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El autor comienza por señalar la dificultad que presenta la delimitación teórica del
concepto de “trastorno de la personalidad” (1) (Personality Disorders) y, sin embargo,
lo inaplazable que resulta para el trabajo clínico la posibilidad de contar con criterios
para su diagnóstico. De hecho, desde la publicación -en 1980- del DSM III, los TP han
ido ocupando un creciente lugar en los procesos de psicodiagnóstico. A lo largo de la
historia, este tipo de trastornos no siempre se ha incluido en el conjunto de los
problemas mentales, aunque hoy en día no exista duda sobre su importancia como
fuente de psicopalogía e incluso de su relevancia a la hora de comprender y enfrentar el
tratamiento de otros cuadros clínicos.
Ahora bien, el estado en el que se encuentra el estudio acerca del origen y naturaleza de
los TP no puede decirse que sea satisfactorio. Diferentes modelos teóricos han sido
utilizados para dar cuenta de algunos fenómenos propios de estos trastornos, pero el
autor subraya el hecho de que ninguno de ellos es adecuado para encararlos en su
conjunto, permaneciendo sin resolver cuestiones fundamentales:
- Criterio de ordenación y tipo de concepto que resulten más adecuados para una
clasificación de los TP.
Livesley cita el estudio de Berrios (1993) para aseverar que es en los trabajos de
Schnider (1923/1950) donde se formula el concepto de trastorno de personalidad, tal y
como se conoce en la actualidad. Ahora bien, el mismo Berrios señala que hay una serie
de autores y estudios a lo largo del siglo XIX que son básicos a la hora de entender en
torno a qué ideas se han estructurado el concepto. El término carácter, durante ese
tiempo, servía para describir las características estables del comportamiento de una
persona, y Berrios (1993) nos hace notar que era el término preferido para describir
diferentes tipos psicológicos. Todavía en la actualidad se utiliza “tipo” para referirse a
determinados patrones de conducta. Sin embargo, el significado de personalidad ha
sufrido más cambios. El término proviene de la lengua griega y designaba la máscara
usada en el teatro de la era clásica. De hecho, hasta el siglo XIX sigue aludiendo a la
apariencia. Gradualmente, el vocablo va recibiendo más significado psicológico y pasa
a referirse a los aspectos subjetivos del sí-mismo (self). De ahí que, en el siglo XIX,
bajo el epígrafe “trastorno de la personalidad” se recoja los mecanismos de la auto-
conciencia y trastornos de la conciencia. No es hasta el siglo XX cuando adquiere el
sentido que el concepto posee en la actualidad como patrón o pautas estables del
comportamiento.
Resulta digno de mención que el concepto de “enfermedad moral” (moral insanity) que
usa Pritchard (1835) se haya considerado un antecedente del concepto de psicopatía
(acuñado por Koch en 1891 para sustituir al anterior) o de la descripción de
personalidad antisocial (recogida en los DSM), a pesar de que difiere en gran medida de
estos conceptos posteriores. Según Berrios (citado por Livesley, p. 4) son los trabajos de
Maudsley (1884) los que desarrollan el concepto de Pritchard hasta llegar a aseverar que
determinados individuos carecen de un sentido moral, acercándose así al sentido más
moderno de psicopatía. Un aspecto destacable de estos desarrollos es la idea según la
cual la psicopatía tendría un estatuto claramente diferenciado del resto de las patologías
psíquicas.
Livesley puntualiza que, tanto en Jaspers como en Schneider, el concepto de tipo ideal
no es una simple categoría diagnóstica en el sentido que tiene en el DSM. Los tipos
ideales son descripciones de modelos de actuación. Según Jaspers, se organizan en
oposiciones bipolares como dependencia/independencia o introversión/extroversión.
Las tipologías iluminan al clínico sobre aspectos de la personalidad del paciente. Al
igual que Jaspers, Schneider no está de acuerdo con Kraepelin en relacionar
sistemáticamente los TP con las psicosis, a pesar de asumió que el tipo de personalidad
tenía su efecto en la forma que adoptaba la psicosis.
Claramente, Schneider anticipa la idea -retomada con posterioridad por los modelos
“dimensionales”- de que los TP representan tan sólo los extremos de un intervalo de
variación normal. Tanto la psiquiatría británica como la americana difieren en el
significado atribuido por Schneider a la psicopatía y consideran a ésta última más
próxima a la noción actual de personalidad antisocial, aunque de ninguna manera serían
sinónimos.
Livesley finaliza con una mención al psicoanálisis, teoría a la que el autor reconoce el
mérito de haber hecho algunas aportaciones para la comprensión de esta psicopatología,
si bien remarca que no añade nada importante de cara a su diagnóstico o clasificación.
El motivo es que Freud no estuvo básicamente interesado en estas cuestiones y tan sólo
merecería subrayarse la descripción de los tipos de carácter a partir de su teoría sobre el
desarrollo de la sexualidad infantil, tarea llevada a cabo por Abraham (1921).
Posteriormente, el concepto de carácter fue formulado más claramente por W. Reich,
quien sostuvo que determinados conflictos psicosexuales pueden generar patrones de
comportamiento de una gran rigidez a los que se refirió como carácter-coraza (character
armor). Para Reich, esta patología no corresponde al grupo de las neurosis ni tampoco
de las psicosis y, de esta manera, abriría la vía para el concepto moderno de
personalidad borderline.
Livesley (p. 8) está de acuerdo con Berrios (1993) en que el término personalidad
volvería innecesarios otros, como carácter y temperamento, pero considera interesante
fijarse en algunas peculiaridades implicadas en su uso. Respecto al término
temperamento, tradicionalmente ha sido destinado a denominar el sustrato biológico de
la personalidad, significado éste que persiste. Ahora bien, los estudios genéticos sobre el
comportamiento muestran que todas las diferencias individuales en la personalidad son
hereditarias (Turkeimer, 1998, cit. por Livesley, pg 8), de ahí que la distinción entre
personalidad y temperamento no se sostendría.
Para el autor, las descripciones clínicas ponen énfasis en dos características: dificultades
crónicas en las relaciones interpersonales y problemas de identidad. Algunos autores
(Vaillant y Perry, 1980) harían hincapié en que es precisamente en las situaciones
sociales en las que esta patología inevitablemente se manifiesta. También se ha señalado
la existencia de un círculo vicioso entre estas dificultades interpersonales y los
problemas de adaptación social. Los teóricos interpersonales interpretan estos patrones
inadecuados de relación con los otros como una repetición del tipo de vínculo que
mantuvieron con los otros significativos (Benjamin, 1993 y 1996; Carson, 1982;
Kiesler, 1986).
Otra cuestión importante que señala el autor (Livesley, p. 11) es la diferencia entre
rasgo y trastorno. Los niveles extremos de un rasgo no implican necesariamente
patología. Sólo cuando un conjunto de rasgos presenta una gran inflexibilidad, se tornan
desadaptados, no resultan funcionales o causan un gran sufrimiento, se pueden
diagnosticar como trastorno.
MODELOS DE CLASIFICACIÓN
Aunque tradicionalmente han sido los modelos basados en categorías los que se han
empleado para la clasificación del TP, Livesley (p. 14 y ss.) nos presenta tanto estos
como los modelos basados en dimensiones. Se presentan ambos en los siguientes
apartados:
En este tipo de modelo de clasificación se puede distinguir entre los que recurren a
categorías (tanto monotéticas como politéticas) y los que se basan los tipos ideales, de
Jaspers, o en los prototipos.
Livesley alude a la definición propuesta por Wood (1969), según la cual un tipo ideal es
una construcción teórica de carácter hipotético que presenta una configuración de
características interrelacionadas, sobre la base de observaciones y de reflexiones de
orden teórico.
Un tipo describe lo que se considera son casos ideales o típicos y se compara con ellos
aquellos casos que se presentan dudosos o pocos claros. Un concepto relacionado con el
de tipo ideal es el prototipo. Las categorías prototípicas se organizan en torno a casos
que son los que mejor ejemplifican un determinado concepto. El diagnóstico
psiquiátrico utiliza mucho los prototipos y podría ser esta modalidad la más indicada
para la clasificación de los TP. Los clínicos recurren intuitivamente a esta estructura en
sus discusiones cuando describen a sus pacientes como el “típico” caso de personalidad
borderline o la “clásica” personalidad histérica (Livesley, 1985).
Aunque a primera vista parezcan semejantes, los tipos ideales y los prototipos difieren
en gran medida ya que sólo los primeros aportan algún fundamento a la relación entre
los atributos que definen un tipo determinado, mientras que el prototipo es un agregado
de cualidades que únicamente remite a un caso clínico. Livesley cita los trabajos de
Westen y Shedler (2000), quienes proponen que para clasificar los TP se adopten
prototipos construidos a partir de evidencias que se puedan constatar empíricamente.
Con el denominado método Q, de entrevistas a clínicos, han llegado a describir siete
grupos etiquetados como disfórico (que consta de cinco subgrupos), esquizoide,
antisocial, obsesivo, paranoide, histriónico y narcisista. Los mencionados autores
defienden su método de entrevistas pues consideran que los clínicos son muy
competentes a la hora de realizar observaciones e inferir datos a partir de ellas.
Livesley termina este apartado con una crítica radical a las clasificaciones de los TP
propuestas por los sucesivos DSM y los problemas que a juicio del autor son
inaplazables:
- Limitaciones psicométricas
Las clasificaciones del DSM tienen una baja puntuación en propiedades psicométricas.
Según Livesley, la validez de la mayoría de los diagnósticos no ha sido establecida y
éste es un constructo especialmente pertinente par los TP. Aplicado al diagnóstico
psiquiátrico, la validación tiene componentes externos e internos . La validación interna
señala hasta qué punto resultan homogéneos los grupos formados al aplicar un
determinado criterio diagnóstico. Los clínicos tienen dificultades para relacionar los
criterios sugeridos con las características del TP y, a la inversa, el conjunto de criterios
no siempre incluye aquellos rasgos que los clínicos consideran típicos de este tipo de
diagnóstico. Por otra parte, hay fallos en la consistencia interna hasta el punto de que el
solapamiento de cuadros clínicos es amplio y notable.
Para Livesley existen pocas dudas acerca de que adoptar un modelo dimensional podría
resolver varios de los problemas mencionados del DSM-IV. Pero, según él mismo,
persisten las objeciones a este modelo, ya que los clínicos consideran que, tanto para
establecer un diagnóstico como para tomar decisiones sobre el tratamiento, un sistema
de categorías resulta más fácil de usar. Sin embargo, para Livesley, ninguna de estas
objeciones resulta concluyente, ya que no se entiende por qué los terapeutas tendrían
mayores dificultades a la hora de situar el diagnóstico de sus pacientes en una
clasificación que se basa en medidas y no en categorías. Si se toma en consideración
este tipo de modelo, se podrían distinguir cuatro estrategias para establecer un
diagnóstico de TP:
II.a) identificar las dimensiones que subyacen a los diagnósticos realizados con
categorías a través de análisis de análisis factorial o escalas multidimensionales. Los
resultados sugieren que, de manera típica, se identifican de dos a cuatro dimensiones
pero, en el caso de los TP, al ser multidimensionales no está claro qué rasgos deberían
incluirse en cada dimensión.
II.c) construir una estructura dimensional sobre la base de aquellos términos clínicos
usados en la descripción de los TP.
Livesley se centra en los dos modelos que, a su juicio, han recibido mayor atención: “la
estructural bidimensional del circunflejo interpersonal” y la de “los cinco factores”. La
primera es deudora de la orientación interpersonal de H. Steck Sullivan y fue
desarrollado por Leary y colaboradores (1951, 1957). Lo que se propone es un modelo
de dos dimensiones “ortogonales” (2) que son dominación-sumisión y hostilidad-afecto
(también designados como amor-odio y hostil-amigable). Leary sugiere que los
cuadrantes del circunflejo representan los cuatro humores o tipos de temperamento de la
medicina de la Grecia antigua.
En cuanto a los otros modelos –los denominados “factoriales”-, Livesley comienza por
presentarnos el de Eysenck (1987), el cual es un modelo jerárquico en el que una amplia
gama de rasgos de personalidad se organizan en torno a tres factores principales
- extroversión (E): sociable, vital, activo, asertivo, que busca sensaciones intensas,
despreocupado, dominante, susceptible y atrevido.
Según Livesley, una de las primeras investigaciones fue la llevada a cabo por Walton y
colaboradores (1970, 1973), los cuales tomaron 45 términos que describían la
personalidad y, aplicando un análisis multivariado, llegaron a identificar cinco factores:
sociopatía, sumisión, histérico, obsesivo y esquizoide. Unos años más tarde, Tyler y
Alexander (1979) extrajeron cuatro factores de un conjunto de 24 características
descriptivas y los denominaron sociopático, pasivo-dependiente, inhibido y anankastic.
El autor nos señala el parecido que se encuentra entre estos factores y los descritos por
Walton y sus colaboradores. Añade que una conclusión importante de estos trabajos es
que la estructura de factores es similar en pacientes con TP y sin él.
Entre las investigaciones más recientes, Livesley menciona dos como especialmente
relevantes. La primera -en la que él mismo participa junto a Jackson (en imprenta)- es la
denominada “evaluación dimensional de patología de personalidad” (DAPP); y la
segunda, la “evaluación estructurada de la personalidad normal y anormal” (SNAP) se
debe a Clark (1993).
Livesley aclara que para elaborar la DAPP se partió de una serie de términos
descriptivos usados en los diagnósticos, los cuales se organizaron en cien categorías de
rasgos. Después, se construyeron escalas para evaluar cada rasgo y la estructura
factorial que subyacía fue evaluada al ser probada tanto en población afectada por
trastorno de personalidad como en aquella libre de dicha patología. El resultado fue la
identificación de quince factores que formaban una estructura estable, tanto si se
aplicaba a grupos clínicos como a otros grupos de la población. Lo que iba a ser un
estudio de validación de los diagnósticos del DSM se convirtió en un instrumento de
evaluación para la clínica, a través de un cuestionario (DAPP-BQ). Tras múltiples
estudios, se obtuvieron 18 escalas que provenían de los 15 factores identificados y
aquéllas se agrupan en torno a cuatro factores:
Estos cuatro factores no tienen el mismo peso, al igual que sucede en la escala de los
cinco factores.
Diversos estudios han demostrado que hay una sistemática relación entre las escalas de
estructura de la personalidad (“3-factores”, de Eysenck y “5-factores”) y los criterios de
los DSM para el diagnóstico de los trastornos de la personalidad. Sin embargo, otros
estudios (citados por Livesley, p. 25) prueban que las mencionadas escalas no pueden
ser una alternativa para el DSM-IV. El motivo principal para esta aseveración es que los
TP incluyen no sólo los problemas relativos a la adaptación al medio, sino otros
conflictos y alteraciones en la estructura de la personalidad. En segundo lugar, las
categorías amplias como neuroticismo o introversión parecen representar aspectos
fundamentales del comportamiento que deberían formar parte de una clasificación de
base empírica. También algunos de los factores de estas categorías pueden ser utilizados
de cara a una planificación del tratamiento pero no están lo suficientemente detallados
para diseñar intervenciones terapéuticas específicas. En tercer lugar, se precisaría una
mayor discriminación a la hora de identificar los rasgos clínicos y aquellos que forman
parte de la personalidad normal.
Con respecto al tema de la clasificación del TP, Livesley considera que, entre la amplia
gama de autores y teorías que se han acercado al estudio de dicho trastorno, podría
llegarse a un cierto consenso a la hora de fijar los componentes imprescindibles que
debería tener tal clasificación. En primer lugar, se precisaría una definición del TP, así
como un criterio asociado que permitiera un diagnóstico fidedigno. En segundo lugar,
sería necesario un sistema para describir las diferencias individuales que fueran
clínicamente significativas. Una definición sistemática del TP es imprescindible tanto a
la hora de poder diferenciar dicho trastorno de otras enfermedades mentales, como para
poder distinguirlo de la personalidad normal. En el caso de una aproximación teórica a
través de categorías, habría que saber si existen efectivamente categorías que puedan
discriminar el trastorno, sin las permanentes superposiciones que se dan en el DSM-IV.
Con el sistema de factores, una definición ajustada necesitaría determinar cuándo las
puntuaciones extremas son indicativas de patología. Ni en un caso ni en otro se puede
concluir que en la actualidad se disponga de estas condiciones para poder plantear una
definición ajustada del trastorno de personalidad.
En la misma línea que lo sostenido en el capítulo anterior, los autores de éste comienzan
por mencionar que la compleja estructura de la personalidad, así como de los trastornos
psicopatológicos de ésta y los numerosos enfoques teóricos que se han acercado a su
estudio, nos enfrenta con la necesidad de poseer un corpus teórico y de clasificación
para organizar los datos que provienen de la clínica. Y, en un apretado resumen,
presentan las diferentes perspectivas teóricas sobre el TP. Así, desde el punto de vista
del comportamiento, el trastorno de personalidad es comprendido como un conjunto de
pautas de respuesta complejas a los estímulos del medio ambiente; desde un enfoque
biofísico, se analizaría como una serie de secuencias de actividad bioquímica; la
orientación intrapsíquica nos lo presenta como una red de procesos inconscientes que
entrelazan angustia y conflicto. La propia complejidad de los problemas de la
personalidad torna difícil el establecimiento de categorías diagnósticas pero, incluso
cuando contamos con algunas de ellas, dichas categorías son básicamente descriptivas y
no nos aportan una explicación. Los autores de este capítulo coinciden con Livesley en
su consideración de las diferentes ediciones del DSM más como un agregado de cuadros
psicopatológicos que como una auténtica taxonomía. Su fiabilidad –que no validez- crea
un campo de ilusión científica que no se corresponde con los requerimientos de la
ciencia.
Los autores (Millon, Meagher y Grossman, p. 41) apuntan que los modelos científicos
deben alcanzar un equilibrio entre precisión y flexibilidad. El desarrollo de una
disciplina científica implica una etapa inicial en la que las descripciones deben estar
muy pegadas a lo empíricamente observable. Tras ella, se suceden otras etapas, más
teóricas, en las que se tiende a la comprensión de los fenómenos descritos.
301.7 (F60.2)
CRITERIOS
2. Engaño, que se manifiesta por mentiras repetidas, utilización de alias o estafa para
provecho o placer personal.
Cognitivo – Conductual
Narcisista
SIGNOS Y SINTOMAS