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En marzo de 1862, llegó a Veracruz el conde Laurencez con nuevos refuerzos para los
franceses y el general Almonte, se declaró jefe supremo de la nación. Inglaterra y
España se dieron cuenta de que los franceses deseaban derrocar a Juárez y traer a
un representante suyo a gobernar, declararon rota la alianza en abril de 1862 y
después de arreglar satisfactoriamente sus reclamaciones con el gobierno de Juárez,
se reembarcaron con sus tropas. El Ejército francés, de 6 mil hombres, bien armado
y disciplinado, venía de conseguir brillantes victorias en Europa, se negó a retroceder
a sus posiciones iniciales como se había convenido y el conde Laurencez ordenó el
avance. Se le unieron varias partidas de conservadores, mal armadas, al mando de
Leonardo Márquez.
Laurencez creía fácil vencer a los mexicanos, sin previa declaración de guerra y sin
tomar las precauciones necesarias, ordenó el asalto a los fuertes de Loreto y
Guadalupe, que defendían a Puebla. El general Ignacio Zaragoza, al mando del Ejército
mexicano de 4 mil 800 hombres, se fortificó en Puebla, donde detuvo a los invasores,
quienes intentaron repetidamente tomar las fortificaciones, pero tuvieron que
retirarse vencidos y perseguidos por la caballería mexicana. La noticia del triunfo de
las armas republicanas en Puebla llenó de entusiasmo a todo el país; sin embargo, si
militarmente la batalla del 5 de mayo no detuvo el avance del Ejército francés;
moralmente levantó a la república del concepto de desánimo y cobardía en que sus
enemigos la suponían hundida.