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Liliana de Riz

La política en suspenso: 1966 – 1976.

La etapa que se inició con el nombramiento de Krieger Vasena en 1966, inauguró un período que habría de
extenderse hasta mayo de 1969, caracterizado por la ausencia de una oposición civil bien organizada y
unificada. La convicción de que el continuo progreso económico facilitaría la llegada del “tiempo social” y con
éste, el apoyo obrero a la Revolución, alimentó un clima de relativa calma. Sin embargo, ese clima obedeció
más a la dureza con que el nuevo ministro reprimió la resistencia sindical, que a la confianza otorgada por los
jefes sindicales.

En 1967, el Plan de Lucha lanzado por la CGT recibió el título, por parte del gobierno, de “disturbio ilegal del
orden público” y se castigó a los sindicatos que tomaron parte en él, aunque no se canceló la personería de la
CGT. En marzo de 1968, la cúpula castigada de la CGT abandonó el plan de lucha a partir de la promesa del
gobierno de que las supresiones de las personerías gremiales podrían ser revisadas y el diálogo reanudado. Esto
arrojaba una amarga lección a los jefes sindicales: su acceso a los mecanismos de decisión dependía de
decisiones políticas. El gobierno de Onganía les demostraba que su poder no era tal. El grupo de los
“participacionistas” liderados por Vandor vio una nueva oportunidad para consolidar su poder.

La suspensión de las negociaciones colectivas hasta fines de 1968 fue el golpe de gracia asestado por
KriegerVasena a la CGT. Con esa medida se anulaban las bases sobre las que se asentaba la estrategia política
del sindicalismo y se abrían las puertas para el predominio de los sectores concentrados de la economía se
proyectara en el orden político.

La política de ingresos representó una innovación respecto de los programas de corte liberal que la precedieron.
Partía del supuesto que en una economía cerrada como la argentina, los mercados de bienes y salarios no eran
competitivos, un diagnóstico más realista que el de los anteriores programas de estabilización.

KriegerVasena devaluó un 40 por ciento el peso, con el propósito de descartar toda especulación sobre futuras
devaluaciones. La novedad de su política residía en que era el primer intento de compensar los efectos de la
devaluación a través de la fijación de impuestos a las exportaciones tradicionales y la disminución de los
gravámenes a la importación. El Estado, por su parte, a través de la retención a las exportaciones de los
productos agrícolas obtuvo recursos para sanear las cuentas públicas y redujo el déficit fiscal.

Una política fiscal severa, basada en el aumento de la recaudación impositiva, la elevación de las tarifas de los
servicios públicos, la disminución de los empleados públicos y de las pérdidas en las empresas estatales, hizo
posible que el Estado jugase un papel clave en la expansión de la inversión fija.

Concebido como un ajuste global de la economía destinado a satisfacer los requisitos de los sectores más
concentrados, el programa distribuyó los costos entre los demás sectores. Los productores rurales debieron
ceder parte de sus ganancias, la industria debió competir con bienes importados más baratos, los sindicatos se
vieron privados de las negociaciones colectivas y las empresas estatales y la administración pública atravesaron
un proceso de racionalización forzada.

KriegerVasena renovó los contratos con las compañías petroleras extranjeras y firmó un nuevo acuerdo con el
FMI, que se tradujo en un fuerte crecimiento de la oferta monetaria y el crédito bancario. Ganar la confianza de
la comunidad económica era una meta decisiva para el triunfo del programa estabilizador. El ingreso de
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préstamos e inversiones sería el motor de la economía. Hacia fines de 1968, la inflación había descendido y la
balanza de pagos, equilibrada gracias a la entrada de capitales, asimismo, la economía vivía un proceso
expansivo.

Sin embargo, el éxito económico no se tradujo en popularidad y diversos sectores comenzaron a manifestar su
descontento, sobre todo las fracciones menos poderosas de la comunidad de negocios. Los sindicatos tendieron
a tolerar las políticas del gobierno a cambio de pequeños favores.

Los logros económicos no disiparon la inquietud de la jerarquía militar, y la crisis política estalló en 1968,
cuando Onganía destituyó a los comandantes de las tres armas y se dispuso a llevar adelante su plan político de
crear un sistema de participación comunitaria, confiando en que el “tiempo social” le daría los apoyos
necesarios para continuar en el poder. Pero las críticas al esquema de participación sectorial provenientes tanto
de defensores de la idea como de los que denunciaban a Onganía por corporativista, ponían de manifiesto que el
gobierno no conformaba a nadie.

La política de designación de gobernadores, basada en la idea de distribuir el país según las zonas de influencia
de las tres armas, ignoró que los gobernadores enviados por el presidente no tenían apoyo en las provincias.

La división del movimiento sindical entre una línea colaboracionista liderada por Vandor en las 62
Organizaciones y otra, que se negaba a convalidar el gobierno militar, pero también a movilizar a los
trabajadores en su contra, las “62 De Pie”, contribuyó al optimismo de Onganía, decidido a lograr una CGT
apartidaria y dividida. En 1968 se fracciona la “CGT de los Argentinos” dirigida por Ongaro y sostenido por los
líderes de las industrias en crisis. Sería en este sector donde estallarían reacciones ante el gobierno, haciendo
aparición nuevos dirigentes sindicales de izquierda que canalizaron el descontento de los trabajadores, a la
cabeza de las comisiones obreras.

Esos trabajadores se consideraban el sector más afectado por la política de KriegerVasena y fueron justamente
los que lo derrocaron. Eran los obreros mejores pagos del país y esto sorprendió al gobierno.

1969 comenzó con signos económicos auspiciosos. Lo que no cabía en los planes de Onganía era la presunción
de que la paz social obedeciera a una tregua forzada por el gobierno, antes que a la voluntad de los diversos
sectores de resignarse a aceptar la consolidación de un orden muy distinto al que habían imaginado y al que
comenzaron a percibir como un peligro.

Capítulo II – La revolución a la deriva

La protesta social

Las protestas de los estudiantes universitarios fueron la primera señal del estado de efervescencia social que
habría de desatar el “nuevo mayo argentino”. Ese clima no era ajeno a la difusión de las tesis católicas radicales
por parte de los Sacerdotes del Tercer Mundo, socavando la influencia conservadora de las cúpulas eclesiásticas
sobre la juventud argentina, y este hecho habría de tener una importancia decisiva en la aceptación de la lucha
armada y el florecimiento de expresiones del nacionalismo de izquierda y popular. Las declaraciones de la
Conferencia Episcopal de Medellín en 1968 incitaban a una “revolución teológica”, instando a los cristianos a
participar en la gestión del cambio social hacia un mundo más justo.

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La preocupación por los problemas sociales, el aliento a las reivindicaciones populares, la legitimación de la
acción revolucionaria y la identificación del cristianismo con el peronismo, cuya figura emblemática fue el
Padre Mugica, configuraron una nueva moral cristiana que se convirtió en uno de los rasgos distintivos de la
“nueva oposición política”

Cordobazo

Un problema que vino a encrespar los ánimos en Córdoba, la segunda provincia en concentración industrial en
el país, fue la derogación de la ley de “sábado inglés”. La agitación estudiantil convergió con la movilización
del SMATA contra esa medida. A partir de entonces, los hechos se precipitaron y el tema sindical se convirtió
en tema político. Las dos centrales obreras se vieron obligadas a decretar un paro general para el día 30 de
mayo, que en Córdoba se adelantó al día 29. Los choques entre estudiantes y policías y la represión de
asambleas fueron el preámbulo del “Cordobazo”. Los días 29 y 30 los estudiantes y obreros ocuparon el centro
de la ciudad. Los trabajadores abandonaron las plantas industriales y desde los cuatro puntos de la ciudad
comenzaron a marchar hacia un acto previsto frente a la CGT. A las columnas obreras se sumaron estudiantes y
gente del lugar. Desbordada, la policía se retiró. La ciudad quedó en manos de la gente y se sucedieron actos de
destrucción contra firmas extranjeras. La rebelión cedió cuando intervino el ejército.

Era de conocimiento público que un movimiento importante estaba planeado para el día 29. El día anterior se
discutió la situación en Córdoba y surgieron diferencias entre quienes veían el problema como un asunto de
seguridad y los que creían necesaria una política que eliminara las causas de los desórdenes. El general Lanusse
se habría opuesto al estado de sitio, argumentando que la situación no era tan grave como otros pensaban y
habría logrado imponer su opinión. Esta actitud sembró desconfianza en el entorno de Onganía, y las sospechas
de intrigas en la cúpula del poder no abandonó al régimen militar a lo largo de toda su trayectoria.

El saldo de la rebelión cordobesa provocó alarma y asombro. Los motines populares eran expresiones de
protesta con pocos antecedentes en la historia reciente, pero en realidad eran resultado de la política de la
Revolución Argentina: al suprimir los canales legales y extralegales por los que había transitado la estrategia
sindical, el gobierno pavimentó el camino para las rebeliones espontáneas del interior del país. Pero sin
embargo, concluyó que se trataba de un complot subversivo llevado adelante por guerrillas urbanas.

En realidad, si algo demostraron los hechos, fue que aparte del abandono de las tareas y el acto frente a la CGT,
todo se desarrolló espontáneamente y desbordó a los líderes sindicales. Los descontentos nacidos de la
frustración política, la ausencia de libertad intelectual, el deterioro de la situación política y económica
conjugaron a estudiantes, sectores sindicales decepcionados con Onganía y sectores urbanos.

¿Cómo fue interpretado el Cordobazo? El estallido en Córdoba ofrecía la prueba de que algo diferente y nuevo
era posible en el país.

Para los sectores de izquierda, era la esperanza de construir un nuevo orden que reconocía en el peronismo el
aglutinante capaz de soldar a la nueva izquierda en pos de la construcción de la “patria socialista”

El gobierno alcanzó a valorar la profundidad del descontento popular puesto de manifiesto en los
acontecimientos de mayo y a intuir la radicalización que podía traer aparejado. Cundieron recriminaciones en la
cúpula militar y se intensificaron las diferencias que habrían de alentar planes rivales para el futuro, pero el
liderazgo cerró filas tras Onganía quien, seguro de que la racionalidad y eficacia de sus políticas habrían de

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legitimarlo en el ejercicio del poder, confiaba en que esto era suficiente para conservar el crédito otorgado por
sus compañeros de armas. Se abocó a explicar en qué consistía su concepción de la participación en la
comunidad en el marco de las políticas nacionales y proclamó la inminencia del “tiempo social”.

En este nuevo clima surgido del Cordobazo, el general Aramburu, comenzó a propiciar una salida negociada a
través de la rehabilitación de los partidos políticos, responsables de canalizar la protesta, con el objetivo de
llevar al poder a un candidato con el visto bueno de las FFAA. Pero el tiempo político permanecía remoto y
sólo la intensidad de la violencia que se desató a partir de entonces habría de terminar por convencer de la
conveniencia de esa solución a la corporación militar.

A partir del Cordobazo se sucedieron los alzamientos populares en las ciudades del interior, proliferaron las
huelgas en abierto desafío a las direcciones sindicales nacionales y la protesta estudiantil penetró en las
universidades.

La violencia se instaló con la convicción de que los trabajadores estaban listos para llevar a cabo una lucha por
la toma del poder. Los grupos guerrilleros habían evolucionado hacia organizaciones de masas cuyos miembros
mantenían diversos grados de participación en la lucha armada, caracterizada por la relevancia de la juventud de
clase media. Para este sector, el Cordobazo fue idealizado hasta convertirlo en una figura romántica. Ingresaron
a la política a través de movimientos insurreccionales de variada inspiración ideológica, para los que la
violencia se convertía en el camino hacia la pacificación. Era el reflejo de una cultura de rebelión arraigada en
el contexto social y político de la época.

Esos grupos eran de origen marxistas y tenían una cosmovisión, mientras que los grupos nacionalistas buscaban
una ideología. Dentro de estos últimos, había grupos a los que el catolicismo los ligaba a la Teología de la
Liberación en pos de una sociedad basada en la justicia social. Los fundadores de las “formaciones especiales”
tenían muy claro a qué se oponían, pero no lo que defendían. Su utopía era una visión de pasado y no de futuro.
La influencia de la Revolución Cubana, el proceso de la Unidad Popular en Chile o Velasco Alvarado en Perú
otorgaban un marco coyuntural de referencias para estos sectores, aunque ninguno de los grupos guerrilleros
argentinos pudo traducir sus aspiraciones en un programa político.

La audacia de los grupos guerrilleros fue creciendo en relación directa con la tolerancia que encontró en la clase
política y la benevolencia de una opinión pública que terminó por acostumbrarse a una acción política que, si
bien no era totalmente nueva, nunca se había empleado para dirimir los conflictos sociales en la historia
reciente.

Lanusse argumentaba que la violencia era causada por la clausura de todos los canales de expresión de la
voluntad popular, una invitación a considerar que mientras no se restablecieran las instituciones democráticas,
no era injustificada. Ese razonamiento habría de ser una pieza clave en su empresa de buscar el consenso hacia
una salida electoral. Sin embargo, el corolario obligado del razonamiento de Lanusse era una advertencia para
aquellos que la habían practicado no tendrían lugar en el nuevo orden. En la medida en que quedaban excluidos
del proyecto político tanto los guerrilleros como su jefe político exiliado, Lanusse reforzaba el vínculo entre
ambos.

Para solucionar este conflicto, Onganía cambió su gabinete, eliminando a KriegerVasena y designando a
Pastore y reemplazó a Borda. Un nuevo equipo de orientación social cristiana fue blanco de la crítica liberal e

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izquierdista, sea porque se avizoraba que tiraría por la borda los logros del “tiempo económico” en pos del
“tiempo social”, sea porque se lo acusaba de “entreguista” y de fomentar un “capitalismo dependiente”

El partido militar

Con la salida de Krieger, también desaparecieron los avales políticos que el establishment había concedido al
gobierno. Soportaban a Onganía porque no había habido otra solución para el reemplazo de Illia, pero sin
KriegerVasena, desconfiaban del rumbo del país.

El intento de sellar un acuerdo político con el sindicalismo y postergar para un futuro indefinido la reanudación
de la política partidaria estaba en marcha. En junio de 1969 el asesinato de Augusto Vandor, jefe de las 62
Organizaciones que controlaban la CGT Azopardo, fue un revés para el gobierno, ya que era el hombre clave
para reconstruir la unidad del movimiento sindical. Al año siguiente, en 1970, se produce el asesinato de
Aramburu en manos de Montoneros.

De la mano de esto, creció el deterioro de la economía. A la fuga de capitales causada por la salida de
KriegerVasena se sumó el alza de precios y un clima general de conflictos laborales y pujas por la
redistribución del ingreso.

La promesa de una vuelta a las negociaciones colectivas y el decreto de 1970, por el cual Onganía entregó a los
sindicatos el control de las obras sociales, llegaron demasiado tarde. El poder del presidente estaba debilitado.
El control de las obras sociales daba más poder a los dirigentes gremiales y solamente contribuyó a negar la
cooperación entre ellos y el gobierno. Otra medida en pos de la conciliación con la clase obrera, la amnistía a
los líderes sindicales y detenidos del Cordobazo, puso de manifiesto que el gobierno debía obedecer a la lógica
de un proceso que no controlaba. Pese a que las FFAA debieron hacerse cargo de la represión ante la
impotencia policial, Onganía persistió en su tesis de mantener al Ejército fuera de la política.

¿Podía Onganía conservar el poder? ¿Qué cartas retenía en su mano el presidente que el 30 de noviembre de
1930 había consagrado a la Nación Argentina al cuidado divino? En un documento sobre políticas nacionales se
fijaban objetivos de política económica, social, educativa, etc, que otorgaban al Estado un rol protagónico, pero
no se establecía como instrumentarse. Perón, por su parte seguía gravitando en la política. Ante esta situación
incontrolable, Onganía renunció el 8 de junio de 1970

Se atribuyó la caída a la traición de Lanusse. Pero ¿por qué triunfó la traición? Sin duda, Lanusse supo
conquistar el apoyo de un amplio espectro de la opinión militar entre oficiales en actividad y retirados que no
estaban dispuestos a sostener a un presidente que los excluía de toda decisión política. Perón había acertado en
su análisis: Onganía era un buen soldado, pero conducir un país requería de otras habilidades. La política se
coló en su gobierno y la descubrió demasiado tarde.

La primera medida de la Junta de Comandantes que tomó el control de gobierno fue reorganizar la estructura
del poder militar. El futuro presidente debería compartir la autoridad con la Junta de Comandantes en las
cuestiones legislativas de relevancia.

Lanusse no aceptó la presidencia, ya que similar a lo realizado por Justo en 1930, buscaba aspirar a la
presidencia constitucional. En su lugar asumió Roberto Levingston. La preferencia por este general era
resultado de que había permanecido en el exterior desde 1969, no podía atribuírsele participación en la caída de
Onganía y su perfil ideológico era difuso.
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Al asumir la presidencia, la Junta ya había completado las designaciones en el gabinete y en las principales
gobernaciones y aprobado el documento sobre las políticas nacionales elaboradas durante la gestión Onganía. El
nuevo presidente se encontraba con funcionarios que no había elegido y líneas de trabajo ya definidas. Puso en
práctica, rápidamente, medidas similares a las tomadas por KriegerVasena.

Al rumbo incierto de la economía se agregó la cuota de incertidumbre que el propio presidente trajo consigo.
Levingston no se resignó a la misión que le fuera confiada, decidido a encarar el nuevo ciclo militar con la
misión de gestar “un nuevo modelo para la Argentina” basado en una “democracia ordenada y jerarquizada”.
Esta idea era reavivada desde las columnas de Mariano Grondona en Primera Plana.

El significado de los mensajes del presidente se hizo más claro en octubre, cuando nombró a Aldo Ferrer,
economista de la CEPAL para lineamientos económicos a favor de la intervención estatal y la industria
nacional. La ley de “compre nacional” obligó a todas las dependencias estatales a adquirir bienes y servicios a
la firma del país, así como la política crediticia apuntó a la industria nacional. Pero poco duró esta bonanza: la
inflación creció y Ferrer, asediado por una ola de demandas sectoriales, se limitó a administrar las presiones
inflacionarias. A fines de 1970 esta política había hecho aguas.

Poco podía conformar al presidente una política limitada a administrar conflictos. La prudencia no era su rasgo
distintivo. Levingston se preocupó por dejar claro que su gestión duraría cuatro o seis años. Coherente con su
idea de buscar legitimidad para el proyecto político comenzado en 1966, se lanzó a la búsqueda de apoyos
políticos de la UCRI. Pero para ese momento, los partidos políticos habían salido de su letargo.

En noviembre de 1970, radicales, peronistas y otros espacios alumbraron “La Hora del Pueblo” una coalición
cuya meta era presionar al gobierno para que llamara a elecciones. Mientras tanto, el Partido Comunista y otros
espacios de izquierda, formaron el “Encuentro de los Argentinos” en medio de un clima de búsqueda de
convergencias con las que ejercer presión en la negociación de la transición institucional.

La reaparición de los partidos asestó un duro golpe a las ambiciones de Levingston. El régimen militar había
logrado la convergencia de antiguos rivales en la común demanda por el retorno de la democracia. Levingston
tampoco había logrado ganarse el apoyo de los cuerpos medios de la oficialidad con los que esperaba relevar a
Lanusse. Y mientras crecía la presión para que el gobierno llamara a elecciones, el presidente se empeñaba en
su prédica nacionalista.

La tolerancia de la Junta hacia el presidente era el resultado de su reticencia a reconocer el fracaso. Sin
embargo, esta decisión no parece ajena a la estrategia de Lanusse, quien había iniciado los contactos políticos
con el radicalismo y esperaba el momento oportuno para lanzar su propio plan político.

El detonante del relevo de Levingston fue un alzamiento popular en Córdoba. El nuevo gobernador impuesto en
191, José Uriburu, cercano al corporativismo fascista, había afirmado “cortar la cabeza de la víbora comunista”
dando lugar a que el descontento popular se canalizara en el “Viborazo”. Este segundo Cordobazo hizo visible
el descontento militar con la gestión Levingston. Los militares se negaban a aceptar sus designios. El 22 de
marzo, la Junta de Comandantes decidió reasumir el poder.

El tiempo político

De este modo, se inició el que habría ser el último tramo del régimen militar instaurado en 1966. Sin cohesión
interna y desbordados por la movilización popular, los militares se decidieron a buscar una salida política. El
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general Lanusse asumió la presidencia y a lo largo de los dos años que precedieron a la restauración de las
elecciones consolidó su predominio indiscutido en la escena política argentina. Lanusse, a diferencia de
Levinsgton, no era un desconocido para la opinión pública. Su actuación en las crisis político – militares tenía
una historia de dos décadas y convocaba las más variadas oposiciones. Para los peronistas, este militar era el
prototipo de “gorila” y para los nacionalistas, Lanusse era el arquetipo del “liberal”. Los radicales no podían
ignorar su participación en el golpe de 1966 y la izquierda lo denunciaba como un agente del imperialismo.

El viejo dilema de cómo lograr un gobierno electo por una mayoría y a la vez, aceptado por la cúpula del
Ejército volvió a plantearse, pero esta vez la novedad era la inclusión del peronismo. Por primera vez desde
1955, las FFAA se disponían a admitir que toda solución política de la que se marginara a peronismo sería fútil.

Arturo Mor Roig, presidente de Diputados durante el gobierno de Illia, fue el hombre desingado por Lanusse
para diseñar la estrategia de transición. Antes de llamar a lecciones, se convocaría a todos los partidos para
acordar los principios y metas para el futuro gobierno y un candidato presidencial común.

La única salida para los militares, entonces, era “acercarse a la sociedad”. El radicalismo, por su parte,
rechazaba la idea de apoyar candidatos no partidarios y la negociación con el régimen militar. Pero la mayor
incógnita era la postura de Perón: ¿aceptaría este las bases de un acuerdo que le negaba la candidatura
presidencial y colocaba a su movimiento como un partido político más? Para Perón, las elecciones habían sido
un mecanismo mediante el cual confirmar sus dotes de conductor político y la política. En su genio político,
concebía al peronismo como expresión de la mayoría nacional. Los gobiernos posperonistas habían amañado las
elecciones e impedido que se confirmara en las urnas su convocatoria popular.

El otro flanco de la estrategia de Lanusse eran sus camaradas de armas, a quienes tenía que mantener unidos y
convencer de las bondades de su plan. Lanusse afirmó que el GAN no respondía a fines subalternos y que no
significaba volver a errores pasados del país, pero esto no convenció a políticos y militares. La sospecha de que
el GAN no era más que el instrumento de Lanusse para llegar al poder comenzó a tomar fuerza.

¿Qué lecciones del pasado hicieron que los militares reconocieran al peronismo como una parte del sistema
político argentino?

La persecución durante 1955 y 1956 alimentó la resistencia del pueblo peronista. El proyecto de Frondizi de
captar en beneficio propio el electorado peronista había desembocado en una peronización de quienes habían
imaginado que podían reemplazar al líder de los trabajadores. La carta del neoperonismo no trajo aparejada la
división del movimiento.

La dictadura de 1966 suprimió a los partidos políticos y logró homologar la suerte del peronismo a la de todas
las fuerzas políticas. A la luz de estos hechos, se explica que Perón recibiera el golpe militar con beneplácito.
En el vacío político que se creó en 1966, sólo la CGT dominada por el peronismo disfrutó del poder político de
hecho. Onganía fracasó en la empresa de cooptar al sindicalismo, y en lugar de poner fin a “la política” facilitó
e camino para que ésta continuara por medio de la violencia. El peronismo terminó siendo la encarnación
militante de una multiplicidad de descontentos.

La estatura mítica de Perón imponía a sus adversarios la necesidad de correr riesgos. A sus apoyos tradicionales
en los sectores obreros y populares, Perón había logrado sumar el de intelectuales y universitarios a los que la
lucha contra el gobierno de Onganía había llevado a radicalizar sus posiciones. La juventud de fines de los

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sesenta adhirió a perón como un modo de identificarse con el pueblo y así, los hijos de quienes habían sido
furibundos antiperonistas se convirtieron en peronistas fanáticos. Bajo la influencia del Che Guevara, Franz
Fanon y la Teología de la Liberación, Perón y el peronismo fueron convertido en la encarnación militante del
socialismo nacional.

Fue la novedad de estos movimientos revolucionarios que invocaban el nombre de Perón lo que empujó a
Lanusse a negociar con él. La estrategia de Lanusse suponía que, una vez incorporado a las negociaciones,
Perón dejaría sin sustento a las organizaciones y movimientos revolucionarios que invocaban su nombre: desde
su perspectiva, Perón sería un dique contra la subversión. En su camino hacia la presidencia constitucional, era
un precio que Lanusse estaba dispuesto a pagar.

La avanzada edad de Perón adquirió en el nuevo contexto un significado ambiguo ¿acaso estaría dispuesto a ser
“la prenda de paz”, como declaraba Perón, a cambio de ver realizada su reparación histórica, o bien preferiría
seguir estimulando a la juventud radicalizada para hacerla su heredera?

Por su parte, Lanusse buscó reconciliarse con los líderes sindicales, suprimiendo los topes a los aumentos
salaries impuestos en el gobierno de Levingston y regresó el cadáver de Eva Perón a la CGT. A partir de
entonces su política basculó entre concesiones y castigos.

Sobre el retorno de Perón, reclamado por los gremialistas, prefirió no pronunciarse. Sin embargo, Lanusse ya
había iniciado en secreto los contactos para sondear la opinión del general, con el propósito de negociar las
condiciones de incorporación del peronismo al sistema político: Perón debía repudiar a la guerrilla y dar apoyo
a los aspectos fundamentales del gobierno. Pero mantuvo la incertidumbre sobre sus intenciones, decidido a
conservar a iniciativa política que le brindaba una crisis militar en ciernes.

Con Lanusse, la economía estuvo lejos de ocupar el centro de la escena. El Ministerio de Economía fue
suprimido y se elevaron al rango ministerial cuatro secretarías (Industria, Comercio y Minería, Trabajo y
Hacienda y Finanzas y Ganadería) La prohibición de importaciones de bienes suntuarios, el mantenimiento de
tarifas no retributivas en los servicios públicos, una legislación restrictiva para las inversiones extranjeras eran
medidas que hacían eco de las demandas de La Hora del Pueblo.

La paz en los cuarteles, sin embargo, no estaba asegurada. En el mes de octubre se generaron levantamientos,
llevando a superficie nuevamente las disidencias en la corporación castrense. La calificación de “fascista” que
el gobierno atribuyó al motín no fue suficiente para convencer a la opinión pública de las bondades del camino
elegido por Lanusse. Luego del motín, destituyó al ministro de hacienda en medio de un marco inflacionario
galopante. La pragmática visión de Lanusse de que la gestión económica tenía que dar crédito a la salida
electoral había provocado reacciones por parte del establishment político.

Se plantearán algunas reformas constitucionales para que el presidente pudiera colocarse como ganador de las
próximas elecciones, a realizarse en marzo de 1973. Tenían como eje la modificación de la legislación electoral.
Esta reforma provisoria no causó escándalo en la opinión pública. El sistema elaborado por el gobierno con el
asesoramiento de juristas estaba diseñado para impedir el triunfo del peronismo. La elección directa de la
fórmula, el doble turno electoral –ballotage- en caso de no alcanzar la mayoría absoluta de los votos propiciaba
la formación de coaliciones antiperonistas.

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El gobierno, desafiado por la guerrilla y su imagen deteriorada en el exterior como consecuencia de la ineficacia
de la represión, tenía poco margen de acción. El temor a que la guerrilla movilizara el descontento popular
actuaba como antídoto ante cualquier intento de dar marcha atrás con el plan político, teniendo en cuenta la alta
aceptación que los movimientos armados estaban teniendo en la población. La distribución de comida y ropa en
las villas miseria, práctica iniciada por el ERP e imitada por otros grupos armados, apelaba al sentimiento de los
argentinos a los que esta suerte de “ejército de salvación” les señalaba una realidad olvidad por el gobierno.
Para parar la avanzada de los grupos armados y congraciarse con el sector de la población menos cercano a los
grupos armados, se creó la Cámara Federal, destinada a acelerar los juicios a los acusados de actos terroristas.

Ante la perspectiva electoral, Perón, se convirtió en el protagonista principal de la escena política. A lo largo de
todos sus años de exilio, todas las posibilidades de negociación (por ejemplo, el pacto con Frondizi) fueron
transitadas por Perón. De este modo, el “parlamentarismo negro”, la forma de ejercer influencia en el sistema
político fuera de los ámbitos institucionales, se convirtió en un rasgo permanente de la política argentina. Desde
el exilio, Perón había logrado que su palabra se difundiera a través de distintos canales, creando una situación
entre los destinatarios y él donde los primeros podían interpretar sus designios a piacere: cada peronista tenía su
propio Perón.

A partir del Cordobazo, la palabra del líder había comenzado a circular más abiertamente en Argentina. Perón
demostró que no temía caer en flagrantes contradicciones y siguió sembrando la confusión mediante mensajes,
bendiciones y excomuniones. La juventud ideologizada que adhirió en forma masiva y entusiasta a Perón pudo
encontrar una explicación para el penduleo de Perón: obedecía a una táctica momentánea.

El respaldo a la guerrilla no le impidió comenzar a tejer su sistema de alianzas, sellando un pacto con la UCR
que lo comprometía a luchar en conjunto a favor de elecciones libres y sin proscripciones. En el mes de febrero,
Perón editó “La única verdad es la realidad” donde sostenía una postura fuertemente crítica respecto al gobierno
y su política económica, propiciando la formación de una alianza de clases y un frente político representativo de
la misma. A partir de allí su propósito se concretó en la formación del Frente Cívico de Liberación Nacional
(FRECILINA) conformado por el peronismo, el Movimiento de Integración y Desarrollo de Frondizi, los
demócratas cristianos de José Allende, la CGT y la CGE, con un programa que no alarmó a los empresarios y
terratenientes.

El acercamiento al radicalismo y la formación de alianzas suscitó la preocupación en el gobierno. El GAN


parecía escapárseles de las manos, ya que parecía que las fuerzas políticas iban a subsumirse a Perón.

Lanusse, en ese contexto, hizo pública la concepción del gobierno acerca del papel de las FFAA en el GAN. En
mayo de 1972 anunció que éstas no habrían de ser meras observadoras del proceso, ya que civiles y militares
deberían emprender en conjunto la definición de los términos de la transición institucional. El gobierno
consideraba la candidatura de Perón como un “salto al vacío” y por lo tanto no estaba dispuesto a negociarla.
Fue Perón quien obligó al gobierno a hacer públicos sus límites de tolerancia al acuerdo, cosa que sorprendió a
todos y fue un duro golpe a la credibilidad del gobierno. Frente a esto, Lanusse se vio obligado a hacer pública
su renuncia a la candidatura a la presidencia.

Perón redobló su apuesta y amenazó con la inminencia de una guerra civil si los militares no ofrecían las
garantías para el proceso electoral y definían la fecha de los comicios. El descontento contra Lanusse,
descalificándolo como interlocutor de las negociaciones, hacía que Perón apelara al sentimiento de los oficiales

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descontentos para canalizar su descontento en el FRECILINA. Por otro lado, llamaba a la juventud afirmando
que el “poder nace de la boca del fusil”

De este modo se cerró la etapa de las buenas maneras. Fue Lanusse quien decidió intentar la vía del
enfrentamiento directo, empleando una táctica simétrica a la de Perón. En julio de 1972 hizo públicas las reglas
fijadas para la transición institucional:

 No podrían ser candidatos a las próximas elecciones del 25 de marzo de 1973 quienes hasta el 25 de
agosto desempeñasen cargos en el Ejército nacional
 Tampoco podían serlo quienes antes de esa fecha no residieran en el país
 Perón y Lanusse quedaban inhibidos de competir por la presidencia.

Los rumores sobre el regreso de Perón aumentaron. Los Montoneros afirmaban “luche y vuelve”. Desde su
perspectiva, sólo la lucha que liberase al país de la opresión podría alumbrar la patria socialista. Mientras tanto,
Paladino, el delegado de Perón, hacía hincapié en la necesidad de una política pacífica, lo que llevará a que
Perón lo suplante por Héctor Cámpora, mientras que en el Consejo Directivo se incorporaron Rodolfo
Galimberti y Alberto Brito Lima, representantes de la línea dura de la Juventud Peronista.

Esta medida, que convirtió a la JP en participante de pleno el juego político, provocó la alarma de los militares.
Perón no comprendió la consecuencias de estimular a la guerrilla y a la juventud como instrumento
indispensable de su operación política para regresar al poder

El duelo entre dos generales

Entre julio de 1972 y marzo de 1973, la escena política estuvo dominada por el enfrentamiento entre Lanusse y
Perón. Al darle la posibilidad de retornar al país, Lanusse creía poder obligar a Perón a desmitificarse. Las
distancias y las buenas lecturas que se prodigaba el líder perderían peso con su cercanía y así, su estatus de
mito. Pero Perón en 1972 era tanto un problema como una solución, ya que su vuelta se leía como un aliciente a
la lucha armada y al conflicto político.

En octubre, la Junta de Comandantes recibió un documento enviado por Perón, con el título “Bases mínimas
para el acuerdo de reconstrucción nacional”. En él, el caudillo invitaba a las fuerzas armadas a acordar la
transición institucional sobre la base de su propuesta, resumida en algunos puntos:

 Era necesario cambiar la política económica conforme al programa elaborado por la CGT y la CGE.
 Era necesario definir el papel de las FFAA en el futuro gobierno
 Liberación de los presos políticos y sindicales
 Levantar el estado de sitio

La necesidad de una política de créditos menos costosos, el apoyo al “compre argentino”, la inhibición de la
venta de empresas argentinas a inversores extranjeros, la reanudación de las convenciones colectivas de trabajo,
entre otras, fueron recibidas con beneplácito por Lanusse, quien aparte concedió un aumento del 12 por ciento
en los salarios y la creación del Fondo Nacional de la Vivienda. Pero la posición de Lanusse contra Perón estaba
debilitada. El peronismo, con el estilo de un parte militar, presentaba su política en el marco de un movimiento
de liberación nacional contra la oligarquía y el Estado liberal.
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El 15 de agosto, la fuga de la penitenciaría de Rawson de jefes del ERP Y Montoneros había asestado un duro
golpe al prestigio del régimen. Sin embargo, el fusilamiento de 16 presos que no habían logrado escapar, en el
suceso conocido como “La masacre de Trelew” generó una conmoción enorme. En este escenario, Perón afirmó
que “nuestra fuerza está en los votos, no en las armas” desconcertando a la guerrilla peronista.

En este escenario, Lanusse tendría que demostrar estar a la altura de Perón. La amnistía de los presos políticos y
la revisión de las reformas constitucionales atacaban el diseño institucional de Lanusse y Mor Roig. El gobierno
no podía permitir que Perón fijara los términos de la negociación pero tampoco podía oponerse férreamente a lo
planteado. El GAN, por su parte, no tenía el eco esperado en los partidos políticos.

El 17 de octubre que traería la liberación nacional, esperado por la Juventud Peronista, no había llegado. Pero el
de 17 de noviembre Perón regresó en “prenda de paz”, en medio de un operativo de seguridad montado por las
62 Organizaciones Peronistas. Durante los 28 días que estuvo en el país, en una residencia en Vicente López, su
casa se convirtió en un lugar de peregrinación. Allí, selló su acuerdo con Balbín y echó los cimientos de un
amplio frente electoral que habría de reunir al peronismo, al Partido Conservador Popular, al frondicismo y a
parte del socialismo, sumado a la CGE y la CGT.

El encuentro con los partidos políticos convirtió a Perón en el verdadero artífice del acuerdo nacional. Las
elecciones apareció como una exigencia de la civilidad y no como una concesión de los militares. En Madrid,
confirmó como candidato a Héctor Cámpora, por su sumisión y por su cercanía a la JP. Perón premió la lealtad
y la verticalidad, los dos principios rectores de su movimiento.

La decisión generó malestar entre el sindicalismo y los políticos moderados, quienes se sintieron postergados.
La JP, por su parte, levantó el lema “Cámpora leal, socialismo nacional”. La UCR, por su parte, se negó a hacer
acuerdos con otras listas, con la idea de que la victoria peronista era el precio a pagar por la restauración de la
concordia. La corriente renovadora de Alfonsín no pudo arrebatarle el liderazgo tradicional a Balbín. Mientras
el radicalismo se apegó a la tradición, el general demostró que no había perdido su capacidad de innovar.

El Frente de Justicialista de Liberación Nacional (FREJULI) finalmente quedó integrado por el:

 Partido Justicialista
 Partido Conservador Popular
 Movimiento Integración y Desarrollo
 Partido Popular Cristiano
 Una rama del socialismo
 Neoperonismo provincial

A fines de enero de 1973 la Junta de Comandantes emitió una declaración conocida como “los cincos putos” en
la que manifestaba su decisión de continuar con el proceso político y apoyar las instituciones de la democracia,
mientras que exigía que el próximo gobierno respetara la Constitución y las leyes, rechazaba la amnistía contra
la subversión y pedía la participación de los militares en el futuro gobierno. Pero los militares no tenían con
quién pactar las garantías para su retirada ni las modalidades de su intervención en el gobierno.

El 11 de marzo de 1973 el FREJULI obtuvo el 49,5 por ciento de los votos, el radicalismo el 21 por ciento y el
restante no llegó al 15 por ciento, lo que hubiese asegurado el ballotage. Era el regreso del peronismo al poder.

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