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La dimensión del suceso es íntima, del todo ajena a la conducta del Producto
Interno Bruto, los precios del petróleo o la actuación del presidente. No se festeja
el estado de la patria sino nuestro gozo de gritar en nombre de la patria.
Al fragor de las cornetas de plástico, los talismanes nos congregan mejor que los
héroes. Aldama, Mina y Allende importan menos que el penacho azteca, la
melena afro tricolor y el jorongo de chiles serranos que identifican a Pedro, María
y Juan como protagonistas de la jornada. Noche del disfraz y la artesanía, del
exvoto y el souvenir, el 15 de septiembre sigue el decurso del carnaval sin sus
implicaciones religiosas o esotéricas. La gente se conoce y desconoce, se pinta
las mejillas de verde, blanco y colorado, accede a arrebatos pánicos, llega a la
catarsis de los fuegos de artificio sin otra causa que la pasión republicana. ¿No
es raro estar frenético en nombre de la ley? El mismo país que ignora la
Constitución y refuta la normatividad convierte un principio jurídico, un acto de
soberanía, en causal de gran pachanga.
La macroeconomía, es decir,
el virreinato
La variopinta multitud del día 15 sabe que la gesta tuvo un origen remoto, pero
lo que se conmemora a través del gozo sólo depende del instante. Acaso el
Bicentenario obligue a repasar las cosas con más calma, no durante la noche de
los cohetes, sino antes o después de quemar la pólvora.
Los países de América Latina que hace 200 años decidieron correr su propia
suerte son hoy un teatro de las paradojas. Con ánimo bolivariano, los equipos de
futbol de la región se unieron en la liga Libertadores. De acuerdo con los tiempos
que corren, el empeño ha recibido patrocinio español. La justa se ha rebautizado
como la copa "Santander-Libertadores" para honrar a la entidad bancaria que la
hace posible. Tal vez en el futuro cristalicen otros proyectos que apelen de
manera simultánea a la independencia y la dependencia, como el "Hotel
Soberanía Nacional-Meliá", el "Museo de la Patria-Corte Inglés" o la cadena de
comida rápida "Albóndiga de Granaditas-Ybarra".
¿Basta mantener los límites de la geografía política y las 200 millas de derecho
marítimo para impedir que se desnacionalice un país? El maíz, origen del hombre
en las cosmogonías prehispánicas, es la planta nacional que ahora importamos
de Estados Unidos, donde se utiliza para hacer etanol (quizá por eso Speedy
González corre tanto) y donde viven los paisanos cuyas remesas mantienen a
flote nuestra economía.
Provenimos del mestizaje, las ciudades más "típicas" de México tienen un casco
colonial (Zacatecas, Oaxaca, Guanajuato, Morelia) y el nombre más común del
país no es Ilhuicamina sino José Hernández. Sin embargo, en las escuelas la
Independencia se sigue enseñando como un extraño regreso a las esencias:
éramos mexicanos puros, dejamos de serlo en la conquista y volvimos a serlo
cuando sonó la campana de Dolores.
Aceptar las mezclas de las que estamos hechos pertenece a la misma operación
política y cultural que enfrentar el colonialismo contemporáneo. En El laberinto
de la soledad, Octavio Paz planteó el desafío de reconocer la identidad para
vencer complejos. Al propio autor, ese enfoque le pareció esquemático y lo
matizó en Posdata: "El mexicano no es una esencia sino una historia". Abierto al
tiempo, se somete a nuevas realidades. En La jaula de la melancolía, Roger
Bartra cerró el tema de la identidad vista como algo unívoco e inmanente. Somos
mixtos y no siempre lo somos del mismo modo.