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Yo con eso
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Es un viejo título repartido por libros, películas y


artículos. Lo he escogido para una reflexión difícil, al
menos para mí y creo que para cualquiera. Pero
andando cada semana entre los pasos de la vida, de la
ciudad y de la gente, de la economía, de la fe y de la
política, no me queda otro remedio que acercarme lo
mejor que pueda – con rigor, sensibilidad y justicia,
espero- a una cuestión extremadamente delicada por
muchas razones. Para la que pido una lectura atenta y
comprensiva.

Y confieso, lo primero, el dolor y la rabia que


siento cada vez que sale un caso nuevo o se habla
por décima vez del mismo abuso sexual como si
fuera un suceso más. Pienso con enorme tristeza y
pesar en las víctimas, sobre todo en las víctimas
calladas, agobiadas y no escuchadas. Y pienso, con
algo de desconcierto y bastante misericordia, en
los culpables, impíos y abusadores, frustrados y
sin duda atormentados con su pecado a rastras. Y
pienso en la gente de alrededor, en los que eran
testigos o sabedores y que en aquella época
(importante esta precisión) hasta pensaron que era
mejor callar. Y siento un inquietante y
desconsolado desconsuelo. Y me da miedo y
pudor escribir sobre esto, pero a la vez me parece
necesario, justo y hasta sanador. Por eso, muy
humildemente y aunque con reparos, lo hago. Ya
antes escribí algo sobre esto con un título
programático, al menos para mí, Tolerancia Cero
y Misericordia Diez.
Y vuelvo a nombrar a las víctimas, a todas las
víctimas, a las que han hablado y a la inmensa
mayoría que aún no han hablado ni
hablarán. No es fácil hablar y peor todavía de lo
que el abusado no puede demostrar y peor todavía
si tiene que denunciar a personas con autoridad,
superiores, de la propia familia o pertenecientes al
grupo de los más estimados y hasta queridos. Es
muy violento y desgarrador denunciar a
familiares, a veces muy cercanos, a amigos y
conocidos dentro del círculo de mayor trato y
estima, a superiores y/o profesores con ascendiente
y buena fama, a cargos importantes dentro del
espacio en el que la víctima se mueve como inferior
con reverencia y respeto debidos. De hecho hay
ambientes, de entre los citados, en los que apenas
hay denuncias. Se comprende.
No hay estadísticas absolutamente fiables sobre
esto en España, pero las fuentes, varias y variadas,
que he consultado acaban coincidiendo en cifras
cercanas, aunque no he logrado saber con
seguridad ni las fuentes últimas, ni el nivel de la
investigación ni el rigor fiable de las cifras; por eso,
con salvedades, se puede aceptar que el 80/85% de
los abusos sexuales a niños se dan en el entorno
familiar tomado en sentido ligeramente amplio; el
10/15% en espacios académicos y/o de acogida
social; un 3/3´50% en ambientes eclesiásticos
como seminarios, colegios o parroquias, en su
mayoría de hace más de veinte años. Queda un
margen residual para algunos casos raros fuera de
esos tres niveles y que pertenecen sobre todo a
otras acciones criminales como secuestros o
retenciones violentas.
Como de todo este tema se suele hablar a golpe de
efecto inmediato y con poco rigor y casi nula
documentación, bien está separar campos, depurar
responsabilidades y delimitar la realidad de la
que se habla para hacer un juicio más adecuado y
más justo. Más de una vez el papa Francisco ha
llamado la atención sobre estos porcentajes en
otros países, pero normalmente los medios no
recogen esas precisiones, ya se supone; sin
embargo los datos están ahí y nadie los tiene en
cuenta. Esto no rebaja en un ápice la culpa de los
culpables, pero sitúa y revela el ámbito real del
problema.

Incluso me atrevo a decir, pero sólo por


conversaciones oídas y por artículos de periódicos
(ya ven qué pobre base argumental tengo en esto),
que buena parte de la población, si no casi toda,
piensa que esta acción execrable, abominable y
repugnante es casi exclusiva de miembros de
la Iglesia católica, sobre todo sacerdotes y
religiosos. Nada más falso, como se ve. Esta
corrección estadística, repito, no rebaja la miseria
ni la pena de cada acción, pero sí ayuda a presentar
el problema en toda la amplitud que tiene y a
juzgarlo con una especie de desgraciada y triste
justicia distributiva. Y parece que nadie piensa, o
no se atreve a decirlo, en los miles de niños que han
sufrido abuso en otros medios sociales o familiares;
en estas víctimas casi nadie piensa.
Y me gustaría acercarme a las razones concretas
por las que en algunos países, desde Chile a Irlanda
y desde EE.UU. hasta Australia, ha habido más
denuncias y condenas, con mucha diferencia, pero
me desagrada en extremo ese tema ni es de este
espacio con sus ochocientas palabras de límite.

Y quizás, aparte del dolor de cada víctima, algo


muy importante en mi caso. Reconozco a la
Iglesia católica (o evangélica o luterana, etc… en
otros países, que me da igual) pecadora en muchos
de sus miembros, falta de la más elemental
humanidad y muy infiel al Evangelio de su
Fundador, Jesucristo, que predicó con la palabra y
con la vida el amor sin límite, el valor inmenso de
cada persona sobre todo si es pequeña y última, la
justicia en todo y la verdad como cartel encima de
la puerta y a la vista de todos. Nada de esto han
hecho demasiadas gentes de Iglesia, ¡por
cientos!, durante muchos años. Y cosa curiosa,
desde la humildad de la fe esa sombra no me
rebaja el afecto y el abrazo tanto a los
pecadores como a la Iglesia que los acoge o
debería acogerlos (aquí veo y delato una falta
manifiesta de maternidad) como a pobres hijos
queridos.
Confieso que siento piedad y misericordia por
todos ellos, como por otra parte las siento sin
excepción por cualquier malvado, criminal o
pecador; y también algo de rabia ante la
manipulación mediática y mucha decepción a la
vista de una Iglesia tan infiel en los hechos por
algunos de sus miembros más notables y tan torpe
en sus reacciones ante ellos. Confieso las dos cosas
y pido disculpas. Y declaro máximo respeto,
grave petición de perdón y mucho afecto a
cuantos han sido víctimas de todo esto. Y así llego
ya a más de mil palabras. Basta, porque he
rebasado con mucho el cupo habitual.

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