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Histeria
Un rasgo recurrente compartido por todos los desórdenes conectados a este estilo de
personalidad y que representa un factor experiencial común a todos ellos, es el modo
con que el sujeto percibe la dimensión visceral, somática y musculo-esquelética de su
emotividad. Particularmente cuando la intensidad emocional se incrementa, pero
incluso en formas crónicas del trastorno, la dimensión corporal de la activación
emocional es percibida como una aflicción que absorbe la propia atención de una
manera distintiva. Por ejemplo, en el caso de las dos formas patológicas que pueden ser
vistas en los extremos opuestos del espectro (y para definir sus límites) – hipocondría
e histeria – los sujetos perciben su propia experiencia corporal emotiva como algo
central, mientras que al mismo tiempo la perciben como desde afuera. En el caso de
ambas condiciones, no sólo es esta experiencia penetrante, sino que también es
percibida como algo externo, como si sólo tuviera que ver con el cuerpo. ¿Qué forma
toma la dialéctica entre la ipseidad y la alteridad en el caso de estos dos trastornos, y
qué rol juega el cuerpo?
De acuerdo con lo que ha sido argumentado hasta ahora, es interesante notar que este
sentido compartido de externalidad de la experiencia emocional es percibida de
maneras diametralmente opuestas en la hipocondría y en la histeria. En el caso de la
hipocondría, donde la combinación de las dos polaridades se inclina hacia el lado
Inward, el sujeto puede verse como cayendo de nuevo en su experiencia corporal, como
si esto fuera algo más que una experiencia emocional. La persona aquí ve su activación
emocional visceral, somática y/o músculo-esquelética, no como el significado
encargado de una situación cualquiera, sino como un signo de la enfermedad de este
cuerpo o de uno de sus órganos; por eso, la activación emocional será aquí percibida
como una amenaza “a las mismas bases de la propia existencia” (Ladee, 1966), tanto
presente como futura. Lo que cuenta para el carácter dramático de la hipocondría es el
hecho de que en la experiencia subjetiva esta condición corresponde a la alteración
actual de la propia percepción de estabilidad personal. Como aquí el sentido de
permanencia del Self está centrado principalmente en un marco referencial que emplea
un sistema de coordenadas centrado en el cuerpo, cualquier cambio perturbador
(inexplicable) que afecte al cuerpo amenaza con socavar la percepción que tiene el
sujeto de su propia estabilidad. El egocentrismo distintivo de los hipocondriacos
debiera ser visto en relación a esta intensa participación visceral, lo que “obliga” al
sujeto a adoptar un modo de polarización “interna” y de monitorear cada cambio de
intensidad, aquí percibida como una amenaza de la integridad personal. Estas
alteraciones de la estabilidad personal son reguladas a través de la búsqueda de una
cura o, más bien, de alguien que pueda proveer una cura: un internista, especialista,
psicólogo, psiquiatra o incluso exorcista, a quien se le pide que explique el significado
de la queja. Mientras más intensa sea la percepción de esa condición emocional como
una enfermedad, la búsqueda será mas acuciosa.
La hipocondría y la histeria por lo tanto revelan cómo centrarse en cada una de las dos
polaridades emocionales corresponde a diferentes formas de percibir la dimensión
física de la propia emotividad. En ambos casos, la emotividad se percibe como una
aflicción. Consideraremos la génesis de esta experiencia común cuando discutamos los
desórdenes.
Con el fin de definir las formas de ipseidad que se originan al interior de este estilo de
personalidad, es importante entender cómo la experiencia emocional percibida de
manera visceral se combina con una sintonía hacia las fuentes externas de referencia.
Para ilustrar cómo se manifiesta la integración de estas dimensiones en el transcurso
de la vida de acuerdo a las inclinaciones preferidas, volveremos una vez más a la
literatura.
7.1 El Perdedor
La historia parte del epígrafe que introduce el tema del libro: el suicidio de Wertheimer,
algo “calculado con suficiente antelación… no un acto de espontánea desesperación”
(Bernhard, 1992). Lo que sigue es una divagación en la cual el narrador construye y
reconstruye una serie de eventos, buscando el significado del suicidio.
Unas pocas páginas después, el narrador, en una de sus divagaciones, se vuelve hacia
sus razones originales para llegar a ser pianista. Él se había dedicado por entero a la
música por su familia, la que odiaba todo arte y todo talento artístico. Su opción
entonces había sido una manera de luchar contra su familia, de castigarla y oponerse a
ella. Los mismo fue también para Wertheimer y Gould: también ellos se habían dedicado
al arte para oponerse a sus padres, a quienes buscaban persuadir de su propia
genialidad artística. Sin embargo, Gould había tenido éxito en esta tarea solo. El
narrador había fallado al igual que Wertheimer; no obstante, a diferencia de
Wertheimer, él no se había perturbado tanto por eso, ya que nunca había creído
seriamente que pudiera ser un virtuoso del piano. Por lo tanto, él no había sido
aniquilado completamente por la grandeza de Gould.
Wertheimer, quien estaba encantado con su propia desgracia y sus fallos, a menudo
hablaba de la conducta de su hermana con un aire de auto-compasión.
Mientras que la música de Gould había matado a Wertheimer, no lo había hecho con el
narrador. El narrador explica que mientras Wertheimer se había sentido atrapado
cuando escucho a Gould tocar, a través de las notas de Gould él mismo había descubierto
que no podría ser el mejor: por lo tanto, que sería mejor para él ser nadie. Wertheimer
siempre había sido un emulador y siempre había deseado ser alguien – un nuevo Gould,
Mahler o Mozart; como no había sido posible para él sobresalir, había sido obligado a
terminar con su propia vida. El narrador, por el contrario, siempre había evitado toda
confrontación, abandonando el juego por pereza, aburrimiento, indolencia y
arrogancia. “Él había tomado su propia vida, mientras que yo no” (Bernhard, 1992).
Después de hablar con la esposa del dueño de la taberna, quien le da información acerca
de los últimos días de Wertheimer, el narrador finalmente emprende el camino hacia la
cabaña de Traich. Es camino a Traich que hace una variación final al tema de la muerte
de Wertheimer, la que ahora está vinculada a Gould: que Wertheimer no había sido
capaz de soportar la muerte de Gould. Como había dejado el piano después de escuchar
a este último tocar las Variaciones de Goldberg y El Clave Bien Temperado, como había
alimentado su propia desgracia y llegado a un acuerdo con su propio fallo
comparándose con Gould, Wertheimer había sentido que no podría sobrevivir a la
muerte del hombre. Esta es la tesis final del narrador.
Después de llegar a Traich, el narrador sigue las últimas semanas de la vida de su amigo
gracias a Franz, el fiel sirviente de Wertheimer. En sus dos últimas semanas,
Wertheimer, quien siempre había sido un hombre tímido, inexplicablemente había
invitado a un alegre grupo de conocidos a su cabaña. Estas personas habían pasado todo
el tiempo alegres. Lo extraño, sin embargo, era el hecho de que Wertheimer había
recibido un piano completamente desafinado desde Salzburgo el día anterior al arribo
de sus conocidos, con el cual había tocado a Bach y a Handel por dos semanas. Franz
todavía recordaba cómo, cuando llamando para ordenar el piano, su maestro había
insistido repetidamente que él quería “un gran piano horriblemente desafinado y sin
valor” (Bernhard, 1992). Wertheimer había usado este instrumento para tocar a Bach
y a Handel sin interrupción. Había entonces mandado a todo el mundo lejos, y se había
pasado dos días en cama.
Aquí termina El Perdedor: una novela monolítica que describe a dos personajes que
toman a Glenn Gould, el hombre excepcional, como un punto de referencia para darle
un último significado a sus propias vidas – uno estabilizando su vida al focalizarse en
su desgracia, el otro focalizándose en su propia incapacidad de atreverse.
Las dos tendencias de estos personajes se polarizan por medio de un encuentro con un
genio. Así Wertheimer cambia cada evento en una excusa de desaliento, aprovechando
“el mecanismo del hombre perdido” al máximo. La auto-compasión, la queja y la
desgracia que espera en cada esquina se combinan con una necesidad de otro para
emular o aplastar, temer u oprimir. El segundo personaje, por el contrario, que es el
narrador en primera persona, siempre toma parte en los eventos de manera
retrospectiva, como si nunca estuviera completamente involucrado en ellos, sino sólo
pretendiendo – como si cada circunstancia entregara una nueva excusa para seguir
escondiéndose. La suya es una extraña mixtura de apatía y soberbia, miedo y
complacencia, egocentrismo y respeto por los demás.
Las diferentes inclinaciones que moldean los destinos de estos dos sujetos entregan un
interesante ejemplo del modo en que este estilo de personalidad puede inclinarse hacia
uno polo u otro. El sentido que Wertheimer tiene de su propia experiencia depende de
la medida que deriva de una comparación con otro; por el contrario, el narrador – quien
estructura la estabilidad de su propia experiencia de acuerdo a un desapego preciso e
intencional de las cosas y de las personas – ve al otro sólo como un punto de referencia
indirecto.
7.2 Desórdenes
Es posible, por ejemplo, cruzar una sintomatología que se caracterice por ataques de
pánico gatillados por una comparación particular devastadora; por otra parte, la misma
condición podría gatillar una forma de anorexia marcada por una actitud controladora
y manipuladora. Aunque la sintomatología objetiva es indistinguible de la de los
ataques de pánico en el primer caso, y de la anorexia nerviosa en el segundo, una
inspección más cercana – una que tome en cuenta la experiencia subjetiva – sugiere que
el cuadro sintomático aquí es completamente diferente. La sintomatología de los dos
casos en cuestión reflejará la estructura emocional sobre la cual esté incrustada: en el
caso del pánico, también será asociada con una atención hacia los demás; en el caso de
la anorexia, a una actitud manipuladora que no se encuentra en la anorexia nerviosa –
que, como enfatizamos antes, está más bien marcada por una tendencia hacia la
radicalización de la propia independencia personal. Si el primer caso pudiera ser
considerado como un ataque de pánico conectado a una situación social (fobia social)
(Stein, Shea y Uhde, 1989), en el segundo caso podría valer la pena hablar de una
anorexia secundaria que difiere de la anorexia nerviosa. La sintomatología de la
anorexia aquí parecería estar integrada con actitudes hipocondriacas o con una actitud
segura de uno mismo, controladora o teatral. Esto nos trae a la mente la distinción
hecha por Sollier (1891) entre “anorexia primitiva”, que gira en torno a una idea fija, y
una “anorexia secundaria”, un trastorno a menudo temporal que ocurre en relación a la
histeria. Otra forma bien común de este desorde encontrado en la práctica clínica es la
anorexia secundaria marcada por una dificultad para tragar (globus faringis).
Otro aspecto interesante de este estilo es el modo en que su polarización puede variar
a través de los diferentes periodos de la vida de los sujetos, hasta el punto de provocar
desórdenes con aparentes características irreconciliables. El mismo sujeto, por
ejemplo, podría mostrar una sintomatología anoréxica a los 20 años y una
hipocondriaca asociada con ataques de pánico a los 30. Es decir, dependiendo de la
forma que en que el sujeto se sitúe en diferentes momentos de su vida, podrían surgir
una serie de trastornos que se incrustan en su trasfondo emocional, fijando así sus
características. Este punto será ilustrado en el análisis de caso que sigue.
Claudia es una secretaria de 42 años; está divorciada y tiene una hija de 16 años. Desde
hace 3 años viene sufriendo de una forma muy peculiar de ansiedad que surge de una
“idea fija” (para citar a Janet, 1898). Por esta razón, su caso ha sido diagnosticado – de
manera equivocada, según nosotros – como un trastorno obsesivo-compulsivo. Claudia
pasa la mayor parte del día imaginando que su pareja actual – a quien realmente ella
considera alguien temporal, y por el que no siente una gran atracción – está viendo a
otra mujer en secreto. Así que no sólo los días de Claudia están marcados por una serie
de eventos que ella evoca en su imaginación, sino que a través de esos episodios Claudia
organiza su tiempo: actúa como un detective, saliendo en mitad de la noche para
comprobar si el auto de su pareja está estacionado al lado de la casa, revisando el
teléfono, cambiando sus horarios de trabajo para juntarse con su pareja cuando él
menos lo espera. Toda la vida de Claudia, en otras palabras, se organiza de acuerdo a la
trama de una película de detectives que ella construye todos los días. Vale la pena
examinar la historia de su trastorno, que aparece primero hace 13 años en forma de
una hipocondría seria. Después de dos años de feliz matrimonio, Claudia tuvo una hija,
a quien cuidó tiempo completo hasta que la niña empezó a ir a la sala cuna. Este cambio
despojó de significado a la vida de Claudia, para el tiempo en que ella no tenía trabajo.
Los días de Claudia se volvieron entonces largos y aburridos, convirtiéndose en una
pesada carga. Claudia sentía que su marido no estaba presente lo suficiente: la
complicidad que marcó su relación antes del nacimiento de su hija parecía haberse
perdido irremediablemente. Claudia entonces empezó a rumiar sobre una aventura
extramarital; no obstante, al mismo tiempo, se preocupaba acerca de la posibilidad de
contraer una enfermedad de transmisión sexual (SIDA, hepatitis C, etc.). Como Claudia
centraba su atención en los cambios de su cuerpo – cambios imaginarios que surgían
de su miedo a estas enfermedades – el pavor de tener cáncer gradualmente se apoderó
de ella. Por dos años ella organizó su vida basada en nuevos síntomas, resultados
médicos, exámenes de especialistas clínicos y estadías en el hospital. Luego Claudia
empezó a trabajar. De pronto, sus días nuevamente se ocuparon, y su cuadro clínico
cambió: los síntomas hipocondriacos disminuyeron, pero Claudia empezó a tener un
miedo recurrente de que su esposo la estuviera engañando. La situación marital de
Claudia empeoró progresivamente, y unos pocos años después decidió dejar a su
esposo. Lo interesante de esto es el hecho de que, incluso tres años después de la
separación, cuando ella ya se había embarcado en la relación con su actual pareja,
Claudia continuaba preocupándose de que su marido pudiera estar teniendo aventuras
que ella desconocía. Sólo recientemente Claudia ha empezado de a poco a mirar a su
nuevo compañero con la misma preocupación.
Entre el vasto rango de trastornos conectados con este estilo de personalidad, dos en
particular pueden verse estando en los extremos opuestos de este espectro: la histeria
y la hipocondría. Ambos trastornos se caracterizan por la experiencia penetrante de la
externalidad del cuerpo, percibida – de maneras distintas – como una entidad
autónoma y poco confiable más allá de su control.
Histeria
Esta pregunta no puede ignorarse si, junto con los cambios en las dinámicas naturales
a las que las neurociencias le han dibujado una nueva luz, también deseamos entender
las alteraciones de la experiencia personal que caracterizan al trastorno histérico. Como
lo hemos hecho consistentemente a lo largo de esta segunda parte del libro, tomaremos
la experiencia del paciente como un punto de partida para examinar el origen del
trastorno y su relación con la activación de aquellas estructuras cerebrales que
constituyen su sustrato neuronal. En las secciones siguientes, consideraremos el caso
de una epilepsia psicógena provocada y luego una parálisis bilateral de mano.
Caso clínico
Dora es una dueña de casa de 33 años, casada con un trabajador de 37 años, y la madre
de una niña de 5 años de edad. Dora visita nuestro estudio debido a síntomas que
prevalecen y que consisten en dolores de cabeza, dolores migrantes y desmayos
repentinos. Dora también se queja de pensamientos recurrentes sobre la muerte de su
esposo y de su madre.
Sobre la única base del reporte de Dora, no sólo es difícil entender el sentido de sus
síntomas, sino que es imposible explicar su sintomatología histérica. La manera más
simple de dar cuenta del cuadro clínico de Dora sería entonces buscar un mecanismo
capaz de originarlo.
Sin embargo, un método clínico que también tome en cuenta la historia del paciente,
buscará develar la coherencia de los eventos descritos – y esto asociándolo con los
mecanismos subyacentes. De tal manera, todos los síntomas serán concebidos dentro
del contexto de la unidad de configuración representada por la construcción que hace
el paciente de su propia historia, adquiriendo así nuevas determinaciones. Con el fin de
entender los síntomas de Dora, estos deben ser insertos en una red de circunstancias
que preceden su emergencia (Arciero, 2006). Porque si examinamos el contexto del
nacimiento del bebé (que dora reconoce como la raíz de sus problemas),
inesperadamente descubrimos que cuando Dora estaba embarazada la fábrica donde
había estado trabajando cerró. Este evento provocó una reacción no inmediata de parte
de Dora porque ella percibió su embarazo casi como vacaciones. Cuando el bebé nació,
sin embargo, Dora de pronto se encontró a sí misma en una condición donde no sólo se
le había investido con nuevas responsabilidades, sino donde cuidar de su hija la hizo
sentir sola y asustada. Fue en esos primeros meses que Dora se dio cuenta de que nunca
más tendría un trabajo y que la maternidad era un callejón sin salida. La visceralidad de
Dora percibió miedo y tristeza – como se hará evidente en la sección sobre hipocondría
– dando cuenta de la exacerbación de su dolor abdominal, que la obligó a operarse. Aún
removiendo los cálculos biliares no se alteró el cuadro hipocondriaco: privada ahora de
cualquier anclaje orgánico, que en realidad se volvió más diverso, cuando Dora vino a
percibir todo cambio corporal a la luz de la enfermedad. En cualquier momento que
Dora se sienta sola, el miedo que acompaña su auto-percepción inmediatamente se
amplifica anticipando incluso las más severas condiciones de soledad que le
provocarían la muerte de su esposo y de su madre. Otras veces, Dora sentiría rabia por
su hija, a quien culparía de su propio malestar.
La situación, que se había vuelto mucho peor cuando la niña ya estaba en la edad pre-
escolar, de pronto empeoró un día cuando llegó a casa del jardín infantil. La hija de Dora
decidió que quería ir a jugar con su amigo, quien vivía en la casa de atrás. Dora no la
dejó. La niña empezó a discutir con su madre y luego a gritarle. Dora no sólo sintió que
estaba a la voluntad de su hija, también temió que los gritos de la niña alertaran a los
vecinos y que pensaran que no estaba cumpliendo su papel de madre. Esta anticipación
causó en Dora un sentimiento de inestabilidad: su cabeza empezó a girar, sus piernas
temblaron y empezó a temer que pudiera desmayarse. Con muy poca convicción, Dora
intentó callar a su hija, que seguía gritando. Dora se sintió más aproblemada por el
temor de perder la conciencia, algo que ella sentía que podía pasar en cualquier minuto.
Cada vez más mareada, Dora no podía seguir sintiendo sus piernas; los gritos de su hija
se desvanecieron a la distancia y su visión se nubló; aterrorizada, Dora se desvaneció.
Esta secuencia de eventos estaba destinada a repetirse varias veces en el transcurso del
año. Ahora, cada vez que la intensidad del conflicto con su hija cruza cierto nivel, Dora
siente una especie de aura y tiene episodios provocados de epilepsia.
El tema central del trastorno de Dora, que le hace perder la conciencia, parecería estar
conectado con una amplificación del miedo por medio de un mecanismo similar al del
pánico, siendo la principal diferencia que la fuente inmediata de peligro para Dora es el
cuerpo en su función motora y/o sensitiva. El miedo originado por una situación
interviniente, percibida somáticamente, conduce a una anticipación de la incapacidad
del cuerpo para funcionar: un proceso no diferente a la reacción de inmovilidad
gatillada por una amenaza. Esta condición, a su vez, lleva a un incremento del miedo y
– en un círculo vicioso – a una modificación de la percepción del sujeto de su cuerpo,
que puede incluso conducir a varias formas de epilepsia provocada. El mismo proceso,
como veremos, puede estar a la base de la parálisis histérica, y emerge con particular
evidencia en el caso de trastornos menores como la dificultad para tragar (globus
faringis). Desde esta perspectiva, la transición abrupta y discontinua enfatizada por
aquellos que siguen la teoría de disociación parecería ser el resultado de un proceso de
auto-amplificación (que podría volverse automático con el paso del tiempo), un proceso
primero provocado por una situación emocional significativa. La información reunida
en algunos recientes estudios pioneros sobre neuroimagen funcional parecerían apoyar
esta perspectiva, aunque la particularmente gran variabilidad de la sintomatología
histérica (Janet, 1907; Ron, 1996) sugiere que cualquier resultado debe ser evaluado
con extrema precaución.
La perspectiva neurocientífica
Tiihonen et al. (1995) usó la estimulación eléctrica del nervio mediano izquierdo en un
estudio SPECT de caso único durante un episodio agudo de parálisis psicógena lateral
izquierda y una parestesia, y después de la recuperación del paciente. Antes de la
recuperación, había un incremento de la perfusión del lóbulo frontal derecho (+7,2%
comparado con el lado izquierdo) y una hipoperfusión en la región parietal derecha (-
7.5% comparada con el lado izquierdo). Después de la recuperación, el cambio en la
profusión del lóbulo parietal derecho fue mayor en el lado izquierdo, como se esperaba,
durante la estimulación del nervio mediano izquierdo. La interpretación de los
resultados sugirió que la parestesia estaba asociada con la inhibición de la corteza
somatosensorial en las áreas frontales. Estas conclusiones sugerirían que las
condiciones psicológicas específicas pueden provocar cambios en la fisiología del
cerebro, hasta el punto de originar síntomas específicos.
Vuilleumier et al. (2002) realizó un estudio fMRI de siete pacientes con pérdida
unilateral psicógena de la función motora, con o sin perturbaciones sensoriales
concomitantes en la misma extremidad, empleando estimulación controlada que
involucraba la vibración lateral de ambas extremidades afectadas y no afectadas. Más
tarde compararon la activación cerebral durante la etapa aguda de la enfermedad y otra
vez dos a cuatro meses después. Las regiones en los sistemas motor y sensitivo que
mostraron hipo-activación en respuesta a la estimulación vibratoria (asociada con los
síntomas histéricos y regresión con recuperación) fueron el tálamo centro-lateral y los
circuitos de los ganglios basales. Estas áreas son parte de los circuitos fronto-corticales
que favorecen las funciones motoras y cognitivas. El tálamo, en particular, es una
parada principal de los aferentes que van a la corteza y pueden controlar áreas
corticales que involucran funciones motoras, sensoriales y cognitivas. La estimulación
del núcleo central de el tálamo puede provocar movimientos que son realizados de
manera intencional, o inhibir acciones voluntarias. Vulleumier et al. señala además que
el daño de esos núcleos (por ejemplo a través de derrames) puede causar olvido motor
“intencional” a pesar del normal funcionamiento motor y sensorial – una condición
clínica similar a la parálisis histérica.
Los ganglios basales, por otro lado, son estructuras neuronales al interior de los
circuitos motores y cognitivos (Grabyel et al., 1994). El globus pallidus – pero también
el tálamo – recibe señales desde la amígdala y de la corteza órbito-frontal. Estos
circuitos entregan potenciales caminos a través de los cuales las señales límbicas
pueden afectar el procesamiento sensorial, o derivar en una inhibición selectiva de la
acción. Por lo tanto, una activación emocional intensa y sostenida puede dañar la
disponibilidad motora y la iniciación a través de la modulación de sistemas específicos
de los ganglios basales y del tálamo-cortical.
Caso clínico
Este tipo de explicación se vuelve aún más atractivo si examinamos el contexto donde
se manifestó el primer episodio. Sólo una semana había pasado desde que Carla había
empezado a trabajar otra vez: el trastorno apareció en su primer día libre. Esa mañana
la suegra de Carla – con quien tenía una relación conflictiva – le había pedido una hora
para peinarse. Carla sintió que no podría cumplir esa demanda. La sintomatología que
se manifestó ese día podría entonces ser fácilmente interpretada como una “ganancia
secundaria”. La parálisis de Carla podría entonces explicarse como un medio de salvar
la apariencia cuando una expresión de malestar habría sido contraproducente,
mientras que una negación explícita habría empeorado más el conflicto entre las dos
mujeres.
Sin embargo, bajo una inspección más cercana – una que busque entender la
experiencia desde el punto de vista del sujeto que la experimenta (y así evitar aplicar
cualquier noción preconcebida a la historia de la vida de un individuo) – puede surgir
una perspectiva diferente sobre este primer episodio.
Carla ya había empezado a sentir que no podría soportarlos más una semana antes,
cuando había sido obligada a regresar a trabajar para evitar perder más clientes.
Repentinamente, después de un largo descanso, que había durando un par de meses, se
había encontrado teniendo tres trabajos al mismo tiempo: como madre de un bebé
recién nacido que necesitaba ser amamantado cada tres o cuatro horas; como madre de
un hijo mayor que necesitaba ayuda con sus tareas; como peluquera que tenía que
cumplir con las necesidades de sus clientes durante el poco tiempo que le quedaba.
Carla recibía una ayuda de su suegra, quien cuidaría del bebé cuando ella trabajara, y
de su marido, quien cuidaría del mayor después del trabajo.
El lunes que sucedió el primer episodio, Carla se había quedado dormida por cerca de
media hora después de haber alimentado al bebé. Al despertar, había anticipado toda
la tarde en un momento: tenía que arreglarle el cabello a su suegra, limpiar la casa,
recoger a su hijo del colegio – todo esto sin la ayuda de su esposo, quien había empezado
un nuevo trabajo ese mismo día y no llegaría a casa hasta muy tarde. El sentimiento de
constricción que había acompañado los días de Carla desde que había empezado a
trabajar de nuevo de pronto se volvió tan penetrante que se sintió completamente
atrapada: Carla se congeló. Luego puso su atención en sus manos, y empezó a sentir un
hormigueo en sus dedos, lo que aumentó hasta que no pudo moverlos más… Carla ya
no pudo abrir sus manos.
En los meses siguientes a este episodio, cada vez que la presión emocional aumentaba,
Carla anticiparía esta secuencia, que siempre la llevaría al mismo resultado: la parálisis
de sus manos. El mismo efecto, sin embargo, podría también ocurrir “sin razón”:
bastaba que Carla mentalmente anticipara su incapacidad de mover las manos para
provocar el proceso que la lleva a su parálisis actual.
El sustrato neuronal
Una serie de estudios de imágenes cerebrales pueden apoyar esta hipótesis. Marshall
et al., (1997) condujo el primer estudio PET registrando la actividad cerebral de una
paciente con parálisis del lado izquierdo de 2.5 años de duración cuando ella se
preparaba para mover e intentaba mover su pierna (izquierda) paralizada; compararon
esto con un registro de cuando ella se preparaba para mover y movía su pierna buena
(la derecha). Como esperaban, descubrieron que el movimiento voluntario de la pierna
derecha no afectada activaba la corteza promotora y sonsoriomotora primaria
contralateral y, bilateralmente, la corteza prefrontal dorsolateral (DLPFC), las áreas
sensoriomotoras secundarias (corteza pariental inferior) y los hemisferios cereberales.
También como habían predicho, la preparación del movimiento de la pierna derecha no
afectada activó la misma red pero no la corteza sensoriomotrora primaria izquierda.
Por el contrario, la disponibilidad para mover e intentar mover la pierna afectada falló
en activar la corteza premotra y la sensoriomotora primaria contralateral. Además,
cuando la paciente intentó mover la pierna afectada, las cortezas cingular anterior
contralateral y la orbitofrontal se activaron significativamente. Los autores
interpretaron esta activación como una inhibición del movimiento de la pierna afectada
por medio de la desconexión de las áreas corticales (DLPFC) favoreciendo la
planificación motora. En otras palabras, fue la intención de mover lo que provocó la
incapacidad para mover por medio de la activación de las cortezas cingular anterior y
orbitofrontal.
Spence (1999) apunta que: “El problema en los trastornos histéricos motores no está
en el sistema motor voluntario per se; está en el modo en que el sistema motor es
utilizado en la realización (o no realización) de ciertas acciones elegidas, voluntarias”.
Según esta perspectiva, el hecho de que los pacientes histéricos están impávidos por su
disfunción no significa que no estén preocupados acerca de su parálisis; más bien, se
sugiere lo contrario. La belle indifference es una manera de pretender que nada está
pasando: representa un modo de mostrar la propia parálisis a los demás manipulando
sus juicios a través de una actitud de indiferencia.
Esta sintonía de uno mismo con los demás revela una característica fundamental del
trastorno, una que tiende más al lado Outward del espectro: la necesidad de validarse
ante los demás. Este aspecto del trastorno está conectado a una serie de rasgos que han
llevado a la gente a hablar de personalidad histérica en el pasado y de trastorno de
personalidad histriónica hoy: una necesidad de atención, provocación sexual,
seducción, discontinuidad emocional, inestabilidad, un énfasis exagerado de los propios
estados afectivos, así como el tipo de sugestionabilidad que Janet (1907) listó
famosamente entre los más importantes estigmas asociados con la histeria. Aunque
este aspecto también caracteriza a las personalidades EDP (como hemos visto en el
cápitulo 5), la manifestación de los rasgos típicos de la tendencia Outward está más
marcada, más amplificada y mayormente desplegada en el caso de la histeria. La muy
vilipendiada teatralidad expresiva de estos sujetos se deba tal vez a la combinación
única de un particularmente intenso modo de emocionarse y una igualmente fuerte
necesidad de otro por el cual sentirse situado. El elemento único de este trastorno es
precisamente esta integración de la agudeza emotiva con una igualmente irresistible
necesidad de co-percibirse por medio de los otros. Por ende, la intensidad de las
emociones del sujeto aquí se combina con su discontinuidad situacional, como si una
serie de circunstancias “naturalmente” provocaran reacciones al máximo. Los cambios
violentos que estos sujetos experimentan en relación a su propio sentido del Self los
lleva a trastornos disociativos de identidad o a cambios repentinos del estado del
ánimo. Desde una perspectiva clínica, vale la pena enfatizar un último y muy relevante
descubrimiento que hemos hecho en el transcurso de nuestra práctica clínica: la inusual
asociación de estos rasgos con los síntomas conversivos (Kretscmer, 1926; Bowlby,
1940; Chodoff y Lyons, 1958). Es como si estas dos condiciones correspondieran a dos
modos diferentes de articular la misma combinación de elementos.
Hipocondría
Es evidente, en el cado de los trastornos que caen dentro del espectro hipocondriaco,
que los sujetos perciben cambios significativos de circunstancias basados en un sistema
de coordinadas que tienen al cuerpo (enfermo) como su punto de referencia fijo. Este
cuerpo enfermo aquí es la condición a través de la cual los sujetos se sienten
emocionalmente situados. A partir de esto es que las variaciones significativas del
situarse pueden ser percibidas como síntomas: como los signos de un cuerpo que, de
acuerdo a su enfermedad, es gobernado por un peligroso grado de autonomía, y es así
percibido como algo externo a uno mismo – como un cuerpo enfermo. En el caso de la
misma hipocondría, las experiencia displacentera del sujeto de un determinado
síntoma se asocia con su certeza de estar sufriendo de alguna enfermedad física, y con
“rumiación” acerca de esa enfermedad.
Según nuestra propia perspectiva, es claro que el tema de cómo los síntomas surgen no
puede resolverse concibiéndolos como un traslado de la esfera emocional al nivel físico,
ya que aquellos sujetos que experimentan y expresan su malestar emocional en forma
de síntomas físicos (Lipowski, 1988) generalmente perciben la emotividad como un
fenómeno centrado en el cuerpo. Aquellos que construyen su propia estabilidad en el
tiempo, principalmente a través de emociones básicas, claramente muestran una hiper-
cognición de las manifestaciones viscero-motoras y músculo-esqueléticas usualmente
asociadas con cada una de esas emociones (Rainville et al., 2006). Un ejemplo evidente
de esto es el miedo y la ansiedad, que están asociadas con un incremento del latido del
corazón, la hiperventilación y tensión muscular, también en muchos casos mareo
temporal o confusión, náuseas, aumento del sudor y sequedad de boca. La dimensión
emocional de estos sujetos, más que convertirse en síntomas físicos, se conecta
prevalentemente con la percepción de las señales corporales; como hemos visto, la
dimensión en cuestión representa una forma peculiar de encarnación. En relación a
esto, la noción original detrás del término Organsprache adquiriría un nuevo
significado: la inclinación para percibir la propia estabilidad principalmente a través de
una focalización sobre las condiciones Inward hace al sujeto más perceptivo hacia sus
propios órganos internos.
La pregunta que necesita ser contestada, por lo tanto, es cómo los sujetos
hipocondriacos se las arreglan para transformar su percepción de las señales
corporales en una de señales de un cuerpo enfermo. La respuesta más simpe sería que
la interpretación errónea de los sujetos se debe a las creencias irracionales sobre
hábitos de cuidado, o sobre debilidad y vulnerabilidad personal percibida, o un estrecho
concepto de buena salud (Abramowitz, Whiteside y Schwartz, 2002). Una perspectiva
similar (acríticamente) asume que el significado la experiencia del sujeto surge de una
reflexión, desde “el ego doblándose hacia atrás y mirándose a sí mismo” (Heidegger,
1988) para entenderse a sí mismo (ver el capítulo 1). Debería notarse que, mientras las
explicaciones cognitivas de hecho ilustran la interpretación equivocada de alguien en
riesgo de desarrollar hipocondriasis, no resuelven el problema principal que pone este
trastorno, ya que fallan en explicar el origen de la experiencia a la base de esas creencias
irracionales. Si el sujeto hipocondriaco no se siente preso de su cuerpo, se sentiría preso
de su enfermedad. Es interesante notar, en relación a esto, que a menudo los individuos
hipocondriacos que sufren de una enfermedad física real no están preocupados de ella,
eligiendo más bien poner su atención – y por ende organizar su existencia alrededor –
sobre los síntomas de una enfermedad no existente.
Esta percepción de una alteridad soberana – que es el propio cuerpo – atrae la atención
del sujeto, determina sus prioridades y, lo más importante, dicta su sentido. La
“intimidación” que el cuerpo da de manera inexplicable e impredecible es percibida
como un peligro que siempre es inminente, que se puede manifestar con diferentes
grados de intensidad, hasta el punto de causar terror. Esta intimidación del cuerpo es
de una naturaleza emocional y habla el lenguaje de los órganos: die Organsprache.
Andrea, por ejemplo, el día antes de la noche memorable que hace 12 años atrás lo
volvió un hombre anciano, había sido dejado inesperadamente por la única mujer a la
que había amado. Es en esa misma noche que Andrea estaba aterrorizado por la
taquicardia: ¡toda la noche fue rehén de su corazón!
Andrea no podía ver que su angustia era causada por el hecho de que se encontraba
dolo después de una relación que había durado cinco años: la intensidad de la angustia
era tal que toda su atención era rehén de la percepción de la incontrolable autonomía
de su propio cuerpo. La taquicardia entonces dejó de ser un signo de angustia para
Andrea volviéndose un síntoma que podía ser provocado por las circunstancias más
disparatadas: un signo de la peligrosa autonomía de su sistema cardiovascular.
Es posible sugerir, además, que en los caso de hipocondría marcados por síntomas
somáticos, la sobre-polarización de la atención sobre los estados “internos” remueve el
sentir del sujeto de su referencia con el mundo, transformándolo así en un signo
corporal preocupante que se percibe como algo casi externo y gobernado por una lógica
propia: que es la de la enfermedad. La amplificación del síntoma entonces se debe a la
focalización de la atención del sujeto sobre el mismo corazón de la experiencia: es la
intensidad de la experiencia – y por ende su cuasi-extrañeza – la que dirige la atención
aumentada hacia el cuerpo del sujeto, afectando así su sensibilidad.
Los mecanismos fisiológicos a la base de este fenómeno están lejos de ser claros. Una
de las hipótesis más interesantes, que podría explicar los procesos subyacentes a la
hipersensibilidad visceral, pero también para la tensión muscular, toma en cuenta el
papel jugado por las neuronas aferentes (sensibilidad periférica), las neuronas del asta
dorsal de la médula espinal (sensibilidad central) y la estimulación descendida o
influencias inhibitorias sobre las neuronas nocioceptivas de la médula espinal (Anand
et al., 2007; Hobson y Aziz, 2003).
La elevada percepción de sensaciones viscerales o somáticas puede deberse a la
sensibilidad de los nervios aferentes primarios por el tipo de mediadores inflamatorios
(como K, ATP, bradiquinina, prostaglandinas, citosinas) que son liberados en
circunstancias emocionalmente significativas o particularmente estresantes (Black,
2002; Jansen, 2002). A través de la “neuroinflamación” de los tejidos (lo que lleva a que
se activen los nocioceptores), la sensibilidad periférica provocada por el inicio de
eventos estabilizantes-amenazantes de naturaleza aguda o duradera produce cambios
en la actividad de las neuronas del asta dorsal de la médula espinal. Esta activación
causa el desarrollo de un campo hipersensible que se extiende más allá del área inicial
de inflamación, y que ocurre debido a una amplificación de reacción hacia estímulos
nocivos y a una percepción del dolor seguida a estímulos inocuos.
Tal fenómeno, conocido como sensibilidad central (Woolf, 1983, 1991, 1995; Woolf y
Slater, 2000), lleva a un incremento de la sensibilidad al dolor en el órgano en cuestión
que pude persistir en el tiempo (sin ninguna evidencia de inflamación), causando
perturbaciones sensoriomotoras duraderas que pueden empeorar en relación a
condiciones de provocación. Varios estudios parecerían sugerir que la sensibilidad
central juega un papel clave en una serie de trastornos y enfermedades funcionales,
como el síndrome de colon irritable, dispepsia funcional, dolor de pecho no cardiaco,
hiperalgesia cutánea y fibromalgia (Dickhaus et al., 2003; Schaibe, Ebersberger y Von
Banchet, 2002; Staud et al., 2003; Treede et al., 1992; Sharker et al., 2000; Vab
Oudenhove et al., 2004, 2005). Parecería entonces que este mecanismo esta a la base de
la transformación de las señales corporales a síntomas. El sentido de extrañeza de los
propios sentimientos respecto de la percepción de un determinado síntoma – y, más
generalmente, de una determinada emoción de particular intensidad – lleva a un estado
de hipervigilancia. Aunque la hipervigilancia es una condición anormal del sistema
nervioso en respuesta a amenazas percibidas, los hipocondriacos – con o sin síntomas
somáticos – desarrollan una condición crónica de hipervigilancia respecto de los
estímulos viscerales y/o somáticos que variarán de acuerdo a la significatividad
percibida de determinados eventos. Debido a esta condición, ciertos sujetos
hipocondriacos tienen más probabilidades de sufrir de ataques de pánico causados por
un círculo vicioso de síntomas somáticos y pensamientos catastróficos anticipatorios
seguidos de un aumento de la intensidad de los síntomas, lo que a su vez provoca más
miedo (Fava et al., 1990).
Según nuestra perspectiva, el elemento esencial que explica los varios trastornos
dentro del espectro hipocondriaco es el mecanismo “auto-reflexivo” que afecta al
cuerpo. Este mecanismo, que se origina dentro de ciertos pacientes en respuesta a
eventos estabilizantes-amenazantes agudos y sostenidos, provoca una cierta
sensibilidad y fomenta una tendencia en el sujeto para experimentar algunas
sensaciones corporales como intensas, nocivas y perturbadoras. Es esta experiencia
que subyace a los “pensamientos distorsionados” acerca de los hábitos de cuidado, o
sobre la debilidad y vulnerabilidad personal percibida, de los que hablan los
cognitivistas. A través de la elevada percepción de la sensación visceral y somática, los
individuos con hipocondriasis desarrollan una preocupación por su salud y se
convencen a sí mismos de que sufren de una seria enfermedad, creándose así un círculo
vicioso que amplifica la intensidad de la experiencia incrementando la atención del
sujeto hacia síntomas percibidos o posibles de percibir. Como por ejemplo lo ha
demostrado Berman et al. (2008), la sub-regulación anticipatoria de la actividad al
interior de la red del SNC, activada por estímulos interoceptivos potencialmente
aversivos, es inhibida por las emociones negativas (estrés, ansiedad, rabia) en pacientes
con el síndrome de colon irritable durante la expectativa de dolor pélvico visceral.
Barsky (1992; Barsky et al., 1988) define muy bien la amplificación somato-sensorial
como un rasgo que puede aprenderse durante la propia educación y como un estado
pasajero que puede emerger como respuesta a varias sensaciones a lo largo de
diferentes periodos de la propia vida (Barsky et al., 1993). La mera presencia de este
rasgo, sin embargo, no implica ninguna enfermedad médica o psicopatología
simultánea (Barsky y Klerman, 1983).
La mayor sensibilidad hacia las sensaciones corporales que ciertos individuos parecen
desarrollar en el curso de sus vidas, y que en momentos particulares se amplifica hasta
el punto de causar una serie de efectos secundarios (preocuparse de y temer a una
enfermedad, la búsqueda de consejo médico, etc.), debería no ser confundido con el
trastorno obsesivo-compulsivo (OCD). Aunque buscar noticias tranquilizadoras de
parte de los médicos y adoptar conductas que reduzcan la ansiedad, tales como palpar
los propios nodos linfáticos para chequear su tamaño, son prácticas orientadas a
reducir la ansiedad derivada de la propia preocupación por la enfermedad (y que
podrían leerse como señales de OCD), su significado es marcadamente diferente de los
síntomas OCD. Como vimos en el capítulo anterior, la obsesión emerge de la falta de
correspondencia entre la experiencia vivida y el sistema de referencia que le da
significado a esa experiencia; este estado también es verdadero en el caso de la obsesión
hipocondriaca. La falta de deseo de una persona hacia su esposa, por ejemplo, podría
llevarlo a creer que está sufriendo de una enfermedad a la próstata, una creencia que a
la vez lo llevará a la búsqueda frenética de un diagnóstico certero y a un rango de
comportamientos dirigidos a verificarlo. El trastorno se origina desde un sentido de
inseguridad y está basado sobre una idea obsesiva acerca de la enfermedad, lo que
origina formas de conducta dirigidas a adquirir nuevas certezas (visitas a doctores,
pruebas diagnósticas, la prueba de la propia potencia sexual), que a su vez amplifican
la idea obsesiva, contribuyendo así a la ansiedad y el malestar del sujeto.
Las cosas son muy diferentes cuando se llega a la hipocondría, con o sin síntomas
somáticos. Aunque los pacientes con mayor convencimiento de que tienen una
enfermedad tienden a tener síntomas somáticos muy severos, mientras que los
pacientes con altos niveles de miedo a la enfermedad tienden a ser más ansiosos o
fóbicos (Kellner et al., 1985), en ambos casos es crucial la percepción perturbadora y
nociva del propio cuerpo o de los órganos. Es precisamente la percepción centrada en
el cuerpo de uno mismo lo que origina y fomenta las propias conductas, fantasías y
pensamientos sobre la enfermedad. Por el contrario, la atención de los pacientes OCD
sólo es dirigida hacia el cuerpo enfermo a causa de un “fenómeno intelectual”: la
obsesión (Greeven et al., 2006).
Caso clínico
Pedro es un ingeniero informático de 30 años, hijo único que todavía vive con sus
padres. Desde los 19 años, cuando empezó la universidad, Pedro ha estado sufriendo
de dolor muscular, dificultad para concentrarse, dolores de cabeza, fatiga, náusea e
hinchazón intestinal. Estos síntomas, que eran una característica constante en la vida
de Pedro como estudiante, empeorando en periodos de exámenes, se convirtieron en
una completa enfermedad incapacitante el 2004. Cuando Pedro volvió de sus
vacaciones de verano ese año, encontraba que el dolor era demasiado para seguir
estudiando. El dolor punzante en su espalda y articulaciones no le permitían dormir,
mientras que una molestosa irritabilidad intestinal lo obligó a seguir una diera estricta.
La condición de Pedro empeoró con el paso de los meses: el dolor se hizo más intenso
y Pedro ya no se pudo concentrar, hasta el punto de pensar en dejar sus estudios. Con
todo esto, se sintió más abatido y su salud empeoró más. En marzo del 2005 Pedro
decidió pedir ser admitido en un hospital para que lo revisaran.
Es interesante re-examinar la sintomatología de Pedro dentro del marco de su vida.
Antes de terminar sus vacaciones, el 2004, Pedro había fallado en los exámenes más
difíciles de su curso. Al volver de sus vacaciones, teniendo que pasar de nuevo por ese
gran obstáculo, Pedro empezó a tener miedo de que nunca podría pasarlos. Como su
ansiedad aumentó, no fue capaz de concentrarse más. Se pasó los días atormentado por
lo que percibía un dolor sin causa, moviéndose entre un sentimiento de falla y la
imposibilidad de abandonar sus estudios. En febrero, afectado por dolores
insoportables, Pedro decidió dejar la universidad. Esto coincidió con su admisión en el
hospital. Los variados diagnósticos no arrojaron ningún resultado: Pedro fue dado de
alta y prescrito con 20 mg de paroxetina. Dentro de unas pocas semanas todo el dolor
desapareció, y en unos meses Pedro se las arregló para completar sus exámenes. El día
después de obtener su grado dejó de tomar la paroxetina. Unos meses más tarde, Pedro
comenzó a trabajar en una compañía de software, y por un par de años todo parecía
andar bien. Unos pocos meses antes de su matrimonio, sin embargo, Pedro empezó a
sufrir de nuevo fatiga, dolor de cabeza, irritación, dolor muscular, dispepsia y cólico
abdominal, y llegó a nosotros por ayuda.
Una de las preguntas más interesantes que surgen del caso de Pedro, y una que se puede
extender hacia el trastorno somatoforme y hacia los trastornos funcionales más
generalmente, tiene que ver con la relación entre un cierto modo de percibirse a uno
mismo y el inicio de las enfermedades orgánicas (Geeraerts et al., 2005; Kubzansky et
al., 1997). El tema del grado con que estos trastornos pueden predisponer a los sujetos
a ciertas enfermedades sugiere que el dialogo y la investigación conjunta con el estudio
de la patología clínica debiera renovarse. Las neurociencias podrían así proveer de una
nuevo modo de vincular a la psicología con la medicina.