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Parte 7 : Estilo de Personalidad con tendencia a la Hipocondría-

Histeria

El rasgo fundamental de los estilos de personalidad Outward es que la alteridad es la


polaridad orientadora respecto de cómo uno percibe la ipseidad para situarse. Como
hemos visto, tanto los sujetos EDP como los OCP perciben la alteridad como un sistema
referencial a través del cual asignarle un significado a su propia experiencia.

La estilo de personalidad con tendencia a la hipocondría-histeria, por el contrario, se


caracteriza por un modo de percibir el Self y de sentirse situado que se apoya en un
marco de referencia que simultáneamente emplea un sistema de coordenada centrado
en el cuerpo (Inward) y uno anclado externamente (Outward). “Simultáneamente”
quiere decir aquí que las dos polaridades – Inward y Outward – están combinadas, hasta
el punto de orientar en conjunto la búsqueda que hace el sujeto de su estabilidad
personal. Aunque está claro que todos los estilos de personalidad emplean ambas
polaridades, lo que distingue este estilo de personalidad del resto es el hecho de que
ambas inclinaciones se interrelacionan, lo que provee los rasgos estables a la base de la
identidad personal. Esto implica que el situarse se construye a través de la coordinación
de las dos polaridades. De alguna manera, la hiper-cognición de las emociones básicas
que caracteriza a la polaridad Inward se integra con el rasgo fundamental que remarca
la polaridad Outward: la co-percepción de la propia experiencia emocional por medio
de un compromiso con los otros. Esta integración lleva a combinaciones emocionales
únicas, ya que los elementos más específicos de una polaridad pueden amplificar o
gatillar los componentes de la otra. Por ejemplo, la falta de validación de parte de los
demás, que da origen a un sentimiento de vacío, puede actuar como un gatillante del
miedo. De manera similar, una condición manifiesta – como la rabia, el miedo o la
tristeza – puede gatillar un incremento de la propia sensibilidad respecto del juicio de
los demás, mientras que la anticipación y la conformidad complaciente hacia las
intenciones de los demás pueden servir como un medio para evitar situaciones donde
uno pueda perder el control sobre la propia esfera emocional. Diferentes
combinaciones de estas polaridades causan así un rango de experiencias, las que,
aunque mutuamente integradas, tenderán más hacia una polaridad o la otra,
dependiendo de la historia personal del sujeto, el contexto específico y el periodo de su
vida.

La diferencia y la integración mutua entre un modo visceral, físico de percibir las


experiencias emocionales y una que sea más perceptiva y focalizada en los demás es un
rasgo definitorio de este estilo de personalidad, y una que emerge con mucha claridad
en las condiciones psicopatológicas que este estilo produce. La configuración de
cualquier trastorno se caracteriza por patrones repetitivos que tienden a fijar el
significado de la experiencia del sujeto acentuando las inclinaciones de su personalidad,
lo que en este caso hemos descrito como la tendencia a la hipocondría-histeria. En
psicopatología, un ejemplo claro de esta variedad de la polarización se encuentra en los
modos contrastantes con los que el “cuerpo enfermo” es percibido por los sujetos que
sufren hipocondría e histeria, dos condiciones que se focalizan en las polaridades
Inward y Outward de modos diferentes.

Un rasgo recurrente compartido por todos los desórdenes conectados a este estilo de
personalidad y que representa un factor experiencial común a todos ellos, es el modo
con que el sujeto percibe la dimensión visceral, somática y musculo-esquelética de su
emotividad. Particularmente cuando la intensidad emocional se incrementa, pero
incluso en formas crónicas del trastorno, la dimensión corporal de la activación
emocional es percibida como una aflicción que absorbe la propia atención de una
manera distintiva. Por ejemplo, en el caso de las dos formas patológicas que pueden ser
vistas en los extremos opuestos del espectro (y para definir sus límites) – hipocondría
e histeria – los sujetos perciben su propia experiencia corporal emotiva como algo
central, mientras que al mismo tiempo la perciben como desde afuera. En el caso de
ambas condiciones, no sólo es esta experiencia penetrante, sino que también es
percibida como algo externo, como si sólo tuviera que ver con el cuerpo. ¿Qué forma
toma la dialéctica entre la ipseidad y la alteridad en el caso de estos dos trastornos, y
qué rol juega el cuerpo?

De acuerdo con lo que ha sido argumentado hasta ahora, es interesante notar que este
sentido compartido de externalidad de la experiencia emocional es percibida de
maneras diametralmente opuestas en la hipocondría y en la histeria. En el caso de la
hipocondría, donde la combinación de las dos polaridades se inclina hacia el lado
Inward, el sujeto puede verse como cayendo de nuevo en su experiencia corporal, como
si esto fuera algo más que una experiencia emocional. La persona aquí ve su activación
emocional visceral, somática y/o músculo-esquelética, no como el significado
encargado de una situación cualquiera, sino como un signo de la enfermedad de este
cuerpo o de uno de sus órganos; por eso, la activación emocional será aquí percibida
como una amenaza “a las mismas bases de la propia existencia” (Ladee, 1966), tanto
presente como futura. Lo que cuenta para el carácter dramático de la hipocondría es el
hecho de que en la experiencia subjetiva esta condición corresponde a la alteración
actual de la propia percepción de estabilidad personal. Como aquí el sentido de
permanencia del Self está centrado principalmente en un marco referencial que emplea
un sistema de coordenadas centrado en el cuerpo, cualquier cambio perturbador
(inexplicable) que afecte al cuerpo amenaza con socavar la percepción que tiene el
sujeto de su propia estabilidad. El egocentrismo distintivo de los hipocondriacos
debiera ser visto en relación a esta intensa participación visceral, lo que “obliga” al
sujeto a adoptar un modo de polarización “interna” y de monitorear cada cambio de
intensidad, aquí percibida como una amenaza de la integridad personal. Estas
alteraciones de la estabilidad personal son reguladas a través de la búsqueda de una
cura o, más bien, de alguien que pueda proveer una cura: un internista, especialista,
psicólogo, psiquiatra o incluso exorcista, a quien se le pide que explique el significado
de la queja. Mientras más intensa sea la percepción de esa condición emocional como
una enfermedad, la búsqueda será mas acuciosa.

Lo que sin duda es revelador de la importancia de este trastorno es el número


considerable de síntomas funcionales que se encuentran entre los pacientes de atención
primaria: los síntomas sintomáticos que no pueden ser explicados en función de las
condiciones médicas generales representan entre un cuarto y la mitad de las consultas
de la atención primaria y secundaria (Mayou et al., 2005).

En el caso de la histeria, por el contrario, el mismo sentido de externalidad que


acompaña la experiencia emocional del sujeto – y que puede manifestarse a través de
una variedad de trastornos, que van desde la parálisis histérica hasta el ataque no-
epiléptico – es percibida como una condición a ejecutar o como algo de poca
preocupación, hasta el punto de incluso poder desaparecer, dependiendo de las
circunstancias. La misma condición corporal tendrá diferentes efectos en diferentes
contextos. La dependencia de las circunstancias actuales de la ostentación o el desapego
respecto de, por ejemplo, una forma de parálisis, implica una dialéctica con la alteridad
y una percepción del Self que es muy diferente de la que experimentan los
hipocondriacos. Al discutir la polarización que caracteriza a la histeria, Jaspers (1964)
escribe: “La sugestionabilidad se manifiesta en toda la naturaleza de los sujetos
histéricos, ya que son capaces de adaptarse a cada ambiente. Ellos son tan
influenciables que parecen carecer de una naturaleza propia. Estos sujetos son como el
ambiente en que casualmente se encuentran: criminal, religioso, laborioso, entusiasta
acerca de las ideas por las cuales se han inspirado de manera sugestiva, y que defienden
de manera airada, con mayor intensidad que sus autores originales, sólo para
abandonarlas de nuevo a favor de nuevas influencias”. Como en el caso de las
personalidades Outward, el marco de referencia a través del cual la ipseidad encuentra
su propia estabilidad está anclado externamente; sin embargo, al mismo tiempo, se
adopta también un marco de referencia centrado en el cuerpo. Por lo tanto, la parálisis
de una pierna puede abiertamente mostrarse, ignorarse o incluso desaparecer: un foco
externo le permite a la persona regular su distancia desde su “propio cuerpo
emocional”, hasta pretender que nada ocurre.

La hipocondría y la histeria por lo tanto revelan cómo centrarse en cada una de las dos
polaridades emocionales corresponde a diferentes formas de percibir la dimensión
física de la propia emotividad. En ambos casos, la emotividad se percibe como una
aflicción. Consideraremos la génesis de esta experiencia común cuando discutamos los
desórdenes.

Con el fin de definir las formas de ipseidad que se originan al interior de este estilo de
personalidad, es importante entender cómo la experiencia emocional percibida de
manera visceral se combina con una sintonía hacia las fuentes externas de referencia.
Para ilustrar cómo se manifiesta la integración de estas dimensiones en el transcurso
de la vida de acuerdo a las inclinaciones preferidas, volveremos una vez más a la
literatura.

7.1 El Perdedor

A continuación examinaremos El Perdedor de T. Bernhard (Der Untergeher) (Bernhard,


1992). Esta es la historia de dos amigos, el narrador y Wertheimer, cuyas vidas sufren
un cambio violento después de un encuentro con un hombre extraordinario: Glenn
Gould. La novela continúa con los destinos entrelazados de estos personajes como si
fuera la sonata de un trío, donde la figura de Glenn Gould es el acompañamiento que
modula la variación de los ritmos de vida de sus dos amigos. Después de conocer a un
hambre de tanto talento, uno de los dos virtuosos aspirantes se vuelve un perdedor, el
otro una persona ineficaz. Es precisamente este desarrollo diferente de las variaciones
vitales de estos dos personajes lo que revela dos formas de ipseidad inclinadas de
distinta manera dentro del mismo estilo de personalidad.

La historia parte del epígrafe que introduce el tema del libro: el suicidio de Wertheimer,
algo “calculado con suficiente antelación… no un acto de espontánea desesperación”
(Bernhard, 1992). Lo que sigue es una divagación en la cual el narrador construye y
reconstruye una serie de eventos, buscando el significado del suicidio.

El narrador comienza su investigación desde el tiempo en que, 28 años antes, él,


Wertheimer y Glenn Gould compartían un departamento en Salzburgo, mientras
asistían al curso de especialización de piano de Horowitz. Fue entonces, después de
escuchar tocar a Glenn Gould, que el narrador y Wertheimer dejaron de tocar. “Yo
mismo tocaba, creía yo, mejor que Wetheimer, pero nunca habría sido capaz de tocar
tan bien como Glenn, y por esta razón (la misma que Wetheimer) dejé el piano de un
día a otro” (Benhard, 1992). La comparación que hicieron los dos amigos con la
grandeza de Glenn Gould fue de mucho impacto: trajo un final a sus carreras de
virtuosos pianistas y arruinó sus planes de vida.

Unas pocas páginas después, el narrador, en una de sus divagaciones, se vuelve hacia
sus razones originales para llegar a ser pianista. Él se había dedicado por entero a la
música por su familia, la que odiaba todo arte y todo talento artístico. Su opción
entonces había sido una manera de luchar contra su familia, de castigarla y oponerse a
ella. Los mismo fue también para Wertheimer y Gould: también ellos se habían dedicado
al arte para oponerse a sus padres, a quienes buscaban persuadir de su propia
genialidad artística. Sin embargo, Gould había tenido éxito en esta tarea solo. El
narrador había fallado al igual que Wertheimer; no obstante, a diferencia de
Wertheimer, él no se había perturbado tanto por eso, ya que nunca había creído
seriamente que pudiera ser un virtuoso del piano. Por lo tanto, él no había sido
aniquilado completamente por la grandeza de Gould.

La comparación con Gould, por el contrario, había destruido a Wertheimer. En 20 años


él había encontrado confort en su hermana, con quien se había vinculado tanto como
para prevenir que ella tuviera cualquier contacto con otro hombre. Wertheimer
justificaba su nuevo estilo de vida argumentando que había dejado de tocar porque
tenía que cuidar a su hermana: era por ella, decía, que había abandonado su carrera de
virtuoso.

Un día, la hermana de Wertheimer conoció a un industrial suizo en el doctor. Cuando


ella dejó secretamente la casa para casarse con ese hombre, Wertheimer se vino abajo.
Se encerró en la oscuridad por 15 días, y cuando finalmente salió a la calle de nuevo,
necesitado de comida y de contacto humano, colapsó. Gracias a un familiar que justo
pasaba por ahí, Wertheimer fue llevado de vuelta a casa en vez de ser llevado a un
psiquiátrico. Después de un tiempo, dejó Viena y se retiró a Traich, donde se alojó en
una cabaña que le pertenecía a su padre.

Wertheimer, quien estaba encantado con su propia desgracia y sus fallos, a menudo
hablaba de la conducta de su hermana con un aire de auto-compasión.

Es en Traich que nos volvemos a encontrar con el narrador en primera persona: en la


taberna del pueblo, esperando visitar la cabaña de Wertheimer con la esperanza de
encontrar huellas de su escrito. Aquí se despliega una nueva divagación, que primero
toca nuevamente la desgracia de Wertheimer y la huida de su hermana, discutiendo
luego la muerte de Gould junto a la huida de la hermana: estas circunstancias parecerían
ser ahora elementos cruciales detrás del suicidio de Wertheimer. Después de la boda
de su hermana, Wertheimer se había pasado meses caminando por Viena; lo había
hecho así, explica el narrador, para salvarse. Wertheimer había entonces intentado
escribir un libro, pero le había hecho tantos cambios al manuscrito que sólo había
quedado el título: El Perdedor. Esta es la comparación que había hecho Glenn Gould de
su quejarse. Wertheimer amaba la desgracia: anhelaba la desgracia y se alimentaba de
ella. Leería libros sobre enfermedades y muertes, visitaría hospitales, cementerios y
hogares de ancianos. Entonces un día se fue a Chur y se ahorcó a cien metros de la casa
de su hermana.

De pronto, el narrador en primera persona interviene de nuevo para preguntarse por


qué se encuentra en esta taberna en vez de estar en su casa de Desselbrunn, que sólo
está a diez kilómetros. Esto le ofrece la oportunidad de contar sobre la salida de ese
lugar después de que el encuentro con Gould hubiera acabado sus estudios como
pianista. Una visita a Viena es seguida por una en Sintra (Portugal), donde después de
nueve meses de inactividad al narrador se le ocurre que pudiera escribir algo sobre
Glenn. Se pasa semanas intentando escribir borradores insatisfactorios, y sólo en
Madrid finaliza el manuscrito, en el octavo intento. El narrador, sin embargo, ahora ha
empezado a tener nuevas dudas acerca del valor de su proyecto, y piensa que podría
querer destruir el manuscrito hasta su retorno. “Cuán bueno es que ninguno de estos
trabajos imperfectos e incompletos han aparecido alguna vez, pensé, los hubiera
publicado, lo que no habría sido difícil, hoy yo sería la persona más infeliz imaginable,
confrontado diariamente con obras desastrosas clamando con errores , imprecisión,
falta de cuidado, amateurismo” (Bernhard, 1992). De su fragmento sobre Glenn, el
narrador pasa a considerar la influencia central que tenía este hombre sobre su vida y
sobre la de Wertheimer: el destructivo poder que Glenn Gould había ejercido sobre sus
existencias y la terrible dirección que le había impartido a sus historias desde los días
en que compartían una casa en Salzburgo. “Ya que no hay nada más terrible que ver a
una persona tan magnífica que su magnificencia destruyéndonos” (Bernhard, 1992).
Este es un momento clave en la narración, ya que los varios hilos que conectan los
destinos de los tres hombres finalmente se unen. Las transformaciones en las vidas de
los dos amigos y sus diferentes desarrollos se incrustan sobre el excepcional personaje
de Gould. El narrador revela la diferencia crucial entre Wertheimer y él mismo: ambos
fueron destruidos por Gould y ambos son unos perdedores, pero mientras él mismo
está vivo, su amigo se ha matado a sí mismo. Wertheimer, quien deseaba convertirse en
un pianista virtuoso, había fallado tan pronto como se había enfrentado con la realidad.
Este fallo que entonces fue una constante excusa para ser infeliz. El narrador, por el
contrario, sólo había usado su indudable talento para el piano como una manera de
posponerse.

Mientras que la música de Gould había matado a Wertheimer, no lo había hecho con el
narrador. El narrador explica que mientras Wertheimer se había sentido atrapado
cuando escucho a Gould tocar, a través de las notas de Gould él mismo había descubierto
que no podría ser el mejor: por lo tanto, que sería mejor para él ser nadie. Wertheimer
siempre había sido un emulador y siempre había deseado ser alguien – un nuevo Gould,
Mahler o Mozart; como no había sido posible para él sobresalir, había sido obligado a
terminar con su propia vida. El narrador, por el contrario, siempre había evitado toda
confrontación, abandonando el juego por pereza, aburrimiento, indolencia y
arrogancia. “Él había tomado su propia vida, mientras que yo no” (Bernhard, 1992).

Mientras que el narrador en primera persona está profundamente absorbido en estos


pensamientos, su atención de pronto se va a la taberna otra vez: a la conversación que
había tenido con la esposa del dueño, y hacia una habitación sola, fría y miserable. Aquí
él había mirado por la ventana y se había dado cuenta de un herpes en su frente, quizá
el signo de alguna asquerosa enfermedad que su doctor le estaba tratando. Por primera
vez se hace una referencia explícita a la preocupación del narrador acerca de la
enfermedad, una preocupación que pronto es olvidada cuando vuelve a divagar de
nuevo.

Después de hablar con la esposa del dueño de la taberna, quien le da información acerca
de los últimos días de Wertheimer, el narrador finalmente emprende el camino hacia la
cabaña de Traich. Es camino a Traich que hace una variación final al tema de la muerte
de Wertheimer, la que ahora está vinculada a Gould: que Wertheimer no había sido
capaz de soportar la muerte de Gould. Como había dejado el piano después de escuchar
a este último tocar las Variaciones de Goldberg y El Clave Bien Temperado, como había
alimentado su propia desgracia y llegado a un acuerdo con su propio fallo
comparándose con Gould, Wertheimer había sentido que no podría sobrevivir a la
muerte del hombre. Esta es la tesis final del narrador.

Después de llegar a Traich, el narrador sigue las últimas semanas de la vida de su amigo
gracias a Franz, el fiel sirviente de Wertheimer. En sus dos últimas semanas,
Wertheimer, quien siempre había sido un hombre tímido, inexplicablemente había
invitado a un alegre grupo de conocidos a su cabaña. Estas personas habían pasado todo
el tiempo alegres. Lo extraño, sin embargo, era el hecho de que Wertheimer había
recibido un piano completamente desafinado desde Salzburgo el día anterior al arribo
de sus conocidos, con el cual había tocado a Bach y a Handel por dos semanas. Franz
todavía recordaba cómo, cuando llamando para ordenar el piano, su maestro había
insistido repetidamente que él quería “un gran piano horriblemente desafinado y sin
valor” (Bernhard, 1992). Wertheimer había usado este instrumento para tocar a Bach
y a Handel sin interrupción. Había entonces mandado a todo el mundo lejos, y se había
pasado dos días en cama.

La narración en este punto vuelve a la casa de Wertheimer. El narrador tiene a Franz


llevándolo a la habitación de su amigo.
Le pedí a Franz que me dejara solo en la habitación de Wertheimer un rato y puse las
Variaciones de Goldberg de Gould, que había visto puesto en el grabador de Wertheimer,
que aún estaba abierto (Bernhard, 1992).

Aquí termina El Perdedor: una novela monolítica que describe a dos personajes que
toman a Glenn Gould, el hombre excepcional, como un punto de referencia para darle
un último significado a sus propias vidas – uno estabilizando su vida al focalizarse en
su desgracia, el otro focalizándose en su propia incapacidad de atreverse.

Las dos tendencias de estos personajes se polarizan por medio de un encuentro con un
genio. Así Wertheimer cambia cada evento en una excusa de desaliento, aprovechando
“el mecanismo del hombre perdido” al máximo. La auto-compasión, la queja y la
desgracia que espera en cada esquina se combinan con una necesidad de otro para
emular o aplastar, temer u oprimir. El segundo personaje, por el contrario, que es el
narrador en primera persona, siempre toma parte en los eventos de manera
retrospectiva, como si nunca estuviera completamente involucrado en ellos, sino sólo
pretendiendo – como si cada circunstancia entregara una nueva excusa para seguir
escondiéndose. La suya es una extraña mixtura de apatía y soberbia, miedo y
complacencia, egocentrismo y respeto por los demás.

Para ambos personajes, Glenn Gould sirve como un punto de comparación: él es la


fuente de su auto-definición, y por ende el origen de sus fallas. Wertheimer, sin
embargo, hace de Gould la misma cruz de su propia desgracia e incluso muerte. El
narrador, por el contrario, ve a Gould como un mero pretexto para abandonar un juego
en el cual nunca había apostado sus fichas; una vez que su carrera como pianista se
termina, se vuelve un improbable escritor-ensayista que trabaja una y otra vez por
Glenn, posponiendo siempre la publicación del libro. Lo que hace la diferencia es
precisamente los diferentes énfasis que los dos personajes ponen en la alteridad por la
que se definen a sí mismos, y por ende el único peso de ese énfasis en el significado de
sus experiencias individuales.

Es la alteridad lo que le entrega significado al malestar y la desgracia de Wertheimer: a


su sentimiento de estar atrapado y al sentido de ser un perdedor. La comparación con
los demás obliga a Wertheimer a evaluar su propia desgracia en referencia a Glenn
Gould, como si Glenn Gould fuera su causa. Por esta razón, las notas de las Variaciones
de Goldberg que Wertheimer había escuchado cuando Gould estudiaba con Horowitz lo
había paralizado para siempre.

El narrador, por el contrario, experimenta la alteridad a través de una forma de


desapego que le permite entrar en el juego mientras siente que no es un juego decisivo;
así, se encuentra en una posición de manipular el resultado. El narrador no destruye su
propia vida al encontrarse con Gleen Gould; más bien, abandona el piano y una carrera
en la que nunca había creído de verdad, y algo de mala gana intenta escribir un libro. El
poder que resulta del encuentro con Glenn Gould aquí es reabsorbido en una especie de
estabilidad que gira en torno a la posibilidad de huir, evitando la comparación y
posponiendo la evaluación, abrazando el papel de el fracasado como si fuera su opción
de vida.

Las diferentes inclinaciones que moldean los destinos de estos dos sujetos entregan un
interesante ejemplo del modo en que este estilo de personalidad puede inclinarse hacia
uno polo u otro. El sentido que Wertheimer tiene de su propia experiencia depende de
la medida que deriva de una comparación con otro; por el contrario, el narrador – quien
estructura la estabilidad de su propia experiencia de acuerdo a un desapego preciso e
intencional de las cosas y de las personas – ve al otro sólo como un punto de referencia
indirecto.
7.2 Desórdenes

El estilo de personalidad con tendencia a la hipocondría-histeria yace en el cruce entre


las polaridades Inward y Outward, lo que se integra y combina en una gran variedad de
maneras. La inclinación específica, más o menos centrada en el cuerpo o externamente,
que este estilo puede dar origen y estabilizar, en relación a las circunstancias dadas,
representa el factor subyacente detrás de los desórdenes. Es decir, que los síntomas de
los desórdenes se orientarán de acuerdo a la polaridad específica sobre la cual la
personalidad del sujeto se haya estabilizado en diferentes periodos de su vida, aunque
la polaridad opuesta también será integrada de un modo peculiar cuando un trastorno
se manifieste.

Es posible, por ejemplo, cruzar una sintomatología que se caracterice por ataques de
pánico gatillados por una comparación particular devastadora; por otra parte, la misma
condición podría gatillar una forma de anorexia marcada por una actitud controladora
y manipuladora. Aunque la sintomatología objetiva es indistinguible de la de los
ataques de pánico en el primer caso, y de la anorexia nerviosa en el segundo, una
inspección más cercana – una que tome en cuenta la experiencia subjetiva – sugiere que
el cuadro sintomático aquí es completamente diferente. La sintomatología de los dos
casos en cuestión reflejará la estructura emocional sobre la cual esté incrustada: en el
caso del pánico, también será asociada con una atención hacia los demás; en el caso de
la anorexia, a una actitud manipuladora que no se encuentra en la anorexia nerviosa –
que, como enfatizamos antes, está más bien marcada por una tendencia hacia la
radicalización de la propia independencia personal. Si el primer caso pudiera ser
considerado como un ataque de pánico conectado a una situación social (fobia social)
(Stein, Shea y Uhde, 1989), en el segundo caso podría valer la pena hablar de una
anorexia secundaria que difiere de la anorexia nerviosa. La sintomatología de la
anorexia aquí parecería estar integrada con actitudes hipocondriacas o con una actitud
segura de uno mismo, controladora o teatral. Esto nos trae a la mente la distinción
hecha por Sollier (1891) entre “anorexia primitiva”, que gira en torno a una idea fija, y
una “anorexia secundaria”, un trastorno a menudo temporal que ocurre en relación a la
histeria. Otra forma bien común de este desorde encontrado en la práctica clínica es la
anorexia secundaria marcada por una dificultad para tragar (globus faringis).

La misma diversidad en la polaridad también explica dos de las posibles dimensiones


de la fobia social, que fueron exploradas por Hofmann et al. (Hofmann y Barlow, 2002;
Hofmann, Heinrichs y Moscovitch, 2004): temor y ansiedad. Los fóbicos sociales
temerosos atribuyen su miedo a actuar a los ataques de pánico o a los síntomas
corporales (como ruborizarse o sudar) que podrían ocurrir en el curso de su actuación.
El tipo temeroso “demostraría reacciones fisiológicas más fuertes que las cognitivas o
conductuales en una desafío social” (Hofmann, Heinrichs y Moscovitch, 2004). Los
fóbicos sociales ansiosos, por el contrario, reportan mayor malestar y pensamientos
preocupantes sobre la evaluación de los demás mientras llevan a cabo una tarea
específica.

Otro aspecto interesante de este estilo es el modo en que su polarización puede variar
a través de los diferentes periodos de la vida de los sujetos, hasta el punto de provocar
desórdenes con aparentes características irreconciliables. El mismo sujeto, por
ejemplo, podría mostrar una sintomatología anoréxica a los 20 años y una
hipocondriaca asociada con ataques de pánico a los 30. Es decir, dependiendo de la
forma que en que el sujeto se sitúe en diferentes momentos de su vida, podrían surgir
una serie de trastornos que se incrustan en su trasfondo emocional, fijando así sus
características. Este punto será ilustrado en el análisis de caso que sigue.

Claudia es una secretaria de 42 años; está divorciada y tiene una hija de 16 años. Desde
hace 3 años viene sufriendo de una forma muy peculiar de ansiedad que surge de una
“idea fija” (para citar a Janet, 1898). Por esta razón, su caso ha sido diagnosticado – de
manera equivocada, según nosotros – como un trastorno obsesivo-compulsivo. Claudia
pasa la mayor parte del día imaginando que su pareja actual – a quien realmente ella
considera alguien temporal, y por el que no siente una gran atracción – está viendo a
otra mujer en secreto. Así que no sólo los días de Claudia están marcados por una serie
de eventos que ella evoca en su imaginación, sino que a través de esos episodios Claudia
organiza su tiempo: actúa como un detective, saliendo en mitad de la noche para
comprobar si el auto de su pareja está estacionado al lado de la casa, revisando el
teléfono, cambiando sus horarios de trabajo para juntarse con su pareja cuando él
menos lo espera. Toda la vida de Claudia, en otras palabras, se organiza de acuerdo a la
trama de una película de detectives que ella construye todos los días. Vale la pena
examinar la historia de su trastorno, que aparece primero hace 13 años en forma de
una hipocondría seria. Después de dos años de feliz matrimonio, Claudia tuvo una hija,
a quien cuidó tiempo completo hasta que la niña empezó a ir a la sala cuna. Este cambio
despojó de significado a la vida de Claudia, para el tiempo en que ella no tenía trabajo.
Los días de Claudia se volvieron entonces largos y aburridos, convirtiéndose en una
pesada carga. Claudia sentía que su marido no estaba presente lo suficiente: la
complicidad que marcó su relación antes del nacimiento de su hija parecía haberse
perdido irremediablemente. Claudia entonces empezó a rumiar sobre una aventura
extramarital; no obstante, al mismo tiempo, se preocupaba acerca de la posibilidad de
contraer una enfermedad de transmisión sexual (SIDA, hepatitis C, etc.). Como Claudia
centraba su atención en los cambios de su cuerpo – cambios imaginarios que surgían
de su miedo a estas enfermedades – el pavor de tener cáncer gradualmente se apoderó
de ella. Por dos años ella organizó su vida basada en nuevos síntomas, resultados
médicos, exámenes de especialistas clínicos y estadías en el hospital. Luego Claudia
empezó a trabajar. De pronto, sus días nuevamente se ocuparon, y su cuadro clínico
cambió: los síntomas hipocondriacos disminuyeron, pero Claudia empezó a tener un
miedo recurrente de que su esposo la estuviera engañando. La situación marital de
Claudia empeoró progresivamente, y unos pocos años después decidió dejar a su
esposo. Lo interesante de esto es el hecho de que, incluso tres años después de la
separación, cuando ella ya se había embarcado en la relación con su actual pareja,
Claudia continuaba preocupándose de que su marido pudiera estar teniendo aventuras
que ella desconocía. Sólo recientemente Claudia ha empezado de a poco a mirar a su
nuevo compañero con la misma preocupación.

Entre el vasto rango de trastornos conectados con este estilo de personalidad, dos en
particular pueden verse estando en los extremos opuestos de este espectro: la histeria
y la hipocondría. Ambos trastornos se caracterizan por la experiencia penetrante de la
externalidad del cuerpo, percibida – de maneras distintas – como una entidad
autónoma y poco confiable más allá de su control.

Histeria

Debido a su historia, que se entrelaza con la de la psicología, neurología, psiquiatría,


literatura y psicoanálisis, directo hacia la neurociencia contemporánea, la histeria es
ciertamente uno de los trastornoes mejor conocidos y más controversiales de la era
moderna. Precisamente quizás debido a su excesivo uso, este término – que tiene un
distintivo toque decadente sobre él – ha perdido gradualmente el significado original
que poseía por medio de un lento proceso de consumo. Desde un contexto clínico se
filtró dentro de una cultura parisina de fin de siglo; filtrado por los psicoanalistas
freudianos, el término volvió a usarse de nuevo unas décadas después en la psiquiatría
clínica, donde fue usado con fuertes connotaciones psicoanalíticas. Señales evidentes
de esto se pueden encontrar en la actual terminología del DSM-IV, el cual ha
reemplazado la expresión “neurosis histérica”, adoptada en el manual anterior, por el
de “trastorno de conversión”.
Desde los días de Charcot, el problema que encierra este trastorno ha sido el de explicar
los síntomas y déficits que reflejan una sintomatología neurológica conectada
principalmente a funciones motoras voluntarias o sensitivas: desde parálisis hasta
afonía, trastornos de deglución y micción, a través de anestesia táctil o de dolor,
diplopía, ceguera y sordera, hasta crisis epiléptica provocada. Esta formulación del
problema, que ha buscado el origen del fenómeno en los mecanismos psicológicos, ha
reducido progresivamente la experiencia clínica a una explicación que ya no toma en
cuenta la experiencia subjetiva. La investigación neurocientífica que a lo largo de los
últimos 10 años ha provocado nuevo interés hacia la histeria parece sufrir del mismo
problema, ya que se ha centrado en el estudio experimental de los circuitos nerviosos
conectados con este trastorno, más que en la integración de esas alteraciones del
funcionamiento cerebral con la experiencia del paciente. ¿Por qué es que los sujetos
histéricos se paralizan o pierden la conciencia?

Esta pregunta no puede ignorarse si, junto con los cambios en las dinámicas naturales
a las que las neurociencias le han dibujado una nueva luz, también deseamos entender
las alteraciones de la experiencia personal que caracterizan al trastorno histérico. Como
lo hemos hecho consistentemente a lo largo de esta segunda parte del libro, tomaremos
la experiencia del paciente como un punto de partida para examinar el origen del
trastorno y su relación con la activación de aquellas estructuras cerebrales que
constituyen su sustrato neuronal. En las secciones siguientes, consideraremos el caso
de una epilepsia psicógena provocada y luego una parálisis bilateral de mano.

Caso clínico

Dora es una dueña de casa de 33 años, casada con un trabajador de 37 años, y la madre
de una niña de 5 años de edad. Dora visita nuestro estudio debido a síntomas que
prevalecen y que consisten en dolores de cabeza, dolores migrantes y desmayos
repentinos. Dora también se queja de pensamientos recurrentes sobre la muerte de su
esposo y de su madre.

La sintomatología de Dora, que comenzó después del nacimiento de su hija, se


manifestó al inicio como una preocupación frecuente por las enfermedades. Esto fue
inicialmente gatillado por un recurrente dolor abdominal, frecuentemente
acompañado de vómitos, causados por cálculos biliares. El cuadro clínico que había
surgido después del nacimiento del bebé fue empeorando gradualmente por un
penetrante sentimiento de miedo y tristeza, la que afectaba significativamente la
relación de Dora con su hija, haciéndola sentir profundamente culpable e inadecuada.
Cerca de un año después del inicio de estos síntomas, a Dora le removieron sus cálculos.
Mientras que su dolor abdominal cesaba, los síntomas hipocondriacos
inexplicablemente se hicieron más fuertes, y fueron empeorando por fuertes dolores de
cabeza y un miedo de parte de Dora de perder a su madre y esposo. Mientras la hija de
Dora crecía, Dora se sentía muy incapaz de cumplir las responsabilidades que la crianza
de un niño exigía: se sentía más y más inadecuada como madre. “Ni siquiera había sido
capaz de amamantarla, ya que mi propia leche no era buena”. A veces, Dora se sentiría
tan abatida por estos pensamientos que culparía al bebé de haber nacido: ella vería a
su hija como la causa actual de su trastorno. Esta situación empeoró más en el curso del
año pasado debido a repentinos desmayos – aparentemente no relacionados con
ningún evento estresante – que despertaron en Dora el miedo de tener un tumor
cerebral.

Sobre la única base del reporte de Dora, no sólo es difícil entender el sentido de sus
síntomas, sino que es imposible explicar su sintomatología histérica. La manera más
simple de dar cuenta del cuadro clínico de Dora sería entonces buscar un mecanismo
capaz de originarlo.
Sin embargo, un método clínico que también tome en cuenta la historia del paciente,
buscará develar la coherencia de los eventos descritos – y esto asociándolo con los
mecanismos subyacentes. De tal manera, todos los síntomas serán concebidos dentro
del contexto de la unidad de configuración representada por la construcción que hace
el paciente de su propia historia, adquiriendo así nuevas determinaciones. Con el fin de
entender los síntomas de Dora, estos deben ser insertos en una red de circunstancias
que preceden su emergencia (Arciero, 2006). Porque si examinamos el contexto del
nacimiento del bebé (que dora reconoce como la raíz de sus problemas),
inesperadamente descubrimos que cuando Dora estaba embarazada la fábrica donde
había estado trabajando cerró. Este evento provocó una reacción no inmediata de parte
de Dora porque ella percibió su embarazo casi como vacaciones. Cuando el bebé nació,
sin embargo, Dora de pronto se encontró a sí misma en una condición donde no sólo se
le había investido con nuevas responsabilidades, sino donde cuidar de su hija la hizo
sentir sola y asustada. Fue en esos primeros meses que Dora se dio cuenta de que nunca
más tendría un trabajo y que la maternidad era un callejón sin salida. La visceralidad de
Dora percibió miedo y tristeza – como se hará evidente en la sección sobre hipocondría
– dando cuenta de la exacerbación de su dolor abdominal, que la obligó a operarse. Aún
removiendo los cálculos biliares no se alteró el cuadro hipocondriaco: privada ahora de
cualquier anclaje orgánico, que en realidad se volvió más diverso, cuando Dora vino a
percibir todo cambio corporal a la luz de la enfermedad. En cualquier momento que
Dora se sienta sola, el miedo que acompaña su auto-percepción inmediatamente se
amplifica anticipando incluso las más severas condiciones de soledad que le
provocarían la muerte de su esposo y de su madre. Otras veces, Dora sentiría rabia por
su hija, a quien culparía de su propio malestar.

Mientras más independiente se vuelve la hija de Dora y desarrolla su lenguaje, mayor


es el sentido de inadecuación de Dora. Cuando la niña, como todos los niños de tres
años, empezó a desafiar los límites, Dora percibió su comportamiento como un signo de
su propia incapacidad e inadecuación como madre: “Nunca sé cuando decir no y que
mis palabras se obedezcan”. En tales contextos, es el niño quien tiene el poder: el rol
parental de Dora se invierte.

La situación, que se había vuelto mucho peor cuando la niña ya estaba en la edad pre-
escolar, de pronto empeoró un día cuando llegó a casa del jardín infantil. La hija de Dora
decidió que quería ir a jugar con su amigo, quien vivía en la casa de atrás. Dora no la
dejó. La niña empezó a discutir con su madre y luego a gritarle. Dora no sólo sintió que
estaba a la voluntad de su hija, también temió que los gritos de la niña alertaran a los
vecinos y que pensaran que no estaba cumpliendo su papel de madre. Esta anticipación
causó en Dora un sentimiento de inestabilidad: su cabeza empezó a girar, sus piernas
temblaron y empezó a temer que pudiera desmayarse. Con muy poca convicción, Dora
intentó callar a su hija, que seguía gritando. Dora se sintió más aproblemada por el
temor de perder la conciencia, algo que ella sentía que podía pasar en cualquier minuto.
Cada vez más mareada, Dora no podía seguir sintiendo sus piernas; los gritos de su hija
se desvanecieron a la distancia y su visión se nubló; aterrorizada, Dora se desvaneció.
Esta secuencia de eventos estaba destinada a repetirse varias veces en el transcurso del
año. Ahora, cada vez que la intensidad del conflicto con su hija cruza cierto nivel, Dora
siente una especie de aura y tiene episodios provocados de epilepsia.

El tema central del trastorno de Dora, que le hace perder la conciencia, parecería estar
conectado con una amplificación del miedo por medio de un mecanismo similar al del
pánico, siendo la principal diferencia que la fuente inmediata de peligro para Dora es el
cuerpo en su función motora y/o sensitiva. El miedo originado por una situación
interviniente, percibida somáticamente, conduce a una anticipación de la incapacidad
del cuerpo para funcionar: un proceso no diferente a la reacción de inmovilidad
gatillada por una amenaza. Esta condición, a su vez, lleva a un incremento del miedo y
– en un círculo vicioso – a una modificación de la percepción del sujeto de su cuerpo,
que puede incluso conducir a varias formas de epilepsia provocada. El mismo proceso,
como veremos, puede estar a la base de la parálisis histérica, y emerge con particular
evidencia en el caso de trastornos menores como la dificultad para tragar (globus
faringis). Desde esta perspectiva, la transición abrupta y discontinua enfatizada por
aquellos que siguen la teoría de disociación parecería ser el resultado de un proceso de
auto-amplificación (que podría volverse automático con el paso del tiempo), un proceso
primero provocado por una situación emocional significativa. La información reunida
en algunos recientes estudios pioneros sobre neuroimagen funcional parecerían apoyar
esta perspectiva, aunque la particularmente gran variabilidad de la sintomatología
histérica (Janet, 1907; Ron, 1996) sugiere que cualquier resultado debe ser evaluado
con extrema precaución.

La perspectiva neurocientífica

Tiihonen et al. (1995) usó la estimulación eléctrica del nervio mediano izquierdo en un
estudio SPECT de caso único durante un episodio agudo de parálisis psicógena lateral
izquierda y una parestesia, y después de la recuperación del paciente. Antes de la
recuperación, había un incremento de la perfusión del lóbulo frontal derecho (+7,2%
comparado con el lado izquierdo) y una hipoperfusión en la región parietal derecha (-
7.5% comparada con el lado izquierdo). Después de la recuperación, el cambio en la
profusión del lóbulo parietal derecho fue mayor en el lado izquierdo, como se esperaba,
durante la estimulación del nervio mediano izquierdo. La interpretación de los
resultados sugirió que la parestesia estaba asociada con la inhibición de la corteza
somatosensorial en las áreas frontales. Estas conclusiones sugerirían que las
condiciones psicológicas específicas pueden provocar cambios en la fisiología del
cerebro, hasta el punto de originar síntomas específicos.

Conclusiones similares son sugeridas en un estudio fMRI, conducido por Mailis-Gagnon


et al. (2003), de cuatro pacientes de dolor crónico con anestesia “histérica”. A través de
las respuestas de pincel y nociva estimulación cerebral evocada de las extremidades
afectadas (estímulos imperceptibles) y normales (estímulos perceptibles), este estudio
descubrió que los estímulos imperceptibles estaban asociados con desactivaciones en
la corteza somatosensoria primaria y secundaria (S1, S2), la corteza parietal posterior
y la corteza prefrontal. Los autores del estudio sugieren que la inhibición de la áreas
somatosensoriales seguidas a la desactivación pueden estar conectadas con el
reclutamiento de las áreas límbicas que se preocupan de la emoción y la atención,
enfatizando así el papel de la emoción en el desarrollo del trastorno.

Vuilleumier et al. (2002) realizó un estudio fMRI de siete pacientes con pérdida
unilateral psicógena de la función motora, con o sin perturbaciones sensoriales
concomitantes en la misma extremidad, empleando estimulación controlada que
involucraba la vibración lateral de ambas extremidades afectadas y no afectadas. Más
tarde compararon la activación cerebral durante la etapa aguda de la enfermedad y otra
vez dos a cuatro meses después. Las regiones en los sistemas motor y sensitivo que
mostraron hipo-activación en respuesta a la estimulación vibratoria (asociada con los
síntomas histéricos y regresión con recuperación) fueron el tálamo centro-lateral y los
circuitos de los ganglios basales. Estas áreas son parte de los circuitos fronto-corticales
que favorecen las funciones motoras y cognitivas. El tálamo, en particular, es una
parada principal de los aferentes que van a la corteza y pueden controlar áreas
corticales que involucran funciones motoras, sensoriales y cognitivas. La estimulación
del núcleo central de el tálamo puede provocar movimientos que son realizados de
manera intencional, o inhibir acciones voluntarias. Vulleumier et al. señala además que
el daño de esos núcleos (por ejemplo a través de derrames) puede causar olvido motor
“intencional” a pesar del normal funcionamiento motor y sensorial – una condición
clínica similar a la parálisis histérica.
Los ganglios basales, por otro lado, son estructuras neuronales al interior de los
circuitos motores y cognitivos (Grabyel et al., 1994). El globus pallidus – pero también
el tálamo – recibe señales desde la amígdala y de la corteza órbito-frontal. Estos
circuitos entregan potenciales caminos a través de los cuales las señales límbicas
pueden afectar el procesamiento sensorial, o derivar en una inhibición selectiva de la
acción. Por lo tanto, una activación emocional intensa y sostenida puede dañar la
disponibilidad motora y la iniciación a través de la modulación de sistemas específicos
de los ganglios basales y del tálamo-cortical.

Caso clínico

Tanto la provocación como el proceso automático del trastorno se pueden dilucidar


examinando el caso de Carla, una mujer de 34 años de edad que trabaja en casa como
peluquera. Carla es la esposa de un electricista de 43 años y la madre de dos niños; ella
sufre de parálisis histérica de sus manos. Como Dora, Carla describe el inicio y
desarrollo de sus síntomas como si estos no tuvieran ninguna relación con el contexto
cotidiano en los que se manifiestan. Según Carla, su trastorno primero comenzó
abruptamente, alrededor de dos meses después del nacimiento de su segundo hijo. Una
tarde, después de dormitar más de lo pensado, de repente Carla se despertó y de dio
cuenta que no podía mover sus manos. En estado de pánico, les pidió a su hijo mayor
que pidiera ayuda. El niño llamó a su abuela paterna, quien vive en el departamento de
abajo, y Carla fue llevada al hospital, donde se le administró diazepam intravenoso,
después que los síntomas disminuyeran. La misma condición de parálisis bilateral había
aparecido inesperadamente varias veces en el transcurso de los seis meses anteriores,
sin aparente conexión con algunas circunstancias. Como en el caso de Dora, si
aceptamos la historia de Carla sólo podemos explicar su trastorno en términos de un
mecanismo inconsciente.

Este tipo de explicación se vuelve aún más atractivo si examinamos el contexto donde
se manifestó el primer episodio. Sólo una semana había pasado desde que Carla había
empezado a trabajar otra vez: el trastorno apareció en su primer día libre. Esa mañana
la suegra de Carla – con quien tenía una relación conflictiva – le había pedido una hora
para peinarse. Carla sintió que no podría cumplir esa demanda. La sintomatología que
se manifestó ese día podría entonces ser fácilmente interpretada como una “ganancia
secundaria”. La parálisis de Carla podría entonces explicarse como un medio de salvar
la apariencia cuando una expresión de malestar habría sido contraproducente,
mientras que una negación explícita habría empeorado más el conflicto entre las dos
mujeres.

Sin embargo, bajo una inspección más cercana – una que busque entender la
experiencia desde el punto de vista del sujeto que la experimenta (y así evitar aplicar
cualquier noción preconcebida a la historia de la vida de un individuo) – puede surgir
una perspectiva diferente sobre este primer episodio.

Carla ya había empezado a sentir que no podría soportarlos más una semana antes,
cuando había sido obligada a regresar a trabajar para evitar perder más clientes.
Repentinamente, después de un largo descanso, que había durando un par de meses, se
había encontrado teniendo tres trabajos al mismo tiempo: como madre de un bebé
recién nacido que necesitaba ser amamantado cada tres o cuatro horas; como madre de
un hijo mayor que necesitaba ayuda con sus tareas; como peluquera que tenía que
cumplir con las necesidades de sus clientes durante el poco tiempo que le quedaba.
Carla recibía una ayuda de su suegra, quien cuidaría del bebé cuando ella trabajara, y
de su marido, quien cuidaría del mayor después del trabajo.

El lunes que sucedió el primer episodio, Carla se había quedado dormida por cerca de
media hora después de haber alimentado al bebé. Al despertar, había anticipado toda
la tarde en un momento: tenía que arreglarle el cabello a su suegra, limpiar la casa,
recoger a su hijo del colegio – todo esto sin la ayuda de su esposo, quien había empezado
un nuevo trabajo ese mismo día y no llegaría a casa hasta muy tarde. El sentimiento de
constricción que había acompañado los días de Carla desde que había empezado a
trabajar de nuevo de pronto se volvió tan penetrante que se sintió completamente
atrapada: Carla se congeló. Luego puso su atención en sus manos, y empezó a sentir un
hormigueo en sus dedos, lo que aumentó hasta que no pudo moverlos más… Carla ya
no pudo abrir sus manos.

En los meses siguientes a este episodio, cada vez que la presión emocional aumentaba,
Carla anticiparía esta secuencia, que siempre la llevaría al mismo resultado: la parálisis
de sus manos. El mismo efecto, sin embargo, podría también ocurrir “sin razón”:
bastaba que Carla mentalmente anticipara su incapacidad de mover las manos para
provocar el proceso que la lleva a su parálisis actual.

El caso de Carla pone un interesante problema, ya que la discapacidad de movimiento


aquí no sólo es causada por una activación emocional, sino que también por una
anticipación consciente de la incapacidad para iniciar una acción. La parálisis histérica
que emerge a través de una reacción algo similar a congelarse parecería así estar
apoyada por un mecanismo consciente – más que por conflictos inconscientes – capaz
de volver disfuncionales los procesos normales del sistema motor intencional (Athwal
et al., 2001). De hecho, los mismos movimientos que no pueden hacerse de manera
voluntaria serán hechos de manera inconsciente: por ejemplo, cuando la paciente debe
equilibrarse por sí misma, cuando está distraída o sedada.

El sustrato neuronal

Una serie de estudios de imágenes cerebrales pueden apoyar esta hipótesis. Marshall
et al., (1997) condujo el primer estudio PET registrando la actividad cerebral de una
paciente con parálisis del lado izquierdo de 2.5 años de duración cuando ella se
preparaba para mover e intentaba mover su pierna (izquierda) paralizada; compararon
esto con un registro de cuando ella se preparaba para mover y movía su pierna buena
(la derecha). Como esperaban, descubrieron que el movimiento voluntario de la pierna
derecha no afectada activaba la corteza promotora y sonsoriomotora primaria
contralateral y, bilateralmente, la corteza prefrontal dorsolateral (DLPFC), las áreas
sensoriomotoras secundarias (corteza pariental inferior) y los hemisferios cereberales.
También como habían predicho, la preparación del movimiento de la pierna derecha no
afectada activó la misma red pero no la corteza sensoriomotrora primaria izquierda.
Por el contrario, la disponibilidad para mover e intentar mover la pierna afectada falló
en activar la corteza premotra y la sensoriomotora primaria contralateral. Además,
cuando la paciente intentó mover la pierna afectada, las cortezas cingular anterior
contralateral y la orbitofrontal se activaron significativamente. Los autores
interpretaron esta activación como una inhibición del movimiento de la pierna afectada
por medio de la desconexión de las áreas corticales (DLPFC) favoreciendo la
planificación motora. En otras palabras, fue la intención de mover lo que provocó la
incapacidad para mover por medio de la activación de las cortezas cingular anterior y
orbitofrontal.

Esta perspectiva, que enfatiza el papel de la inhibición prefronatl de la corteza motora


y sensorial, también es apoyada por un estudio PET de casi único conducido por
Halligan et al. (2000). Este estudio muestra cómo la parálisis inducida hipnóticamente
en un hombre saludable de 25 años activa la corteza cingular anterior y la orbitofrontal
contralateral en el movimiento intentado de su pierna paralizada sin actividad similar
en la corteza motora. La activación de estas áreas, que – de acuerdo con el estudio
previo – puede verse se superpone con las regiones reclutadas en el curso de la parálisis
histérica, llevó a los autores a interpretar la parálisis hipnótica como un modelo para
las parálisis hist´ricas. Los dos estudios además sugieren que la inhibición de las
regiones sensorio-motoras puede ser producido no sólo por las regiones límbicas, sino
también por la mantención de un cierto nivel de atención: a través del involucramiento
de las regiones prefrontales. La sintomatología fue así vista como disminuyendo la
distracción o sedación del sujeto.

La importancia de las áreas prefrontales en la genesis del trastorno fue el foco de un


estudio PET conducido por Spence et al. (2000). Este estudio registraba la actividad
cerebral de dos hombres con síntomas histéricos motores en el brazo izquiero y uno
con monoparesia histérica en el brazo derecho con la finalidad de examinar las
diferencias entre síntomas histéricos y aquellos fingidos durante el movimiento
intentado de una extremidad. Todos los pacientes exhibieron una relativa hipo-
actividad de la corteza prefrontal dorsolateral izquierda (DLPFC) cuando fueron
comparados con los control y los fingidos (individuos sanos a los que se les solicitó
pretender que tenían dificultades para mover una extremidad). La hipo-función
prefrontal izquierda fue común en todos los pacientes independiente de la lateralidad
del síntoma. Los que fingían exhibieron relativa hipo-función de la corteza prefrontal
anterior derecha. Ya que la DLPFC es activada por la generación y selección de la acción,
su disfunción en la parálisis histérica fue interpretada como una pertubración volitiva.

Spence (1999) apunta que: “El problema en los trastornos histéricos motores no está
en el sistema motor voluntario per se; está en el modo en que el sistema motor es
utilizado en la realización (o no realización) de ciertas acciones elegidas, voluntarias”.
Según esta perspectiva, el hecho de que los pacientes histéricos están impávidos por su
disfunción no significa que no estén preocupados acerca de su parálisis; más bien, se
sugiere lo contrario. La belle indifference es una manera de pretender que nada está
pasando: representa un modo de mostrar la propia parálisis a los demás manipulando
sus juicios a través de una actitud de indiferencia.

Esta sintonía de uno mismo con los demás revela una característica fundamental del
trastorno, una que tiende más al lado Outward del espectro: la necesidad de validarse
ante los demás. Este aspecto del trastorno está conectado a una serie de rasgos que han
llevado a la gente a hablar de personalidad histérica en el pasado y de trastorno de
personalidad histriónica hoy: una necesidad de atención, provocación sexual,
seducción, discontinuidad emocional, inestabilidad, un énfasis exagerado de los propios
estados afectivos, así como el tipo de sugestionabilidad que Janet (1907) listó
famosamente entre los más importantes estigmas asociados con la histeria. Aunque
este aspecto también caracteriza a las personalidades EDP (como hemos visto en el
cápitulo 5), la manifestación de los rasgos típicos de la tendencia Outward está más
marcada, más amplificada y mayormente desplegada en el caso de la histeria. La muy
vilipendiada teatralidad expresiva de estos sujetos se deba tal vez a la combinación
única de un particularmente intenso modo de emocionarse y una igualmente fuerte
necesidad de otro por el cual sentirse situado. El elemento único de este trastorno es
precisamente esta integración de la agudeza emotiva con una igualmente irresistible
necesidad de co-percibirse por medio de los otros. Por ende, la intensidad de las
emociones del sujeto aquí se combina con su discontinuidad situacional, como si una
serie de circunstancias “naturalmente” provocaran reacciones al máximo. Los cambios
violentos que estos sujetos experimentan en relación a su propio sentido del Self los
lleva a trastornos disociativos de identidad o a cambios repentinos del estado del
ánimo. Desde una perspectiva clínica, vale la pena enfatizar un último y muy relevante
descubrimiento que hemos hecho en el transcurso de nuestra práctica clínica: la inusual
asociación de estos rasgos con los síntomas conversivos (Kretscmer, 1926; Bowlby,
1940; Chodoff y Lyons, 1958). Es como si estas dos condiciones correspondieran a dos
modos diferentes de articular la misma combinación de elementos.
Hipocondría

A continuación, no solamente nos referiremos a la hipocondría en el estricto sentido de


la palabra, sino que al espectro hipocondriaco que también incluye el trastorno de
somatización y el trastorno somatoforme indiferenciado. Estos dos trastornos
comparten una característica común: la presencia de síntomas viscerales, somáticos o
somato-esqueléticos que no se pueden explicar por hallazgos orgánicos (De Gutch y
Fischler, 2002), aunque puedan estar asociados con otras enfermedades médicas. A
diferencia de la histeria, la hipocondría está más orientada hacia la polaridad Inward,
que predominantemente estabiliza la auto-percepción sobre los propios estados
corporales, aquí inmediatamente percibidos – si exceden un cierto rango – en la forma
de síntomas preocupantes. Así, dolores transitorios como puntadas intercostales, o
condiciones fisiológicas más marcadas como una taquicardia por esfuerzo y
condiciones viscerales o músculo-esqueléticas asociadas a emociones básicas, pueden
provocar un proceso “auto-reflexivo” en el cuerpo que amplifique el malestar del sujeto
y origine uno o más síntomas. Como señala Lipowski (1988), esta distinción ya había
sido registrada con sorprendente claridad por Sims en 1799:

“Él ofrecía una definición moderna de la hipocondriasis, caracterizándola como un


trastorno cuyo rasgo principal era que los pacientes tenían ‘la mente casi enteramente
puesta en el estado de su salud, que ellos imaginaban estaba infinitamente peor de lo que
estaba’ y se creían ‘afligidos con casi cada trastorno que hubieran visto, leído, o incluso
escuchado’. La hipocondriasis podía afectar también la sexualidad, melancolía y diversos
síntomas. Se diferenciaba de la histeria estando siempre asociada con un ánimo bajo en
vez de uno cambiante”.

El elemento crucial y distintivo de la hipocondría es justamente su anclaje constante y


preferencial en el cuerpo – percibido como enfermo o cercano a enfermarse – en vez de
una forma de variabilidad dependiente del contexto y así asociado con un ánimo
cambiante, como en el caso de la histeria.

Es evidente, en el cado de los trastornos que caen dentro del espectro hipocondriaco,
que los sujetos perciben cambios significativos de circunstancias basados en un sistema
de coordinadas que tienen al cuerpo (enfermo) como su punto de referencia fijo. Este
cuerpo enfermo aquí es la condición a través de la cual los sujetos se sienten
emocionalmente situados. A partir de esto es que las variaciones significativas del
situarse pueden ser percibidas como síntomas: como los signos de un cuerpo que, de
acuerdo a su enfermedad, es gobernado por un peligroso grado de autonomía, y es así
percibido como algo externo a uno mismo – como un cuerpo enfermo. En el caso de la
misma hipocondría, las experiencia displacentera del sujeto de un determinado
síntoma se asocia con su certeza de estar sufriendo de alguna enfermedad física, y con
“rumiación” acerca de esa enfermedad.

Mientras la atención puesta en el cuerpo enfermizo cuenta para una variedad de


síntomas – que van desde palpitaciones hasta pérdida del aliento, desde el dolor de
cabeza hasta el zumbido, diarrea, constricción torácica, dolores musculares y
abdominales – también surge una pregunta clave: ¿Cómo es que aparecen estos
síntomas? Uno de los conceptos más erróneos que han sido invocados para contestar
esta pregunta ha sido el de la somatización, que todavía se usa en el DSM-IV y que
continua siendo fuente de controversia (Fava y Wise, 2007; Kroenke, Sharpe y Syes,
2007; Mayou et al., 2005; Sharpe y Mayou, 2004; Wise y Birket-Smith, 2002). El término
“somatización” fue primero introducido como un neologismo que rindiera cuenta de la
palabra Organsprache (“discurso del órgano”), originalmente usado por Stekel y Adler
para describir “la susceptibilidad hereditaria que tiene un órgano de enfermarse”
(Marin y Carron, 2002). Con la introducción del neologismo “somatización”, el concepto
de Organsprache fue traducido y reinterpretado en el lenguaje freudiano para describir
la conversión de condiciones emocionales en síntomas físicos. Rastros de este
significado todavía se encuentran en el uso del término del DSM-IV.

Según nuestra propia perspectiva, es claro que el tema de cómo los síntomas surgen no
puede resolverse concibiéndolos como un traslado de la esfera emocional al nivel físico,
ya que aquellos sujetos que experimentan y expresan su malestar emocional en forma
de síntomas físicos (Lipowski, 1988) generalmente perciben la emotividad como un
fenómeno centrado en el cuerpo. Aquellos que construyen su propia estabilidad en el
tiempo, principalmente a través de emociones básicas, claramente muestran una hiper-
cognición de las manifestaciones viscero-motoras y músculo-esqueléticas usualmente
asociadas con cada una de esas emociones (Rainville et al., 2006). Un ejemplo evidente
de esto es el miedo y la ansiedad, que están asociadas con un incremento del latido del
corazón, la hiperventilación y tensión muscular, también en muchos casos mareo
temporal o confusión, náuseas, aumento del sudor y sequedad de boca. La dimensión
emocional de estos sujetos, más que convertirse en síntomas físicos, se conecta
prevalentemente con la percepción de las señales corporales; como hemos visto, la
dimensión en cuestión representa una forma peculiar de encarnación. En relación a
esto, la noción original detrás del término Organsprache adquiriría un nuevo
significado: la inclinación para percibir la propia estabilidad principalmente a través de
una focalización sobre las condiciones Inward hace al sujeto más perceptivo hacia sus
propios órganos internos.

La pregunta que necesita ser contestada, por lo tanto, es cómo los sujetos
hipocondriacos se las arreglan para transformar su percepción de las señales
corporales en una de señales de un cuerpo enfermo. La respuesta más simpe sería que
la interpretación errónea de los sujetos se debe a las creencias irracionales sobre
hábitos de cuidado, o sobre debilidad y vulnerabilidad personal percibida, o un estrecho
concepto de buena salud (Abramowitz, Whiteside y Schwartz, 2002). Una perspectiva
similar (acríticamente) asume que el significado la experiencia del sujeto surge de una
reflexión, desde “el ego doblándose hacia atrás y mirándose a sí mismo” (Heidegger,
1988) para entenderse a sí mismo (ver el capítulo 1). Debería notarse que, mientras las
explicaciones cognitivas de hecho ilustran la interpretación equivocada de alguien en
riesgo de desarrollar hipocondriasis, no resuelven el problema principal que pone este
trastorno, ya que fallan en explicar el origen de la experiencia a la base de esas creencias
irracionales. Si el sujeto hipocondriaco no se siente preso de su cuerpo, se sentiría preso
de su enfermedad. Es interesante notar, en relación a esto, que a menudo los individuos
hipocondriacos que sufren de una enfermedad física real no están preocupados de ella,
eligiendo más bien poner su atención – y por ende organizar su existencia alrededor –
sobre los síntomas de una enfermedad no existente.

Otro aspecto importante de este trastorno es el hecho de que es precisamente la


percepción que tiene el sujeto hipocondriaco de su cuerpo como afligido por una
enfermedad, que en realidad no existe, que lo lleva a desconfiar de los médicos, a buscar
constantemente nuevas curas, a presionar por nuevas pruebas diagnósticas, a buscar
información que tenga que ver con posibles formas que una enfermedad cualquiera
pudiera tener y las complicaciones que conllevaría, a preocuparse de la enfermedad
hasta el punto de una fijación, o a quejarse de modo más o menos explícito sobre su
propia salud y la monotonía general de la vida. La incongruencia entre la opinión de los
médicos – quienes generalmente tenderán a minimizar el significado de cualquier
síntoma funcional – y lo que los sujetos hipocondriacos personalmente sienten, es
fuertemente percibido por estos últimos y está a la base de su constante insatisfacción
con los diagnósticos y con las terapias, haciéndolos buscar siempre nuevas consultas.

La experiencia que los sujetos hipocondriacos tienen de su propio cuerpo es de un


objeto cuya alteración actual o potencial regula su vida diaria. Un paciente nuestro,
Andrea, que ahora tiene 34 años, cambió todos sus hábitos y empezó a vivir como un
hombre de 70; desde que en una noche sin poder dormir cuando tenía 22 años, había
sido sacudido por varios ataques de taquicardia. Ahora todas las noches antes de irse a
dormir, Andrea prepara su ropa, en caso de que tuviera que salir al hospital en medio
de la noche. Siempre desde que ocurrió ese episodio, Andrea ha percibido su cuerpo
como un tirano caprichoso.

Esta percepción de una alteridad soberana – que es el propio cuerpo – atrae la atención
del sujeto, determina sus prioridades y, lo más importante, dicta su sentido. La
“intimidación” que el cuerpo da de manera inexplicable e impredecible es percibida
como un peligro que siempre es inminente, que se puede manifestar con diferentes
grados de intensidad, hasta el punto de causar terror. Esta intimidación del cuerpo es
de una naturaleza emocional y habla el lenguaje de los órganos: die Organsprache.
Andrea, por ejemplo, el día antes de la noche memorable que hace 12 años atrás lo
volvió un hombre anciano, había sido dejado inesperadamente por la única mujer a la
que había amado. Es en esa misma noche que Andrea estaba aterrorizado por la
taquicardia: ¡toda la noche fue rehén de su corazón!

Andrea no podía ver que su angustia era causada por el hecho de que se encontraba
dolo después de una relación que había durado cinco años: la intensidad de la angustia
era tal que toda su atención era rehén de la percepción de la incontrolable autonomía
de su propio cuerpo. La taquicardia entonces dejó de ser un signo de angustia para
Andrea volviéndose un síntoma que podía ser provocado por las circunstancias más
disparatadas: un signo de la peligrosa autonomía de su sistema cardiovascular.

La severidad de la hipocondría depende de este sentido de no poder controlar al cuerpo,


cuyos trastornos se vuelven un punto de referencia para estructurar la propia vida. Es
apenas sorprendente, además, descubrir la relación entre la afectividad negativa
(ansiedad, culpa, hostilidad y depresión) y los síntomas físicos enfatizada en ciertos
estudios (Costa y McCrae, 1980, 1985).

Cuando el sentimiento de estar emocionalmente situado a través de un conjunto de


referencias que generalmente están ancladas en el cuerpo cruza un cierto nivel de
intensidad (que varía de persona en persona), lleva a los sujetos hipocondriacos a
incrementar su atención sobre el cuerpo y – generalmente – sobre un amplio rango de
estados y/o condiciones corporales. Esto parecería confirmarse por los datos de un
estudio que sugieren una correlación entre síntomas somáticos y una sobre-excitación
(Lipowski, 1998; Hammad, Barsky y Regestein, 2001).

Es posible sugerir, además, que en los caso de hipocondría marcados por síntomas
somáticos, la sobre-polarización de la atención sobre los estados “internos” remueve el
sentir del sujeto de su referencia con el mundo, transformándolo así en un signo
corporal preocupante que se percibe como algo casi externo y gobernado por una lógica
propia: que es la de la enfermedad. La amplificación del síntoma entonces se debe a la
focalización de la atención del sujeto sobre el mismo corazón de la experiencia: es la
intensidad de la experiencia – y por ende su cuasi-extrañeza – la que dirige la atención
aumentada hacia el cuerpo del sujeto, afectando así su sensibilidad.

Los mecanismos fisiológicos a la base de este fenómeno están lejos de ser claros. Una
de las hipótesis más interesantes, que podría explicar los procesos subyacentes a la
hipersensibilidad visceral, pero también para la tensión muscular, toma en cuenta el
papel jugado por las neuronas aferentes (sensibilidad periférica), las neuronas del asta
dorsal de la médula espinal (sensibilidad central) y la estimulación descendida o
influencias inhibitorias sobre las neuronas nocioceptivas de la médula espinal (Anand
et al., 2007; Hobson y Aziz, 2003).
La elevada percepción de sensaciones viscerales o somáticas puede deberse a la
sensibilidad de los nervios aferentes primarios por el tipo de mediadores inflamatorios
(como K, ATP, bradiquinina, prostaglandinas, citosinas) que son liberados en
circunstancias emocionalmente significativas o particularmente estresantes (Black,
2002; Jansen, 2002). A través de la “neuroinflamación” de los tejidos (lo que lleva a que
se activen los nocioceptores), la sensibilidad periférica provocada por el inicio de
eventos estabilizantes-amenazantes de naturaleza aguda o duradera produce cambios
en la actividad de las neuronas del asta dorsal de la médula espinal. Esta activación
causa el desarrollo de un campo hipersensible que se extiende más allá del área inicial
de inflamación, y que ocurre debido a una amplificación de reacción hacia estímulos
nocivos y a una percepción del dolor seguida a estímulos inocuos.

Tal fenómeno, conocido como sensibilidad central (Woolf, 1983, 1991, 1995; Woolf y
Slater, 2000), lleva a un incremento de la sensibilidad al dolor en el órgano en cuestión
que pude persistir en el tiempo (sin ninguna evidencia de inflamación), causando
perturbaciones sensoriomotoras duraderas que pueden empeorar en relación a
condiciones de provocación. Varios estudios parecerían sugerir que la sensibilidad
central juega un papel clave en una serie de trastornos y enfermedades funcionales,
como el síndrome de colon irritable, dispepsia funcional, dolor de pecho no cardiaco,
hiperalgesia cutánea y fibromalgia (Dickhaus et al., 2003; Schaibe, Ebersberger y Von
Banchet, 2002; Staud et al., 2003; Treede et al., 1992; Sharker et al., 2000; Vab
Oudenhove et al., 2004, 2005). Parecería entonces que este mecanismo esta a la base de
la transformación de las señales corporales a síntomas. El sentido de extrañeza de los
propios sentimientos respecto de la percepción de un determinado síntoma – y, más
generalmente, de una determinada emoción de particular intensidad – lleva a un estado
de hipervigilancia. Aunque la hipervigilancia es una condición anormal del sistema
nervioso en respuesta a amenazas percibidas, los hipocondriacos – con o sin síntomas
somáticos – desarrollan una condición crónica de hipervigilancia respecto de los
estímulos viscerales y/o somáticos que variarán de acuerdo a la significatividad
percibida de determinados eventos. Debido a esta condición, ciertos sujetos
hipocondriacos tienen más probabilidades de sufrir de ataques de pánico causados por
un círculo vicioso de síntomas somáticos y pensamientos catastróficos anticipatorios
seguidos de un aumento de la intensidad de los síntomas, lo que a su vez provoca más
miedo (Fava et al., 1990).

Según nuestra perspectiva, el elemento esencial que explica los varios trastornos
dentro del espectro hipocondriaco es el mecanismo “auto-reflexivo” que afecta al
cuerpo. Este mecanismo, que se origina dentro de ciertos pacientes en respuesta a
eventos estabilizantes-amenazantes agudos y sostenidos, provoca una cierta
sensibilidad y fomenta una tendencia en el sujeto para experimentar algunas
sensaciones corporales como intensas, nocivas y perturbadoras. Es esta experiencia
que subyace a los “pensamientos distorsionados” acerca de los hábitos de cuidado, o
sobre la debilidad y vulnerabilidad personal percibida, de los que hablan los
cognitivistas. A través de la elevada percepción de la sensación visceral y somática, los
individuos con hipocondriasis desarrollan una preocupación por su salud y se
convencen a sí mismos de que sufren de una seria enfermedad, creándose así un círculo
vicioso que amplifica la intensidad de la experiencia incrementando la atención del
sujeto hacia síntomas percibidos o posibles de percibir. Como por ejemplo lo ha
demostrado Berman et al. (2008), la sub-regulación anticipatoria de la actividad al
interior de la red del SNC, activada por estímulos interoceptivos potencialmente
aversivos, es inhibida por las emociones negativas (estrés, ansiedad, rabia) en pacientes
con el síndrome de colon irritable durante la expectativa de dolor pélvico visceral.

Barsky (1992; Barsky et al., 1988) define muy bien la amplificación somato-sensorial
como un rasgo que puede aprenderse durante la propia educación y como un estado
pasajero que puede emerger como respuesta a varias sensaciones a lo largo de
diferentes periodos de la propia vida (Barsky et al., 1993). La mera presencia de este
rasgo, sin embargo, no implica ninguna enfermedad médica o psicopatología
simultánea (Barsky y Klerman, 1983).

La mayor sensibilidad hacia las sensaciones corporales que ciertos individuos parecen
desarrollar en el curso de sus vidas, y que en momentos particulares se amplifica hasta
el punto de causar una serie de efectos secundarios (preocuparse de y temer a una
enfermedad, la búsqueda de consejo médico, etc.), debería no ser confundido con el
trastorno obsesivo-compulsivo (OCD). Aunque buscar noticias tranquilizadoras de
parte de los médicos y adoptar conductas que reduzcan la ansiedad, tales como palpar
los propios nodos linfáticos para chequear su tamaño, son prácticas orientadas a
reducir la ansiedad derivada de la propia preocupación por la enfermedad (y que
podrían leerse como señales de OCD), su significado es marcadamente diferente de los
síntomas OCD. Como vimos en el capítulo anterior, la obsesión emerge de la falta de
correspondencia entre la experiencia vivida y el sistema de referencia que le da
significado a esa experiencia; este estado también es verdadero en el caso de la obsesión
hipocondriaca. La falta de deseo de una persona hacia su esposa, por ejemplo, podría
llevarlo a creer que está sufriendo de una enfermedad a la próstata, una creencia que a
la vez lo llevará a la búsqueda frenética de un diagnóstico certero y a un rango de
comportamientos dirigidos a verificarlo. El trastorno se origina desde un sentido de
inseguridad y está basado sobre una idea obsesiva acerca de la enfermedad, lo que
origina formas de conducta dirigidas a adquirir nuevas certezas (visitas a doctores,
pruebas diagnósticas, la prueba de la propia potencia sexual), que a su vez amplifican
la idea obsesiva, contribuyendo así a la ansiedad y el malestar del sujeto.

Las cosas son muy diferentes cuando se llega a la hipocondría, con o sin síntomas
somáticos. Aunque los pacientes con mayor convencimiento de que tienen una
enfermedad tienden a tener síntomas somáticos muy severos, mientras que los
pacientes con altos niveles de miedo a la enfermedad tienden a ser más ansiosos o
fóbicos (Kellner et al., 1985), en ambos casos es crucial la percepción perturbadora y
nociva del propio cuerpo o de los órganos. Es precisamente la percepción centrada en
el cuerpo de uno mismo lo que origina y fomenta las propias conductas, fantasías y
pensamientos sobre la enfermedad. Por el contrario, la atención de los pacientes OCD
sólo es dirigida hacia el cuerpo enfermo a causa de un “fenómeno intelectual”: la
obsesión (Greeven et al., 2006).

Como dijimos previamente, el malestar emocional puede se asociado a uno o más


síntomas físicos, incluso si el cuadro clínico no se caracteriza por el miedo y la creencia
de estar sufriendo una enfermedad orgánica. Este es, por ejemplo, el caso del inicio del
trastorno somatoforme que veremos a en este caso clínico.

Caso clínico

Pedro es un ingeniero informático de 30 años, hijo único que todavía vive con sus
padres. Desde los 19 años, cuando empezó la universidad, Pedro ha estado sufriendo
de dolor muscular, dificultad para concentrarse, dolores de cabeza, fatiga, náusea e
hinchazón intestinal. Estos síntomas, que eran una característica constante en la vida
de Pedro como estudiante, empeorando en periodos de exámenes, se convirtieron en
una completa enfermedad incapacitante el 2004. Cuando Pedro volvió de sus
vacaciones de verano ese año, encontraba que el dolor era demasiado para seguir
estudiando. El dolor punzante en su espalda y articulaciones no le permitían dormir,
mientras que una molestosa irritabilidad intestinal lo obligó a seguir una diera estricta.
La condición de Pedro empeoró con el paso de los meses: el dolor se hizo más intenso
y Pedro ya no se pudo concentrar, hasta el punto de pensar en dejar sus estudios. Con
todo esto, se sintió más abatido y su salud empeoró más. En marzo del 2005 Pedro
decidió pedir ser admitido en un hospital para que lo revisaran.
Es interesante re-examinar la sintomatología de Pedro dentro del marco de su vida.
Antes de terminar sus vacaciones, el 2004, Pedro había fallado en los exámenes más
difíciles de su curso. Al volver de sus vacaciones, teniendo que pasar de nuevo por ese
gran obstáculo, Pedro empezó a tener miedo de que nunca podría pasarlos. Como su
ansiedad aumentó, no fue capaz de concentrarse más. Se pasó los días atormentado por
lo que percibía un dolor sin causa, moviéndose entre un sentimiento de falla y la
imposibilidad de abandonar sus estudios. En febrero, afectado por dolores
insoportables, Pedro decidió dejar la universidad. Esto coincidió con su admisión en el
hospital. Los variados diagnósticos no arrojaron ningún resultado: Pedro fue dado de
alta y prescrito con 20 mg de paroxetina. Dentro de unas pocas semanas todo el dolor
desapareció, y en unos meses Pedro se las arregló para completar sus exámenes. El día
después de obtener su grado dejó de tomar la paroxetina. Unos meses más tarde, Pedro
comenzó a trabajar en una compañía de software, y por un par de años todo parecía
andar bien. Unos pocos meses antes de su matrimonio, sin embargo, Pedro empezó a
sufrir de nuevo fatiga, dolor de cabeza, irritación, dolor muscular, dispepsia y cólico
abdominal, y llegó a nosotros por ayuda.

Una de las preguntas más interesantes que surgen del caso de Pedro, y una que se puede
extender hacia el trastorno somatoforme y hacia los trastornos funcionales más
generalmente, tiene que ver con la relación entre un cierto modo de percibirse a uno
mismo y el inicio de las enfermedades orgánicas (Geeraerts et al., 2005; Kubzansky et
al., 1997). El tema del grado con que estos trastornos pueden predisponer a los sujetos
a ciertas enfermedades sugiere que el dialogo y la investigación conjunta con el estudio
de la patología clínica debiera renovarse. Las neurociencias podrían así proveer de una
nuevo modo de vincular a la psicología con la medicina.

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