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Deontología y psiquiatría

Conferencia dictada el 17 de Febrero de 1977 en la Universidad de Ginebra

Stanislav Tomkiewicz

I
En los tiempos en que yo era un niño pequeño y aún no existían los antibióticos, cuando me
enfermaba mi mamá me ponía ventosas. Yo tenía mucho miedo de esas ventosas, porque me
hacían mal, pero al mismo tiempo estaba contento porque ellas me permitían un contacto
carnal con mi madre; por otra parte, todo el mundo en la familia sabía que se me ponían
ventosas para que dejara de estar enfermo.
En la misma época, cuando me dolía el estómago me daban aceite de ricino. Yo detestaba el
aceite de ricino pero aceptaba tomarlo cuando me sentía mal del estómago. Pero en ocasiones,
cuando no quería ir a la escuela, me decían: “Estás enfermo, te vamos a dar aceite de ricino”.
Entonces yo me decía: “Qué raro, no entiendo nada”; las razones para darme aceite de ricino
no estaban claras. ¿Querían hacérmelo tomar para curarme o para castigarme? ¿Para
hacerme un bien o para entrenarme, aún cuando esta educación fuera para mi bien?
Siendo más viejo y ya médico, sabía que una inyección producía dolor a un enfermo, pero
sabía también que se la aplicaba por su bien, para beneficiarlo. Cuando hacía canalizaciones
intravenosas a los bebés deshidratados no les pedía su opinión, no preguntaba si ellos
deseaban ni tampoco si aceptaban esas inyecciones tan dolorosas; pero sabía que se les
aplicaban para curarlos, para hacerles un bien. Y no tenía ningún problema moral en hacer
esas canalizaciones, incluso si se me partía el alma al pinchar a un niño que gritaba de dolor
mientras se lo inyectaba.
Más tarde aún, siendo ya psiquiatra, trabajaba en un servicio al cual algunas personas venían
durante el día, frecuentemente acompañadas de sus esposas o de sus maridos. Esta gente
pasaba por la caja y pagaba una cierta suma de dinero para tener derecho a un “electroshock
ambulatorio”. Se acostaban en la cama, yo les aplicaba el electroshock, ellos se despertaban
del coma breve que sigue a esta electrocución en mínimo; me decían “gracias, doctor” y volvían
tres días más tarde. Se trataba de personas afectadas por un estado llamado melancolía, y sus
sufrimientos mentales eran tan fuertes, tan atroces, que incluso la angustia intensa pero breve
del electroshock les parecía menos grave y más soportable que el sufrimiento de esa extraña
enfermedad. Cuando yo les aplicaba las descargas a esta gente se me partía el alma, porque
no me gustaba ver sus ojos revueltos, la baba al costado de la boca, y el breve momento de
sufrimiento que yo inflingía me hacía sufrir también a mí. Sin embargo –y lo digo francamente-
esta acción no me planteaba en ese momento muchos problemas morales.
En el mismo servicio había chicas y muchachos jóvenes a quienes también se aplicaba
electroshock. No sabía muy bien por qué se les llamaba “esquizofrénicos”. Ahora bien, estos
jóvenes proferían alaridos atroces, rechazaban con violencia y forcejeaban cada vez que se les
quería hacer un electroshock; se necesitaban cuatro o cinco para dominarlos y practicar con
ellos esta “terapia”. En aquel tiempo el electroshock bajo curaré y pentotal no existía todavía
–en todo caso, no se practicaba en el hospital de vanguardia donde yo trabajaba-. La corriente
eléctrica era aplicada aún cuando el enfermo estaba plenamente conciente y vivía por un breve
momento el sentimiento de una muerte violenta. Esos jóvenes, sus alaridos cuando no se
dejaban hacer, me angustiaban y comenzaban a plantearme problemas. Pensaba que era un
poco raro que en el hospital, destinado por principio a aliviar a los enfermos, se hicieran cosas
que los hiciesen sentir tan mal, que les provocaran tanta angustia. Yo había terminado por
rechazar el uso del electroshock con estos enfermos ante el escándalo y el asombro de los
grandes psiquiatras de la época que consideraban normal, legítimo y médico aplicarlos a los
esquizofrénicos aún contra su voluntad.

II
Desde 1960 se utiliza cada vez menos el electroshock en los hospitales y en las clínicas
psiquiátricas, siendo reemplazado cada vez más por los medicamentos.
Cuando le doy una aspirina a un enfermo que sufre, yo no me planteo ningún problema moral:
él está mal y cuando tome mi aspirina mejorará. Incluso si le doy una dosis alta de aspirina,
este exceso podrá provocar ardores de estómago, el enfermo va a estar agresivo conmigo y
dirá que soy un mal médico; pero no dirá nunca que soy un asesino. Cuando le doy un Valium
a un enfermo que está muy ansioso, ¿qué estoy haciendo? Le hago caso al enfermo, eso está
claro. Pero al darle Valium no puedo saber si él no tendrá necesidad de Valium toda su vida.
Decidan ustedes mismos si hago con ello una buena o una mala acción. Yo quería
simplemente remarcarles que este paciente joven que viene a consultar y a pedir un Valium
será considerado como teniendo un comportamiento normal y digno de un joven ansioso, pero
respetuoso de las leyes de su país; pero si el mismo joven ansioso, en lugar de venir a
consultar va, para calmar su ansiedad, a la trastienda de un bar trucho y compra allí un
cigarrillo de haschisch [marihuana] dejará inmediatamente de ser considerado como un gentil
enfermo cuyo medicamento es reembolsado por la Seguridad Social; se transformará en un
delincuente, un toxicómano al que la policía, la justicia y la opinión pública tendrán el derecho
de castigar y reprimir. Creo que el haschisch le impedirá hablar y reflexionar acerca de las
causas de su ansiedad del mismo modo que el Valium, que no vale ni más ni menos que el
Valium. Pero si le doy un Valium yo soy un buen médico y el que vende haschisch es un
traficante de droga.
Junto a los ansiosos hay enfermos llamados “maníacos”. Son realmente muy molestos los
maníacos: dilapidan la fortuna familiar, insultan a la gente, hacen compras desconsideradas,
hablan en voz muy alta, empujan a la gente en el metro y faltan el respeto incluso a los
médicos. Pues bien, a estas personas se les da Lagactil, que tiene esa maravillosa propiedad
de disminuir las crisis maníacas. Las personas se calman pero no por ello están felices.
Frecuentemente una vez curadas, venían a quejarse diciendo: “Doctor, cuando yo tenía mi
manía, al menos podía decir todo lo que pensaba; con este medicamento amarillo de porquería
tal vez estoy curado, pero me siento peor que antes”. Ante tal discurso yo puedo proteger mi
buena conciencia diciéndome: si no le doy el Lagactil, el enfermo se volverá insoportable en su
familia y en el trabajo, o bien provocará un escándalo en la vía pública, u otro acto considerado
asocial o inmoral; en síntesis, caerá bajo el peso de la Ley 1838 y será metido por la policía en
un hospital psiquiátrico, alternativa más desagradable que tomar el Lagactil en forma
ambulatoria. Por lo tanto, al prescribir el Lagactil tengo la conciencia tranquila pues protejo al
enfermo contra un mal mayor. Pero ante este mismo discurso puedo plantearme problemas e
intranquilizar mi conciencia recordando por ejemplo que según la OMS la finalidad de los
médicos –y yo soy uno de ellos- debe ser el salvaguardar la salud, es decir el bienestar físico y
mental de la gente, y no el de impedirles hacer escándalo en la vía pública y sin que se sientan
siquiera enfermos. Una vez más, juzguen ustedes…
Al lado del Lagactil está el Halopidol, que se da a los delirantes cuando se tornan insoportables.
Este medicamento atenúa la intensidad del delirio permitiendo al paciente vivir mejor con su
delirio y al entorno vivir mejor con su paciente. Pero muy seguido el Halopidol provoca
trastornos tan displacenteros que los pacientes no saben ya si prefieren delirar o tomar
Halopidol. Tanto se trate de maníacos o delirantes se puede, en un gran número de casos, si
se pone enorme esfuerzo y buena voluntad, llegar a una solución negociada que concilie los
intereses del entorno y el bienestar
del paciente. Pero, ¿dónde queda la definición de “paciente” una vez que se ha admitido que se
puede dar un medicamento contra la voluntad de una persona? Sería suficiente entonces
denominar “paciente”, delirante o esquizofrénico a toda persona que no comparta las opiniones
admitidas por el gobierno y que luche contra ese gobierno. Lo que se ha conocido como el
escándalo de los hospitales psiquiátricos en la URSS no es más que el resultado lógico de este
razonamiento llevado hasta el absurdo.
Un paso más, en América Latina ni siquiera se molestan en llamar “paciente” al opositor
político: hay psicólogos y psiquiatras que colaboran directamente en la elaboración y la práctica
de torturas psicológicas aplicadas a los opositores y a los revolucionarios, incluyendo
ampliamente la utilización de electroshocks, Valium, Lagactil y Halopidol.

III
Hacia 1962, he tenido ocasión de leer algunas publicaciones que relataban experiencias acerca
del llamado “aislamiento sensorial”. Esas experiencias estaban muy bien expuestas, en un
lenguaje muy aséptico, muy científico y muy agradable a leer. Se realizaban en el marco de la
NASA para poder ir a la luna y las estrellas: se metía a las personas en una cámara negra, se
les tapaban los oídos, se les vendaban los ojos, se inmovilizaban totalmente sus brazos y
piernas y se las rodeaba de una simulación de ausencia de gravedad; para saber
científicamente qué es lo que ocurre se las conectaba a una serie de aparatos de registro:
electroencefalógrafo, electrocardiógrafo, neumógrafo, y no sé qué otros más. Al mismo tiempo
se describía minuciosamente su comportamiento, se recolectaban y se consignaban sus
impresiones subjetivas y se terminó por definir el “síndrome psíquico del aislamiento sensorial”,
con alucinaciones, crisis de agresividad, desestructuración del esquema corporal y además en
ocasiones estados de sufrimiento tan agudos que algunas personas preferían morir antes de
continuar. Pero esas experiencias eran practicadas por voluntarios que obtenían grandes
sueldos y la esperanza de ser el primer hombre en pisar la luna. Finalmente la NASA concluyó
que el aislamiento sensorial es más difícil de soportar que la ausencia de gravedad y cuando se
ponen a punto los vuelos interplanetarios, se dedica el mayor de los cuidados a evitar esta
situación a los futuros astronautas. En aquella época estas experiencias de aislamiento
sensorial hechas sobre astronautas no me habían chocado demasiado: pensaba que la ciencia
y el viaje a la luna valían la pena que se las hiciera sobre voluntarios ambiciosos y bien pagos.
Pero algunos años más tarde en una revista seria, un médico y sus colaboradores proponían el
aislamiento sensorial como medio terapéutico para esquizofrénicos o así llamados
esquizofrénicos, delirantes, depresivos. Este buen médico, sabio e innovador, no pedía la
opinión ni el consentimiento de los enfermos que él ponía en esas condiciones. ¿Para qué?
Son locos y la opinión de un loco es, por definición, una no-opinión. Este sabio médico ha
tomado a los enfermos llegados al hospital para curarse y que no tenían en absoluto la
pretensión de ir a la luna; les ha puesto los tapones en los oídos, los anteojos negros en los
ojos, les ha atado los brazos y las piernas. Luego ha estudiado con mucho esmero sus
reacciones y ha producido un buen artículo científico diciendo que esta “terapéutica” produce
una mejora de cuatro días en los delirantes melancólicos, alivios duraderos en los
esquizofrénicos jóvenes, pulsiones sexuales en los psicópatas (esas pulsiones, agrega el buen
doctor, podrían ser controladas luego por algún electroshock). Leyendo semejante discurso
científico y médico, ¿no es legítimo encontrarlo extraño, cuando se piensa sencillamente que la
medicina está hecha para curar a la gente, para hacerles un bien, y que la psiquiatría forma
parte de la medicina?
Quince años después he leído en un periódico que en Alemania Federal no se animan a
golpear a la gente como durante la guerra 1939-45, que no se animan más a aplicar torturas
que puedan dejar huellas indelebles, que no se mete más a la gente en cámaras de gas porque
el pasado nazi está todavía demasiado cercano… Sí, en la Alemania Federal de los años 70,
es necesario hacer las cosas muy limpiamente. Entonces, se toma a las personas (y poco
importa si estas personas son presos comunes o presos políticos, si son delincuentes o si son
revolucionarios) y se los sumerge con cuidado y minuciosidad en las condiciones de
aislamiento sensorial: se los encarcela en habitaciones totalmente blancas que dejan su campo
visual completamente vacío y donde reina un silencio absoluto, siempre un mismo ruido
monótono. Y se observa que algunos tienen alucinaciones, que otros llegan a desestructurar su
esquema corporal con una sensación terriblemente angustiante de despedazamiento o de
disolución total, y que otros terminan finalmente por ahorcarse. Así, una investigación científica
emprendida por el bien y por la gloria de la humanidad, con psicólogos y médicos plenos de
buena voluntad, se ha convertido, en manos de psiquiatras muy correctos, para nada nazis,
miembros de la comunidad científica internacional, en una autodenominada terapéutica
aplicada a los enfermos a quienes se considera inútil pedirles su consentimiento. Un paso más
y el aislamiento sensorial se vuelve, en un país tan cultivado y civilizado como Alemania
Federal, un medio no ya de tratamiento sino de represión abierta y feroz. Y esta represión es
puesta a punto con la ayuda de especialistas que han hecho estudios de medicina y psicología.

IV
El asilamiento sensorial nos aproxima a las aplicaciones de la terapéutica del comportamiento
(behavior therapy), de la cual he aquí tres ejemplo:.
− Una técnica llamada telemetría ha sido puesta a punto por un gran profesor
hispano-americano: él introduce en los cerebros de los perros, pequeños y bonitos electrodos
que permiten seguir a distancia todas las reacciones del perro y, mejor aún, enviarle órdenes a
distancia induciendo o inhibiendo tal o cual conducta. Pero como los perros resultaban
demasiado primitivos, el profesor ha puesto los electrodos en los bauinos [una especie de
monos], en los chimpancés y por fin en los seres humanos. Y es allí cuando se vuelve
“terapéutico” ya que, según cree el buen profesor, la telemetría podrá evitar la prisión del
siguiente modo: el delincuente o el desviado del cual se temen ciertas reacciones será seguido
todo el tiempo por un centro receptor de los mensajes de su cerebro; en cuanto un mensaje
muestre la puesta en marcha de un comportamiento no deseado, será suficiente con apretar un
pequeño botón y nuestro desviado, incluso si se encuentra en algún suburbio lejano, podrá
resistir a sus malos instintos y a sus malas inclinaciones gracias a una saludable descarga
eléctrica que lo devolverá a la buena senda.
− Una revista suiza de buena calidad expone el tratamiento de los “delincuentes sexuales” con
un medicamento especializado que induce a una disminución muy importante, incluso una
supresión de la libido, de la potencia sexual e incluso de la producción de esperma. Este
medicamento permite así reducir las pulsiones sexuales tan fuertemente como la castración,
pero de una manera reversible. Se la propone (o impone…) a los individuos no muy
recomendables, por ejemplo a aquéllos que han cometido un crimen sádico o que violan a las
niñitas, pero también a las personas
simplemente desagradables, como aquellas que exhiben sus órganos genitales en las iglesias
o delante de las escuelas. Estas personas son voluntarias para el tratamiento pues se les da a
elegir entre los medicamentos o la prisión. Un médico inclusive ha propuesto dar el mismo
medicamento en pequeñas dosis a los niños de 3 años que se masturban, cuando sus madres
no soportan la masturbación. Yo les planteo una vez más la pregunta: ¿estamos aún en el
campo de la medicina, o ingresamos ya en el del castigo? ¿Se trata todavía de las ventosas o
es ya el aceite de ricino?
− La terapéutica comportamental tiene una predilección por el dominio sexual: así un prospecto
comercial llegado de los Estados Unidos propone, a cualquiera que desembolse 100 dólares,
un aparato bastante complicado que se puede meter en la vagina de una mujer para medir la
cantidad y la intensidad de su orgasmo; por solamente 50 dólares se puede conseguir un
aparato más simple que se aplica sobre el pene para medir la intensidad del orgasmo en el
hombre. Cada uno de estos aparatos puede servir a la ciencia pura, permitiendo por ejemplo
describir, analizar, incluso cuantificar el orgasmo y la voluptuosidad en ambos sexos. Pero
puede servir también como instrumento de behavior therapy, enviando por ejemplo pequeñas
descargas eléctricas hacia la vagina o el pene de los pacientes. Será suficiente entonces inhibir
eléctricamente una excitación sexual que aparece luego de una estimulación indeseable para
que nuestro desviado retorne, una vez más, a la buena senda. Ese tipo de “tratamiento” de
homosexuales con series de fotos y descargas eléctricas (castigos) o recompensas (por
ejemplo, olores suaves), es practicado en varios países. No diré nada sobre el carácter
propuesto o impuesto de tales “tratamientos” ni sobre la opción que deja a los “enfermos”. Pero
es legítimo plantearse al menos una pregunta: ¿dónde termina la medicina? ¿Dónde comienza
el castigo, la violación, la tortura?

V
Lo que nos permite habitualmente tolerar esta confusión es tal vez el carácter de aquellos a
quienes se aplican, a quienes se imponen todos estos métodos: locos, delincuentes,
homosexuales. No nos sentimos realmente implicados. Permítanme, pues, antes de terminar,
dejar los métodos psicológicos para mostrar a dónde puede conducir la indiferencia frente a la
suerte reservada a los desviados: en Brasil había muchos delincuentes muy desagradables, en
su mayoría muy pobres, ya que los pobres son siempre desagradables. En las afueras de las
grandes ciudades no había ninguna seguridad y se corría el riesgo de ser víctima de un
encuentro peligroso, de ser robado, inclusive golpeado y muerto. Ante esta situación una parte
de la policía declaró que la justicia brasilera era demasiado lenta, no suficientemente rigurosa
para hacer frente a esta ola de delincuencia, que individuos tan nocivos y tan poco interesantes
no merecían realmente que se les ofrezca abogados, fiscales, jueces que cuestan, además,
mucho dinero a los ciudadanos honestos. Es mucho más simple, para garantizar la seguridad y
el bien dormir de los ciudadanos, matar a toda esta buena gente. La policía formó una brigada
especial que asesinó a muchos de esos delincuentes sin ningún otro proceso y sin mucha
protesta. Poco tiempo después el mundo entero tomaba conocimiento de la existencia del
Escuadrón de la Muerte del comandante Fleury, de la Alianza Anticomunista Argentina y del
asesinato de los opositores políticos convertido en método de gobierno.

Versión en español: Juan Jorge Michel Fariña.


Tomkiewicz, S.: Deontología y psiquiatría. Conferencia en la Universidad de Ginebra.

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