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La educación está en otra parte

No sabía que estaba dando inicio a un proceso de reflexión que hasta hoy me ocupa. Hace

cuatro años entré por primera vez a un salón de clase con el propósito de enseñarle a un grupo de

adolescentes a escribir con corrección. Hice mi servicio social obligatorio en una preparatoria

técnica, antes de eso nunca había pasado por mi mente la posibilidad de trabajar en el sector de la

educación media superior. Nunca. Los recuerdos de mi propia experiencia como estudiante de

preparatoria me decían que todo era una pérdida de tiempo, que a esa edad no se aprovecha

mucho y que si en ese momento de mi vida me preguntaran qué había aprendido yo durante

aquellos años difícilmente habría logrado contestar algo satisfactorio.

La invitación a dar clases me llegó de improvisto. Medité la propuesta y me convencí a mí

mismo de que ser maestro de preparatoria me ayudaría a ser un buen profesor de literatura a nivel

universitario. Estudié humanidades a sabiendas de que uno de mis destinos probables sería el

mundo académico; pero mi futuro ideal implicaba discutir de manera adulta con otros interesados

en temas literarios o filosóficos, no pensaba preocuparme por asuntos como el control de la

disciplina o el diseño de actividades «dinámicas» que mantuvieran a los alumnos entretenidos

durante la hora de clase. A pesar de mis dudas acepté la invitación y conforme se acercaba el

primer día de clases yo me iba convenciendo más de que había tomado la decisión correcta.

Me hice a la idea de que podría hacer una diferencia, pues recordaba a mis maestros de

preparatoria como individuos desencantados que por incompetencia o mero azar habían

desembocado en una profesión que no deseaban. Yo era distinto. Yo era un apasionado del

lenguaje y la literatura, podía hablar interminablemente sobre libros y creía fervientemente en la

noción de Gabriel Zaid de que la literatura como mejor se propaga es por contagio. Pasó el

semestre entero con una rapidez que yo nunca antes había experimentado pero que sería un

presagio de la experiencia del tiempo en la vida adulta. Hablé mucho de literatura, compartí
lecturas que conmovieron a los alumnos y fui bien recibido por ellos. Terminó el semestre y me

sentí tan satisfecho con mis logros que decidí que mi primer trabajo tras obtener mi título de

licenciado sería como maestro de preparatoria.

Pasó un año y obtuve mi título, pasaron seis meses más y obtuve mi primer trabajo como

maestro de preparatoria. El primer año fue magnífico, enseñaba por las mañanas y las tardes las

dedicaba a un empleo de oficina que no hacía más que resaltar lo divertido que era dar clases en

comparación con pasar las horas manipulando hojas de cálculo en una computadora. En clases yo

bromeaba, recomendaba lecturas, compartía mis interpretaciones y a menudo me desviaba del

tema de la clase para disertar sobre asuntos de cultura general que la mayoría de los alumnos

desconocían.

Tras un año como maestro de medio tiempo me incorporé al cuerpo docente de tiempo

completo y fue entonces cuando empezó a descorrerse el velo. Tuve que aceptar una certeza

terrible que ya antes se había asomado como sospecha: en materia de educación, como en muchas

otras, vivimos en el error. Dejé de hablar tanto durante las clases y empecé a escuchar, noté que

los alumnos llegaban al segundo año de preparatoria con serias deficiencias, no solo en cuestión

de conocimientos sino en competencias verbales elementales.

Resulta alarmante recibir alumnos provenientes de colegios privados de cierto renombre

en la ciudad y encontrarlos tan limitados en su manejo del idioma. A mi curso llegaban para

aprender sobre los clásicos de la literatura, pero tenía que interrumpir mis clases sobre Sófocles o

Kafka para aclarar alguna duda sobre vocabulario u ortografía que debería haber quedado resuelta

desde la secundaria. Las deficiencias estaban ahí desde el primer día que entré a un salón a dar

clase, pero solo a partir de ese momento fue que empecé a preocuparme por lo ineficiente que es

nuestro modelo educativo.


Como maestro uno puede hablar mucho, los alumnos pueden aparentar que escuchan,

incluso pueden escuchar de verdad, pero eso no sirve para nada. Contestaba las mismas dudas

una y otra vez, a menudo dos alumnos o incluso tres me hacían la misma pregunta de manera

consecutiva. Sin malicia, simplemente no estaban prestando atención.

Si hasta entonces yo había estado tan satisfecho y ahora de pronto empezaba a ver las

grietas no era porque las generaciones hubieran cambiado mucho, era la mirada que yo

proyectaba sobre ellos la que era distinta. En un principio puse en práctica la metodología que

aprendí de mis profesores universitarios: dar cátedra, hablar elocuentemente sobre los temas y

encargar lecturas y escritos de tarea. El proceso de aprendizaje quedaba entonces en las manos

del estudiante, pero al estudiante nunca se le ha enseñado cómo aprender.

Intenté otras formas. Durante los meses que siguieron a mi primer cuestionamiento serio

sobre mi propio proceder, mis salones vieron desfilar maquetas, presentaciones interactivas,

breves puestas en escena de los textos leídos en clase y un sinnúmero de actividades que

entretenían mucho pero que poco tenían que ver con los objetivos del curso.

Traté de adoptar por completo el modelo de aprendizaje por competencias. Diseñé

actividades pensadas en el desarrollo progresivo de conocimientos, habilidades y actitudes

integrados para resolver problemas y elaborar propuestas. La vida entera se me consumía en la

planeación y eso era solo una parte de mi trabajo como maestro, todo el que se haya dedicado a

esto de tiempo completo bien sabe que los planteles escolares no cuentan con el personal

suficiente y los docentes nos diluimos en una multiplicidad de tareas que poco o nada tienen que

ver con la clase que impartimos.

Terminó el semestre y sí hubo algo de mejoría en el nivel de los alumnos. Siempre la hay,

pero es mínima. Los logros son muy escasos cuando se considera todo lo que se invierte: dinero,

esfuerzo, infraestructura. Los maestros que se toman en serio su trabajo no pueden hacer más que
sentir tristeza al ver que su mayor ganancia en todo este asunto de la educación, la satisfacción de

ver a sus alumnos desarrollar sus capacidades, es ínfima en proporción al desgaste que su propia

persona debió sufrir durante todo el periodo escolar. Ni siquiera hablemos del asunto de la

compensación económica, es de mal gusto.

Si presento una narrativa que ilustre mi proceso que pasó del escepticismo al idealismo y

posteriormente a un pesimismo que se ha matizado hasta alcanzar un presente estado de actitud

crítica mesurada, no es para satisfacer alguna ambición narcisista o para denostarlo todo, sino

para ilustrar la impotencia y el desencanto que llevan a muchos maestros a desertar de sus

puestos o, peor aún, a permanecer en ellos con una actitud cínica. Tomo principalmente el

ejemplo de la educación media superior no solo porque es lo que mejor conozco, sino porque

considero que es bastante representativo de las consecuencias indeseables de un sistema

educativo ineficiente.

A partir de estas últimas experiencias he comenzado a pensar en lo que este nivel

educativo representa para los estudiantes. Los he interrogado al respecto y los he observado. Lo

ven precisamente como un momento de transición y no como un lugar que realmente los prepare

con los conocimientos, habilidades y actitudes que les permitirán cumplir sus objetivos. De hecho

la mayoría de los estudiantes tienen intereses extra académicos que bien podrían estar

desarrollando hasta la excelencia si no fuera porque deben cumplir con una trayectoria educativa

estandarizada. ¿Por qué necesitamos realmente que todos estos adolescentes finjan que conocen

la tabla periódica? Algo anda muy mal si en esta etapa vital en vez de potenciar talentos y

permitir la exploración y experimentación de los propios intereses nos dedicamos a forzar una

cierta uniformidad que es más bien imposible.

Sería una necedad señalar culpables. El problema es demasiado complejo como para

lanzarse a responsabilizar a quien sea. Los más ingenuos podrán aludir a los intereses de
empresas y gobiernos, pero dentro de esas mismas instancias se enfrentan visiones antagónicas

sobre lo que debe ser la educación. Incluso en el nivel más pequeño, desde la trinchera del aula,

las propias subjetividades de maestros y alumnos albergan en su interior concepciones

contradictorias sobre el sentido de eso que hacen todos los días que se presentan a un salón de

clase.

Las condiciones de la realidad global nos rebasaron hace tiempo. El sistema educativo

como lo conocemos es obsoleto, desde sus fundamentos. Lo ideal sería poder detenerlo todo y

empezar a reflexionar, de verdad, sobre el sentido de la educación y lo que supuestamente

queremos lograr con todo esto. Ninguna serie de parches impuestos, como la educación por

competencias, puede enfrentarse satisfactoriamente a la condición contemporánea. Tampoco

podemos detenernos, tenemos que trabajar con lo que hay.

Seguir contemplando como válida la manera en que se han organizado las instituciones

educativas es negarse a reconocer las características del momento histórico que vivimos. Los

modelos tradicionales de educación tendrán que llegar a tal grado de insuficiencia o desvío de su

propósito original para que seamos capaces de pensar en otras posibilidades para la educación.

Quizá desde algún estado de perplejidad e insuficiencia sea posible empezar a idear una

educación relevante.

Tenemos que establecer qué es lo que queremos lograr con la educación. Para muchos se

trata de una cuestión de facilitar la empleabilidad. Otros piensan en la formación de buenos

ciudadanos. Algunos románticos hablan aún de los viejos valores de la prácticamente extinta

cultura humanista y aluden a la cultura general y una formación equilibrada, yo mismo he caído

en esto. En la práctica las instituciones educativas muchas veces arman programas académicos

eclécticos que no cumplen satisfactoriamente con ninguna de dichas funciones y que lo único que

le proporcionan al estudiante es la posibilidad de incrementar su capital social en un entorno


seguro que los mantiene ocupados mientras llegan a la siguiente etapa de sus vidas, ya sea un

nivel educativo subsecuente o la inserción en el mercado laboral.

Habría que repensar el sentido de la educación al margen de la tiranía de las políticas y

planes de estudio implantados de manera vertical. Escribo esto sin un ápice de cinismo, pues

aunque al momento de redactar este artículo sigo siendo maestro en una preparatoria tradicional,

he reflexionado profundamente sobre mi propio proceder y esto ha reorientado mis esfuerzos.

Desde entonces mi práctica docente ha estado imbuida por el espíritu socrático y más que ofrecer

certezas propicio la incomodidad.

Habría que repensar el sentido de la educación también al margen de la lógica perversa

del capital y su carrera ciega hacia la autoaniquilación. La educación no puede ser meramente el

entrenamiento de trabajadores futuros que anhelen la acumulación de bienes materiales, no hay

manera que el mundo pueda soportarlo. La educación habría de aspirar a la ciudadanía global, a

propiciar la comprensión de que hoy más que nunca los destinos de todas las comunidades se

encuentran entrelazados.

Sin perder la esperanza en la llegada de una futura reformulación de nuestro concepto de

educación, queda en mí la noción de que lo único que realmente vale la pena enseñar es la

emancipación intelectual y la compasión. El resto de los saberes y técnicas pueden derivarse de

un intelecto autónomo que sea capaz de volver la mirada sobre sí mismo y construir su propio

proceso. El resto de los códigos morales, planteamientos éticos y leyes bien pueden partir del

principio de la compasión. Si el futuro de la educación ha de ser, se ubicará en la encrucijada de

ese pensamiento autónomo, las herramientas tecnológicas y la compasión. De lo contrario, no

será y estaremos condenados a ser testigos de nuestra propia extinción.


Información biográfica:

Marco Antonio Alcalá Flores (Monterrey, 1987). Maestro de literatura a nivel bachillerato desde

hace tres años. En este momento planea un proyecto educativo para implementarlo en una

comunidad masái en Kenia. Escribe irregularmente en geometriadelabismo.com.

Contacto: marcoantonioalcala@gmail.com

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