo crimen, ahora entiendo porque me dejó vivir, para continuar con la
tradición familiar.
Luis Rigardo Márquez

Lissette apresuró el paso ya que no podía contener su necesidad de conocer


la verdad, pues desde que tenía uso de razón su padre había negado la
existencia de su madre. Cuando ella mencionaba el nombre de su dadora, su
padre quien siempre era un tipo amable y bondadoso, cambiaba su personalidad
y parecía que un trastorno supernatural se apoderaba de él. Algo roía su alma,
y profería improperios y maldiciones relativas hacía su antigua pareja. No
obstante, no era sólo eso, luego de la rabia su comportamiento decaía en un
miedo atroz, su cuerpo temblaba, su piel se arrugaba de forma miserable, su
rostro se descomponía en diversos gestos pesadillescos, y luego de unos
minutos se retiraba a su cuarto sin probar bocado.

Lissette asoció eso a una vil traición, o quizás a la muerte trágica de un amor
platónico. Por eso en cuanto Lissette cumplió la mayoría de edad se dedicó en
cuerpo y alma a desentrañar la verdad sobre la ausencia maternal que tanto le
aquejó en su infancia. Con los avances tecnológicos actuales no le fue difícil
encontrar datos sobre su progenitora, todo se remontaba a un pequeño pueblo
en una olvidada localidad de nombre minúsculo. Lissette entonces viajó hasta el
raquítico poblado, éste lucía en su totalidad abandonado, sólo un cúmulo de
casas en decadencia llenaba el paisaje, aunado a esto una polvareda se
sublevaba en su contra, pero ella nunca claudicó.

En un par de horas Lissette llegó al antiguo cementerio, donde se le había


dicho que reposaban los restos de su anhelada madre. El alma de Lissette
goteaba a cada paso desbocándose ante la posibilidad de hablar, aunque sea
de forma etérea con su madre. Sin embargo, una vez allí no pudo localizar el
sepulcro deseado. La pobre chica se derrumbó ante su total derrota. En aquel
instante pudo escucharse un réquiem depresivo proveniente de una vieja capilla
ubicada en el centro del cementerio.

Lissette empatizó con aquella elegía acústica, su cuerpo siguió el origen de


la sinfonía hasta encontrarse con una mórbida anciana que tocaba el piano a
mitad de saturnalia.
—¡Bienvenida mi niña! He estado esperando por ti desde hace tanto tiempo
—musitó la deforme anciana seguida por una negrura supurante.

—¿Quién eres tú? —preguntó Lissette sin sentir temor.

—Vaya, creo que tu alma y corazón lo sabe, pero tu mente no. Desde que
entraste al cementerio pude oler tu esencia, hueles igual que tu padre. Ese
incrédulo hombrecillo te alejó de mí, por lo cual no pude estar a tu lado, él me
negó mi derecho herético —exclamó ella poniéndose de pie mostrando su
imponente altura.

La anciana poseía un cuerpo marchito de famélica talla, era una mujer


demasiada alta, no obstante, su cabeza poseía una circunferencia que no
correspondía con la anatomía humana, pese a ello, lo que llegaba a causar
escalofríos, era la hilera de dientes negruzcos que esbozaba a través de su
macabra sonrisa.

—¿Madre? ¿Eres tú? —cuestionó Lissette, quien parecía no percatarse de


lo abominable que era la criatura que se levantaba frente a ella.

—Así es mi querida niña, tú eres la semilla que fue amputada de mi útero, la


plaga extirpada de mi vientre, el verbo de mi carne que fue robado por el cobarde
de tu padre —aseveró la vieja decrepita.

Los ojos de Lissette se tornaron grises, parecía abducida de toda realidad,


su voluntad se había esfumado ante las palabras de su madre. Cuando Lissette
recuperó la consciencia se vio a sí misma clavada a una cruz de ébano, su
sangre emancipada de los altares de su carne llovía de forma artística sobre la
voluminosa complexión deforme de la anciana, quien sin perder tiempo abrió su
fétida boca para recibir el néctar de la vida.

—¿Qué eres? —gritó Lissette con trémula voz.

—Yo soy una sin vientre, una mujer condenada a mancillar a su propia
descendencia, estoy maldita, obligada a parir con el fin de devorar a mis
vástagos o moriré. Tú eres mía, simplemente mía, para eso has venido a la
existencia, tú ofrecerás tu carne y sangre para que yo recuperé mi belleza. —
anunció ella.
—Estás loca ¿Cómo puedes pensar en lastimar a tu propia sangre? —
denunció Lissette llorando.

—Tú eres joven, no conoces los pesares de la senectud, la decadencia del


cebo y la descamación de la piel, la decrepites de la muerte, no, yo no voy a
marchitarme, tengo que volver a ser hermosa. ¡Sólo mírame, soy un saco de pus
lleno de arrugas y canas! Todo gracias a tu padre, el descubrió lo que yo era, y
te alejó de mi lado para protegerte, pero no contó con el peor de los infortunios,
ese espejismo que sólo los débiles necesitan para supervivir; el amor. Y por
designio de la querencia sanguínea has venido cual cordero al matadero para
sacrificarte en mi nombre. —vociferó la anciana.

—¡No, por favor madre, no lo hagas! —rogó Lissette, sin embargo, la


abominable mujer abrió sus fauces de forma demencial para comenzar a tragar
la cabeza de la pobre chica.

Así la sin vientre asimiló la carne de su hija recuperando su anhelada


juventud y belleza, a primera vista sempiterna.
Carlos Enrique Saldivar

El bebé nació muerto.

En cuanto vino al mundo se abalanzó contra su madre, la mordió en el


cráneo, se lo abrió y le comió los sesos.

Ahora ya no solo se transformaban aquellos que morían, sino también los


que nacían.

Yo, la partera, apenas pude escapar de su furia implacable. Salí rápido de la


choza y corrí entre el bosque y la noche para refugiarme.

Desde entonces no he dejado de huir.

Sé que eso viene tras de mí, al igual que esos cadáveres hambrientos que
caminan.

Me encontrarán uno de estos días y me convertirán en uno de ellos.

Si no me conducen a ese horripilante destino, entonces otro lo hará. Lo sé


muy bien cada vez que toco mi panza, y noto los ocho meses de embarazo.

Llegará al mundo pronto, antes de que yo pueda darme cuenta.

En tanto, no tengo la más mínima idea sobre qué hacer al respecto. O a lo


mejor sí lo sé. Me doy cuenta cuando lo siento en mi barriga.

Nacerá, y cuando pase ya no tendré miedo, pues él gateará a mi lado.


Cristina Taborga

Mi mamá prepara las mejores carnes. Cualquier receta, ella la sabe, y, ¡le
salen tan ricas! Cocina asados, chuletas con huesito, costillas y en ocasiones
especiales, prende la parrilla y la carne termina deliciosa. A veces incluso
prepara postres. Pero lo que más me gusta, es que toda la comida es solo para
ella y yo. Nada de compartir con nadie. Pues papá no está con nosotros hace un
año. Mamá dice que murió en un accidente, pero no hubo funeral porque ella
sentía que rompería en llanto. Yo también me sentía triste y mamá, para
compensarlo, hizo un banquete esa noche, en el cual comí el mejor asado de
carne de mis 8 años de vida. Era jugosa, y me acuerdo que sobró un montón de
sangrecita pues la cocina estaba roja escarlata. Esa comida nos subió tanto el
ánimo que al día siguiente mamá no paraba de sonreír y yo de jugar. Jugué con
Carlitos, el de la esquina, y con Mateo, el rarito de la mancha. Le pusimos ese
sobrenombre por un gran lunar en su brazo derecho.

Pero, ¡ya pasó todo un año! ¡Cuánto he crecido! Ya soy más alto que
cualquier niño de la manzana. Mamá dice que es por la carne que ella prepara,
que la carne es tan suave porque es de bebé, y por eso yo soy tan grande y
fuerte. Y sí, definitivamente soy más fuerte que Mateo, pues hoy ha
desaparecido. Algún extraño se lo llevó por no ser tan fuerte como yo. Aun así,
me quede con la cara larga cuando llegué a casa en la tarde. No tenía con quien
jugar, así que mamá me dijo que me quede en mi cuarto mientras ella preparaba
algo especial. Pero yo bajé, ya ni sé por qué. En las manos de mamá se
encontraba el brazo de un niño pequeño. La mancha del brazo contrastaba con
la cocina.

La cara de mamá se contorsionó con preocupación, su secreto estaba


reflejado en sus ojos.

—Hijo, yo...

—Bueno mamá, ¿cuál será el postre?

Sus facciones se relajaron, rio. Juntos preparamos el postre.


Antonio Zeta

El silencio proveniente de la cocina fue aniquilado con el golpe de un objeto


metálico cayendo sobre la carne tierna, blanda de... En la sala estaba Dani
preguntándose desde cuándo la mujer que se encontraba preparando la cena
había dejado de ser su madre. Por más intento que hacía no podía establecer
con exactitud el día en que su madre cambió la personalidad severa y enérgica
por otra flácida y mustia. A menos que…

Todo comenzó —diría Dani—, con una llamada a altas horas de la noche.
Modesta López, madre de Dani, tuvo que salir a atender uno de los varios
llamados que solían hacerle. Y no es que ella fuera médica o enfermera, las
consultas se enmarcaban dentro de lo conocido como chucaque o mal de ojo.
Sin embargo, este caso era especial, incluso…

Antonella, una joven de quince años había sido dada por Perdida. Y que tras
su regreso, luego de seis meses de ausencia, había sufrido el descenso de un
líquido amarillento viscoso ante la atenta y escandalizada mirada de sus
compañeros. El asunto fue explicado como el de una menarquia extemporánea.
Dani ingresa a la cocina. Su madre deja caer el cuchillo al sentir la presencia
ajena. Los ojos de la mujer están en blanco. «Vete a dormir, mamá», atina a
decir el muchacho. «Debo preparar tu cena», contesta la mujer. El hijo siente
deseos de huir, pero no se atrevería a abandonar a su madre…

Por la noche, un grito proveniente de la habitación de Modesta despierta a


Dani. Temeroso, acude al dormitorio. En el alarido pudo reconocer la voz de su
madre pidiendo ayuda. Podría tratarse de una pesadilla, piensa. Una vez en el
lugar, el silencio circundante se intensifica por la oscuridad, solo atravesada por
un rayo de luz que enfoca parcialmente la cama y, con tenuidad, los ojos de su
madre. Sí, podían verse los ojos de la durmiente. Dani podía ver entonces,
aterrado, el iris de ambos ojos moviéndose a gran velocidad por debajo de los
párpados. Venas macilentas palpitando por distintas partes del…
La escalofriante escena pronto sobrecogió al temeroso muchacho, cuyo
miedo se incrementó al darse cuenta de que algo recorría el cuerpo de su madre.
Entonces esforzó la vista y pudo ver que la piel de su progenitora había sido
cubierta ligeramente por una tela transparente. Y de pronto, un segundo grito
que hizo que la mujer lleve el cuerpo hacia adelante para permanecer sentada
por escaso tiempo. Una vez más, y ahora con mayor nitidez, la palabra fue
«ayuda».

Su madre necesitaba de aquel cobarde que hasta hacía poco pensaba en


abandonar el lugar. Sin embargo, un impulso filial hizo que tomara la mano de
Modesta. El contacto le otorgó una luz sobre el enigma del reciente
comportamiento de su madre. Pudo ver con los ojos de esta el momento en que
se dirigía a la alcoba de Antonella, la adolescente…

La visión era nítida, en un ambiente plagado de un silencio parecido al de


entonces. La adolescente tendida en la cama, quieta, aparentemente a la espera
de la visitante. Su madre profiere palabras magulladas e ininteligibles, o quizá el
volumen no llega con la misma nitidez que las imágenes. Después de todo era
como estar en un sueño, donde el tiempo goza de licencias que la vida diaria no
permite. En la revelación, la oscuridad opaca el panorama. Dani entiende que su
madre pasó a orar con los ojos cerrados. Pero que al abrirlos, una vez terminada
la oración, tiene enfrente a la muchacha con la boca muy abierta, introduciéndole
un hilo largo y viscoso por la suya.

Dani despierta. Ha sido una pesadilla, una terrible pesadilla. Está cubierto de
sudor. Todavía tiembla, pero agradece la vuelta a la realidad, donde el tiempo
ha vuelto a su curso habitual, y que solo le brinda la oportunidad de gritar en el
momento en que su madre, acostada en su misma cama, le introduce algo
viscoso por…
Aarón Alva: (Lima, 1987). Músico, licenciado en la especialidad de guitarra
por la Universidad Nacional de Música. Premios a nivel nacional en concursos
de guitarra clásica y un disco titulado “Matices clásicos” (2011). Ha recibido
cursos de redacción y crítica y apreciación literaria en la Universidad Antonio
Ruiz de Montoya, y los talleres de narrativa a cargo de Iván Thays y Carmen
Ollé. Publicó el libro “Cuentos Ordinarios” del Grupo Editorial Caja Negra (2017),
su libro “El enigma de la silla rota”, fue publicado con Editorial Apogeo (2018).
Es redactor en el medio digital cultural “Cuenta Artes”. Trabaja como profesor de
música.

Luis Bravo: (Trujillo, Perú) Escritor peruano, publicó en la revista digital El


Narratorio, en las ediciones 22 y 24, con los títulos «La Cruzada Oscura» y
«Serenata de Auto- destrucción» (2018). Además su cuento «El miasma
oscuro», fue publicado en la revista digital Historias Pulp, en su Antología de
Microrelatos Un Mundo Bestial y participa en la antología Volumen #2 Alien con
el cuento «Eternity» de la misma revista. Asimismo ha sido publicado en la
revista digital El círculo de Lovecraft, Número 7, con su cuento «Hay sangre en
el agua» y en el Número 8 con su cuento «El camino del olvidado».
Tania Huerta: (Lima, Perú) Su cuento «GatoGallo» fue publicado en la
Revista Virtual de El Círculo de Lovecraft (2017), también publicó el cuento
«El Pelado Jairo» en la antología Horror Queer de Editorial Cthulhu (2018). Sus
cuentos «Orgasmo», “Enamorado” y su poema «Snuff» fueron incluidos en la
antología virtual San Valentín Oscuro (2018). Los cuentos “Abuela” y “Plantación”
fueron incluidas en la antología Literal de Editorial Autónoma (2018) Es dueña
del Blog Pies Fríos en la Espalda (http://piesfriosenlaespalda.blogspot.pe/).

Rodrigo Martinot: (Lima, 1998) Estudiante de música. Su cuento


“Acompañado” fue publicado en la antología digital San Valentín Oscuro (2018).
Sarko Medina: (Arequipa, 1978) Escritor, periodista y articulista. Publicó su
primer libro “Palo con clavo y santo remedio” (2014), de temática urbana y el libro
de cuentos de terror, misterio y horror: "La Venganza de los Apus" (2017). Ha
publicado, en formato digital: “33 microcuentos de verdades en pareja” (2011),
“Insólita Realidad” (2012) (Reedición Editorial Torre de Papel 2015), “Impactante
Fascinación” (2014). En cuento y fotografía: “Palomas” (2012). Publicó cuentos
en las antologías: “El Umbral, Antología de Relatos Insólitos” (2015) y “El Lado
Oscuro de la Luz, Relatos de Misterio” (2016); “Las Sombras en el Sillar” (2017)
del Grupo Literario Kosmogonía. Relatos fueron publicados en Buen Salvaje,
MiNatura, Penumbria, El Narratorio, Fix100, Mil Voces tiene la Muerte, Un muerto
camina entre nosotros, Ucronías Perú, Nictofília y en la antología de cuento
peruano de terror "Tenebra", entre otros.

Poldark Mego: (Lima, 1985) Licenciado en Psicología. Relatos en las


siguientes antologías: “Literal” (2017) “Maleza” (2017) “Lima en Letras” (2018)
“Es-cupido” (2018) “Un Mundo Bestial” (2018) “Cuentos peruanos sobre objetos
malditos” (2018) “Terror en la mar” (2018) “Un San Valentín oscuro” (2018)
“Cuenta Artes” (2018) “El Narratorio” (2018) “Cerdofilia” (2018) Miembro del
Taller de Escritura Creativa Lima. Es dueño del blog Pandemia Z
(www.facebook.com/pandemiaz).
Gabriel Núñez: (Lima, 1995) Gabriel Eduardo Britto Núñez. Sin
publicaciones.

Kristina Ramos: (Huancayo, 1987) Su cuento "Sanguijuelas" fue publicado


en la antología y la audiorrevista "Un Mundo Bestial" de la revista digital Historias
Pulp. Publicó su cuento "Sangriento San Valentín" en la antología "Un San
Valentín Oscuro". El cuento "Canto a Satán" ha sido publicado en la quinta
edición de la Revista Letras y Demonios. Su cuento "La Carnicería ”
próximamente publicado en la antología "El monstruo el humano" de Editorial
Cthulhu.

Cristina Taborga: (Lima, 1998) Estudiante de Medicina Humana. Se publicó


su cuento “Carta de Advertencia” en la antología digital San Valentín Oscuro
(2018).
Carlos Saldívar: (Lima, 1982). Estudió Literatura en la UNFV. Es director
de la revista impresa Argonautas y del fanzine físico El Horla; es miembro del
comité editorial del fanzine virtual Agujero Negro, publicaciones dedicadas a
la literatura fantástica. Es director de la revista Minúsculo al Cubo, dedicada
a la ficción brevísima. Finalista de los Premios Andrómeda de Ficción
Especulativa 2011, en la categoría: relato. Finalista del I Concurso de
Microficciones, organizado por el grupo Abducidores de Textos. Finalista del
Primer concurso de cuento de terror de la Sociedad Histórica Peruana
Lovecraft. Finalista del XIV Certamen Internacional de Microcuento
Fantástico miNatura 2016. Publicó los libros de cuentos Historias de ciencia
ficción (2008), Horizontes de fantasía (2010); y el relato El otro engendro
(2012). Compiló las selecciones: Nido de cuervos: cuentos peruanos de terror
y suspenso (2011), Ciencia Ficción Peruana 2 (2016) y Tenebra: muestra de
cuentos peruanos de terror (2017).
Antonio Zeta: (Piura, 1986) Licenciado en Lengua y Literatura por la
Universidad Nacional de Piura. Ha publicado los libros de relatos Lo que las
sombras ocultan (Lengash, 2017) Tarbush (Sietevientos, 2015), y el poemario
coautoral Dos sombras en la esquina café (América, 2015). Primer Puesto en
el concurso nacional “Historias Mínimas 2017”, organizado por diario El
Comercio y la Fundación BBVA-Banco Continental. Asimismo, fue finalista
del concurso nacional “Historias de solidaridad”, organizado por Diario El
Comercio (2017). Es Presidente del círculo literario Tertulia Cero y Miembro
del Consejo Municipal del Libro y la Lectura (Piura). Forma parte de la
antología Punto de encuentro (Lima, 2017), a cargo de la editorial Vicio
Perpetuo. Cuentos de terror de su autoría aparecen en las antologías
Inspiraciones Nocturnas IV (España, 2017) y Microterrores IV (España, 2018);
y en las revistas Plesiosaurio (Lima), El Bosque (Lima), Nocturnario (México),
El Narratorio (Argentina) y The Wax (Argentina).

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