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SOBRE ESCRITURA Y MALA ESCRITURA

Por John Ciardi (Boston, Estados Unidos, 1906 – 1976). Poeta, ensayista y traductor.

I
¿Cómo hago para aprender a escribir? Es casi seguro (tal vez no del todo) que
cualquiera que insista en formular esta pregunta nunca averigüe la respuesta. Es una
pregunta ingenua. Pero quizás sea bueno que la gente honesta sea fastidiada con esa
pregunta inocente y sin embargo primordial. Si lo que sigue es la confusión, alabado
sea aquello que hace que la gente integra sea confundida.

Nadie que escriba seriamente, y cuando digo seriamente me refiero a escribir como
apuesta vital, escribirá nunca con otro estilo que no sea el propio. Su estilo de vida
estriba, en realidad, en descubrir su propio estilo de escritura... el estilo que con
mayor precisión le sirve para dar cuenta de las emociones que le produce la
experiencia del mundo.

Un buen guía para la escritura debería ser capaz de enseñarle a un estudiante a


escribir casi como Dickens... Casi cualquier número de superficies puede reflejar el
fuego. La necesidad inicial del escritor es la de ser él mismo la yesca.

Si él es la yesca, cualquier biblioteca estará llena de chispas, y casi cualquier maestro


podrá ser Prometeo.

II
¿Qué determina que un sujeto dado, hombre o mujer, pueda considerar el ser
escritor? La respuesta es fácil: el hecho de ser un individuo humano y, por lo mismo,
un ser sensible a las alegrías y dolores inherentes a dicha condición determina que
alguien se pueda ver impulsado a expresar sus sentimientos. Así se empieza.

Pero eso no basta. Si bien la pasión humana es lo primero, ésta debe ser enriquecida
por una pasión igualmente intensa por el medio elegido para que pueda producirse la
buena escritura. Para escritor las palabras, las oraciones, los ritmos, no son cosas sino
presencias...
Ningún maestro puede construir para sus estudiantes la casa encantada del talento
auténticamente excitado, pero el buen maestro puede reconocer esa excitación cuando
aparece y puede avivarla del mismo modo en que se aviva el fuego, atizándolo y
soplando sobre él. Pero ojo, es peligroso creer que ese fuego es obra del maestro. En el
mejor de los casos el maestro puede servir para encender el fósforo.

Uno de los problemas de los escritores que empiezan es que casi con seguridad
arderán descontroladamente. Con frecuencia, la tarea del maestro es arrojar un
poquito de agua aquí y allá. Porque el propósito es caldear e iluminar la casa, no
incendiarla. El acto de distinguir entre las paredes y los leños de la casa es función del
maestro, y me siento tentado a afirmar que los fuegos que se extinguen como
consecuencia de dicho acto – o de otros ejercicios similares – nunca deberían haber
sido encendidos.

III
¿Y entonces? ¿Qué se le debe decir a un escritor naciente? Dado que no hay certezas,
que todo debe lograrse a tientas, que no se puede enseñar a escribir sino tan sólo
acompañar a los que aprenden por sí mismos... ¿No hay entonces una generalización
útil?

Yo tiendo a brindar una sola por encima de todas las demás, y es que lo malo de la
mala escritura nunca es visible para el mal escritor. Ofrezco esta idea como una
generalización y no como una verdad.

Es concebible que alguien trate de escribir con una pasión mortal, y que escriba mal, y
conserve sin embargo suficiente gusto y distanciamiento como saber que está
escribiendo mal. Agotada por el esfuerzo que le impone la honestidad, una persona así
invariablemente abandona el intento, encuentra alguna manera de ganarse la vida y,
tras encontrarla, se convierte en un excelente lector, ya que se ha vuelto muy sensible a
la escritura gracias a su propio sentimiento de fracaso; del mismo modo que alguien
con oído exquisito pero con mala coordinación muscular puede haber soñado con
tocar el violín sin lograr nunca que sus brazos y sus dedos produjeran aquello que su
oído había soñado oír. La gente así, sin embargo, es rara, ya que es raro que una
persona tenga el gusto necesario para reconocer el fracaso a pesar de todas esas
incitaciones del ego que hacen que un gran número de personas sin gusto sigan
produciendo y alegrándose de lo que producen.

Es probable que mi generalización no sea valedera en el caso de los escritores


promisorios que van en camino de convertirse en buenos escritores. En realidad un
escritor puede desarrollarse tan sólo en la medida en que aprende a reconocer lo que
es malo en lo que está escribiendo. Si alguien desea escribir en serio, debe desear
escribir bien. ¿Pero cómo puede alguien escribir bien mientras no aprenda a
reconocer lo que ha escrito mal? Su progreso hacia la buena escritura y su
reconocimiento de la mala escritura están condicionados mutuamente. Muéstrenme
un escritor naciente que se avergüence esta semana de lo que escribió la semana
pasada, y lo tomaré como modelo de escritor promisorio.

Cualquiera puede escribir un mal relato o un mal poema. Tras escribirlo, uno puede
enamorarse de lo escrito para siempre, y otro puede consumirse de angustia. ¿Dónde
puede haber promesa, en ese caso, salvo en las cenizas del angustiado?

IV
Como editor de poesía me negué sistemáticamente a dar apreciaciones personales en
torno a los manuscritos que me hacían llegar, salvo si estaba considerando seriamente
su publicación. Me negué a hacerlo por muchas razones, incluyendo una estadística:
se reciben en una semana más pedidos de los que es posible satisfacer en un año.
Pero la razón más importante es que prácticamente en todos los casos mis anotaciones
hubieran sido inútiles. Pienso que yo podía identificar qué era malo en la mayoría de
los poemas que me enviaban, pero los malos escritores no ven lo que está mal en su
propia escritura, por más que se lo señalen. El cielo sabe que hay razones humanas
muy comprensibles para esa clase de ceguera. Hasta la mala escritura está impulsada
por razones intensas. Al sentirse tan conmovido, el mal escritor se convence fácilmente
de que debe tomar la potencia de esa emoción inicial como parámetro de evaluación
de su escritura. En consecuencia, sólo ve la intención, no lo escrito.

Ese es el escritor sin esperanza, que usualmente tiende a abordar los temas más
inmensos. A media máquina, se contenta con enunciar la verdad última con respecto a
la infancia, a su abuela o al amor. A toda marcha se dedica nada menos que al sentido
interior de la naturaleza y a los motivos del universo. No ve la escritura porque, de
hecho, no le importa nada de ella. Esta allí para soltarse, no para contenerse. Es
alguien que se expresa, no un creador.

Usualmente un creador así se defenderá ferozmente ante una opinión sincera.


Podríamos preguntarnos para qué la pide entonces, si no supiéramos de antemano
que no era eso sino alabanzas lo que buscaba. Sea como fuere, lo mejor es no darle
nada.

El escritor promisorio puede escabullirse porque ya está avergonzado del material que
ha pasado. Si se le hace un reparo verá en qué se basa casi de inmediato. La respuesta
más promisoria que conozco es la del escritor que dice: “probablemente usted esté en
lo cierto, pero déjeme que me lo lleve para pensar. Necesito tiempo para pensarlo”.

Esa es la respuesta más promisoria, porque un escritor así, aunque sea un


principiante, ya ha aprendido la gran multiplicidad de la escritura, cuántas auras
debe registrar antes de llegar a su propio sentido de la luz, y porque ninguna opinión
sincera tiene sentido mientras él mismo no logre registrarla a partir de su propio
espectro.

Ese escritor sin duda va a mirar lo escrito y a pensar en ello. Y sospecho que logrará
verlo. No está simplemente aceptando lo que se ha dicho, sino que lo está recibiendo. Y
cada percepción que recibe se acumula en su interior... se conecta, por así decirlo, con
un circuito sensible más en la infinita complejidad del sistema nervioso. La próxima
vez que escriba, tendrá otro dato más de evaluación.

A su tiempo, ese complejo condicionamiento, esos millones de datos sensibles


conectados a sus dendritas, generarán algo casi aparte de él mismo. Hay los que
llaman a eso distancia estética o distanciamiento. Se lo llame como se lo llame, alude a
una posesión inicial de todo buen escritor: la capacidad de comprometerse
apasionadamente con lo que está escribiendo y ser al mismo tiempo distante,
inteligente, cuidadoso, profesional…

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