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Augusta Sílaba

R. H. Moreno Durán aún es una portentosa máquina literaria.


Pese a la muerte y a las escasas reediciones de sus libros, el magisterio
que implantó entre quienes lo leen, así como la fuerza inobjetable de
su verbo se mantienen no solo en incandescencia permanente,
también en combustión.
Para argumentar lo anterior basta mencionar un hecho. Uno entre
muchos.
La reciente – y efímera – polémica mediática que llevó a un grupo de
escritoras a denunciar el presunto ninguneo y vapuleo por parte de la
industria editorial y los entes oficiales colombianos tuvo como eje del
debate la escasa presencia de invitadas a un coctel parisino. No a una
conversación libresca ante auditorios informados, ni a dar
conferencias en París. El modo en que los acusadores y los periodistas
presentaron el problema es digno de un relato de Moreno Durán:
improperios bajos a la ministra de cultura, cotilleos que del salón
aristocrático bogotano se han trasladado a las redes sociales de
internet, tirios que llaman ignorantes a troyanos. No deja de ser
curioso lo siguiente: hace treinta años, cuando volvió al país después
de vivir quince en Europa, R. H. Moreno Durán escribió un ensayo
titulado ‘Por una escritura disidente’, donde denuncia las peleas de
los escritores colombianos, mal politizados, por unos cuantos trozos
del pastel de la figuración y cómo, en su afán de ser reconocido (no
leído ni estudiado), el escritor colombiano se apega a cualquier migaja
que le cae del Estado o de las instituciones privadas. A los alegatos
de sobremesa Moreno Durán interpone la figura de un novelista,
poeta o ensayista que cuestione al poder y evite el gregarismo;
precisamente para no caer en las trampas de las prebendas o de los
sutiles sobornos. Es gracioso que la explicación y las iluminaciones
para sucesos recientes deban buscarlas lectores acuciosos en un
ensayo publicado durante 1987. Además da vergüenza, pues significa
que nuestras convicciones literarias apenas están a las puertas del
siglo XX, cuando al sitial de la gloria se lo disputaban declamadores,
poetas que proferían latinajos y compositores de pasillos. Leer ‘Por
una escritura disidente’ hoy, y levantar la cabeza para brindarle un
cotejo a lo real, es comprobar que nuestra literatura no nos nombra
del todo aun, y que dependemos (editores, autores, incluso lectores)
del aval de los poderes para ejercerla.
Semejante lucidez no es rara en un individuo como el autor de
‘Femina suite’. De hecho es su marca de clase. Escritor orgánico, su
producción ensayística suele alimentar a su narrativa y viceversa. Casi
podría afirmarse que ciertas novelas como ‘El caballero de la invicta’,
exploración bufa de las élites bogotana y científica, del mismo modo
un complejo fresco acerca del sibaritismo, la bohemia intelectual de
segunda mano y los finos mecanismos de la promiscuidad, no tendría
asidero sin ‘El festín de los conjurados’, un extenso análisis sobre las
variedades de la experiencia marginal en el arte. Y no solo porque
hubiesen sido escritos en épocas paralelas sino por su hondura, su
capacidad de avistar nuestra mezquindad nacional a la sombra de las
clases altas, y el a veces nulo papel del artista en las colectividades.
Algunos estudiosos de la obra, J. E. Jaramillo Zuluaga, Rafael
Gutiérrez Girardot o Juan García Ponce, coinciden en subrayar la
importancia que tenía para R. H. Moreno Durán el sentido de
ubicación, de ocupar un lugar claro en nuestras letras y en las
foráneas. Tal certeza proviene, sin duda, de un uso lingüístico
particular, muy específico, que se regodea en enciclopedismos,
erudición y juego libre, no solo con el fin de mejor burlarse del
establecimiento sino con el no menos ambicioso de crear un mundo a
partir de ese puesto que el idioma chispeante había ganado.
El despertar de la modernidad en Colombia se dio en esa franja que
va desde la mitad de la década de los cincuentas a la totalidad de los
sesentas. El puesto que Moreno ocupó, o se tomó, fue para él algo
deliberado desde antes de publicar su primer libro. Sabedor de que la
novela colombiana y suramericana estaba cambiando sus enfoques
decidió volverla compleja, convertir su testimonio como estudiante y
pensador de la tradición literaria propia, en una fiesta verbal que, bajo
la tutela de Joyce, sobrepasara sus propios límites hasta hacerse
pantagruélica. Ya ha pasado un tiempo prudencial y puede decirse
que las dos novelas dignas de representar el agitado periodo de los
sesentas en nuestro contexto son radicales en sus diferencias aunque
complementarias: ‘Compañeros de viaje’ de Luis Fayad, con su
realismo seco, casi fotográfico, y ‘Juego de Damas’ con sus
exageraciones y torrentes estilísticas.
El sentido de obtener, de fijar un lugar preciso para su literatura
condujo a Moreno Durán como ensayista a plantear ubicaciones para
obras que o bien eran desconocidas o bien subvaloradas. Es el caso
del trabajo de recuperación de la poesía escrita por Hernando
Domínguez Camargo, que le sirvió para dar una luz fresca al
problema pesado del barroco americano. O, por los tiempos de la
enfermedad que configuró su partida, la presentación de un modelo
intelectual en clave femenina mediante la pieza escénica ‘Cuestión de
hábitos’. Porque Moreno Durán nunca bajó la guardia, su guardia. La
probidad que tenía como escritor le alcanzó para proponer un canon
(así puede observarse en los ensayos de ‘Denominación de origen’) y
para mostrar, sin contemplaciones ni cortesías, el horrendo panorama
de nuestras tragedias políticas, no por humorísticas menos
sangrientas, en un par de novelas, ‘Mambrú’ y ‘Los felinos del
canciller’, poderosas parábolas donde se desenmascara la absurda
colaboración colombiana en la Guerra de Corea y el patético,
enfermizo servicio diplomático colombiano, mediocremente
ejemplar.
Se corre el riesgo de considerar a esta obra como olvidada. Tal vez el
problema reside en otra parte. Pocos autores dentro de nuestra
tradición literaria tienen el atrevimiento de gestar, a la par con su
producción, un tipo muy exclusivo de lector. Y quizás estos tiempos
líquidos (o aguados) no están forjando lectores que se deleiten con
desbordes eruditos ni difíciles pirotecnias verbales. La apuesta de
Moreno Durán es por una lúdica de la inteligencia, lenta, sopesada,
que por ahora se encuentra dormida en nuestros ámbitos. No
perdamos la esperanza suspicaz: llegará un instante de
redescubrimiento para estos libros. Lo merecen.
R. H. Moreno Durán es boyacense. Y nunca olvidó su origen, a pesar
de que su familia partió de Tunja a Bogotá cuando el escritor era un
niño. Se volvió frecuente verlo impartir conferencias en su ciudad
natal, siempre con ánimo polémico, y en ambientes sobre todo
universitarios. La contundencia del humor negro que expelía (arma
letal de sus textos) ya es, para quienes la vieron y oyeron, imposible
de olvidar.
En la web del proyecto RH Digital (www.rhdigital.uniandes.edu.co),
un esfuerzo del departamento de literatura de la Universidad de Los
Andes por rescatar los manuscritos del autor, puede verse un facsímil
que lo muestra pleno y con el que vale la pena concluir esta nota.
Para una modesta antología, ‘Boyacá en la poesía del siglo XX’ (bajo
la coordinación de Juan Castillo Muñoz), publicada a finales de los
años sesentas, envió una serie de poemas juveniles. No obstante ser
endebles, ya allí el estudiante de Derecho de la Universidad Nacional
empieza a formularse las preguntas que marcarán las pautas de toda
su obra posterior (y que quiso conjugar, autobiográficamente, con el
título ‘La augusta sílaba’): el rol del idioma en el pensamiento, los
caracteres reales, inclusive históricos, con sus velos naturales y la
influencia del mundo femenino. Publicaría, después, en España y
consolidaría su destino literario lejos de Colombia. Sin embargo es
notable y grato que, coherente como fue, decidiera inaugurar su
camino justo sobre la tierra que lo vio nacer. Ese era, es, R. H. Moreno
Durán.

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