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Northumberland, 1339
—Le agradecemos por haber hecho su muerte menos dolorosa, Lady Sara —
dijo el Rey Edward con suavidad, sus ojos azules estaban ya cubiertos por el dolor.
—Parece que está en paz.
Sara de Fernstowe sonrió mientras rodeaba la cama con el cuenco que
contenía los harapos ensangrentados y la cabeza de flecha.
—Su caballero no está muerto, Su Alteza —le aseguró mientras le daba el
contenido a una de las sirvientas y encaraba al Rey. —Ni morirá si logro que
sobreviva a la fiebre que sin duda le llegará.
El apuesto gigante rubio que gobernaba Inglaterra abandonó su regia pose
junto a la cama y se inclinó para que su oído quedara sobre los labios del
caballero, poniendo su enorme mano en el hombro lastimado.
—¡Es verdad, respira! ¿Cómo puede ser que mi curandero declaró que este
hombre no tenía esperanza, y usted salvó su vida?
A Sara le agradaba el Rey. Pero cuando se le negaba una cosa (tal como el
salvar la vida de uno de sus caballeros) podía imaginar a Edward III siendo tan fiero
como su abuelo, el famoso Longshanks.
Ofreció su conjetura con una pequeña risa.
—Quizás su curandero temía su ira si sus esfuerzos no daban frutos, Su Alteza.
No debería culparlo. Como debe saber, pocos hombres sobreviven a una herida
semejante.
Continuó, sin temor a decir la verdad.
—También hay una posibilidad de que yo falle, pero no lo creo. Soportó la
curación con apenas un gruñido de protesta. Aquí tenemos a un sujeto fuerte que
sabe soportar una herida. Yo diría que ha sobrevivido a otras durante su servicio, a
juzgar por las cicatrices.
El Rey se enderezó.
—Ah, no sabe ni la mitad del asunto, mi Lady. Dos veces se ha interpuesto Sir
Roland entre el desastre y mi persona. La primera vez tan solo éramos unos
muchachos… yo era solo un polluelo de rey, y Richard solo era un escudero.
Continuó, con el orgullo por su caballero visible en la expresión absorta que
portaba. Era como si pudiera verlo todo de nuevo, en su mente.
—Tres asesinos me atacaron en mi campamento, intentando acabar conmigo.
Cuando el Señor de Richard corrió en mi rescate, éste tomó la espada del Conde y
acabó con los dos que quedaban. Casi murió por un corte de espada en el muslo.
—Ah, valiente desde que era joven. ¿Fue entonces que lo tomó bajo su
servicio?
—Afortunadamente, o estaría recostado ahí este mismo día y sería a mí a quien
estaría curando. Richard debió notar que el arquero envenenó la flecha y la recibió
en mi lugar. Luego, herido como estaba, persiguió al canalla y lo partió en dos.
¿Qué opina de tal fuerza y valor?
Sara estudió a la figura que yacía sobre la cama. Su tamaño no era comparable
al del colchón. Si estuviera parado, sabía que su altura rivalizaría con la del Rey. Si
su pecho no tuviera los músculos tan desarrollados, esa flecha hubiese resultado
fatal en efecto. Sí, era tan fuerte como valiente.
Y apuesto. Su oscuro cabello color avellana brillaba con la luz roja de las velas.
Su piel se veía suave y ligeramente oscurecida por el sol. Sus enormes labios,
ligeramente abiertos, revelaban dientes blancos y derechos, y su nariz parecía
estar recta y sin ninguna ruptura.
Si tan solo pudiera ver sus ojos, quizás podría juzgar el tipo de hombre que era.
Sara se dio cuenta de que verdaderamente quería saberlo, así que lo preguntó.
—¿Qué tipo de hombre es él para obtener tales heridas? ¿Fiero? ¿Brusco?
El Rey suspiró larga y profundamente.
—No, no Richard. A menos de que se le provoque, se inclina por la gentileza y
el buen humor. Es quizás demasiado honorable. Hijo de un buen padre. Padre de
un buen hijo. Un esposo fieramente leal a su pobre esposa muerta. Un buen amigo
mío. Un caballero merecedor de exaltaciones por sus valientes acciones —Sara se
dio cuenta de que se habían formado lágrimas en los ojos del Rey.
—¡Santo cielo, eso suena como algo que se diría de un muerto! ¡Tenga fe de
que sobrevivirá, pues yo la tengo!
Eso le consiguió una sonrisa, tal como había esperado. Él se pasó la mano por
los ojos y la vio con una expresión curiosa y divertida.
—Y usted, mi lady, ¿tiene el mérito de alguna buena acción?
—¿Yo? ¡Le aseguro que no, su Alteza! ¿Quisiera ofrecerme alguno? —dijo Sara,
más en broma que en serio.
El Rey inclinó su cabeza y lo consideró por un momento, sus brazos estaban
cruzados sobre su poderoso pecho.
—Uno de los asuntos que pretendía resolver mientras estuviera en el norte era
ver que usted se casara. Ahora que su padre se ha ido, sabe que debe casarse para
conservar Fernstowe. Dos hombres me han pedido su mano. Le daré esposos para
escoger. ¿Qué le parece?
Sara se contuvo de contestar. Tomó ventaja de la informalidad del lugar y
caminó por algunos momentos, golpeando sus labios con un dedo.
Sabía que Aelwyn de Berhold quería sus tierras. Tenían frontera con las de él y
no había ocultado su secreto de tenerlas. Había estado detrás de ella desde que
tenía tan solo doce años. Habiendo fallado en obtener la aprobación de su padre
mientras vivía, y la de ella también, Aelwyn debió haber escrito al Rey.
—¿Lord Aelwyn de Berhold y quién más, Señor? —preguntó, dudando si podría
ser Lord Bankwell, un vecino lejano aquí en Northumberland que alguna vez había
preguntado por ella. Bankwell era viejo, lo suficiente para haber cortejado a su
madre antes de que sus padres se casaran. Probablemente no era él. Cuando la
conoció, pareció desinteresado y satisfecho cuando su padre se rehusó al
compromiso.
—Lord Clivedon de Kent. ¿Lo conoce?
—No —y no quería hacerlo. —¿Dice que puedo escoger a mi esposo? —sonrió
cuando vio que el Rey asentía con aprobación, y entonces su mirada cayó sobre el
hombre en la cama. ¿Debería atreverse? ¿Por qué no ser valiente, ya que no tenía
nada que perder?
—Por su gracia, mi Señor, escojo a este —anunció, señalando al caballero bajo
su cuidado.
Si había esperado sorprender al Rey Edward con su petición, se dio cuenta de
que no había sido así. Él la miró como evaluándola, luego miró de reojo a Sir
Richard, sus ojos se entrecerraron con una cierta sagacidad. Sara rezó porque
dijera que sí.
Después de varios segundos de tensa consideración, finalmente sonrió.
—Sálvelo, Lady Sara, y podrá tenerlo. Le doy mi palabra.
—¡Trato hecho! Ahora, espero que disfrute mi humilde hospitalidad, Señor, y
que se quede para la boda.
El Rey Edward frunció el ceño ante esto.
—Me temo que no puedo, pues he de estar en York dentro de tres días para
una reunión. Es poco probable que Richard se haya recuperado para cuando tenga
que irme.
—Entonces, con su permiso, ¿podría la boda ser esta noche? —preguntó
esperanzada.
—¿Cómo podría serlo? Este hombre está inconsciente —respondió. —No sería
legal hasta que realice sus votos.
—No se preocupe, podemos despertarlo lo suficiente para que conteste que sí
en el momento adecuado. ¿Podemos usar su pastor, Señor? El mío murió hace dos
meses y no lo he reemplazado aún.
Aunque el Rey aún parecía dudar si era buena idea apresurarse, se encogió de
hombros y accedió. Debió darse cuenta de que el caballero protestaría a todo
esto. Pero, obviamente, también había decidido que la unión le haría bien a
Inglaterra al poner a un protector de tanta confianza tan al norte del país.
Solo cuando dejó la habitación para bajar las escaleras e ir con sus hombres,
Sara abandonó su amplia sonrisa y exhaló con alivio.
No pudo haber ideado un mejor plan. Que la solución a sus problemas había
caído directamente sobre sus pies (bueno, mejor dicho sobre su propiedad)
parecía una señal de excelente fortuna.
Durante los últimos meses, Sara había temido otro encuentro con el molesto
Lord Aelwyn. Este matrimonio eliminaría ese peligro con seguridad.
Y también estaban los escoceses, desde luego. Ellos habían asesinado a su
padre, y desde aquel trágico día, habían estado asaltando Fernstowe, robando a
su castillo y asesinando a su gente en las afueras. Otros estados cercanos a la
frontera habían sufrido también.
Sara sospechaba que la amenaza de peligro había ayudado al Rey a tomar la
decisión de permitirle tomar a Sir Richard como su esposo. Seguramente no lo
había hecho para complacerla, sin importar que lo llamara su recompensa. Alguien
tenía que hacerse cargo de lo que estaba pasando. El Rey Edward necesitaba que
la frontera estuviera segura tanto como lo necesitaban Sara y los otros
terratenientes.
Ese Lord Clivedon de Kent que se había propuesto a ella hubiera servido lo
suficientemente bien, pero teniendo sus tierras al sur, no estaría presente durante
todo el año. Sara no tenía deseos de pasar la mitad de su tiempo al sur de
Inglaterra por el resto de sus días.
Dios solo sabía lo que le pasaría a Fernstowe si se ausentaba por demasiado
tiempo. Era seguro que el Rey se beneficiaría al colocar a un conocido y leal
caballero como el nuevo Lord de Fernstowe. Meramente había llamado su
atención al solicitar tal favor.
Miró de reojo al caballero lastimado. Ahí yacía su esperanza. Si lo podía
mantener con vida, le serviría suficientemente bien. El Rey Edward, bien conocido
por su honestidad y valores, nunca alagaría de tal manera a un hombre si no lo
mereciera.
Sara sabía que Sir Roland se recuperaría. Todo por ella. Probablemente la
odiaría entonces por organizar su matrimonio mientras yacía indefenso y sin
poder opinar. Pero su honor lo uniría a ella, a pesar de sus sentimientos
personales.
Estaría obligado a defender Fernstowe de sus enemigos, especialmente de los
fieros escoceses que atacaban cada cierto tiempo. Y una boda haría que Lord
Aelwyn comprendiera que no podía tomar a la fuerza lo que no era suyo por
derecho.
Todo el asunto tenía sentido para ella, y el Rey parecía estar de acuerdo. Con
suerte, Sir Richard pondría de su parte.
Sara acarició ausentemente el delantal que cubría su vestido. Hizo una mueca
ante las manchas que tenía, la sangre del caballero, la suciedad que marcaba el
lugar sobre el que se había arrodillado mientras bajaban su camilla al patio.
Debería cambiarse antes de la ceremonia. Pero, ¿qué importaba? El Rey ya la
había visto en ese estado. Y con el dolor que sentiría, Sir Richard ni lo notaría ni
pensaría que fuera importante.
Incluso si lograba registrar su presencia en su cerebro dominado por la fiebre,
su tipo de vestido no haría mucha diferencia. Fea y poco agraciada como era,
incluso la más limpia y costosa de las telas apenas podía hacer algún bien a su
apariencia.
Una vez que su nuevo esposo tuviera la fuerza para tal tarea, podría tener que
drogarlo para consumar la unión. Tal idea dolía, pero Sara lo aceptó. Ella era como
era, y él tendría que lidiar con su apariencia tal como ella siempre lo había hecho.
Al menos era lo suficientemente alto para mirarla a los ojos, que era más de lo
que podían decir la mayoría de los hombres. La cicatriz que avanzaba de su ceja a
su barbilla podría asustarlo como hacía con la mayoría, pero no había nada que
pudiera hacer al respecto.
Acarició su rostro dormido con una mirada de anhelo. Oh, ser tan perfecto
como este hombre, hacer que tu ser querido suspirara y te mirara con cariño, ser
deseado como seguramente lo era. Ser amada por él tal como seguramente debió
amar a su pobre esposa muerta.
No era algo que debería intentar esperar, pensó Sara amargamente. Pero para
una mujer con cuerpo de torre y un rostro tan dañado, se las había arreglado
bastante bien hasta ese momento. El Rey había parecido complacido de darle a
este hombre. Y ella se lo había ganado. Si no fuera por sus cuidados, Richard de
Strode estaría muerto.
Apartó el deseo infantil de una unión por amor y buscó en su canasta de
hierbas el extracto que podría revivir a Sir Richard lo suficiente para que diera sus
votos.
*****
Los ojos de Richard protestaron cuando intentó abrirlos, pero finalmente logró
hacerlo por suficiente tiempo para determinar que había sobrevivido. Con
seguridad este lugar no era el cielo. Ni el infierno, pues sentía como si se estuviera
congelando.
La suave cama bajo él le recordó aquella que había dejado en Gloucestershire.
Las cortinas parecían costosas, aunque probablemente más viejas que él. Olfateó
el fuerte aroma a alcanfor. Su cuerpo dolía hasta el centro de sus huesos y su
cabeza parecía a punto de explotar en cuanto la moviera.
Sintió que había alguien cerca. Alguien que tarareaba. Una mujer.
—¿El Rey…? —dijo ásperamente, incapaz de terminar la pregunta.
Una mano pasó por su frente, pero no podía ver a su dueña, por su ubicación
junto a su cama, fuera de su línea de visión.
—Su Rey vive gracias a usted, Señor. Él está bien, y se fue hacia York hace
cuatro días.
—Ah, bien —dijo. —Mi garganta…
—Seca por tanto vociferar, sin duda. La fiebre lo contuvo por más tiempo del
que temí que lo haría. Debería beber cuanto pueda de esto. Sé que no sabe bien,
pero debe hacerlo.
Los ojos de Richard se cerraron por su propia cuenta mientras aceptaba la copa
que puso sobre sus labios. Una bebida amarga le había sido ofrecida por alguien
que sonaba tan dulce, pensó. Su voz baja y suave como la miel tranquilizaba el
dolor en su cabeza como un bálsamo.
Una vez que bajó la copa lejos de su boca, le preguntó:
—¿Dónde está John de Brabent, mi escudero? —por principio ese joven
debería estar encargándose de estas labores.
—Se fue a York con el Rey, Señor. Parece ser que su padre estaría ahí y el chico
deseaba verle. Le prometí que yo lo cuidaría en su lugar.
—Ah, bueno, entonces… dado que nadie se quedó para llevar mi cuerpo a casa,
supongo que estoy obligado a vivir.
—Sí, se recuperará, aunque nos asustó bastante.
—Creo que puedo mover mi brazo —murmuró, más para sí mismo que para
ella. Lo levantó un poco y gruñó. —Aunque duele como mil demonios.
Ella pasó un trapo mojado por su frente y barbilla, enfriándolo.
—Estará bien con el tiempo. Yo diría que podrá levantarse en dos semanas. Y
recuperará su fuerza habitual en el doble de tiempo.
—Gracias a Dios —gruñó, —y a usted, he de imaginar.
Sintió que se inclinaba y deseó poder ver el rostro de este ángel que lo había
cuidado. Con toda la fuerza que le quedaba, forzó a sus ojos a abrirse
nuevamente.
Richard suponía que venía de buena casa por la manera en la que hablaba.
Había usado el Francés Normando que los nobles utilizaban al hablar uno con otro.
Su apariencia desmintió tal declaración.
Llevaba un vestido de hilado áspero y color oscuro y no tenía cubierta la
cabeza. Su cabello estaba despeinado, era una enorme masa rizada, que flotaba
sobre sus hombros como una nube oscura.
Aunque no podía imaginar al joven John dejándolo bajo el cuidado de una
sirvienta, esta mujer ciertamente estaba vestida como una. Pero sus modales y
gesto parecían refinados de alguna manera, no como los que tendría un plebeyo.
Su boca era amplia, probablemente sujeta a los cambios de su temperamento,
supuso. Invitaba a besarla, si pudiera admitirlo. No lo haría, desde luego. Uno
nunca se metía con las sirvientas. ¡Si no conocía esa lección en particular bastante
bien!
Su nariz parecía un tanto altiva con su ligera inclinación, y esa barbilla
proclamaba una innegable necedad.
Pero sus ojos fueron lo que le quitó el aliento. Color ámbar con pequeños
destellos de café. De repente, sus hermosas pestañas detuvieron su estudio.
Ella removió un poco la cabeza, como si le incomodara su mirada. El
movimiento apartó el cabello del lado derecho de su cara, la cual mostró de una
manera casi deliberada.
Richard respiró con dificultad. Una delgada cicatriz blanca recorría desde la
punta de una ceja hermosamente formada a la curva de su mejilla, en la orilla de
su desafiante barbilla.
Se le quedó mirando, completamente furioso a quien hubiera dañado tal
perfección. Una profunda herida de cuchilla, determinó por la manera del corte,
no lo suficientemente profunda para necesitar costura. Tampoco podía haber sido
producto de un accidente, pues la profundidad habría variado sobre su
prominente pómulo. Alguna mano cruel había tomado una navaja y
deliberadamente la había marcado.
¿Un maestro brutal? ¡Retaría a muerte a ese hombre! ¿O era acaso un esposo?
¡Mataría al canalla sin dudarlo!
Solo cuando se dio la vuelta para verlo completamente de frente se dio cuenta
de que debió haberla lastimado con su mirada estúpida.
A decir verdad, la línea de la cicatriz no se veía mal en lo absoluto. Pero que
alguien la hubiera desfigurado a propósito lo horrorizaba. Richard pasó saliva con
fuerza y bajó los ojos hacia sus agraciadas y expresivas manos, que se retorcían
nerviosamente alrededor de la copa de la que había bebido.
—¿Quién eres? —preguntó gentilmente.
Una esquina de su boca se elevó junto con sus oscuras cejas.
—Bueno, Señor, será mejor que se lo diga ahora que se encuentra tendido y no
puede matarme por ello—después de respirar profundamente para ganar fuerza,
anunció en voz baja: —Soy Sara de Fernstowe, su esposa.
Richard cerró nuevamente los ojos. Sería mejor no volver a abrirlos, pensó,
dado que seguía dormido y tenía visiones provocadas por la fiebre. Justo como un
desorden mental buscando crear una esposa que era completamente opuesta a la
que había tenido.
Evaine había sido, después de todo, su peor pesadilla.
La memoria de su pequeña y etérea figura, y angelical rostro apareció detrás de
sus parpados y se transformó en el cuerpo esquelético que era la última vez que la
vio.
Los sentimientos lo asaltaron, y los recibió con menos placer que a cualquier
flecha; dolor ante la muerte de alguien tan joven, sufrimiento por el hijo que sufría
por la madre que apenas había conocido, y lo más vergonzoso de todo, el alivio
que sentía. Por más que lo intentara, Richard no podía hacer desaparecer tan
despreciable sentir y eso casi lo mataba.
Gruñó y se sacudió violentamente, agradeciendo el dolor que esto le provocó.
Agradecido por cualquier otra cosa que lo distrajera de la culpa por la muerte de
Evaine.
—Buen Señor, tan odioso como pudiera parecerle, juro que hablo con la
verdad —declaró la mujer de voz aterciopelada. —Estamos casados.
Richard decidió unírsele al objeto de su perturbadora ilusión y seguirle el juego,
aunque su mente había comenzado a sacudirse nuevamente como una hoja
atrapada en un viento tormentoso.
Al menos lidiar con este sinsentido apartaría sus pensamientos de Evaine antes
de dormir de nuevo. ¿O seguía dormido? Desde luego, debía estarlo.
—¿Casados? ¿Qué demonios dices?
Ella sonrió como si quisiera disculparse y apartó la mirada.
—Sí. El Rey aprobó y presenció el evento antes de marcharse.
Richard se rió perezosamente. No tenía sentido, pero así eran los sueños.
Luego ella inclinó la cabeza, pareciendo avergonzada.
—Prometo que no lo lamentará, Señor. No más de lo que lo hace ahora.
Dejando de lado mi fealdad, tengo buenos atributos de esposa.
—Mmm… mmm —murmuró, —Atributos —le había dado algo en aquella
bebida…
—Sí. Mis habilidades como casera son excelentes, como pronto podrá ver. Sé
leer, sé escribir, y muchos consideran que tengo talento como curandera. Yo lo
curé cuando el curandero se había rendido con usted.
—Y modestia —sugirió con rudeza.
Ella se rió de sí misma, un sonido grave y tranquilizante.
—Oh, ¡ese es mi mejor atributo!
Su pecho dolía suave pero incesantemente, y Richard estaba cansado de este
sueño. Solo quería volver a sumirse en la nada y escapar de la incomodidad.
—Déjame ahora —gruñó, y cerró los ojos.
—Desde luego, esposo. Pero cuando despierte de nuevo, tiene que intentar
comer un poco.
—¿Un poco de qué? —preguntó con una risa seca, imaginándose a un pequeño
animal atravesado por un trincho. Su mente parecía flotar, apenas si recordaba el
dolor de su pecho.
—Prepararé un guisado para usted. Y pudín de huevo con nuez moscada, si lo
desea.
—Nuez moscada —susurró. —Una fantasía costosa… sin duda.
Su risa de seda atravesó sus oídos y pensó escuchar cómo se cerraba la puerta.
Por un periodo de tiempo indeterminado, durmió nuevamente, pero la
conciencia regresó eventualmente y Richard despertó de nuevo. Ella estaba ahí de
nuevo.
La mujer que recordaba estaba sentada en una silla de respaldo amplio,
cosiendo algo en un pequeño marco de madera.
A través de sus pestañas casi cerradas, Richard la vio meter y sacar la aguja,
maldecir en voz baja cuando el hilo se enredó, y dejarlo todo de lado en el suelo.
Qué terriblemente triste parecía, cerca de las lágrimas. Ella se inclinó, con los
codos sobre las rodillas y sus hermosas manos debajo de su mejilla.
—Por favor —susurró, —Por favor no dejes que me odie. Haré lo que sea…
—Ven aquí —ordenó, interrumpiendo su plegaria.
Perfectamente lúcido ahora, su sueño no parecía un sueño en lo más mínimo.
Él mismo rezó rápidamente porque la conversación anterior si hubiera sido parte
de su imaginación. Pero temía que no lo fuera.
Las palabras que ella acababa de decir no auguraban nada bueno. Debía haber
una razón por la que estuviera rezando por que no la odiara.
Ella obedeció inmediatamente, casi saltando de la silla para responder.
—¿Tiene hambre ahora? Darcy está en camino con la comida.
—¡Qué se joda la comida! ¿Hablaste conmigo antes? ¿Qué me dijiste? En
nombre de Dios, ¿quién eres, mujer? ¿Y dónde estoy? —demandó, mirándola con
su mirada más amenazante.
Ella levantó la barbilla y encontró su mirada ámbar con la suya.
—Sí, hablamos. Le dije que soy Sara, Lady de Fernstowe. Ahí es donde estamos,
Señor. En el Castillo de Fernstowe, cerca de la frontera de Inglaterra.
—Sí, sí, recuerdo tu nombre ahora —gruñó impacientemente. —Pero imaginé
que habías dicho otra cosa, que nosotros…
—Estamos casados, Señor. Sí, así es.
¿Qué eran estas tonterías? Ella estaba parada cerca, pero lo suficientemente
lejos para que no pudiera tomarla para sacarle la verdad.
Richard forzó una risa.
—Me casé una vez y juré no volver a hacerlo de nuevo. Si piensas que me
puedes convencer de que eres mi esposa, debes estar loca.
—No, no estoy loca. Necesitaba un esposo y aquí estaba usted. El Rey aceptó
inmediatamente. Nos prestó a su pastor. Se paró a su lado y lo ayudó a firmar el…
—¡No hizo nada de eso! ¡A lo que sea que estés jugando, no pienso participar,
Señora! —con tantos gritos, la voz de Richard rápidamente se convirtió en un
doloroso susurro. —No tiene caso.
—Le digo que estamos casados. Tengo los documentos, si desea verlos —ella
lanzó los brazos con frustración y se dio la vuelta, dándole la espalda.
Richard cerró los ojos y lanzó su cabeza contra la almohada antes de que el
cuello se le torciera.
—¡No! —dijo apretando los dientes. —Estoy dormido. Estoy dormido y
teniendo pesadillas por la fiebre. Cuando despierte, será para sentir la tierra bajo
mí en el lugar en que caí.
—¡Así será si es lo suficientemente tonto para desconocerlo!
—O mis pecados son más grandes de lo que había pensado y este es el infierno
—murmuró, cubriendo sus ojos con su brazo. —Salvé a un Rey, ¿y así me
agradece? —gruñó. —Arpía.
—¡Oh, no necesitas agradecer, querido esposo! ¡De nada por esta cama y por
mis cuidados, canalla mal agradecido!
—Por Dios santo, mujer —gritó con dureza, —¡Déjame solo, quiero descansar
en paz!
—¡Bueno, deberías estar descansando en paz! —gritó. —Pero viviste. Y ahora
eres mío, Richard Strode. Para bien o para mal, eres mío. ¡Así que puedes hacer lo
que quieras!
La puerta se azotó y Richard supo que se había marchado.
—Irme de aquí es lo que haré, bruja de lengua afilada —murmuró. —Pues
nunca me casaré. Ni contigo, ni con nadie más.
Capítulo 2
*****
La mañana siguiente Richard frotó sus ojos y giró la cabeza, estirando los
músculos de su cuello. Había dormido como muerto.
Se preguntaba dónde estaba la mujer. Se rehusaba a preguntar por ella.
—Estuviste aquí antes, lo recuerdo —dijo Richard al hombre que había entrado
en su lugar.
—Oh, sí, mi Lord. Me he encargado de sus, ah, necesidades. Mi Lady lo hubiera
hecho, pero sigue siendo una señorita. No creo que sería lo adecuado.
—Estoy de acuerdo —no podía imaginar a esa mujer encargándose de lavarlo o
algo parecido. Era lo suficientemente malo que tuviera que dejar que alguien más
lo hiciera, pero apenas podía sentarse, mucho menos ponerse de pie. —Entonces,
¿quién eres tú?
—Eustiss, milord. Soy el herrero de Lady Sara, la única alma en este lugar con la
suficiente fuerza para levantarlo.
Richard apartó su brazo del hombre.
—Puedo arreglármelas yo solo ahora —agregó rápidamente. —Pero gracias.
—No tiene por qué agradecer.
—Suenas como… ¿Naciste aquí? —preguntó Richard.
El sujeto de cabellera roja se rió, un sonido explosivo que combinaba con su
sonrisa.
—No, soy escocés, no necesita morderse la lengua. Al menos lo era. Ahora soy
un hombre roto, expulsado. El viejo padre de Lady Sara me encontró cerca de la
frontera y me acogió aquí. Estaba molido por una paliza y me habían dado por
muerto, estuve así por seis noches. Mi hogar es Fernstowe ahora, y siempre lo
será, siempre que me permitan quedarme.
Señaló la herida de Richard.
—Es extraña.
—¿Qué tiene de extraña? Es una herida de flecha, nada más.
Eustiss apretó los labios, sus ojos se entrecerraron.
—Los escoceses que conozco no utilizaban mucho los arcos.
—El que hizo esto lo usará incluso menos en el futuro —señaló Richard con
satisfacción.
Suponía que este viejo hombre aun debía tener algún lazo con Escocia, al
menos debía extrañar su hogar. Pero no serviría de nada dar a entender que
sospechaba de su lealtad por el momento, no cuando apenas conseguía apretar su
mano en un puño.
Una rápida mirada por la habitación le dijo a Richard que tampoco podía
depender de las armas, incluso si hubiera estado en condiciones de usarlas.
Odiaba estar incapacitado. ¿Por cuánto tiempo seguiría invalido? ¿La mujer había
dicho que dos semanas? ¿Cuatro?
A pesar de su anterior intención, le preguntó al hombre:
—¿Dónde está… tu Lady?
Eustiss se rió.
—Encargándose de los asuntos de la villa, supongo. Sale casi todos los días
alrededor de esta hora.
—Eso no puede ser seguro, que merodeé por ahí en estos tiempos —declaró
Richard, recargándose contra el almohadón que el hombre había colocado detrás
de él.
Sabía que Fernstowe estaba a muy poca distancia de la frontera,
probablemente era un lugar preferido por los bandoleros del norte. La principal
razón de la visita de Edward había sido juzgar la extensión de los problemas en la
Marcha Media y decidir qué hacer para proteger los Estados en peligro de ataque.
Eustiss lo observó de manera resentida.
—Le preocupa que los tipos al otro lado de la frontera le hagan daño, ¿verdad?
—sacudió su cabeza lanuda y suspiró. —Hay más peligro desde el este. Un fino
caballero inglés intentó atacarla una vez. Ella lo derribó de su caballo. Je je. La
bestia lo arrastró por medio kilómetro antes de que pudiera liberar su pie del
estribo. Se lo merecía.
Richard se levantó de golpe ante las noticias y ahora estaba pagando por ello.
Apretó su pecho, seguro de que su corazón saltaría por el agujero que la flecha
había hecho.
—¡Demonios! —jadeó.
—Je je —contestó el viejo. —Eso le enseñará a quedarse quieto, ¿verdad? —a
pesar de la burla en sus palabras, los ojos del herrero mostraban simpatía. —Le
falta mucho hasta estar curado.
Tan gentilmente como una madre lo haría, recargó a Richard contra el
almohadón.
—Será mejor que descanse ahora. Mi Lady lo verá en la mañana.
—¡Espera! —demandó Richard, tomando la manga del hombre. —Háblame
sobre ella. Ella dice… dice que es mi esposa. ¿Es eso cierto?
Eustiss lo miró directo a los ojos, algo que nadie con un estatus por debajo de
caballero debería atreverse a hacer. Sus palabras eran igualmente directas.
—Sí, si eso dice ella, entonces así es. Y mi Lady es una buena señora. Ella lo
tratará bien. Me aseguraré de ello. No busco morir por atacar a mis superiores,
pero si usted le hace algo a ella, me aseguraré de que llegue al infierno antes que
yo —luego sonrió, completamente dulcemente. —Le ruego me perdone, mi Lord,
tengo caballos que atender.
Richard escondió su sonrisa hasta que la puerta se cerró. El herrero podría ser
alguien a quien debía vigilar, pero había convencido a Richard de no ser un espía
de los escoceses que buscaba ayudar a futuros ataques. Jurar lealtad eterna a la
familia que había salvado su vida hablaba muy bien del honor de un hombre.
El padre de Richard le había enseñado que la lealtad era más importante para
un hombre que todas las otras virtudes combinadas. Richard vivía siguiendo esas
palabras, sirviendo a Edward III hasta la muerte, tal como había jurado hacer a los
dieciséis años.
Richard se removió e hizo un gesto de dolor. Casi había cumplido con esa
obligación antes de lo planeado. Y ahora, ¿cómo le agradecía el Rey? Lo ataba con
una esposa y una propiedad para las que no tenía ningún uso.
¿Cuántas veces había declarado Richard que pretendía permanecer soltero sin
lugar a dudas? ¿Qué no deseaba más que cabalgar detrás de su Rey hasta que
conociera a la parca o fuera demasiado viejo para subir en una silla? Más veces de
las que podía contar con todos su dedos, eso era seguro. ¿Acaso lo había
escuchado alguna vez aquel hombre?
Richard suspiró y cerró sus ojos nuevamente, pasándose una mano por el
rostro. Sí, desde luego que Edward lo había escuchado. Nunca se le escapa
ninguna palabra dicha en su presencia. Escuchaba cada silaba, cada atisbo de
significado, luego evaluaba, sacaba conclusiones y actuaba acorde a ellas para las
necesidades de Inglaterra y las suyas propias. Eso significaba que Edward de
Windsor tenía una razón para casar a uno de sus caballeros con esta mujer. Una
razón más grande que hacer feliz al dicho caballero.
Le llegarían órdenes escritas. De eso no tenía duda. Él las seguiría, desde luego.
¿No lo había jurado? El sacrificio era demasiado fuerte, tener que tomar una
esposa cuando la sola idea le generaba tanto odio, pero no protestaría con el Rey.
Conociendo a Edward, no lograría nada salvo levantar su ira. Cualquier hombre
con una pizca de sanidad lo evitaría a cualquier costa.
De hecho, Edward probablemente había preparado esta misión teniendo en la
mira más de una ventaja. Fernstowe, una propiedad favorita de Edward, ganaría
un perro guardián, y el Rey comprobaría si verdaderamente tenía la lealtad
incuestionable del hombre al que pusiera a cargo. Entonces esto se trataba de una
prueba en adición con una misión.
—¡Ah, maldito seas, Ned! ¿Cómo pudiste dudar de mí? ¿Por qué lo harías? —
dijo Richard con tono áspero, azotando un puño contra el colchón.
Esa maldita mujer le había metido la idea a la cabeza al Rey. Y Edward tenía en
alta estima al matrimonio. Él amaba a su Reina (y tenía toda la razón en hacerlo)
pero esto le hacía pensar que todas las almas en cristiandad deberían esperar
gustosas el vivir en parejas. ¡Ja!
Tumbarse ahí, inútil y gruñendo, no le conseguiría ninguna respuesta. Pero por
el momento, sabía que no podía arrastrarse hacia el salón de Fernstowe, desnudo
como el día en que vio la luz por primera vez, y demandar explicaciones de su
nueva esposa.
Estaba atrapado.
*****
*****
*****
Sara luchó por controlar los sentimientos que surgían en su pecho cada vez que
pensaba en la muerte de su padre. Lord Simon había sido el mejor hombre, no
merecía la horrorosa muerte que tuvo a manos de los escoceses. Si ella hubiera
sido un hombre, todos estarían muertos ahora. Respiró profundamente y exhaló
lentamente, recuperando la calma.
Su esposo parecía preocupado, pero ya no furioso. Ahora podría ser una buena
oportunidad para intentar establecer algún tipo de amistad. La tarea sería sola
únicamente, pues él nunca empezaría algo así.
Pero había un punto excelente para comenzar. Tenían un enemigo y metas en
común, incluso si para él estás habían sido ordenadas por el Rey.
Aunque quería más de Sir Richard de lo que él le daría, Sara sabía que no
obtendría nada en lo absoluto si no se ganaba su amistad primero.
Buscó en su interior y encontró una sonrisa que no sentía. A través de los años
había aprendido que incluso una muestra fingida de alegría ayudaba
maravillosamente a calmar la agitación en su interior.
—Me gustaría volver a advertirle que no intente retomar demasiado rápido sus
deberes como Lord, o se va a sobre exigir —dijo. —Pero veo que debe sentirse
mejor dado que pudo vestirse a sí mismo. ¿Tomará su comida en el salón con
nuestra gente? Podríamos hablar más entonces sobre reunir a los hombres y
planear nuestra estrategia.
—Um —contestó él, todavía perdido en sus pensamientos, unos muy
problemáticos, por la expresión en su rostro.
—Puede sentarse a tomar el sol, si es que sale. ¿Qué opina?
—¿Qué? —preguntó, finalmente abandonando su distracción, cualquiera que
haya sido.
Sara se rió un poco.
—¡Debe hacer que las mujeres pierdan la cabeza con toda la atención que les
da!
Le hizo caso entonces, viéndola de la cabeza a los pies. Solo entonces sus
miradas se unieron mientras hablaba.
—¿Buscas atención? ¿De qué tipo?
Sara se sentó de nuevo y acomodó la falda sobre sus rodillas.
—La que desee darme, Richard. No demando nada de ti.
Él recargó su cabeza contra la silla y la vio con los ojos entrecerrados. Sus largos
dedos golpeaban rítmicamente el reposabrazos.
—Entonces aclaremos lo que yo demando de ti.
Sara se erizó, pero pensó haberlo escondido bien, ¿era esto una prueba de
algún tipo, o pensaba ordenarle como si se tratara de una sirvienta? Muchas
mujeres nobles vivían de esa manera, lo sabía. Su propia madre hubiera terminado
así de no ser por la bondad de su padre.
—Haga su lista entonces. ¿Son tantas cosas como para que tenga que
escribirlas? —preguntó, torciendo la punta de su cinturón.
Una esquina de su boca se levantó en una media sonrisa.
—Tienes una lengua afilada, Sara de Fernstowe. Eres bastante cortante cuando
lo deseas. Desafortunadamente, eso pasa demasiado comúnmente. Podrías
mantener esas palabras para ti misma, para empezar.
—Podría ser —dijo, sin pensarlo realmente.
Él miró su ropa nuevamente con una mirada de desprecio.
—Y me gustaría que no volvieras a vestirte con harapos ahora que veo que
posees ropa mejor.
—Como desee —concordó. —Pero no es mi intención arruinar ropa buena.
Solo me visto tan modestamente cuando me encargo de tareas que requieren
trabajo duro.
Una ceja se levantó.
—¿Tareas? ¿Cómo cuáles?
Ella le sonrió dulcemente.
—Atender a los heridos, para comenzar.
Tuvo la gracia de parecer mortificado ante eso, asegurándole que si tenía una
consciencia.
—Buen punto. No te he agradecido apropiadamente por atenderme. Te
aseguró que recibirás una recompensa.
—El Rey me dio una —contestó levantando la barbilla. —Usted.
Con una rápida exhalación de lo que parecía disgusto, él apartó la mirada,
parpadeó con fuerza, y luego la miró de nuevo.
—Lo repito, me gustaría que te vistieras apropiadamente cuando te sea
posible.
—Desde luego —Sara no había supuesto que Sir Richard fuera un hombre
vanidoso, pero suponía que a la mayoría de los hombres no les gustaría que sus
esposas los avergonzaran si tenían compañía inesperada. ¿Qué hubiera pensado si
hubiera visto cómo se vistió durante su boda? Una sonrisa se le escapó con tan
solo imaginarlo.
—¿Qué te divierte? —demandó, su voz sonaba brusca con ofensa, como si se
estuviese burlando de él. Sara supuso que de cierta manera así era, pero también
se reía de sí misma.
—La vida se vuelve insoportable si no buscas el lado ridículo —le advirtió con
una mirada conocedora. —Hubiera saltado de la torre hace años si mi buen humor
me hubiese abandonado. ¿Por qué está tan serio?
Richard se burló y sacudió la cabeza.
—¿Necesitas preguntar?
—Oh, vamos. Dice que tiene propiedades, riquezas. Ahora se agregaron las
mías. Tiene niños, un gran Rey al que servir. Su salud mejora día con día. Una
esposa hogareña no es el fin del mundo, ¿sabe? —lo reprendió, aun sonriendo. —
Puede que no haga que los corazones se agiten con pasión, pero puedo conversar
tan bien como cualquier hombre. ¿Por qué no empezamos una camaradería aquí
en vez de sufrir por su orgullo lastimado?
Él se le quedó viendo por un rato, sentado y sin moverse.
—Estás tristemente mal informada sobre tu belleza, madame. Y me parece que
también un poco loca —señaló firmemente.
Ella soltó una carcajada que poco a poco fue disminuyendo.
—Sí, con esa amarga disposición suya seguramente me piensa sorda. Me
pregunto qué lo ha hecho de esta manera. Dígame, ¿no hay nada que mejore su
humor?
Esas oscuras cejas formaron una V sobre sus ojos.
—Cada cierto tiempo, pero no desde que llegué aquí.
Con un largo suspiro y sacudiendo la cabeza, Sara se levantó del banquillo y se
le acercó.
—Entonces debemos encontrar algo que lo haga, pues me gustaría verlo
sonreír —se atrevió a tocar su frente, acomodando los cabellos que se habían
desacomodado. —¿Acaso no puede?
Con un movimiento rápido como un trueno, él tomó su muñeca.
—No me toques.
Aunque su agarre no era doloroso, era bastante firme.
—Muy bien —susurró, notando la inesperada hambre en sus ojos. Le dio la
suficiente esperanza para persistir. —¿Pero cómo vamos a llevar un matrimonio si
nunca nos tocamos?
Cuidadosamente llevó su muñeca a descansar sobre su cuerpo, cerca de sus
caderas. Luego la soltó, sus dedos se abrían y cerraban lentamente mientras
retiraba su mano.
Con un tono calmado, su deseo bien oculto, contestó:
—Cumpliré los deseos del Rey en lo que corresponde a los escoceses. Y me
encargaré de tus Estados como si fueran míos, mientras me quede aquí.
—Pero no conviviremos como hombre y esposa, ¿es eso lo que dice?
Él asintió, sus manos apretaban la silla con tanta fuerza que sus nudillos se
volvieron blancos.
—¿Deseas que sea directo? Muy bien, lo seré. Te equivocaste en casarte con
un hombre que no quiere una esposa.
—¿Qué hay de los niños? —ofreció con esperanza.
—Otra perfecta razón para abstenerse. Yo ya tengo hijos.
Ella bajó los ojos.
—Y yo no.
—Así es. No tendrás razones para quejarte por el estado de tu cuerpo
arruinado o tus horas perdidas.
Sara puso su mano sobre la de Richard, la que había tomado la suya momentos
atrás.
—Esa esposa suya debió haberlo lastimado seriamente, Richard. Yo no lo haré.
—Déjame —ordenó, mientras apartaba la mano. —Y no toques ese tema
nuevamente, pues no hablaré más de ello.
Sara se encogió de hombros.
—Como desee. Pero, sea como sea, podemos ser amigos, ¿no es verdad?
Él se rió entonces, amargamente.
—¡Santo Dios en los cielos, eres la mujer más extraña que haya conocido
jamás! Y la más determinada. ¿No tienes nada de orgullo? ¡Ya dije que no me
acostaré contigo! ¡Te negué hijos! ¿Y aun así quieres ser mi amiga?
—Así es —admitió. —Tiene más sentido que el no serlo.
Él jadeó con frustración, o quizás incredulidad.
—Pides la muerte de un hombre un segundo y ríes y bromeas al siguiente.
Pasas de asesinatos a camas sin una pausa para respirar. ¿Qué se supone que
piense de ti?
—Siempre que piense en mí —declaró Sara. —Su ira disminuirá con el tiempo.
Seré una verdadera esposa, Richard. Una que lo amará verdaderamente, si me lo
permite. Sus hijos, aquellos que tiene y aquellos que podríamos lograr tener, me
darán gran alegría, no razones para quejarme. Puede pensar que estoy loca, si así
lo desea —dijo razonablemente, —pero piense en mí.
Observó su rostro mientras recibía todo lo que le decía. Cuando su expresión
no le ofreció ninguna esperanza de éxito en la misión de ese día, se dio la vuelta
silenciosamente y lo dejó solo.
Acabaría comprendiendo su manera de pensar, decidió. Tomaría tiempo y
mucho esfuerzo de su parte, considerando lo atacado que se sentía, pero ella no
se rendiría.
Dijo que no tenía orgullo, y supuso que eso debía parecerle. Si tan solo
conociera ese orgullo suyo. Sería lo que la seguiría impulsando hasta que él
admitiera que la necesitaba. Puede que nunca la amara como había amado a esa
primera esposa suya, pero Richard la necesitaba. Lo había visto en sus ojos.
*****
*****
*****
Richard se dio cuenta de que Fernstowe era una mejor fortaleza que lo que
había imaginado en términos de defensa. La pared externa estaba en buenas
condiciones. No había un pozo, pero el suelo estaba acomodado en un ángulo que
no permitiría que siquiera máquinas de guerra pudieran acercarse lo suficiente
para causar algún daño. Si algún bandido tomaba el lugar, tendría que usar el sigilo
o prolongar la siega para matarlos de hambre.
—El problema con los saqueadores yace al otro lado de mí (nuestra) propiedad
—le informó Sara como si pensara que no podía verlo por sí mismo.
Lo había acompañado, a pesar de sus protestas. Caía una suave llovizna, a
pesar de que el clima era tan cálido como era común en Julio. Su suerte, quedar
ligado con una mujer que no tenía el suficiente sentido común para salir de la
lluvia.
Richard no podía entender los motivos de la mujer para nada de lo que hacía.
Primero se había ofrecido a sí misma (y habiendo fallado eso, a la poco inteligente
Darcy) a él mientras se encontraba cachondo como una cabra en su baño. Y esta
última hora, casi lo había convencido de que poseía más conocimientos de su
propiedad de los que podría tener cualquier administrador.
Esta mujer hacía que su sangre ardiera.
Evitó mirarla directamente al darse cuenta de lo que la tela mojada del vestido
revelaba. La suave y mojada lana moldeaba sus orgullosos pechos como si se
tratase de seda. Aclaró su garganta ya que no podía aclarar su cabeza.
—¿Los escoceses han robado de tus rebaños? —preguntó.
—Mataron al ganado que estaba en su camino y lo dejaron para que se
pudriera. No buscaban comida.
Richard se detuvo y se le quedó mirando con sorpresa.
—¿Qué propósito tendría ese tipo de desperdicio?
—¿Qué importa? ¡Asesinaron a mi padre! A quién le importa cuántos…
—¡A mí me importa y a ti también debería importarte!—dijo Richard,
levantando su mano. El gesto por instinto le salió costoso, pero contuvo un
gruñido. —Esto son crímenes de odio, no por necesidad. O incluso ambición para
el caso.
—¿Por qué le sorprende? ¡Los escoceses nos odian! Lo dejaron perfectamente
claro cuando mataron a mi padre.
—Deberíamos dejar entrar a aquellos que viven cerca de la frontera y hacerlo
inmediatamente —sugirió.
Sara apretó los labios y apartó la mirada de él. Sabía que había mordido su
lengua para evitar discutir.
—¿Qué? ¿No te gusta ese plan?
Ella se dio la vuelta, tenía una mano firme sobre su cadera, la otra acariciaba su
barbilla.
—Si traemos a alguien al interior de la muralla, tenemos que alimentarlo.
Nuestras alacenas se terminarían en una semana. Además de eso, dudo que
vengan por voluntad propia dejando atrás sus hogares —su mirada ámbar lo atacó
con una pregunta incluso antes de que le diera voz. —¿Por qué simplemente no
matamos al criminal que comanda a esos merodeadores y terminamos con esto?
Richard recorrió el perímetro del patio interior nuevamente, para que ella
tuviera que abandonar su pose desafiante y seguirlo.
—Soy solo un hombre y no hay mucho que pueda hacer en el presente. Una
vez que recupere mi fuerza, terminaré con el asunto.
¿Cómo podría admitirle a Sara que el hombre del que hablaba era su hermano?
¿Cómo podía él creer que era cierto? Si Alan era responsable del asesinato de Lord
Simon, ¿cuál había sido su propósito para hacerlo? El ganado estaba ahí para
quien quisiera llevárselo, la gente fuera de la fortaleza era vulnerable para que los
escoceses robaran lo que les placiera.
Y aun así su esposa quería que creyera que Alan había terminado con su padre
y horrorizado a todos aquellos cercanos a la frontera por alardear de ello.
Era como si cualquiera que lo hubiera hecho hubiera buscado que el mismo
Rey Edward lo persiguiese con todos sus hombres. ¿Los escoceses intentaban
iniciar una guerra?
Ese Rey de ellos no tenía las pelotas para hacerlo. Todo lo que Balliol había
querido alguna vez era una corona sobre su cabeza, y Edward había sido quien lo
había dejado que la llevara. No, concluyó Richard, esto no era un esfuerzo
colectivo de los escoceses.
El problema no se resolvería pronto, así que decidió no preocuparse por él por
el momento. En su lugar, se dirigió de vuelta al salón donde podría secarse junto al
fuego. Si se iba, también lo haría Sara. La chica se veía como si alguien la hubiera
lanzado al rió más cercano.
Con un gruñido de impaciencia, la detuvo y cerró su capa que se abría en el
frente, cubriendo esos pechos suyos. La mujer no tenía vergüenza. Probablemente
nadie se había encargado propiamente de ella cuando llegó a la edad de merecer.
—No sé cómo sigues viva —murmuró. —Ve directa a tu habitación a
cambiarte, ¿me escuchas?
Ella se rió de él, con gotas brillando sobre sus pestañas y labios. El aire quedó
atrapado en su garganta mientras veía su boca abrirse y cerrarse. Repentinamente
se encontró con su propia boca, uniéndose ligeramente y apartándose en un
instante.
Maldición, pensó. No había tenido tiempo de saborearla.
Como un duende corriendo por un bosque lluvioso, subió rápidamente las
escaleras al salón y desapareció en su interior.
Por mucho tiempo, Richard se quedó parado ahí, preguntándose cómo podía
una mujer de su estatura moverse tan grácilmente, como si flotara por el aire. Y
por qué demonios él se había dado cuenta o por qué le importaba.
Capítulo 4
Habían pasado más de dos semanas desde que había sido herido. Richard
agradecía a Dios que los escoceses se habían quedado al otro lado de la frontera
por el momento. Aunque había sanado bien, ya tenía suficientes problemas en
Fernstowe.
Como regla general, raramente soñaba. Ahora Sara no solo invadía su
privacidad durante el día, sino también por la noche. En los días que siguieron a su
interrupción en el baño, no podía apartar a la mujer de su mente sin importar
cuanto lo intentara.
El limpio aroma floral que ella tenía estaba unido a sus almohadas como si
hubiese dormido ahí. Se despertaba con la nariz sumida en su suavidad, buscando
al contenedor de su esencia.
Sus manos temblaban por el deseo de tocar esa suave piel que tenía. Más que
nada, sufría por enseñarle a esa imprudente boca una lección, devorarla y hacerla
gemir con necesidad tanto como quisiera. Encendía todos sus sentidos, despierto
o dormido.
Esa mañana en particular, se despertó sudando nuevamente, altamente
excitado y con cada detalle de su fantasía fresco en su memoria. Antes de que
hubiera tenido tiempo para recuperarse, ella había entrado en su habitación.
Aunque nada de lo que decía era provocativo de ninguna manera, el mero tono de
su voz hacia que ardiera como si estuviera rodeado de fuego.
—¡Es de mañana! Parece que habrá un clima encantador. Pensé que
podríamos tener la corte en el exterior.
—¿Corte? —preguntó, mirando hacia la ventana y la suave luz de la mañana.
Tuvo una repentina visión de un día completo rodeado de plebeyos peleando.
Ella le dio el tarro de cerveza que llevaba con ella.
—No es realmente una corte, aunque ya es hora de hacerlo. No hay problemas
que resolver que yo sepa, pero los pueblerinos y muchos granjeros que vienen
desde muy lejos vendrán hoy a jurarle lealtad. Pensé que podríamos convertirlo en
una celebración. Nada grande. Cerveza extra y pasteles dulces, queso, carne.
Caminó por la habitación y apartó las cobijas de su pecho.
—¿Qué usarás? ¡Te ayudaré a vestirte!
Él dejó el tarro de alcohol en la mesa y pasó sus piernas a un lado de la cama,
cuidando que su cuerpo permaneciera cubierto para que no viera el estado en el
que se encontraba.
—Vete adelantando. Yo bajaré directamente.
Ella miró por sobre su hombro y por un instante la vulnerabilidad y la duda
cubrieron su rostro. Entonces, rápida como un parpadeo, la expresión se había
ido, reemplazada por una sonrisa cegadora.
—Muy bien. Me alegra que te estés sintiendo mejor.
Cuidadosamente dejó la túnica que llevaba y se alejó.
Dudó cuando llegó a la puerta y se giró a verlo.
—Richard, ¿me harías un gran favor? ¿Solo por lo que dure el juramento y el
banquete?
No se sentía dispuesto a concederle nada después de las noches agotadoras
que le había hecho pasar, pero tenía curiosidad.
—Te lo debo por curarme y lo sabes. Siempre pago mis deudas. ¿Qué es lo que
quieres?
Ella dejó de sonrojarse y lo miró directamente.
—¿Podrías esconder cuanto te molesto durante el día?
Richard podía ver claramente cuánto le había costado decir esas palabras.
Mordía sus labios y estaba parada recta como una estaca, pero sus nudillos
estaban blancos en la mano que sujetaba a la otra. Notó un ligero temblor
mientras esperaba su respuesta.
—Si lo deseas —concordó, viéndola con cuidado.
Ella asintió.
—Te lo agradezco —luego se dio la vuelta rápidamente y se marchó, cerrando
silenciosamente la puerta detrás de ella.
Richard comenzó a vestirse, preguntándose por qué se sentía tan culpable. ¿La
había tratado peor de lo que se merecía? ¿Qué podía esperar cualquier mujer
cuando engañaba a un hombre de la manera en que ella lo había hecho? Pero su
maldita conciencia lo molestaba igualmente.
Sara había pensado que no tenía tierras. Pensó que él también se beneficiaría
del matrimonio, así que no podía quejarse de que sus motivos fueran
completamente egoístas. Y salvo por algunas ocasiones en que había perdido el
temperamento, la mujer actuaba amable y alegremente, casi desesperadamente.
También era paciente con él, incluso en las ocasiones en las que deliberadamente
había buscado conseguir su ira.
Se encogió de hombros y concentró su mente en vestirse con algo digno de un
Lord a punto de asumir el poder de un nuevo Estado y ganar la confianza de su
gente.
No había ninguna razón de mostrar públicamente su disgusto al tener una
nueva esposa, decidió Richard. Por derecho, lo que había entre los dos tenía que
permanecer como algo privado. En cualquier caso, nunca dejaría mal a Sara frente
a la gente de Fernstowe. Pero se esforzaría el doble por parecer amable hacia ella
ahora que así se lo había pedido.
Cuando llegó al salón, vio a Sara discutiendo airadamente con dos de sus
hombres. La verdad parecía ser más un argumento que una discusión.
Richard reconocía a Everil y Jace, dos de los hombres más abiertos a expresar
su opinión entre aquellos al servicio de Sara. Se había vuelto bastante familiar con
aquellos que residían en Fernstowe para este punto, y había analizado las fuerzas
disponibles para la defensa. En el presente, ambos guardias contradecían
encarecidamente algo que ella acababa de decir.
Richard se acercó, se paró cerca y colocó su palma derecha detrás de la
muñeca de Sara. Los hombres se quedaron callados inmediatamente. Lo
observaron a él y a su gesto posesivo sobre su Lady con curiosidad.
—Confío en que no esté pasando nada malo —dijo Richard tranquilamente,
mirando a cada uno con un gesto de advertencia.
—No, mi Lord —dijo el hombre llamado Jace. Luego sonrió. —Mi Lady dice que
debemos cabalgar a las afueras esta mañana y escoltar a la gente que vive ahí al
interior. Everil y yo, pensamos que no vendrán sin protestar. Saben que es día de
corte. Nos quedaremos aquí —el otro tipo, Everil, asintió en acuerdo.
Richard levantó una ceja y los fulminó con una mirada que prometía
consecuencias si seguían hablando.
—Si tu lady dice que vayas, entonces monta y vete. Su palabra es la mía, y
ustedes obedecerán cada orden que dé. O sino… ¿Me doy a entender?
Se marcharon inmediatamente, chocando el uno con el otro en su prisa por
llegar a los establos.
Richard apartó su mano de Sara y la puso sobre su espada.
—¿Habías tenido otros problemas con estos dos?
—No realmente —contestó riéndose. —Solo piensan que sus porciones de
cerveza se verán afectadas si llega más gente.
—Y no les gusta que una mujer les de órdenes —supuso. —No podemos tolerar
eso. Si cuestionan tus órdenes de nuevo, deberé mandarlos lejos.
—Es bueno que me apoyes —dijo Sara encogiéndose avergonzadamente. —No
me lo esperaba, pero gracias.
—Es mi deber —contestó Richard. Cuando vio la gratitud sincera que brillaba
en sus ojos, agregó, —Y es un placer.
¿Por qué demonios había dicho eso? Su sincera apreciación lo hacía sentir
incluso más incómodo. Después lo trataría como si fueran compañeros cercanos
de algún tipo. O aun peor, lo molestaría en su baño de nuevo, como si fueran
amantes.
¿Por qué seguía insistiendo con la idea de que podían ser amantes? Era algo
ridículo. Nunca podría ser amigo de alguien en quien no confiaba, y sabía sin
ninguna duda que Sara tenía un motivo oculto para querer ganar su amistad.
Quería llevárselo a la cama. Sabía muy bien que no era porque lo quisiera como
hombre. Las mujeres nacidas en la nobleza solo sufrían ese deber por una razón y
supuso que esa debía de ser. Sara quería a un niño, probablemente para
asegurarse de que su propio hijo no heredara Fernstowe.
Richard se dio cuenta por primera vez de lo justo que era la manera en que
pensaba. Fernstowe debía pertenecer a ella y solo a ella. Ni él ni su hijo
necesitaban este lugar. Christopher ya había conseguido uno dos veces más
grande que había pertenecido a su madre. Y, a menos de que Alan decidiera viajar
al sur por la muerte de su padre, Chris también heredaría el Estado en
Gloucestershire.
Richard miró de reojo a la encantadora mujer que todos los días buscaba
seducirlo con su buen humor. Era cierto, era ambiciosa, al menos por el hijo que
quería, y necesitaba un protector que mantuviera el lugar seguro. Quizás había
sido demasiado pretenciosa en escogerlo para que le proveyera de ambas cosas,
pero no era una villana.
Todo lo que él le había demandado, ella se lo había concedido gustosa y sin
quejarse. Su gentil apariencia daba honor a ambos. No utilizaba joyas pero las
telas eran finas. Las ropas que había escogido eran adecuadas. Eso no había
fallado un solo día desde que le había ordenado que se vistiera como una Lady
debía hacerlo.
La verdad sea dicha, no encontraba ningún problema con Sara en lo absoluto,
excepto por atraparlo cuando él no tenía deseos de casarse. Pero debajo de la ira
que sentía por ella, Richard no podía evitar sentirse alagado porque lo hubiera
escogido. Era una vanidad que era mejor que permaneciera oculta.
¿De verdad pensaba que lo engañaba con el juego que estaba jugando? Tenía
que preguntarse cuán lejos seguiría fingiendo que lo quería. Apostaría que no
mucho después de su capitulación. Solo lo suficiente para hacer que se acostara
con ella. No se podía culpar a Sara por eso, desde luego. Simplemente era la
manera en que actuaban las mujeres nobles. Les enseñaban que tenían que ser
así.
Evaine también le había ofrecido sonrisas prometedoras la primera vez que se
conocieron. Sentía pena por los pobres hombres que creyeran que cumplirían la
promesa de cualquier pasión compartida. No cometería ese error de nuevo.
En ese momento, Sara estaba hablando con una de las sirvientas de la cocina
que repentinamente le hizo un gesto cómico y gruñó. Sara se rió con fuerza y alejó
a la sirvienta con una palmadita en la espalda.
Siempre estaba tocando a la gente. Una palmadita amigable por aquí, un
apretón de manos por allá. Sara era una mujer amable. Con sus subordinados y
con él.
Dios sabía que había hecho que quisiera que tocara su espalda. Incluso ahora
podía sentir ese encantador cuerpo suyo contra su palma mientras él le mostraba
las consecuencias de sus acciones.
¿Podría ignorar su orgullo y darle a esta esposa suya lo que quería? Debería,
pues era justo. Pero, ¿podría soportarlo cuando ella estuviera bajo él, sin ningún
movimiento, apenas soportando sus atenciones para poder obtener al hijo que
quería?
No, bajo ninguna circunstancia volvería a sentir eso con ninguna mujer, sin
importar cuánto la deseara.
—¿Por qué sacudes así la cabeza? —le preguntó Sara. —¡Uno pensaría que
acabara de proponer que tú ordeñes a las cabras en lugar de Esthel! —apretó
amigablemente su brazo.
Tocando de nuevo, pensó Richard frunciendo el ceño.
—Ven a sentarte conmigo. Tendremos pan y queso para desayunar mientras
planeamos el día.
Sintió un repentino impulso de apartar su mano de su brazo y maldecirla por su
manera de actuar. Anhelaba besar esa sonrisa brillante como el sol para hacerla
sentir cuánto lo tentaba. Quería llevarla de vuelta a su habitación, y hacerla sentir
tan descompuesta y confundida como él se sentía.
Eso nunca pasaría, Richard lo sabía por experiencia. Oh, ella dejaría que hiciera
lo que quisiera. Entonces, cuando fuera demasiado tarde para detenerse, ella se
endurecería con disgusto, soportaría sus atenciones estoicamente y luego le
pediría calmadamente un enorme favor por sus problemas.
El juego del matrimonio funcionaba de esa manera, pero Richard se rehusaba a
participar esta vez. Sería correcto y apropiado para cualquier otra persona, pero él
lo odiaba intensamente.
En su lugar, mostró los dientes en lo que esperaba que pareciera una sonrisa y
siguió a Sara. Por ese día, por lo menos, había dado su palabra de mostrarse dulce.
*****
Todos los que vendrían por la corte mensual habían llegado a medio día y Sara
presentó a Richard formalmente como su nuevo Señor.
La manera en que se dirigía a su gente la sorprendía. Aunque parecía amable,
incluso benevolente, ninguno de ellos pensaría que su esposo era un Lord débil.
Ofrecía fuerza con la espada y con las palabras.
Cualesquiera que fueran sus sentimientos hacia ella, Sara sabía que había
escogido sabiamente. Protegería Fernstowe y vería que todo estuviera bien en las
áreas en que ella no podía.
—Qué buen día —comentó felizmente mientras se sentaban juntos en una de
las mesas colocadas en la muralla exterior. Algunas personas pasaban por ahí y
algunas se sentaban para comer. Todos parecían felices con la manera en que eran
las cosas. —El juramento salió bien.
—Nadie pareció renuente —concordó. Richard cortó un pedazo del pan
especial que ella había preparado para ese día y se lo ofreció tal como era lo
apropiado.
Ella lo tomó e inclinó la cabeza en agradecimiento.
—Prosperarán bajo tu liderazgo, lo sé.
—Y no han estado nada mal bajo el tuyo, puedo verlo.
—Bueno, gracias, Señor —aunque sabía que estaba forzando sus sonrisas, Sara
agradecía su esfuerzo. Todo el día había mantenido su palabra. Ni una vez la había
observado con ira ni había dado señales de resentir su posición, ni como su esposo
ni como Lord de Fernstowe. Al estar parado siempre cerca de ella, discretamente
acariciando su espalda o tomándola del brazo, había expuesto que era suya ante
todos en Fernstowe.
Ahora le había hecho un cumplido. Dado que no había nadie lo suficientemente
cerca para escuchar sus palabras, Sara las interpretó como genuinas y no por
pretender. Qué conmovedor.
Observó cómo movía sus enormes manos mientras cortaba un pedazo de carne
y se lo extendía con su cuchillo.
Su mirada estaba fija en su boca. Sara tocó su muñeca ligeramente como si
quisiera dirigir su rumbo y sintió que su pulso se aceleraba bajo sus dedos. Un
deseo ardía en la profundidad de esos ojos verdes como solía hacer cuando se
acercaban uno al otro.
Si tan solo pudiera persuadirlo a seguir ese impulso, quizás Sara podría lograr
que esas sonrisas suyas se volvieran reales. Aunque sabía los límites de su
atractivo, también entendía que él tenía necesidades. Ella podía encargarse de
ellas si tan solo se lo permitía.
Ninguna mujer en Fernstowe, incluyendo a la promiscua Darcy, se atrevería a
usurpar su lugar en la cama de Richard. No a menos que Sara se lo sugiriera.
Su oferta de Darcy había sido solo para ver si el hombre llegaría a buscar a
alguien más. Su reacción la había tranquilizado. Richard no cometería infidelidad.
Sara había esperado que su actitud hacia ella cambiara si se volvían íntimos.
Seguramente dos personas no podían compartir tal cercanía y permanecer como
extraños por demasiado tiempo.
Además de esa meta, la anticipación recorría sus venas como un vino cálido y
dulce cada vez que él se le acercaba. Incluso cuando no lo estaba, ahora que lo
pensaba.
Cuando recibió el pedazo de carne, Richard se dio la vuelta abruptamente. Pero
a Sara no le preocupaba. Su renuencia disminuiría algún día. Todavía se sentía
atrapado. Le daría el tiempo suficiente para que aceptara todo lo que estaba
pasando. No había necesidad de apresurarse.
Rápidamente buscó un tema de conversación que pudiera aligerar su humor.
—Tu mensajero debió haber llegado a Gloucestershire hace algún tiempo. ¿No
deberían de llegar pronto tus hijos?
Él asintió y se concentró en su comida.
—En algunos días, si todo sale como fue planeado. Ambos montan bien y no
necesitarán venir en carro. Mi padre los mandara con escoltas. He solicitado a dos
de sus caballeros y espero que se queden aquí. Podrías utilizar a más hombres
acostumbrados a las armas hasta que se solucione el problema con la frontera.
—Háblame de ellos —se inclinó hacia él, ansiosa por escuchar.
—¿Los caballeros?
Sara se rió.
—¡No, tus niños! Ni siquiera sé sus nombres.
Él la miró sospechosamente.
—¿Por qué finges interés?
—No estoy fingiendo, Richard —le aseguró. —Estoy interesada.
—¿Por qué? —le preguntó picando su comida con el cuchillo.
—Porque no puedo esperar para ser madre.
Por un largo momento, se quedó callado. Luego accedió, aunque sus palabras
eran bruscas.
—Christopher tiene siete años y es alto para su edad. Dicen que se parece a mí.
En el pasado estaba entrenando como escudero, pero mi madre lo detuvo.
—Entonces deberíamos comenzar su instrucción tan pronto como llegue.
Ahora, ¿qué hay de tu hija? —preguntó Sara.
La mano de Richard se tensó. Luego bajó cuidadosamente el cuchillo y se giró
hacia ella.
—Ella ha sufrido lo suficiente, mi Nan, así que no pienses que dejaré que la
conviertas en tu sirvienta.
Sorprendida por su repentina vehemencia, Sara sacudió la cabeza.
—Oh, Richard, no tengo tales intenciones.
—Más te vale que no. Nan tiene que aprender las habilidades de una Lady para
que algún día pueda casarse bien. Su nacimiento no ha de ser discutido en su
presencia. Por nadie. ¿Queda claro?
—De acuerdo —dijo Sara. —¿Sabe ella que es tu hija natural?
Él se rió con disgusto y apartó la mirada.
—La gente se lo ha estado restregando en la cara desde el día en que nació.
Siempre detrás de mis espaldas, te lo aseguro. Pero si eso pasa aquí, lo sabré y
habrá consecuencias.
Sara sonrió con alivio y complacencia.
—La amas.
Él suspiró pesadamente y recargó sus codos en la mesa.
—No tiene a nadie más.
Sara tomó su brazo con sus manos, incapaz de evitar mostrarle cuánto lo
admiraba.
—Puedes descansar en cuanto a eso, Richard. Tu Nan me tendrá a mí también.
Eso le ganó una precavida mirada de esperanza. No le creía realmente, pero
podía ver que quería hacerlo. Eso era progreso.
Sara determinó justo en ese momento que sin importar cómo eran sus niños,
los haría sentir tan bienvenidos como si ella misma les hubiera dado la vida.
Acarició su brazo con cariño y lo soltó.
—Ahora, termina tu comida y sube a descansar. Debemos hacer que te
recuperes completamente antes de que lleguen Christopher y Nan. Nada
preocupa más a un niño que ver a su padre menos que perfecto. Lo digo como
alguien que lo sabe.
Él se levantó y la acompañó hacia la entrada. Se sentía casi natural en ese
punto, caminar a su lado paso a paso, con su brazo unido al suyo. Progreso en
efecto. Ayer, él se hubiera alejado y la hubiera dejado ahí parada.
—¿Tu padre se enfermaba mucho? —preguntó, con una voz casi
conversacional, como si verdaderamente fueran compañeros y le importara su
respuesta.
—Era saludable, casi siempre, pero lo vi herido muchas veces. Mi padre nunca
fue un hombre cauteloso —recordaba bien sus sentimientos cada vez que alguien
había dañado a su padre. —Cuando era niña, temía que muriera y me dejara.
—Y lo hizo —le recordó Richard. Escuchó la simpatía en su voz, incluso cuando
intentó sonar seco. El hombre tenía buen corazón, pero se esforzaba
laboriosamente por ocultárselo.
Ella le frunció el ceño.
—Sí, murió. Pero ya no era una niña cuando pasó. Aunque uno nunca está
preparado para perder a su padre, fui capaz de mantener las cosas funcionando tal
como él lo hubiera hecho.
Él apretó los labios y asintió.
—Hasta que te diste cuenta de que tenías que casarte —mientras subieron las
escaleras, preguntó: —Esos dos pretendientes tuyos no pueden haber sido los
únicos que pidieran tu mano durante todos estos años. ¿Por qué esperaste tanto?
La mayoría de las mujeres estás casadas, o por lo menos comprometidas, a la
mitad de tu edad.
Sara abrió la puerta, no esperando a que él le hiciera la cortesía.
—Envejecí esperando al hombre correcto —dijo felizmente. —Y entonces te
encontré.
Sonrió ante su oscura expresión y su respiración agitada. Santo Dios, ¿por qué
se sentía tan obligada a conquistarlo? Debía ser porque siempre se comportaba
tan atentamente.
Sus malditos coqueteos la matarían algún día, pero de alguna manera no podía
resistirse.
—Eres demasiado serio, Richard —lo regañó juguetonamente. —Solo
bromeaba.
—No le encontré ninguna gracia.
—Bueno, de eso me di cuenta inmediatamente. Me pregunto qué se tiene que
hacer para que te rías —se alejó de él y se dirigió hacia las cocinas.
Sus ojos permanecieron en su espalda hasta que había desaparecido de su
vista. Podía sentir el calor de su mirada. Calentaba más que su corazón, pensó con
una sonrisa secreta.
*****
Sara detuvo su conversación con uno de los visitantes cuando vio que el Rey
salía del salón. Richard lo seguía, con los puños apretados y el rostro oscurecido
por la ira. Parecía listo para matar. Podía adivinar por qué. Richard había expuesto
sus objeciones y el Rey se rehusaba a anular el matrimonio.
—¡A montar! —gritó el Rey Edward, dando enormes zancadas desde el salón a
los caballos. Luego se dio la vuelta y levantó la mano hacia su esposo. —Hasta la
vista, viejo amigo. Estaré en el Castillo Morpeth el siguiente mes. Mándanos
noticias de tu progreso.
Richard hizo una tensa reverencia y asintió.
Los soldados reales se apresuraron montar. Ninguno se había acercado a
Richard, aunque algunos dijeron buenos deseos. No le habían pasado inadvertidos
los tonos burlones y las sonrisas juguetonas de algunos. Tampoco a su esposo,
estaba segura. Afortunadamente, toda la caravana salió por entre los portones y
dejó a Fernstowe en paz.
Sara dejó salir un largo suspiro de alivio.
—¿Tus asuntos con el Rey no salieron bien? —preguntó mientras corría para
unírsele a Richard. Quizás era más seguro picar a un jabalí salvaje con un palo,
pero ella nunca huía de las peleas. Abría una por esto, así que mejor terminaban
de una vez.
Él se quedó parado, fulminando con la mirada a los portones mientras estos se
cerraban. Los rastrillos bajaron con un chirrido mientras la gente en la muralla
externa seguía con sus asuntos.
Por un momento, Sara pensó que Richard le diría lo que sucedió en el solar,
pero meramente sacudió la cabeza.
Por un largo momento, él estudió su rostro, cada rincón de él. Su mirada
intensa la recorrió de arriba abajo y de abajo a arriba, encontrándose con la suya.
La ira no había disminuido ni un poco. Richard repentinamente se dio la vuelta y se
marchó sin decir una palabra.
Sara liberó el aliento que había estado conteniendo y permitía que sus
hombros se relajaran. Él y el Rey habían hablado de ella. Lo sabía tan bien como
sabía que el sol salía por las mañanas.
Una visita rápida y el Rey Edward había deshecho todo el progreso de hacerse
amiga de su esposo. Ahora tenía que ganárselo nuevamente.
Maldito ser Real. ¿Por qué no había podido el Rey volver a Londres y dejarlos
estar?
Berta, la mejor de sus tejedoras, se le acercó.
—Lady Sara, ¿su esposo está molesto por qué no hicimos más por complacer al
Rey? Me temo que todas las mujeres se marcharon teniendo a tantos caballeros
alrededor. La última vez que vinieron, pasaron muchas cosas.
Sara se dio la vuelta y sonrió a la pequeña mujer regordeta. La siempre
amigable Berta siempre decía lo que pensaba y Sara la admiraba por ello.
—Su humor no tiene nada que ver con eso. Creo que son las preocupaciones
del Rey por la frontera las que lo perturban.
Berta sonrió, mostrando que le faltaba un diente.
—Qué bueno que se fueran tan rápidamente. Usamos casi todo el pan y la
cerveza se está terminando. El cocinero estaba preocupado intentando pensar
cómo organizar una cena.
—Te encargaste de muchas cosas sin que pudiera ayudarte hoy, Berta. Te lo
agradezco —dijo Sara sinceramente.
Se le ocurrió que Berta siempre había hecho esto. Parecía sentir tanto orgullo
en hacer que Fernstowe funcionara correctamente como lo hacía Sara.
La naturaleza alegre de la tejedora y sus manos dispuestas podían ser muy
valiosas en otro aspecto.
—Dime, Berta, ¿te gustan los niños?
El rostro regordete se iluminó incluso más.
—Oh, sí, mi lady. Amo a las criaturas. Pero no tengo ninguno, lo sabe. El viejo
Morgan nunca me dio uno en los diez años que estuvimos juntos.
Sara asintió, recordando al viejo pueblerino que había muerto de vejez el
invierno pasado. Berta todavía no llegaba a los treinta años. Podría casarse de
nuevo y tener a todos los bebés que deseara, pero Sara decidió hacer uso de sus
talentos en ese momento.
—¿Te gustaría ayudarme a cuidar de mis niños, Berta? Significaría que tendrías
que mudarte a la casa.
—Oh, mi lady, sí —Berta dijo con una felicidad infinita, con un brillo en sus
oscuros ojos. —Cuando llegue el día, estaré honrada.
—El día llegará antes de lo que piensas, Berta —dijo Sara riendo. —Deberían
llegar dentro de una semana si los caminos del sur están en buenas condiciones.
—¿Son de Lord Richard? —supuso Berta.
—Hijo e hija, en edad de entrenamiento. ¿Qué dices ahora?
Berta sonrió complacida, tomando las manos de Sara y apretándolas en
agradecimiento mientras corría a decirles las buenas noticias a sus amigos.
Richard podría haber designado a una nana que acompañara a los niños, pero
Sara no lo creía. Si ese era el caso, hubiera sido necesario un carruaje. Pretendía
rodear a esos dos con toda la buena voluntad y afecto que pudiera, y Berta podría
ocuparse de ello cuando el deber de Sara la llevara en otras direcciones.
Complacida consigo misma por encontrar un tema más agradable que el mal
humor de Richard, dirigió sus esfuerzos en limpiar la muralla externa de lo que
quedaba del evento.
Seis días turbulentos siguieron a la visita del Rey. Sara trabajó casi hasta el
punto de desmayarse, preparando Fernstowe para el hijo e hija de Richard.
Su gente limpió la fortaleza de todos los objetos que podrían ser peligrosos
para niños curiosos. Ella agregó columpios a su jardín para su placer. Cuando la
noche ya estaba bien entrada cocía y llenaba muñecas para que Nan las abrazara.
Puso al viejo Tam a tallar caballos de juguete para Christopher. Con manos
cariñosas, Sara lijó y enceró una pequeña espada de madera que su padre le había
dado cuando era pequeña y ordenó otra exactamente igual.
Los recuerdos que regresaron por estas actividades hicieron que Sara extrañase
a su propio padre, quien había llegado a grandes extremos para asegurarse de que
fuera feliz mientras se convertía en mujer. Si tan solo pudiera llegar a sus
estándares en paternidad, estaría feliz.
—Una madre, finalmente —se decía a sí misma con anticipación.
Richard la ignoraba casi todo el tiempo, nunca haciendo comentarios ante sus
esfuerzos. Él mismo se estaba cansando, insistiendo en entrenar a los hombres
todos los días durante horas. Cada día, pasaba más y más tiempo ejercitando sus
propios músculos, recuperando su fuerza. Se bañaba en los baños con los
hombres, previniendo una futura intromisión de su parte.
Ella lo dejaba hacer lo que quisiera, feliz con sus arreglos para recibir a aquellos
a quienes él amaba. Además de saludarse cuando se encontraban, solo hablaban
durante la comida, y era de cosas sin importancia.
Excepto por la sexta noche. Entonces Richard habló de un tema que Sara casi
había apartado de su mente. Los escoceses.
—La noticia de nuestro matrimonio se ha extendido. Recibí un mensaje de Alan
el Honesto para rendirse —anunció.
—¡No puedes! —exclamó, horrorizada.
Él tomó un pedazo de manzana, combinado con un cubo de queso y lo comió
como si no pretendiera contestar.
—Hazme caso, Richard, esto es un truco.
Él masticó calmadamente, tragó y dejó su cuchillo para indicar que había
terminado.
—No me hables como si no tuviera cerebro. No es digno de una esposa.
—¿Qué harás? —preguntó Sara, débil por el temor que sentía por él.
—Nos reuniremos en campo abierto, bajo una bandera de tregua, dentro de
dos días. El mensajero me aseguró que el hombre está desesperado por la paz.
Ella se burló.
—Perdóname si pienso que ese cerebro tuyo desapareció. ¡Te va a matar!
Richard sonrió, una expresión tan extraña en él, y tan cautivadora, que Sara
casi olvidó el objetivo de su discusión. Antes de que pudiera recuperar sus
facultades, él se levantó de la mesa.
Se apresuró a seguirlo, tomando su manga con sus dedos.
—¡Espera! Dime qué planeas hacer. Exactamente.
—Ir al solar donde podremos discutir esto privadamente —dijo amablemente.
—A menos de que quieras que todos nos escuchen.
Sara asintió y se adelantó, sus pensamientos se dirigían en todas direcciones,
buscando una solución que no significara la muerte.
Él se sentó en su asiento usual junto al fuego. Cuando ella se sentó y se inclinó
ansiosamente, comenzó.
—En primer lugar, debería tener arqueros listos en el bosque cercano con
flechas preparadas en esa dirección. Tendré que ir cabalgando, como lo hará el
escocés. Conocer a tu adversario es importante. Veré a este hombre para medir
sus intenciones.
Sara pasó una mano por sus cabellos, apartándolo de su adolorida frente.
—Mi Lord, Richard, ¡sabemos cuál es su intención! El hombre asesina sin
consciencia y lidera a un montón de asesinos. ¿Qué más necesitas saber?
Él apretó los labios en una delgada línea, un hábito que había notado que
utilizaba cuando pensaba mucho sus palabras. Desearía que simplemente las
escupiera y dijera lo que quería decir.
Para su sorpresa, se inclinó y tomó sus manos.
—No te preocupes, Sara. La traición no me es desconocida. Este escocés podría
no tener nada que ver con tu padre, y podría ser que desee establecer paz.
Ni por un momento podía creer eso, pero oponerse a este plan suyo no serviría
para detenerlo. Tenía que utilizar la razón.
—¿Me dirás lo que decía el mensaje?
Él se alejó, buscó dentro de su manga y sacó un pequeño pergamino.
—Léelo tú misma. ¿Sabes leer?
Ella se lo arrebató.
—Claro que sé leer.
—Encuéntrame solo en el Prado de la Disputa en dos días. Vengo en paz —leyó
Sara. Se mofó. —Simplemente firmó como Alan. Eso es demasiado extraño.
—Nos ofrece una tregua, al menos por ese día —dijo Richard. —Todavía no
puedo decirte por qué, pero creo que no pretende dañarme.
—¡Ja! —Sara alzó sus manos. —Obviamente ha escuchado de ti y quiere que
mueras. ¡Ve con él y eso pasará!
—Tranquilízate, Sara —dijo con naturalidad. —No pretendo morir —Luego
añadió. —Pero tengo que encontrarme con él y ver lo que tiene que decir.
—¿Y crees que va a respetar esa tregua? Richard, eres demasiado inocente si
de verdad es así —las lágrimas amenazaban con salir pero las contuvo con toda su
voluntad.
Él la observó por un momento, luego se levantó y tomó un leño caído para
devolverlo al fuego con la punta de su bota.
Sabía que iría a pesar de todo lo que ella dijera. Sabiendo eso, dejó su silla y se
le acercó desde atrás. Tentativamente rodeó su cintura con sus brazos y se recargó
contra él, recargando su rostro en los músculos de su espalda.
Sus palabras resonaron en sus oídos.
—¿Temes que seré asesinado y tendrás que casarte con otro? ¿Es eso lo que te
preocupa?
—Temo por tu bien, Richard. No por el mío.
Richard suspiró, un sonido entrecortado mientras recargaba sus brazos contra
la piedra.
—Vete a la cama, Sara.
—Ven conmigo —susurró.
Él no respondió.
Lentamente, aceptando que no lo haría, apartó sus brazos y lo dejó ahí.
Silenciosamente salió del solar, subió las escaleras y entró a su habitación.
Él no estaba listo, pero no podía ocultar el deseo que ardía en sus ojos como
llamas verdes o la manera en que su cuerpo se tensaba cada vez que lo tocaba.
Sara sabía que si podía sostenerlo en sus brazos, entendería la profundidad de
sus sentimientos. Y en la oscuridad, no podría ver su rostro cicatrizado. Podría
olvidar sus problemas por un tiempo y solo concentrarse en los toques.
Richard podía no saberlo todavía, pero necesitaba desesperadamente de
alguien que cuidara de él. No importaba si nunca la amaba. Solo quería que
aceptara que ella lo amaba.
Sin duda lo amaba. Había atracción entre los dos, pero más allá de eso, Sara
admiraba enormemente el amor por sus niños, su lealtad a su Rey y su
valerosidad. Pero lo que la atraía más que cualquier cosa, era su soledad. ¿Cómo
podría soportarlo si moría?
Capítulo 6
Richard nunca planeó ir solo como el mensaje había pedido. A pesar de lo que
Sara pensaba de él, no era ningún tonto. Alan lo recibiría pacíficamente, desde
luego. Pero quién podría decir cuánto control tenía su hermano sobre los hombres
que lo acompañaban. Alan no cruzaría la frontera sin tropas acompañándolo. Él
tampoco era un tonto.
Por lo tanto, seis personas acompañaban a Richard mientras se dirigían al
norte. Eran la cantidad mínima para remarcar que Richard no pretendía atacar.
Pero esos hombres que había seleccionado cuidadosamente serían la defensa que
necesitaba que fuera.
El Prado de la Disputa era una pradera, una zona desnuda de apenas una
docena de acres que había cambiado de dueño tantas veces que nadie recordaba
cuál era el original. Era territorio neutral, donde nadie vivía, plantaba cultivos ni
criaba ganado.
—Ten cuidado con el escocés, Richard —le advirtió Sara mientras le ofrecía la
copa de estribo. —Si insistes en continuar con esta locura, ten todo el cuidado que
puedas.
—Estaré en casa para la cena —dijo. Bebió la cerveza y le regresó la copa vacía.
—Ve con Dios —dijo Sara.
—No te preocupes —contestó formalmente.
Richard esperó hasta que pudo guiar a su enorme caballo de guerra al frente
de la columna de hombres que lo esperaban, tres arqueros y tres jinetes estaban
preparados para la pelea. Ninguno eran caballeros, pero todos habían servido en
batallas. Richard había estado complacido de encontrarlos entre los hombres
armados que Lord Simon había escogido para Fernstowe a través de los años.
Si los ponías a prueba, los arqueros podían sentir por lo menos un pequeño
grupo de hombres antes de que llegaran a Richard en el prado. Tal como Eustiss
había señalado, los escoceses no eran muy amigos de los arcos. Si había un
ataque, probablemente sería con espadas o picos.
Aunque Richard estaba preparado, verdaderamente no pensaba que su
hermano fuera a traicionarlo. No el hombre que había escrito esas cartas llenas de
amor y buenos deseos para sus padres y hermano menor. La lealtad a la familia
sobrepasaba la política de cualquier hombre. Justo como Richard se rehusaría a
matar a su hermano si el Rey Edward se lo ordenaba, también Alan mantendría la
tregua. Eran Strodes y vivían bajo el mismo código. Alan había comprobado eso
una vez cuando se encargó de que su padre llegara a salvo a Inglaterra cuando los
dos países habían estado en guerra.
La invitación de Alan no era un truco, como Sara pensaba. Richard no pensaba
que su hermano pretendiera matarlo, no más de lo que creía que Alan había
matado a Lord Simon.
Esto les daría una oportunidad de reunirse después de tantos años. Juntos
podrían intentar determinar quién había asesinado al padre de Sara y acusado a
Alan de instigar hostilidades entre las fronteras.
Si hubiera dependido de él hubiera preferido que la reunión con no fuera ese
día, cuando sus niños podían estar llegando, pero rehusarse podría indicarle a su
hermano que no quería ninguna tregua en lo absoluto.
Richard y sus hombres cabalgaron juntos al norte por cerca de una hora. El sol
había eliminado la niebla y proveído calor.
—Aquí está el lugar, mi Lord —dijo Markham en voz baja y señalando. —A
través de aquel bosquecillo.
Afortunadamente había suficientes árboles rodeando el prado para proveerles
suficiente cobertura para sus hombres. El día y la locación no podían ser mejores
para un encuentro como este.
Como el capitán de la guardia de Richard, Markham asumió el deber de
acomodar a los hombres para que se quedaran ocultos, pero preparados para
rápidamente ayudar a Richard si se necesitaba.
—¿Debería ir con usted, Señor?
—No, Markham, quédate. Me pidió que viniera solo. Me quedaré dentro de la
línea de árboles hasta que lo vea. ¿El estandarte?
—Sí —dijo, transfiriendo la tela que mostraba los colores de Richard, azul y
negro. Sobre ellos se había agregado una gruesa línea de blanco. El suave viento
gentilmente agitaba la tela adelante y atrás y removía las hojas sobre su cabeza.
Richard esperó por algún tiempo entre los dos robles hasta que alcanzó a ver
un pulcro caballo café surgir del lado opuesto del claro. Era una sorpresa. Richard
había escuchado que los escoceses generalmente montaban los rudos galloways o
lo que la gente local llamaba trotamundos. Esos tenían músculos amplios, pie
firme, y eran capaces de navegar por cualquier sitio, por las colinas de Cheviot o
los pantanos. Este se veía demasiado limpio y sin una tela dura cubriéndolo como
Richard había esperado.
La sospecha lo llenó, pero la dejó de lado. Alan debió haber decidido
impresionar a su hermano menor con su fino gusto en caballos.
Sobre la silla de montar se hallaba un guerrero vestido de manera muy
parecida a él, en cota de malla y chausses. Llevaba y portaba colores idénticos a
los de Richard.
Aunque el hombre tenía la cabeza cubierta, Richard pudo reconocer una larga
nariz y una barba corta y oscura debajo del casco. La mano derecha se levantó
para saludar, y para mostrar que no sostenía ninguna arma. Richard hizo lo mismo.
Ambos cabalgaron lentamente al centro de la pastura.
Algo se sentía mal, pensó Richard nuevamente, mientras el hombre se
acercaba. Muy mal.
Richard tenía la espalda cubierta como cualquier hombre prudente lo hubiera
hecho, aunque sabía que ningún caballero con algo de honor violaría una tregua.
Alan de Strode había sido reconocido por su honor tanto por los escoceses como
los ingleses durante los últimos veinticinco años, era casi una leyenda.
Un caballo relinchó en el bosque detrás de él, rompiendo el silencio. Escuchó
varios sonidos de pasos y un grito ahogado. ¡Emboscada! Richard rápidamente se
dio la vuelta, sacó su espada y corrió a ayudar a sus hombres.
Demasiado tarde. Markham estaba tirado en un cúmulo, sangrando de la
cabeza. Igualmente, Bryce, uno de los jinetes, y los tres arqueros estaban
inconscientes (o quizás muertos) en sus puestos. Newson no estaba por ningún
lado.
Cinco hombres armados estaban parados en un semicírculo alrededor de los
compañeros caídos de Richard. Dos más, jinetes, cubrían su única ruta de escape,
y el hombre con el que se había reunido en el prado estaba detrás de él. En la
distancia escuchó herraduras atravesando el bosque, con dirección a Fernstowe.
¿Newson había logrado llegar a los caballos?
Richard decidió instantáneamente no luchar. Aun cuando se había recuperado
y quizás podría dar batalla, no podía esperar superar a ocho hombres. Así había
sido probablemente como había muerto el padre de Sara.
Si esos hombres estuvieran ahí para matar a Richard, sabía que ya estaría
muerto. Los engañaría para que pensaran que había aceptado la derrota, y luego
escaparía. Si eso fallaba, pedirían rescate por él. Era la primera vez que había sido
capturado, pero eso le pasaba a muchos caballeros. No era nada inusual.
—Finalmente nos conocemos —dijo la voz grave detrás de él. —Baja tu espada.
Nadie ha muerto aun este día, así que no hagas que te mate.
Richard siguió sosteniendo el mango de su espada, pero lo bajó mientras giraba
lentamente a su montura.
—¿Dónde está Sir Alan?
El hombre que había conocido en el prado sonrió bajó el casco.
—Justo aquí, donde te prometí estar, hermano.
El sonido de las hojas rompiéndose le advirtió de una montura que se
aproximaba por su punto ciego. Se dio la vuelta y preparó su espada, conectándola
sólidamente con la estaca dirigida a su cabeza, sabiendo completamente que no
tenía muchas posibilidades de salir con vida.
*****
*****
*****
—¡Ahí viene! ¡Ahí viene! —gritó Fergus, saltando de arriba abajo y señalando
las almenas. Un grupo de hombres estaban montando guardia en todos los
costados desde que el rescate había sido entregado.
Sara y los niños habían caminado por la muralla la mayor parte del día, con los
ojos fijos en el norte y una ansiosa expectativa
Ya podían ver al corcel, aunque no era el de Richard, era uno de Fernstowe,
uno de los que se perdieron desde que los hombres heridos habían vuelto a casa
después de Newson. Un jinete se sostenía de él, doblado como si estuviera herido,
con los puños apretando la crin.
—Vayan y ayúdenlo —gritó Sara a los dos caballeros que Richard había
mandado con los niños. —Métanlo por la poterna. En caso de que los escoceses
estén cerca, no abriremos los portones principales.
Corrió por el patio hacia la pequeña puerta en la pared negra, una entrada lo
suficientemente grande para que solo entraran un hombre y su caballo.
Christopher y Nan la siguieron de cerca cuando corrió. Sus pequeñas piernas
trabajaron furiosamente para mantener el paso con sus largas zancadas.
Se detuvieron y esperaron a que el portal se abriera como centinelas,
silenciosos hasta que Richard y los dos caballeros aparecieron en la distancia.
—¡Papá está herido! —gritó Nan, y corrió afuera. Christopher tomó su vestido
y la arrastró adentro. Ambos cayeron en el suelo, con sus piernas y brazos
enredados.
—¡Tonta! ¡Te aplastarán! —gritó Chris, luchando con Nan para mantenerla en
el suelo.
—¡Suéltame, desgraciado! —gritó Nan, dando un puñetazo en la barbilla de
Chris. Él sostuvo su vestido.
—¡Compórtense de inmediato y prepárense para recibir a su padre! —
demandó Sara mientras los separaba y los mantenía alejados. —¡Háganme caso,
ahora!
Ambos la fulminaron con la mirada e hicieron un puchero, pero comenzaron a
sacudir su ropa y a pasarse las manos por el cabello. Para cuando los jinetes
llegaron, se veían bastante presentables. Y seriamente preocupados.
Tenían buenas razones para preocuparse. Sangre resbalaba por su nariz y una
esquina de su boca. Cubría toda la mitad inferior del rostro de Richard y había
empapado su sucia camisa. Intentó hablar, pero parecía más allá de su poder. Qué
Dios los ayudara si estaba sangrando desde el interior, donde ella no podría
ayudarlo.
—Llévenlo a mi solar —ordenó a los hombres. Los niños parecían atontados,
tan horriblemente aterrorizados como ella. Tenía que encargarse de ellos de
alguna manera para que solo tuviera que preocuparse por la salud de Richard.
—Nan, corre a buscar a Berta. Haz que lleve mi canasta de medicamentos.
Chris, a las cocinas. Dile al cocinero que necesitamos agua caliente y una bañera.
Entonces ve a la habitación de tu padre por ropa limpia, su ropa de cama servirá.
Trae su jabón especial. ¡Deprisa! —los mandó a sus encargos.
Sara caminó junto a los caballos, manteniendo el paso fácilmente, pero incapaz
de acercarse a Richard y determinar el extremo de sus heridas. Se movían
lentamente para no lastimarlo más innecesariamente.
—¿Qué tan mal lo ves? —preguntó a Sir Edmund, quien montaba a la izquierda
de Richard, apoyándolo con una mano para que no cayera.
—No muy bien, mi lady —contestó Edward. —Apenas consciente.
—Pero vivo —gruñó Richard con furia. —Más de lo que esperabas, ¿verdad,
esposa? —se removió un poco en la silla e hizo una mueca. —Pagarás… por esto
—jadeó.
Sara se tensó ante su acusación y advertencia. ¿Richard pensaba que ella era
responsable? No era el lugar para discutirlo, no frente a sus hombres, y no cuando
apenas podía respirar lo suficiente para hablar.
Edmund hizo que los caballos avanzaran más rápido. Evidentemente no
pretendía tomar un lado en la discusión, y ella no quería que lo hiciera.
Sara agradecía a Dios que Richard estuviera lo suficientemente consciente para
decir cualquier cosa en lo absoluto, incluso si no era algo que deseara escuchar.
Los caballeros ayudaron a Richard a bajar del caballo y medio lo arrastraron por
las escaleras al salón y hacia el solar de Sara. Berta tenía un jergón preparado
junto al fuego.
Chris y Nan se removían nerviosamente mientras los caballeros acomodaban a
su padre en la improvisada cama. Luego los hombres se apartaron, esperando
instrucciones.
—¿Papá? —susurró Nan. Cayó de rodillas junto a Richard y acarició
gentilmente su herida mejilla con un dedo. Chris apartó bruscamente su mano y
ella dejó que lo hiciera. —¿Luchaste con fuerza, papá? —preguntó suavemente.
—Sí, dulzura —dijo, buscando su mano. —¿Chris? Acércate para que pueda
verte. ¿Ambos… bien?
Sara se arrodilló al otro lado, escuchando su respiración y viéndolo hacer
muecas de dolor.
—No muy bien, esposo. Temen que estés muriendo. Debemos mostrarles que
no es así.
Les sonrió a los niños.
—Estará bien. Ustedes vayan con Berta al salón y esperen. Nosotros nos
encargaremos de las heridas de su padre y entonces podrán visitarlo.
Cuando comenzaron a objetar, los apartó de él.
—Hagan lo que digo y será mejor para él —Sara besó apresuradamente ambas
cabezas. —No dejaré que muera, se lo prometo por mi alma. Ahora váyanse.
Renuentemente, los dos se fueron con Berta. Miraron sobre sus hombros
mientras se marchaban, obviamente intentando desvanecer sus dudas y confiar la
vida de su padre a una mujer que apenas conocía.
—Sara…
—Calla —demandó. —Si tienes algo que discutir conmigo, esposo, hazlo luego,
cuando tengas el aliento suficiente. ¿Tienes algo roto?
—Las costillas, quizás —logró decir. —¿La nariz?
Sara tocó suavemente sus costillas y su nariz.
—Fuertemente lastimadas, pero no rotas. La nariz podría estar fracturada, pero
debería sanar bien. Abre tu boca.
Para su sorpresa, hizo lo que le pidió. Una cortada en el interior de su mejilla
era la responsable de la sangre en su boca. Sara casi se desmayó de alivio.
El sangrado de nariz debió causar la mayor parte de la sangre. Había temido
que una costilla rota hubiera atravesado su pulmón. Se sentó sobre sus talones y
cubrió sus ojos con una mano, ofreciendo una rápida plegaria de agradecimiento.
—Desvístanlo —le ordenó a Sir Edmund. —Un baño caliente ayudará, luego
atenderé sus costillas. Me parece que están completas, pero podría equivocarme.
Richard tomó su brazo, con una fuerza sorprendente.
—¿Por qué, Sara? ¿Por qué solo pagaste la mitad?
—¿Qué?
—El rescate —murmuró con los dientes apretados.
Muda por la sorpresa, miró de Richard a Sir Edmund y de vuelta.
—Lo pagó todo, Señor —dijo Edmund. —Yo mismo vi la cantidad. Llevé el oro y
lo dejé donde dijeron. Era la cantidad completa, de verdad, lo juro.
Richard cerró los ojos y apretó los labios con fuerza como si estuviera
soportando una oleada de dolor. Luego maldijo al escocés, susurrando una serie
de palabras que Sara pensó dejarían rojas sus orejas cuando terminara.
Finalmente terminó y se dirigió a ella, su voz seguía igual de brusca y furiosa.
—Me equivoqué… sobre todo. Sobre… ti… el matrimonio…
Sara se rió levemente y sacudió la cabeza.
—Pobrecito. Te quitaron el encanto a golpes, ¿eh? Quiero decir, ¡antes de esto
eras tan cortes! Tan caballeroso que apenas podía soportarlo. Pero ahora, ¡tan
gruñón!
—Calla —jadeó. —No me hagas reír.
—Duele, ¿no es verdad? —preguntó, sonriendo. —Vamos a hacer que te
recuperes entonces. Tenemos algunas deudas que pagar al otro lado de la
frontera, y no hablo de oro. Veremos si tus acciones pueden igualar a esas sucias
palabras. ¿Sir Edmund? Desnúdalo ahora y vayamos a limpiarlo. Esos gamberros
suyos no esperaran mucho para…
—¿Gamberros? —demandó Richard, con una voz mucho más fuerte que antes.
Sara tuvo que sostener sus hombros para evitar que se levantara.
—Una broma, Richard, meramente una pobre broma —le aseguró con una
palmadita amable. —Son verdaderamente los niños más maravillosos de este
mundo. Los adoro, de verdad. Y ellos a mí. Estamos en perfectos términos, Nan,
Chris y yo.
Sir Edmund escondió una risa y Sara le lanzó una mirada de advertencia. Él
aclaró su garganta.
—Perfección es la palabra, Señor. Los tres se hallan en perfectos términos en
efecto.
Richard se recostó, aparentemente tranquilizado por el momento, y permitió
que lo tratarán.
Sara observó, intentando que no fuera demasiado obvio, mientras el caballero
más grande desvestía al hombre al que ella quería más que a nada en el mundo.
Los escoceses lo habían lastimado sin piedad, pero se recuperaría.
Se abrazó a sí misma con alivio. Richard se recobraría pronto. Comenzarían de
nuevo, esta vez entendiendo que su matrimonio era real. Seguramente eso era a
lo que se refería cuando había dicho que se había equivocado.
Capítulo 8
No mucho más podía hacerse ese día para arreglar las cosas, así que Richard
permaneció acostado el resto del tiempo. En realidad, había recibido heridas
peores en torneos y seguido con sus asuntos como si no hubiera pasado nada.
Las costillas lastimadas dolían, desde luego, pero dudaban que estuvieran rotas
como había pensado en un principio. Su cuerpo sanaría sin todos estos mimos. Su
rostro se veía horrible con el ojo morado y las costuras en su nariz y mejilla. Eso
también volvería a la normalidad con el tiempo.
Pero le gustaba que Sara y los niños lo rodearan de la manera en que lo
estaban haciendo, así que se quedó dónde estaba y disfrutó la tranquilidad que le
brindaba.
Una vez que Sara había cubierto sus costillas con lino, Edmund lo había
ayudado a llegar a su habitación. Si Richard había esperado soledad ahí,
ciertamente no había conseguido más que unos cuantos momentos después de
que Edmund se fuera.
Instalado en la enorme cama, aceptó con gusto la compresa fría de Sara en su
rostro y el raro intento de Nan por cepillar su cabello. Christopher estaba parado a
su lado con una deliciosa poción en una copa y le ayudaba a dar pequeños tragos
regularmente.
Dos veces había estado a punto de morir al servicio del Rey. Ni siquiera los
curanderos reales lo habían tratado de la manera en que lo hicieron Sara y los
niños.
Recordaba algunos de los últimos esfuerzos de Sara cuando había sido herido
por aquella flecha, pero había estado demasiado furioso por la noticia de la boda
como para apreciarlos en ese momento. Ella había salvado su vida, y él había sido
más que grosero con ella.
—Baja de la cama ahora, Nan —dijo Sara, sonriéndole a su hija. —Tus
movimientos agitan el colchón.
—No, no he terminado —discutió Nan, moviendo el cepillo de madera con
incluso más entusiasmo. Se enredó en su cabello y Richard contuvo un gemido.
Christopher se acercó para bajar a su hermana de la cama y derramó la copa de
medicina sobre el brazo de Richard.
Sara tomó a un niño revolviéndose bajo cada brazo y los puso sobre sus pies a
una buena distancia. Él se maravilló ante la fuerza de sus brazos, pero se preguntó
su propósito, ¿los castigaría?
Para la sorpresa de Richard, los besó sonoramente en las mejillas en su lugar,
uno después de la otra antes de dejarlos libres. La vio caminar hacia la puerta, con
sus manos guiándolos por los hombros.
—¡Qué buen trabajo hicieron, ambos! —dijo orgullosamente. —Ahora su padre
necesita que se encarguen de algunas cosas mientras él duerme. Nan, tú ve a
decirle a las lavanderas que sumerjan su capa y su camisa en agua fría para
remover la sangre. Chris, tú debes revisar su malla para buscar agujeros que
podamos mandar a reparar. Los encontraré en el salón en dos horas para que
planeemos las actividades de mañana.
Richard sintió una increíble admiración por la manera en que su esposa se
encargaba de ellos.
—Bien hecho —señaló después de que los niños habían salido corriendo para
obedecerla.
Ella comenzó a reír felizmente mientras regresaba hacia la cama, tomaba un
pañuelo de lino y comenzaba a limpiar lo que Christopher había derramado.
—Estaban a punto de matarte con bondad. Pero necesitaban estar cerca de ti
un rato. Para ver que vivirías.
—Y yo los quería aquí. Gracias por permitirlo, Sara. La mayoría de las mujeres
los hubieran echado inmediatamente.
Su sonrisa lo hizo sentir una tibieza interna.
—No tengo idea de lo que es apropiado en este caso. Mi propia madre nunca
asistía al cuarto de ningún enfermo. Ni le gustaba tener niños cerca en cualquier
caso.
—¿Por qué se fue? —preguntó. —Ya no eras una niña, sino una mujer adulta
cuando tu padre murió.
—No puedo decir con seguridad por qué quería irse. No éramos cercanas. Creo
que siempre fue infeliz aquí. Mi padre la amaba, pero ella solo lo toleraba. Yo la
decepcioné, desde luego.
—¿Tú la decepcionaste a ella? Ella es la que te dejó aquí para sufrir sola.
Mientras estabas de luto —espetó Richard, reafirmando su concepción de las
mujeres nobles. Con suerte, Sara había aprendido que no hacer gracias al pobre
ejemplo de su madre.
Sara se sentó cuidadosamente en la orilla de la cama y se ocupó a sí misma
enderezando las cobijas sobre sus pies.
—Yo actuaba como la señora de la casa mucho antes de que padre muriera. Sin
esos deberes, la pena me hubiera consumido.
Richard suspiró y cerró sus ojos. Su esposa lo confundía todo el tiempo. Tenía
todo el derecho de estar furiosa porque la había acusado respecto a haberlo
traicionado con el rescate cuando no lo había hecho. Debería estar solicitando su
simpatía por la dureza de gobernar Fernstowe sin ninguna ayuda. Y debería
resentir la intromisión de sus incontrolables hijos en su vida, especialmente su
bastarda Nan. Pero no hizo ninguna de esas cosas.
¿Cómo actuaría si la dejara una vez que solucionara el asunto con los
escoceses? Sospechaba que admirablemente. Sara aceptaría la anulación que el
Rey le daría con la cabeza en alto, ignorando la desgracia.
Y creería que la había dejado de lado porque la consideraba horrorosa,
cicatrizada, demasiado alta y de ningún modo atractiva. A pesar de su
determinación por mostrar su auto confianza, Sara se veía a sí misma de esa
manera. Richard no se podía imaginar lastimarla de esa manera, incluso si eso
significaba renunciar a su libertad para siempre.
En ese momento, el matrimonio no parecía tan malo. Ciertamente no tanto
como antes.
—Me doy cuenta de que te quiero, Sara —dijo en voz alta sin pensar.
Ella se inclinó hacia él y tomó sus manos.
—Porque te tengo a mi merced —dijo, bromeando.
Richard sonrió ante su broma.
—También por eso —giró su mano para tomar la de ella. —Debo decirte algo.
¿Puedes guardar el secreto?
—El secreto permanecerá conmigo —contestó seriamente.
En esto no dudaba de ella.
—No creo que el hombre que me capturó fuera Alan el Honesto.
Ella frunció el ceño.
—¿Por qué no? El mensaje era suyo. Estaba ahí para encontrarse contigo.
Richard todavía se sentía renuente de contarle sobre su parecido con Alan,
pero debía determinar la identidad del hombre que quería explotar sus riquezas y
amenazar a la gente de Fernstowe.
—En primer lugar, no hablaba como escocés.
Ella se encogió de hombros.
—Muchos escoceses fronterizos suenan igual que nosotros, especialmente si
son bien educados. Eso no es significante.
—Usaba su casco cuando nos encontramos. Después de que me capturara,
mantenía mis ojos cubiertos. Aun así, creo que este hombre es demasiado joven
para ser Sir Alan. Juzgando por su complexión y su voz, mi captor no tiene más de
treinta años. El escocés tiene cincuenta —dijo Richard.
—¿Cómo sabes esto? —demandó, todavía frunciendo el ceño. Su color se
había enrojecido por la emoción. La cicatriz resaltaba como una línea de marfil,
incitando a su dedo a pasar sobre ella. Apenas logró resistirse. —¿Qué más sabes
de él? —demandó.
Ciertamente más de lo que le diría en ese momento, pensó Richard.
—Eso no importa ahora. Quiere que le demos la misma cantidad de oro en dos
semanas.
—¿Qué? —exclamó, enderezando su cuerpo con indignación.
—Y la misma cantidad cada tres meses para evitar que nos ataquen.
—¡Que se vaya al infierno! ¡No tendrá nada!
Richard sonrió, aun con lo doloroso que fue hacerlo.
—No, nada. Pretendo librarte de ese canalla tan pronto como pueda montar de
nuevo.
Ella soltó su mano y bajó de la cama.
—Tú descansa. Debo hablar con Sir Edmund y los hombres.
—¡Espera! —ordenó Richard.
—No hay necesidad de…
—¿No hay necesidad? —ella lo rodeó y continuó caminando alrededor de la
cama. —Encontraremos esa maldita posada de Byelough y nos libraremos de
todos.
—Sara…
Ella azotó los pies y levantó un dedo para dar énfasis.
—Ellos asesinaron a mi padre, casi mataron a mi esposo, ¿y ahora amenazan a
nuestro Estado? ¡He tenido suficiente!
—La ira no te servirá —dijo firmemente. —Haremos esto juntos. Cuando sea el
momento adecuado.
Ella cruzó los brazos debajo de su pecho, que se levantaba y caía con cada
respiración pesada mientras luchaba por contener su ira. Con los dedos clavados
en los codos, dejó de caminar. Finalmente asintió renuentemente y concordó.
—Como desees entonces. Cuando sea el momento adecuado.
—¿Amigos? —preguntó, levantando su mano como oferta.
Ella se dirigió hacia él y la tomó, como el saludo que se dan los camaradas
antes de una batalla.
—Amigos.
Richard sintió el poco común poder de su agarre. Vio la ferviente
determinación en sus ojos. Y una ola de la lujuria más fuerte que había sentido
alguna vez por una mujer lo recorrió en un instante. Que se jodiera la libertad.
Quería a esta mujer y sabía sin lugar a dudas que ella lo quería a él.
El deseo se esparcía entre ellos como una entidad viva que no podía ser
deshecha. De alguna manera, Richard ya no podía imaginar a Sara recostada
pasivamente, meramente soportando estar bajo él.
—No todavía —susurró, determinado a hacerle justicia cuando finalmente
sucumbieran.
Los labios de Sara se abrieron en una amplia sonrisa provocativa y capturó su
labio inferior entre sus dientes por un instante. El pequeño gesto lo removió como
una mano caliente sobre su cuerpo.
Ella lo recorrió completamente con la mirada y sin duda notó su excitada
condición. Una ceja perfecta se levantó en gentil burla.
—Como desees.
Richard gruñó profundamente mientras la puerta se cerraba detrás de ella y no
tenía nada que ver con el dolor que sentía en su costado.
*****
Sara pensó que este debía ser el día más largo de su vida. Richard la había
atormentado con su presencia algunas veces, siempre sonriendo
confidentemente, haciéndola preguntarse qué pasaría una vez que estuvieran
solos.
Se le había unido para observar las primeras lecciones de los niños bajo su
tutelaje, aunque habló muy poco durante la sesión. Compartieron la comida del
mediodía, y después él se dirigió al salón para buscar a Christopher para una
rápida lección con la espada. Ante la insistencia de Sara, renuentemente incluyó a
Nan.
A demás de las sonrisas que le ofrecía, Richard se comportaba como si nada
hubiera sucedido aquella mañana. Aparentemente encontraba suficientes cosas a
su alrededor para distraerse.
Richard no decía ni hacía nada que indicara que pensará continuar con lo que
había comenzado con aquel brusco beso.
O el hombre había olvidado completamente aquel momento, o ahora esperaba
a que ella sugiriera llevar las cosas más allá. ¿Sería eso lo correcto?
Sara lo consideró seriamente y luego decidió que él no se había recuperado lo
suficiente para hacer algo más que besarse. La tarde anterior había dicho “no
todavía”. O podría ser que hubiera cambiado completamente de opinión, en cuyo
caso ella no buscaría más humillación de la que ya había recibido.
La maravillaba que pudiera besarla hasta dejarla sin sentido, y luego
simplemente alejarse caminando. Quizás simplemente debería dejar todo el
asunto de lado, pues era lo que él parecía inclinado a hacer.
Ser la madre de sus niños ya era desafío suficiente en ese momento. El truco
era mantenerlos ocupados y hacer que sus esfuerzos parecieran importantes. Solo
raramente tenía que recurrir a una orden directa. Tenían la cabeza dura y eran un
poco consentidos, sí, pero eran afectivos y deseosos por complacer.
Richard había observado con aparente interés cómo lidiaba con los niños. Y ella
lo había observado de manera parecida. Ni una vez le había pedido a Nan o a Chris
que hicieran nada (o para el caso que dejaran de hacer algo). Lo que fuera que
hicieran parecía ser correcto para él, ya fuera que sus acciones fueran apropiadas
o no.
De hecho, actuaba como si nunca hubiera tenido nada que ver con su crianza.
Era posible, supuso, pues debió permanecer mucho tiempo viajando con la corte.
Cuando se sentaron juntos para cenar aquella noche, lo cuestionó.
—Eres remarcablemente tolerante con el comportamiento de Nan y
Christopher. Como su padre, esperaba que les dieras más… dirección.
—Quieres decir disciplina —contestó, calmadamente cortando un pedazo de
cordero. —No, eso es algo que tengo que dejarte a ti.
Sara inclinó su cabeza hacia Christopher, quien se había ido cuando debía estar
sirviendo vino a aquellos sentados en el estrado.
—Odio tener que interpretar a la madrastra malvada, pero tendré que
reprenderlo de nuevo. Actúa como si me estuviera haciendo un favor solo con
cargar aquella jarra.
Richard soltó una risita y cortó un pedazo de su pan.
—Chris no está acostumbrado a servir, eso es seguro. Pero es el deber de mi
lady entrenar a los pajes.
—Tendré que limitar su práctica con la espada como castigo —advirtió,
sabiendo que Richard probablemente disfrutaba del entrenamiento de armas que
apenas había comenzado tanto como lo hacían los niños. Sara tenía que admitir
que pretendía castigar a su esposo por su indiferencia, hacia los niños y hacia ella.
Richard tomó su mano, que estaba sobre la mesa.
—¿Por qué no lo mandas a la cama temprano en su lugar? A Nan también,
pues molesta a la Señorita Berta incluso ahora —señaló otra mesa a su lado
derecho.
Sara miró de reojo a Nan y su nana. La expresión de amonestación de Berta
hacia el tenedor compartido, y la mirada testaruda de la niña indicaban un
argumento susurrado por la comida.
—Está rehusando a comer sus frijoles —adivinó Sara, pensando en su propia
infancia frente a la mesa.
—Una ofensa horrible, sin duda —comentó Richard. —A mí tampoco me
gustaban los frijoles. Mira, no he tocado los míos.
Sara bajó la mirada a su plato y frunció el ceño pretendiendo reprenderlo.
—Es verdad, muchacho desperdiciador.
—¿Me mandarás a la cama temprano entonces? —preguntó con una sonrisa.
Era una sugerencia tan juguetona, tan inesperada, y tan poco típica de Richard
que Sara apenas podía creer que había dicho lo que había dicho.
Su mano se apretó en la suya, con su pulgar acariciando su palma. Ella entendía
con claridad la pregunta que le había hecho. La pregunta que deseaba contestar
sobre todas las cosas.
—¿Quieres que te castigue por tus travesuras? —preguntó remilgadamente.
Él sonrió.
—Ruego por un postre no merecido, dulzura.
—¿Un bizcocho, quizás? —preguntó, suprimiendo su risa.
Vio que lo había sorprendido. Casi se había sonrojado, pero seguía sonriendo.
Sara se sorprendió de que un hombre adulto se sonrojara ante un juego de
palabras tan inocente.
Él aclaró su garganta y soltó su mano.
—¿Mi habitación entonces? ¿O la tuya?
—La tuya —contestó sin dudar. —En una hora.
Él frunció el ceño. Esperaba que el retraso fuera lo que le preocupara.
—Rezos —explicó. —Nan y Chris querrán rezar. Y una historia para dormir
también. ¿Te nos unirás?
—No —dijo, apartando su mirada para regresar su atención a su comida,
aunque se dio cuenta de que no comió. —Ven cuando estés lista.
—¿Cuándo esté lista? —Sara apretó cariñosamente su brazo y se levantó de su
silla. —El deber de madre me llama, sino, haríamos una carrera a las escaleras —
susurró.
Su mirada de completo asombro la hizo reír con placer mientras se dirigía por
los niños para llevarlos a la cama.
*****
*****
Después, cuando volvió al salón para la cena, Sara notó que Richard parecía
más preocupado de lo usual. Algo lo preocupaba, pero en lugar de confiar en ella,
solo hablaba de cosas mundanas.
Esperó hasta que habían terminado de comer para involucrarla, pero entonces
fue directamente al meollo del asunto.
—He decidido que es momento de atender este problema desde las raíces —
dijo.
—¿Qué estás planeando? —preguntó.
Él miró a su alrededor, como si estuviera contando el número de personas que
todavía seguían conversando a los alrededores. Ya que el clima era inusualmente
templado y el salón se sentía cómodamente cálido esa noche, muchos parecían
dispuestos a quedarse por un rato antes de buscar sus camas aquella noche.
Richard tomó su codo y la guió hacia el solar. Esa habitación se había vuelto su
lugar favorito. Esperaba que la besara de nuevo y se olvidara de lidiar con los
problemas de la frontera hasta que se sintiera completamente bien.
—Hablemos en privado —le dijo. —Necesito respuestas.
Sara entró al solar y tomó su lugar usual. Se inclinó hacia adelante, con sus
codos recargados en los brazos de la silla, y las manos detrás de ella.
—Pregunta lo que quieras.
Él se sentó en la silla frente a ella y se recargó, estirando sus largas piernas de
tal manera que sus zapatos casi se tocaban.
—Dime lo que sabes de la muerte de tu padre.
Ella respiró profundamente y comenzó.
—Los sobrevivientes de la pelea lo trajeron, atado en su montura. El escocés lo
había recorrido con su espada.
—¿No había ido respondiendo a una llamada como yo?
—No —contestó. —Nos llegó palabra de que varios lords se iban a reunir en
Kielder, hacía la Marcha Oeste. Iban a discutir sobre los robos y si era necesario
hablar de ello con el Rey. Él y nuestros hombres fueron emboscados mientras
cabalgaban al lugar de la cita.
—Cerca del Prado de la Disputa —dijo Richard, como si ya lo supiera.
—Me parece que algunas leguas al sur de ahí.
Richard se detuvo a pensar por un momento.
—¿Piensas que el mensajero venía de parte de Alan el Honesto en vez de otros
Lords?
—¿De quién más? —preguntó burlándose.
—De quién más, en efecto —Richard se levantó de su silla, inquieto. —¿Sabes
si la reunión en Kielder de verdad sucedió?
Había estado tan perdida en su dolor en el funeral, que Sara nunca pensó en
preguntar.
—Supongo que fue un ardid.
—No, fue planeada y llevada a cabo el día en que tu padre murió. La pregunta
es, ¿cómo se enteraron de ella los escoceses? ¿Cómo sabían que él estaría en su
camino ahí a tiempo para que lo emboscaran?
—¿Casualidad? —sugirió, dudando de sí misma.
Él se detuvo frente a su silla, posando sus ojos verdes sobre ella.
—He hablado con los hombres que trajeron el cuerpo de Lord Simon. Nunca
vieron el rostro del hombre que lo asesinó. Aunque gritó su nombre, nunca se
quitó su casco. Y ciertamente le importaba que no viera sus facciones el día en que
me capturó. ¿Puede ser que temiera que tus hombres o yo lo reconociéramos
como alguien a quien conocemos?
—Nadie se había encontrado con los escoceses antes de ese día, o eso me han
dicho.
—Pero por lo que vieron de él (su armadura, sus secuaces, su caballo) era el
mismo hombre montando con los mismos colores.
—Azul y negro con una línea plateada —confirmó Sara, preguntándose qué
punto quería hacer.
—El mismo hombre que mató a tu padre fue el que me llevó para pedir rescate
—repitió. —Eso está claro.
—Desde luego —concordó. —Y el mismo que atacó seis villas más, cerca del
río.
—Cuyos Lords han pagado fuertes sobornos a este hombre para evitar futuros
ataques. Sobornos tan grandes como el que me pidió.
Ella no había escuchado de ello.
—¿Cómo sabes eso?
—Envíe a Sir Matthew a preguntarles si lo estaban haciendo. Regresó esta
tarde y lo confirmó. Así es como supe sobre la reunión en Kielder.
Se sentó nuevamente y tomó sus manos.
—Sara, ese hombre estaba exhortando a varios Estados para que le dieran
dinero incluso antes de que yo viniera. Aquellos que no pagan, los hace sufrir
hasta que lo hacen. Dos se han quejado con el Rey, lo cual es la razón por la que
vinimos al norte en primer lugar. Eso, y la muerte de tu padre, desde luego.
—Pareces saber más que yo sobre todo esto. ¿Para qué me preguntas? —dijo,
molesta consigo misma por no buscar respuestas desde hace tanto tiempo.
Él se detuvo por un momento, como si estuviera escogiendo sus palabras.
—Sara, ¿por qué el hombre que me atrapó desearía ponerme en contra de mi
propia esposa? ¿Por qué me diría que solo habías pagado la mitad del rescate? Si
Sir Edmund no hubiera leído la demanda y llevado el oro el mismo, puede que no
te hubiera creído y hubiera caído en su juego.
—Pero me crees, ¿verdad? —preguntó, temerosa de que aun ahora tuviera
dudas. Podría matarla por algo como eso y nadie lo criticaría.
—Desde luego que te creo —dijo, dejando de lado su preocupación como algo
ridículo. —¿Pero qué ganaría él si no lo hiciera? ¿Quién se beneficiaría si te
castigara o te exiliara?
Ella contestó, verdaderamente confundida.
—Ni una sola alma, que yo sepa.
—Ciertamente no los escoceses —anunció Richard, poniendo su mano en sus
brazos.
Ahora hablaba suavemente, intentando que considerara sus palabras
cuidadosamente.
—Para el caso, ¿qué podría ganar el escocés matando a tu padre? Unos
cuantos robos por aquí y por allá nunca atraen la atención del Rey, pero el
chantaje y la muerte de nobles y barones trajo al Rey al norte. Pregúntate esto
Sara, ¿con qué propósito?
No confundió la razón por la que hacía esa pregunta.
—De verdad no piensas que el responsable sea Alan el Honesto, ¿verdad?
—No —admitió Richard suspirando pesadamente. —No puedo creer que sea
él.
—Lo conoces —adivinó, leyendo la respuesta en sus ojos. —¿Qué es él para ti,
Richard?
Él inclinó la cabeza por un momento antes de mirarla a los ojos. Se veía
infinitamente triste.
—Alan es mi hermano, Sara. Un hermano al que no he visto desde que tenía
tres años de edad.
—Y no lo reconoces ahora, ¿o sí, esposo? —preguntó gentilmente. —Incluso si
te lo encontraras cara a cara.
—No —contestó, casi inaudiblemente. —A decir verdad, no lo reconocería.
Sara se inclinó y besó sus cejas fruncidas, pues no sabía qué más hacer por él.
Richard no había pretendido contarle a Sara sobre Alan, pero se dio cuenta de
que no podía mentir cuando le preguntaba algo. La verdad sea dicha, se sentía
aliviado ahora que ella lo sabía.
—Alguien está intentando hacer que mi hermano parezca el villano en todo
esto —explicó.
Sara no dijo nada, pero la simpatía en sus ojos lo decía todo. Claramente seguía
pensando que Alan era culpable. Al menos no le había gritado por ocultarle la
información durante tanto tiempo.
—Su madre era escocesa —ofreció Richard. Pensó que quizás lo mejor era
terminar de una vez con todo lo malo. No habría más secretos entre ellos. —Al
igual que la mía.
Sus cejas se levantaron ante eso, pero se quedó callada, con sus manos suaves
contra su rostro.
—Una persona común —añadió por si acaso. Si Sara alguna vez lo abandonaría,
sería ahora.
—Oh bueno, eso lo explica entonces —dijo, soltando y poniendo sus manos
sobre su regazo.
—¿Explica qué? —preguntó, preparándose para defender su nacimiento.
Ella se encogió de hombros y sonrió.
—Por qué le permitiste a Christopher volverse amigo de Nan. En la mayoría de
los casos no hubiera sido permitido. Tu madre debe haberlo alentado.
Richard se rió y se dejó caer en su silla.
—No hizo nada por el estilo. La mayoría del tiempo, ignora a los niños.
Despreciaba a la madre de Nan, Annie.
—¿Por qué haría eso? —preguntó Sara, pareciendo genuinamente interesada.
—Annie Causey fue mi querida durante un tiempo. Mi madre la pensaba
indigna, incluso de honor dudoso.
—Pero tú la querías —dijo Sara.
—Sí, la quería —reconoció Richard. De verdad le agradaba Annie Causey,
aunque nunca habían mencionado el matrimonio, ni al comienzo ni después de
que ella hubo concebido. Dejando de lado su compromiso con Evaine, no podía
casarse con Annie. Pero su relación había mejorado la vida de ella. Y ahora él tenía
a Nan.
—Que te importara habla bien de ti —la mirada de Sara se dirigió hacia la
puerta del salón donde se podía escuchar la risa de los niños. —Christopher
merece alabanzas por su buen corazón. Mostrar tal amor por una hermana natural
en contra de los deseos de su abuela requiere de valor, creo yo.
Su sonrisa se volvió más amable.
—Se parece mucho a ti, Richard. Debes estar orgulloso.
—No solo de mi hijo —declaró, frunciendo el ceño.
—Oh, Nan, también —agregó rápidamente. —Es una Strode, de cabo a rabo.
Sara se levantó entonces, sonriéndole.
—Si ya terminamos, creo que debería irme. Se hace tarde y los niños de verdad
necesitan irse a la cama.
Richard tomó una de sus manos cuando iba pasando junto a él.
—No hemos terminado, Sara. Me distrajiste con esta plática sobre los niños.
No he terminado mis preguntas sobre el asunto.
—Déjame ir y recostaré a nuestras pequeñas crías. Vendré contigo en un
momento y hablaremos más de los escoceses, si lo deseas.
Renuentemente Richard soltó su mano y asintió. No tenía más preguntas para
Sara sobre los escoceses, pero necesitaba decirle sus planes. Sabía que no le
importarían mucho.
Eso podía esperar para la siguiente mañana. Dudaba que hubiera ninguna
discusión futura de nada cuando volviera a ir a su habitación. Muy probablemente
se le lanzaría en un arranque de lujuria si no se controlaba a sí mismo.
O ella se lanzaría sobre él. Esa idea lo excitaba y perturbaba a la vez. Sara
encajaba en su idea de una Lady, ese no era el problema, razonó. No debería ser
juzgada con las medidas de alguien más. Pero, correctamente o no, Richard la
juzgaba. No podía evitar sentir que tenía otro motivo además del deseo.
Desearía poder simplemente lanzarse a su pasión sin pensar nada al respecto.
Pero en el fondo de su mente habitaba el miedo de que sus deseos por irse a la
cama con él podían ser un engaño. Y si su deseo era en efecto tan real y ferviente
como parecía, entonces le preocupaba que hubiera algo terriblemente mal con
Sara.
Los apetitos de ese tipo no iban con las mujeres de calidad. ¿O sí?
Para su propia falta de crédito, poseía muy poca voluntad para corregirla si ese
era el caso. ¿Qué clase de marido lo hacía eso si tomaba ventaja de su involuntaria
falta de propiedad?
Richard dudó de que su propia concepción de las mujeres, nobles y comunes,
pudiera estar torcida. Y si era así, ¿cómo y por quién? ¿La iglesia? ¿Sus padres?
¿Annie? ¿Evaine? En efecto, podía ser que fuera él quien se equivocara y no Sara.
Esa noche, apartaría esa opinión, y todos los otros problemas, decidió Richard.
Que se jodieran todos los escrúpulos, los problemas de la frontera, y sus
preocupaciones por los niños. Podía soportarlos nuevamente cuando fuera
necesario, pero por ahora, solo quería tener a Sara en sus brazos nuevamente.
Pero esta vez, no esperaría porque Sara fuera hacia él.
*****
—Solo tú harías una pregunta así en un momento como este —su voz era
suave pero tenía un tono oculto de exasperación.
Sara sabía que había hecho enojar a Richard nuevamente.
No era su intento de humor lo que le molestaba, y Sara lo sabía. Le molestaba
que hubiera tomado el control de la manera en que lo había hecho. Algún diablillo
en su interior la había impulsado a hacerlo, pensó suspirando. El mismo diablillo
que creía que Richard cambiaría de opinión y la dejaría cuando terminara con sus
negocios ahí, a menos de que lo atara rápidamente con la pasión que había entre
los dos.
Ese plan había fallado miserablemente. En lugar de acercarlos como había
esperado, la intimidad lo estaba apartando de ella. Él odiaba desearla. Y porque
ella lo hacía sentir eso, podía empezar a odiarla por ello.
Su valentía lo repelía, al menos después del acto. Pero no conocía otra manera
de ser más que valiente. Era demasiado tarde en su vida para jugar a la damisela
débil y simple, y no quería hacerlo. Ni siquiera por Richard haría algo como eso. Si
no podía aceptarla como era, entonces ella tendría que arreglárselas sin él.
Richard no había escogido verdaderamente quedarse con ella como la había
hecho pensar. Meramente estaba intentando recuperar algo del control que ella y
el Rey le habían quitado cuando yacía herido. Si la convencía a ella y a todos los
demás de que la quería como esposa, entonces no parecería tan controlado.
Saltar a la oferta del Rey Edward de deshacer el matrimonio hubiera
constituido admitir que se había convertido en una broma real.
Ahora, incluso mientras lo sostenía en sus brazos, Sara sabía que tendría que
dejarlo ir. Quería irse de la cama, de su hogar y de su vida, no tenía dudas.
No había esperanza en ganar su corazón. No podías forzar a alguien a amarte.
Sara se dio cuenta de que debería haber aprendido esa lección con su madre. Sin
importar cuán celosamente había trabajado para complacer a esa mujer y volverse
digna de su afecto, su madre había continuado negándoselo y encontrando
defectos en todo lo que hacía. Richard haría lo mismo. Sara lo veía claramente
ahora.
Richard Strode nunca amaría a una mujer como ella. Había sido una tonta por
intentar hacer que sucediera solo por fuerza de voluntad. ¿Por qué se sentía tan
desilusionada? Su inteligencia era lo único de lo que podía sentirse orgullosa. ¿La
había perdido?
—No —murmuró, apartando a Richard abruptamente de su lado. —No más.
No haré esto de nuevo.
—¿Qué dijiste? —preguntó, levantándose en un codo y buscando su mano.
Sara la apartó antes de que pudiera tomarla.
—Déjame ser, Richard.
—Vuelve a la cama, Sara —demandó impacientemente.
—No —dijo ella, poniéndose su vestido de cama y dirigiéndose a la puerta.
Él saltó de la cama y atrapó su brazo, girándola hacia él.
—¿De qué se trata esto? ¿Por qué te estás yendo?
Ella lo miró, observando la luz de las velas que brillaba en su rostro y jugaba
con las sombras de su cuerpo. Su tristeza casi la dominó, pero no lloró. Nunca
lloraba.
—No deseas una esposa, Richard. Te libero.
—¿Qué quieres decir con que me liberas? ¡Esto está hecho, Sara! —apuntó
hacia la cama. —Nosotros ya…
—Nadie lo sabrá. Acepta la oferta del Rey de disolver el matrimonio. No
estamos hechos para esto.
Por un largo momento, se le quedó mirando firmemente a la cara. Ella pudo
ver sus sentimientos entonces, tan claros como si los fuera nombrando conforme
aparecían en su rostro. Incredulidad, aceptación, furia.
Las dos primeras las podía entender. No podía creer que le estuviera
ofreciendo su libertad. Pero luego creyó su palabra de que lo haría. Supuso que la
ira era por el golpe a su orgullo. Aunque no la quería, debía pensar que ella no
podía sobrevivir sin él.
—Ese maldito orgullo tuyo —susurró. —Serás libre, ¿no es suficiente?
Él soltó su brazo y retrocedió.
—Puedo ver que lo dices en serio.
Ella asintió.
—Sí. Ya no me haré creer que algún día te importaré. Eso fue un error. Así que
mata al escocés y luego vete a casa. O sigue a tu Rey recolectando flechas por él.
Vete al demonio para lo que me importa, pues he terminado contigo.
—No, ¡Por Dios que no hemos terminado!
—No lo hagas más desagradable de lo que necesita ser, Richard. Toma lo que
te ofrezco. ¡Haz lo que viniste a hacer y lárgate!
Él se enderezó y cruzó los brazos sobre su pecho, fulminándola con la mirada.
Sara deseaba poder pensar en él como ridículo, parado ahí, vistiendo nada más
que su ceño fruncido, pero se veía magistral. Viril y deseable.
—Así que piensas que dos noches son suficientes para poner a un bebé en ese
estómago tuyo, ¿eh? Esto es lo que querías después de todo, ¿no es verdad? Debí
haberlo sabido…
—Sí deseaba un niño —admitió. —Ahora no quiero nada de ti, Richard —forzó
una sonrisa que sintió que iba a romper su rostro. —Ni una sola cosa.
—¿Ni siquiera amistad? —bromeó. Su sonrisa se veía más falsa que como la
suya se sentía.
Sara sacudió la cabeza, apartándose lentamente de la puerta. Tomó la perilla
en su mano.
—No —dijo suavemente. —Eso tiene que ganarse. Y darse libremente, igual
que el cariño. No es algo que se pida o que se intente. Lo puedo ver ahora —dio
un paso fuera de la puerta.
—¿Por qué estás tan molesta tan de repente? Todo lo que dije fue…
Sara intentó cerrar la puerta entre ellos, pero él atrapó el borde antes de que
pudiera hacerlo. Pero no terminó lo que había comenzado a decir. Ni le volvió a
pedir que se quedara. Simplemente se quedó parado en el portal medio abierto
mientras la miraba fijamente a los ojos.
Sara suspiró pesadamente, rompió la tenue conexión y lo dejó ahí. No había
nada más que pudiera hacerse. Se había terminado.
*****
Richard solo podía intentar adivinar lo que había causado esto. Un momento
estaba recostada en sus brazos y el siguiente había terminado con él.
Eso era algo típico de Sara, nunca hacía las cosas a medias.
—Y Dios lo sabe —murmuró, pasándose las manos por el cabello y sacudiendo
la cabeza.
Volvió a la cama con sus cobertores enredados y el aroma del amor. Ella
esperaba que se durmiera ahora, ¿después de tal ataque de pique? Desde luego
que no. Sara pensaba que la seguiría, que le rogaría que volviera a la cama y la
convencería de que se quedaría. Bueno, no lo haría. Si necesitaba afirmaciones,
pudo habérselas pedido directamente. Odiaba los juegos.
Mañana le diría simplemente que terminara con todas estas tonterías y se
comportara. Si iban a tener cualquier tipo de matrimonio decente, debía poner los
pies sobre el suelo.
¿Cómo un sabueso? La pregunta surgió en su mente inesperadamente.
Sonrió ante eso y se acomodó nuevamente en la cama, intentando imaginar a
Sara mientras él le ordenaba. Imposible. Probablemente lo mordería si lo
intentaba. Esta esposa suya no era una mascota a la que enseñarle a ser sumisa y
entrenada bajo su mano. Ni deseaba intentarlo.
Lo que fuera que la hubiera molestado (seguramente su sorpresa cuando le
preguntó cómo se sentía) se vería trivial en la mañana. La molestaría un poco. Ella
se reiría entonces, esa risa sinuosa suya que él tanto anhelaba escuchar, y
admitiría cuán ridículas habían sido sus acciones. Y cuando la noche llegara
nuevamente, todo estaría bien de nuevo.
Anulación. Se enterró en la almohada y cerró los ojos. Él y Sara estaban tan
malditamente casados, que el mismo Padre Celestial no podría deshacer esta
unión.
Pero cuando llegó la mañana, Sara no se rió como había esperado que lo
hiciera.
—Vamos —la persuadió mientras la seguía fuera del salón. —Tenemos muy
poco tiempo como para desperdiciarlo con peleas. Deja de tratarme como algún
extraño que llegó sin invitación.
—Has abusado de tu buen recibimiento, Señor —contestó. Sus labios estaban
apretados con fuerza y sus ojos brillaban con fuego.
Richard intentó seguirle el paso.
—¿Qué hay de los niños? —preguntó. —¿Ellos han abusado? ¿Debería
llevármelos?
Su velocidad se alteró, disminuyó. Sacudió su cabeza.
—No, desde luego que no. Me encantaría adoptarlos, pero sé que no confías
en mis cuidados.
—Confío en ti —discutió, tomando su brazo. —Esto es absurdo, Sara. ¿Podrías
por favor quedarte quieta por un momento y dejar que discutamos esto?
—¿Discutir qué? ¿El matrimonio o los niños? —demandó, fulminándolo con la
mirada.
—Ambos. Y atravesar toda la fortaleza, completamente indignada, no arregla
nada. Además, no se ve digno. Volvamos adentro.
Sara arrancó su brazo de su agarre y se dio la vuelta.
—Planeo salir. Si deseas hablar conmigo, ven. Si no, te deseo buen día —se
había ido nuevamente. Él la siguió.
Obviamente sin ninguna intención de esperar porque el chico encargado lo
hiciera, Sara ensilló su propio caballo con una rápida precisión. A Richard le costó
seguirle el paso, pues se movía demasiado rápido. En pocos momentos, estaban
montados y dirigiéndose a las puertas.
Una vez que estuvieron en camino por los campos abiertos, Richard observó lo
bien que Sara controlaba al gran corcel lleno de espíritu. Odiaba que el hombre
que lo había capturado se había quedado con su caballo de guerra.
Pero el castrado fácil de dominar que había escogido en el establo de Sara
prometía un viaje agradable. A menos de que la conversación lo previniera. Pero
hasta ahora, ninguno de ellos había hablado. Se preguntó si quizás deberían
mantenerlo de esa manera.
Pasaron por un pequeño arrollo y Richard recordó la salida en la que Sara había
recibido su cicatriz. ¿Había sido aquí donde se había detenido a descansar y se
había quedado dormida?
Richard se aventuró a preguntar,
—¿Pretendías salir sola hoy, Sara? Deberías recordar que no es seguro.
—¿Debería? Primero me ordenas lo que debería hacer. ¿Ahora me dices lo que
debería recordar? Guárdate esos, deberías guardarlos para la próxima
desafortunada que caiga bajo tu hechizo.
Él sonrió ante la admisión.
—¿Estás bajo mi hechizo, Sara?
—Ya no más —gruñó. Una leonesa, su Sara. Y no estaba dispuesta a sufrir sus
advertencias.
Hizo que su corcel emprendiera un galope que muy pronto soltó la trenza de su
cabello. Libre de sus confines, su cabello se ondeaba en el viento como una
bandera brillante. Se quedó detrás de ella solo para poder observar cómo se
reflejaba el sol en él.
Era la primera vez que la había visto sobre un caballo. ¡Qué magnifica era! Una
amazona talentosa que obviamente disfrutaba de la velocidad y los desafíos. Hizo
que su castrado la alcanzara y adelantara. Ella rápidamente volvió a dejarlo atrás.
—¿Una carrera? —le preguntó.
Ella montaba como si no existiera. Richard finalmente se rindió. Su corcel era
del tamaño de su montura, y claramente el más joven de los dos. No tenía sentido
cansar al pobre viejo que estaba montando. En su lugar, mantuvo a Sara a la vista
hasta que se detuvo a descansar y entonces se le unió.
Ella desmontó antes de que él pudiera hacerlo, lanzando sus riendas sobre un
arbusto y encontrando una piedra para sentarse.
—Montas muy bien —comentó, pensando que no podría ofenderse por ello.
—Lo sé —contestó, cruzando los brazos bajo sus pechos.
Richard aseguró al castrado en un buen lugar de pastoreo y luego se sentó
junto a ella en la roca.
—Lo que sea que te haya dicho para hacerte enojar esta mañana, no pretendía
que tuviera ese efecto.
—Lo sé —repitió. —Piensas que podría continuar ignorando tus críticas e
intentaría complacerte con más fuerza. Bueno, he tenido suficiente de eso en mi
vida, gracias. Por lo tanto, me complaceré a mí misma.
¿Qué podía decir?
—Debes admitir que eres diferente, Sara. Como ninguna mujer que conozco.
Confieso que no sé qué hacer contigo —dijo honestamente.
Ella lo miró directo a los ojos. Sus ojos estaban llenos de desafío.
—No harás nada conmigo, Señor. Nada más allá de lo que ya soy. ¡Así que ni
siquiera pienses en intentarlo!
—Estoy de acuerdo —dijo, levantando ambas manos, con las palmas hacia
arriba, en señal de rendición. Sabía que no era buena idea discutir con una mujer
en ese estado de humor. Debía perder esta batalla para poder ganar la guerra. —
¿Ahora podrías por favor dejar de hablar de la anulación?
Ella apartó la mirada.
—Encárgate de los escoceses. Luego veremos.
—Lo haré —prometió. —De hecho, tengo un plan para poner las cosas en el
camino correcto.
Su cabeza giró de golpe.
—¿Qué?
Richard escondió su sonrisa. Tenía toda su atención ahora. ¿Podía ser que si
lograba sumergirla en estos planes, olvidaría este disgusto suyo?
—Tengo que hablar con los hombres cuyas propiedades fueron involucradas
directamente. Asistiremos al festín de bodas de Lord Harbeth el día después de
mañana —le dijo Richard. —Nos envió una invitación por medio de Sir Matthew
cuando hizo su ronda preguntando a los señores cercanos a la frontera.
Ella parecía molesta con la idea.
—¿Harbeth? No, me temo que tengo que declinar. Me sentiría obligada a
impulsar a la pobre novia a escapar. Él es como un sabueso, olfateando y
buscando por ahí. Es cómico, pero no cuando te están cazando a ti.
Richard rió con placer ante su descripción. Nunca lo había conocido, pero ahora
quería hacerlo.
—No iremos para ayudar a celebrar, aunque supongo que también deberíamos
hacer eso. Como he dicho, iremos porque necesitamos hablar con aquellos
afectados por este peligro bajo el que estamos. Y debo hablar con un juglar que
estará ahí.
Ella se dio la vuelta, interesada, con la ira abandonada por el momento.
—¿Un juglar? ¿Por qué?
Richard se acercó, como si fuera a contarle un secreto.
—Él ha interpretado en cada fortaleza de las cercanías. En ambos lados de la
frontera. Dicen que incluso ha visitado Byelough, hogar de nuestro infame Alan el
Honesto.
—¿Él lo admite? —preguntó Sara, sorprendida. Y, para el alivio de Richard, sin
deseos de discutir.
—Es francés de nacimiento —le confió Richard. —Sir Matthew escuchó que el
juglar se rehusó a quedar entre las peleas de los ingleses y los escoceses. Uno de
los barones intentó presionarlo para conseguir información sobre Byelough, pero
el viejo cantante dice que no revelará nada ni aunque lo torturen.
Sara se rió sin alegría.
—Y se rehusaría a cantar si abusan de él, puedo apostarlo. Sabe usar bien su
poder.
Richard arrancó un puñado de pasto con la punta de la bota.
—Ese sujeto es viejo y respetado por su talento. Su demanda es alta, eso he
escuchado. Su nombre es Melior. ¿Sabes de él?
Sus cejas se elevaron en sorpresa mientras se giraba hacia él.
—¡Sí! A mi padre no le gustaba contratar músicos, así que nunca lo he
conocido, pero he escuchado a otro jurar que tiene la voz de un ángel.
Richard observó a Sara cuestionadoramente.
—¿Vendrás conmigo?
Ella sacudió la cabeza con vehemencia.
—No, nunca asisto a tales reuniones.
—¿Por qué no? —preguntó, conociendo perfectamente bien la respuesta. —
Ah, es porque piensas que alguien verá mal tu cicatriz, ¿tengo razón?
Ella no tuvo que contestar. Su rostro se volvió completamente rojo, causando
que su blanca cicatriz resaltara.
Richard se rió.
—¿Dónde está ese valor tuyo ahora?
—Mi apariencia ofende —explicó. —No es solo la cicatriz. Los hombres se
avergüenzan al ver mi tamaño —removió impacientemente la melena negra que
colgaba sobre su hombro. —Soy desaliñada. Y no tengo gracia en lo absoluto. Mi
propia madre lo decía. Meramente deseo evitar incomodar a otros. Pero te
aseguro, ¡que no soy ninguna cobarde! —anunció.
—Pruébalo entonces, y ven —la retó, señalándola con sus dedos índice y
medio. —Y a cualquiera que te vea con menos que adoración, le sacaré los ojos.
Su risa iluminó un día cubierto de sol. Richard rió con ella y disfrutó del raro
momento de camaradería que nunca había sentido con nadie más.
—Por favor hazlo, Sara —le suplicó. —Si no pasa ninguna otra cosa de
importancia, al menos podré bailar finalmente con mi esposa.
Ella se dio la vuelta, pero no antes de que pudiera ver el anhelo en sus ojos.
¿Sara amaba bailar?
—¿Mi muy agraciada esposa? —añadió con una sonrisa. —La única mujer cuya
nariz no choca contra mi pecho.
—Oh, muy bien —dijo, con una risita ahogada. —Si insistes.
—Nunca —corrigió, pretendiendo estar insultado. —Te invito. Te pido. Te
imploro.
—Y yo cedo —dijo con una mirada seca y sacudiendo la cabeza. —Ahora
debemos ir a casa. Los niños estarán listos para sus lecciones.
Richard se felicitó a sí mismo. Sacar un poco de su encanto había funcionado.
Sara parecía complacida.
Pero aun mientras se daba una palmadita en la espalda por su éxito, Sara se
apartó de él rápidamente cuando intentó ayudarla a montar.
Todavía no había arreglado esto completamente. Nunca más tendría por
seguro que Sara simplemente dejaría de lado sus comentarios.
El más pequeño la había encendido, y en el peor momento posible. O
posiblemente, había notado todas sus protestas y esta última había sido la
definitiva. Por lo tanto, tendría que vigilar su lengua.
*****
—¿Tú y papá nos van a dejar? —demandó saber Nan. Se subió a la cama y se
sentó, con las piernas colgando a un lado. —Queremos ir contigo.
Sara cerró y aseguró el cofre que se llevaría a la fiesta de Harbeth.
—Solo nos iremos por dos noches. La fortaleza es pequeña y probablemente
no tendrán un lugar para que duermas.
—Chris y yo nos podríamos quedar en la misma habitación que tú y papá.
—No tendremos un lugar para nosotros. Las mujeres dormirán en el solar, los
hombres en el salón. Ambos estarán llenos.
Y eso será un alivio, pensó Sara para sí misma. Tendría una perfecta excusa
para dormir aparte de Richard por lo menos por una noche más. No había ido a su
habitación la noche pasada o la anterior a esa, pero sabía que solo era cuestión de
tiempo antes de que lo hiciera.
Él había sugerido que se reunieran en su habitación nuevamente, pero ella no
lo haría a menos de que lo demandara directamente. Nunca más le daría la
oportunidad de señalar su predisposición, o llamarla extraña y diferente de las
otras mujeres que conocía.
Durante los últimos dos días, él había sido completamente paciente y
agradable. Incluso encantador en algunos momentos. Sara se dio cuenta de que
había hecho algo bueno para variar al distanciarse de él.
Nan saltó de la cama y se precipitó a la puerta, distrayendo a Sara de sus
pensamientos.
—Papá nos dejará ir. Le recordaré que los escoceses nos atraparan si nos deja
atrás.
Berta sacudió la cabeza y soltó una risita mientras hacía señas al chico que
esperaba para bajar el cofre de Sara para que lo subieran al carruaje.
—¡Esa niña! Le dije que habrá bastantes hombres quedándose aquí para
protegernos.
Sara luchó con su trenza, intentando acomodarla de alguna manera con los
largos broches de hueso.
—Dejaremos que su padre se encargue, supongo. Si cambia de opinión sobre
ellos acompañándonos, creo que me quedaré aquí.
Berta se rió de nuevo.
—No me pida que vaya en su lugar. ¡Puedo imaginar el desorden que esos dos
provocarían en una boda! ¡Nan con su afilada lengua y el joven Chris con todas sus
preguntas! Odio siquiera imaginarlo.
—¡Listo! —dijo Sara dándole una palmadita final a su trenza, ahora
propiamente asegurada y cubierta con un velo. —Estoy lista para irme.
—Se ve hermosa —declaró Berta.
Sara gruñó.
—Claro que no, pero no es importante.
La criada detuvo su salida tirando de su manga.
—Si no le importa mi consejo, mi lady…
Sorprendida ante el atrevimiento de Berta, Sara miró a la mujer.
—¿Consejo?
—La verán como usted se vea —dijo Berta.
—¿Qué quieres decir?
Berta dudó por solo un momento antes de contestar:
—He vivido en Fernstowe toda mi vida, como usted bien sabe. Nosotros los de
las mesas inferiores vimos lo que pasó cuando esos vinieron, aquellos vecinos.
Solo seguían el ejemplo de su mamá para tratarla, esas ladies.
—¿Y los hombres? —preguntó Sara con una sonrisa apretada. —¿Quién
supones que robó su caballerosidad?
—El viejo chamuco —dijo Berta riendo. —Sí, el mismo demonio los hizo
molestarla —levantó una ceja y chasqueó la lengua. —Eso, y no se sentían seguros
de sí mismos cuando tenían que ver a una mujer hacia arriba.
—De eso me di cuenta, y aún deben sentirse así, a menos de que camine sobre
mis rodillas —dijo Sara secamente.
Berta le dio una palmadita en la manga.
—Camine con orgullo, Lady Sara. No hay ninguna dama que pueda compararse
con usted. Todos nosotros lo pensamos.
Conmovida hasta el punto de querer llorar por sus palabras, Sara solo pudo
inclinar la cabeza como agradecimiento. Desearía no tener que encarar a esos
nobles nunca más. Pero dado que tenía que hacerlo, Sara determinó que
mantendría en su mente que su propia gente la amaba sin importar cómo luciera.
No les importaba si era extremadamente alta, o que su cabello se enredara
locamente o que su rostro estuviera marcado por la cicatriz. Y tampoco le
importaba a su esposo. Podía ser que no la amara, pero ahora se sentía bastante
segura de que no era por ningún defecto físico. Richard solo se oponía a su
voluntad.
Ella no podía cambiar esa parte de sí misma tampoco, pero quizás un poco de
voluntad le sería muy útil durante los próximos dos días.
*****
*****
Sara se paró junto a Richard en el patio, pensando una y otra vez en lo que
había tenido lugar en el salón. Sufriría la llegada de Alan a Fernstowe, si es que el
hombre se atrevía a mostrar su rostro. Dudaba que fuera tan tonto. Aun así, se
prepararía bien para su traición antes de que sucediera.
A menos de que tomara medidas para proteger a Richard, se daría cuenta
demasiado tarde de que había puesto su confianza en el hombre incorrecto, el
mismo hombre que ya lo había engañado.
Entonces dejó sus planes de lado para presenciar la boda de Harbeth con la
diminuta Lady Hildegard. La pareja tomó su lugar para decir sus votos frente al
pastor, en la puerta de la capilla para que todos pudieran ver.
—Son una pareja extraña —susurró Richard, su comentario casi se perdió entre
las conversaciones a su alrededor.
Ella inclinó la cabeza hacia él.
—Cualquier pareja con Harbeth se vería extraña. Pero Lady Hildegard parece
resignada. Había imaginado que escogería alguna niña irresponsable para casarse,
pero esta mujer le queda mucho mejor. Gracias al cielo es una viuda con
experiencia.
—Aun así, ella no está sonriendo —señaló Richard. —Yo diría que se da cuenta
de que su trabajo terminó. Harbeth obviamente la necesita, pero ponerle orden a
este lugar acobardaría a la esposa más dura.
Sara se rió.
—El estado de la fortaleza es la menor de sus preocupaciones, diría yo.
Richard clavó los tobillos al suelo, poniendo sus manos detrás de él.
—En tu opinión, esa sería tenerse que acostar con él.
—En la opinión de todo el mundo, sería acostarse con él. El pobre es como un
cachorro gigante. Y borracho, para empeorar las cosas.
—Esta mañana apenas bebió. Es el día de su boda —discutió Richard,
sintiéndose obligado a defender al pobre tipo.
—No necesitas hacer excusas por él. Ese hombre está lo más sobrio que puede
estar. El problema es, que Harbeth podría limpiarse, dejar de beber y convertirse
en un hombre respetable si quisiera. Tan molesto como puede llegar a ser, todavía
simpatizo con él. Si alguien sufre más por nuestros vecinos que yo, es el pobre
Harbeth sin suerte. No debería unirme a ellos con mis comentarios, ni siquiera
hablando contigo.
Richard frunció el ceño severamente.
—No he escuchado a nadie ridiculizarte, Sara.
Ella respiró profundamente, forzando una sonrisa.
—El día todavía es joven.
Él tomó su brazo mientras la ceremonia terminaba y se dirigían hacia la capilla
para la misa.
—Felicitaciones por su reciente matrimonio, Lady Sara —dijo una voz detrás de
ella.
Sara se giró lo suficiente para ver a la esposa de Sir John Horton sonriendo
burlonamente.
—Veo que se las ha arreglado bien sola —la mujer inspeccionó a Richard con
una mirada lasciva.
—Ciertamente —contestó Sara. —Richard, Lady Emma Horton. Lady Emma, le
presento a mi esposo, Richard Strode.
Richard hizo la mejor reverencia que pudo siendo empujado por la multitud.
—Encantado.
—O forzado —vino la respuesta risueña de la mujer dentro de la oleada de
susurros.
Todos lo sabían. De alguna manera, las circunstancias de su matrimonio con
Richard eran conocidas por todos. Probablemente los hombres del Rey lo habían
divulgado por toda Inglaterra. Ahora sus vecinos tenían una broma más que
añadir, pensó haciendo una mueca.
Sara se sintió culpable al darse cuenta de que había esperado que el viejo
Harbeth sería el blanco de todos los comentarios mientras estuvieran ahí. Después
de todo, estaría demasiado adormecido por el alcohol como para que le
importara.
Ahora esa oportunidad había desaparecido. Sara de Fernstowe, la vieja torre
cicatrizada, había capturado a un apuesto caballero que pasaba por sus tierras. Se
había casado con él mientras no estaba consciente, la única manera en que podría
conseguir un esposo de cualquier tipo. Esa historia ganaría más risas que
cualquiera de las payasadas que pudiera hacer Harbeth.
Que hubiera (incluso si había sido inconscientemente hasta ese momento)
deseando que la burla sobre alguien más la salvara, hizo que Sara se sintiera
mezquina y estúpida. Debía rezar por perdón durante la misa. Y mientras lo hacía,
también rezaría por la futura felicidad de Lord Harbeth y Lady Hildegard. Dejando
de lado la manera en que Harbeth había bromeado con ella durante años, no era
un hombre verdaderamente malo, incluso cuando tenía copas de más.
Los dedos de Richard se clavaron en el codo de Sara mientras fulminaba con la
mirada a Lady Emma. Pero no dijo nada, pues habían llegado a la puerta y entrado
en la capilla.
Una vez que hicieron su reverencia, rápidamente la guió para que se pararan
contra la pared del fondo y la rodeó con su brazo, con su mano apretando su
cintura, una señal protectora que Sara apreció.
Ella se recargó en su costado, agradecida por su presencia para su propio bien,
pero sintiéndolo por él. Su esposo se acababa de convertir en un hazmerreír, ya
fuera que lo supiera o no. Sara sospechaba que lo sabía.
Después de la misa, todos volvieron al salón para el desayuno nupcial. Resultó
ser algo apresurado dada la caza tradicional que tenía que tomar lugar.
Richard acarició su brazo y tomó su mano mientras los hombres comenzaron a
reunirse para salir.
—¿Estarás bien sola?
—¿Sola? —se burló Sara, y señaló a la multitud. —No me faltará compañía.
Este lugar está lleno hasta el techo, como puedes ver.
—¿Estarás bien, Sara? —repitió, expresando en sus ojos su renuencia a dejarla.
—Estaré bien —le aseguró. —Ahora ve y enséñales cómo se caza cuando se
está sobrio. Pareces ser el único hombre que lo está.
Él asintió y apretó sus dedos antes de irse.
Richard podía ser un galán cuando se lo proponía, pensó Sara con una sonrisa.
Nuevamente lamentaba haberlo arrastrado a esta farsa. Y eso era precisamente lo
que su matrimonio parecía para todos.
Incluso ella podía ver lo condenado que estaba. Él había rechazado la
disolución solo por las apariencias. O, más probablemente, no quería admitir que
había sido engañado Realmente. Demasiado tarde. Ahora que cada alma en
Inglaterra probablemente había escuchado lo que verdaderamente había pasado,
Richard no tendría más razones para quedarse con ella y no podía culparlo.
—¿Madame?
Sara saludó al juglar con una inclinación de cabeza. Había pretendido buscarlo
y ahí estaba.
—Buen Melior. Veo que usted no disfruta de la caza.
Él se encogió de hombros de una manera que era típica entre los galos.
—Los caballeros y Lords no aprecian la compañía de un humilde juglar,
madame. No fui invitado.
—Ellos se lo pierden —dijo Sara tranquilamente, —y yo gano. ¿Tocaría para las
damas? —miró a su alrededor y vio que la mayoría de las mujeres se habían
dirigido al solar. El terror a unírseles la impulsó a añadir: —O podríamos recorrer
el salón para acostumbrarnos al lugar.
Él asintió aceptando la sugerencia y caminaron juntos.
—Puede que necesite música en el futuro —le dijo. —Mi padre no tenía buen
oído para ella, pero yo la disfruto. ¿Vendrá a Fernstowe algún día?
—Si lo desea —dijo. Sus facciones arrugadas y parecidas a las de un zorro se
veían complacidas, mostrando una pequeña sonrisa.
—Lo esperaremos con ansia —dijo Sara cuidadosamente, abriéndose paso a la
discusión que verdaderamente quería tener. —¿Toca mucho en el Castillo
Byelough?
—Siempre pasó ahí el invierno —admitió. —Sir Alan ha sido de lo más
generoso durante años.
—Ah, entonces supongo que lo conoce bien. ¿Me contaría algo del hermano de
mi esposo? Quisiera saber más de mi nueva… familia.
Las cejas del astuto juglar se inclinaron y su pequeña boca se levantó de un
lado.
—¿Qué desea saber?
Sara pensó por un momento antes de proceder.
—Sir Alan tiene casi cincuenta años, eso me ha dicho Richard.
—Es verdad. Era un hombre adulto cuando su esposo nació.
—¿Tiene hijos? —adivinó Sara. Nadie había mencionado ninguno, pero
seguramente debía tenerlos. Richard pensaba que un hombre joven era el
responsable de los problemas con la frontera. ¿Quién más podría ser?
—Tres finos hijos —confirmó Melior. —Adam, el mayor, tiene el enorme
tamaño de su padre. Dairmid y Nigel siguen creciendo. También hay dos hijas.
Christiana y Margareth, ambas casadas y con bebés propios.
—¡Un gran número de niños! —exclamó Sara educadamente. —Qué bien por
ellos. Pero háblame del mayor. ¿Qué edad tiene?
—Adam tiene veinticuatro, me parece.
Eso explicaba la juventud del bandido de la frontera. El problema podría no ser
el hermano de Richard después de todo, sino el hijo de Alan. Sara se preguntó si
debería decirle esto a Richard, o simplemente mandarlo capturar y sacar una
confesión de su secuestrador. Supuso que sería mejor si lo veía por sí mismo.
Después de un momento de silencio, Sara preguntó:
—¿El joven Adam querría venir con su padre a Fernstowe?
Melior lo consideró.
—¿Le gustaría que así fuera, madame? Podría ser persuadido.
—Sí —dijo Sara con énfasis. —Me gustaría. Pero —agregó, —debe dejar en
claro a mi cuñado y al… nuestro… sobrino, que serán bienvenidos si están
dispuestos a entrar en Fernstowe desarmados. Solo una precaución, usted
comprenderá.
El viejo sonrió sabiamente.
—Entiendo muy bien. Su casa desconfía de los escoceses.
—Como lo hacen todos los ingleses de los alrededores, y con buenas razones,
debe admitir.
Melior inclinó su cabeza hacia ella, ni en acuerdo ni en negación.
—Los rumores corren, madame, pero la verdad es elusiva. Me haré cargo de
sus peticiones y dejaré de lado las razones. ¿Escuchó que su esposo prometió una
tregua?
—¿Piensa usted que ellos cumplirán y llegarán sin armas?
—No puedo contestar por ellos, madame. Como regla general, los Strodes
hacen lo que les place y nadie se atreve a oponerse.
No por mucho tiempo, decidió Sara. Ese sobrino de Richard nunca aterrorizaría
la Marcha Media ni asesinaría a ningún Lord inglés de nuevo. Se aseguraría de ello.
Siendo justos, primero determinaría si el sobrino de Richard había concebido
esta locura por su cuenta o bajo las órdenes de su padre, Alan el Honesto. Solo
tenía sentido que hubiese sido así.
Sintió una fuerte pulsación de simpatía por Richard, quien había sufrido tal
traición por su propia familia. Pero no había manera de proteger sus sentimientos
en este caso. Necesitaba que lo protegiera hasta que pudiera aceptar la verdad.
Capítulo 13
—Lo único comestible son los nabos —murmuró Richard mientras picaba un
cubo gris con su cuchillo. —Supongo que nos iremos a dormir con hambre.
—¿Dormir? ¿Pretendes dormir? —le preguntó en voz baja. Él podía sentir su
tensión incluso cuando no se estaban tocando. —¡Yo no! Planeo pasar la noche
vigilando a las ratas.
Se estremeció mientras él reía.
—Oh, vamos, no es tan malo. Mira, Melior va a tocar ahora. Podemos dejar de
fingir que estamos comiendo —le hizo señales al chico que les servía para que se
llevara la comida que compartían.
—¿Más cerveza? —le preguntó a Sara.
—Creo que no —contestó, mirando a la esquina de la mesa. Su anfitrión estaba
de lado en la silla, muerto para el mundo. La novia se veía aburrida. —Venir aquí
fue un error, Richard. Vayamos a casa. No me importa si todos los bandidos de
Inglaterra nos esperan afuera.
—Bueno, a mí sí me importa.
—¡Toca para nosotros, hombre! ¿Vamos a bailar o no? —gritó una fuerte voz
en el estrado. —¡Es verdad que ya pasa de mayo, pero aquí tenemos de visita a un
palo de mayo para bailar! —el padre de la novia se le acercó. —Venga, Lady Sara
¡ayúdenos!
—¿Palo de mayo? —Richard gruñó mientras se levantaba, listo para destrozar
al hombre.
—¡Cálmate!— le siseó Sara. —Solo empeorarás las cosas.
—Voy a matar algunas cosas, ¡particularmente a ese canalla! —le aseguró
apretando los dientes.
Sara se levantó y se dirigió con gracia hacia un área despejada. Richard la
siguió, con la mano en su cadera. Las parejas empezaron a juntarse hasta formar
un círculo de ocho. Melior y muchos otros músicos comenzaron a tocar.
Rígidamente en un principio, Richard se le unió a Sara en los majestuosos pasos
de la danza. Ella sonreía dulcemente sin dar indicaciones de que nada
inconveniente había sido dicho. Admiraba su aplomo. Ciertamente estaba en
mejores condiciones que el suyo.
La danza terminó, pero no regresaron a sus lugares. Richard pensó en
mantener a Sara entretenida bailando tanto como durara la música. Parecía
mucho más feliz haciendo eso que cualquier otra cosa que hubieran hecho desde
que llegaron. También daría menos oportunidad a que alguno de sus vecinos
bastardos pudieran decir algo que hiriera sus sentimientos.
Arrastrarla a esa maldita boda había sido un error.
Su plan funcionó por un tiempo. Hasta que Lady Emma se les unió en las
danzas. En una voz aguda que se dispersaba demasiado bien por todo el salón, la
mujer gritó:
—¡Lady Sara! ¡No tenía idea de que supiera bailar!
Apretó el brazo de Richard como si su mano fuera una tenaza y se acercó,
hablando tan alto como siempre.
—¡Debe rezar porque no toquen nada más animado, Sir Richard, o podría verse
obligado a levantarla! —su risa tonta se clavó en sus nervios.
—No la he visto bailar a usted, Lady Emma. ¿Quizás envidia la gracia de mi
lady? —sonrió Richard malvadamente.
Risitas cercanas recibieron sus palabras. Nunca había sentido tal urgencia de
hacer daño corporal. En masa.
Sara torció la boca y luego sonrió. Parecía complacida, como si él hubiera
hecho una broma. Sabía que le dolía. La acercó a su lado.
—¿Puedo tener el próximo baile, Lady Sara? —preguntó alguien con una voz
profunda y arrastrando las palabras.
Richard sintió cómo se tensó, aunque su expresión nunca cambió. Nunca había
conocido al hombre que acababa de hablar, ni lo había visto durante la caza o en
lo que llevaban en la fortaleza. Obviamente Sara lo conocía, pero no estaba
ofreciendo ninguna introducción.
—No, no puede —contestó secamente y sin explicación.
El sujeto inclinó su cabeza en un gesto parecido a una reverencia y se alejó.
Richard se dio cuenta de que era alguien apuesto, finamente vestido y bien
formado. Tenía facciones regulares excepto por una ceja oscura, fruncida después
de algún tipo de batalla. Ésta le daba un aspecto arrogante y libertino, como si sus
cejas estuvieran permanentemente levantadas en cuestionamiento. Aunque su
piel debió tener furúnculos cuando era joven, se había recuperado lo
suficientemente bien y estaba bien afeitado.
El recién llegado era de una estatura ligeramente menor a la de Richard, y
ciertamente lo suficientemente alto para no ser intimidado por la estatura de
Sara. No había nada realmente cuestionable sobre él que Richard pudiera ver.
¿Por qué se había negado Sara a bailar con él? Richard hubiera pensado que la
invitación del hombre tranquilizaría a Sara, habiendo llegado inmediatamente
después de la burla de Lady Emma.
—Parece que tienes otro campeón además de mí —dijo, para que solo ella
pudiera escucharlo. Se comportaba sin ninguna vergüenza, lo sabía, pero quería
saber quién era el hombre. Los celos lo consumían, pero no con demasiada fuerza
dado que Sara no parecía interesada.
Ella soltó una pequeña risita de burla (algo muy distinto de su expresión de
felicidad) y entonces miró detrás de él mientras susurraba:
—Sácame de este lugar, Richard. Por favor.
La música comenzó de nuevo y Richard la llevó al círculo.
—Sopórtalo con valor, mi amor —le aconsejó. —Confía en mí, es lo mejor que
podemos hacer.
Ella lo hizo, y con fortaleza. Richard observó los rostros de los que los
observaban bailar. Todos y cada uno de los hombres envidiaban que tuviera a
Sara. Podía verlo claramente, incluso si ella no podía. Todas las mujeres tenían una
mirada de miedo o de menosprecio.
Sara las intimidaba, no tenía ninguna duda. Era demasiado hermosa. Pero
además de eso, Sara tenía un aura de autoestima que no tenía nada que ver con
su apariencia.
Era una mujer que se comportaba como si no necesitara la ayuda de ningún
hombre, ni para defenderla ni para definirla. Y esa actitud (no su belleza de
piernas largas, la cicatriz o su agresividad) era lo que la hacía especial entre estas
personas.
Una repentina revelación le llegó como un golpe: eso era lo que hacía que él
pensara que era extraña. También se dio cuenta de que le gustaba que fuera
extraña. Ella había destrozado por completo su idea de la mujer ideal, pero no le
importaba para nada. Sara era Sara. Incomparable.
Juntó sus manos y se acercó a ella como la danza lo requería.
—Eres como ninguna otra —le dijo en el oído, con un tono cariñoso. Sus
miradas se juntaron mientras se apartaba, con las manos firmemente unidas, y
volvieron a juntarse. —Y te amo por eso.
Sus propias palabras sorprendieron a Richard, tal como debieron sorprenderla
a ella, pero lo decía completamente en serio. Los ojos de Sara se cerraron y sus
labios se apretaron mientras apartaba sus manos y se movía por el círculo tal
como la danza lo requería.
Cuando lo encaró nuevamente, su sonrisa firmemente en su lugar, Richard vio
una lágrima resbalar por su mejilla. Era la primera que había visto que Sara
derramaba lágrimas.
Daría su alma por saber si era por felicidad o pesar.
*****
Sara quería estar sola. ¿Por qué había dicho eso Richard? Supuso que por la
lástima que sentía por su situación. Su Lord, cuánto despreciaba la lástima, y
especialmente la suya.
—Necesito hablar rápidamente con Lord Selwick sobre la reunión de esta
noche —dijo tan pronto como la danza terminó. —Está justo por ahí. Me iré solo
un momento.
Aelwyn se le acercó inmediatamente después de que Richard se apartó de su
lado.
—Ah, Sara, ¿ya te dejaron sola? ¡No podemos permitir eso! Ven —su mano
aprisionó su muñeca y tiró de ella para quedar parados directamente ante la mesa
principal.
Su voz resonó en el lugar.
—¡Atiéndanme, buenas personas! Tenemos otra boda por la que brindar esta
tarde. ¡Celebremos a nuestra querida Sara de Fernstowe, y su nueva conquista!
¿Dónde está ese desafortunado esposo, eh?
El salón se llenó de burlas y gritos.
Richard apareció como por arte de magia, tirando del brazo de Aelwyn para
liberar el suyo. Por encima de los gritos, Sara escuchó cómo le gruñía a Aelwyn.
—Toca a mi esposa de nuevo y te mato.
Antes de que Aelwyn pudiera responder al desafío, Richard levantó ambos
brazos, sosteniendo la mano de Sara.
—¡Silencio! —gritó. El salón quedó callado como una tumba. Sara contuvo el
aliento.
Él tomó el chal que estaba cerca de la novia y se lo dio a Aelwyn.
—Reconozco su envidia, Señor. Vengan, todos los que la conozcan, y
brindemos a la salud de Lady Sara de Fernstowe, un regalo de mi Rey y mi más
grande tesoro.
Aelwyn fulminó con la mirada a Richard, luego a ella, pero se quedó en silencio.
Un conjunto de risas nerviosas llenaron el corto silencio, pero la mayoría
levantaron sus copas tal como Richard indicó. Él la saludó con el chal prestado, dio
un trago y lo dejó sobre la mesa. Luego continuó hablando, con una voz profunda
y sonora que obligaba a todos a escucharlo.
—En esta feliz ocasión en honor de Lord Harbeth y su esposa, les contaré de mi
buena fortuna.
Aelwyn giró los ojos y soltó una risita.
—Oh, por favor cuéntenos, pues todos escuchamos cómo ella…
El puño de Richard se movió con tanta velocidad que apenas logró verlo. Se
escuchó el sonido de un hueso rompiéndose Aelwyn se desplomó en el suelo,
inconsciente.
Sara bajó la cabeza y apretó los labios para contener su risa. Sin saber lo que
haría después, Sara miró de reojo a su marido.
—Ahora, siguiendo con mi historia —dijo Richard, como si nada lo hubiera
distraído. Les sonrió amablemente a las personas reunidas y luego a ella, como si
la tuviera en la más alta estima. El salón estaba callado como una tumba mientras
todos esperaban.
—Como deben haber escuchado, vine al norte con el Rey no hace mucho
tiempo. Cruzamos por la zona de caza de Fernstowe. Antes de saber lo que había
sucedido, estaba tendido, seriamente herido, con la flecha de un enemigo
enterrada profundamente en mi pecho —tocó el lugar y los invitó a compartir su
dolor.
Richard sonaba como lo haría un bardo, deleitando a una audiencia absorta
con una nueva historia de romance. Alguien suspiró.
—El ángel oscuro se inclinó sobre mí, amigos míos, completamente dispuesto a
llevarme con él —entonó suavemente. —Y aun así, a pesar de mi dolor y mi
anhelo por la paz que la muerte traería con ella, me aferré a mi vida, por el rostro
sobre mí… este semblante de belleza deslumbrante —susurró, acariciando su
mejilla con una mano en un gesto de reverencia, —me cautivó completamente.
Nuestro Rey Edward, mi líder y amigo de toda la vida, juró entonces que si yo
vivía, me concedería el deseo de mi corazón.
Examinó a la multitud expectante y entusiasmada con sus afilados ojos verdes y
asintió lentamente, con gran significado.
—¿Pueden adivinar mi petición, buenas personas? ¿Pueden dudar de quién fue
el amor que me mantuvo aquí? ¿Pueden decir el nombre de la mujer que deseaba
más que el cielo mismo?
—¡Lady Sara! —suspiró alguien cercano. —¡Sara de Fernstowe! —gritó otro. —
¡Es Sara con quien demandó casarse! —llegó un grito. —¡Escogió a Sara!
Las celebraciones crecieron cuando todos comenzaron a unirse, juntando sus
copas y riendo felizmente. Solo que esta vez su risa no era una de burla. Sonaban
verdaderamente felices por ella.
Melior tocó un acorde y una alegre música se elevó iniciando la danza, no la
refinada y decorosa que habían bailado antes, sino una estridente, más digna de
una baile de plebeyos.
Las personas que una vez habían despreciado su compañía ahora la rodeaban.
Se le acercaban con deseos sinceros de felicidad, alabanzas por sus habilidades de
curación y felicidad porque su Rey tenía a uno de los suyos en tan alta estima. Era
demasiado, demasiado.
Sara se recargó en los brazos de Richard. Él levantó su barbilla y la besó
firmemente, para el deleite de todos, y sobre todo de sí misma. Ella se rió cuando
se separaron. Con alivio, pero más por la absurdez de su táctica.
Nunca en su vida hubiera esperado algo así del taciturno Richard, el caballero
reservado que ella había obligado a casarse.
—¿Estás seguro de que no eres un bardo galés? —le preguntó mientras la
llevaba al centro del salón para unirse en el frenético progreso.
Él la tomó por la cintura y la elevó sobre su cabeza para que pudiera ver su
sonrisa desde lo alto. El amor que sentía en su corazón en ese momento casi fue
demasiado para ella.
Giraron y se abrazaron mientras bailaban, chocaron con otras parejas, pisaron
algunos pies, y se rieron sin preocupaciones durante todo el proceso. Cuando el
apresurado final llegó, Richard la levantó nuevamente y giró mientras ella extendía
sus brazos, echaba su cabeza hacia atrás y asimilaba todo lo que estaba pasando.
Él la dejó resbalarse por su cuerpo hasta que sus ojos se encontraron. Ella
apretó su costosa túnica verde.
—Debo tenerte —le susurró él. —Ahora.
Ella se rió, un sonido particularmente infantil que nunca había utilizado.
—Aquí no —contestó.
—En el jardín entonces —gruñó impacientemente, —o la alacena. El cuarto de
aseo… no me importa donde, pero debo tenerte.
Sara acercó su boca a su oído.
—Tan pronto como podamos, pero no en este lugar. Vayamos a casa.
Él gruñó con una sonrisa dolorosa mientras la ponía sobre sus pies.
—Me temo que no podemos. Deberíamos quedarnos para que esto funcione.
—¿Qué cosa? —preguntó, con su estómago girando por el temor. Sabía lo que
diría antes de que lo hiciera.
—Si vamos a convencerlos de que el matrimonio no fue asunto tuyo, entonces
debemos fingir ser la pareja más unida frente a ellos, ¿no lo crees?
La felicidad de Sara se derritió en un pequeño charco que se evaporó en un
instante. Bajó la barbilla a su pecho y asintió, pues no podía decir una sola palabra.
¿Qué se podía decir en esta situación?
Richard no había sido honesto con nada de lo que había dicho. No le había
mentido a todos y la había tratado con afecto para hacer que estas personas la
aceptaran como algo más que una curiosidad de la que podían burlarse. Lo había
hecho para salvarse a sí mismo.
Había aceptado que no la amaba realmente, pero ahora ni siquiera la quería lo
suficiente para abandonar esta farsa de celebración y montar tres horas en la
oscuridad.
Su corazón dolía tanto que sabía que debía estar roto.
*****
1
Richard pensó en seguirla por un beso de buenas noches, pero vio lo cansada
que parecía y la dejó ir. Aun así, se quedó con una intranquilidad que no lo dejaba
en paz. Algo había terminado con la felicidad con la que había recibido su afecto
cuando bailaron.
Sus nudillos dolían por el golpe que había dado al hombre que se había burlado
de su matrimonio. Richard acarició su puño y se preguntó tardíamente por la
mezquindad que había visto en los ojos del sujeto. Mezquindad por celos, rayando
en el odio, aparentemente dirigido a Sara. Juzgando por su reacción, no había
ningún amor perdido ahí. ¿Pero por qué?
—Oh, Santo Cielo —murmuró Richard, —¿podría ser?— ¿Podría ese hombre
ser el pretendiente que había herido a Sara, pensando en forzarla para que lo
aceptara como su esposo? Tenía una ceja fruncida que tenía que considerarse.
¿Sara lo había hecho? Richard pretendía averiguarlo.
Llamó a una de las sirvientas que estaban limpiando las mesas.
—¿Dónde está Melior, el juglar?
—Se fue, mi lord —dijo ella con una torpe reverencia. —Siempre que viene
aquí pide su dinero por adelantado y nunca se queda a pasar la noche.
—Tengo una pregunta para él, pero quizás tú puedas contestarme. ¿Quién era
el hombre que estaba frente al estrado, el lord con túnica roja? ¿Lo viste?
Ella sonrió e inclinó la cabeza.
—¿Al que le rompieron la nariz?
—Así es, ese —contestó Richard. —¿Su nombre?
—Lord Aelwyn de Berthold —dudó antes de añadir. —También debe de
haberse ido. Siempre se va muy pronto después de llegar.
—Una pena —murmuró Richard para sí mismo, acariciando con más fuerza sus
nudillos.
—Sí, mi lord —dijo la sirvienta sonriendo y se atrevió a tocar tímidamente su
puño. —Le agradecemos.
Richard meramente asintió y la sirvienta se fue, su mente estaba demasiado
ocupada uniendo toda la información que tenía y las sospechas a las que había
llegado.
Berthold era una fortaleza en la frontera, una de las que habían solicitado la
ayuda del Rey. Ayuda para librar a Northumberland del malvado escoses, Alan el
Honesto. ¿Su chivo expiatorio?
Sara había mencionado a Lord Aelwyn solamente como alguien que había
ofrecido por su mano. El hombre odiaba a Sara, eso quedó completamente claro
esta noche con su comportamiento. La razón para ese odio tenía que ser porque
ella lo había despreciado.
¿Qué tan profundo llegaba el odio de Aelwyn? ¿Lo suficientemente profundo
para poner al nuevo esposo de Sara en su contra al mentirle por el rescate? ¿Lo
suficientemente profundo para chantajearla? Y, ¿tal malicia había comenzado el
día en que Sara lo había marcado después de que él la marcara?
Richard lo descubriría, se prometió a sí mismo.
Poco tiempo después, los invitados bajaron las escaleras, todavía bromeando y
gritando hacia la habitación superior donde Harbeth y su esposa pasarían la noche
de bodas.
Richard se quedó quieto hasta que la mayoría se acomodaron para pasar la
noche. Cuatro hombres se dirigieron a la puerta del salón, todos dándole una
mirada llena de significado cuando pasaban junto al lugar donde estaba sentado.
Se levantó y se les unió, encendiendo una antorcha y llevándola para iluminar
su camino. Todos guardaron silencio hasta que llegaron a un pequeño jardín
pobremente cuidado con hierbas por todas partes y hojas muertas. No envidiaba
el futuro de Lady Emma caminando por el jardín o sus alrededores.
Limpió un lugar, metió la antorcha en un conveniente agujero de conejos, y se
sentó en el suelo. El humo rodeaba sus cabezas mientras esperaban a que Lord
Selwick, el mayor de todos los Lords, comenzara.
—No estamos todos —anunció el Lord, mirando todos los rostros. —¿Dónde
está Lord Aelwyn?
—Me parece que se ha ido —dijo Richard tranquilamente. —Una de las
sirvientas me lo dijo.
Lord Beringer se rió y miró a Richard.
—Para atender su nariz, sin duda —supuso. —Un sonoro golpe, y bien
merecido, por cierto. Aelwyn puede ser bastante tedioso.
—Debería estar aquí. Él ha perdido más que la mayoría —dijo Selwick,
ignorando las palabras de Beringer. —¿Piensan que deberíamos organizar otra
reunión?
Richard se encogió de hombros como si no importara.
—Le mandaré un mensajero si decidimos algo importante. Todos estamos aquí
ahora, y si él decidió no asistir…
—Lord Bankwell no está aquí —señaló Beringer. —Sus tierras están junto a las
mías, pero sobre la Marcha Este. Tuvo algunos problemas ahí hace un tiempo.
—Oh, ese nunca atiende nada salvo sus propios asuntos —dijo Selwick. —Tú
puedes decirle lo que decidamos, si lo deseas, Beringer.
Bankwell. Richard reconoció el nombre como el de otro pretendiente de Sara,
del que ella no había sabido en años. Ese era otro que tendría que investigar en
cuanto tuviera la oportunidad. ¿Él odiaba tanto a Sara como Sir Aelwyn?
—Es correcto —dijo uno de los otros, asintiendo. —Comencemos entonces —
se había dirigido a Richard, en vez de a Selwick. El mayor y los otros dos lo miraron
también.
Obviamente esperaban que tomara el liderazgo. Y dado que él era la respuesta
del Rey a su petición de ayuda, Richard lo hizo.
—Necesito que escriban la cantidad que han tenido que pagar al bandido por la
propiedad robada o dañada. ¿Alguno puede identificar al hombre que ustedes
presumen que es Alan el Honesto?
—No —contestaron por turnos. Luego Selwick añadió, —Pero Lord Aelwyn dijo
que una vez se reunieron. El hombre asesinó al padre de Aelwyn.
—¿Recientemente? —preguntó Richard.
Selwick sacudió la cabeza.
—No, en Bannockburn, en la batalla. Escuché que ese escocés mató a varios de
los nuestros. Parmer de Berthold fue uno de ellos.
Richard soltó una risita.
—Eso fue hace más de veinte años. ¿Entonces cómo lo conoció el hijo?
Sir Meckville habló.
—Por un pastor. La mayoría de las bestias de Berthold habían muerto. También
un buen número de tenientes. Algún tipo de viruela los atacó. El lugar estaba
quedando en la ruina después de eso. Parece que el clérigo llegó un día y les
ofreció ayuda a la viuda y el niño, Aelwyn. Les explicó que Alan el Honesto les
mandó dinero como un tributo al hombre valiente que había asesinado una vez.
Richard acarició los pequeños vellos en su barbilla con sus dedos mientras
analizaba el gesto de Alan.
—¿Y luego qué? —preguntó.
Meckville se rió.
—Aelwyn casi mata al pastor. Le lanzó el dinero a la cara lo golpeó en la cabeza
con una herramienta. La viuda abrió los portones para que uno de los escoltas del
pastor fuera por él. El mismísimo Alan entró y se lo llevó.
—¿Qué le hizo al muchacho? —preguntó Richard.
—Le dijo que se quedara el oro y sus malos modos —le dijo Meckville, —o le
haría un favor a su padre muerto y le metería un poco de sentido común a su hijo
en la cabeza.
—Uno puede imaginarse cómo afectó al chico el regodeo del escocés —dijo
Lord Selwick sacudiendo la cabeza.
—¿Regodeo? —preguntó Richard. —Me parece extraño que Sir Alan no
castigara a Aelwyn por atacar a un hombre de Dios. Este escocés bien pudo haber
llegado sin el oro o el pastor y haberse reído del estado en que se hallaba
Berthold. Eso hubiera hecho si tan solo hubiera querido reírse de la desgracia de
Aelwyn. ¿Por qué suponen que llegó con una oferta de ayuda para restaurar lo
que la familia había perdido por la ausencia del padre?
Selwick suspiró y habló como si Richard no fuera a entenderle.
—¡Porque el oro que llevó probablemente era del padre del muchacho en
primer lugar! Los escoceses robaron a todos los ingleses después de la batalla.
Debió usar una porción de la riqueza que había robado solo para burlarse de
Aelwyn.
—Ya veo —dijo Richard, aunque no era verdad. —Aun así, con la manera en
que los escoceses odian compartir su dinero, no puedo imaginar a uno gastándolo
solo para molestar a un pequeño niño y una viuda que no significaban nada para
él.
—Es demasiado extraño —concordó Tomlinson, el más joven de los lords
presentes. —Pero los escoceses son extraños, como todos sabemos.
Richard tenía las respuestas que necesitaba. Aelwyn obviamente podía
permanecer resentido durante años. Y quizás buscó venganza contra ambos, Alan
y Sara. Y Alan había mostrado compasión por la familia de un valiente enemigo.
Preguntar algo más parecía inútil en lo referente a la reunión.
Lord Bankwell probablemente era lo que Sara había dicho que era, un
pretendiente que había pedido su mano y aceptado su negación sin ningún
resentimiento. Aun así, no haría daño asegurarse.
—Bien entonces. Hagan la lista que les pedí esta noche. Todos ustedes,
escriban cómo los contactó el escocés, cada palabra que hubo entre ustedes y Sir
Alan o quien quiera que haya ido en su representación. Sean precisos. Cuando
haya estudiado todo, nos reuniremos de nuevo.
—¿Dónde? —preguntó Meckville.
—En Fernstowe, si lo desean —dijo Richard. —Lady Sara y yo aún no hemos
dado un banquete por nuestro matrimonio. Digamos que dentro de dos semanas,
el viernes. Si tiene que cambiarse el día, enviaré a un mensajero.
—¿Qué hay de Lord Aelwyn? —preguntó Tomilson.
Richard sonrió mientras un plan se formaba en su mente.
—No se preocupen por eso. Yo le notificaré en persona.
Capítulo 14
*****
Richard se dirigió rápidamente hacia su habitación y abrió su cofre de ropa más
cercano. Lanzando su ropa por aquí y por allá, escogió una túnica de seda negra
para combinar con su humor.
Pero una vez que se vistió, comenzó a recuperar su humor. Sus labios
temblaron y tuvo que contenerse para que su risa no escapara ante el recuerdo de
Sara, sin importarle su desnudez, con sus largos y gráciles miembros extendidos en
ángulos extraños, señalándolo y riendo como una chiquilla. Debía haberse visto
incluso más ridículo que ella.
Enderezó su cinturón, echó su cabello hacia atrás y se dirigió a la puerta. Ahora
que había controlado su vergüenza, iría con Sara. Le pediría perdón, ofrecería que
compartieran su cama, y podrían reírse juntos. Sería una historia que ellos
recordarían cuando estuvieran viejos. El día que la cama se rompió.
El sonido del cuerno de los guardias resonando sobre la muralla externa
interrumpió sus pensamientos. Con una mirada de arrepentimiento hacia su
puerta, Richard cambió inmediatamente de dirección y bajó las escaleras. Se
acercaban jinetes y no esperaban a nadie. Con seguridad era demasiado pronto
para que Alan llegara. Solo le quedaba esperar que fuera el Rey nuevamente.
Momentos después, vio a la caravana llegar desde el techo de la casa. No era el
Rey, pero si era una procesión majestuosa. No llevaban ningún banderín ni usaban
ningún color. El líder de la caravana, un hombre grande vestido con cota de malla
y una sobrecubierta verde, montaba un enorme corcel gris. Un poco detrás venía
otro, igual de grande, vestido de la misma manera y con una montura parecida.
Otros seis, soldados comunes con medios cascos, montaban en parejas, rodeando
a una dama que iba sobre una yegua.
—¿Quién es? —gritó Terrel, que estaba de guardia aquel día.
Richard se dio cuenta de que él y todos los hombres sobre la pared y cerca de
la muralla estaban alerta y con sus armas preparadas.
El líder se detuvo frente a los portones y se quitó el casco, recargándolo en su
brazo. Con una voz profunda y llena de autoridad, anunció:
—Soy el hermano de Sir Richard Strode, vine como respuesta a su invitación.
Alan. Richard se acercó a la pared almenada y se recargó para ver mejor. El
hombre era idéntico a su padre. Con seguridad no podía ser otra persona que
quien proclamaba ser. Si no, los arqueros de Fernstowe estaban listos para
encargarse de él.
—Abran los portones —le ordenó a Terrel, y luego se giró hacia sus visitantes.
—Entren en paz —les dijo.
Los portones chirriaron y escuchó cómo subían los rastrillos mientras bajaba
por las escaleras. Por el bien de su dignidad, escondió su entusiasmo. Finalmente
conocería al hermano que no recordaba pero que sentía que conocía tan bien. Si
en efecto se trataba de ese hombre. Otro ya había proclamado ser él falsamente.
Juzgando por el timbre de su voz, las dos personas no podían ser la misma.
Una vez que Richard llegó a los portones internos, miró a través de ellos para
ver al caballero entregar su espada y puñal a un joven. Luego hizo señas y la mujer
montó junto a él. Los dos entraron juntos mientras los otros se quedaban afuera,
observando intensamente como si esperaran problemas.
Una vez que salieron del túnel que se formaba por los dos portones y los
rastrillos, ambos se detuvieron. Richard se acercó.
—¿Puede probar quién es, Señor?
El caballero se rió, sus ojos verdes brillaban.
—Si es el pequeño Dickon quien lo pregunta, entonces sí, lo probaré.
Pequeño Dickon. Odiaba eso. Nadie más que Alan había usado ese nombre con
él. Su padre se había reído de él por años cuando leía las cartas que Alan les
mandaba.
—La manera en que te referiste a mí es más que suficiente —declaró Richard
con una seca sonrisa, —aunque preferiría que no lo hicieras.
Con una agilidad que no debería tener a su edad, Alan desmontó y avanzó,
tomando a Richard por los hombros en un abrazo que parecía poder romper sus
huesos.
—Por Dios, muchacho, ¡nunca pensé verte nuevamente! —se dio la vuelta,
manteniendo una mano sobre un hombro de Richard. —Ven a conocer a tu
cuñada. Aquí está mi dama, Honor.
Richard hizo una reverencia y tomó la mano de su invitada menos esperada.
Ella lo observó con sus enormes ojos grises y una sonrisa dulce, era una mujer
hermosa, a pesar de su edad.
—Me alegra conocerla finalmente —dijo Richard, —aunque las cartas de Alan
nos han hablado de usted durante años.
—Y a mí me alegra verte nuevamente, Richard, aunque estoy segura de que tú
no me recuerdas. ¿Tus padres están bien? Estuvimos en Francia durante los
últimos seis meses y volvimos a casa hace tan solo unos días. No hemos recibido
cartas de tu padre desde hace algún tiempo.
—Se encontraban saludables la última vez que escuché de ellos —le aseguró
Richard.
La soltó y los invitó a pasar.
—Vengan, vayamos al salón para calentarnos y beber algo de vino.
Richard se preguntó qué clase de recibimiento tendrían por parte de Sara. O
fingiría ser una anfitriona amigable o se lanzaría a cortar la garganta de Alan con
su cuchillo para comer. Una cosa era segura, nunca hacía lo que él esperaba que
hiciera.
Él y Alan caminaron junto a Lady Honor, quien permaneció sobre su yegua.
—Dejaron sus armas antes de entrar —dijo Richard señalando la funda vacía de
Alan. —Aprecio su confianza en mí, pero es innecesaria.
Alan se encogió de hombros.
—Tu dama le dijo a Melior que esa era una condición, así que solo cumplimos
con ella.
Richard frunció el ceño ante eso. Él nunca le pediría a otro caballero que dejara
su espada si no era para rendirse. Ni tampoco dejaría la suya si visitara el castillo
de Alan.
Ayudó a Honor a desmontar cuando llegaron a los escalones que llevaban al
salón.
—Espero no estar imponiéndome —dijo Honor suavemente. —Alan insistió en
que viniera. A decir verdad, quería verte nuevamente, y conocer a tu nueva
esposa.
—Sí, bueno… estamos encantados de tenerla aquí —dijo educadamente. De
hecho, su presencia podía ser una bendición. Sara podría sentirse más obligada a
actuar correctamente con otra mujer noble presente.
Entraron juntos al salón y Richard los colocó en sillas cómodas frente al fuego.
—Siéntense, descansen. Iré a buscar a Sara. Acabamos de llegar a casa después
de la boda de Harbeth y ella estaba, um… bañándose cuando escuchamos el
cuerno.
Sabía que debían preguntarse por qué no enviaba a un sirviente a buscar a Sara
en lugar de ir por sí mismo. Pero Richard tenía que controlar su temperamento
antes de que bajara las escaleras, y ver con qué estaría obligado a lidiar.
—No hay necesidad —anunció Sara. —Ya he venido.
Salió de una esquina oscura del salón y se les acercó. Su expresión le dijo todo
sobre lo que estaba sintiendo, tanto como lo hubiera hecho si los estuviera
fulminando con la mirada. Estaba lívida, emanando odio por su hermano.
Esperaba que Alan y Honor no se dieran cuenta.
—Sara, te presento a Lady Honor y a mi hermano, Alan. Mi esposa, Lady Sara
de Fernstowe —rezó porque no quisiera luchar abiertamente cuando apenas se
habían conocido.
—Sir, mi lady —dijo secamente, haciendo una media cortesía.
Alan se inclinó en una reverencia, se enderezó y miró a Sara a los ojos.
—El juglar Melior me ha contado sobre lo ocurrido recientemente. Dicen que
yo he asesinado a tu padre, jovencita. Creo que tú también lo crees.
—Es verdad —admitió levantando la barbilla.
—Juro por Dios Todopoderoso, que yo no lo hice —Sara no dijo nada, pero su
silencio lo dijo todo. No le creía. Su hermano podría jurar por las cabezas de sus
niños, caer prostrado frente a ella, recordarle todo lo que quisiera sobre su
reputación por siempre decir la verdad, y Sara todavía pensaría que era culpable.
Richard intentó suavizar las cosas hasta que pudiera estar solo con Sara y
pensar en una manera de convencerla.
—Lady Honor dice que han estado en Francia la mayor parte del año.
Regresaron hace apenas unos días.
—Una buena coartada —dijo Sara. Ella y Alan estaban parados como dos
oponentes listos para sacar sus espadas, pero, por suerte, ninguno estaba armado.
—Yo no miento —declaró Alan, en voz baja pero con vehemencia.
Honor se adelantó.
—¿Cree que podamos tomar una copa de vino, Lady Sara? Esa yegua mía tiene
el paso de un caballo de guerra y me duelen hasta los huesos.
Ella se sentó y estiró sus pies hacia el fuego, ignorando calmadamente la
tensión entre Sara y su esposo.
Sara le lanzó otra mirada asesina a Alan y luego se giró hacia una sirvienta.
—Vino para los invitados, Darcy. E informa en las cocinas que la cena debe ser
servida tan pronto como se pueda. Manda a Grace a preparar la habitación para
invitados.
Darcy asintió y se apartó mientras Sara regresaba su atención a Alan.
—Por el bien de mi esposo, no diré nada más —con eso, los dejó y subió
grácilmente las escaleras.
Richard sintió el ardor de la vergüenza quemar sus mejillas.
—Me disculpo. Me temo que Sara está…
—En todo su derecho de estar confundida —terminó Alan. —Si yo pensara que
alguien mató a mi padre, no lo recibiría con una sonrisa tampoco. ¿Tú sí?
—Bueno, no —admitió Richard. —Debemos probarle que eres inocente. Pero
primero, permíteme contártelo todo. Melior no pudo haberlo escuchado todo,
especialmente sobre mi encuentro con el impostor —procedió a explicar todo lo
que había ocurrido.
Alan suspiró y se sentó en la silla más alejada del fuego.
—Despierta mi temperamento que tu esposa no de crédito a mi honestidad,
pero no me conoce bien todavía —entrecerró sus ojos. —¿Cómo es que tú me
recibiste tan rápidamente, conociéndome apenas mejor que ella?
—Sé que has matado antes en batalla, pero no creo que seas un asesino —
dudó un momento antes de añadir. —Además, tú no fuiste quien me secuestró
usando tu nombre. Aunque nunca vi ningún rostro, tu voz no es la misma. Creo
que él era inglés.
—Ah —dijo Alan, aceptando la copa de vino que Darcy le ofrecía. Se la tomó y
la regresó a la bandeja que sostenía. —¿Ese tipo te hablo diferente a como lo
hacemos los que vivimos por el norte? ¿Es así?
Richard casi jadeó ante el cambio en la voz de Alan. Se había ido su acento de
las tierras altas. No quedaba ni rastro de su escocés. Sonaba tan inglés como el
Rey Edward cuando hablaba formalmente.
—¿O quizás utilizó el lenguaje más digno de la corte que ustedes los nobles le
pidieron prestado a Francia? —preguntó Alan en perfecto francés.
—¡Santos! —susurró Richard, sacudiendo la cabeza con asombro. Por un
momento consideró que quizás… no, sabía que no había sido Alan. —Tenía un
tono más agudo que tú —declaró, —no es el mismo. En lo absoluto —pero por
primera vez, Richard se dio cuenta de que no podía confiar en su sentido del oído
para identificar al hombre que lo había tomado prisionero. Un hombre podía
cambiar su voz drásticamente, en tono, timbre y cadencia, como su hermano
acababa de probarle. Nadie que Richard conociera había tenido razones para
hacer eso, así que no lo había tomado en cuenta.
Alan soltó una risita.
—No estás seguro, ¿verdad? Bueno, Dickon, tú debes obtener tu propia
conclusión. Pregúntate si hubiera venido aquí de haber sido culpable. ¿Hubiera
dejado mi espada y toda mi protección al otro lado de los portones? ¿Por qué
arriesgaría la seguridad de la persona a la que más quiero al traerla aquí conmigo?
—dirigió su afilada mirada verde a Richard, deliberadamente viéndose astuto. —
¿O es eso también un truco para desarmarte? ¿Para ganarme tu confianza?
—¡No! No, claro que no —dijo Richard. —Alguien quiere poner su culpa sobre
tus hombros, Alan. Solo estaba considerando la posibilidad de que el hombre que
escuché, pero no vi, pudo haberme engañado. Hubiera jurado que era inglés. Pero
ahora…
Alan sacudió la cabeza.
—Si te sirve de algo, creo que tienes razón en eso. Cualquier escocés que
entrara en Inglaterra cerca del Prado de la Disputa tendría que pasar por mis
tierras o por las de Ian Gray. Juro por mi alma que Gray es tan poco culpable de
todo esto como yo y te pido que me creas. Nuestras patrullas en la frontera
hubieran visto a cualquiera cruzando. Lo revisé. Nadie vio a nadie.
Richard golpeó una mano con su puño.
—Por alguna causa maldita, quien quiera que sea tomó tu nombre y lo
extendió como una plaga por la frontera. Puso al Rey y a los barones en tu contra.
Pretendía hacer que yo te culpara. Te pedí que vinieras para que podamos arreglar
esto y llevar a ese canalla a la justicia.
—Así es, muchacho —dijo Alan, recuperando su manera natural de hablar. —Y
yo vine a ayudarte —soltó una risita triste. —Pero supongo que lo primero que
habrá que hacer será cambiar lo que tu esposa piensa antes de que envenene mi
comida o me atraviese con alguna daga.
Richard no pudo más que estar de acuerdo. Tenía la misma preocupación.
Capítulo 15
*****
Richard no dio ninguna señal de haber escuchado a Sara dejar la cama. Había
querido que se fuera antes de que lo hiciera. Todo el episodio le trajo recuerdos
de Evaine y las veces que se había acostado con ella.
No lo había soportado por mucho tiempo, eso era seguro. Ninguna palabra de
amor o ninguna habilidad habían suavizado alguna vez a esa esposa suya, pero aun
así le demandaba que cumpliera con su deber como esposa y le diera un hijo.
Tres veces en la misma cantidad de meses se había unido con ella. Entonces se
había embarazado con Christopher y Richard no la había molestado más. El alivio
había resultado ser tan grande, que le había agradecido a Dios todos los días el no
tener que repetirlo de nuevo.
Qué culpable se había sentido al ver su repulsión y la manera en que luchaba
por soportarlo por él. Había intentado con tantas fuerzas amarla, sabiendo que su
incapacidad por hacerlo debía ser al menos la mitad del problema. No era así con
Sara. Él la amaba.
¿Era Sara como Evaine después de todo? ¿El anterior entusiasmo había sido
una farsa que ya no sentía necesario continuar, una tentación para mantenerlo
ahí? Bueno, era de la nobleza.
Antes de su primer matrimonio, su padre le había advertido que esperara
frialdad de las mujeres de ese estado. Era algo con lo que nacían y que se
reforzaba con sus doctrinas mientras crecían, había dicho él.
La iglesia les enseñaba que no debía haber otra razón para copular que la de
querer tener un niño. Su padre había dicho lo mismo, y Evaine se lo había
recordado una y otra vez. Incluso cuando no pensaba en acostarse con ella, se lo
había recordado, por si llegaba a olvidarlo.
Ya no creía en ese adoctrinamiento mucho más de cuanto creía que las
mujeres habían nacido malvadas. Pensó que algunas cosas decididas por hombres
bajo celibato debían de ser reconsideradas. Richard lo había hecho, y había
decidido que simplemente no eran ciertas. Pero una mujer de nacimiento gentil y
enseñada a obedecer bajo toda circunstancia, nunca desobedecería a su pastor.
Era por eso que Sara lo había sorprendido con la manera en que se expresaba
abiertamente. No había esperado eso. La verdad sea dicha, lo había sorprendido
más que solo un poco con todo su ardor. Pero el desastre de esa noche lo dejó
sintiendo un frío en su interior y deseando que no hubiera cambiado en lo más
mínimo. No podría soportar pasar por esto nuevamente, y tampoco ella debería.
Pero no perdería las esperanzas todavía. Quizás meramente estaba abrumada
por los eventos del día y demasiado cansada para la intimidad. Mañana o el
siguiente día, cuando estuviera más descansada y él descubriera qué decirle,
hablaría con ella al respecto.
Capítulo 16
*****
—¿A dónde pudo haber ido? —demandó Lady Honor. —¡No hubiera dejado
Fernstowe sin mí!
—No puedo imaginar que lo hiciera —concordó Richard, tan preocupado como
su cuñada.
Se habían reunido en el salón para desayunar cuando descubrieron que faltaba
Alan. Una rápida búsqueda no reveló ninguna señal de su ubicación.
—No sin razón —dijo Honor. —Y no sin decírmelo primero —apretó sus
pequeñas manos blancas y caminó frente al fuego ardiente que apartaba el frío de
la mañana. —Algo está mal aquí. Terriblemente mal.
Richard miró de una mujer a otra. Sara no parecía preocupada, pero aún tenía
una mala opinión de Alan.
Lady Honor decía la verdad. Su hermano obviamente quería a su esposa más
que a nadie. Eso era obvio para cualquiera, incluso para aquellos que no los
conocían bien. Abandonarla en una fortaleza extraña con gente que acababan de
conocer (incluso si eran de la familia) no tenía sentido en lo absoluto.
Él, Sara y los otros habían recorrido la fortaleza por todos lados buscándolo, el
caso de que Alan simplemente hubiera ido a dar una pequeña caminata y algo le
hubiera pasado. Sara incluso había abierto las habitaciones de almacenamiento y
había buscado ahí. No encontraron ningún rastro, y nadie a quien le habían
preguntado lo había visto desde que él y Honor se habían retirado por la noche.
Honor se había despertado y se había encontrado con que no estaba.
—¿Por qué no salimos con su hijo y vemos si Alan está con él?
—¡Tú no! —objetó Sara. —¡Que vaya alguien más!
—¿Por qué? —preguntó Richard.
El rostro de Sara se enrojeció y ahora parecía tan intranquila como Lady Honor.
—Por… porque si… si tu hermano no está con él, y si Adam piensa que pasó
algo, podría… lastimarte —respiró profundamente y exhaló con dureza.
—¡Tonterías! —dijo Lady Honor.
—¿Piensas que pasó algo, Sara? —le preguntó Richard, sospechando por sus
razones para objetar.
Ella se le quedó mirando, completamente inocente.
—¿Que pasara algo? ¿Qué podría pasar? Todos nos retiramos, ¿no es verdad?
Y mientras todos dormíamos profundamente, tu hermano debe haber decidido
dejar Fernstowe. Seguramente volverá cuando haya terminado de hacer lo que
sea que haya decidido.
—Yo iré con mi hijo —declaró Honor. —Si Alan pone un pie fuera de estas
murallas, ahí es a donde iría, con Adam. Aunque no puedo pensar por qué
necesitaría hacer eso.
—El corcel principal no está, mi lord —dijo Eustiss mientras se acercaba.
Richard lo mandó a organizar una búsqueda en el exterior. —El chico del establo
dijo que durmió toda la noche. No escuchó a nadie tomar a la bestia —hizo una
mueca. —Ni yo tampoco, teniendo en cuenta que duermo ahí también. Mi oído ya
no es lo que solía ser.
—¿Los guardias? —preguntó Richard.
—Tam está en la portera. Dice que un hombre salió con el caballo alrededor de
media noche. Dijo que como usted siempre lo monta, pensó que era usted y no
hizo ninguna pregunta. Solo abrió y lo dejó salir.
Richard golpeó su mano con su puño, preguntándose qué podría haber
inducido a su hermano a irse sin decir una palabra a nadie. Miró a Sara,
preguntándose si le había dicho algo a Alan.
Aun así, su hermano no dejaría a Lady Honor atrás. Se giró hacia dicha lady.
—Saldremos y hablaremos con su hijo.
—¡No! —gritó Sara, tomando su brazo. —¡No lo hagas, Richard! ¡Te lo ruego!
Déjala ir. ¡Manda una escolta si tienes que hacerlo, pero por favor no vayas tú
mismo!
Richard suspiró. El temor de Sara por su seguridad calentaba su corazón. Debía
importarle más de lo que demostró la noche pasada.
—Puede que tenga un punto sobre usted saliendo —dijo Sir Edmund. El
caballero había escuchado la conversación, pero había permanecido en silencio
hasta ahora. —No sabe cuán impetuoso puede ser este sobrino suyo si su padre
no está con él. Permítame ir —ofreció.
—Y dejarte sufrir su ira, ¿eh?
—¡Mi hijo no es un canalla! —exclamó Lady Honor indignadamente.
Edmund se rió forzadamente.
—He servido a su abuelo desde que tenía catorce. Puedo lidiar con el nieto.
—Que así sea entonces —dijo Richard con una sonrisa de agradecimiento. —
Pero ten en cuenta el temperamento de Adam. Podría ser hereditario.
Lady Honor, aun protestando por sus reservas, acompañó a Sir Edmund y
Eustiss a la puerta del salón que llevaba a los establos.
Richard se dirigió a Sara.
—Hablaste con Alan después de la cena. ¿Qué le dijiste?
Ella se encogió de hombros, con la mirada fija en sus dedos, que jugaban con la
orilla de su cinturón.
—Me preguntó qué podía hacer para convencerme de su inocencia. Dije que
quizás podría ayudarnos a descubrir al verdadero culpable.
—¿Crees que incluso ahora esté intentándolo?
—Todo es posible —contestó, sin poder mirarlo a los ojos.
Él sacudió la cabeza, sintiéndose profundamente confundido.
—Bueno, iré a la puerta de entrada para esperar a que Lady Honor vuelva.
¿Vienes?
—No. Me quedaré y me encargaré de los niños cuando despierten.
No por vez primera notó Richard la palidez de Sara aquella mañana. Las
sombras oscuras bajo sus ojos le decían que no había dormido bien después de
haberlo dejado. No debió haberle pedido que fuera con él la noche pasada. La
celebración de la boda de Harbeth había sido una prueba demasiado grande para
ella. Además, la repentina visita de Alan la atormentaba, y ahora se agregaba su
misteriosa desaparición.
Richard tomó su hombro con una mano.
—Nan y Chris no son bebés. Además, Berta puede hacer lo que es necesario
hacer. ¿Por qué no vas a descansar? Te ves cansada.
Ella sonrió, pero se veía forzado.
—Estoy bien. Vete.
Hizo lo que le dijo, ansioso por resolver el misterio de la partida de su
hermano. Pero deseaba tener tiempo para una visita privada con Sara.
Necesitaban hablar de lo que había pasado entre ellos la noche anterior.
Pero eso podía esperar. Él y Sara tenían años para arreglar sus diferencias. Por
ahora tenía que ocuparse de encontrar a Alan. Lo necesitaba para poner en
marcha el plan para atrapar al ladrón asesino que evitaba que hubiera paz en la
frontera. Debían hacerlo pronto. De otra manera, en cinco días Richard tendría
que responder a las demandas del canalla, o aquellos que vivían dentro de los
confines de Fernstowe pagarían las consecuencias.
Fernstowe por sí mismo podía soportar un ataque, incluso sin defenderlo. No
había que preocuparse por las cosechas, no con todos los almacenes que ya
tenían, y los dos pozos funcionando dentro de sus murallas. Eran aquellos fuera de
la protección de las murallas los que le preocupaban a Richard. De alguna manera
tenía que librarse del peligro de una vez por todas. Tenía un plan, pero necesitaría
la ayuda de Alan.
Estas ideas pesaban sobre su cabeza mientras subía las escaleras hacia la torre.
Cuando miró hacia el campo donde se hallaban los hombres armados de Alan, vio
a Lady Honor y Sir Edmund que acababan de llegar y estaban desmontando. Los
hombres se reunieron a su alrededor.
Richard observó mientras las voces distantes aumentaban en volumen y varios
hombres comenzaban a hacer gestos de violencia. Uno de ellos era el mismo Sir
Edmund.
Tras una orden cortante del hombre que Richard supuso era el sobrino Adam,
dos de los hombres más grandes levantaron a Sir Edmund y lo llevaron
trabajosamente a una de las tiendas.
Una vez que desaparecieron en el interior, el sobrino ayudó a Lady Honor a
montar y luego saltó en el caballo que Sir Edmund había usado. Los dos montaron
a toda prisa hacia Fernstowe.
Así que Alan no había ido con su hijo después de todo, dedujo Richard.
Hizo señas para que los portones permanecieran cerrados, no tenía planeado
dejar entrar a aquel que acababa de tomar a su caballero como rehén. Ni mucho
menos armado.
—Déjala —ordenó cuando se detuvieron frente a él.
—Mi padre lo hizo —le gritó Adam. —¿Piensas que repetiré su error?
—Alan no está aquí, tal como te dijo tu madre. De nuevo te digo que dejes tu
espada y eres bienvenido a entrar para que lo compruebes. Tienes a mi hombre
como prueba contra traición.
Adam lo fulminó con la mirada, un reflejo casi idéntico de su propio rostro,
pensó Richard. El hijo tenía el cabello avellana de su madre, pero el resto era
completamente Strode.
Repentinamente Adam buscó detrás de su cuello, sacó su espada y la levantó.
Con un poderoso lanzamiento, la clavó en la tierra.
—¡Ahí tienes! ¡Ahora abre los portones! —gritó.
Lady Honor inclinó la cabeza y se encogió de hombros como si quisiera decir,
¿qué puede hacer una madre?
A Richard no le importaba. Él hubiera reaccionado de manera muy parecida a
Adam, dadas las circunstancias. Con su orden, los portones se abrieron
lentamente. Para cuando les permitieron entrar, Richard había bajado y los estaba
esperando.
—Bienvenido, sobrino —saludó a Adam. —Desmonta y entra. Necesitamos
descubrir a dónde pudo haber ido Alan. ¿Tienes alguna idea?
—Está aquí adentro y pretendo encontrarlo —dijo Adam frunciendo el ceño
hacia la fortaleza. —Si no lo encuentro, ustedes perderán un caballero —señaló la
muralla con la cabeza, en la dirección al campamento en donde tenían a Sir
Edmund. —Mandaré sus intestinos para sus sabuesos.
Richard hizo una mueca. Imaginaba que Adam le había dicho eso a Sir Edmund,
quien no era alguien reconocido por su tolerancia ante los alardes de los
caballeros jóvenes. No había duda de por qué habían luchado por contenerlo.
—Bueno, si tu padre está aquí, y yo pretendo dañarlo, ¿crees que hubiera
permitido que Lady Honor saliera contigo?
Adam no dijo nada. Meramente comenzó a caminar, con una mano sobre el
brazo de su madre mientras ella casi corría para mantener el paso.
—Creemos que salió a media noche por el portón de atrás —informó Richard
mientras subían la escalera hacia el salón.
—Ese no era mi padre.
Richard lo detuvo tirando de su manga.
—¿Viste al hombre?
Adam sonrió mientras apartaba el agarre de Richard.
—Sí. ¿Piensas que somos idiotas que no marcamos quién sale y quién entra?
—Bueno, ¿Quién era sino tu padre?
—Uno de sus caballeros. Un joven. Casi se orinó cuando lo alcanzamos.
—Adam, no lastimaste al chico, ¿o sí? —demandó saber Lady Honor.
—No, madre. Solo lo asusté un poco.
—Sir Matthew. Tiene que ser él —Richard se pasó una mano por el cabello y
sacudió la cabeza. —¿A dónde demonios iba?
—Dijo que iba a ver a alguna mujer. Lo seguimos. Se detuvo en una choza a
medio camino hacia la fortaleza de Harbeth, donde había dicho que se encontraría
con ella. Lo dejamos en paz.
Qué peculiar. Matthew no había dicho nada de ninguna mujer. Pero Richard
meramente asintió y abrió la puerta para que entraran.
—Pasen, por favor. Deberíamos tomar algo de vino, desayunar y decidir qué
haremos después.
—Buscaremos aquí —declaró Adam. —Mi padre no se fue o lo hubiéramos
visto hacerlo. Incluso cuando perseguíamos a su joven caballero, tres de mis
hombres se quedaron vigilando sus portones. Papá está aquí, y pretendo
encontrarlo.
Sonreía, pero sus ojos eran fríos como el mar verde durante el invierno.
—Y si no lo encuentro en buen estado, tío, tienes que saber esto. No necesito
una espada para arrancarle los miembros a un hombre.
Richard le sonrió de una manera amable ante su tonta amenaza.
—Puedes descansar, sobrino. Si alguien aquí ha dañado a mi hermano, te
ahorraré el problema.
—¿Podrían los dos detener esta disputa? —gritó Lady Honor azotando los pies.
—No nos ayuda a encontrarlo —agitó su pequeño puño y sus ojos grises se
llenaron de ira. —¡Los golpearé a ambos con un palo si no se comportan!
La urgencia de reír ante la delicada musaraña creció. Se veía como una santa
cuando estaba calmada. Adam le dirigió una mirada de advertencia, pero Richard
pensó que tenía más que ver con su madre que con sus propias amenazas.
—Yo estoy dispuesto a ceder —dijo Richard tranquilamente.
—Como desees —accedió Adam, sonando resignado. Extendió un brazo que
Richard tomó para una renuente tregua.
Se dieron las manos y sacudieron los brazos.
—Beban rápido entonces, y empecemos con lo que tenemos que hacer —
sugirió Honor mientras se dirigía a la mesa donde estaba el pan de la mañana, el
queso y el vino. Sin esperar a que ninguna sirvienta se le acercara, tomó el jarrón y
lanzó un poco de vino en tres copas. —¡Listo!
Richard tomó una y la golpeó contra la que Adam sostenía.
—¿Paz?
—Sí, paz —repitió Adam de mala manera. Bebió rápidamente el contenido y
azotó la copa. —Debería revisar los calabozos.
Richard se rió burlonamente.
—No tenemos calabozos.
—¿Dónde tienen a sus prisioneros? —preguntó Adam, como si de verdad le
sorprendiera la falta de tales habitaciones.
—No hemos tenido ningún prisionero desde que llegué aquí —admitió Richard,
—supongo que si tuviéramos alguno, lo mantendríamos en las habitaciones de la
torre. Ya buscamos ahí.
Sin detenerse, Adam corrió hacia las escaleras de espiral que llevaban a los
pisos superiores. Richard lo siguió.
No encontraron nada. Las habitaciones de la torre estaban abiertas y vacías
salvo por jergones llenos de polvo donde los guardias tomaban turnos durmiendo
las noches que les tocaba vigilar.
Adam empujó a Richard para subir las escaleras que llevaban al siguiente nivel
de la torre.
No estaría satisfecho hasta que realizaran una búsqueda completa. Revisó bajo
las camas y en cada cofre lo suficientemente largo para contener a un hombre.
Richard observó, con los brazos cruzados, para asegurarse de que nada fuera
lastimado durante su exploración. Lady Honor estaba parada cerca, posiblemente
para mantener a sus dos cargas lejos el uno del otro.
Richard supuso que lo consideraba una carga, dado que tenía casi la misma
edad que su hija más grande. Si recordaba correctamente, Adam era apenas
cuatro años más joven que él.
Los tres acababan de entrar a la habitación de Sara a buscar cuando ella entró
repentinamente.
—¿Qué están haciendo, por todos los cielos? —demandó Sara.
Adam se dio la vuelta, dejando caer la cortina de cama que acababa de
levantar.
—¿Quién es esta?
Richard le hizo señas.
—Tu tía Sara. Sara, conoce al joven Adam.
Ella gritó y se lanzó contra Adam como una furia demente. Richard la atrapó
por la cintura antes de que lograra hacer contacto. ¡Por Dios santo, esto era
demasiado! ¡Era fuerte! La sostuvo con fuerza con un brazo y puso su otra mano
sobre su boca. Sus piernas se levantaron y sus uñas se clavaron en su mano.
—¡Váyanse! ¡Ahora! —le advirtió a Honor y Adam.
Ellos no perdieron el tiempo. Richard lanzó a Sara a la cama, poniéndose sobre
ella y temiendo que el mueble colapsaría bajo su peso nuevamente. Se sostuvo.
Ella luchó hasta que ambos quedaron exhaustos.
Cuando finalmente se quedó quieta, él apartó su mano.
—¿Por qué dejaste que ese canalla entrara en mi propiedad? —le dijo
apretando los dientes.
—¿Canalla? ¡Vaya manera de llamarlo! Apostaría a que en este momento le
está preguntando a Honor por qué me casé con una mujer loca. ¿Qué te poseyó?
Ella no dijo nada, meramente inhalaba y exhalaba profundamente. Debía
estarla aplastando con su peso, pero no se atrevía a soltarla hasta asegurarse de
que estaba completamente calmada.
—Mira, no está armado. Yo mismo lo vi. Lo dejé entrar para buscar a Alan. De
otra manera no creería que su padre no está aquí. Acabamos de buscar en las
torres y estábamos bajando. No hay nada de malo en eso, ¿o sí?
Sara volvió a retorcerse.
—Por favor, Richard, déjame ir. Prometo mantener la cabeza en su lugar.
Él lo hizo, soltándola y sentándose en la cama. Atrapó su brazo cuando estaba
comenzando a levantarse.
—No me pruebes, Sara.
—No, no, te prometo que no lo haré. Pero debemos bajar las escaleras. Yo… lo
explicaré… si es que puedo explicarlo. Es solo que…
Richard se levantó y la ayudó a ponerse de pie.
—Ven entonces, quiero escuchar esto.
Ninguna cantidad de explicaciones cambiaría el hecho de que Sara todavía
pensaba que Alan y su hijo eran culpables por lo que ocurría en la frontera.
Richard tenía curiosidad por saber cómo explicaría este ataque que acababa de
tener.
Se había calmado y fingido ser civil después de las duras acusaciones que hizo a
su hermano. Por eso, y su presente voluntad por aceptar a Adam, Richard
sospechaba que Sara sabía más sobre la desaparición de Alan de lo que admitía.
Capítulo 17
2 Derrame o acumulación anormal del humor seroso en cualquier cavidad del cuerpo, o su infiltración
en el tejido celular. (N.R.)
le sonrió. —¡Pero estaremos preparados para darle a tu pretendiente la
bienvenida que se merece cuando venga a buscar a la viuda!
La emoción de Richard creció mientras lo observaba. El brillo en sus ojos verdes
mostraba su emoción. Ella anhelaba que la abrazara, que le mostrara la dulzura
debajo de esa ferocidad. Más que nada, necesitaba a Richard como su aliado.
Incluso si (en contra de todo lo que se le había enseñado) tenía que cambiar de
lado en este conflicto. Rezó porque hacerlo no fuera el peor error de su vida.
—Para el bien o para el mal, estoy contigo, Richard —dijo suavemente.
Él le sonrió y la abrazó con fuerza. El dulce sentimiento de sus cuerpos unidos
casi hizo que Sara olvidara que tenía que comportarse de manera sumisa.
Casi lo olvidó, pero no lo hizo.
*****
*****
Ese día, todos en Fernstowe trabajaron, preparándose para los invitados. Los
primeros en llegar necesitarían solo armas listas y un lugar lo suficientemente
grande para encerrar a todos aquellos que no fueran muertos. Pero en tres días,
toda la población noble de la Media Marcha llegaría, esperando un funeral y un
festín.
Richard decidió que debería haber una gran celebración entonces. Le había
prometido a los Lords que conoció en la fiesta de Harbeth que daría una en
Fernstowe. Era más pronto de lo que esperaban, y la razón los sorprendería
cuando llegaran. Pero esto le daría a todos una oportunidad para regocijarse y
reestablecer la paz en la frontera.
En algún punto antes de la celebración, debía conseguir estar solo con Sara y
arreglar las cosas entre ellos. Una vez que comprendiera por qué la había
reprendido por su manera de ser, y lo horriblemente equivocado que había
estado, sería ella misma de nuevo. Qué dulce sería entonces su vida, juntos. Vería
al otro enemigo que había sido capturado y exiliado, su mente cerrada. Lo haría
ahora mismo si no fuera tan distractora.
La manera en que Sara tomaba el liderazgo de las preparaciones lo excitaba.
Uno pensaría que todo el plan era su idea. Trabajaba más duramente que
cualquiera, y no le ofrecía ninguna consideración especial. Pero no le había
gustado que se había quedado dormida en la mesa la velada anterior, exhausta y
pálida.
Después de llevarla a la cama, había amenazado a todos aquellos que pensarán
en molestar su descanso hasta la mañana. Como era de esperarse, fue ella quien
entró echa un torbellino en su habitación y lo despertó antes del amanecer,
acomodando una vela y diciéndole que se vistiera a toda prisa.
—Él vendrá hoy. Lo sé —declaró Sara, ignorando su desnudez cuando se
levantó de la cama. Le lanzó su ropa interior y los pantalones desde el cofre, luego
rebuscó hasta que encontró una camisa presentable.
—Quienquiera que sea él —continuó, mientras tomaba su playera acolchonada
y la examinaba antes de dársela. —Pero creo que sí es Aelwyn.
—Yo también —le contestó. Apenas se había puesto su ropa acolchada, ella se
le acercó con su pesada cota de malla.
—¡Dame eso! —le ordenó. —Es demasiado pesada para ti.
—Podemos discutir luego. Apúrate, Richard.
Se inclinó y se las arregló para colocarse la cota de malla, luego se levantó,
acomodando su peso sobre su figura. Las manos de Sara ya estaban en los
seguros, acomodándolos tan expertamente como el paje mejor entrenado.
—¡Listo! Ponte tu espada y estarás listo —declaró, y se dio la vuelta para salir
de la habitación.
Richard la detuvo tomando su falda.
—¡Vuelve aquí, torbellino!
—¿Qué? —le preguntó, con los ojos abiertos con frustración por el retraso.
Él tomó su rostro entre sus manos.
—Un beso, si no te importa. O incluso si te importa —colocó su boca sobre la
de ella y disfrutó de su sorpresa que rápidamente se convirtió en una dulce
complicidad. Cuando rompieron el beso, Richard sonrió ante su confusión. Al
menos por el momento, había tranquilizado toda esa energía salvaje. —Todo
estará bien, Sara. Confía en que te protegeré y defenderé nuestro hogar.
—Lo hago —dijo con una voz pequeña, una de sus manos cubría la de él, que
reposaba sobre su mejilla. —Oh, Richard, ¿tendrás cuidado? ¿Lo prometes?
—Lo juro, pero no habrá mucho peligro. Los arqueros estarán listos. ¿No te lo
he explicado una y otra vez? En el momento en que el enemigo entre por nuestros
portones, los abordaremos a él y a todos los hombres que lo acompañen. Si elige
luchar, morirá antes de que su espada deje su funda.
—Nada puede salir mal —confirmó asintiendo.
—Nada —le aseguró, y le ofreció su brazo. —Así que ven, desayunemos. Para
ser un cadáver, me muero de hambre.
Un aire de anticipación llenaba la fortaleza. Incluso los niños no podían
quedarse quietos. Ella los envió al solar y los puso a medir y cortar pedazos de
cuero para cubrir los ojos de los prisioneros que podrían capturar. Cualquier cosa
para mantener sus pequeñas manos ocupadas y fuera del camino. Berta los
supervisaba y juró mantener a Nan y Christopher dentro de esa habitación.
Cuando Sara dejó el salón a medio día vio que aquellos en la muralla externa,
incluso mientras cumplían con sus obligaciones asignadas, mantenían sus ojos y
oídos atentos a aquellos que patrullaban la muralla.
Había pocos caminando allí arriba, solo dos en cada una de las cuatro paredes.
Varias eran mujeres. Sara había escogido a las personas con los mejores ojos. El
arquero estaba sentado contra la pared de la pasarela superior, de cara a la
muralla externa, esperando. Richard estaba parado junto a los portones, dándole
la espalda, hablando con Adam y Alan.
Le gustaba que Richard escuchaba todas sus sugerencias. Alan parecía aprobar
su participación, y pedía su opinión cada cierto tiempo cuando se trataba de
asuntos de defensa.
No tendrían que recurrir a una pelea, eso había asegurado Richard
repetitivamente. Sara no estaba segura de que tuviera razón. Un animal
acorralado peleaba furiosamente, incluso si no tenía esperanzas de ganar.
—Mi lady, debería quedarse adentro —dijo Sir Edmund mientras caminaba
detrás de ella.
Se dio la vuelta para discutir, pero el urgente y lúgubre sonido del cuerno en el
campo de batalla la interrumpió.
—¡Ahí vienen! —gritó, y corrió hacia las escaleras hacia el parapeto.
El caballero la sostuvo y apuntó hacia el castillo.
—¡Entre o Sir Richard me cortará la cabeza!
Sara se apartó de su agarre.
—¡Presenciaré esto, Señor! Ahora ve a ayudar a mi esposo. Yo lo veré desde la
muralla.
Antes de que Sir Edmund pudiera atraparla de nuevo, levantó su falda y corrió.
En cuanto alcanzó la pasarela, escuchó la llegada fuera de los portones y corrió a
espiar por la almena.
—¡Bankwell! —jadeó, sorprendida y desilusionada de que no era el hombre
que había esperado. ¡Y este vejestorio ni si quiera llevaba armadura! Solo media
docena de hombres montaban con él. ¿Cómo esperaba ese tonto ganarse toda
una fortaleza y a la lady de ella con solo seis cuidándole la espalda? Su confianza
en hacerlo insultaba a Sara casi tanto como su razón para estar ahí.
Uno de los hombres de Bankwell anunció su llegada. Así que el buen lord había
ido a “ofrecer sus respetos y hablar con Lady Sara”. Sonrió para sí misma cuando
escuchó la orden de Richard porque abrieran los portones. Bankwell estaba a
punto de recibir la sorpresa de su vida.
Las cadenas resonaron rítmicamente mientras los rastrillos se levantaban, con
sus enormes picos saltando cada vez que los engranajes giraban. Dos de sus
hombres bajaron la palanca que levantaba la enorme barra y los pesados portones
de roble se abrieron completamente. Una polvareda había llenado el lugar. El
patio vacío parecería desierto para aquellos a punto de invadirlo.
El suave sonido de las pezuñas, el rechinido del cuero, y el leve tintineo de los
arneses rompía el silencio mientras el tranquilo Bankwell entraba primero. Sara
vio que no había cambiado mucho en estos últimos años, todavía tenía un porte
majestuoso, y se veía demasiado apuesto para su edad, y obviamente lo sabía.
Arrogante, pensó, pero no por mucho.
Mientras entraba, miró a su alrededor con curiosidad ante la cantidad de
hombres armados, arqueros en la pared, con las flechas listas. Hombres con
espadas y lanzas estaban en sus posiciones de ataque, listos para recibir la orden.
Incluso entonces no pareció muy preocupado.
—¡Déjala o muere! —gritó Richard con una voz tan fuerte y profunda, que Sara
pensó que las paredes del salón se habían movido.
La boca de Bankwell se abrió completamente y sus ojos se agrandaron. Ahora
entendía, pensó Sara con satisfacción.
El metal resonó cuando Bankwell y sus hombres tiraron todas sus armas.
Ninguno se quejó o siquiera lo dudó. Los arqueros en las murallas habían escogido
a sus objetivos y no se podía dudar de lo preparados que estaban para disparar.
—¡Ahora desmonten, lejos de sus espadas! —ordenó Richard.
—¡Venimos en paz! —declaró Bankwell con una voz aguda y aterrorizada. Casi
se cayó de su caballo cuando intentó bajar. —¡No nos lastimen! —con sus manos
levantadas, dio vueltas, implorando, —¿Lady Sara? ¿Dónde está ella? Por favor,
¿puedo hablar con ella?
Sara bajó las escaleras tan rápidamente como las había subido. Recorrió
rápidamente el patio hasta que estaba a una distancia donde pudieran escucharse,
pero no lo suficientemente cerca para que la tomaran como rehén.
—¡Saludos, Lord Bankwell! —lo saludó. —Vamos, hable conmigo si eso es a lo
que ha venido. ¿Qué tiene que decir por usted mismo antes de que lo atemos
como el ganso que es?
Grandemente agitado, bajó sus manos, suplicando.
—Dile a tus hombres que vine en paz, ¿lo harías? ¡Vine aquí a ofrecer mi
protección!
Ella se rió.
—¡Apuesto a que sí! Llévenselo —le ordenó a los hombres que ahora los
rodeaban, con las espadas desenvainadas. —El Rey Edward estará satisfecho con
este día de trabajo.
La atención de todos estaba fija en la captura. Mientras Bankwell
tartamudeaba sus protestas, Richard, Alan, Adam, y Sir Edmund encabezaron a
toda la tropa por los escalones del salón.
Sara esperó en el patio para agradecer a las mujeres de buenos ojos y a los
guardias por mantener su posición. La mayoría estaban bajando de la muralla
ahora. Los arqueros estaban ocupados riendo y felicitándose. Gritos jubilosos
llenaron todo el patio. Ella miró hacia el parapeto para ver quién quedaba ahí.
—¡Cuidado! ¡Bajen los rastrillos! —gritó el solitario guardia en la muralla sobre
los gritos de júbilo. Si no lo hubiera visto directamente, no lo hubiera escuchado.
Sara se dio la vuelta y vio que los encargados de los portones no lo habían hecho.
—¡Cuidado mi lady! ¡Corra! —llegó el gritó.
Las palabras se cortaron cuando los caballos entraron por los portones
abiertos. Los arqueros se revolvieron para tomar flechas. Sus guardias saltaron,
algunos sin armas, contra los intrusos. Las monturas gritaban. Las espadas se
agitaban y los gritos de guerra llenaron el lugar.
—¡Aelwyn! —jadeó Sara cuando distinguió los colores. Sabiendo que no
tendría tiempo de escapar, Sara corrió a la pila de armas que habían dejado los
hombres de Bankwell. La más grande era su sable. Sara lo tomó con
desesperación.
Él se dirigía directo hacia ella. Sara saltó a la derecha, agitó la pesada espada y
alcanzó a darle a su montura con la punta. El caballo se agitó y Aelwyn perdió su
silla.
Sara arriesgó una rápida mirada hacia la puerta del salón. Richard, sus
caballeros y familia debieron escuchar la conmoción. Corrían escaleras abajo,
enfrentándose a los hombres de Aelwyn, la mayoría a pie. Aquellos que seguían
montados estaban entre ella y cualquier ayuda.
—¡Oh, Dios! —gritó, y esquivó nuevamente a Aelwyn. ¿Por qué no le había
dado un golpe fatal cuando se cayó? Maldijo su pánico. Se había recuperado de su
caída y ahora se le acercaba cautelosamente, frunciendo el ceño bajo su medio
casco.
Sara levantó el sable, retándolo a acercarse.
—¡Te casarás conmigo ahora, maldita! —la amenazó. —¡O morirás!
—Tengo un esposo —dijo, hablando con los dientes apretados. —¡Te matará
como al perro que eres!
Por un instante, se congeló.
—¿Strode no está muerto?
—Está asesinando a tus parásitos mientras hablamos. ¡Mira, si no me crees! —
acomodó su sable, esperando por la oportunidad de atacar si apartaba la mirada
de ella.
En su lugar, él la rodeó mientras hablaba, abriendo y cerrando sus dedos en el
mango de su espada. Cazándola. Sus ojos brillaban con maldad bajo los agujeros
del casco.
—Entonces morirá, junto con todos aquí. Tú también, pero no hasta que
termine contigo.
Se rió mientras caminaba a su alrededor, haciendo que se diera la vuelta y
perdiera el equilibrio.
—No tendrás Fernstowe —le declaró, intentando conseguir tiempo hasta que
Richard pudiera ayudarla. Asumiendo que sobreviviera a su propia batalla. El peso
de la espada hacia que sus músculos quisieran gritar, pero la mantuvo firme.
—¿Este lugar? —se burló Aelwyn. —Eras tú a quien quería, tú, niña tonta,
desde el momento en que floreciste. Te tendré también. Pero luego tendrás que
pagar —movió su espada haciendo un arco amenazador. —Ríndete ahora, Sara,
para que no tenga que matarte tan pronto.
Se acercó. Sara movió su sable con todo su fuerza. Aelwyn detuvo fácilmente el
acero y el sonido la ensordeció. Sus propios huesos temblaron.
—¿Sa… sabías que eran hermanos? ¿Cómo? —demandó mientras se apartaba
de su alcance. Todo lo que necesitaba era un momento para recobrar el aliento. Si
tan solo pudiera mantenerlo hablando.
Él se rió con burla.
—¡Me encargué de saber todo sobre el canalla que asesinó a mi padre y robó
nuestra fortuna! El Rey lo cazará por su arduo trabajo. ¡Los matará a todos! —gritó
Aelwyn.
Sara apartó su espada, pero apenas lo logró. El sudor picaba en sus ojos e hizo
que parpadeara.
—¿Todo esto por una guerra? ¿Quieres una guerra?
—Sí, ¡y la tendré! Y también a ti. ¡Viva o muerta! —gritó, con su rostro rojo por
la ira.
Ella apretó su agarre y acomodó su espada.
—¡Haz tu mejor intento, traidor!
Él corrió hacia ella, con su espada lista para un golpe mortal.
Sara esperó porque la espada bajara, luego se agachó y atacó. Él aulló, pero
pudo ver que su malla había atrapado la punta. Había logrado sacar sangre pero
no lo había atravesado.
Sorprendida ante su éxito, se quedó mirando tontamente a su herida. Se
levantó, hizo un círculo completo para agregar ímpetu y golpeó su casco con la
parte plana de su espada. Un golpe sonoro. Retumbó como una campana.
Cuando Aelwyn despertó, tenía el pie de Richard sobre su cuello. Sara pensó
que podría romperlo. Esperaba que lo hiciera.
—Quería que el Rey declarara la guerra a los escoceses —dijo, todavía incapaz
de creer que nadie, ni siquiera Aelwyn, podría querer algo así. —¡Creo que está
loco!
Richard miró al hombre.
—Loco o no, morirás como un traidor. Por mucho que desearía matarte yo
mismo, el Rey tendrá que cumplir con su deber.
Aelwyn lo fulminó con la mirada pero no dijo nada. Probablemente no tenía
aire para hablar, dado que apenas podía respirar.
Luego Richard le habló secamente.
—Haz que alguien cierre los portones, ¿quieres? No me gustaría que otro de
tus pretendientes venga hoy.
Sara se rió, soltó la espada y limpió sus manos.
—¿Cansado, Richard? Apenas estaba empezando a calentar —con eso, corrió a
los portones y ella misma bajó los rastrillos.
Su ligereza probó durar poco cuando entró en el salón y vio todo el daño que
Aelwyn había provocado. Sus hombres habían matado a dos de los suyos, herido a
Sir Edmund en el brazo y cortado profundamente a Adam en su muslo. Eustiss
tenía una pierna rota, resultado de una montura enemiga que había intentado
montar.
Para cuando Sara llegó ahí, Lady Honor y muchos otros estaban yendo de un
lado al otro entre los enfermos que estaban tendidos sobre las mesas. Los
hombres muertos estaban sobre jergones en una esquina, sus mujeres lloraban
sonoramente mientras atendían los cadáveres.
—¡Madre, madre! —gritó Nan, corriendo de cabeza hacia ella, apretando su
cintura. —¡Berta no nos dejó venir a ayudarte!
Sara acarició sus rizos pelirrojos y le dio unas palmaditas en la cabeza. Buscó la
mirada serena de Christopher mientras este se mantenía observando, esperando
por instrucciones, sin duda, como el pequeño soldadito que era.
—Todo está bien ahora. Vuelvan al solar, ambos, y quédense allí hasta que esto
se resuelva. ¡Hagan caso! —insistió cuando Nan comenzó a objetar.
Para alivió de Sara, Chris tomó la mano de Nan y la separó a la fuerza, hablando
con ella de la misma manera tranquilizadora en que hablaba su padre a veces. Ese
niño, bendito sea, sería un gran caballero algún día, justo como Richard.
Ahora venía la penosa tarea de disculparse con Lord Bankwell. En ese
momento, estaba sentado en la mesa en la esquina del salón, rodeado por sus
hombres. Estaban bebiendo cerveza y murmurando entre ellos.
Era mejor acabar con esto, pensó Sara. Richard se le unió antes de que llegara
con Sir Bankwell y compañía.
—Lo hemos ofendido —dijo Sara sin detenerse. —Pero debe admitir, que fue
un error honesto. Estábamos esperando un ataque y usted llegó. ¿Por qué vino,
por cierto?
Bankwell se mofó y tomó otro trago de su bebida. Cuando azotó la copa en la
mesa, respondió.
—Recibí noticias de que habías enviudado y viajé todo el camino (a una
velocidad increíble, si he de añadir) solo para ofrecerte mi ayuda con el funeral. Y
mi protección. Intenté decírtelo.
—¿Y por qué ofrecería eso? —preguntó Richard, todavía sospechando del
hombre.
¿Podría ser que ambos, él y Aelwyn habían venido a proclamarla suya? Se
preguntó Sara.
Bankwell suspiró.
—Tú madre y yo nos casamos hace cinco meses—dijo. —Como tu padrastro,
consideré mi deber…
—¿Se casarón? —demandó Sara, pasmada ante la idea. —¿Con mi madre?
¿Cómo puede ser? ¡Entró a un convento!
—Y yo la saqué —declaró. —Me envió una carta poco después de que llegó allí,
y yo la busqué en el acto. ¡Ese no era un lugar para mi Eula!
—Tú Eula —repitió Sara, petrificada por las noticias.
Él frunció el ceño, con sus facciones todavía llenas de ira.
—Nos iremos dentro de una hora. Si tienes algo que decir a tu madre,
escríbelo. No esperaré por mucho tiempo.
Richard no había terminado.
—Una vez quiso a Sara como su esposa, mi lord. Pensamos que había venido a
pedirla.
Bankwell les indicó a sus hombres que se fueran con una mirada y estos
dejaron la mesa y se alejaron hasta donde no podían escuchar. Luego contestó.
—Siempre amé a Lady Eula, incluso cuando éramos niños. Pero sus padres
preferían a Lord Simon.
Miró a Sara como si quisiera disculparse, y luego a Richard.
—Solo quería tener un pedazo de Eula para consolarme cuando pedí la mano
de Sara. Pero cuando finalmente nos conocimos, vi que no era como su madre en
lo absoluto, ni en su aspecto ni en su temperamento. Lord Simon tuvo razón en
rehusar mi solicitud. Le agradezco a Dios todos los días que haya dicho que no, o si
no nunca me hubiera podido casar con Eula después de que murió.
—Esperó mucho para contarme de este matrimonio —dijo Sara.
—Eula no lo permitió por miedo a que nos odiaras. Pero pensamos que podrías
necesitar ayuda de tu familia, así que vine.
Sara tenía problemas aceptando las noticias, pero supuso que tendría
suficiente tiempo para eso. Tenía que admitir que había sido que fuera Bankwell,
dado que pensaba que necesitaba su ayuda.
—¿No prefiere quedarse aquí y mandar por mi madre? Tenemos un festín
preparado para el día después de mañana —ofreció.
La risa de Bankwell fue seca.
—No, gracias. Me iré a casa tan pronto como pueda, y Eula no querrá venir
aquí ahora.
Sara apretó los labios, decepcionada porque su madre no quería volver a verla.
Pero tenía que agradecerle al hombre que había venido a ofrecer su ayuda y
recibido una bienvenida tan pobre.
—No le escribiré —le dijo. —Solo dígale a mi madre que les deseo felicidad a
los dos y que rezo porque ahora esté feliz.
Bankwell se levantó y tomó su mano. La besó y le sonrió.
—Le preocupas a Eula, Sara. Te ama profundamente. Hubiera venido aquí
conmigo si no fuera por el niño.
Las rodillas de Sara temblaron. Hubiera caído directamente al suelo si Richard
no la hubiera sostenido rápidamente. Tartamudeó:
—¡Pero… pero mi madre casi tiene treinta y nueve años! ¡Esto no puede
terminar bien en lo absoluto!
—¡Tonterías! —respondió orgullosamente. —Está brillando por su buena salud.
Ven a verla tú misma cuando quieras.
Bankwell pasando junto a ella inclinó la cabeza hacia Richard.
—Les deseo buena suerte a ambos. Mis saludos al Rey cuando vuelvan a verlo
—con eso, se alejó, reunió a sus hombres y se fue.
—¡Santo Dios! —jadeó Sara, tocando su frente. Se apartó de Richard y se dejó
caer en una banca. —¿Qué sigue?
—Tú subes las escaleras y te recuestas —ordenó Richard.
—¡Seguramente bromeas! Mira todo este caos. Hay heridos…
—Que Honor está atendiendo. Berta se está encargando de los niños y Alan
está a cargo de los prisioneros. No hay nada más que debas hacer. Yo diría que ya
has hecho suficiente por hoy —dijo, frunciendo el ceño.
—Los muertos deberían…
—Sus mujeres se encargaran de ellos. Es su derecho y su deber.
—¿Qué hay del banquete? —protestó.
—La comida está preparada, y tenemos todo el día de mañana para preparar el
salón. ¡Ahora haz lo que te digo y vete!
Ella simplemente asintió, demasiado cansada para hacer nada más. Sus
músculos dolían por la pelea de espadas y sus manos seguían adormiladas. Richard
la miraba de manera despectiva.
Podía imaginar lo que veía: ropa sucia, rostro sudoroso, su salvaje melena
enredada sobre sus hombros. Debía verse horrible.
El ceño fruncido de Richard no desaparecía. Se veía enojado con ella y supuso
que debía estarlo. Ningún hombre quería a una mujer que blandía una espada
como un hombre. Debía odiar que había sido ella, en vez de él, quien había
dominado a Aelwyn. El Rey se reiría de ello cuando se lo contaran. Richard sufriría
otra humillación más por su culpa.
Subió lentamente las escaleras, preguntándose si podría lograrlo por su cuenta.
Cansada y sin ganas, escaló hacia la soledad de su habitación.
El cuerno sonó nuevamente, suavemente por la cacofonía del salón, pero
distintivo en su advertencia. Sara se sentó en el escalón más alto, con la cabeza
entre sus manos, y esperó a ver qué pasaba ahora.
—¡El Rey! —gritó alguien unos momentos después. —¡Son los colores del Rey!
¡Sir Richard!
Sara se puso de pie y corrió a su habitación, entró, pateó sus zapatos y colapsó
en la cama. ¿Richard quería que descansara? Por Dios que lo haría. Puede que ella
fuera quien pidió al Rey que viniera, pero había recibido a suficientes invitados por
un día.
Se quedó tendida ahí, viendo sus manos con ampollas, sintiéndose sucia y
demasiado cansada para moverse. Pero se preguntó, a pesar de sí misma, qué
estaba pasando abajo.
El Rey había venido por el mensaje que había enviado, esperando
completamente arrestar a Alan el Honesto o encontrarlo muerto. ¿Le creería a
Richard cuando declarara que su familia era inocente? Podría no hacerlo. La
misma Sara no le había creído. Sería la palabra de Aelwyn contra la de Richard.
Sara se obligó a levantarse, caminó hacia el aguamiel y el lavabo y tomó agua
para lavar su rostro y manos. Tenía que ir a hablar con el Rey ya fuera que quisiera
hacerlo o no.
Mientras se pasaba un cepillo por el cabello, maldiciendo los nudos, Sara
admitió la verdadera razón por la que no quería unírsele a los otros. La
culpabilidad de Aelwyn sería fácil de probar. Había muchos testigos además de
ella, y ellos abogarían por Alan y Adam. Lo que de verdad odiaría ver sería la oferta
del Rey de disolver su matrimonio con Richard.
La última vez que el Rey Richard había venido, había dicho que Richard podía
anular su boda. Sara temía que su esposo aceptara ahora, y no lo culparía si lo
hiciera. Todo lo que Richard tenía que hacer era negar que habían compartido sus
camas. Técnicamente, era cierto. Solo habían compartido la cama de Richard. La
de ella se había roto antes de que pudieran usarla.
Richard había sido amable con ella, pero no le gustaba lo directa que era.
Incluso cuando había dejado de serlo, seguía sin estar contento. Sara no dudaba
que querría librarse de ella, especialmente después de hoy.
Esta mañana había probado sin lugar a dudas que no era ninguna dama,
excepto por el accidente de su nacimiento. A decir verdad, se había comportado
más como un hombre.
Podía imaginar la vergüenza que sentía. Todos la habían visto subir su falda
hasta sus rodillas y recorrer el campo de batalla. Entonces se había enfrentado
tanto a Bankwell como a Aelwyn tal como haría un hombre, y con el último había
tenido un combate de espadas. Y ganado. Juzgando por sus palabras y expresión,
Richard no había estado complacido por sus acciones.
No podía arrepentirse de lo que había hecho. Si no se hubiera comportado de
esa manera, estaría muerta ahora. Pero lamentaba que él siempre la vería como
alguien crudo y sin gracia comparada con su primera esposa. La esposa perfecta,
había dicho una vez mientras describía a Lady Evaine.
Sara torció su cabello en una trenza, la enredó en su cabeza y la sostuvo con
seguros. Podía no verse como una dama, pero al menos no se vería tan salvaje
como antes.
¿Podría comportarse con gracia cuando tendría que dejar ir a Richard?
Probablemente no, pero juró que haría su mejor esfuerzo. No deseaba que la
recordara solo como una mujer dura y problemática sin nada de dignidad.
Juraba que no dejaría que se fuera con esa impresión. Rápidamente buscó en
su cofre de ropa y sacó una muda limpia, su mejor vestido azul y unos zapatos a
juego.
—Soy Sara de Fernstowe —murmuró para sí misma mientras se ponía su ropa.
—¡Lady de esta fortaleza, y debo verme como tal!
Tomando un broche de cobre, se lo puso en la cabeza para que quedara justo
sobre su frente. Con movimientos llenos de furia, apretó un cinturón para que
marcara su cintura, lo que sobraba colgaba sobre sus rodillas.
—¡Listo!
Sara acomodó sus faldas, apretó sus mejillas y mordió sus labios para
enrojecerlos. Luego se dirigió con determinación hacia la puerta.
—¡Si el canalla quiere dejarme tan desesperadamente, que así sea!
Capítulo 20