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El banQuete
Revista de Literatura
Año XII – N° 9 – Diciembre de 2009
Consejo de Dirección
Silvio Mattoni
Cecilia Pacella
Carlos Surghi
Editor
Índice
Ensayos
El judío en el cerco Lewis Hyde
Virtudes y excesos autobiográficos en Carlos Correas Carlos Surghi
Wang Fô: nacimiento y salvación por la imagen Natalia Lorio
Travesías bonaerenses Antonio Oviedo
Lolita adoptada y adaptada Carlos Schilling
Ensayos en pose de combate Silvio Mattoni
Sobre la voz y el lenguaje Gabriela Milone
Pérdida e invisibilidad, mirada y presencia Alberto Rodríguez Maiztegui
Poemas
Elogio para una cocina de provincia Guy Goffette
Paseo de las artes María Calviño
Dibujos de arte corporal proletario Normand Argarate
El paso de Eneas Giorgio Caproni
Espinas Enrique Campos
Escrita
El sueño de los caballos de Aquiles Héctor Ciocchini
Margen
Novelista documental Sergio Chejfec
Reseñas
El inagotable fluir del murmullo Silvio Mattoni
El deseo disimulado Cecilia Pacella
En la fuente hay voces primitivas Mariana Robles
El confín desolado Carlos Surghi
Silencio y gloria Silvio Mattoni
Bosque de palabras Cecilia Pacella
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Ensayos
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EL JUDÍO EN EL CERCO1
Lewis Hyde
18 de Febrero de 1943
Es difícil hablar directamente de las ideas económicas de Ezra Pound. Era un hombre
que raramente pronunciaba un simple “2 + 2 = 4”. Él diría, en cambio, “2 + 2 = 4, como
cualquiera que no sea un tonto completamente aturdido por los hombres-gombeen e hiper-
kikes que OBSTRUYEN el laberinto de transmisiones radiales gobernadas por judíos, puede
ver.” La especificidad de su argumento emerge con un punto, un desafío o una observación
acosadora, y debemos hablar de ambos –la substancia y el estilo– si queremos hacerlo en lo
más mínimo.
Aquí inevitablemente nos acercamos a la cuestión de la cordura de Pound. Pound
estaba en Italia cuando la Segunda Guerra Mundial estalló. Trabajó varios años en el
Ministerio de Cultura Popular en Roma, realizando transmisiones radiales para América y las
tropas Aliadas de Europa y el Norte de África. Sus transmisiones eran una mezcla de teoría
económica, insultos a los líderes aliados y exhortaciones sobre la sabiduría del fascismo.
Cuando Italia cayó, los aliados capturaron al poeta de 59 años y lo enviaron a un campo de
prisión. Lo trataron mal, como he mencionado, confinándolo en una celda aislada al aire libre,
hasta que colapsó. Después de su crisis, se le concedió una habitación dentro de su propia
casa y se le permitió escribir. Tras una larga demora, el ejército lo envió a Washington para ser
1
Extraído del libro, El Don. La imaginación y la vida erótica de la propiedad, Vintage Books, New York,
1983. Se seleccionaron dos apartados del Capítulo 10: “Ezra Pound y el destino del dinero vegetal.”
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procesado por traición debido a las transmisiones radiales. Su editor, New Directions, contrató
a un abogado quien sugirió a Pound que alegara insanía. Pound estuvo de acuerdo y después
que psiquiatras del gobierno y privados lo examinaron, el alegato fue aceptado. Fue enviado
al St. Elizabeth Hospital en Washington, D.C. Declarado demasiado loco para ser procesado y
tratado, tanto como para ser dejado en libertad, pasó los 12 años siguientes en una suerte de
limbo legal. El gobierno, finalmente, lo liberó en 1958; y retornó casi inmediatamente a Italia.
No fue solamente el gobierno o el abogado de Pound quienes pensaron que estaba un
poco loco. Gente cercana a él había tenido la misma reacción en algunas ocasiones. Cuando
Joyce lo vio en París en 1935, pensó que Pound estaba “demente” y sintió “un temor genuino
hacia él.” Atemorizado de estar a solas con él, Joyce invitó a Hemingway a cenar con ellos;
Hemingway lo encontró “errático”, “aturdido”. Posteriormente, T. S. Eliot también concluyó
que su amigo se había vuelto desequilibrado (“megalomanía”), al igual que lo hizo la hija de
Pound, Mary (“su propia lengua lo estaba engañando, huyendo con él, llevándolo al exceso,
fuera de su centro, dentro de un punto ciego”).
Para saborear al hombre “fuera de su centro” uno sólo necesita leer algunas de sus
transmisiones radiales. Divagador, errático, frustrado, lleno de una ira privada de humor,
humildad o compasión, que fatiga al lector dejándole un sabor amargo.
Hay que evitar dos obstáculos al hablar del lado insano de la economía de Pound.
Primero, debemos ser cautos en reducir las ideas a categorías psicológicas. Como Tomas
Tsasz señala en su ensayo sobre el caso Pound, es un sencillo juego de poder considerar las
ideas de un hombre y, en vez de decir “estás en lo cierto” o “estás equivocado”, decir “estás
loco”. Se impugna el status del pensador y se corta el diálogo. Por otro lado, una vez que nos
hemos restringido a considerar las ideas como “meramente psicológicas”, no podemos
tampoco considerarlas de lleno como ideas. Escuchemos 30 segundos de Pound al micrófono:
Esta guerra es prueba de una vasta incomprensión tal, de una ignorancia enmarañada tal,
de tantas fuerzas del desconocimiento –estoy detenido, enfurecido por la demora
necesitada para cambiar la cinta de mecanografiar, tanto hay aquí que debiera ser escrito,
ser colocado dentro de la cabeza de los jóvenes americanos–. No sé qué escribir, no
puedo escribir dos escritos a la vez. Los hechos necesarios, las ideas vienen en un
torrente desordenado, yo trato de conseguir demasiado dentro de diez minutos ...
Quizás si tuviera más sentido de la forma, entrenamiento legal, Dios sabe qué, podría
hacer entender este tema a través del Atlántico...
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Las ideas de Pound emergían tan atropelladamente, tan llenas de obsesión y tan teñidas
con el aliento de su creador, que hacer de ellas una ideología coherente es hacer un trabajo
que Pound mismo nunca hizo y, por lo tanto, igualmente falsificar la historia.
Para acercarse al costado demente de la economía de Pound, deberíamos comenzar
buscando aquellos lugares en su presentación donde el tono de repente declina, donde su voz
se vuelve inexplicablemente estridente. Pound constantemente se dirige al dinero, por
ejemplo, pero es el judío como prestamista quien se introduce en las torsiones extrañas de la
frase y la impresión. Pound podía escribir un panfleto entero sobre el dinero, con suficientes
ideas convincentes para hacer su argumento discutible; pero luego, en la última página de
repente podía decir, “los diarios judíos y peor que los diarios judíos” han estado ocultando los
hechos al público.
Si hacemos una lista de los tópicos que nos llegan con este olor dudoso encontramos
lo siguiente: gente estúpida e ignorante, gente vaga, los americanos y los ingleses, los líderes
aliados (Roosevelt y Churchill en particular, los presidentes americanos en general); usureros,
delincuentes monetarios, los judíos, y, en menor medida, los protestantes. Los elementos de
esta lista están todos conectados unos a otros en la cosmología de Pound: los vagos son
ignorantes: los ignorantes usualmente son americanos; los americanos eligen “sus aguas
servidas” (siendo Roosevelt el mejor ejemplo, a quien Pound pensó como a un judío,
llamándolo “Jewsfeldt”, “hediondo Roosenstein”, etc.); Inglaterra no ha sido la misma desde
que dejaron entrar a los judíos, quienes, por supuesto, son el mejor ejemplo de la usura y el
delincuente monetario. No estamos tratando aquí con elementos discretos, estamos tratando
con una masa. Si hablamos de cualquier parte de la masa, estaremos en la buena senda para
describir la totalidad. La parte en la que me concentraría es la del judío tal como aparece en
los escritos de Pound.
“El judío de Pound”, así llamaría a esta imagen, me parece ser una versión del clásico
dios Hermes:
Hermes es el dios del comercio, del dinero y la mercancía, y de los caminos abiertos.
Diré más sobre él en un momento; por ahora sólo necesitamos notar que el poema dice que
esta deidad podría liberar al poeta de cierto confinamiento. Si Hermes respondiera el llamado
–con un pequeño negocio, algún dinero sucio, y sexo barato– Pound podría ser liberado de la
carga molesta de su profesión. Mi posición aquí es que Hermes respondió de hecho a la
invocación de Pound, pero Pound retrocedió, rechazó su acercamiento, y consignó el dios a su
propia sombra.
En términos psicoanalíticos, la “sombra” es la personificación de aquellas partes del
yo que podrían ser integradas dentro del ego pero por una razón u otra no lo están. Muchas
personas dejan sus sentimientos acerca de la muerte en la sombra, por ejemplo. Ellos podrían
ser llevados a la luz del yo, pero quedan tácitos. El deseo sexual casual queda en la sombra
para la mayoría de las personas. Podría influir desprejuiciadamente o podría ser reconocido y
olvidado (lo cual todavía lo remueve desde la sombra), pero no lo es. Lo que el ego necesita
pero no puede aceptar, la psiquis lo personificará en el presente en sueños o proyectando
sobre alguien en el mundo exterior. Estas figuras sombreadas luego devienen objetos de
fascinación simultánea y repugnan –una figura recurrente y problemática en sueños o alguien
en el vecindario que no nos gusta pero sobre quien no podemos evitar hablar.
Pound comenzó a volverse obsesivo con la cuestión del dinero alrededor de 1915, de
manera que considero aproximadamente esta fecha el momento en que Hermes respondió a su
invocación. Pero, como dije, Pound retrocedió. Entonces, como cualquier deidad rechazada,
Hermes comenzó a crecer en poder, tomando un aspecto cada vez más amenazante, hasta que,
por 1935, tuvo el poder suficiente para empujar el ego de su centro. Por entonces, Pound
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había proyectado esta figura “destructiva” de su propio costado oscuro sobre el judío. Su
imagen del judío tiene, de hecho, poco que ver con los judíos; es, como veremos, casi una
descripción palabra por palabra del Hermes clásico.
Si imaginamos un antiguo camino al anochecer, un camino que pasa a través de una
tierra-de-nadie conectando dos pueblos pero en sí mismo ni aquí ni allá, comenzaremos a
imaginar al antiguo Hermes, porque él es el Dios de las Carreteras, identificado no con
cualquier hogar o chimenea o montaña sino con el viajero en la ruta. Su nombre significa “el
de la pila de piedra”: un viajero buscando la protección de Hermes apilaría rocas en un
montículo a un lado del camino o erigiría una herma, una columna de piedra con una cabeza
en la cima.
En estos altares al costado del camino Hermes asumió sus otras formas antiguas, el
Dios del Comercio y el Protector de los Ladrones. Él quiere que todo esté en el camino:
viajeros, dinero, y mercancía. Y como muestra su patronato de ambos, comerciantes y
ladrones, el tono moral de un intercambio no le preocupa. Hermes es una deidad conectante y
amoral. Cuando es el mensajero de los dioses, es como la oficina de correo: llevará cartas de
amor, de odio, estúpidas o inteligentes. Su interés es el reparto, no lo que está dentro del
sobre. Él quiere dinero para cambiar de dueño, pero no distingue entre el precio justo y una
cartera robada. Hermes aún aparece en la subasta del campo siempre que el subastador
despierte nuestros ensueños de “hacer una ganga”, esa mixtura Hermética de comercio y
latrocinio que no puede dejar de soltar el dinero en efectivo. Cuando luego volvemos en sí,
preguntándonos por qué compramos una caja de cartón llena de tapas de cacerolas, sabemos
que Hermes fue el subastador.
Hermes no es codicioso, sin embargo. Le gusta el tintinear de la moneda pero no tiene
una fortuna escondida. Las pinturas de Hermes usualmente lo muestran con un pequeño bolso
para el cambio, sólo lo suficiente para iniciar el negocio. No es un avaro durmiendo sobre
montones de oro. Ama la fluidez del dinero, no el peso. Cuando es un ladrón generalmente es
un ladrón generoso. En el Himno Homérico a Hermes, el dios recién nacido roba algo de
ganado a Apolo pero, inmediatamente, lo sacrifica para los otros dioses. Más tarde inventa la
lira y se la dona a Apolo, quien, aunque aún estaba enojado por lo del ganado, le da a Hermes
un bastón a cambio. Hermes es apenas un dios del intercambio de dones, pero cuando el don
es objetado, no es su antagonista tampoco.
A diferencia de otros dioses, Hermes nunca está identificado con un lugar. Puede estar
“en el camino” porque no tiene territorio que defender. Otros dioses griegos tienen algo así
como una posición del ego que sostener; siempre pueden ser obligados a ser más precisos, por
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lo tanto, pueden ser atrapados en un rayo de vanidad. Hermes es incazable. No es que sea
humilde, es descarado. Después que robó el ganado de Apolo, éste (que es muy serio respecto
de lo que es justo e injusto) llevó al ladrón ante Zeus. Pero Hermes inventó una mentira
fantástica, hasta que Zeus, quien conocía muy bien lo que había sucedido, comenzó a reír ante
su descarada negación. En aquella risa Hermes quedó libre; no pudo ser enganchado en el
tono moral de Apolo.
Hermes es sexualmente descarado también. En la Odisea Hefestos elabora una red
mágica y atrapa a su esposa en la cama con Ares. Los dioses reunidos alrededor, ríen ante los
adúlteros cazados, y cuando alguien dice, “¿Pueden imaginarse a sí mismos en la posición de
Ares?” sólo Hermes prorrumpe: “¡Sí!” Él puede trepar a la cama cuando la chance se
presenta, pero nunca se quedará quieto. No tiene ninguna de las virtudes del hogar. Él es un
dios de lo que llamamos “sexo barato”, sexo en la ruta. La gente que atraviesa una serie de
affairs casuales después del divorcio, ha estado entregada al cuidado de Hermes. Sus otros
dioses, aquellos que claman por afectos más durables, pueden decir en voz alta (“¿Estará él
contigo en Navidad?”), pero las primeras chispas de fantasía erótica no pueden ser encendidas
a partir de semejantes tonos serios.
No puede confiarse en Hermes, por supuesto. Ellos dicen “él, o conduce por la buena
senda o lleva por mal camino.” Si estás atascado, Hermes te llevará a la cama o te venderá
algo o te empujará por el sendero, pero después de aquello no hay garantía. En este sentido, es
identificado con el intelecto y la invención. En el modo Hermético haremos cien conexiones
intelectuales sólo para encontrar, una vez que las chequeamos con un dios menos inquieto,
que noventa y nueve de ellas son inútiles.
Homero nos dice que Zeus le dio a Hermes “un despacho .... para establecer
documentos de trueque entre los hombres por toda la fructífera tierra,” y que ha hecho un
buen trabajo. Él puede ser el dios griego más saludable del siglo veinte. Está presente
dondequiera que las cosas se muevan rápidamente sin considerar los contenidos morales
específicos; en toda comunicación electrónica, por ejemplo, o en los correos, en computadoras
y en la bolsa (especialmente en mercados de dinero internacionales).
Hermes intercambiará dones, pero él es bastante diferente de cualquier dios del don
porque sus conexiones están hechas sin preocupación por la afección perdurable. No es que se
oponga a los vínculos durables, simplemente no le importa. En una estricta conciencia-de-
don, entonces, o en cualquier conciencia con un tono moral elevado, Hermes será forzado a la
experiencia. Si tu dios dice, “no robarás,” Hermes no se irá (él es demasiado astuto) pero
tendrá que disfrazarse. Dará vuelta su cuello y venderá Biblias por radio.
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Todas las culturas parecen encontrar una insignificante población local extranjera para cargar con la
proyección de Hermes. Para los vietnamitas son los chinos, y para los chinos son los japoneses. Para el
hindú es el musulmán; para las tribus del Pacífico Norte fue el Chinook; en Latinoamérica y en
Sudamérica es el yankee. En Uganda son los indios del este y paquistaníes. En el Quebec francés es el
inglés. En España los catalanes son “los judíos de España.” En Creta son los turcos, y en Turquía son
los armenios. Lawrence Durrell dice que cuando vivió en Creta fue amigo de los griegos, pero cuando
quiso comprar un terreno ellos lo enviaron a Turquía, diciendo que un turco era lo que uno necesitaba
para comerciar, aunque por supuesto, el no podría ser confiado.
Esta figura que es hábil con el dinero pero un poco tramposa siempre es tratada como un extranjero
aun cuando su familia ha estado alrededor por siglos. A menudo, en realidad es un extranjero, por
supuesto. Es invitado cuando la nación necesita del comercio y es echado –o asesinado- cuando el
nacionalismo florece: los chinos fuera de Vietnam en 1978, los japoneses fuera de China en 1949, los
yankees fuera de Sudamérica e Irán, los indios del este fuera de Uganda bajo Idi Amin, y los armenios
fuera de Turquía en 1915-16. Los “intrusos” son siempre usados como catalizadores para despertar el
nacionalismo, y cuando los tiempos son duros, también serán siempre sus víctimas.
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Tercero, para Pound el judío está a cargo de la comunicación. No sólo son los diarios
en realidad “diarios-judíos,” sino “la pandilla Morgenthau-Lehman controla el 99 % de todos
los medios de comunicación dentro de los Estados Unidos y ... pueden acallar y comprar
aproximadamente toda oposición ...” Los judíos llenan la prensa y las transmisiones radiales
con mentiras para su ganancia egoísta: “Una ignorancia artificial es difundida, creada
artificialmente por la prensa usurocrática ....,” y cosas así.
Finalmente, como puede verse, el judío de Pound tiene poderes notables. Secretamente
controla grandes naciones, controla las ideas y la vida intelectual, controla el dinero y controla
el “99 % de todos los medios de comunicación.” ¡Seguramente estamos ante la presencia de
un dios! Y aunque Hermes mismo no se distinga por la codicia que Pound encuentra en este
carácter, todo el resto es puro Hermes –el Protector de los Ladrones y Dios del Comercio, el
Mensajero de los Dioses y el Señor de los Caminos.
El carácter que Pound busca describir tiene un rasgo final: es enfermo (o transmisor de
enfermedad). Pound una vez escribió un artículo en el diario con el simple título de “El judío:
enfermedad encarnada.” El mal es sexual: “el control de los judíos es la sífilis de cualquier
nación no judía”; los judíos son los “elementos gonorreicos” de las finanzas internacionales.
“La iglesia condenó a la usura y la sodomía como un par, al infierno, por una misma razón, a
saber, que ambas están en contra del aumento natural.” La imagen aquí es una extensión de la
metáfora natural entre las que Pound trabaja (como el aumento natural es sexual, entonces su
enemigo es una enfermedad sexual), pero no creo que lleguemos muy lejos tratando de
conectar esta parte del judío de Pound con sus ideas. Ni que tenga mucho que ver con
Hermes. Tiene que ver con la represión psicológica. Un aspecto del yo forzado a quedar en la
sombra adquiere invariablemente una proyección negativa de ninguna manera inherente en él.
Se vuelve sucio o violento, trivial o enorme, enfermedad o perversión. Integrar la sombra con
el ego implica mantener cierta clase de diálogo en el cual estos aspectos negativos disminuyen
y el elemento reprimido se presenta en forma simplificada, aceptado como “algo no
importante” dentro de la comprensión del yo. Mientras que el ego rechace comerciar con la
sombra, la sombra parecerá siempre repulsiva.
Hay un extraño cuento de hadas en la colección de los hermanos Grimm que lanza
todos los hilos juntos de nuestra historia muy lejos –la generosidad de Pound hacia sus
compañeros artistas, su vuelta hacia el dinero y la política económica, su devoción por
Mussolini, su voluntarismo, su judío, y las consecuencias de la represión. El cuento es, al
mismo tiempo, un drama del judío en la sombra de la cristiandad europea y una parábola de la
vida de Ezra Pound.
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Había una vez un sirviente honesto y trabajador que trabajaba para un avaro rico. El
sirviente era el primero en levantarse a la mañana y el último en acostarse en la noche.
Siempre que había una tarea dura que nadie quería soportar, el sirviente la tomaría en sus
manos. Él nunca se quejaba; siempre estaba alegre.
El avaro mantuvo al sirviente consigo sin pagarle nunca su salario. Después de tres
años, sin embargo, el sirviente anunció que quería ver un poco del mundo y pidió por su paga.
El avaro le dio tres farthings 3, una por cada año, diciendo: “Es el salario más grande y
generoso que tú podrías haber recibido de muchos amos.” El buen sirviente, que entendía
poco de dinero, guardó su capital y se marchó, subiendo colinas y descendiendo por los
valles, cantando y saltando con su corazón contento.
Pronto el sirviente encontró un pequeño enano quien le pidió ayuda, diciendo que
era pobre y necesitado y demasiado viejo para trabajar. El bondadoso sirviente tuvo pena del
enano y le entregó sus tres farthings. Entonces el enano dijo: “Porque has sido tan bueno
conmigo, te concederé tres deseos.” “De acuerdo”, dijo el sirviente: “Desearía primero, una
cerbatana que diera en el blanco a todas las cosas que dispare; segundo, un violín que, cuando
lo toque, les haga a todos bailar al escuchar su sonido; y tercero, si formulo un pedido a
alguien, que no pueda rechazarlo.”
Los deseos fueron concedidos, y el sirviente siguió alegremente su camino. Pronto
encontró un judío que estaba parado en el camino, escuchando un pájaro cantando sobre la
cima de un árbol alto. “¡Milagro de Dios!”, el judío gritó, “¡pensar que semejante criatura
pequeña pueda tener semejante voz terriblemente poderosa! ¡Si sólo fuera mío!” Acto
seguido, el sirviente le disparó al pájaro con su recientemente adquirida cerbatana. Cayó
muerto dentro de un cerco de espinas.
“Tú, perro sucio,” dijo el sirviente al judío, “¡anda y ve por tu pájaro!” “¡Oh!” dijo
el judío. “¡Si el caballero deja caer la ‘suciedad’, el ‘perro’ se fugará! Estoy gustoso de
recoger el pájaro, pero después de todo, tú le disparaste.” Él se recostó en el piso y comenzó a
marchar hacia los matorrales. Cuando estaba en medio de los espinos, un espíritu maligno se
apoderó de lo mejor del buen sirviente: él tomó su violín y comenzó a tocar. El judío empezó
a bailar salvajemente; las espinas rasgaron su saco, peinaron su pera y lo pincharon por todas
3
N. del T. Antigua unidad monetaria británica.
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partes. El judío suplicó al sirviente que se detuviera, pero no lo haría, pensando: “Tú has
desollado a muchos; ahora el cerco de espinas no será nada amable contigo.” Finalmente, el
judío ofreció darle al sirviente una bolsa entera de oro si él paraba su violín. El sirviente tomó
el oro y siguió su camino.
Cuando estuvo bastante alejado, el judío comenzó a maldecirlo. “¡Tú miserable
músico, violinista de taberna! ¡Canalla, ponte un penique en tu boca para que puedas valer
cuatro farthings!” Cuando él hubo dado así salida a sus sentimientos, fue a la ciudad a
encontrar un juez. El juez envió a su gente tras el sirviente, el que fue devuelto a la ciudad,
juzgado y condenado a la horca como ladrón de caminos.
Mientras subía la escalera con el verdugo, el sirviente le pidió al juez le conceda un
último deseo. “Le suplico me deje tocar mi violín por última vez”. Por supuesto, tan pronto
como comenzó a tocar, todos empezaron a bailar, incluidos los perros de la ciudad, hasta que
todos estuvieron tan cansados que el juez le ofreció liberarlo y darle cualquier cosa si sólo
paraba de tocar. El buen sirviente bajó su violín y descendió de la horca. Caminó hacia el
judío quien estaba tirado en el piso jadeando. “Tú, perro sucio, confiesa ahora dónde obtuviste
tu dinero o comenzaré a tocar de nuevo.” “¡Lo robé, lo robé!” gritó el judío, “pero tú lo
ganaste honestamente.” El juez condujo al judío a la horca y lo ahorcó por ladrón.
cantando y saltando, descendiendo por el camino, y nosotros nos quedamos esperando que
tropiece con el otro pie. Entonces, en su primer deseo, ¡nuestro feliz trabajador pide un arma!
Clunk. Ahora sabemos que el ultraje fue sentido. No es todavía consciente, pero el sirviente
tiene dinero a su lado, aquello por lo que se sintió herido y desarmado cuando fue estafado.
El judío aparece. Considero al judío como la sombra del sirviente, una personificación
de aquella parte de él que se sintió tocada. El judío es también, exactamente, el hombre que el
sirviente necesita encontrar. Aquí hay alguien que conoce de dinero, que podrá contarle sobre
el valor de mercado de un año de trabajo. El judío lo clarifica con su insulto de despedida:
“Ponte un penique en tu boca para que puedas valer cuatro farthings”. La imagen resume el
problema: nuestro inocentón con sus tres farthings tiene, por así decir, un ingenio de tres
cuartas partes y necesita un judío para que le provea de la cuarta moneda.
Aunque el judío muestra un toque de codicia (“¡Si sólo fuera mío!”), aparece primero
como un hombre que espiritualmente es sensible a la belleza: es conmovido por el canto de un
pájaro y alaba al Señor. Además, aparece inmediatamente después del intercambio de don
como si fuera arrastrado al círculo de la conciencia, no sólo por la necesidad del sirviente
hacia él sino por su propio anhelo de algo –algo que tiene que ver con la canción y el don.
De manera que tenemos dos hombres arrastrados el uno hacia el otro por necesidad
mutua. El sirviente podría enseñarle al judío acerca del don, y el judío podría enseñarle acerca
del dinero. El pájaro cantor es la promesa de su posible armonía, algo hermoso y supremo.
Por un momento vemos a los tres juntos.
Pero el sirviente mata al pájaro. El toque de ira en él y el toque de codicia en el judío
domina e impide la unión. Entonces, un “espíritu maligno” se apodera del sirviente y tortura
al judío. Lo que podría haber sido un simple enojo al comienzo del relato ha cambiado en un
encarnizamiento que posesionó al sirviente amargándolo por el resto del cuento.
Cuando el judío que ha sido robado va a la ciudad para encontrar un juez, la tensión
imaginativa del cuanto colapsa. El juez sostiene una actitud colectiva solidificada. Él parece
conocer sólo una ley –“No robarás”– y la aplica, primero, al sirviente y luego, al judío, sin
indagar en las particularidades del caso. Al final, el judío es simplemente asesinado, y los
problemas de la historia quedan irresueltos. El avaro nunca es tratado (un avaro que no es
judío, por cierto); la mezquindad y la codicia del sirviente (es él quien roba el oro) no son
señaladas; su ingenuidad es dejada intacta. Ni la admiración ni el anhelo espiritual del judío lo
conducen a ninguna parte. El pájaro es asesinado. No existe diálogo, ni transformación. La
muerte al final del cuento no redime a nadie, simplemente es brutal.
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Existen tres o cuatro maneras de tratar con figuras de sombras. La manera cristiana
viene a decirnos que todo en el lado oscuro “no es Dios” y debe ser evitado o atacado. Otra
forma es enfrentar la sombra, ubicarla y ver qué quiere. Un diálogo tal requiere que la
posición del ego sea suspendida por un momento para que la sombra pueda en realidad hablar.
Hay una mistificación similar en el método budista en el que uno se des-identifica con ambos,
el ego y la sombra. Finalmente, uno podría cambiar de lealtad e identificarse con la sombra
misma. En una Black Mass4, por ejemplo, el sacerdote se aproxima al lado oscuro no para
enfrentarlo o debatirlo sino para venerarlo. Muchas culturas tienen festivales anuales –como
el Mardi Gras5– durante el cual cada uno puede ponerse una máscara y sacar fuera lo que está
escondido durante el resto del año.
El sirviente en nuestra historia nunca se acerca a la sombra, por supuesto. No se toma
al judío lo suficientemente en serio como para hablar con él o para ser cauteloso con él. Como
resultado, su propio costado de sombra toma el control sin que su yo consciente se dé cuenta
de ello. Al final de la historia, el sirviente mismo se ha convertido en lo que uno espera que
sea, un avaro mojigato, mal hablado con los judíos, mientras invierte su dinero robado. En
resumen, deja el cuento como un inocentón poseído, saltando y cantando ¡y matando pájaros!
Ezra Pound, desde el tiempo en que dejó la Universidad hasta algún momento en los
`20, era el sirviente trabajador –el primero en levantarse a la mañana y el último en dormirse a
la noche. Como nuestro héroe, tenía un auténtico sentido del don y su poder; no sólo fue
personalmente una persona con don6, sino que su relación con el mundo exterior fue
exitosamente mediada por la generosidad. Al mismo tiempo, sin embargo, parecía haber
sufrido alguna injuria que quedó oculta en el inconsciente.
William Carlos Williams dijo que él y Pound tenían una discusión permanente acerca
de cuál era la correcta comida para un poeta, pan o caviar. Pound se inclinó por el caviar.
Alguna parte de Pound sentía que él era un rey –que aún no tenía castillo ni poderes reales.
Fuera de algunas desilusiones –un don no-recíproco, un reino perdido– el poeta volvió a la
pregunta por el dinero y comenzó a buscar un ladrón. Como si fuera en respuesta a su propia
invocación, una figura vino hacia él, un Hermes/judío que podría haber estado llevando el
farthing perdido. Si él fuera un judío del Antiguo Testamento, podría haber estado capacitado
para enseñarle a Pound cómo proteger su don, cómo negociar con dinero efectivo en los
extremos del yo para que la vida pueda continuar.
Pero Pound, como el sirviente, se desconcertó cuando encontró al judío.
4
N. del T. Una parodia de misa usada por los Satanistas.
5
N. del T. Día de Carnaval.
6
N. del T. Se refiere a una persona con talento (gifted), no a la acción de donar.
17
Los resultados generales de Freud son los fallidos dostoievskianos, preocupados por
sus entrañas irrelevantes con la profunda atención de Jim borracho ocupado con las
migas en su weskit.
No veo ventaja en este sistema por sobre la antigua legión romana, NINGÚN valor
individual seguro es pasible de ser arruinado por una obediencia limitada y razonable
practicada para fines dados y períodos limitados. Demasiado para los mandamientos
de la milicia como superior para las sesiones psíquicas del debilitado.
DINERO IMAGINISTA7
En la película Amarcord de Federico Fellini, uno de los trabajadores que está construyendo
una casa, hace una pausa para decir un pequeño poema:
sentido básico del crédito ... fue y es, la abundancia, o capacidad productiva, de la naturaleza
junto con la responsabilidad de toda la gente.” En la comparación de dos bancos, que
mencioné antes, por ejemplo, el banco de Siena era un buen banco porque basaba su crédito
sobre la abundancia natural. Como Pound lo describía:
Para Pound el ejemplo consagrado de un mal banco era el Banco de Inglaterra. En un libro de
Christopher Hollis llamado The Two Nations Pound dio con una cita atribuida al fundador de
aquel banco, Wiliam Paterson. Un prospecto escrito en 1694 para potenciales inversores
incluía esta oración: “El banco tiene el beneficio del interés sobre todas las monedas que cree
de la nada.” Pound repite la oración una y otra vez en los Cantos y en su prosa. Aquí el valor
es desprendido de su raíz en el mundo natural; aquí descansa la semilla de la disociación entre
el crédito real y el financiero. Dinero “creado de la nada” no puede tener valor real o
incremento real, excepto en los “bancos del infierno” que, a través de la abstracción y la
mistificación, aparentan tener ambos. Una vez que semejante dinero falso es extendido,
secretamente roe al valor verdadero que descansa sobre los pastos crecientes y la vital oveja.
Pound dividió todos los bienes en tres clases:
1 bienes transitorios (“vegetales frescos, lujos, casas baratas, arte falso, pseudo libros,
acorazados”),
2 bienes durables (“edificios bien construidos, caminos, obras públicas, canales, forestación
inteligente”), y
3 bienes permanentes (“descubrimientos científicos, obras de arte, obras clásicas”).
20
En frases que evocan nuestra descripción de un don, Pound agrega que los bienes en su tercer
grupo “pueden ser puestos en una clase por sí mismos, ya que ellos están siempre en uso y
nunca son consumidos, o ellos ... no son destruidos por el consumo.” El único cambio que yo
sugeriría en estos grupos sería mover los vegetales –o cualquier ser que cíclicamente renace–
a la última categoría, según el espíritu de las propias líneas de Pound de un Canto tardío: “El
trébol perdurando, /basalto desmoronado con el tiempo.” El trébol perdura en la forma en que
el arte perdura. El verbo es el mismo que en el Canto usura, “ninguna pintura hecha para
perdurar ni para vivir /sino para vender y vender rápidamente.”
Pound sintió que mientras nosotros usáramos el dinero como un símbolo de valor,
debería haber diferentes tipos de dinero para representar diferentes tipos de valor: dinero
trébol para el trébol y dinero basalto para el basalto. “Para cada porción de bienes
DURABLES debiera, ciertamente, haber un ticket [i.e., una moneda] ...Pero ¿qué hay de los
bienes perecederos, la materia que se corrompe y es consumida...?” se pregunta. “Sería
mejor.... si el dinero pereciera en la misma proporción que los bienes perecen, en vez de ser de
larga durabilidad, mientras los bienes son consumidos y el alimento es comido.” Él buscó, por
lo tanto, una moneda “no más durable que ... las papas, las cosechas, o las telas.” Hasta que
los símbolos de valor exactamente reflejen las diversas clases de riqueza, nosotros siempre
tendremos la situación injusta de alguna gente teniendo “riqueza en dinero” que se incrementa
en sus cuentas bancarias mientras otros tienen “riqueza en papa” que se pudre en su despensa.
Así Pound propuso una moneda vegetal que, como el pan que las hadas dejan en la noche,
perecerá en las manos de aquellos que no la usen.
Él fue particularmente aficionado a los stamp scrip9, una forma de moneda propuesta
por el economista alemán Silvio Gesell. Como Pound dice, Gesell “vio el peligro del dinero
siendo acumulado y propuso negociarlo mediante la emisión de ‘stamp scrip’. Este debería
ser un billete de gobierno exigido al portador para fijar un valor impreso hasta el 1 por ciento
de su valor nominal en el primer día de cada mes. A menos que el billete lleve su
complemento apropiado de impresiones mensuales no será válido.” Con un stamp scrip, se
pierde dinero teniendo dinero. Cualquiera que tenga algo en su billetera al primero de mes lo
verá contraer un 1 por ciento, más que crecer. Si lo conservas cien meses perecerá
completamente. (stamp scrip es Schwund geld en alemán, “dinero contraído.” Pound a veces
9
N. del T. La palabra stamp scrip hace referencia a cierta clase de título o papel oficial que puede ser
usado como dinero.
21
unidad del poder de compra– es emitido sobre la base de “trabajo realizado para el estado.” Y
cuando la riqueza nacional se incrementa, el estado distribuye la riqueza pagando a cada
ciudadano un dividendo nacional.
El estado establece el precio –influenciando el mercado con “fondos comunes estatales de
materias primas” o regulando el valor del trabajo.
El estado obviamente, tiene mucho poder, pero Pound no estaba particularmente
preocupado por su abuso. Él intentó que el estado sea un sirviente, no un jefe. El estado es
una república, Pound siempre lo decía, y “la res publica, significa, o debiera significar ‘la
conveniencia pública’”.
El propósito de la economía de Pound –lo mencionamos hace bastante– es “lograr que los
bienes y alimentos del país sean justamente distribuidos.” Aquel, de todas formas, es el
propósito si lo ponemos positivamente. Pero muchas veces parece más correcto exponerlo
como negativo: Pound quiere impedir la distribución injusta –es decir, quiere mantener
alejados a los estafadores de sangrar lo público, atrapar a los criminales y destruir el fraude.
Ningún cuadro de la economía política de Pound estaría completo sin una descripción de los
crímenes que tiene por fin impedir. Ya hemos visto el primer ejemplo, el Banco de Inglaterra
creando dinero de la nada. Tres casos más específicos completarán la idea:
“Aristóteles... relata cómo Tales..., previendo una gran cosecha de olivos, alquiló
pagando un pequeño depósito, todos los olivos de las islas....Cuando la abundante
cosecha llegó, todos fueron a ver a Tales... Los intercambios de fraudes son....[todos]
variantes sobre este tema –escasez artificial de granos y de mercancías, escasez
artificial de dinero...”
“Las imperfecciones del sistema electoral americano fueron... demostradas por el
escándalo de los congresales que especularon con los ‘certificados de pagos
adeudados’ que habían sido emitidos... para los soldados de la Revolución. Era un
viejo y simple truco: la cuestión de alterar el valor de la unidad monetaria.
Veintinueve congresales... compraron los certificados de los veteranos y otros, al 20
por ciento de su valor nominal. La nación... luego “asumió” la responsabilidad por el
23
Para una descripción general de estos crímenes necesitamos primero distinguir entre
valor incorporado y valor abstracto. Cuando uno intercambia una mercancía por dinero en
efectivo, el objeto –el cuerpo de la cosa– es abandonado, y uno se queda con el símbolo de su
valor de mercado, las facturas en dólares en su cartera. En una de las fases del intercambio de
mercado, el valor es desprendido del objeto y sostenido simbólicamente. Los símbolos del
valor de mercado deben soportar alguna relación con la mercancía, por supuesto –no se paga
$12 por una sierra a menos que se piense que es una sierra de $12– pero siempre la cuerda
está algo floja. El símbolo es alienable. Existe una brecha entre él y el cuerpo. En un famoso
ensayo sobre “Geometría y Experiencia”, Albert Einstein escribió: “En tanto las leyes
matemáticas se refieran a la realidad, no son ciertas; y en tanto sean ciertas, no se refieren a la
realidad.” La simbolización en cualquier intercambio o percepción requiere que el símbolo
sea desprendido de la cosa particular.10 No podríamos pensar matemáticamente si siempre
usáramos naranjas o manzanas reales de la forma en que lo hacen los chicos de primer grado;
en una economía de mercado, sin dinero tendríamos que arrastrar la mesa y la silla a la tienda
cuando necesitáramos un bife y un vino. En un comercio simbólico esperamos, por supuesto,
que nuestra moneda o nuestra matemática soportará alguna relación con la realidad cuando
regresemos a la tierra, pero mientras dura, cortamos la conexión.
En estos términos, el principal criminal para Pound es el hombre que se asegura que el
valor es desprendido de su incorporación concreta y luego “hace la diferencia” entre símbolo
y objeto, entre dinero abstracto y riqueza incorporada. O el estafador engaña al público para
que use una moneda fantasma y luego se hace rico con su incremento, o bien obtiene un
monopolio (sobre una mercancía particular o, mejor, sobre el símbolo actual de valor) y agita
el mercado, induciendo fluctuaciones en la relación entre valor incorporado y simbólico y
haciéndose rico jugando al uno contra el otro. Todos los crímenes contra los que Pound nos
10
Aquí tenemos otra razón de por qué Hermes es el dios del comercio y de los ladrones. El comercio
de mercancías implica el truco del intercambio simbólico.
24
La diferencia entre una imagen y un símbolo es simple: una imagen tiene un cuerpo y
un símbolo no. Y cuando una imagen cambia, experimenta una metamorfosis: el cuerpo
cambia en un cuerpo sin la intervención de ninguna abstracción –es decir, sin la brecha que es
la libertad y la alienación del pensamiento simbólico y el cambio simbólico. Para conectar la
economía de Pound a su estética, necesitamos decir simplemente que el crimen que él
impediría es uno en el que los enemigos de la imaginación se enriquecen a sí mismos a través
del truco del pensamiento simbólico. El economista que conecta el crédito a la oveja o que
escribe que “la Marina dependió del hierro, la madera y el marinero, y no de las maniobras de
unas falsas finanzas,” es lo mismo que el Imaginismo que prefirió definir “rojo” con “ROSA
CEREZA HIERRO OXIDADO FLAMENCO” en vez de recurrir a sucesivas leyes de
generalidad.
En sus momentos sobrios Pound no se opone a la abstracción o al pensamiento
simbólico, pero detrás de su argumento descansa el anhelo –y es un anhelo de poeta– de
extraer el mundo entero a la imaginación. El dinero en sí mismo es un crimen contra aquel
deseo.
El siglo diecinueve, el infame siglo de la usura... crea[ó] una especie de Black Mass
monetario. Marx y Mill, a pesar de sus diferencias superficiales, acordaron en dotar al dinero
con propiedades de una naturaleza cuasi-religiosa. Existió incluso el concepto de la existencia
de una energía “concentrada en el dinero,” como si uno estuviera hablando de la cualidad
divina de consagrar el pan.
Regresamos con Müntzer condenando a Lutero. Cuando un escritor declara que “el
dinero solo es capaz de ser transmutado inmediatamente en cualquier forma de actividad,”
25
Pound exclama: “¡Este es el idioma del mito negro!...El dinero no contiene energía. La pieza
de media-lira no puede crear el ticket ....o el chocolate que sale desde la ranura de la
máquina.” Es “la falsificación del mundo” y retrata una “transubstanciación satánica.”
Las observaciones de Pound sobre la imagen son típicamente citadas en las
explicaciones de sus ideas estéticas, pero sus significados no pueden ser correctamente
transmitidos si han sido removidos de su contexto original, un argumento para una economía
espiritual de la imaginación.
Y en la misma línea:
11
Si nos preguntamos qué significa cuidarse de que financieros estafadores se designen a ellos mismos
como comisarios [para establecer] precios, Pound responde: “Ninguna parte o función del gobierno
debiera estar bajo vigilancia cerrada, y en ninguna parte o grieta del gobierno debiera el más alto
criterio moral ser ASEGURADO.” Los hombres de super buena voluntad mirarán a los hombres de
buena voluntad que establezcan el precio justo.
Pound fue muy agudo cuando se trataba de descubrir criminales en el negocio bancario, pero era un
poco suave cuando se trataba de crímenes de poder, orden, y eficiencia.
27
fue atraído hacia el Fascismo. Mussolini ofreció “un sistema de voluntad”; como el nombre
del siglo diecinueve fue Usura, entonces “el nombre de la era Fascista es Voluntas.”
suerte corrida por las invenciones de la inteligencia. ¿Sin embargo es realmente así? Borges
que odiaba recordar –pero que paradójicamente forjó toda su obra como si se tratase de un
recuerdo, primero autoimpuesto y luego finalmente como consecuencia de una privación
concreta– hubiese entendido imposible una literatura que tramara las peripecias del yo; es
más, hubiese entendido también como algo insoportable las aventuras de un Flaubert o un
Joyce que no abandonan en ningún instante a sus criaturas y que de hecho jamás se dejan de
prestar la atención necesaria para encontrarse y proyectarse justamente en cada una de ellas.
¿De qué nos hablaría Borges entonces en sus ensayos de atentos detalles, en sus cuentos de la
invención fabulosa en la inmediatez reconocible o en sus poemas del más abierto patetismo
indisimulable? Por supuesto que de él mismo; pero de un Borges que en sus primeras
aventuras metafísicas y en sus últimas repeticiones tediosas, es nada más ni nada menos que
el ejemplo del instante biográfico singular antes que la suma de los días o la corroboración de
los hechos que todo lo generalizan. De este modo en el olvidable libro de ensayos titulado
Inquisiciones leemos esta operación que pretende declarar la nadería de la personalidad: “No
hay tal yo de conjunto. Basta caminar algún trecho por la implacable rigidez que los espejos
del pasado nos abren, para sentirnos forasteros y azorarnos cándidamente de nuestras jornadas
antiguas. No hay en ellas comunidad de intenciones, ni un mismo viento las empuja. Lo han
declarado así aquellos hombres que escudriñaron con verdad los calendarios de que fueron
descartándolos el tiempo.”12 Aquí la pereza borgeana es el sello de su inteligencia, pues si
existe un individuo al cual dedicarle la atención de las palabras que se interesan en sus actos –
que de por cierto nos resultan inaccesible–, éste es un individuo que apenas si vale por el
relámpago de un instante, la fugacidad de una anécdota o el destello de una singularidad que
lo salva de un arduo trabajo con el aliado incondicional de toda escritura biográfica, me
refiero por supuesto a la memoria. Para nuestro joven Borges entonces recordar es sentir,
como a caso para Marcel Proust –con su rigurosidad compositiva– también lo sea del mismo
modo pero bajo el imperio de la extensión como forma, pues efectivamente, en un instante, se
pueden recuperar los dos caminos de la infancia, todos los nombres de regiones de la
sensibilidad junto a cada playa del verano y cada noche de fiesta en los salones del pasado que
son al mismo tiempo la vida y la obra en siete gruesos volúmenes. Sin embargo la negativa de
Borges ante el yo se basa en el rechazo al sistema que viene por detrás de éste. El
irracionalismo inspirado en Schopenhauer se confirma en pasajes como el siguiente: “Ya
hemos visto que cualquier estado de ánimo, por advenedizo que sea, puede colmar nuestra
atención; vale decir, puede formar, en su breve plazo absoluto, nuestra esencialidad. Lo cual,
12
Alianza Editora, Bs. As., 1998, pág. 97.
31
vertido al lenguaje de la literatura, significa que procurar expresarse, y querer expresar la vida
entera, son una sola cosa y la misma.” 13 En definitiva no deja de ser sorprendente la síntesis
de Borges para postular un lenguaje de la literatura cuya única característica es que une vida y
expresión en un mismo acto de voluntad. Quien haga uso entonces de ese lenguaje no estará
más que remitiéndonos a un estado de sensibilidad que no sólo es revelador sino también, y
por sobre todo, íntimo. El culto entonces por el Buenos Aires perdido en el pasado, no es ni
más ni menos que una intuición de esa sensación de posesión del instante en el que nos
individualizamos como lo que verdaderamente somos: nadie, nada o como el Borges del final
gustaba atribuir a Shakespeare la singularidad de ser everything and nothing ahora y para
siempre. Pero bien, sirva a modo de ejemplo esta antológica página del fervor juvenil que
recorre una ciudad pobre, fantasmal y vacía en el límite de sus calles y suburbios que se
sustraen a todo ante el tono rosado de una humilde tapia de barrio: “El fácil pensamiento
Estoy en mil novecientos y tantos dejó de ser unas cuantas aproximativas palabras y se
profundizó a realidad. Me sentí muerto, me sentí percibidor abstracto del mundo: indefinido
temor imbuido de ciencia que es la mejor claridad de la metafísica. No creí, no, haber
remontado las presuntivas aguas del Tiempo; más bien me sospeché poseedor del sentido
reticente o ausente de la inconcebible palabra eternidad. Sólo después alcancé a definir esa
imaginación.”14 Lo biográfico –que no es ni más ni menos que una acumulación caótica de
sensaciones como esta–, parecería estar en el objeto, el suburbio, la tarde, la anécdota en sí
que sólo así se vuelve una especie de correlato objetivo; pero en este caso lo particular es que
se trata de un correlato objetivo de los recuerdos que ni siquiera alcanzan a conformar un
volumen de la memoria. Buscando entonces la nulidad del yo, Borges encuentra la
particularidad de la inversión biográfica en una serie de escenas llevadas adelante por la
expresión de un lenguaje que es justamente la sensación pura de ese instante. Melancólico
como pocos y conocedor de la desdicha autoimpuesta, nuestro autor comprenderá que toda
palabra tiene como destino la nostalgia.
Carlos Correas, quien ensayó aquí y allá dos o tres acercamientos a la figura de
Borges, no sólo emprendió esta especie de comprensión analítica de la nostalgia en
observaciones atentas y pormenorizadas; sino que también practicó la intimidad con la ciudad
para fundar una invención de la escritura biográfica que se construye desde un intento por
recuperar con la palabra cada instante aislado que nos devuelve una singularidad mayor. Para
Correas el instante en que Borges disuelve la personalidad del yo está íntimamente ligado al
13
Op. Cit., pág. 99.
14
El idioma de los argentinos, Op. Cit., pág. 132
32
monótono transcurrir del entorno porteño. La particularidad entonces del episodio de Borges –
según Correas– radica en que una simple caminata por el barrio, se transforma en una
contemplación intensa de todo aquello que rodea lo que he sido, soy, y más aún, no podré ser.
Acompañada del goce y el placer estético del contorno de las cosas transfiguradas en una
especie de misterio o secreto que me corresponde, la inutilidad de este acto –su gratuidad y su
vagabundeo– termina en realidad por arrojarnos a un recogimiento en el que “la caminata nos
devuelve a nosotros mismos, a una suerte de limpidez propia originaria”, la cual es una
religiosidad que nos proyecta a una suerte de trascendencia negativa que se cifra en el pasado
de la infancia. Por lo que la caminata que esconde esta revelación del instante no es más que
un intento por “sacralizar la contingencia y la gratuidad de la calle” 15, es una última tentativa
desesperada por darle un mínimo de especificidad al solitario rostro con el que construiré mi
máscara de escritor, de hombre de letras y por sobre todo, de hombre que habita un Buenos
Aires que, como esa misma intimidad, ya no existe. Pero este pequeño hallazgo en la
humildad de los confines del arrabal, si debemos nombrarlo como lo que verdaderamente es,
es en realidad una proyección sobre toda la obra de nuestros autores, pues la intensidad del
sentimiento de muerte experimentado se trasladará a la obra como un impulso para la
escritura. Borges lo hará apelando a la tarea cumplida; para él este movimiento no es otra cosa
más que transfigurar el instante en símbolos y objetos que la literatura misma depara a la
suerte individual como lo muestra el siguiente pasaje: “Un hombre se propone la tarea de
dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de
reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos,
de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto
de líneas traza la imagen de su cara.” 16 Mientras que para Correas, esta misma reinvención de
la experiencia en la literatura, no es más que el traslado de la experiencia del instante que
definitivamente termina siempre hablando de ese yo que parecería extraviado en el tiempo:
“El instante borgeano de sentirse en muerte es el de sentirse eterno; este instante vence el
tiempo y en él nos adherimos a nosotros mismos contra el futuro, la previsión y la memoria
utilitarista; la pasión, suave o impetuosa, es el sentimiento por el que cierta fatalidad se
desliza en nosotros para hacernos vivir que lo que somos ya lo somos y debemos descifrarlo
fuera de nosotros: en el rostro de una mujer, en una calle, en una música, en una esquina.”17
El hallazgo de la experiencia del instante en Borges posibilita a Correas salvar la
propia experiencia evitando la objetividad biográfica y el descrédito de una egolatría literaria
15
Arlt literato, Atuel, Bs. As., 1995, pág. 38.
16
El hacedor, Op. Cit, pág. 127-128.
17
Arlt literato, Op. Cit., pág. 40.
33
que reduciría la intensidad del instante aleatorio a la sucesión de la memoria ordenada y lineal
que proyecta la sombra de la fama. En ello se juegan sus virtudes y sus excesos, en la
invención de una autobiografía hecha de instantes sin mayor trascendencia que la evocación
de la experiencia donde se originan. Escribir sobre mis experiencias pasa a ser entonces
escribir sobre la imposibilidad de concebir un yo unívoco. Pero en todo caso la proximidad a
ese yo estaría dada por las pasiones, las desdichas y las insistencias de ese escritor que se
pasea por la ciudad del presente cuando en realidad se está en la ciudad imposible. Si en algo
la literatura de Correas se caracteriza, es en el hecho de que sus personajes, sus ensayos, sus
observaciones críticas y todo lo que su palabra pudo haber contado, se origina en el transcurso
de largas caminatas por la ciudad, en vagabundeos fantásticos de cuadras y cuadras en las que
una vieja calle de las afueras fabriles, un cine de dudosa moral o un bar indiferente al presente
de sus habitantes parecen dictarle a la escritura la inmediatez de la infancia y la juventud. Que
esa escritura sea entonces una narración de esa realidad clausurada, ahora entrevista por
revelaciones azarosas, no significa que sea biográfica en el sentido del espacio temporal que
recorta, sino más bien significa que la experiencia es el límite de todo impulso en la escritura
del yo. He aquí desde ya que el hechizo del pasado sólo vale en tanto que resignifica el
presente; prueba de ello es esta experiencia plagiada al mismísimo Borges que en realidad es
el encuentro de dos soledades: “Claro que determinadas circunstancias de lugar y hora han de
intervenir para disponer la experiencia del instante: una noche de 1928 Borges se sintió en
1898 al llegar en su caminata a una esquina de las afueras de Palermo; en cuanto a mí, en una
tarde de 1979, me sentí en 1928 contemplando los charcos y la maleza de la calle Torcuato Di
Tella en Piñeyro, detrás de los fondos de una fábrica derruida.” 18 En la superposición de estas
soledades encontramos no sólo la lenta corrupción del tiempo que cambia las esquinas del
barrio por el barro de los arrabales industriales, sino que también encontramos el punto de
origen de una aventura literaria que se emprende hacia el futuro clausurado, el futuro de la
obra que jamás será una conquista del pasado sino más bien una invención del mismo; pero
para recuperar el individuo que somos fuera de nosotros, en una exterioridad que como tal,
alcanza el extraño misterio de la intimidad, hace falta un incentivo que sea capaz de
transformar la vida misma en la literatura que se escribirá. La intimidad del barrio con sus
calles, sus tardes, su vida vulgar salvada sólo por el pensamiento y la literatura, en definitiva
su ser de ciudad –y en ese ser de ciudad ser Buenos Aires–, junto a la intimidad del escritor
como puede haber sido la aventura en Kafka, Hammett o el amigo Masotta ganado por la
muerte, son para Correas las formas de darse un destino literario como el mismo que Borges
18
Op. Cit., pág. 41.
34
hacia 1928 había visto en esa insignificancia propia de quien se concentra en el lenguaje hasta
alcanzar una libertad que puede conjugar memoria y olvido. En el prólogo a su traducción de
las cartas del noviazgo de Kierkegaard, Correas acuñó una frase que en realidad lo ayudaba a
pensar, planear y reflexionar sobre la escritura de los otros, pero por sobre todo, sobre la
propia escritura. Al señalar que “escribir es escribirse” 19 no estaba haciendo otra cosa más que
suspender el poder de la ficción en la escritura para darle paso, en su intento de biografía
sobre Oscar Masotta, a “la volatilidad de la palabra, su invencible diferencia, y la bruta
identidad de lo real, también invencible por necesaria.”20
Del mismo modo que para Correas la letra llama al fantasma del autor en una
operación de espejismo, podríamos señalar que caminar es reencontrarse no sólo con el
fantasma de uno sino también con el de los otros. Y caminar también sería desentrañar la
juventud como el hecho de leer podría significar recuperarla; y qué mejor modo entonces de
caminar lo leído que ir a los textos de juventud de Borges desde donde el pasado se encamina
hacia el encuentro de estos dos escritores. Haciendo oídos sordos al presente, que cual cantos
de sirenas le avisa a nuestro ensayista sobre la imposibilidad de leer al primer Borges, Correas
inicia su recorrido afirmando que esos ensayos de los años veinte son “según lo que he
comprendido de ellos, excelentemente amenos, por lo que infiero que todo lo que no he
comprendido también debe ser de igual excelente amenidad.” 21 ¿Pero a qué se debe este
exceso del gusto que comienza en la virtud de la crítica y se diluye en eso que Correas llama
amenidad? Una primera respuesta podemos encontrarla en lo que nuestro ensayista señala
como “la vigencia de su vejez respecto de lo visible”22, lo cual no es ni más ni menos que una
especie de contraseña a la melancolía y la nostalgia de ciertos temas, ciertos nombres, ciertos
usos del lenguaje que como tales, sólo son posibles gracias al fervor denodado del propio
Borges. Un fervor que Correas admira en las operaciones lingüísticas de un uso patricio del
idioma tras una aventura justamente imposible, la de construir un idioma de los argentinos
que tiene algo de fascinante y monstruoso; o que deriva de su propia afinidad compartida en
el gusto por los alcances de la retórica, tema en el cual, señala Correas, “entiendo las derrotas
del lenguaje que atonta o que harta y las hazañas del lenguaje que gana”. Sin embargo el
fervor se hace uno al identificar las mismas experiencias que resultan ser la intensidad con
que se define la amenidad señalada. Así la amenidad no es ni más ni menos que “una
imposición de la emoción original del autor”, la cual puede ir desde la prosa con estilo, que no
19
Cartas del noviazgo, Siglo Veinte, Bs. As., 1986, pág. 2.
20
La operación Masotta (cuando la muerte también fracasa), Catálogos, Bs. As., 1991, pág. 13.
21
Ensayos de tolerancia, Colihue, Bs. As., 1996, pág. 22.
22
Op. Cit., pág. 23.
35
es otra cosa que la individualidad de la expresión que torna a un escritor reconocible por sus
frases, y aún más, que lo vuelve admirable como estilo absoluto a imitar o como un demente
solitario y aristocrático; hasta las experiencias compartidas que dan cuanta de que “yo
también he logrado casi igual y momentánea eternidad en muchas otras esquinas de Buenos
Aires.”23 Este último fervor es el que le permite a Correas reducir toda la literatura a ese
problema de la filosofía que sin embargo, en las letras, se resuelve o se reduce a la escritura
que nos tiene como origen y destino de la felicidad. Señalando la presencia de Buenos Aires
en la juventud de Borges, esta página es en realidad una excusa para actualizar y ampliar la
experiencia del instante con la que Correas habilita sus temas literarios. A la experiencia de
1928 del escritor de El idioma de los argentinos en las orillas de Palermo, le sigue una visita
en los cincuenta a las afueras de Flores, y una amplia serie de detalles antropológicos y
geográficos que completan la ya mencionada excursión fabril de fines de los setenta. Sin
embargo, más que la invención literaria de estas circunstancias personalísimas, importa la
reflexión que de ellas se desprenden para poder llegar a comprender qué lleva a Correas a
repetirlas una y otra vez: “(No ignoro la diferencia entre vivir en Laferrère y vivir en Palermo
y visitar Laferrère; digo que estas visitas, y análogas, significan un consuelo ocasional, y no
hemos de desdeñar los momentos en que el consuelo se vuelve forzoso y confortante; aquí el
consuelo de vagabundear por las afueras de franca pobreza y miseria es una suerte de
resarcimiento de la estupidez y canallería de los barrios residenciales o señoriales y de sus
correspondientes habitantes; entiendo que así lo habrá entendido el muchacho Borges. Por lo
demás, yo ya no visito Laferrère ni afines; he cambiado de consuelos; apuesto a que otros lo
hacen y lo harán por mí: son andanzas buenas y realmente didácticas.)”24
Edificar el consuelo del yo, buscando en el presente una contraseña del pasado, en la
vejez respecto de lo visible que se sustenta sólo por la palabra fantasma algo así como un
resarcimiento de la estupidez del día a día, es lo que lleva a que la escritura no se detenga.
Qué clave secreta se esconderá en ese consuelo, qué confortará el ánimo del escritor ya
prácticamente afantasmado por su propia vida, resulta ciertamente tan íntimo como imposible
de saber. Pero aún así podríamos arriesgarnos a pensar que una literatura hecha con fervor –
como lo es la literatura que se apodera de la contraseña autobiográfica– no puede ir,
necesariamente, más allá de ese recogimiento extasiado en el cual la vida literaria del autor se
origina de una vez y para siempre en la experiencia a la que una y otra vez se querrá volver.
Que en sus novelas y en sus relatos los personajes de Correas recorran trayectos que van de un
23
Op. Cit., pág. 31.
24
Op. Cit., pág. 26.
36
barrio de Retiro irreconocible hasta las inmediaciones desoladas de un partido bonaerense que
se pierde en la llanura, o que tracen entre el sur de la avenida Boedo y el norte de la avenida
Santa Fe una zona de tensión que aglutina treinta años de una vida, no es un simple suceso
narrativo, no es ni siquiera un hecho más entre los miles de hilos que un escritor puede
desenredar en su laberinto. Resulta que aniquilada la memoria individual, sólo queda el
mundo para echar mano de los recuerdos imperecederos. Es allí entonces cuando se produce
un movimiento inverso que nos señala que lo íntimo no es nuestra personalidad, sino
justamente el mundo que la anula, ese mundo insignificante que da origen a la literatura que
transcurre en los otros. Anulados entonces como espectros o sombras de un pasado y de un
presente, sólo resta escribir esa literatura que nos tiene como personajes para inventar la
propia vida.
37
¿Qué hay en la literatura que nos lleva a otros lugares, a otros tiempos, a otros
pensamientos? Acaso sea esa la pregunta que está contenida en el aliento que se tiende en la
lectura, y que aun siendo pregunta se muestra como respuesta que no cabe cerrar. Pues parece
ser que siempre hay un “algo más” que está permitiendo esa interrogación acerca de la
literatura, “algo más” que promete la apertura a partir de sus imágenes que cuestionan la
sensibilidad y el pensamiento.
En Pascal Quignard encontramos una suerte de respuesta en tanto que sostiene que la
literatura piensa más que cualquier pensamiento, justamente porque su lenguaje está
desnudo25. ¿Qué quiere decir esto? ¿Desnudo de qué? Desnudo de Historia, de sus conceptos
y su pretensión de verdad: soplo que se ha quitado la Historia de encima retornando en su
decir a un origen inhumano que se muestra en las imágenes que muestra. Desde aquí, la
filosofía demuestra a través de los conceptos, mientras que la literatura muestra “la ventana
abierta”: abre a las imágenes donde el tiempo no es equivalente a la Historia, allí donde “el
lenguaje desnudo es aquel que hace surgir una imagen digna de todas las épocas”. 26 Imágenes
que desnudan ese “algo más”, esa parece ser la extraña astucia de la que es sospechosa la
literatura. Ella abre a pensamientos y preguntas a los que el pensamiento conceptual no
llegaría, o al menos no arribaría solo. En ese arco de posibles preguntas, ventanas abiertas e
imágenes desnudas, la literatura de Marguerite Yourcenar propone mirar de cerca las
relaciones entre la vida y el arte.
*
“Cómo se salvó Wang Fô” (1936) se inscribe dentro del volumen titulado Cuentos
Orientales (1938) de Marguerite Yourcenar. En este libro encontramos la fascinación de la
autora por el mundo oriental, y a la vez, la pasión por “las vueltas a la cárcel”, a nuestra
25
Quignard, P., Retórica especulativa, El cuenco de Plata, Bs. As., 2006, p. 40.
26
Ibid.
38
cárcel: el mundo. Pasión que para algunos revela su obra como una obra universal, que se
extiende en el tiempo y en el espacio de modo tal que viaja por las formas en que la vida (en
el nacimiento, el transcurrir o vagar por ella y la muerte) tiene lugar.
En el relato, inspirado en una leyenda taoísta, se cuenta del pintor Wang Fô que, junto
a su discípulo Ling, vaga por los caminos del Reino de Han. En este errar por los caminos no
parece haber apuro, más bien todo lo contrario, pues se nos dice que el anciano pintor Wang
Fô se detenía a contemplar el paisaje, los seres y la vida que se animaba a su alrededor, puesto
que “amaba la imagen de las cosas y no las cosas en sí mismas”.
Yourcenar nos cuenta cómo fue que se conocieron el pintor y su discípulo, haciendo
ver que este encuentro significa para Ling la apertura a una nueva vida. Poco a poco va
cobrando importancia este personaje y llegamos a saber que Ling era hijo de una existencia
que se hallaba al resguardo de cualquier tipo de necesidad, cuya seguridad lo había vuelto
tímido, temeroso (de los insectos, de la tormenta y del rostro de los muertos). Luego Ling se
casa y al tiempo sus padres “tienen la discreción de morirse”.
En el marco de esa vida tranquila y segura conoce a Wang Fô, en una taberna en la que
el pintor ha bebido lo suficiente como para pintar con realismo a un borracho. Gracias al
pintor, Ling conoce la belleza de la cara de los bebedores, deja de temerle a las tormentas, a
los insectos y a los muertos, deslee los verdaderos colores de su casa, y descubre también, de
algún modo, la pobreza de su vida que hasta el momento le había pasado inadvertida. Tras la
muerte de su mujer y luego de deshacerse de sus riquezas, vagarán juntos por el reino de Han
buscando nuevos rostros y secretos que se entreguen a las imágenes creadas por Wang Fô.
En las pinturas de Wang Fô había “algo más”: se decía que tenía el poder de dar vida a
sus imágenes con un toque de color que añadía a los ojos, tanto es así que el pintor despertaba
sentimientos ambiguos de terror en algunos, mientras que en otros (como los sacerdotes) se
animaba cierta veneración que hacía que honraran a este viejo pintor, sabiendo quizá que su
poder estaba ligado a lo sagrado.
El relato cobra intensidad en el momento en que pintor y discípulo llegan a la ciudad
imperial donde los soldados sin dar explicaciones los apresan y los conducen al palacio
imperial. Las descripciones del palacio quieren dar cuenta de que allí “todo se concertaba
para dar idea de un poder y una sutileza sobrehumana”. Al llegar ante el emperador, que
recibe diversos nombres aludiendo a que nada podía nombrarlo directamente, descubren que
todo está orquestado para que nada quiebre la armonía y la paz de su alrededor.
Un alto muro separa al Emperador del resto del mundo (de modo que nada
descompuesto siquiera lo roce) y ante la interrogación de Wang Fô acerca del por qué de su
39
apresamiento, el Emperador le explica que vivió toda su infancia rodeado de las imágenes
pintadas por él y que, tras salir al mundo, descubrió que éste no se parece en nada al pintado
por el anciano. “El mundo no es más que un amasijo de manchas confusas, lanzadas al vacío
por un pintor insensato, borradas sin cesar por nuestras lágrimas” dice, dejando al
descubierto lo que considera el gran engaño y la culpa de Wang Fô. Ante esto, el Emperador
llega a la sentencia que transparenta su propia tragedia: “El reino de Han no es el más
hermoso y yo no soy el emperador. El único reino donde vale la pena reinar es donde tu
penetras”. El castigo para Wang Fo es que le quemen los ojos y corten sus manos, “las
puertas mágicas que abren a [su] reino”.
Mientras dictan la sentencia, Ling es decapitado al intentar defender a su maestro: las
lágrimas empañan los ojos del pintor, ante lo que el Emperador arremete contra el acusado
diciendo que lo odia también porque ha sabido hacerse amar. Antes de que se dé castigo al
pintor, el Emperador lo insta a que termine una de sus obras que estaba inacabada, en la que
las montañas, el mar y una embarcación formaban parte de la imagen. Tras los trazos de Wang
Fô, la embarcación comienza a agrandarse, se humedece el recinto imperial, se oye el ruido
del remo del barquero (que no es otro que Ling con una “extraña” bufanda roja al cuello).
Inundado el palacio, Ling ayuda a su maestro a subir en la barca y se van alejando dentro del
mar de jade que Wang Fo estaba pintando, perdiéndose en el interior del lienzo. Mientras, el
palacio comienza a secarse y el Emperador se esfuerza por mirar qué es de esa barca que se
aleja en el mar azul que el sentenciado Wang Fô acababa de pintar.
De las ventanas posibles que se abren a partir de este cuento, quisiéramos poder mirar
algunos elementos que convocan la reflexión, a saber: el nacimiento y el “conocimiento”
sensible, el poder del arte y la potencia de la imagen.
Nacimiento
¿Por qué hablar del nacimiento? ¿Qué del cuento nos lleva a plantear este eje? Al pensar en el
nacimiento, pretendemos sintetizar en esa expresión los siguientes elementos: lo que nos
precede (genealogía u origen en la paternidad/maternidad), lo nuevo de la vida y por ende la
separación respecto de aquellos que engendran y, por último, el lazo invisible que une esas
vidas separadas a un tiempo extraño.
Quisiéramos pensar el personaje de Ling bajo esa palabra. Podría decirse de él que
nace dos veces. Una vez, a partir de su salida del vientre materno, en una salida al mundo que
lo inscribió en esa primera comunidad biológica de la familia, la cual lo resguardó de todo
40
tipo de peligros, de todo tipo de exaltaciones, incluso parece ser también de todo aquello que
se presenta como sublime. Si su vida está abierta a alguna apreciación, parece ser que sólo a la
apreciación de lo bello, allí donde todo lo que parece ser agradable no hiere la seguridad y la
tranquilidad de lo que conoce. En el cuento se nos dice que “Ling no había nacido para
correr los caminos al lado de un anciano que se apoderaba de la aurora y apresaba el
crepúsculo. (…) Ling había crecido en una casa donde la riqueza abolía las inseguridades.
Aquella existencia cuidadosamente resguardada lo había vuelto tímido: tenía miedo de los
insectos, de la tormenta y del rostro de los muertos”.
Así había nacido y crecido Ling hasta que conoce a Wang Fô, para quien la
contemplación despertaba tanto el sentimiento de lo bello como el de lo sublime. Sólo que el
poder de lo sublime de conmover y el de lo bello de encantar, parecen conjugados de una
manera extraña en la mirada y en la obra del pintor Wang Fô. Acaso se trate de ese “algo más”
que sus pinturas exhibían, ese “algo más” que hacía que la gente le temiera o lo venerara.
Ling nace, luego de su primer nacimiento, a partir de los dones de Wang Fô: “Gracias a él
Ling conoció la belleza que reflejan las caras de los bebedores, difuminadas por el humo de
las bebidas calientes, el esplendor tostado de las carnes lamidas de una forma desigual por
los lengüetazos del fuego, y el exquisito color rosa de las manchas de vino esparcidas por los
manteles como pétalos marchitos”.
Gracias a Wang Fô Ling conoce, co-nace. Recordemos aquí que en francés conocer –
connaître– tiene en sí el verbo nacer –naître–. Este juego en las palabras que es transparente
en la lengua de Yourcenar nos enseña acaso el poder y el don del conocimiento (en este caso
estético). Así es que podemos decir que Ling nace de nuevo, conoce por primera vez un
mundo que hasta el momento no era el suyo. Ese es el don que Wang Fô le entrega: la visión
de ese nuevo mundo donde lo que se percibe es ahora imagen (volveremos sobre esto).
Seguramente sea por ello que cuando Ling hospeda a Wang Fô, de alguna manera lo adopta
como padre, dándole el lugar que antaño ocupaban sus padres: “En el pasillo, siguió con
arrobo el andar vacilante de una hormiga a lo largo de las grietas de la pared, y el horror
que Ling sentía por aquellos bichitos se desvaneció. Entonces, comprendiendo que Wang Fô
acababa de regalarle un alma y una percepción nuevas, Ling acostó al anciano en la
habitación donde habían muerto sus padres”.
En este punto pareciera haber una relación entre la muerte de los padres y la nueva
vida del joven, este co-nacimiento que se da a partir del encuentro con Wang Fô. Y acaso la
ligazón de vida nueva/muerte no sea caprichosa teniendo en cuenta la biografía de Marguerite
Yourcenar, considerando especialmente la muerte de su madre días después de dar a luz, lo
41
que hizo que sus vidas coincidieran sólo 10 días. En El laberinto del mundo (tríptico
autobiográfico) la autora se acerca a mirar de cerca su propio nacimiento, que entiende como
un abismo. Y en el retrato que allí traza acerca de su origen se cuestiona acerca de lo inefable
de la vida que comienza, preguntándose “¿cuál es nuestro rostro antes de que nuestro padre y
nuestra madre se encontraran? ¿cuál es la proveniencia del ser humano?”. Sin embargo,
frente al enigma o misterio de la vida nueva que en su biografía aparece con su faz negativa
(“mi nacimiento fue la primera de mis desgracias”), podría decirse que en este cuento se
redime, o mejor, se sublima esa desgracia. Yourcenar ofrece en este relato la redención posible
del hombre tras su caída en la existencia al mostrar el nacimiento humano en vida: ese “del
alma y la percepción nuevas” a partir del arte, que si bien implica una muerte (la de la vida de
Ling antes de Wang Fô), es nacer con la conciencia de que se accede a una realidad más real e
intensa que la que se vivía hasta el momento.
¿A qué nace Ling? ¿Qué es lo que se inaugura en el nacimiento a esa vida? La
novedad está vinculada tanto a la apertura a las imágenes ofrecidas por el pintor y a la visión
estética de lo que lo rodea, como al nomadismo de la mirada estrenada en el placer del viaje.
Llamamos la atención entonces sobre la importancia del errar, el vagar, que suponen un
mundo móvil que se ofrece a una mirada en movimiento.
El viaje es una de las formas privilegiadas del conocimiento del mundo para
Yourcenar: en la obra y en la vida de la autora el viaje aparece como un excepcional modo del
hombre de conocer el mundo y de conocerse a sí mismo. Si bien llegamos a saber que el
oriente de Marguerite Yourcenar es un oriente imaginario, en el que ha viajado a través del
arte y la literatura (ya que no lo conoce hasta 1982, cinco años antes de su muerte), parece
claro que es la excusa para hablar del ser humano en relación con otras realidades, a las que
llega a nacer, a las que llega a conocer.
Puesto que el viaje implica que se da en el tiempo y en el espacio, parece mostrar la
vocación del ser humano de ser partícipe del orden universal al que es capaz de responder y
acoger, según la autora, desde una experiencia intelectual, afectiva y espiritual. La aspiración
humana regida por un principio de verticalidad no puede saciarse en un momento de la
Historia, ni en un espacio circunscripto. La novedad que entraña tanto el viaje como el
nacimiento así parece indicarlo. A esa verticalidad de la existencia se nace postnascĕre, es eso
lo que parece decirnos Marguerite Yourcenar a partir de la figura de Ling.
Arte
42
El relato “Cómo se salvó Wang Fô” puede tomarse como una suerte de llave privilegiada en
tanto hace ver la importancia de esas otras realidades con las que el hombre entra en contacto,
en una ambivalente relación con la realidad cotidiana, más allá y más acá respecto de ella. La
prodigalidad de lo narrado se liga a la percepción estética que se despierta para dar vida y
sentidos nuevos, y a la vez, se trata del acceso a una realidad pletórica que podríamos
considerar del orden de lo sagrado puesto que, al menos en el palacio imperial, las pinturas y
“los personajes de los cuadros deben ser sustraídas a las miradas de los profanos”.
El arte es aquí la llave que abre a ese reino: es a este carácter sagrado de la obra de
arte, que para algunos era inaccesible y para otros era envidiable e inapropiable, al que en
definitiva nace el discípulo de la mano de Wang Fô. Ling ha tenido que dilapidar los bienes
heredados para alcanzar la riqueza y profusión del arte. Pero ¿qué sentido tiene la búsqueda
de este reino?
Bataille, pensando en el nacimiento de la obra de arte, sostiene que el “sentido general
que la obra de arte tiene para la humanidad” está vinculado a la “eclosión milagrosa del ser
humano”27. Virtud creadora que lleva al hombre más allá del umbral de la necesidad, que lo
hace eclosionar como ser humano, salir hacia aquello que parece imposible esperar.
Desde esta perspectiva la potencia de la obra de arte será reflejar la vida interior a partir
de la figuración que seduce para comunicar, que toca al corazón y la emoción, no al interés, y
cuya esencia se basa en ser una actividad inútil que comprende la belleza:
Es el mismo sentimiento de presencia –de clara y ardiente presencia– que sólo nos dan las
obras maestras de todos los tiempos. Aunque no parezca, es también a la amistad, a la
suavidad de la amistad, que está dirigida la belleza de las obras de humanas. ¿Acaso no
amamos la belleza? ¿La amistad no es también la pasión, el interrogante siempre
recomenzado cuya belleza es la única esperanza? 28.
Frente a la vida “esperable”, o las representaciones que aceptamos fácilmente (de carácter
subordinado, entendible o servil); se abre a partir del arte y la amistad entre el pintor y el
discípulo un fulgor o transparencia que se revela a partir de la falla de ese orden aparente. En
este caso se hace patente esa posibilidad del arte: la de atravesar los fondos, telones o los
escenarios, las prisiones en donde la vida es una representación, permitiendo mirar a través
de las fallas de este mundo.
Esa apertura se da en el relato de Yourcenar a partir de la imagen, donde se da una
restitución del aspecto vertical de la existencia. Así, parece decirnos la autora, en el mundo de
27
Bataille, G., Lascaux o el nacimiento de la obra de arte, Alción, Córdoba, 2003, pp. 15-
16.
28
Ibid., p. 19.
43
29
Bataille, G., La felicidad, el erotismo y la literatura, Adriana Hidalgo, Bs. As., 2003 p.
124.
30
Pascal, B., Pensamientos, Planeta-DeAgostini, Barcelona, 1996, p. 36.
44
Imagen
Por último, queda por ver cuál es ese reino del que Wang Fô es soberano. Y es aquí que se
hace necesario comprender qué es la imagen, o al menos, preguntarse por esta realidad
extraña y éxtima.
Al intentar decir algo acerca de lo que la imagen sea, nos arriesgamos a señalar que es
“algo más” y “algo menos” que la cosa. Se trata de “algo más”, ya que es lo que queda de la
cosa cuando ésta ya no está ante nosotros. Recordemos aquí que Imago era el término que
utilizaban los romanos para nombrar la representación de la cabeza de los muertos en formas
de relieves de arcilla o de cera, en ese ofrecimiento de lo muerto que se resguarda de
sucumbir a lo perecedero, pero es “su presencia en tanto que muerto (…) por la cual los vivos
comparten la muerte del muerto”31. Pero también se trata de “algo menos”, ya que no es la
cosa misma, sino que está allí de forma vicaria, sosteniendo una presencia casi fantasmática,
de simulacro de aquello semejante suyo que ya no está, que se diría incluso anterior a ella.
Sin embargo, en el cuento de Yourcenar, parece ser que la imagen es sólo ese “algo
más” que la cosa misma, ese “algo más” que el mundo, que las personas, que los perros de los
pastores, que el mar de olas serenas. Es en y por su potencia que Wang Fô se salva,
sumergiéndose en estas imágenes, librándose del poder perverso del Emperador que sin poder
habitar el mundo bajo el reinado de sus (propias) imágenes, ni pudiendo habitarlo tal como es
(sin ese algo de más que el arte de Wang Fô proporcionaba), quiere quitarle los ojos que le
permitirían percibirlas y las manos que podrían crearlas.
Son las imágenes las que hacen que Wang Fô se salve de ese poder que hace de la
muerte una obra y que pretende, a la vez, que una obra que había quedado inacabada se
culmine, se cierre. Wang Fô puede evadirse del afán de cierre y clausura imperial gracias al
principio de apertura presente en el arte y la amistad, puesto que en definitiva no se salva solo,
sino con su discípulo Ling que ha regresado por él, y que lo conducirá ahora hacia las
profundidades de la imagen.
Proponemos para pensar este rapto, esta huida a través de la imagen, el tratamiento
que sobre la misma traza Jean-Luc Nancy al considerar que en la imagen (visual) se da un
plegamiento de mimesis y methexis (participación) movilizado por el deseo. Si la mimesis es
la “apropiación del otro por alteración o supresión de lo propio”32 y la methexis supone la
31
Nancy, J-L, “La imagen” en Escritura e imagen, Vol. 2, 2006: ISSN: 1885-5687, p. 11.
32
Nancy, J-L., Un pensamiento finito, Anthropos, Barcelona, 2002, p. 63.
45
desaparición de lo mismo y lo otro, pueda entenderse desde aquí la escalada que supone el
arte.
En la imagen se tensa el deseo de la desaparición de los límites. Ella abre el espacio para
esta apertura, en una posibilidad que va más allá de la imagen. En las instancias finales del
relato se cuenta cómo el cuadro “cobra vida” (carácter propio de la soberanía de Wang Fô); la
imagen se impugna a sí misma, redoblando la apuesta en esta visión que es movimiento, no
captura: yendo de lo visual a lo sonoro y a lo táctil, la imagen resuena en el sonido de los
remos, se tonifica en la inmersión del lugar bajo las aguas y se hiere o se traspasa en el
rítmico deslizarse de la embarcación en el mar que acaba de ser pintado.
Vale decir que el fondo del que se habla aquí no pretende ser uno, ni siquiera ser tras-fondo,
sino que se nombra de este modo lo que para cada imagen forma su surgimiento, cual abismo
que se expone en la superficie. La inmersión en él y el naufragio, tal el mar de jade que tras
los trazos del artista todo lo inunda y abandona, es a un tiempo lo que la imagen promete: “En
el presente mismo –en el sentido de instante y en el sentido de don– de la imagen se expone lo
que es condición de goce y de verdad: una apertura desmesurada que escapa a toda medida
dada, no midiéndose sino consigo misma”34.
33
Nancy, J-L., “La imagen”, op. cit., p. 14.
34
Ibid., p. 15.
46
TRAVESIAS BONAERENSES
Antonio Oviedo
salones y pasillos. Un audaz golpe de mano le permite al señor G (aquí arranca el uso de
letras para designar solamente a los personajes principales, recurso similar, como se
verá, al empleado por Historias extraordinarias) adueñarse, mediante una cesión –que
beneficia a su joven esposa, cantante de canciones francesas–, del Hotel Atlántico.
Ambos se encierran en el hotel, la cantante abandona su carrera, durante 30 años años G
sale muy de tanto en tanto, deambula por habitaciones vacías y penumbrosas. Casi no
reciben huéspedes, a menudo y con total arbitrariedad éstos, pese a haber sido
rigurosamente seleccionados, son echados a cualquier hora de la noche; los ingresos de
dinero caen; en fin, por ese edificio descripto como “inexpugnable y lúgubre”, “mole
gigantesca y anacrónica” que sobresale cual “una aparición”, G “se mueve como un rey
en su castillo”. Son los tópicos del romanticismo negro y del gótico (de Ann Radcliffe,
Charles Maturin o Horace Walpole a Coleridge y Poe) junto a los del trhiller (según se
verá luego), en partes iguales, los que resultan convocados a ese ámbito que exalta sus
lados sobrenaturales o, para decirlo con una palabra de Llinás, extraordinarios, opuestos
a una vida de rutinas lineales. (A propósito, el eco de otro rey calificado como tal, suerte
de Ubú que, bajo el nombre de Saponara, reina en una granja y es “bueno, pacífico,
inofensivo”, proviene del capítulo XIV –“Las dos hermanas”– de Historias
extraordinarias; y en el capítulo III, “La apuesta”, un tal Bagnasco, estentóreo y
despreciativo tiene el porte de “un emperador romano”).
En determinado momento, aprovechando una corta ausencia de G, un abogado
inescrupuloso, con la amenaza de internarla en un manicomio (pues la cantante se ha
vuelto loca) le hace firmar a ésta un título de propiedad a su nombre. Una segunda fase
comienza aquí, ante el despojo, G (como todo rey destronado) inicia “un extraño y
enigmático destierro”. Entretanto, el abogado convierte al hotel en el antro del hampa de
la región: juego, prostitución, contrabando, crimen. Un pintor uruguayo (de brocha
gorda) gana con sus osadías la confianza del abogado y entre los dos redoblan el
dominio sobre el pueblo; luego, las investigaciones de un humilde panadero destapan
los oscuros negociados con el municipio; cuando el panadero es asesinado, se establece
que el arma utilizada pertenecía al abogado. Muy hábilmente, el abogado logra que en
lugar suyo sea condenado el uruguayo a cadena perpetua. Pero el tribunal le quita la
propiedad del hotel y se lo restituye a G, quien vuelve tras diez años de exilio a caminar
por su castillo, con un gesto impasible es su cara borrosa la que traslucen los vidrios de
los grandes ventanales. Al final, la letra de la canción con la que culmina “Mar del Sur”
49
es la de no desoír difusas señales que sin ponerse del todo en evidencia suelen estar muy
cerca, aunque la cercanía luego se muestre evasiva, inasible cuando evita entregar lo
que parecía dirigido a revelarla. Hay algo de liviano o de aéreo en las letras que
nombran a cada uno de los protagonistas, como si la apelación casi caprichosa al
abecedario fuera la opción para desvanecer también una identidad sin contornos
definidos, volátil incluso a medida que las vicisitudes tuercen o desvirtúan existencias
solitarias repletas de dudas y contradicciones. De extravíos, desde luego, que los
caminos provinciales acentúan, como también ocurre con los rumbos equivocados que
íntimamente padecen los que han aceptado recorrerlos tal vez con el propósito de hallar
en ellos una respuesta de antemano condenada a no serla.
Existencias solitarias que persisten como tales, todos sus actos robustecen un
individualismo que ni siquiera la amistad, menos que menos los encuentros imprevistos
o azarosos de los que pese a todo surgen afinidades, pueden llegar a modificarlo. X, Z y
H: meras letras que en todos los casos (re)presentan a seres decididos, cuando la
oportunidad se presenta, a enfrentar enigmas, a explorarlos con una fruición que los
empuja a renovar y cuestionar enfoques y análisis cada vez más sofisticados, a construir
los argumentos, inferencias y presunciones con el objeto de situarlos dentro de un
razonamiento lógico susceptible de dominar, de erosionar esos enigmas.
La plataforma desde la cual comienzan sus respectivas experiencias no tiene
relación alguna con las aventuras que más tarde, inexorablemente, sobrevendrán. El
punto de partida (que no será el único) para X, Z y H es la ejecución de una determinada
actividad, más específicamente de un trabajo (“gris, rutinario, burocrático”), y éste es el
orden al que inicialmente estarán atadas sus vidas, si bien más adelante ese mismo
orden, gobernado por hechos impredecibles y fortuitos, se irá descomponiendo en forma
gradual hasta quedar reducido a sus muy leves expresiones. Al mismo tiempo, hace su
aparición la voz en off, que relata de un modo exahustivo, obcecado, lo que le va
ocurriendo a cada uno de los protagonistas. Las frases que pronuncia esa voz en off son
frases construidas con un cuidado que, como ya fue indicado antes, trasunta la
preocupación y la intención de una escritura; es innegable: las frases pertenecen a un
texto que es leído y esa lectura permite discernir las escansiones de un estilo que se
esparce, provisto de giros y ritmos, de formas elípticas ora manifiestas, ora reticentes, y
al que la palabra hablada contribuye acaso a que sus modulaciones sean todavía más
reconocibles.
53
Los tres personajes poseen de entrada un mismo hilo conductor relacionado con una
burocracia oficinesca que, a través de intrincadas redes, les ha encomendado
determinadas tareas. Envueltos por las manías, por el sopor de los tiempos muertos, por
el apego a un orden nunca establecido del todo, a los tres se les abre de repente, antes,
durante o después de haber empezado sus compromisos, una bocanada de caos y
vértigo. A X le han encargado efectuar un relevamiento de las obras arquitectónicas que
el inefable arquitecto Francisco Salamone (“el hijo del diablo”, como lo denomina uno
de los capítulos) ejecutó raudamente en la provincia de Buenos Aires entre 1936 y 1940
bajo el amparo del gobernador conservador Manuel Fresco. Mataderos, sedes
municipales, cementerios, plazas (en Balcarce, Rauch, Azul, Salliquelló, Guaminí,
Adolfo Alsina, Laprida, González Chaves, Pellegrini, Coronel Pringles, Tornquist, etc.)
sobresalen con sus imponentes estructuras –“moles de la llanura”– en medio de pueblos
de casas bajas y mezclan –sin remedar groseramente corrientes artísticas– el art déco, el
futurismo y un sincretismo telúrico que el propio Salamone moldeó según sus propias
fantasías. Por la exorbitante rareza de sus edificios, por el tenaz misterio que rodea a su
vida, Salamone se gana un lugar prominente en estas Historias extraordinarias. Si en
ellas está X, Salamone, con sus mensajes casi abstrusos y su oscura leyenda todavía sin
descifrar, no puede ser excluido, aunque luego la historia prosiga con las vicisitudes de
X. Éste, al comienzo mismo del relato, será desviado de pronto de la obligación que
contrajo con una imprecisa repartición provincial a los fines de producir un inventario
de los edificios construidos por Salamone. Asiste, en medio del campo, a un ajuste de
cuentas dirimido por tres hombres, tras lo cual X permanecerá en un hotel urdiendo a
través de las noticias periodísticas las suposiciones que lo lleven a entender semejante
intríngulis que ni la policía ni sus más sagaces investigadores logran esclarecer.
Para Z las cosas tampoco carecen de aristas igualmente complejas. Sólo que en su
caso el enclave burocrático –La Federación– perdura y desde allí irradiarán hacia él los
puntos oscuros de la vida de su predecesor en el cargo, un tal Cuevas, dueño de
múltiples máscaras a cual más insólita por no decir que todas se oponen entre sí y son
portadoras de identidades flotantes que nunca terminan de desdibujarse. La
investigación de Z asume ribetes detectivescos encaminados a desentrañar la maraña de
indicios que la acción de Cuevas fue dejando para embrollar los rastros sueltos que
pululan por todos los confines de la provincia, por cuyas rutas Z se desplaza
incansablemnte hasta trasladarse nada menos que a Mozambique a fin de seguir una
nueva pista, a fin de seguir un nuevo espejismo.
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Por último, H: también recibe las instrucciones para fotografiar unos monolitos de
cemento que una llamada Compañía Fluvial del Plata muchos años atrás fue erigiendo a
la vera de los 800 kilómetros del curso del río Salado y que testimoniaban el intento de
esta empresa por impulsar un proyecto de canalización y dragado que quedó trunco. La
persona que contrata a H integra la Asociación Sol de Mayo (de la que participan
ingenieros, agrónomos, veterinarios, gestores, comerciantes, etc.) que se reúnen
regularmente a comer y discutir los más diversos temas, por ejemplo el de posibilitar la
navegabilidad del río. Otro de los asistentes, competidor insidioso del que contrató a H,
acordó en secreto con un tercero para que se ocupara de dinamitar los monolitos y así
eliminar cualquier vestigio, con lo cual le podría ganar una apuesta borrando las pruebas
que su rival está a punto de demostrar que existen.
Día y noche en su bote con motor, H se desliza por ese río que si bien
empíricamente lo es, la voz en off hace oír comentarios y acotaciones que le conceden
un estatuto distinto, le quitan su dimensión acuática y lo convierten en una parte más del
mundo terrestre. La comparación lo enuncia con un tono melancólico que no por ello
deja de ser conciso: “el río es tan manso y tranquilo como un camino de tierra”. O con
una insistencia no menos cargada de melancolía: “el río es un camino abandonado por el
que no va nadie”. El aforismo escrito por Kafka hace entonces escuchar su respuesta:
“Existe un punto de llegada pero ningún camino”.
55
Me acabo de dar cuenta, releyendo las primeras páginas de Lolita, que tengo la misma edad
que tenía Humbert Humbert cuando cedió a la tentación de seducir a esa chica de 13 años que
firmaba Dolores Haze35. ¿A qué se debe la asociación mental ilícita? Parece que cada vez que
se habla de esta novela dulcemente maldita el círculo vicioso de la autobiografía volviera a
girar sobre sí mismo. ¿Le gustaban a Nabokov las adolescentes? ¿Y le gustan las adolescentes
al crítico que habla sobre el más famoso personaje de Nabokov? ¿Pudo satisfacer sus instintos
ese señor ruso de apellido impronunciable o necesitaba sublimarlos en su escritura insomne?
¿Cómo puede ser tan preciso, tan profundo, tan detallista sin haber probado ni un solo bocado
de esa manzana prematuramente caída del árbol del bien y del mal?
La insistencia autobiográfica evidencia que para los lectores occidentales la perversión
no puede ser imaginaria, ficticia, sino que exige, para obtener permiso de residencia
atemporal en el país de la literatura, la garantía de una patología del autor. Con Sade, tenemos
el sadismo; con Masoch, el masoquismo; y si con Nabokov no tenemos el nabokovismo es
porque la psiquiatría ya había encontrado un retorcido nombre griego para designar esa
enfermedad moral: paidofilia (que traducido literalmente significa amor a los niños y aquí la
filología sonríe indefensa). Pero volvamos al tema: ¿Por qué nadie se pregunta si Cervantes
era tan soñador como el Quijote? O si Shakespeare era tan dubitativo como Hamlet. O si el
mismo Nabokov era tan patético como Timofey Pnin. Sin dudas, la invención de Lolita vino a
colmar el vacío de una fantasía colectiva. El razonamiento es simple: si uno se siente atraído
por las colegialas, ¿cómo es posible que el poeta que le dio carne, nombre, luz y sombra a esa
atracción desesperada no la haya sentido en su propio cuerpo? El criminal razona como si
todos fueran criminales. El mismo Juan Carlos Onetti, en un comentario a la traducción de
Lolita, comete la imprudencia de postular ese vicio en el autor.
De alguna manera, Nabokov salió al cruce de estas insinuaciones que podían
agigantarse en acusaciones, incluyendo un epílogo en la edición norteamericana de la novela.
Allí sostiene con su tono zumbón habitual que todo, todo es una ficción (inspiración y
combinación, dice textualmente), pero no le da demasiada importancia al tema de sus
inclinaciones personales, sólo argumenta que la novela no tiene palabras obscenas y admite
35
Este texto fue escrito en 2004. Yo nací en 1965. Hagan cálculos.
56
que contiene varias alusiones a los imperativos fisiológicos de un pervertido, nada más. Lejos
de disculparse o de parecer demasiado explicativo, se demora contando las peripecias entre la
concepción de la nínfula y el sátiro y la composición final del libro: 15 años de su vida, el
cambio de nombre de autor, de Sirin a Nabokov, y el paso del ruso al inglés como idioma
literario.
La moral de Nabokov no necesita ser defendida por nadie. Es preferible dedicarse a
esa fascinante criatura de su imaginación, a Lolita en sí misma, a esa niña sensual, ingenua y
manipuladora, que en las páginas de la novela se llama simultáneamente Dolores, Lola, Dolly,
Doles, Dolita, Lo y Lolita. ¿Por qué tantos nombres? ¿A qué se debe esta compulsión
nominativa que padece Humbert Humbert? Nabokov no puede ocultar el genio de su estilo ni
cuando parodia la escritura monográfica del doctor en filosofía John Ray en el prólogo ficticio
del libro (le hace concluir un pasaje sumario sobre el destino del resto de los personajes con la
frase: “Los cuidadores de los diversos cementerios mencionados informan que no andan
espectros”). Pero en este caso, como en los cien nombres de Dios, hay que atribuir la
abundancia a que el objeto de su amor es tan grande, tan inabarcable que no cabe en una sola
palabra. Así como Humbert nunca termina de poseer a Lolita, más allá de las experiencias
sexuales que tiene con ella a lo largo de su viaje al infierno, tampoco termina de nombrarla.
La niña que ha condensado todas las sustancias oscuras de su deseo está más allá de la
posesión. En una conciencia tan literaria como la de Humbert, esa melancólica imposibilidad
se traduce en un defecto de dicción, patente en las listas de nombres, objetos y lugares que se
acumulan en las páginas como rastros de una realidad en perpetua fuga. No hay que olvidar
que estas confesiones de un viudo blanco empiezan con un delicioso tartamudeo: “Lolita, luz
de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua
emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el
borde de los dientes”. Puede parecer una desesperación demasiado afectada, aunque se debe
tener en cuenta que Humbert es un profesor de literatura europeo, criado en un principado
junto al mar, y que escribe su historia tres años después de que todo terminó. En sus frases tan
detalladas y explícitas, conviven la intención de disculparse con sus víctimas y la necesidad
de recuperar ese tiempo de intensa felicidad que compartió con Lolita. Uno de los aciertos de
la versión cinematográfica de Adrian Lyne es situar el drama en su justo lugar, no en la trama,
sino en los personajes, en el interior de esas mentes perturbadas por sus propios sueños
incumplibles: consolidar un matrimonio feliz, para Charlotte Haze; ser estrella de cine, para
Dolores Haze, y habitar en un principado junto a Lolita, para Humbert.
57
Pero antes del fin está el principio y antes del principio también hay una larga historia.
¿Tuvo Lolita una precursora?, se pregunta Humbert en el primer capítulo de la novela y su
memoria responde: Annabel, una adolescente inmaterial, más parecida al Tadeusz de Muerte
en Venecia de Thomas Mann que a la encantadoramente vulgar Lolita posterior, aunque el
escritor ruso jamás caía en la tentación de la sublime solemnidad, y por cada fragmento de
cielo que ofrecía en una mano siempre exhibía un puñado de tierra en la otra. Su antirrealismo
visceral lo dotaba de una capacidad infinita para inventar criaturas angelicales en casi todos
los libros. Antes y después de Lolita, hay adolescentes y mujeres inolvidables: Lucette y Ada
(a quien cuando cumple 12 años viste con una prenda llamada “lolita”, en homenaje a una
famosa novela que atribuye a un tal Osberg, anagrama de Borges), en “Ada o el ardor”; Nina
Rechnoy, en “La verdadera vida de Sebastian Knight”, y por supuesto la desdichada niña de
“El hechicero”. Esa nouvelle, publicada póstumamente en 1985, rescatada y traducida al
inglés por el hijo de Nabokov, Dimitri, es la evidente prefiguración literaria de su famosa
nínfula. Nabokov la menciona en el epílogo de “Lolita”, pero supone que ha quemado esas
páginas y sólo tiene un vago recuerdo del personaje masculino (lo llama Arthur, nombre que
no figura en “El hechicero”), personaje que también anticipa en su perversión y verbosidad a
Humbert Humbert. Si bien las tramas de ambas narraciones se parecen bastante, ya que en las
dos el pervertido se casa con la madre viuda de la niña, la mujer se muere y él se fuga con la
niña, la similitud mayor está en la mente obsesiva de los hombres y no en el carácter de las
niñas. En realidad, El hechicero y Humbert Humbert vuelven a encarnar el personaje
preferido de Nabokov que ya aparecía en “Risa en la oscuridad”, con Albinus, y en
“Desesperación”, con Hermann (dos novelas del período ruso), y que volverá a aparecer en
“Pálido fuego”, con Kimbote. Un europeo refinado y seductor que se cree más irresistible de
lo que en verdad es y que lentamente sucumbe a su propia fantasía, siempre en finales a toda
orquesta, donde a veces domina la farsa y otras, la epifanía, o un contrapunto de ambas, como
sucede en “Lolita”, cuando Humbert recuerda la visión de un pueblo minero desde una
pendiente y los murmullos infantiles que llegaban desde ese punto lejano y su punzante
tristeza al no distinguir la voz de Lolita entre esas voces.
La elección de Jeremy Irons, en la película de Lyne, se justifica no sólo por la belleza
mórbida del actor inglés, sino también porque la madre del personaje era de origen
anglosajón. A Nabokov la gustaba burlarse de las brujerías freudianas y es por eso que le
inventa a su personaje la infancia más feliz imaginable, sin que esa felicidad se nuble con la
sombra de la muerte de la madre, narrada en dos palabras (picnic, rayo); y todo lo que en la
novela puede sugerir la presencia latente de un trauma psicológico (la falta de padre de Lolita,
58
Pero han pasado casi 50 años desde que Nabokov publicó su novela y la figura de Lolita ya
fue asimilada y distorsionada por la fantasía de la publicidad y el consumo. En ese proceso,
sin embargo, la interdicción moral quedó intacta, ya que se transformó a la niña seductora en
una mujer prematura. Ahora las lolitas se parecen a esa prostituta que Humbert conoce en
París, una chica que dice llamarse Monique y tener 18 años, aunque es obvio que apenas roza
los 16. El narrador la despide de las páginas de la novela con esta frase: “Que la esbelta, suave
Monique permanezca, pues, como fue durante uno o dos minutos: una nínfula delincuente que
brillaba a través de la joven prostituta materialista”. Ni Stanley Kubrick, con Sue Lyon (16),
ni Adrian Lyne, con Dominique Swain (15), pudieron recurrir a la chica adecuada para
encarnar a la niña de 13. Los dos solucionaron esa imposibilidad legal apelando al mismo
recurso: envejecieron a Humbert. Mientras que el personaje del libro tiene 37 años, James
Mason ya había cumplido 52 cuando lo interpretó y Jeremy Irons, 47. Esa ampliación en la
diferencia de edad produce un efecto de contraste gracias al cual la niña parece menor de lo
que es en realidad. De todos modos, en su momento, ambas películas generaron fuertes
resistencias y la de Adrian Lyne tuvo que esperar más de un año para ser estrenada
comercialmente. El tema de los abusadores de menores volvió a los primeros planos con el
tráfico de fotos de niños en Internet en la segunda mitad de los ’90 y se acusó a la película de
incitar ese tipo de prácticas. Como dije en la crítica que escribí cuando se estrenó en las salas
de Córdoba, no hay ninguna escena que pueda considerarse decididamente pornográfica en
“Lolita”, y la única forma de entender las polémicas que generó en Estados Unidos y Europa
y la calificación de prohibida para menores de 18 años que recibió en la Argentina es porque
toca dos temas tabúes: la sexualidad púber y el incesto.
Aparte de la edad de la protagonista, otro gran problema que debía afrontar la
adaptación de la novela era la ambigua sensualidad de Lolita. ¿Cómo mantener el equilibrio
entre la ingenuidad de la niña y el erotismo que se desprende de su cuerpo aún en formación?
Era fácil mostrarla vestida de colegiala o con camisones traslúcidos o con las piernas
negligentemente abiertas como para permitir la blanca revelación de una prenda interior. Lyne
no renuncia a ninguna de esas posibilidades, pero es consciente de que pertenecen más a la
imaginación convencional del fotógrafo David Hamilton que al retorcido genio de Nabokov.
La ocurrencia, la invención que debemos agradecerle todos los amantes de esa novela
inolvidable, es haber colocado un frenillo en la boca de Dolores Haze/ Dominique Swain. Ese
aparato ortopédico está presente en las escenas más sensuales de la película y concentra una
carga erótica tan intensa que uno se pregunta cómo no se le ocurrió a Nabokov que su Lolita
usara frenillos. Los dientes, las encías y los labios de la chica se transforman así en el
60
emblema de una carnalidad dulcemente sometida y cuando se los saca para besar por primera
vez a Humbert Humbert parecen cumplir la función de la llave que abre la puerta de su
sexualidad. En la película, Lolita lo emplea casi como un instrumento mágico que le permite
mutar de niña en mujer con un simple gesto provocativo. Además, contiene un mensaje
aleccionador para todas las adolescentes que se avergüenzan de sus bocas metálicas: ¡chicas
no oculten sus frenillos! Más allá de la broma, creo que Lyne consigue una fidelidad de un
orden superior a la de Kubrick, precisamente porque no posee el genio del director inglés, y
porque si bien renuncia a sumergirse en los pozos de grotesca vulgaridad en los que se hunde
Nabokov, sabe que Lolita no es una fábula moral, sino una farsa melancólica, la confesión
desesperada de un hombre que pretende elevar su amor prohibido a la categoría de arte
universal. “Pienso en bisontes y ángeles, en el secreto de los pigmentos perdurables, en los
sonetos proféticos, en el refugio del arte. Y ésta es la única inmortalidad que tú y yo podemos
compartir, Lolita”.
61
Más allá de los temas tratados, y de las opiniones o análisis de esos temas, en los ensayos,
artículos y reportajes de Fogwill se percibe algo unitario, algo que podríamos llamar una voz.
¿Será que los ensayos son el lugar de ejercicio de una voz que se lanza a fondo y busca los
límites de su registro sólo en la obra llamada “creativa”? Más bien resulta difícil discernir
ambos órdenes, por un lado el Fogwill polémico, cínico y ético –lo que no es una paradoja– y
por otro lado un Fogwill imaginativo, que hace hablar a sus personajes. En los ensayos se
cuentan cosas, a veces no hay más que relato y fábula cuyas consecuencias se extraen con
sencillez axiomática. Así como en la narrativa se piensa. En todo caso, dada esta
indiferenciación de los géneros, queda el efecto de la voz, una suerte de autenticidad
construida que se reconoce y que busca ser reconocida. La base de la construcción de esa voz
es un análisis del lenguaje: distinguir los dichos de los hechos, las repeticiones mecánicas y
las afirmaciones reales, desmenuzar las frases hechas en palabras que pueden discutirse, cuyo
rastro histórico pueda seguirse. Pero si bien este análisis parece por momentos dirigido a las
palabras de los otros, a censurar los momentos de mentira en poetas, políticos u opinadores
profesionales, en última instancia apunta a las propias palabras, a la afinación del instrumento
y al ordenamiento de los materiales para el uso de la voz. Este análisis de la propia voz se
vuelve necesario para no convertirse en lo que las palabras de los otros quieren hacer con uno.
En una entrevista de 1993, Fogwill plantea como “el mayor error” de cierto pragmatismo
“creer que cuando se dice ética se juega lo que la gente les hace a los demás. Ética es lo que
uno se hace a sí mismo.”36 Salirse del plano ético sería pues hacerse a uno mismo las cosas
que se creen perceptibles para los demás, volverse una figura que se ubique dentro de un
casillero previamente dispuesto; por ejemplo: en lugar de escribir para hacer algo con uno
mismo, escribir para ser esa figura, lacónica o verborrágica, demencial o intelectual, que se ha
dado en llamar “escritor”. Pero también con uno mismo podría hacerse algo bien hecho o mal
hecho, y siempre, llegado el caso, un escritor mal hecho será el que responda a la figura antes
que al acto de escribir. Supongamos un avatar de esa figura de escritor sobre la que Fogwill
ironiza, en un temprano artículo que es casi un cuento publicado en 1981; el avatar entonces
se efectúa en un adjetivo: “realista”. Leemos: “¡No soy realista! Apenas real, y no es tan fácil
permanecer siempre escribiendo de este lado.” El lado real, imaginamos, es aquel donde el
acto de escribir transforma algo en el que escribe, arduo o facilísimo trabajo sobre sí que
36
Fogwill, Los libros de la guerra, Mansalva, Buenos Aires, 2008.
62
constituye una voz. La dificultad, o lo imposible, consiste en que nunca se puede suprimir
toda figura. Y así, el realista, que negocia con las apariencias del mundo para traficar sus
palabras y obtener las creencias de la figura aún más ilusoria del lector, cede su puesto al
dueño de una voz auténtica, al ensayista que parece saber algo o sospechar de algunos, o bien
a la figura de quien recibe la voz y le presta su deseo a la ansiedad de narrar.
Por supuesto, la figura del autor, gestualizada hasta en la simplificación de su firma, es
notoriamente destacada por Fogwill, pero justamente para construirla en relación con la voz y
no dejarse construir por la mirada del otro. La autenticidad de esa figura construida, lo que la
autoriza y trata de sortear las clasificaciones generales que le quitarían su singularidad, está en
la textura de la voz, que no se advierte ni en los temas ni en el ritmo, sino en la materia que
avanza con ella y le da impulso, o sea, las pasiones. Dice Fogwill: “Trabajo con una materia
tan poco noble como las pasiones”. Y en otro escrito, suerte de brevísima novela de formación
que se titula “Retrato” y que sirviera de nota autobiográfica para una obra reunida de edición
española en 1998, despliega el abanico de su materia con más detalle: “No he escrito nada que
merezca atención sin haber estado sintiendo en el curso de su copia el dictado de alguna
emoción del orden de la hostilidad, el rencor, la rabia, el odio, la envidia y la indignación”. El
impulso que lleva a escribir consiste en ese material de las pasiones combativas: enfrentar,
vengar, golpear, emular, contratacar, contestar, etc. Sin embargo, lo que se busca pertenece al
orden de una música, a que la voz se aclare y obedezca, a que se entienda lo que el deseo
combativo anuncia pero nunca revela por completo.
Veamos más de cerca esta conflictividad originaria o pasión que hace escribir. Su meta
sería alcanzar, poner en claro, registrar una verdad. Su paradoja consiste en que dicha verdad
ya se tiene, está en el dictado que hace oír la voz, sólo que antes de lo escrito se presenta de
forma confusa, incierta. Fogwill entonces puede disociar la figura que se autoafirma, la
dicción combativa del escritor, que básicamente sería el ensayista posando de tal en diversas
publicaciones, no muy distinto de la pose ante la cámara de los reportajes, distinguible
entonces de otra figura, o antifigura, que obedece al dictado de la voz, que es la pasión y lo
que revela o amenaza con revelar, ya sea sobre el mundo, sobre el yo o sobre las palabras que
los expresan, los mueven y los disimulan. Así, la figura del autor, su pose, llega a la ironía, si
es que alguna vez puede salir de ella, cuando declara: “Nadie leerá hasta aquí, por eso puedo
afirmar que creo en la verdad, adhiero a la noción de sentido, cuido la consistencia de los
actos y persigo el ideal de autentificación de mí. Esto que afirmo, no tiene nada que ver con
mi literatura.” La verdad que guarda el autor, como la ética consecuente o la persecución del
sentido, o al menos de la continuidad de los hechos, son los puntos desde donde salen las
63
líneas de combate, las polémicas ingeniosas que le dan relieve y contraste a una superficie
calma de consensos, sobre todo políticos o cuasi-religiosos, que irritan a Fogwill; en esas
líneas, brillan los títulos a manera de eslóganes memorables: “El aborto es cosa de hombres”,
“La Guerra Sucia: un negocio limpio de la industria editorial”, “El diputado Fogwill no vota
la ley de divorcio”, “Dejen hablar al tonto”, “¿De dónde vienen tantos gueis?”, “El
periodismo no es para nosotros”, etc. Por otra parte, la contrafigura de este ironista, que no
deja de ser una representación, sería la reducción a nada de toda opinión o verdad, incluyendo
las que se sostienen en el pensamiento del autor y en su ironía indestructible. Cito: “Sé que la
obra literaria nace cuando no hay nada que afirmar, sino todo lo contrario. Una carrera de
director de encuestas de mercado y opinión pública me enseñó que la gente no sabe lo que
hace, no dice lo que sabe y jamás hace lo que dice. Soy uno de ellos.” Fogwill, como un
organismo que insiste en segregar su materia polémica, sabe algo, lo aprendió por
experiencia. Es la razón por la cual con cierta homóloga insistencia le preguntan sobre lo
social y lo político, en particular los creyentes en la sociología o los empleados del
periodismo, aun cuando sólo obtengan respuestas que retratan individuos, nombres propios,
itinerarios de clase en clase, y ninguna indicación práctica. El saber del señor Fogwill no dice
qué hacer, sabe que los mensajes son prescindibles para sus efectos, sabe que la literatura no
afirma nada, que sólo hay que exponer su acopio de cosas hechas con la materia baja de las
pasiones y la lengua común para que toda pregunta se vuelva inocente o cínica y desaparezca
en el murmullo sin forma. No obstante, la contrafigura, ese “yo” que verdaderamente es, no
sabe lo que hace, ni puede decir cómo escribe ni por qué, ni escribe como quiere, es tan sólo
la expectativa, la espera de la voz con su dictado surgiendo, a veces, desde la sombra confusa
del conflicto. Por supuesto, el arte de disponerse a atender eso que habrá de surgir, en la
ocasión, tiene algo de aprendizaje o de contagio, puesto que se vincula a la pasión de leer, a la
percepción de voces en los libros y al pensamiento sobre las guerras que las impulsaron.
Hay un lugar común ya secular, que consiste en leer los ensayos de un escritor como
indicaciones de su poética, como teorías de su literatura “creativa”. Más allá de las
intenciones de algunos autores, que afincan en el ensayo una cartelería de sus otros escritos, y
tal como señala la proposición anterior de Fogwill, el que firma la obra no puede decir lo que
hizo. De allí que Fogwill en sus ensayos tienda a armar un personaje, una sinécdoque de la
ficción, no su teoría ni sus intenciones. Estar del lado de lo real, escribir ahí, en esa dificultad
que obedece al hecho de que las palabras no expresan ni reflejan, aunque hagan algo,
comienza con la demolición de toda realidad, incluso de la realidad literaria. Como lo
demuestra la imagen llamada “Sábato”, una pura figura de autor cuya obra ya no se precisa
64
leer y que cada tanto aparece burlonamente en las declaraciones de Fogwill, no importan los
protocolos de reconocimiento, la difusión, que son meras simulaciones a menor escala de la
mercancía que es cada cosa del mundo, sino la escucha de la voz, que la voz de uno sea
reconocida por otros igualmente singulares, no parecidos a nadie. Esta suerte de conspiración
secreta de los escritores contra la misma literatura que es el mundo, sus imágenes y sus
valoraciones, tiene dos tipos de consecuencias prácticas. Por un lado, como lo atestiguan
muchos ensayos incluidos en Los libros de la guerra, Fogwill es un descubridor de nuevos
poetas y narradores; cuando ve en otros la autenticidad de una voz singular, cuando puede
oírla, se empeña en compartir su hallazgo y puede emplear sus saberes técnicos para
promover nombres desde la más extrema marginalidad literaria. La otra consecuencia es que
sólo de esa clase de voces, que siempre están naciendo y que cambian con las generaciones,
puede esperarse “el ideal de autentificación” de sí mismo que preside la fe del autor,
conectada ahora sí con la gracia o la revelación de la voz.
En este sentido, al describir el proyecto de influir en lo que se leía, ante una pregunta
por su “programa” de modificación de la literatura, Fogwill contestó: “Sí, yo estaba loco. Pese
a mi formación y a todo lo demás, yo estaba atrapado en un modelo valéryano. Yo creía
todavía en el gusto, creía que había que establecer el gusto estético para restablecer la facultad
de pensar”. Porque la autenticidad de las otras voces parecía basarse en la evaluación de las
cosas bien hechas, el poema logrado, la novela sostenible, mientras que quizá la modificación
buscada no estaba en ese establecimiento de un gusto sino en la obediencia a una verdad, no
más de una para cada cual, lo que a su vez permitiría calificarla, con todas las comillas que le
pone Fogwill en la misma entrevista, como “íntima”. El gusto entonces, si se lo piensa como
un parámetro, una medida común a todas las obras, no podría saborear esas singularidades,
que se definen por hacer algo único con un ser único, o sea, hacer un individuo, que equivale
a hacer una obra. Podríamos decir que en Valéry, en cuya obra parca y simétrica, formalista,
acaso haya un ideal de gusto como medida, como patrón de evaluación, también aparece una
reflexión sobre la intensidad de lo singular, es decir, sobre la obediencia al dictado de una voz
sin la cual casi todos los poetas que admira se tornarían inexplicables. También Valéry,
retomando la locura del programa de Fogwill de modificación de las lecturas del presente,
pudo ver, “en la literatura una ocasión para profundizar algo que está en nosotros, y que sólo
depende de nosotros, una necesidad singular de desplegar en uno mismo las relaciones del
pensamiento y de la sensibilidad con el lenguaje, un deporte, a veces severo, que requiere el
65
ejercicio de casi todas las cualidades mentales”37. Y en la noción de deporte, que en la idea
valéryana de la literatura se combina con nociones como las de saber o de análisis, habría
igualmente un punto en común con otras afirmaciones de Fogwill donde se destaca la cuestión
de la gratuidad de la literatura. En una columna periodística, paradójicamente titulada “El
periodismo no es para nosotros”, Fogwill propone esa gratuidad originaria, a pesar de que
conozca muy bien los múltiples mecanismos que pueden transformar casi cualquier texto en
mercancía o en artefacto ideológico. La premisa de esa columna, que empieza refutando la
opinión periodística de que los escritores comparten el mismo instrumento con los
profesionales de la prensa, sostiene que “los escritores no son profesionales”. De modo que,
en principio, debería diferenciarse a qué obedecen los dos usos de la escritura que se
confrontan. Con más ironía que lógica, argumenta Fogwill: “El valor periodístico de un texto
sobre Calcuta, se calcula por la coincidencia entre lo que es Calcuta y lo que enuncia el texto.
El valor literario de un texto sobre Calcuta, se mide por su diferencia con Calcuta y por su
semejanza con los deseos del escritor.” Esta referencia exclusiva de la obra a un deseo
individual sería comprobada por el lector, por su goce, como una obediencia de la obra a su
propia lógica, inventada para el caso. De modo que la lectura, en teoría, se reconoce, según
Fogwill, “la tarea de minimizar la satisfacción de cualquier demanda ajena al rigor lógico y
estético de la obra”. Lo inesperado y la gratuidad del acto de escribir literatura impiden que se
vuelva una profesión, lo que implicaría cumplir un rol, una función. Y sin embargo, la
funcionalidad existe y amenaza, o más bien se concreta a cada momento, por lo cual habría
que reinventar siempre la gratuidad, rehacer las cosas y el “yo”. Dice Fogwill: “rápidamente
todo es perecedero, no es que ‘todo lo sólido se disuelva en el aire’, como se dice, sino que
todo lo que está a punto de significar es rápidamente expropiado y malversado”. Por lo tanto,
la gratuidad deportiva de la literatura en Fogwill no sería un retiro ascético, fuera de la
función comunicativa y vulgar de la lengua, sino un perpetuo combate, un reinicio
permanente de lo que se tiene que decir. De allí que sus intervenciones nunca dejen de lado el
lugar que ocupan los nombres, es decir, el problema del valor de los autores, que serán o
sostendrán la figura de un individuo, y con ello procurarán volverse invalorables, a riesgo de
ver caer hasta la insignificancia su más auténtica cotización, que es el deseo suscitado en la
escritura de los otros. El perpetuo devenir, que permite y exige el perpetuo combate, se debe a
la inevitable devaluación de lo que ha sido excesivamente valorado. Si como decía Goethe,
“todo aquello que ha ejercido una gran influencia ya no puede ser juzgado”, también aquello
Valéry, Paul, “Sobre la cosa literaria y la cosa práctica”, en Oeuvres I, Bibliothèque de La Pléiade,
37
habitantes y el proyecto demográfico alentado desde el tercio más rico para las dos terceras
partes más pobres de la humanidad”. Un ejercicio de pérdida del tiempo, la arenga, para el fin
de los tiempos, cuando la liberación de unos cuerpos supone la inexistencia de deberes y
derechos de otros, no de los abortos, como podría temer el pensamiento progresista que
Fogwill detesta, sino de los padres. “Pero los padres” –prosigue en un tono más desencantado,
hermético a fines de los ’90, y menos combativo que en los ’80– “deberían permanecer
callados, o haber nacido mudos, o simplemente no existir”. Si un padre hablara, debería saber
que “en lo que enuncie nunca lo sorprendente sorprenderá y que cuando su razón sea
convincente, sólo podrá fortalecer la convicción de que todos pueden tener razón”. Y ya se
sabe que la razón compartida es una razón que no triunfa. Sólo en la literatura puede un punto
valer más que las grandes líneas. De nada sirve hablar en ese murmullo público y enredado
donde “todos merecen tener su parte de razón”, aunque la voz escuchada, el dictado de un
ritmo, la traducción a escritura de un timbre único y particular sigan siendo emblemas del
padre mudo, ausente. Aquel que no participa de la razón común quizás sea el que más ilumine
la estupidez común, que es la base de todo lo razonable. La literatura, y la poesía como su
forma menos tolerable, son los sitios del último combate, lugares también sitiados por el fin
de los tiempos, para cuando todo ya sea una nueva ilusión de tranquila y disciplinada
comunicación. La literatura, acaso, sueña, postula o construye un mundo para estar afuera del
lugar común, que sin embargo habrá constituido sus bases y puntos de partida. Tal es la locura
de Fogwill, su reivindicación del gusto por lo auténtico y a la vez la indicación inexorable de
su origen convencional y de su destino que fallece en las convenciones de una tradición.
En la contratapa de Los libros de la guerra, Daniel Link advierte el malentendido
persistente en torno a las declaraciones de Fogwill, cuyas opiniones se pretenden aislar,
salvando una inteligencia y una obra literaria. “Se dice que Fogwill está loco”, escribe Link, y
aclara que es la forma de no escucharlo, una defensa periodística, pluralista, para no atender a
la verdad íntima que lo impulsa. El mismo Fogwill declara en más de un texto haber estado
loco en diversos momentos de su vida; sin embargo, esa locura era una manera de interpretar
la vida, un modo de leer. Hablando de Viel Temperley y de una lectura deslumbrada por sus
últimos libros que venían a refrendar algo, la inesperada verificación de lo auténtico sobre
premisas falsas, Fogwill escribió: “Yo estaba loco y la reflexión y la escritura sobre esa
mitología en estado naciente que creía ver me parecía reveladora de una verdad que se me
escapaba tras cada brazada. Estaba loco: pero, ¿no era el objeto de la poesía la producción de
esa locura dirigida, de esa alucinación cognitiva bajo control?” Locura dirigida o sueño
voluntario, la literatura se arma para el combate, ensaya o escucha algo, tiene algo para decir
68
porque no se parece a nada y está afuera de los dichos comunes y su amenazadora reducción
de toda rareza a una red de identidades. La literatura permite entonces vivir afuera, o sea
pensar un mundo y no ser pensado por su inercia, escribir, sentir, perder gozosamente el
tiempo.
69
Gabriela Milone
39
BARTHES, R. Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces. Paidós Comunicación, Barcelona,
1986, p. 244. Sin embargo, debe aclararse que Barthes señala una jeraquía entre los sentidos,
según se considere al animal o al hombre. Así, el sentido que prima en un perro, por caso, es el
olfato; mientras que para el hombre, toda la predominancia se produce en la vista antes de
cualquier otro sentido. (Cfr. BARTHES, R. “Escucha” en Cómo vivir juntos. Simulaciones
novelescas de algunos espacios cotidianos, Siglo XXI Editores Argentina, Bs. As., 2003, p. 131).
70
Sin embargo, imposible es avanzar en este desierto de preguntas: ¿el lenguaje es la voz
del hombre? ¿El silencio es lo inhumano, animal? ¿El lenguaje es lo inhumano como pérdida
de lo natural / biológico del hombre? ¿El lenguaje es acumulación, cultura, adquisición, y por
ende, conquista, dominio? ¿O hay un lenguaje natural, otro, no humano sino animal, lengua
del hombre antes del hombre, voz que abre el mundo como la grieta de pan que fascina a
Quignard, o la muchacha que se desnuda de Bataille, o la pulverización del poema de Char?
¿La voz humana es el fin del silencio animal, o al revés aunque no tanto, el silencio animal es
el inicio de la voz humana, su límite, su umbral, su borde, su brote? Confundámonos un poco
más aún y preguntémonos al revés, enrevesadamente: ¿es la voz una característica del animal
y el silencio algo propio del hombre? ¿Puede el animal callar, “templar la voz”, como lo
quería un poeta?40 ¿Puede velar en la espera del nombre que se resiste en llegar y se queda en
la punta de la lengua, como lo piensa Quignard? ¿El hombre habla porque ha perdido su voz
natural, animal, y porque finalmente no puede emitir otro sonido, porque no sabe hacerlo más
que guturalmente, al borde de su cuerpo, en el ser hombre hasta dejar de ser hombre, hasta
abandonarse a su naturaleza inhumana, al grito frente a lo innombrable e impensable que sin
embargo sólo él puede pensar al dejarlo impensado, esto es, la muerte?
II
Si somos capaces de olvidar una palabra, de tenerla en la punta de la lengua y sufrir la espera
y la espesura de lo que no brota, entonces –dice Quignard–, podemos saber que el lenguaje
no es en nosotros «un acto reflejo. Que somos bestias que hablan igual que ven». 41. Esta
experiencia de tener una palabra pero olvidarla, es decir, la experiencia de saber que se tiene
una palabra precisamente porque se la olvida, porque se le sustrae al hombre, es una
experiencia «en donde arremete –afirma Quignard– el olvido de la humanidad que hay en
nosotros».42
La lengua puede perderse (¿aunque no la voz?), sufrimos la amenaza de no tener una
palabra, de perderla junto al mundo que se abriría en ella. Esto, para Quignard, «quiere decir
que podemos regresar al establo o a la jungla o a la preinfancia o a la muerte». 43 Es la falla de
40
La referencia es a un verso del poeta argentino, Hugo Padeletti, perteneciente a su poema “UNO
ESCRIBE POEMAS”. (La atención. Obra reunida. Poemas verbales-poemas plásticos, II,
Universidad Nacional de Litoral, Santa fe, 1999, p. 192).
41
QUIGNARD, P. El nombre en la punta de la lengua, Arena Libros, Barcelona, p. 42.
42
Ibid.
43
Ídem, p. 43.
71
III
Pero qué sucede cuando la voz se hace cuerpo, o en términos de Barthes, cuando «una lengua
se encuentra con una voz»48, esto es, cuando la lengua se topa con el cuerpo sonoro de su
emisión, cuerpo que se hace música antes que lenguaje, «grano de la voz» dirá Barthes, que se
halla en la doble posición de lengua y música. Acaso no casualmente Quignard también utiliza
la imagen de “grano” para referirse a lo que brota como lengua, a lo que emerge como sonido
44
Barthes, a propósito de la voz que canta pasando por la materialidad de la lengua, afirma que:
“El pulmón, órgano estúpido (¡el bofe de los gatos!) se infla, pero no se pone tieso: es en la
garganta, lugar en que el metal fónico se endurece y recorta, en la máscara, ahí es donde estalla
la significancia, haciendo surgir, no el alma, sino el placer”. (Lo obvio y lo obtuso…, op. cit, p.
266).
45
BARRENECHEA, A M (2005) “Prólogo a la primera edición” en DOS SANTOS, E. Gutural y
otros sonidos, Alción Editora, Córdoba, p. 10.
46
QUIGNARD, P., El odio a la música. Diez pequeños tratados, Editorial Andrés Bello, Barcelona,
1998, p. 235.
47
Ibid.
48
BARTHES, R .Lo obvio y lo obtuso…, op. cit, p. 264.
72
aunque se suspenda «en la punta de la lengua». Y viceversa, tal vez no azarosamente Barthes
también usa la expresión «punta de la lengua» cuando se pregunta por si acaso estamos
condenados a vagar entre «entre lo predicable y lo inefable».49
Grano, punta, lengua; cuerpo, voz, sonido: la experiencia del lenguaje, o mejor, en el
lenguaje, es una suspensión, una interrupción, una erupción imposible de algo que se hace
cuerpo, «la materialidad del cuerpo hablando la lengua materna», dice Barthes. 50
Precisamente, es Quignard quien recuerda a su madre en esa experiencia de falla de la lengua
en la certeza de que es al perder una palabra cuando se la tiene; porque «algo le falta al
lenguaje», ya que «el nombre en la punta de la lengua es la nostalgia de lo que ella no
abraza».51 Hay algo inabordable en el origen de las palabras, una infancia 52, algo que falta y
que hace la falla, la grieta, la hendidura en la noche de la mirada disipada de quien cree haber
perdido esa palabra que empecinadamente se enrolla en la punta de la lengua. Lengua que no
articula, que se pliega contra el paladar, que emerge pero que no aflora: así sabemos que
«incesantemente el lenguaje está ausente»53 en el hombre; «ergo: el lenguaje es in-humano».54
Escuchar la voz de la palabra pronunciada desde su pérdida, rescatada del fondo
oscuro de la boca, supone un temblor que en la escritura narra la búsqueda de la «voz
perdida», del «lenguaje en el lenguaje perdido».55 Esa voz perdida es la materia sonora prima,
es el lenguaje sin ese algo que le falta, es una experiencia que remonta hacia «una memoria no
lingüística».56 Quignard nombra como “tarabust” a esos sonidos perturbadores, aquellos a los
que no se puede dejar de escuchar, ruidos como semillas de las que venimos y a las que no
hacemos más que obedecer. Esa es la búsqueda entonces: la de lo inverbalizable del grito, la
del «tarabustante sonoro anterior al lenguaje», 57 ruido incomprensible del origen, ruido sordo
oído desde el vientre de la madre, y aún antes, desde el jadeo rítmico con el que fuimos
concebidos.
«Para el hombre, el bramido es el canto imposible», 58 bramido o frémito que es esa
voz natural de los animales, voz ronca y confusa, voz de la agitación y de la furia, grito
49
Ibid.
50
Ídem, p. 265.
51
QUIGNARD, P. El nombre…, op. cit, p. 49.
52
En El sexo y el espanto. Cuadernos de Litoral, Córdoba, 2000, p. 21, Quignard hace una sumaria
etimología de infancia: «infans quiere decir incapaz de hablar, bestial, que ya no responde de sus
actos…».
53
QUIGNARD, P. El nombre…, op. cit, p. 70.
54
La afirmación pertenece a Hernando, la cual figura en el texto de la contratapa de QUIGNARD,
P. El nombre…, op. cit.
55
QUIGNARD, P. El nombre…, op. cit, p. 48.
56
QUIGNARD, P., El odio a la música…, op. cit., p. 60.
57
Ídem, p. 61.
58
Ídem, p. 68.
73
maldito se podría decir también con Bataille. Porque es el grito de la plenitud de la carne el
aspecto inhumano para Bataille, in-humano porque nos hace callar, nos «exige silencio» de
palabra y hace que «quien se abandona a ese impulso ya no [sea] humano».59 Grito inhumano
de la carne convulsionada, dice Bataille; y Quignard, no distante, hablará de la genealogía del
hombre en el oír, y por ende en el obedecer a «la attaca sexual del abrazo que lo procreó».60
Esto es, que todo sonido toca el cuerpo, y la voz humana en el grito animal vislumbra el rasgo
inhumano del lenguaje, en tanto abandona al hombre en el abismo de su origen, haciéndose
bramido, grito, palabra perdida.
Quignard incluso afirmará que «la vida humana se apoya en el lenguaje como la flecha
en el viento»61, y la vida humana sería vida animal para este autor en tanto la invención propia
del hombre no es la risa, ni el lenguaje, ni la postura erguida, sino que es la imitación del
predar, la caza, para lo cual el lenguaje apropiado es la cuerda tensa del arco, la música, el
sonido sordo de la muerte de la presa. Lenguaje-presa en la vida-viento, las palabras se
olvidan y la vida sigue soplando: «todo lenguaje humano no es más que un estancamiento
luego del silencio del deseo»;62 lo que deja de fluir con el lenguaje precisamente es el silente
impulso de la vida, no tan silente como ruidoso, o sonoro, pero en todo caso nunca semántico
o conceptual para Quignard. El lenguaje es un “estancamiento”, flecha suspendida, palabra
que no alcanza a entrever ya el murmurio materno, eso ignorado por y en el lenguaje: nuestro
origen de abrazo rítmico y acompasado por el sonido y el aliento del desorden desnudo de la
vida.
IV
Voz natural del animal que queda en el hombre, bramido que es el canto imposible; pero
Barthes, que se pregunta por la voz como cuerpo y «en cuanto pasa por la lengua», declara
que «la voz humana es en efecto el espacio privilegiado (eidético) de la diferencia (…)
ninguna ciencia es capaz de agotar la voz (…) siempre quedará un residuo, un suplemento, un
lapsus, algo no dicho que se designa a sí mismo: la voz». 63 Entonces, es el lugar vacío de la
voz, en la suspensión del lenguaje y el surgimiento de lo que parecía huido (nuestro fondo
bestial de frémito) lo que en esta misma línea podemos indagar desde la perspectiva de
59
BATAILLE, G.El erotismo, Tusquets, Barcelona, 2005, p. 111.
60
QUIGNARD, P., El odio a la música…, op. cit., p. 107.
61
QUIGNARD, P., Retórica especulativa. Cuenco de plata, Buenos Aires, 2006, p.43.
62
Ídem, p. 44.
63
BARTHES, R .Lo obvio y lo obtuso…, op. cit., pp. 273 y 274.
74
64
AGAMBEN, G. El lenguaje y la muerte. Un seminario sobre el lugar de la negatividad. Pre-textos,
Valencia, 2008, p. 193.
65
Ídem, p. 173.
66
Cfr. AGAMBEN, G. La potencia del pensamiento. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2007, p.134.
67
Ídem, p. 114.
68
AGAMBEN, G. El lenguaje y la muerte..., op. cit., p. 174.
75
que tiene la huida de su voz, y es en y por el lenguaje que «medimos hasta el fondo nuestra
afonía».69
En “Experimentum linguae” (texto incluido al final de Infancia e historia) Agamben
expone la posibilidad de un experimento de la lengua que se proponga investigar sobre la voz
humana, incluso sobre su ausencia. Se ubica en la línea de la “Esencia del habla” de
Heidegger, en la medida en que, como la experiencia del habla heideggeriana, en este
experimento «se hace experiencia con la lengua misma».70 Este tipo de experimento supone el
absoluto riesgo de abismarse en una «dimensión completamente vacía», porque en sintonía
con lo ya dicho de Quignard, Agamben aclara que la experiencia heideggeriana del habla se
hace «sólo cuando los nombres faltan, cuando la palabra se interrumpe en nuestros labios».71
Y agregamos directamente de Heidegger: « ¿dónde habla el habla como tal habla? (…) donde
no encontramos la palabra adecuada (…) unos instantes en los que el habla misma nos ha
rozado fugazmente».72 Y otra vez Barthes con esta misma experiencia, cuando en relación a la
mathesis del lenguaje, expresa que «el nombre no viene a los labios».73
Vale decir que, al parecer, la experiencia más importante, decisiva (“trascendental”,
dirá Agamben) es precisamente la de la ausencia de habla, o la de la interrupción de la
palabra, o la de la no venida del nombre a los labios. Esa es la falla, la grieta. ¿Pero es
humana? ¿Es inhumana? En tanto podemos efectivamente perder la lengua, Quignard diría
que es inhumana, dado que lo que queda es la voz, frémito animal en el hombre que es su
vitalidad. Pero Agamben parece decir que esa experiencia de interrupción es lo que marca la
ausencia de una voz propia del hombre y que, a su vez, es lo más propiamente humano.
Debemos volver, dice Agamben, por el camino de la experiencia, «sin pensar, hacia
casa»,74 o en todo caso, aprendiendo a pensar un susurro que calla, un nombre que se
suspende en la punta de la lengua, una afonía, una guturalidad que se aposte para pensar un
más allá de las oposiciones75, una infancia en suma, donde cada palabra sea un balbuceo, y sin
embargo, sea la cosa, sea el mundo, sea la morada nombrada por el sonido entrecortado de la
lengua, experimentado en su materialidad.
69
Ídem, p. 175.
70
AGAMBEN, G. Infancia e historia. 3º edición aumentada. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2004,
p. 215.
71
Ídem, p. 271.
72
HEIDEGGER, M. De camino al habla. Odós, Barcelona, 1990, p. 145.
73
BARTHES, R .Lo obvio y lo obtuso…, op. cit., p. 73.
74
AGAMBEN, G. El lenguaje y la muerte…, op. cit., Valencia, 2008, p. 176.
75
Cfr. Ídem, p. 149.
76
Y acaso por esta invitación a la experiencia del “fin del pensamiento”, una vez más sea
el poeta (en este caso, el argentino Juan L. Ortiz), el que nos llama con su voz intocada hacia
un temblor quizá anterior a la palabra, a un murmurio de río y susurro:
El animal temblaba.
¿De qué alegría
temblaba?
El niño casi lloraba.
¿De qué alegría
casi lloraba?
El fin del pensamiento con-voca la alegría extática, casi dolorosa, de la voz regocijada
por la re-ligación de la infancia y la animalidad, del niño y su perro que tiemblan al unísono
por una comunión inexplicada, quizá por el reencuentro –cifrado en el abrazo de la soledad–
de esa voz animal de la infancia, límite donde la palabra y su dureza se pierden en la voz que
76
ORTIZ, JL: El aire conmovido en Obra Completa. 2º edición. Universidad Nacional del Litoral,
Santa Fe, 2006, pp. 369-370.
78
es casi un llanto, casi una danza, todo el mundo en esa comunión temblorosa y ausente del
lenguaje .
79
Hay una diferencia entre ver y mirar, esto es narrado por Macedonio Fernández en su
Autobiografía por encargo Pose n.º 2 a quien, al cumplir seis años, le prohibieron entrar a la
salita de pruebas bajo el pretexto de que “antes veía y ahora miraba”. Puedo anudar con esto
que el “ver” estaría del lado de la infancia, en tanto incapacidad de hablar como lo indica la
etimología latina de esta palabra77. Lo que narra Macedonio Fernández es la pérdida que hay
en el mirar, en el caso de él la pérdida de la posibilidad de entrar y salir a la salita de pruebas.
¿Qué relación hay entre esta pérdida y lo inexperimentable del silencio, de lo radicalmente
Uno?
En esa extensión de su trabajo poético que es la recopilación de entrevistas realizadas
a Juan L. Ortiz del libro Una poesía del futuro, dice que el término poesía es la realización del
estado de infancia a través de todas las edades del hombre. Luego agrega “llamo estado de
infancia a esa frescura, sensibilidad, disponibilidad, a esa apertura hacia todo lo que aparece;
hacia todo lo que parece viejo y es nuevo. Hasta la materia misma –dice Ortiz– puede acceder
a lo que llamamos vida, y la poesía es el descubrimiento de la realidad interior de las cosas”.
La disponibilidad hacia ese estado de infancia estaría en el esfuerzo por la búsqueda y el
trabajo sobre el lenguaje y, desde la pérdida, intentar darle un sentido más puro a las palabras
de la tribu, como decía Mallarmé. El poeta está dividido, habla y trabaja con el lenguaje que
falla; y la mirada también porque algo siempre escapa a la mirada. Robert Marteau en su libro
Estudios para una musa narra, traza el modo en el que el poeta hace con la ausencia,
realizando bocetos para retratar a la Musa, ausente, fugaz, evanescente. Marteau escribe: “ver
es decir demasiado” y agrega “el espejo se ha opacado tanto que tendremos que esperar un
nuevo advenimiento para que ese rostro y ese busto, ese perfil y esa cabellera, al hacerse ver,
nos devuelvan la vista”; hemos perdido la vista, hemos perdido el silencio. Entonces las
Musas “van de memoria en memoria” hacia aquello perdido; el misterio de la mudez, del
silencio, remontándose río arriba en el tiempo. El trabajo poético se presenta entonces en el
77
Cecilia Pacella en su libro Muerte e infancia en la poesía de Arturo Carrera utiliza la etimología de la
palabra infancia al hablar de la experiencia y concluye, luego de dialogar con Agamben, que la poesía
se ocupa de lo inexperimentable. Y agrega “siendo lo inexperimentable la experiencia perdida del `ya
no´, y la experiencia imposible de obtener de la muerte, el `todavía no´.”
80
esfuerzo para llegar hacia aquello inexperimentable; realizando ese estado de infancia, de
mudez y de ceguera. Es por esto que Marteau traza el recorrido de la desaparecida: “Se la vio
pastora cuando los pastores sin más letras que el rumor que disponía las flores, los flujos, los
planetas y las estrellas signando el zodíaco” y más adelante continúa “sólo se manifiesta por
la claridad, que no hay que confundir con las falsas luces que esterilizan el misterio; claridad
que acaso recibe de más altas instancias, que en todo caso ella transmite a los hombres a fin
de que se reconcilien con el mundo a través de eso mismo que los separa de él: su lenguaje y
su lengua”. La vocación, la evocación de la infancia, hacer presencia de esa ausencia,
trazando; tratando con las palabras la recuperación imposible de aquella unidad primitiva.
Acaso esa apertura, esa frescura, esa disponibilidad del estado de infancia es narrado por
Juanele en el poema Mira mi hijo...¿qué es eso?, leo:
Miraba. Es pequeño.
Tiene apenas dos años.
–¿Qué es eso, mi hijo? ¿Qué es eso?–
–Chiche!...papá
chiche!–
me contestó.
Aquí el niño aparece uno con el mundo y con las cosas, mudo, viendo; sólo encuentra palabra
ante la pregunta de su padre, esa palabra que aparece luego será otra. Al niño no hacía falta
que Marteau le diga que “los árboles, las montañas no están excluidos del cuerpo, y es así que
81
uno puede acceder al pasaje que une lo que la vista por la distancia separa”. Se accede al
pasaje con la mirada, esa mirada que encuentra palabra...Chiche!, el juego.
Así como las cosas nos miran, el poema también. Ya desde el modo de desplazarse por
la página, llama la atención. Esto se puede percibir en la poesía de Juan L. Ortiz comparando
sus primeros poemas con los últimos. En los primeros hay un cierto orden en la página, pero
luego van apareciendo las nuevas palabras, los signos de puntuación; pareciera que estalla en
la página. Suspendido, interrogándose al final aquello que comienza como afirmación,
insinuando “apenas mencionar”, eso que ama: “la poesía en estado de latencia” sin forma,
“invisible casi” y al final “naturalmente...siempre se busca la poesía”. La poesía como un
modo de reconciliarse con las cosas y con la mirada intentar unir, acortar distancias. La poesía
se presenta como un mundo diferente al mío, pero al mismo tiempo tan cercano, tan presente.
El poema nos mira, busca llamar nuestra atención, busca ser de la incumbencia de alguien
desde el momento en que es escrito. A través de la mirada se va zurciendo, anudando, tejiendo
el poema, constituyendo el espacio; y en esa constitución, en ese reconciliarse, hay una
operación de pérdida. La constitución del espacio del poema, desplazándose en la página en
blanco, tomando forma; ese trabajo sobre los versos es una mirada, una escucha útiles, dice
Bonnefoy. En la actualidad, en esa glotonería de imágenes que fatigan a la mirada, un dar-a-
ver y también lo que hay que ver (una organización escópica, dice Nicolás Rosa), lo marginal
de la poesía estaría en la división, en el reconocimiento de la propia pérdida, el despojo, el
regalo, la gratuidad, la donación, el gasto.
“El poeta moderno se elevó al rango de una cosa”, dice Silvio Mattoni al final del
ensayo Idea de poesía, ¿cómo descifrar el alcance de esa elevación? Jean-Luc Nancy en el
libro La mirada del retrato escribe “la mirada es la cosa en sí de una salida de sí”, el estado de
éxtasis, el desarreglo de todos los sentidos, el desarreglo de todo lo sentido, otra escucha, la
intemperie, la suspensión “y la cosa en sí de la salida o de la abertura no es una mirada sobre
un objeto, sino la abertura hacia un mundo”; el hilo de luz, la claridad “es una mirada a secas,
abierta no sobre sino por la evidencia del mundo.” Remontar el río del tiempo, recuperar el
instante, recordar: el anagrama de las cosas ya vistas 78; la operación extática de salirse y
volver hacia aquel que estuvo en presencia, ese yo que ya es otro, que vemos su estar mirando
que miramos su estar viendo. Las musas nos llaman a di-versificar el iris, la mirada del poeta
es la mirada de quien mira hasta encontrar palabra, el decir de lo evidente del mundo, y a
través de la mirada significar aquello que no se ve, pero que está en la presencia del que mira.
Montalvo citado por Rosa, Nicolás. Relatos críticos: cosas animales discursos. Buenos Aires, Santiago
78
La evidencia del mundo: puro silencio, puro ver; trasformado en un silencio sonoro, dice
Nicolás Rosa, y en ese silencio sonoro la presencia; el paso del sujeto por todos los predicados
posibles79. Merleau-Ponty decía “que la pintura no celebra otro enigma que el de la
visibilidad”, podríamos concluir diciendo que la poesía no celebra otro enigma que el de la
invisibilidad, el silencio.
Bibliografía
Aguirre, Osvaldo (compil.). (2008). Una poesía del futuro: Conversaciones con Juan L.
Ortiz. Buenos Aires: Mansalva.
Bonnefoy, Yves. (2007). Lugares y destinos de la imagen. Un curso de poética en el Collège
de France. Buenos Aires: El cuenco de plata.
Libertella, Héctor. (2000). El árbol de Sassaure. Una utopía. Buenos Aires: Adriana Hidalgo
editora.
Lutereau, Luciano. (2009). Lacan y el barroco. Hacia una estética de la mirada. Buenos Aire:
Grama ediciones.
Marteau, Robert. (1999). Estudios para una musa. Córdoba: Alción editora.
Mattoni, Silvio. (2003). El cuenco de plata: literatura, poesía, mundo. Buenos Aires:
Interzona editora.
Nancy, Jean-Luc. (2006). La mirada del retrato. Buenos Aires: Amorrortu.
Ortiz, Juan L. (2005). Obra completa. Santa Fe: Universidad Nacional del Litoral.
Pacella, Cecilia. (2008). Muerte e infancia en la poesía de Arturo Carrera. Córdoba:
Ediciones Recovecos.
Rosa, Nicolás. (1992). Artefacto. Rosario: Beatriz Viterbo editora.
Rosa Nicolás. (2006). Relatos críticos: cosas animales discursos. Buenos Aires: Santiago
Arcos editor.
79
Ante el peligro de convertirse en fantasmas, de estar o vivir como sin objeto; como aquella advertencia de
Caillois “Ten cuidado: jugando al fantasma, se llega a serlo”, Libertella se pregunta en el libro El árbol de
Sassaure “¿Y QUÉ decir de ese Ente que corre tras su objeto? Tal vez se trate –sugiere Arturo Carrera– de una
divinidad [de la escritura] esquizofrénica: la divinidad que determina el paso del sujeto por todos los predicados
posibles.”
83
Poemas
84
Guy Goffette
Guy Goffette nació en un pueblo de Bélgica en 1947. Ha publicado una veintena de libros de poesía desde 1971,
entre ellos: Quotidien rouge, Nomadie, Huit muses neuves et nues, Solo d’ombres, Prologue à une maison sans
murs, Éloge pour une cuisine de province (de donde se tomaron estos poemas), La vie promise, Le pêcheur
d’eau, Icarus, Un manteau de fortune. También es autor de dos novelas y de biografías noveladas. Escribió
libros sobre Verlaine y sobre Auden.
85
Marzo de 1984
Colinas
El intenso verano
Bella
Bella tenía solamente un año cuando vino a vivir a mi casa. Bella tiene dientes de
sílex, corazón de ensalada. Bella que me comía todo mi tiempo en la mano, me golpeaba
corriendo, me doblaba las páginas de la noche…
Ahora que ha vuelto al canil de la perrera, nado en mis días como en un suéter
demasiado grande.
90
Celos
El arte de
María Calviño
María Calviño nació en Córdoba en 1961. Publicó Círculo de sombra (1993), Temporada de casa y otros
poemas (1998) y Lírica en trámite (2008). Y la tesis Escenas del silencio y la repetición en la poesía de Samuel
Taylor Coleridge (2004).
98
Reloj de plastilina
no existes más
Charly García
La enhebradora
Juguetitos chinos
El armero
Equilibristas
Caleidoscopio
Normand Argarate
Normand Argarate nació en Córdoba en 1964. En narrativa, publicó Tomad y bebed (1984) e Historias
de perros (2008); en poesía, Mujer en el jardín (1987), La belleza de los gestos inútiles (2000) y
Punga de bondi (2008).
106
Pintoresquismo de la historia;
Del trabajo a la casa y de la casa
al trabajo,
cada día, el sol del jornal.
¡pero un día!
¡ESTO NO ES UN POEMA!
Y comenzar de nuevo,
en mi ranchito de santa holgura
regando las plantitas
a la raíz de la historia.
Sambuites
En mi cerebro de cristal
un pez gordo
Te diré:
Saltar al mar
nadar desnudo como aquella vez
negritos sambuites
sombras terracotas
del joven Ícaro.
114
cuadro salvaje
donde regreso a rescatarte,
A Eloísa
Giorgio Caproni
El paso de Eneas
Giorgio Caproni nació en Livorno en 1912 y murió en Roma en 1990. Entre sus libros de
poemas: Come un’allegoria, Ballo a Fontanigorda, Cronistoria, Il seme del piangere,
Congedo del viaggiatore cerimonioso ed altre prosopopee, Il “Terzo libro”, Il muro della
terra, Il franco cacciatore, Il Conte di Kevenhüller y Res Amissa (obra póstuma de 1991).
También escribió narrativa y ensayo. Los poemas que siguen pertenecen al libro Il passaggio
di Enea de 1956.
117
I. Didascalia
II. Versos
«À l’accent familier
nous devinons le spectre.»
De noche, ¿qué elásticos automóviles
vagan en lo profundo y con los faros
prendidos, descarrilando por móviles
curvas tomadas de golpe, de lunares
llamas hacen espectrales las ramas
y tejen con esqueletos de luces
los techos blanqueados? Entre las tramas
punzadas de una duermevela que conduce
la sangre, arenas de verde y fosfóricas
profusiones, ¡ay, se golpea el ojo
de la mente en ese tránsito, y a teóricas
digresiones lo impulsa el mal de ojo
a hacer de deus ex machina!...Ligeras
de metal y de gas, las vivas plumas
veloces te agreden –puntas agudas
te abren el pecho, y el crujir de las velas.
Te abren el pecho las locas falenas
cegadas de luz, y en el silencio
mortal de las móviles cantilenas
blandas de las gomas, entras en el denso
fantasma –entras en los fragmentos finos
brillantes de la arena que culmina
las junturas de los huesos, y en trinos
mínimos penetrando donde termina
sobre su borde la vida, allí a Eurídice
tocas, que nebulosa y deshecha precipita
la pelota muerta en la mano. Y se dice
con sangre que hay amor aún, y quiebra
inútilmente la frente, o las ligaduras
119
III. Epílogo
Sentía el crujido
en la oscuridad, desde mis pies:
sentía casi de topos
sepultados un roer
sobre el rostro, pero sentía
ya próximo ventilar
también el respiro del mar.
Era una tarde de tiniebla,
creo que en Pegli o en Sestri.
Había dejado Génova
a pie, y frescos
en la sangre mis rencores
enardecían, como amores.
Me aproximaba al mar
sintiéndome anonadar
por el crepitar de mis zapatos:
sintiendo ya de los barcos
a lo lejos un olor
a alquitrán y a noche
que enjuaga, incluso hasta
sentir ya al sol, rotas,
mis costillas, blancas.
Había la arena alcanzado,
aunque ya del todo desganado.
Quizá era el peso en los paños
del agua de todos mis años.
Enrique Campos
ESPINAS
Fábula de un niño
Sábado
Con su grito
Sin huellas
El informe
Escrita
130
Héctor Ciocchini
Qué oscura emanación brota de aquel corralón de caballos que trasciende en humos y
vahos de heno, de bosta, y en el patear inquieto de los cascos. El sueño de las bestias tiene un
pesado canto. Furias súbitas de presentimiento desencadenan una feroz batalla que sólo dura
segundos, y que como en el sueño de la fiebre vuelve a un sopor pesado que crea nubes
sombrías.
Iba al atardecer hacia aquel caballo pardo oscuro. Me gustaba acariciar su piel
lustrosa; sentirla latir, conmoverse al paso de mi mano por sus ancas y su lomo. Su apostura
enloquecía a las mujeres, que tardaban en darse cuenta que el acariciarlo era como pasar su
mano por un inmenso miembro viril, adusto y preparado al ataque, pero manso y soberbio a la
vez.
La apertura de las grandes puertas del galpón era como una mirada en un extraño
paraíso. Los caballos comenzaban a dejar emerger la animalidad y una misericordia que no
conocemos. Era un hontanar de la ciudad. Por entre los últimos boxes se veían chimeneas,
comienzos de castillos, techos y enredaderas, ventanitas que daban a desvanes. Todo emergía
en la claridad de los contornos y en distintos planos en que la luz gris de ciertos días de
tormenta se hacía meditativa e íntima.
En medio del patio de mi amigo había una chimenea de fábrica que cambiaba el ritmo
del paisaje. Una voraz enredadera se subía por ella. Presidía el abandono que todo el lugar
parecía destilar en sus desnudos atisbos de orden visual. Desde un altillo encantador que daba
a aquellas caballerizas el querido Antonio tenía un pequeño observatorio desde donde miraba
por las noches el paso de ciertas estrellas. Con este instrumento nos deleitábamos durante el
día mirando la conducta de ciertos caballos.
Aquella noche de resplandesciente luna llena tuvo lugar una de las acciones más
singulares. Mirábamos el espectro resplandesciente de Sirio, cuando de pronto se le ocurrió a
Antonio dirigir el pequeño telescopio a las caballerizas. Un espectáculo singular se presentó a
nuestros ojos. Los caballos se encaminaban pausadamente, como una marea de círculos
concéntricos hacia un punto que no podíamos del todo determinar. Era un movimiento lento y
podría decirse procesional, absolutamente asombroso.
Algo parecido a un susurro surgía por detrás de unos terraplenes al final de las
caballerizas. De pronto una agitación inmensa, gigantesca, una especie de cerrada estampida
132
pareció quebrar el recinto de las caballerizas. Las bestias parecía que querían subirse a las
paredes, saltar por encima de los muros.
Enfocamos con precisión el anteojo. Un caballo estaba herido, casi despanzurrado en
medio de la más fantástica agitación. Alguien que se levantó de una casilla y se asomó a una
escalera de madera parecía perder todo control. Pero toda su agitación se resumía en
improperios.
La noche sepultó la barahúnda del día anterior. Un clima de tragedia se cernía en el
viejo corralón. Los ornatos, sus florones con caballos se iluminaban de tanto en tanto en las
últimas lunas llenas del verano. El caballo herido fue curando. Pero desde nuestro atisbadero
no podíamos verlo.
En noches sucesivas sólo la voz aguardentosa de un guardián surcó la plaza. Un nuevo
personaje, que hasta el momento había pasado quizá inadvertido, entró en escena. Era un niño
en silla de ruedas que el guardián llevaba allí algunas tardes. Entraba despacio, llevado por
una mujerona. El guardián tomaba uno de los más bellos potrillos, se lo acercaba y el niño lo
acariciaba. Sólo se veía su espalda, pero en sus movimientos se adivinaba el deleite que le
causaba acariciarlo y darle quizá unos terrones de azúcar. Enfocamos la lente hacia él pero no
pudimos verlo.
Las reuniones con Antonio se hicieron casi cotidianas. Una vez creo que de pura
casualidad pudimos ver el rostro de ese niño. Nunca lo olvidaremos. Era una criatura de
extraordinaria belleza, y en su rostro se reflejaba el inmenso gozo que experimentaba al
quedar solo entre los caballos, oyendo morosamente el ruido de sus movimientos, viendo el
lustroso pelaje de sus ancas y lomos, la elasticidad de sus miembros, los distintos rostros del
día en su comportamiento y en sus aficiones. Todo pasaba por las expresiones del niño. La tez
cetrina, los cabellos profundamente oscuros del niño rodeaban un rostro de joven aguilucho,
de transparencia de porcelana, una especie de Luis de Baviera. La mujer ponía al entrar a las
caballerizas un látigo en sus manos. El niño lo tomaba, pero lo apartaba inmediatamente,
dejándolo colgado de uno de los brazos de su silla de ruedas.
Pasaron largos días. Una noche, ya en los umbrales del otoño, volvió el niño con esa
inmensa hembra. Juntos miraron cómo los padrillos cubrían a las oscuras yeguas. El niño
observaba como petrificado esa ceremonia, mezcla de batalla y de rito que la luna reluciente,
por momentos, revelaba en su más íntimo ardor. Un olor de pastos y de lluvia envolvía los
campos circundantes. Las piedras de las murallas de ese circo lunar parecían enternecerse con
una espectral luz.
133
Desde el día en que sin saber por qué causa vimos el caballo herido en medio de una
confusión de relinchos, coces, cascos y espantadas, no se había repetido ningún hecho
particular.
Fue en marzo, cuando más relucen algunas estrellas, y cuando la despedida del otoño
en el hemisferio sur crea una nostálgica aureola de muerte en su belleza desgarrada. Veíamos
a Sirio, al triángulo austral y, de pronto, volvimos la lente hacia el teatro de las caballerizas.
Los caballos se juntaron como un río, en una marejada lenta y fuerte. Con un asombro sin
precedentes vimos que lentamente se arrodillaban, tendían los cuellos tensos hacia la luna y
relinchaban suavemente. El centro de ese ordenado remolino se hizo visible sólo por un azar.
Un haz de luna iluminó súbitamente la tierna penumbra llena de olores tibios. Un fabuloso
fantasma, un simulacro poderoso como el Palladión, con crines hasta el suelo, parecía musitar
unas palabras. Las palabras provocaban ese suave relincho como un acto de comprensión pero
a la vez de impotencia en los otros animales.
La inquietud del niño era terrible. El ama de llaves apenas podía contenerlo en su silla
de ruedas. Otro formidable padrillo se tendía a su lado. Los caballos murmuraban impotentes
a las voces articuladas de los dos magníficos corceles.
Después, la huida pánica del ama de llaves y del niño. Súbita, en un rayo, la ferocidad
pareció desatarse. Como un rugido subió la tormenta de bramidos y golpes, el terror que
mantuvo a todas las inmediaciones en vilo toda la noche, los bomberos, los carros policiales,
la gente sin saber qué pasaba.
Una mortandad esperaba la aurora del nuevo día. Vinieron hombres de grandes
guardapolvos blancos. El día con la revelación cruenta se iba iluminando.
En el centro del anfiteatro se mantenían sólidas, imperturbables, manchadas de sangre
y de babas, como denigradas en su grandeza, las estatuas de dos caballos semejantes a las de
los Dióscuros. El primer sol de la mañana hacía más evidente su afrenta. Las personas que se
reunían no las vieron. Se prepararon para la tarea de juntar los cuerpos que todavía tenían
espasmos en sus pesados músculos. La enorme carnicería había terminado.
¿Qué revelación habían pronunciado esos animales? Pensé, sin manifestárselo a mi
amigo, en los caballos parlantes de Aquiles: Balios y Xanthos. Creo que quien ha visto morir
a un caballo puede creer en los dioses.
Todo el día fue angustioso. Pasó con una irritante lentitud. Y nunca hubo una noche
más diáfana y clara que aquella del día de la incomprensible tragedia.
134
Margen
135
Novelista documental
Sergio Chejfec
Un hotel rodeado de montañas. En uno de los jardines, el más discreto, dos guacamayas
gigantes ocupan una gran pajarera. El jardín está medio oculto bajo la alta vegetación, lo que
a su vez protege del sol a las aves. Cuando camino por las cercanías asisto al comienzo
repentino de las voces –esto puede ocurrir a cualquier hora. Pienso que no soy capaz de
asignarle un nombre concreto a ese sonido, ni por lo menos una fórmula descriptiva,
seguramente por ignorancia, pero también porque ninguna palabra resultaría efectiva, aún la
más precisa, porque esa palabra debería referir también al aire, a los aromas, a la brisa y al
paisaje en general. Suenan como chillidos, o igual a parodias de voz humana. Las
exclamaciones de las guacamayas se alternan como si se tratara de temas de conversación
habitual, y por eso actualizados con rapidez. El visitante ocasional supone, aún confundido
por la sorpresa de los gritos y probablemente embargado por la soledad del jardín, que las
personas pasan y las guacamayas quedan –tenemos un género de mortalidad más acuciante—.
Es la advertencia implícita que el hotel ha decidido formular de este modo. Los viejos
cronistas de América ya asimilaban las guacamayas a la familia de los papagayos, y hoy
también se las trata casi despectivamente llamándolas loros. En cualquier caso ambas
denominaciones son correctas, según me dice la empleada del hotel que las atiende casi todos
los días, por la mañana temprano.
La empleada vive subiendo por la carretera que sirve al hotel, a cierto tiempo de
caminata por la vía que poco a poco se angosta, caminata sobre cuya duración no querrá
darme detalles. Piensa que las guacamayas advierten su aproximación cuando baja desde su
casa, porque de lejos las escucha hablar de un modo distinto, como si se dieran explicaciones,
y eso es prueba de que saben quién se acerca. En una vida repleta de trabajos y
preocupaciones, la satisfacción de ser reconocida por estos animales no se compara con nada,
me dice la primera mañana de mi llegada al hotel, cuando me encuentra junto a la jaula,
observándolos. Como las guacamayas no parecen tranquilizarse ante su presencia, ya que
están intranquilas por la mía, lógicamente me pongo a dudar de la empleada. A lo mejor
exagera, pienso, porque busca impresionarme. Pero también es probable que su presencia sea
insuficiente ante la angustia provocada por la mía, o sea, que si las aves deben elegir entre el
peligro y la tranquilidad opten por lo primero llevadas por su instinto de preservación.
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las que está atento. De hecho, como me dirá después, padece de una curiosidad inagotable por
las manifestaciones del dinero, en especial por el dinero en circulación, por ejemplo su visita
al casino de la que no perdió detalle. A lo mejor esa vida multifacética del dinero, activa a
cada momento del día y presente en el más insospechado rincón de la realidad, es la fuerza
que lo lleva a escribir novelas. No cae en la jactancia de pensar que el dinero es el principal
relato y que su circulación se parece al intercambio de palabras en pos de historias y de
objetos. No. Dice que el dinero es la manifestación extrema de una idea: la idea de que
siempre se precisa un argumento; un motivo y excusa a la vez para que las cosas se
produzcan. El argumento último.
Es la primera mañana, como digo, del evento literario; es la primera conversación que
tengo con este escritor. Conservo un recuerdo bastante definido de fragmentos de libros
suyos, aunque de ninguno en su conjunto, como si se me hubieran fijado las impresiones de
lectura más que las lecturas mismas. Incluso tengo la sospecha de que varios de los climas o
hechos que más fuertemente evoco de los libros leídos en general, provienen de sus libros;
pero no puedo estar seguro de eso, ya que no asocio ninguna de esas impresiones a algún
título en particular –son como escenas novelísticas boyando en una marea anónima, mezcla
de recuerdos ciertos y reminiscencias flotantes. Es la primera mañana y es la primera
conversación entre nosotros, como digo, y ya este hombre descubre su delicada alma de
frustraciones en cadena ante mí, que sin duda no le voy demasiado a la saga aunque me cuido
de no ser a tal punto sincero.
Por estos y otros motivos el encuentro literario promete ser único. Sin embargo es otro
más, pienso durante un momento de silencio del novelista, mientras recapacita si es
aconsejable participarme de sus opiniones sobre las mujeres en general... Este encuentro no es
sino otro de los miles que deben realizarse a lo ancho del mundo cada año.
Durante los cinco días que duró el simposio no logré sacarme una foto con las
guacamayas. Cuando me ponía junto a ellas se corrían hacia un extremo de la jaula hasta
hacerse invisibles en la penumbra o sencillamente hasta salir de cuadro, y si yo daba la vuelta
para ponerme del otro lado, apenas me acercaba se alejaban de nuevo hacia el otro sector.
Nunca abandonaban el travesaño que dividía la jaula. A lo sumo levantaban alguno de sus pies
en lo que parecía el comienzo de un salto, o una decisión motriz, pero al cabo de rascarse un
poco volvían a apoyarlo donde había estado. En más de una oportunidad traté de establecer
algún contacto con ellas, en estos casos la mirada es lo más a la mano. Pero es difícil mirar a
un ave a los ojos, si es que por un milagro uno alcanza a tener contacto visual; sencillamente
la mirada no se tolera. Cuando advertí que esa vía era imposible intenté hablarles.
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Dado que el jardín es interior, se encuentra un poco expuesto a las miradas y a los
oídos de quienes pasan cerca. Hacia el frente hay una galería techada, lugar de tertulia, con
sillones de madera y mesas bajas, o lugar de paso hacia la recepción del hotel; y hacia atrás,
un poco elevada, el jardín tiene otra galería que funciona como terraza para comer, donde se
reparten mesas cuadradas y redondas con unas sillas asombrosamente cómodas en las que uno
es capaz de pasar todo el día y más aún, porque la semipenumbra de la terraza, una luz a
medias que se mantiene invariable a lo largo de la jornada, tiene un efecto relajante y
adormecedor, allí uno siente la presencia silenciosa de las montañas. Es en esta terraza
comedor donde el primer día cumplo el deber social de desayunar con el primer colega a la
vista, que resultó ser el novelista mencionado. Por esas cosas de los eventos profesionales,
desayunar juntos habrá de convertirse en una costumbre. En los días subsiguientes nadie se
acercará a nuestra mesa sino para saludar, unos saludos en general de fórmula y con frases
irrelevantes, acompañados de palmadas en los brazos u hombros.
En una mesa más cercana a la entrada desayunará el principal invitado, el español
Enrique Vila-Matas. Todos los días llega a la terraza a la misma hora y sin compañía. Ocupa
su mesa desplegando una servilleta sobre el respaldo de la silla y de inmediato se dirige al
buffet, de donde retorna con el plato lleno del guiso del día, en general carne o pollo, y varias
arepas. Un mozo le lleva café y jugo; es una abierta excepción al riguroso autoservicio del
desayuno que en este caso todos aprueban.
Intento entrar en contacto con las guacamayas. Quiero pedirles que no se muevan para
así poder salir junto con ellas en la foto. El segundo día del congreso voy a la jaula y les hablo
con lentitud como para que entiendan, y en voz baja para no llamar la atención. No hay como
mostrar una actitud sumisa para exponerse a una humillación mayor. Apenas me acerco las
aves comienzan el deslizamiento. Se mueven dando pasos cortos hacia el costado, con cautela
pero a cierta velocidad: en pocos segundos se han alejado. Hago el intento dos veces más:
rodeo la jaula y me aproximo a sus cuerpos hesitantes, llenos de inquietud y al mismo tiempo
concientes de estar protegidos. Es en vano. Quiero que me escuchen pero temo levantar la voz
y ser descubierto, entonces mis palabras tienen un matiz de murmullo imperativo, de secreto
dicho con urgencia –obviamente quiero convencerlas rápido– que ni para mí resulta
convincente. Les pido que no se muevan por pocos segundos, sólo para obtener la foto. No
estoy seguro de que entiendan; sé que me escuchan, en especial por el temblor de alerta de sus
ojos mientras les hablo.
El encuentro de escritores va a terminar y no tendré la foto para cuando regrese a casa.
Una prueba que en cierto modo salvaría mi participación. No sé de dónde viene el deseo de
139
sobre los hombros apenas ocultos tras el muro, apoyo las dos manos en la cornisa, y al ver la
foto me siento como un pervertido, o como un ridículo actor de algún chiste malo y verde.
Mientras tanto las guacamayas hablan a cualquier momento, sin descubrir algún ritmo
fijo que regule las pausas. La noche anterior me dormí mirando la televisión. Estaba el
presidente dando un discurso que no terminaba ¿Pero cuál es la noche anterior? En realidad
eso ocurre todas las noches, a veces se trata del mismo discurso, que parece extenderse
durante días enteros. Una de esas noches más temprano, antes de la sesión presidencial
televisiva, me entero de que en el centro de la ciudad hay disturbios porque a lo largo del día
han muerto asesinadas tres personas, aparentemente en asaltos. Nunca tengo temas de
conversación, por lo tanto no desaprovecho esto en un corrillo de novelistas, en el hall del
hotel. Varios de ellos esperan un autobús que los llevará al centro, donde se presentarán dos
novelas recientes. Es bueno entonces que sepan que no la tendrán fácil, porque Mérida
colapsa con los disturbios. Entonces menciono lo de los tres muertes ocurridas en el día. Pero
sale un novelista local y replica: “¿Nada más?” Todos reímos. Es verdad, no es mucho para un
día que en pocas horas termina. Es el tipo de conversaciones que tiendo a iniciar,
supuestamente graves, después de las cuales me siento sin embargo con las manos vacías.
Con cierta cautela, le encarezco a la empleada que cuida a las guacamayas que me
saque una foto junto con ellas. Es de mañana muy temprano, muy probablemente nadie
vendrá a la terraza inferior, distrayéndolas o excitándolas. Le explico que soy novelista, como
todos los demás, y que preciso las fotos para documentar que es cierto lo que escribo; que mi
principal preocupación es encontrarme con alguien que me pida cuentas y después me acuse
de inventar todo. Le explico también que hasta a mí me llama la atención este miedo, porque
en realidad nunca me propuse escribir la verdad, al contrario, siempre desprecié las novelas
basadas en los hechos reales. Pero de un tiempo a esta parte no sé si la realidad a secas, en
todo caso el documento acerca de los hechos verdaderos, es lo único que me salva de una
cierta sensación de disolución. La novela, le digo, puede ser ficción, leyenda o realidad, pero
siempre debe estar documentada. Sin documento no hay novela, y yo preciso esta foto con las
guacamayas para poder escribir sobre ellas y yo, porque de lo contrario cualquier cosa que
ponga carecerá de profundidad; no dejará estela, aclaro. El acento andino es exquisitamente
musical, y más cuando lo escuchamos de boca de una mujer. Sonriente, la empleada me dice
que no me haga problemas, porque podemos –usa el plural– aprovechar que están por traer un
tucán en cualquier momento. Una vez dentro de la pajarera, las guacamayas tendrán menos
espacio para moverse y no podrán evadir mi cercanía. Siento que los problemas se disipan, y
la empleada me parece todavía más bella.
141
No advierto inmediatamente, sin embargo, que ahora la foto ocupa un segundo plano y
por lo tanto se ha alejado, ya que he pasado a esperar el tucán. De esto me doy cuenta en el
desayuno, mientras el novelista me dice que fue al casino por segunda vez. Me doy cuenta
porque no me puse a pensar en las guacamayas, sino en el inminente tucán; probablemente
sea yo quien lo espera con más impaciencia. El novelista fue al casino por segunda vez. Según
aclara, de nuevo a los cajeros electrónicos. Pero en este caso comete la imprudencia de portar
un libro y su cuaderno de notas, la típica libreta de apuntes de cualquier novelista, libreta que
le estoy viendo en este momento, de tapas gastadas y verdes sobre el mantel blanco. El
problema es que al casino hay que entrar con las manos vacías, no se puede cargar nada. Le
indican dónde está el guardarropa para dejar sus efectos. Pasa entonces por su cabeza un
razonamiento extraño. Cree que el casino se justifica por los cajeros para sacar dinero, y que
por lo tanto no puede convalidar lo inverso depositando sus cosas en el guardarropa. Él va en
primer lugar a los cajeros y secundariamente al casino, no al revés. Por lo tanto dice lo obvio
en la entrada: que entrará por pocos momentos porque solamente va a los cajeros. Siendo así,
le señalan una mesita donde pondrán sus pertenencias: en el costado de la pequeña antesala,
donde los vigilantes apoyan sus vasos, algunas armas de puño y teléfonos celulares.
En el cuaderno lleva anotadas las pocas ideas que ha logrado reunir para su
intervención. Como novelista está bastante desencantado de la literatura, por consiguiente la
gente común le parece más sabia e importante. Sólo es cuestión de traducir la sabiduría a
términos convincentes. Pero como no puede permitirse una traducción tan eficaz que oculte el
origen “común” y espontáneo de las premisas a proponer, terminará trastabillando por
reivindicar, sin que nadie objete su preferencia, aunque sí la calificación que ha elegido, el
supuesto origen bastardo de sus pensamientos. Nada de eso todavía ha pasado, pero él sabe
que ocurrirá. Más ahora, que ha recuperado el cuaderno y el libro extraviados en el casino,
quedándose sin excusas.
A la vez, el episodio puede ser el gran argumento, dice de pronto al regreso de servirse
más café. Se inclina de nuevo para contarme al oído que durante mucho tiempo el principal
leit motiv de sus intervenciones literarias, cuando lo invitaban con frecuencia, era decir que
había reflexionado sobre el tema durante el viaje hasta el lugar donde ahora estaba hablando.
Consideraba que esto era prueba de convicción y de desenvoltura. Después empezó el
definitivo ostracismo y esos ardides ahora le parecen demasiado profesionales. Pero el
episodio en el casino le permite proponer relaciones infrecuentes, y sobre todo cercanas a su
actual sensibilidad. El dinero en definitiva circula por el mundo de un modo bastante ciego y
azaroso, sin duda dirigido cuando se trata de las primeras y últimas manos, pero bastante
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impredecible en sus recorridos y, sobre todo, en los valores o sentimientos que acapara y
distribuye. El novelista piensa en el dinero como una gran lucubración que nunca se detiene,
un murmullo constante e inaudible, distinto, pero coexistente, al de la literatura, sobre todo al
de las novelas. Ahí está el material para su intervención pública, como la llama, basada
imperdiblemente en un hecho cierto, el contratiempo en el casino cuando se extravió el
cuaderno, su base documental.
El novelista me muestra el cuaderno. Parece un objeto personal, de esos que esconden
una belleza sin equivalencias con el mundo exterior, con las tapas ajadas por el uso, las puntas
un poco melladas, un cintillo roto, etc. Lo abre recorriendo las hojas y me sorprendo: están en
blanco. Hace diez años que lo tengo y escribí tres páginas, anuncia. Usado por fuera y nuevo
por dentro, se inclina para decirme al oído. A esta hora temprana la terraza comedor
permanece vacía. Las fuentes humeantes de comida están repletas y se ven desde lejos los
colores subidos de las carnes, el negro de los granos guisados, el blanco de las arepas y el ocre
de los huevos revueltos. En un momento aparece Vila-Matas, presencia solitaria como todos
los días. Despliega la servilleta y la tiende sobre el respaldo de la silla. Me pregunto si será
una costumbre familiar, o algo de uso extendido en su propio país. O a lo mejor se trata de un
truco privado, adquirido después de haber perdido varias veces el lugar para desayunar. Se lo
ve preocupado. Nos saluda de lejos, igual que cada mañana. Pero de inmediato parece reparar
en algo y se acerca a nuestra mesa con desconcierto, pasando por delante de la comida y
mortificando un poco al asistente que estaba listo para atenderlo. “He visto al juez Elizondo”,
nos dice. “Está hospedado en este hotel.”
Mi compañero y yo quedamos en silencio. Por un género de ridícula cortesía de la que
nunca logro zafarme, enseguida lanzo un entusiasta “Qué bien”. Pero lo cierto es que ignoro
de qué se trata. Mi compañero novelista, más arraigado a la experiencia –quizá por eso es que
no publica— mientras no puede controlar el ademán de esconder su cuaderno, señala “El
único juez que conozco es Garzón”. A lo mejor Vila-Matas espera que lo invitemos a sentarse,
pero justo cuando estoy por decir algo se da vuelta a mirar su servilleta. Dice junto a nosotros:
“El juez Elizondo, el argentino, el árbitro que dirigió la final de la Copa del Mundo. El árbitro
que expulsó a Zidane después de propinarle un cabezazo a Materazzi…” Mientras nos va
contando veo cómo pierde interés en la aclaración. Nunca conforta señalar lo evidente.
Asentimos: cómo olvidar el golpe de Zidane y la reacción del juez Elizondo. Sin embargo no
podemos esconder que nos cuesta recordarlo.
Una vez superado el traspié me invade el asombro. No puedo creer que el juez
Elizondo esté en el hotel, un lugar tan indistinto y tan parecido a cientos de lugares en los
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confines de los Andes venezolanos. Y sin embargo es así, dice el novelista español. Lo ha
visto y va a mover sus influencias para hablar con él. Una vez admitido lo imposible, a mí
todo me parece lógico. Encuentro natural que Vila-Matas quiera hablar con Elizondo, como
me parece obvio que a mí no se me ocurra hacerlo. Observo a mi colega de desayuno: come
ensimismado. Me avergüenza ser incapaz de llevar adelante el tema de conversación, pero la
verdad es que no recuerdo contra qué equipo jugaba Zidane. Por su parte, Vila-Matas no
puede hacer mucho más de lo que hizo, esto es evidente, y entonces se da vuelta y va a buscar
su ración de carne con arepas. El mesonero lo espera sonriente con la cuchara en alto.
Después veo que llega a la mesa, apoya el plato y quita la servilleta del respaldo como si
efectuara una operación señorial y a la vez doméstica. Luego se sienta y se dispone a esperar
el café.
Se trata de un compatriota ilustre, comento ante el novelista. El único entre todas las
leyendas argentinas que no se esforzó por ocupar la cima sino que supo estar preparado y
sobre todo actuar en el momento necesario. El colega no me responde, quizás abatido por el
curso de los hechos recientes. La terraza comedor se va poblando de novelistas y críticos.
Observo desde mi lugar las formas de saludo. Como somos quienes prácticamente
amanecemos en la terraza, nos sentimos con derecho a mirar. Me llaman la atención las
palmadas en los hombros y brazos, o tan solo un leve apretón mientras se sonríe. Es un
contacto múltiple que en el lapso del desayuno todos tienen con todos, más de una vez. Me
digo que es una muestra de consideración y afecto, y la pasaría por alto sin más observaciones
si no fuera porque me resulta demasiado homogénea o indistinta, no distingue afinidades ni
brechas. Por lo tanto parece tener un valor meramente protocolar. Entre esos protocolos de
literatos la música de las guacamayas se pierde, pocos la escuchan; y sin embargo, pienso, son
algo así como las exclamaciones profundas del territorio natural, aun pese a que ellas mismas
no provengan de allí sino de las selvas un tanto alejadas.
Por lo tanto es lógico que recuerde al tucán y me diga a mí mismo que lo espero, que
vivo esperándolo mientras me sumo a cualquier simulacro. Y por eso siento angustia cuando
en la mitad de mañana, en pleno intervalo entre dos paneles, veo a la empleada que cuida las
aves pero ella no me ve, o me ignora. Está cruzando el pasillo hacia la piscina, del que estoy
un poco alejado, y si por un azar mirara hacia el costado advertiría mi presencia y podría
esperarme para decirme algo, o podría saludarme con la mano. Siento que pierdo la
oportunidad de actualizar algo. El próximo panel no promete ser mejor que el previo. La
modalidad de hoy es mezclar novelistas y críticos, todo el día. Ayer fueron críticos por la
mañana y novelistas por la tarde. Mi lectura consiste en un comentario sobre un deseo que se
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me va haciendo cada vez más firme. Es el deseo de empezar de nuevo. Por eso pienso que
sería un tema adecuado para una mesa mixta, con críticos.
Empezar de nuevo es casi lo único que un escritor tiene vedado. No voy a hablar sobre
mis preocupaciones documentales, que considero más importantes, ni voy a recurrir a
anécdotas recientes como mi colega de desayuno. Tengo escrito lo mío desde hace dos meses
y me atengo a ello como si fuera lo único cierto. Ahora, como digo, es el intervalo; voy al
baño de mi habitación. Cuando salgo veo mi cuarto, las cortinas blancas y luminosas que
ocultan la ventana y me da curiosidad por ir a la terraza. Con el sol elevado el marco de
montañas tiene un verde menos denso. No veo nadie a mi alrededor, hacia un costado y otro la
hilera de terrazas cuadradas e iguales me produce una sensación de indistinción, como si yo
pudiera ser cualquiera de los otros novelistas o críticos que ocupan las habitaciones aledañas.
Por la noche, en lugar de ver al presidente por televisión pido prestada una
computadora para conectarme a You Tube. Estoy en la sala de internet, la música en vivo que
hoy tocan en el bar llega muy alta. Busco la escena del juez Elizondo, cuando expulsa a
Zidane después del cabezazo al jugador italiano. La presencia de Elizondo se ha convertido en
un secreto a voces dentro del hotel, por lo menos dentro del congreso de novelistas. Ignoro el
motivo de que no se hable de ello abiertamente. Veo algunos videos, todos bastante parecidos
porque provienen de la misma transmisión televisiva. El despliegue de los ángulos, las
escenas repetidas y distintas desde otro punto de vista. (Encuentro un video distinto, pero con
el mismo título. Hay dos jóvenes en la tribuna de un estadio desierto. Al fondo se ve el campo
de juego. Uno de ellos le da un cabezazo a otro en el pecho, que cae hacia atrás. De inmediato
se acerca por una hilera de asientos otro muchacho de la misma edad con una tarjeta roja en la
mano. Se ubica frente al agresor y la esgrime ante a sus ojos extendiendo el brazo derecho con
el índice desplegado.) El video de la expulsión verdadera comienza bastante antes, durante el
desarrollo del juego. Como la agresión de Zidane se produce a muchos metros de la pelota, el
juez no la ha visto. Materazzi está caído y los italianos reclaman. Tengo la impresión de que
en un primer momento Elizondo no entiende nada, aunque puede ver que ha pasado algo
malo. Hasta el mismo arquero italiano corre perentorio a decirle algo al juez.
En la pantalla aparece a veces Zidane, que mira desde lejos con algo más que
curiosidad; yo diría que mira la escena con precaución y un poco de arrogancia. Como todos,
sabe que algo va a ocurrir. La cadena de hechos de la que fue un eslabón se ha diluido, ahora
cuenta una sola acción: el cabezazo agresor. Un momento después –aunque no sabemos: quizá
los hechos son más simultáneos de cómo se muestran— Elizondo corre hasta el borde la
cancha. Esta es la parte que más me impresiona. El juez llega hasta donde está el llamado
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Cuarto Árbitro, y así como lo escucha se vuelve a ir. El auxiliar no pudo haber dicho más que
dos o tres palabras, no tuvo tiempo para más. Pero Elizondo no requiere de más explicaciones.
Está seguro de lo que debe hacerse. Encarar el campo de juego y sacar la tarjeta roja de su
bolsillo es un mismo movimiento. Todos saben lo que ocurre después. Yo me quedo en esta
escena muy breve. Elizondo sólo precisa la confirmación porque ya sabe lo que ha ocurrido y
lo que va a pasar. Su reacción no está operando sobre un jugador cualquiera. Se trata de
Zidane, el mejor jugador y el más cotizado, el que está a punto de coronarse como estrella
suprema del fútbol mundial. La pregunta por lo tanto es si otro juez habría tenido la sangre
fría de Elizondo para expulsar a Zidane como lo hizo, con naturalidad, firmeza y sin
ampulosidad. Me sale un comentario, hablo solo, me digo que se trata de un milagro
argentino.
A la mañana siguiente, Vila-Matas no ha logrado todavía hablar con Elizondo. Se lo ve
intranquilo. Pero en su caso la intranquilidad es acotada y no muy elocuente, porque se
expresa tan solo como un rápido movimiento de ojos que busca abarcarlo todo como si se
temiera cualquier sorpresa. Uno de los máximos organizadores del encuentro literario está
tratando de preparar a Elizondo. Le va a comentar acerca del especial interés de Vila-Matas
en conocerlo, le hablará sobre su prestigio como escritor, sobre la pasión que siempre ha
tenido por el fútbol, etc.
Elizondo acaba siendo la presencia borrosa que, vestido de color azul y con pantalones
cortos, todas las mañanas desayuna junto con otros dos hombres, también con ropa deportiva,
antes de salir sigilosamente del hotel. Hasta que me lo señalan no lo reconozco, supongo que
debido a los gruesos anteojos que usa y, naturalmente, con los que no dirige. Me dicen que
está en la ciudad impartiendo un curso arbitral. Lamento advertir que se trata de él ya un poco
tarde, porque una de las mayores incógnitas que siempre tengo pasa por saber cómo
desayunan los argentinos cuando están fuera de su país. La brecha entre el menú de este hotel
y el desayuno argentino típico, habitualmente escueto, es equivalente a la que puede haber
entre el menú de un ascético consumado y de un sibarita metódico. Siempre sucumbo a los
desayunos que me tocan en suerte, pero me acompaña la duda de si no estaré obrando mal, de
manera inconsistente con mis hábitos y mi cultura, y por ello tengo curiosidad por la actitud
que esgrimen mis compatriotas.
Noto que mi colega de desayuno se ha llamado a silencio desde cuando Vila-Matas se
acercó a nuestra mesa. No es que no hable, sino que no saca temas de conversación ni muestra
interés en lo que, a duras penas, digo. Creo que ese contacto lo ha cohibido, y ahora
probablemente tema que yo le cuente a Vila-Matas todo lo que él me diga. De todos modos no
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restan muchos desayunos, y yo puedo dedicarme con su prescindencia a pasar en voz alta de
un asunto a otro sin mayores explicaciones, consiguiendo siempre su firme adhesión. No me
dice tampoco nada sobre su lectura, a la que no pude asistir.
En realidad, también yo tengo mis ansiedades. No puedo ir a su lectura porque me la
paso esperando al tucán, que finalmente nunca llega. A veces creo que la empleada me
esquiva, pero cuando logro hablar con ella advierto que no tiene motivos para hacerlo, y por
lo tanto mi propia actitud y desconfianza me mortifican todavía más. Le propongo entonces
tomar a las guacamayas por sorpresa. Como suelen estar siempre juntas, puedo llegar
imprevistamente a la jaula y ella, ya preparada, disparar la cámara. Cuando explico mi plan se
echa a reír. No busco ser divertido sino práctico, le digo. Y sonríe todavía más. Al final acepta
y nos preparamos. Me pongo detrás de ella para ayudarla a orientar la cámara hacia la jaula.
Le sujeto las manos para enfocar mejor y pienso que la podría tomar de la cintura. Una vez
que está preparada salgo del jardín por la parte del muro para evitar que las aves sospechen.
Voy a dar intempestivamente en la terraza interior, donde están las poltronas y las mesas
bajas, y donde unos novelistas en tertulia se ríen de cierta novela que todos han leído. Cuando
hago aparición hacen silencio; y se produce un vacío tan embarazoso que me pregunto si no
habrán estado hablando de mí.
Veo que la empleada me espera con la cámara en alto. Estoy a punto de hacer fracasar
todo, lo sé y no puedo detenerme. Lo sé tanto como Elizondo supo que Zidane se iría. Camino
despacio hacia la jaula, y cuando estoy llegando me adelanto con dos trancos rápidos. El
resultado es que los loros se asustan. Saltan para todos lados y profieren los gritos más
desgarradores. Veo a la empleada tomarse la cabeza con las manos, mi cámara junto a su
cabello. Por entre los arbustos se asoman los novelistas que estaban conversando. Creo que lo
eché todo a perder y me voy. Mientras me alejo sigo oyendo las voces inconexas de las
guacamayas, como si trataran de decirse que no entienden. Ahora debo esperar ya otra cosa
antes que el tucán: que la empleada me devuelva la cámara. Y cosa rara, veo, algo que
contrasta con su presencia medio borrosa a lo largo del evento, veo a Vila-Matas asomarse por
una pared del pasillo descendente, como si estuviera husmeando, no del todo desapercibido
bajo su acostumbrada ropa oscura.
Después me dirá que trataba de salirle al paso a Elizondo. El presidente del encuentro,
un destacado novelista venezolano, le ha dicho que a esa hora el juez regresa de sus ejercicios
respiratorios. Va a salirle al paso y van a conversar. Vila-Matas está distendido, ha
desaparecido el rictus de fatiga que cruzaba su rostro cuando no era seguro que pudiera ver al
juez. Después me dice que han conversado durante un rato y que Elizondo ha respondido a
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sus preguntas con comentarios sobre ellas. La primera pregunta que Vila-Matas le hace es
sobre lo que sintió cuando expulsó a Zidane. Antes de responder, Elizondo le dice que eso se
lo preguntó mucha gente. Con las otras preguntas es igual, lo mismo con las premisas de Vila-
Matas: Elizondo va a considerar que se trata de preguntas o pensamientos frecuentes. Sé que a
Vila-Matas no le preocupa ser original, no en este caso por lo menos; pero alcanzo a intuir que
se siente triste de haber quizá defraudado a Elizondo con preguntas ya formuladas infinidad
de veces, no precisamente propias de un escritor consagrado. Sus ojos ya no se mueven
queriendo observarlo todo, sino que se mantienen fijos en un vacío cercano.
Ahora es de mañana y me dirijo hacia la sala de conferencias. He recuperado mi
cámara de fotos, pero no he vuelto a ver a la empleada ni a los loros. Tampoco los escucho.
En el desayuno, quizá por la ausencia de sus voces no puedo dejar de pensar en ellos, en
dónde estarán. Este pensamiento me mortifica. El novelista advierte mi tristeza, pero no
imagina el motivo y trata de desentenderse. Y como él no está mucho mejor que yo,
permanecemos durante toda la comida en silencio, prestándonos la colaboración de las
cucharitas y el café, o de un vaso con agua, o de la vianda para después, como si fuéramos
viejitos en una residencia.
Me dirijo entonces a la sala de conferencias. Para ello debo pasar por la recepción del
hotel. Veo que hay un grupo de personas en la entrada (una entrada ancha y espaciosa, con
una rampa curva para los autos) y que de allí alguien me llama con las manos. Se trata de un
grupo de novelistas y críticos que están alrededor del juez Elizondo. Lo encontraron justo
cuando iba a dar su clase matutina y quieren sacarse una foto con él. Me piden que me sume
al grupo y me presentan como un novelista argentino. Elizondo me mira y me palmea el
hombro; sé que me tratará distinto. Ni mejor ni peor, sólo con más confianza.
La foto se demora. Quien intenta tomarla es el presidente del evento. Se pone frente a
nosotros pero la cámara no le funciona. Elizondo se impacienta. Para distraerlo le digo que
está rodeado de escritores. Me dice que él también escribe. Le pregunto qué tipo de cosas
escribe. Contesta diciendo que escribe novelas, cuentos y también poemas. No lo puedo creer,
pero justo cuando trato de encontrar una forma de expresar mis dudas sin ser descortés, acota
que está por publicar un libro de poemas y que tiene dos novelas inéditas. En un momento se
interrumpe y exclama: “Qué pasa con la foto, muchachos”. Por suerte está presente Anabella,
una novelista de Caracas que nunca se desprende de su celular de última generación. Avanza
al frente y está por sacar la foto, aunque al costo de no aparecer; al contrario del presidente.
Me pesa el silencio con Elizondo. Sé que una forma de buscar conversación entre escritores es
preguntar sobre los autores preferidos. Y lo hago. Me dice que le gustan Eduardo Galeano y
148
Mario Benedetti. Le pregunto si prefiere algún otro uruguayo, o si prefiere a los escritores
uruguayos en general, por sobre todo el resto. Y me contesta también de manera elusiva. Me
dice que los argentinos queremos mucho a los uruguayos. Justo en ese momento Anabella
saca la foto. El teléfono apenas se distingue en su mano. Me siento tentado de explicarle a
Elizondo mi teoría sobre la admiración argentina hacia el Uruguay, pero sé que no es tema
para este momento. Y aparte él ya se está despidiendo. Su curso no puede esperar.
El evento de escritores se deshilacha. Son las horas finales, hay gente que se despide,
los desayunos merman. Cada enésima pregunta sobre el día de partida o el próximo itinerario
de cada uno es un fleco más que se le abre a esta cortina maciza de mesas de discusión
continuadas. Hay novelistas que me preguntan lo mismo dos o tres veces por día. En
ocasiones trato de contestar diferente, como para ponerlos a prueba y ver si han olvidado mi
anterior respuesta o si lo hacen para hablar de algo –algo que siempre será breve. Veo a Vila-
Matas desayunando y me acerco a contarle que hablé con Elizondo. Me acerco y se lo digo al
oído aunque esté, como siempre, solo en su mesa. Esto de decir las cosas en confidencia lo he
aprendido de mi colega y me asombra haberlo adoptado sin darme cuenta. Pero es cierto que
lo dicho de este modo adquiere una consistencia particular. La reacción de Vila-Matas no se
hace esperar. Me mira a los ojos, creo que es la primera vez que lo hace, y me dice “¿Ah sí?”
Asiento sin palabras. Le comento que me ha contado que escribe, y que adora a Galeano y a
Benedetti. No puedo decir que Vila-Matas haya esperado escuchar otra cosa –en realidad eso
no lo puedo decir de nadie— pero sé que al oír estos nombres se dibuja en su rostro una
sonrisa de tranquilidad.
Al rato termina todo. Antes de ello busco ya sin disimulo a los loros y a la empleada.
El desorden general del fin de fiesta me ayuda, pero a la vez me torna más evidente, porque
parezco extraviado caminando por sitios donde nadie tiene nada que hacer. Suena demasiado
romántico o poco contencioso como para decir que en eso consiste la vida del novelista
documental.
149
Reseñas
150
Si este libro sólo fuera, como modestamente se presenta, un ensayo sobre psicoanálisis y no
un análisis de Alejandra Pizarnik, quizás yo no tendría mucho que decir al respecto. Apenas
subrayaría entonces algunas frases que me llamaron la atención, por ejemplo: “El
psicoanálisis es una práctica de la ignorancia.” Aunque el origen de la afirmación no tenga
ninguna relación con una forma de la humildad, que nuestra presente suspicacia impide
retomar, sino que más bien recuerda la altivez de Sócrates, que le permitía enarbolar un saber
sobre el no-saber. Practicar la ignorancia, como el no saber nada, son ejercicios enigmáticos
de acercamiento a lo imposible. Etimológicamente, ¿cómo podría el análisis, o sea el
desmenuzamiento en sus mínimos elementos constitutivos, de un alma, de cuya existencia
además cabe dudar, ser una ignorancia? Toda práctica se sostiene en un discurso, es decir, el
gran descubrimiento o invento de Lacan: el sujeto que se supone que sabe. El psicoanálisis
debería perseguir su propia imposibilidad, desmintiendo lo más posible ese supuesto.
Pero, como dije, no creo que éste sea sólo un ensayo sobre psicoanálisis y lo he leído
como un libro sobre Pizarnik. A ella le tocó el psicoanálisis como a Eurípides la sofística o a
Shakespeare la teoría empirista de las pasiones, es decir, como un relato de época, que le
permitía ciertas preguntas y, escribe Marcelo Percia, ciertos modos de responder sin
responderlas. ¿Qué permite y qué prescribe ese relato? No voy a responder a semejante
cuestión, ya tenemos bastante con Foucault. Sólo imaginaré que la escena ya no simula un
ágora ni un palacio, sino la piecita solitaria. Ahí escribe Pizarnik sus poemas, su diario, anota
palabras en un pizarrón, y desde allí se dirige al consultario de algún psicoanalista para
confrontar la soledad con el vacío de sentido, en un inacabable malentendido.
El libro de Percia tiene dos ejes o secciones o actos donde los personajes se revelan, se
desenmascaran, aunque sólo sea para señalar el rostro desenmascarado como un signo aún
más hierático e impenetrable. En un acto, vemos a Pizarnik con Pichon Rivière a través de los
vestigios, restos de esos encuentros que hay en los escritos de la primera. Tal parece que
Pizarnik sólo necesita escribir y que aprovecha las sesiones para hacer poesía por otros
medios, siempre con la fantasía de estar muerta en el horizonte, porque si no, ¿cómo se
terminaría la obra? El otro acto, desmenuzado más literalmente, se representa en una sala de
psicopatología, que le da título a un poema de Pizarnik. Vemos a la poeta salir de la piecita
151
rumbo a la internación, y volver para morirse. Digo que la vemos, pero apenas la escuchamos
y hacemos imágenes con sus palabras. Percia no olvida nunca que se trata de personajes, de
allí los rodeos de sus conjeturas que evitan las reconstrucciones, las descripciones tan
pictóricas de las biografías literarias. Una poeta muerta, como todo personaje, está hecha de
palabras. Y en eso sería una “maestra”, en la arbitrariedad definitiva de lo ya escrito y en su
resistencia a todo lo que suponga un más allá de sus frases: la música acribillada de silencio
de sus poemas, la coquetería de sus diarios que sueñan con el personaje de la gran escritora
sólo para desagotar, como una válvula de escape, “el inagotable fluir del murmullo”, según lo
nombra en su último gran poema.
“Todo saber reside en la lengua”, afirma Percia, tal sería la enseñanza de la poeta. Pero
hay algo oscuro, opaco, que el libro no indaga porque sería sumergirse en lo imposible de
suponer, en lo indevelable: ¿por qué matarse, si sólo se trata de palabras? No son las palabras,
que sabe usar demasiado bien, las que aislan y cavan el foso de la excepción a su alrededor.
Pizarnik extenúa el gesto de querer escribir excepcionalmente y padecer excepcionalmente.
¿Diríamos que confunde la vida con la obra? Más bien conoce ya lo ilusorio de su separación.
Su vida es su obra, escribe lo que será su vida. La obra, que sólo existe con la muerte, será el
vestigio de una vida purificada del defecto de la presencia. “Alejandra” es un personaje de sus
poemas, al igual que el pronombre “ella”, pero también “Pizarnik”, ese apellido ruso, es el
personaje de la poeta suicida, lúcida en el poema, confundida en la biografía construida por
sus propios testimonios y los de otros, construida como mito. Sólo al final, en el poema aquí
minuciosamente analizado, “Sala de psicopatología”, la claridad verbal se dirige a su objeto,
eso que dice “yo” en el poema para hablar de la concha y de la muerte. Precisamente porque
se trata de su poema menos controlado, menos corregido y acaso incorregible. La mayoría de
sus poemas publicados en vida, breves, como purificados de toda habla, parecen efectos de
ciertas combinaciones voluntariamente limitadas. En aquel idioma poético, podía aparecer
“ceniza”, pero no “cigarrillo”, podía aparecer “sexo”, pero no “pija” ni “concha”. Eran
construcciones que se rodeaban de silencio, hacían el silencio en las palabras. En “Sala de
psicopatología” en cambio lo oral se transcribe abiertamente, el ritmo es intuitivo, abierto, el
tema se excede, deriva en otros, asocia, delira. El tema es estar, haber estado en esa sala de
internados, haber sido señalada por el dedo médico como una loca. Y entonces, si había dicho
en su diario, muy joven, según cita Percia: “Tengo que dejar el psicoanálisis. Tengo que
reconocer de una vez por todas que en mí no hay qué curar.”; décadas después, en su poema
póstumo, podrá abandonar el cuidado de sus palabras, podrá dejarle la iniciativa a su
inagotable murmullo, porque ya no confía en su eficacia. Las palabras no sirven para nada,
152
pero ¿cómo hacer para que su levantamiento no servil, para nada servicial, deje de murmurar?
¿Cómo soportar su flujo inagotable sino con el gesto de imaginarle un final, o sea, morirse?
En su poema último, largo, racionalizador y desmedido a la vez, Pizarnik se ha librado por fin
no de la existencia y las palabras, que siguen atormentando incluso a los muertos, sino del
anhelo de salvación, de la tontería que anotó en su prolongada adolescencia cuando
proyectaba ser la mejor poeta de la lengua castellana. Lo único que salva en la poesía es el
olvido de cualquier salvación. Percia supo ver esta afirmación de lo contingente en Pizarnik,
que a fin de cuentas no busca la eternidad de una obra, sino la solución de una ansiedad o un
temor. Digámoslo claramente: el psicoanálisis no cura, la poesía no salva, no hay salida para
lo que pasa. Todo paso lleva hasta el último. Cito una vez más al autor: “la poesía como
salvación es un fantasma neurótico de la literatura psicoanalítica”. Como dijera Kafka, un
autor leído y releído por Pizarnik, “para escribir no hay otra escuela que el sufrimiento”. Y si
ya no se acepta este cruel aprendizaje, quedan las salidas menos salvíficas del abandono de las
palabras o de su acentuación subrayada por ese gesto equívoco que llamamos suicidio. Pero,
¿qué le enseñaría Pizarnik al psicoanálisis, o más bien a los adeptos al psicoanálisis, según
indica la tesis de este libro? Puedo recapitular dos entre un cúmulo más amplio: que saber o
no saber son cosas de lenguaje y que el dolor no cabe en las palabras.
En el último párrafo, Percia alude a otro poeta suicida, Gérard de Nerval, a quien su
contemporáneo Baudelaire había justificado de algún modo diciendo que así se ejercían dos
derechos que a nadie podían negarse: el de contradecirse y el de marcharse. Se trataría tal vez
de un solo derecho, ya que el suicidio siempre parece contradictorio por su carácter
simultáneamente solipsista y comunicativo. Ese acto que apunta al sí mismo, para negar con
un punto final la posibilidad del pronombre “yo”, inmediatamente interpela a otros, que lo
leen. Así, Pizarnik se va y ejerce con ello un derecho a la contradicción porque ha dejado
escrito su propio mito, es decir, su insistente supervivencia.
El mito engendra más y más versiones. Hay un poema de Alberto Girri, en el libro
Poesía de observación de 1973, dedicado al hecho final de esa vida, pero sin nombrar a la
autora de sus libros, sólo con una fecha como título. Empieza así: “Desconsuelo/ confundido
con la irritación,// y enigma/ del cerrado ataúd/ confundiéndose con súplicas/ por reconocer
los decisivos pasos/ que a nuestra diminuta suicida/ empujaron, le correspondieron.”
En el mismo año, Arturo Carrera escribe un poema-afiche con fondo negro, de luto, y
letras blancas, donde Alejandra Pizarnik es una estrella que brilla con más intensidad cuando
más cerca está de la extinción, una “enana blanca”. En una introducción a ese poema concreto
llamado Momento de simetría, hecho de palabras dispersas en puñados contra el fondo negro
153
de un cielo, Arturo Carrera anota: “esta figura es un homenaje a Alejandra Pizarnik, la ‘viajera
fascinada’ de nuestro Universo poético”, y luego añade, entre los componentes u orígenes de
su inédito diseño, “la pasión de Alejandra por la textura de las palabras, sus juguetes
tumbales, que para ella, según comprobé, resultaron ser huesecillos planos, y más aún: ocelos
que la intimidaban. Un día me dijo: ‘moriré ahogada, Arturito, me atragantará una palabra’.”
La diminuta suicida y la enana blanca persisten también como versiones discretas de un mito
que no se rebaja a la biografía y que conserva las huellas de una intimidad vivida por estos
dos poetas, sus amigos.
Pero en general, diríamos, el suicidio de un poeta es el enigma para otros poetas. Aldo
Oliva, el gran poeta rosarino, escribió una breve elegía titulada “Muere Nerval”, donde le
habla al poeta simbolista que se ahorcó en una calle de París en 1855. Nombra ese lugar, “allí,
allí” repite el poema: “agua fina de Castalia/ en el limo infantil de l’Île de France”. ¿Qué lugar
es éste, en el origen, en la infancia, que uniría una fuente en Delfos con el barro de la
provincia francesa? Ahí Oliva quiere consolar al desdichado Nerval; que título su más famoso
soneto así, en español, “El desdichado”; y parece acunarlo o acompañarlo en la aniquilación:
“Tiéndete,/ tiéndete, niño,/ sobre la negra/ seda de la locura”, y más adelante le da una especie
de aliento: “Tu pan redimirá la esclavitud del verbo./ Culmínate,/ tierna criatura de la muerte”.
Sin embargo, la segunda aparición de la deíxis, “allí”, menciona la lucidez de Nerval, que
había escrito la visión del ateísmo más terrible en su extenso poema sobre “El Cristo de los
olivos”. Allí, el crucificado ve la concavidad absoluta del cielo, como una órbita vacía de un
dios que no existe, de lo que no hay. Y como Cristo habla en el poema, por momentos, Oliva
lo identifica con el autor, ahorcado, anegado por lo insoportable. “Allí,/ bajo el cimbrón
famoso de la cuerda/ duerme el ojo de Dios.” Ahí está, en el dolor final y brusco, en el ojo que
no se abrirá más, algo llamado Dios. Oliva continúa diciendo: “Tú eres su sueño./ Un hilo de
Castalia/ quebrantado en la órbita./ La prosodia de amor/ acallada en las piedras.” La
prosodia, el ritmo que hace a la poesía, se calla al fin sobre los adoquines del viejo París.
Dios, ese cielo vacío, hueco de una órbita sin ojo, está inscripto allí, en el silencio voluntario
del poeta. Leo: “Vierte,/ vierte por fin tu dulce/ singladura mayor/ por el mar de la niebla./ Ya
no profanarán tu aire las palabras./ Ya no habrá más allá./ Penétrate en tu voz.” No hay ningún
más allá, sólo el aire que resta tras la profanación de las palabras. La voz se contrae y se retira
a su forma hecha. Pero no quiere ninguna eternidad, sólo atestiguar el momento, el instante en
que todo vaciló hacia el abismo. Tampoco Pizarnik, a pesar de sus declaraciones
contradictorias, habrá deseado sólo escribir bien, sino afirmar que su vida no repetía una
forma, que más allá de las palabras y su inevitable profanación había un ser único. También
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Castalia, que se menciona dos veces en la elegía de Oliva, era una suicida. Perseguida por
Apolo, el dios de la forma, de la curación y de la muerte súbita, Castalia se arrojó a una fuente
frente a Delfos y se fundió con el agua. La fuente de Castalia, llamada así desde entonces,
purificaba a los visitantes del templo. Así, quizás, el espejo de los poemas de Pizarnik, su
elocuencia contenida, sigue diciéndoles cosas a muchos lectores nuevos, a la espera de un
silencio más puro aún, sin contornos, sin fama, sin el murmullo inagotable de la fuente.
Silvio Mattoni
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El deseo disimulado
Máximo Mínimo de Adriana Musitano, Alción, Córdoba, 2009, 89 páginas.
Pensamos en las palabras máximo y mínimo como opuestos irreconciliables, como los
dos extremos de una larga línea de gradaciones y entonces el mundo que nos rodea parece un
lugar organizado donde cada sensación, cada sentimiento, cada deseo encuentra su lugar. Un
orden, ese del lenguaje, se despliega sobre ellos y los vuelve imaginariamente cognoscibles,
ciertos, diáfanos. Pero pronto el lenguaje mostrará la reversibilidad de su sintaxis y entonces
máximo y mínimo se reflejan, especularmente son lo mismo, el máximo de calor es el mínimo
de frío, el máximo de oscuridad, el mínimo de luz. Una delgada línea de sentido divide
entonces las palabras máximo y mínimo, línea que en la división revela la similitud y por lo
tanto la ineficacia del nombre.
Sin embargo, esa delgada línea abre el espacio de un sentido que escapa a las palabras.
Entre máximo y mínimo aparece así un pequeño resquicio por donde espiar ese significado
sin signifícante, lava en ebullición que serpentea entre los espacios de las palabras y que, a
pesar de su imposible aparecer en la página, les otorga a cada una de ellas su brillo, las vuelve
incandescentes en sus grafías, transformando la promesa en felicidad.
Así, en Máximo mínimo la página se abre, se estira e interrumpe la sucesión continua
para enfrentar el vacío como único lugar asignado, lugar de la espera y del encierro “sin
muros ni hiedras”. En ese espacio, las palabras se vuelven majestuosas señales y no es casual
la disposición simétrica que encuentran, ya que su deseo es sólo el reflejo, vanidad pura que
las disuelve en miles de gotitas refractarias de la luz. La conciencia de un lenguaje que en
apariencia oscila entre la afirmación y la negación se disuelve en esas gotas para demostrar la
inexistencia de cada una de ellas. “¡Basta ya de máximo y de mínimo!”, dice el poema y más
adelante: “ni máximo, ni mínimo”. Ante lo afirmativo del lenguaje, su reflejo negativo
evidencia el simulacro.
Así, cuando la afirmación y la negación pierden la discreción que las hace posibles, la
interrogación queda como única forma admisible en tanto desde su reparo nos muestra el
vacío. Ninguna pregunta encuentra su respuesta, porque la respuesta es imposible, puro eco,
efecto de sonido para mitigar la soledad. El vacío se hace habitable en la interrogación o
mejor dicho es sólo en la interrogación donde el vacío se quita su velo y se deja sospechar.
Preguntas sin respuestas avanzan así en esas páginas custodiadas por las palabras máximo y
mínimo: “¿Cómo se prepara uno para la infelicidad?” “¿De qué modo maquillamos nuestros
156
rostros para entrar en la tienda vacía del suicidio?” La respuesta imposible nos reafirma en el
lugar asignado y, como en el Gran Vidrio de Duchamp, cada pequeño detalle se transforma en
el correlato de una soledad imposible de alterar, del deseo imposible. Cada palabra, su
ubicación en la página, cada espacio en blanco, denotan esa soledad y el ejercicio de paciencia
al que el lenguaje nos somete una y otra vez: “deberé esperar” se dice como consigna: parada,
de rodillas, aguantar el suplicio, soportando la contemplación del dios, “deberemos esperar
hasta el anochecer”, vuelve a decirnos el poema. Pero en la página blanca el anochecer es sólo
significado aludido. Con la palabra anochecer nada se oscurece. En el blanco de la página, la
espera por el anochecer será constante y ¿hay algo más allá de la espera? Sólo el deseo vuelto
imposible. El deseo en su banda de Moebius como la máquina oculta de todo lenguaje. ¿Y no
dibuja el ritmo de la interrogación las vueltas de esa banda inagotable? ¿No son esas subidas y
bajadas de la voz en el aire aquello que deja al descubierto la repetición sin sentido, aquello
que evidencia la espera de lo que no se hará presente?
Así, en el espacio entre máximo y mínimo se ubica la pura interrogación, pero
también, su reverso inagotable y el cansancio de la dualidad contrapuesta: blanco o negro,
cerrado o abierto, calor o frío, palabra o silencio, máximo o mínimo. Oposiciones hechas de
la pura vanidad del lenguaje que la interrogación viene a desmontar.
El poeta Henri Michaux nos recuerda un proverbio chino que dice: “gobernad el
imperio como si frierais un pajarito”, es decir, hacer de la tarea más ardua la más sencilla,
volver pequeño lo grande, liviano lo pesado, encontrar la similitud entre gobernar y freir,
entre imperio y pajarito, entre el dragón y el escorpión .Trocar las palabras para alivianar el
mundo. También Máximo mínimo busca la unidad inasible, busca la reconciliación de cada
uno de los pequeños fragmentos en los que el sentido estalla cuando en el poema
interrogamos su materialidad. Busca, también, que la palabra presuntuosa deje de lado el
pesado y repetitivo atuendo y se muestre diáfana. En Máximo mínimo se repite el verso “Todo
se agota”, ¿y no es la poesía una lucha contra el agotamiento del lenguaje?, ¿una nueva
reconciliación entre la pequeña materialidad de la palabra y la inmensa inmaterialidad del
sentido?
Abro Máximo mínimo, lo leo una y otra vez, lo disfruto, me olvido del objeto libro, me
vuelvo cada una de sus señales, me disuelvo en sus páginas. Tengo la tarea de abrirlo a otros
lectores, invitarlos a nadar en cada palabra, instarlos a descubrir las constelaciones que
centellean en sus páginas. Abro este libro, pero no literalmente porque ahora las hojas blancas
nos invitan a encontrar su transparencia y en ellas se disuelve el binarismo del cartel que
indica abierto o cerrado. Abrirlo no es un gesto arbitrario, porque no es una tienda ni un
157
shopping, ni abierto ni cerrado, porque esto es un libro y una vez abierto es imposible de
cerrar.
Abro Máximo mínimo, sus letras me sorprenden: las emes se reflejan en las “o”, las
equis se vuelven vanidosos números romanos, los acentos desean saltar, pasear por los
diferentes tamaños. Pienso en la tipografía de esas letras, en Claude Garamond que por el año
1530 trazaba estos mismos caracteres, buscando la permanencia del dibujo en los duros
moldes de imprenta. Abro Máximo mínimo y me pregunto por lo que permanece y lo que
caduca. Por la felicidad que guardan los libros, por el deseo que disimulan.
Cecilia Pacella
158
El secreto de las Musas, Nahuel Vecino, Editorial Fureza, Buenos Aires, 2005, 96 páginas.
Aunque estas citas no parecieran, en ningún caso, aludir a un intento retrospectivo anclado en
un análisis meramente formal, ni tampoco a pretensiones de un ejercicio teórico sobre la
historia. Más bien, son una fisura en el tiempo y en el rumbo que el conocimiento ha
determinado para nuestras posibilidades perceptivas. Su interpretación pictórica de la historia
acontece sorpresivamente desde una escucha antigua, sus imágenes llegan en una voz lejana
alcanzada por el viento. Sus situaciones imaginarias insinúan las voces que vienen
ecualizando los ecos de un secreto. Vecino construye sus pinturas en la temporalidad de un
grito, de un llamado o de un susurro, así se acercan al presente revelando una señal.
Los cuerpos, son cuerpos desplomados en la tela, están aullando en el repertorio de
algún canto que les permite actualizarse y encarnar cuerpos nuevos. En ellos se manifiesta el
secreto. En los cuerpos que son, en la continuidad del espacio poético, al mismo tiempo
primitivos y contemporáneos. La representación carnal esta subsumida a cuerpos de cuerpos
que se engendran a sí mismos como encadenados en el misterio. Ellos cristalizan el
conocimiento olvidado, escuchan las voces y aproximan las visiones internas a los límites de
la piel. Son, de algún modo, corporalidades previas porque logran fisurar los restos de una
percepción fosilizada.
Mirar y escuchar son dos modos de la misma práctica meditativa. Cada rostro
retratado en las pinturas de Vecino se mantiene en un estado de atención ambiguo, los ojos
atienden hacia la exterioridad buscando mensajes en el aire, en la luz y en la complicidad de
un pájaro, pero también buscan recuperar en la interioridad aquella voz lejana. Por otra parte,
muchos de ellos, de los seres pintados, habitan el paisaje sometidos a un pantano o
desparramados en la maleza, en una feliz confusión del límite donde el ritmo de toda escucha
siempre se torna un canto.
Mariana Robles
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El confín desolado
escribir una fábula en la que la palabra propia y ajena finalmente se encuentran: “el que de mí
no ha nacido recrimina los aciertos de los equivocados: son los muertos los que cavan en mis
ojos la nieve de la historia y la relatan.”
¿Qué es lo que puede alumbrar la lengua? ¿El vacío de su origen? ¿La pesadilla del
presente? ¿Una predestinación desde las cenizas que deja para el futuro? Otro de los aspectos
que resalta en este libro tiene que ver justamente con la anterioridad de esa lengua, pero en
relación al instante de su realización total como poema. Qué hay en ella antes de que las
palabras se transformen en intensidades, parece ser otra de las formas de preguntarse por la
posibilidad oculta en el poema que convive con la misma muerte de la palabra. Remontando
la aventura imaginaria de Paul Celan, Malusardi alumbra ahora una imagen que se vuelve un
tanto significativa para cualquier acercamiento a la devastación sufrida por la palabra en los
avatares de la historia: “el agua de la madre espera allí donde el cuervo escribe su poema.”
Pensar entonces lo dicho y cada palabra empleada como una transparencia indeclinable sobre
el fondo negro que aguarda a la escritura, resulta ciertamente imposible; pues lo escrito
también es lo negado, lo escrito al mismo tiempo es la lengua asesinada; el poema entonces,
no puede aventurarse más allá de la pregunta fatal que le recuerda “cómo nombrar el cuerpo
que nos llega de a pedazos al poema.” Pero las páginas de un libro apenas si pueden
prometernos sus fantasmas, disuadirnos del miedo que ocultan. Sin embargo hay un momento
en el cual nada impulsa a seguir leyendo y menos aún a continuar escribiendo después de esta
educación en el dolor. Así nada se vuelve más rechazable que la experiencia de la destrucción,
la mudez y el abandono presente en el nombre del propio Celan; pero sin embargo, la palabra
concentrada alcanza para alumbrar un último abismo en el que nos espera una suerte de
sentencia que incumbe al destino de estas palabras exiliadas: “no hay vestigios de un aire
respirable tantas décadas después de tantas sangres se igualan a las sombras: la muerte es la
raza del poema”.
Negado el silencio para la poesía, pero encontrando en él la fuerza de su impulso,
Malusardi nos espera en el final de su libro con una anotación que se desliza sobre el terreno
minado de las figuraciones imaginarias que toda obra guarda para sí al momento de elaborar
una palabra final. En este caso es Kafka, la última máscara en el fondo de la noche, quien nos
alerta y nos persuade de atender a un destino literario que ni siquiera en su invención puede ya
evitar el lugar que la palabra se hace al amparo de la tristeza: “gregorio sabe: destino de kafka
derrumbe sobre el siglo”.
Carlos Surghi
162
Silencio y gloria
Un arte callado de Joaquín O. Giannuzzi, Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2008, 83
páginas.
Después de tratar de escribir durante una vida algo que se acerque a lo que se había deseado
hacer, ¿qué más puede quedarle por decir a un poeta de 80 años? Precisamente, “decir algo”,
porque ya la escritura, el procedimiento que se encontró, parece un hecho consumado. En Un
arte callado, los poco más de 50 poemas póstumos de Joaquín Giannuzzi, leemos otra vez las
escenas breves, los momentos en que una mirada observa las cosas triviales del mundo y,
entre ellas, el supuesto sujeto que está mirando. El “yo”, entonces, como una cosa, se mira y
así puede definirse, puede ser un destello sin explicación, una libertad imaginaria y
decepcionada, un error o una forma casual de la materia que por obra del azar se hizo
consciente, observadora, mortal. El “yo” se empequeñece ante las obras humanas, mucho más
que ante la así llamada naturaleza. En la ciudad, entre torres o justo antes de salir a la calle y
su tráfico, la mirada no posee lo que ve, sino que es acorralada por la desenfrenada
materialidad de los objetos. De modo que la conciencia, ese destello de luz entre dos nadas,
puede preguntarse si no son vanas todas las construcciones, “dinastías de objetos y de
máquinas”, al igual que los más evanescentes artificios, también más pretenciosos, que
llamamos poemas o música.
¿Qué quiere decir Giannuzzi a los 80 años, cuando anota estos poemas que nunca
vería publicados en un libro? ¿Quiere acallar el flujo parlante de un yo que pronto sería sólo la
realidad lingüística de algunos poemas? ¿Pretende aceptar que no hay nada más allá de la
ilusión que designa un sujeto, cuando apenas si la lengua indica su lugar de enunciación? La
conciencia como destello insignificante entre dos vacíos sería un error, una asimetría en el
devenir mecánico del mundo material. Y sin embargo, tengo otra impresión, que aumenta
hacia el final del libro cuyo ordenamiento quizás no estaba previsto así –pero, ¿acaso los
amigos que ordenan los poemas póstumos no siguen la misma necesidad que dicta cierto
continuo imaginario, esas afinidades poco evidentes de tan obvias que reúnen o acercan los
temas de lo escrito? La impresión, decía, es que Giannuzzi está como celebrando cada
momento, que el destello que conoce su insignificancia, el poema que describe la ineficacia o
la vanidad de su pequeño espacio verbal, se afirman en sí mismos. Hay una especie de carpe
163
diem en este libro último, pero no una exclamación o un grito que pronunciara la orden de
gozar, sino un susurro que alguien se dice a sí mismo: “te vas a morir, aprovechá este día”.
En un poema cuyo título ya suena celebratorio, “Aleluya del arroyo”, se afirma la
“Felicidad del arroyo que desciende entre las piedras/ cuando mi pie desnudo sumerjo en su
lenguaje”. La corriente de agua pareciera de alguna manera una palabra más coherente que la
del ser hablante. ¿Y a quién le parece? Nada menos que a otra cosa distinta del yo y que sin
embargo le pertenece, lo informa: su cuerpo. El pie en el arroyo, ése que está ahí
apaciblemente pensativo, se planta como una negación muda de la conciencia y sus ideas,
como una información incluso más constante que lo pensado. El poeta entonces, contra su
cuerpo que toca el agua, recuerda el flujo de ideas en su vida: la búsqueda de justicia, cierta
ingenuidad de esperar “un alimento verdadero para todos”; el combate con las ideas de otros,
la resistencia levantada para que el mundo persista; pero también la necesidad, la dura ley de
la historia, la reproducción de la desigualdad, las clases indiferentes a la carne inerme de los
individuos que las integran; o al final, el desengaño, el hallazgo de que en el yo se crispa el
conflicto, bajo la forma ilusoria de las más íntimas creencias. Las últimas consideraciones de
esa mirada retrospectiva apuntan al asilo subjetivo en una libertad formal, inexorablemente
personal, cuando el observador se encierra en la música, ahí donde no hay referencias, puro
lenguaje abstracto, puro deseo de libertad que se olvida del cuerpo, su dolor, su enfermedad,
sus pasiones combativas y autodestructivas. ¿Qué significa todo ese recorrido imaginario por
las etapas ideológicas de una vida? Nada más que un contraste, y al mismo tiempo un
paralelo, con respecto al arroyo que se está tocando. El arroyo corre pero en el fondo
permanece, su lenguaje no cambia, mientras que el cuerpo que se moja ha sido el soporte de
sucesivos cambios. No obstante, el arroyo sólo habla porque el cuerpo que se sumerge allí se
conecta con una conciencia, que a su vez sólo cree que ha cambiado porque se entrega a la
ilusión de ser un yo, un ser único. Pero precisamente “yo” es la palabra más universal,
abstracta y no referencial de todas; no pertenece a un idioma sino a la generalidad del
lenguaje. El hecho de que los hombres hablen, como el hecho de que el agua fluya, son
eventos dados, no decididos. ¿Qué conclusión saca Giannuzzi de su confrontación con el
lugar ameno, tan distinto a la violencia que se contempla desde la ventana en la ciudad? “Y
finalmente aquí, la certeza y el aleluya/ de este arroyo que desciende y no puede mentir/ y que
está inventando, para mi pie desnudo,/ la manera más tangible y menos convencional/ de no
morir.”
El cuerpo en silencio, por un segundo libre del pensamiento, sería una imagen de lo
que no muere. Pero la apariencia no deja entonces de ser derrotada por las repeticiones del
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habla y sus anuncios luminosos de la muerte para todos, bajo la forma denegada de la
desesperación cultural por ser joven. Ante esto, de vuelta en su piecita, el poeta anciano se
calla. En el poema que le da título al libro, acostado con su mujer, desnudo, aislado, el acto de
callar o hacer callar la conciencia se opone a la marcha parlanchina del mundo. Combatirla
sería unirse al murmullo general, ir a opinar adonde cada cual tiene su parte de razón y sólo
triunfa el reparto. ¿Será que lo político, como supone la filosofía actual, no consiste en la
suma de los discursos de la política sino en el retraimiento donde el habla puede ser lo que es
y mostrar su íntima composición de sonido y silencio? “Un arte callado”, en su apariencia de
oxímoron, implica la vinculación necesaria entre un orden dado a las palabras y el
silenciamiento de su murmullo; en palabras de Giannuzzi, “una ideología de lo callado” que
se opone “a la manera en que marcha el mundo/ según la pantalla de la televisión”.
Sin embargo, el viejo Giannuzzi no se olvida de las contradicciones inherentes a la
figura del poeta que calla, que se aísla de la “malvada música general” que reina en las
ciudades donde vive, puesto que su nota de silencio, su gesto, contribuyen al funcionamiento
de aquella generalidad. La música más propia, supuestamente más personal, se hunde a una
velocidad inusitada en el tráfico general, lo alimenta con su paso en otro ritmo, así como en
cierto poema la vieja y alegórica torre de marfil termina siendo un hueso del esqueleto del
poeta que le recuerda su identidad con la especie. Precisamente, el arte callado no salva de la
corriente general de las cosas, de la estupidización circundante, sino porque se pronuncia a
partir de un deseo del cuerpo, que es el cuerpo de otro. En un encierro que busca casi
exasperada, ansiosamente la distensión del sexo y que usa el arte para hablar del cuerpo
deseado, se encuentra la oposición a la música como mal, como ritmo de marcha forzada, su
reclamo y su carácter perseguidor. Hay varios poemas de amor en el libro, que no citaré, pero
que sostienen en el poeta de 80 años su última posición afirmativa, donde la poesía y el
mundo se ponen de acuerdo, por momentos.
Llamar a alguien “poeta” siempre suena algo impúdico, hasta podría esconder un
insulto, salvo que ese alguien esté muerto y sea un nombre confundido con su voz, con la que
imaginamos que nos habla al releer unos versos. Aquí, el poeta Giannuzzi se despide del
cuerpo, de la presencia, pero deja otra vez el testimonio material de que fue alguien. Ahora,
sólo es lo que escribió, no lo que creyó o tocó, pero su poesía comprueba que no creía ser más
que lo que hacía y que tocaba piadosamente todo para no desarmar la posibilidad de una
música en el instante. Los dos últimos y breves poemas del libro –de la sección de póstumos
que luego se completa con poemas publicados en diversas épocas y no editados en libros– se
titulan “Es verano” y “Magnificat”. En el primero, el poeta está en un valle, seguramente en
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Salta, donde lo sorprendió la muerte, el amor y quizá muchas otras cosas silenciosas que no
tienen nombre, y ante las montañas, el sol, escribe: “observo que estoy a la misma distancia/
de todos los puntos e instantes del horizonte circular”. Está solo, no un yo que piensa, sino
una mirada que confirma su ser. Como si preguntara, con Mallarmé, ¿qué quiere decir todo
esto? Y se respondiera: “éste es el centro subjetivo de algo,/ de algo más grande que
nosotros”. ¿Será una caída en lo teológico? No creo. En muchos antiguos pasajes de la obra
de Giannuzzi se planteó la ironía de que el lenguaje, cuando afirma algo, se acerca a la
teología, que por otro lado, en el presente, es un pensamiento imposible. Sin embargo, con
una sonrisa imaginable, el otro poema, “Magnificat”, le reza a algo que está en el lugar dejado
vacante por Dios y por los dioses. Lo divino se retrae, pero ¿qué hacer entonces con el deseo,
la risa, el ritmo corporal, con lo que existe? “Ven a mí gloria del mundo/ y ocupe tu música en
mi corazón/ el sitio que Dios ha abandonado.” La música del mundo podría ser, de nuevo, la
manera tangible en que aparece lo que no muere. O al menos lo que no se sabe mortal, el
lenguaje de lo que no piensa. ¿Para qué quiere Giannuzzi esa música abstracta, sin palabras ni
notas, de un horizonte en un valle salteño? Ya no hay fuerzas, la vida se acaba, se atestiguó lo
visible y lo pensable, se escuchó lo más propio y lo más ajeno. Y el poeta pide: “No me dejes
a solas/ con mi balbuceo terrestre/ soplando pequeñas palabras/ a través de las cuerdas
insípidas/ que sólo cuentan conmigo para perdurar.” ¿Y no representan acaso la gloria del
mundo los inagotables, imposibles, inevitables y a veces insoportables lectores de poesía? Allí
donde sopla Giannuzzi a los 80 años sus pequeñas palabras, para que perduren, para la mayor
gloria de la ausencia de sentido de todo, el aleluya del momento en que se vive.
Silvio Mattoni
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Bosque de palabras
Una niña que pasa sus días sola en el campo, entre los árboles, ve aparecer las palabras
desde las ramas, se acerca a ellas con cuidado, como si se tratara de mariposas, las contempla
y observa cómo, en cada una de ellas, sensación y pensamiento logran una armonía liviana y
efímera. No es la naturaleza hablando, es la posibilidad de estar en el lenguaje como quien
desde la rama más alta del árbol puede ver sólo hojas suspendidas que ocultan el suelo, pero
también los minutos, haciendo desaparecer el tiempo y el espacio. Es la posibilidad de estar
en el lenguaje como una niña que siente la levedad de su cuerpo sobre la flexible rama en el
momento más puro del ocio. Hojas como palabras forman una nube confortable para sostener
a la niña contemplativa.
En el árbol del lenguaje la niña cuelga una hamaca y el poema, consciente de su
finitud, se va formando en ese aire que oscila tras el balanceo. Pero si el árbol parece
permanecer indiferente a los juegos de la niña el poema será testigo del “transcurrir de su
larga vida enraizada” donde una niña puede descubrir sus ramas como brazos, sus hojas
verdes como misteriosos ojos que se confunden con los propios. Así, los primeros poemas de
este libro de Rosario Bléfari aparecen como singulares plegarias a esos árboles que al
nombrarlos sostiene el espacio de la poesía. Inmersas entre las hojas de los árboles, las
palabras juegan, olvidando la magnitud de su empresa, porque en la poesía de Bléfari las
palabras recuperan la fragilidad que las vuelve sonidos leves, testimonios de una voz en su
encuentro con el aire. Allí, flotando, ellas descubren su lugar porque en la más pura
materialidad se evidencia su ingravidez, aquello que las hace únicas e inaprensibles, su
capacidad de esconder todo el sentido en un aliento. Dice Bléfari, en el poema “Más abajo”:
“Esperar en mi casa que llegues a la tuya/ lo que decimos queda sonando toda la noche a la
distancia/ la oscuridad de algún cuarto se llena de luciérnagas rojas/ se escuchan vecinos que
gritan/ se encienden alarmas/ pero sólo brillan las palabras/ las que desvanecen la más pesada
carga.”
Las palabras transforman todo otro sonido en silencio y, como luciérnagas en la noche,
brillan y con su luz desvanecen lo pesado. La habitación que se llena de pequeños insectos
luminosos es el espacio del poema, de lo que permanece en el aire cuando los enamorados se
separan. La distancia se agota en ese espacio donde quedan retenidos esos misteriosos
centelleos de lucecitas, de palabras. Pero, ¿qué secreto las une?, ¿existe un secreto entre las
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Aira: El último escritor – Magris: Robinson y los libros – Dapuez: Ar – Serrichio: Un lento
aprendizaje – Thonis: Hay algo más que Jonás aquí – Pablos: Perfil del crítico literario –
Battán: Sensualismo y poesía en Poliziano – Agamben: El final del poema – Mattoni: Idea de
la poesía – Mandelstam: Pushkin y Scriabin – Celan: Coacción de la luz – Marteau: Estudios
para una musa – Carrera: Vespertillos de marzo – Schmidt: Observaciones – Vera: Panta Rei
– Browning: Poemas - Cassara: Tres poemas – Char: En una noche sin ornamento – Fogwill:
Sonetos – Oviedo: Relaciones – Géza Csáth: El silencio negro – Schilling: Diana y Nadia –
Tatián: Object trouvé – Bonnefoy: Las tumbas de Ravenna – Mié: Acción y justificación
Adorno: ¿Es jovial el arte? – Pacella: Orfandad y escritura – Orosz: Las infinitas moradas de
Dios – Jesi: Lectura del Barco Ebrio de Rimbaud - Mié: El conocimiento de las Horas –
Pablos: De los escritores – Carrera: Niños-Artaud – Garbino Guerra: Sueño y vigilia – Merrill:
Cuatro poemas – Thonis: No vienen avispas – Garay: Tiempo suspendido – Nappo: Género –
Lukin: El libro de las preguntas – Seguí: Estación – Szwarc: Bailen las estepas – Schilling:
Formas de ver el mar – Mattoni: Canéforas – Flaubert: Bibliomanía – Dapuez: Escatología –
Baron Biza: Leyes de un silencio – Serrichio: La luz blanca – Damiani: Salvo el poder todo es
ilusión – Quignard: Sucede que las orejas no tienen párpados – Gasquet: Bajo el cielo
protector – Zugarrondo: La poesía en el envite de la ética – Buchanan: La casa de la
escritura
Oviedo: ¿La literatura suspende la vida? – Szondi: Intento sobre lo trágico – Pablos:
Gombrowicz, un emblema menor – Mallarmé: Cartas a Eugène Lefébure – Mattoni:
Naufragio – Lelong: La doble relación mallarmeana – Fogwill: Lo dado – Bossi: Fiel a una
sombra – Ammons: Tres poemas – Anónimo: La vigilia de Venus – Merini: El pantano de
Manganelli – Freidemberg: Cantos en la mañana vil – Cassara: El colorado – Bompiani: Las
especies del sueño – Tatián: Tres cuentos – Taeko: Pez de metal – Calveyra: Palinuro –
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Duperey: El velo negro – Thonis: El caballero del Louvre – Garbino Guerra: El jardín
cercado de Dios – Orosz: Elogio de la arena
Del Barco: Homenaje mortuorio de Mallarmé a su hijo Anatole – Bataille: Aforismos – Lorio:
Acefalía, mimetismo y escritura – Surghi: Vermeer, o la geometría de las pasiones – Mattoni:
Memorias de un poeta ruso – Biset: Niebla. Una lectura de Jorge Luis Borges – Robles:
Joaquín Giannuzzi: secretismo – Bonnefoy: Sobre el concepto de hiedra (Prolegómenos) y
Notaciones sobre el horizonte – Boétie: Sonetos – Wittner: Lluvias – Lamberti: Expreso
Córdoba-San Francisco – Oyarzábal: Escritos en la cama – Walser: Viaje en globo y otros
relatos – Fogwill: Sueños – Reseñas
Meschonnic: Para terminar con esa moneda del sentido – Link: Esas poderosas cantantes
Mattoni: El exceso sublime del yo – Munaro: Robert Walser. Un mundo feliz – Surghi: Viel
– Pacella: Movimientos poéticos de Fogwill – Montale: Cuaderno de cuatro años – Llach:
Pequeña editorial de vanguardia – Césari: Hechos – Crespi: Árboles alineados – Santanera:
Sampling – Giordano: Tres poemas – Métraux: La antropofagia ritual de los tupinamba –
Reseñas
Mattoni: El banquete de la tribu – Starobinski: Día sagrado y día profano – Mallol: Infancia,
poesía – Magaril: En torno a Borges: una vida, de Edmund Williamson – Bentivegna: El otro
y el monstruo: una lectura de Edipo – Arce Blanco: Arnaldo Calveyra y su jardín alado –
Michaux: A distancia – Oliva: Poemas nuevos – Cassara: Nostalghia – Daghero: e piso dios –
Cuqui: D. I. F. M. M. – Piccolo: Juego del escondite – Klossowski: En los límites de la
indiscreción – Reseñas