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Seminario de ética procedimental

David Torres Bisetti

Corrupción, publicidad e historia en La paz perpetua

En el presente ensayo analizaré la relación entre corrupción y política desde la filosofía


kantiana y, específicamente, examinaré el papel que desempeña la historia en la noción de
“progreso moral”, a partir de la relación entre teleología y derecho propuesta en la primera parte
del curso. Para el análisis propondré algunas consideraciones preliminares en torno al
problema de la corrupción desde la reflexión política kantiana: en primer lugar, resumiré la
distinción entre político moral y moralista político, tal y como el filósofo de Königsberg la
presenta en Hacia la paz perpetua. En segundo lugar, examinaré la contradicción entre el
fenómeno de la corrupción política y la segunda formulación del imperativo categórico kantiano.
En tercer lugar, exploraré brevemente la categoría de “publicidad” como espacio de realización
de la política. Finalmente, volveré sobre el papel que desempeña la historia en el devenir del
político moral y la necesidad de pensar en los retos de interpretación y elaboración conceptual
que nos deja la antinomia del derecho de propiedad en la filosofía kantiana.

En el apéndice I, “Sobre el desacuerdo entre moral y política en relación a la paz perpetua”,


Kant señala que, a menos que se tome a la moral como una doctrina general de la prudencia,
es decir, una teoría de las máximas convenientes para discernir los medios más propios de
realizar cada cual sus propósitos interesados, es necesario que haya un acuerdo entre la
aplicación de la doctrina del derecho, es decir la política, y la teoría de dicha doctrina, es decir,
la moral. A la luz de esta necesidad, el filósofo alemán va a establecer una distinción
fundamental entre los tipos de gobernantes o funcionarios del Estado a partir, precisamente, de
la forma cómo estos conciben la relación entre la moral y la política:

si se cree que es absolutamente necesario unir el concepto del derecho a la


política y hasta elevarlo a la altura de condición limitativa de la política, entonces
hay que admitir que existe una armonía posible entre ambas esferas. Ahora
bien, yo concibo un político moral (moralische Politiker), es decir, uno que
considere los principios de la prudencia política como compatibles con la moral;
pero no concibo un moralista político (politische Moralist), es decir, uno que se
forje una moral ad hoc, una moral favorable a las conveniencias del hombre de
Estado. (ZeF, 372)

Efectivamente, por un lado, el político moral será quien suscriba los mandatos de la razón
como fundamento último de su acción y, en ese sentido ajusta su actuar político a los principios
objetivamente necesarios de la moral. El moralista político, por el contrario, acomoda la moral a
la política y a sus intereses particulares y subjetivos. En ese sentido, lo que hace es negar la
propia moralidad, al relativizarla y privatizarla. Así, como señala Pérez, las categorías de
universalidad y deber “dan paso al beneficio propio o interés particular, inaceptables incluso en
una autentica política en cuanto rama del derecho aplicado, que mira al bienestar de la
sociedad nacional como totalidad e incluso de la humanidad entera.” (Pérez, 1989: 152)

El moralista político del que habla Kant no cree en el progreso humano hacia la moralidad o la
libertad racional y por eso eterniza la violación del derecho. Esta clase de políticos pone en
práctica una teoría inmoral de la Staatsklugheit, a partir de los principios: “actuar primero y
justificar después (Fac et excusa); “si hiciste algo, niégalo” (Si fecisti, nega) y la máxima
atribuida a Julio César, “divide y reinarás” (Divide et impera), que carecen de cualquier
fundamentación moral. El moralista político, es decir el político que acomoda los principios
morales a sus intereses políticos, subordina sus principios morales a sus objetivos políticos (es
decir “pone el carro delante de los caballos”), anulando por eso mismo “su propio propósito de
reconciliar la política con la moral” (ZeF, 376).

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El político moral, en cambio, debe someter los posibles vacíos o vicios legales a los principios
del derecho natural, tal y como la razón los representa, incluso dejando de lado su propio
egoísmo. Esta es, según Kant, la máxima fundamental que debe seguir el político moral, a
saber, respetar y proteger el orden constitucional a partir del ejercicio de una prudencia política
acorde con los principios de la moral.

Este principio, que se expresa en la máxima fiat iustitia, pereat mundus (hágase justicia aunque
perezca el mundo) significará para Kant que las máximas políticas no deben fundarse en la
perspectiva de felicidad y ventura que el Estado espera obtener de su aplicación ni en los fines
que se haya propuesto conseguir un gobierno, sino que deben, por el contrario, partir del
concepto puro del derecho, del ideal moral del deber, cuyo principio a priori viene dado desde
la razón pura, “sean cualesquiera las consecuencias físicas que se deriven” El filósofo de
Königsberg expresa esta tesis de una manera más clara hacia el final de esta pequeña obra:
“La verdadera política no puede dar ningún paso sin antes rendir homenaje a la moral, y
aunque la política es en sí misma un arte difícil, su unión con la moral ni siquiera es un arte: tan
pronto como ambas entran en conflicto, la moral corta el nudo que la política no puede
desatar” (ZeF 380)

Por su parte, el moralista político pone en práctica lo que Kant denominará la “política de la
serpiente” por la que este termina utilizando a las personas como medios para sus fines
privados. En este sentido, la inmoralidad de su acción se encuentra determinada por la
negación del “imperativo de la dignidad”, por el cual la humanidad como fin en sí mismo
constituye un principio universal y, por lo tanto, objetivo de la acción. El moralista político, así,
plasma en su acción las máximas de la sagacidad que destruye el orden en la sociedad civil,
auspicia la corrupción y la falta de transparencia, y destruye la paz perpetua entre los hombres
y las naciones. De esta manera, “la inmoralidad le da cauce directo a la corrupción, ya que los
políticos corruptos ven a la moral únicamente como un problema técnico que carece de
importancia en la vida política. (Flores, 2008: 50)

En este sentido, desde la lectura kantiana, la forma de identificar un político moral será cuando
este vea a sus semejantes como fines en sí mismos, y no como simples medios u objetos
carentes de dignidad. Si el político considera a los hombres como fines, actúa moralmente en
la medida en que busca constituir un “reino de fines”. En caso de prevalecer un gobierno
republicano dentro del Estado “existen mayores condiciones de posibilidad de privilegiar a la
moral por encima del pragmatismo, lo que a la postre puede figurar un político que le rinda
tributo a la moral, así como al derecho.” (Flores, 2008: 46) Así, si este tipo de político no
desconoce la moral y el derecho, se encontrará en posibilidades de utilizar el principio de
publicidad propuesto por el propio Kant, en tanto principio que coadyuva a desplazar la
corrupción de la vida pública y privada.

El principio o imperativo de la publicidad kantiano sostiene que “Las acciones referentes al


derecho de otros hombres son injustas, si su máxima no admite publicidad.” Es decir, en la
medida en que un político se encuentre en una situación de ofrecer razones al pueblo sobre
las tareas del gobierno, este tiene la obligación de hacerlo. Kant enfatiza que dicho imperativo
no es únicamente un principio ético, i.e.,perteneciente a la teoría de la virtud, sino además un
mandato jurídico, relativo al derecho de los hombres:

En efecto; una máxima que no puedo manifestar en alta voz, que ha de


permanecer secreta, so pena de hacer fracasar mi propósito; una máxima que
no puedo reconocer públicamente sin provocar en el acto la oposición de todos a
mi proyecto; una máxima que, de ser conocida, suscitaría contra mí una
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enemistad necesaria y universal y, por tanto, cognoscible a priori; una máxima


que tiene tales consecuencias las tiene forzosamente porque encierra una
amenaza injusta al derecho de los demás. (ZeF, 381)

Este principio de publicidad se encuentra asentado en los fundamentos del Estado liberal, a la
luz de la idea kantiana de autonomía, entendida como la capacidad de hacer uso de la propia
razón. Efectivamente, en la medida en que al hacer un uso público de esta se buscan y se
ofrecen razones para entablar el diálogo entre los ciudadanos, es decir, entre gobernantes y
gobernados, para deliberar las acciones de gobierno adecuadas que persigan el interés de los
habitantes de la república, en ese sentido es posible afirmar que la publicidad supone la
condición de posibilidad para el ejercicio de la ley en correspondencia con los mandatos
morales.

Ahora bien, si es posible afirmar que la transparencia en los asuntos públicos de la clase
política promueve el progreso hacia lo mejor, en la medida que ello limita a los gobernantes en
sus malas conductas y el pueblo forma parte de las discusiones públicas (Flores, 2008: 60),
entonces es necesario admitir, por un lado, que el debate público entre ciudadanos racionales
constituye el medio para buscar un progreso moral efectivo y, por otro, que dicha dinámica
descansa en el devenir histórico de la relación entre moral y política. Como señala Sevilla, el
progreso moral es “sólo posible, bajo el supuesto de una existencia y personalidad duradera
en lo infinito del mismo ser racional”; pero la idea de progreso histórico postula un tiempo
distinto, a la vez, racional e histórico-fenoménico. (Sevilla, 1989: 254) Efectivamente, esta
dimensión “no constituye únicamente el tiempo empírico de los fenómenos pasados, sino el
tiempo de todos aquellos fenómenos que resultan significativos desde el punto de vista del
progreso de la racionalidad práctica en el pasado, en el presente o en el futuro". (Ibid. Loc.
Cit.) Así entendida, esta idea de progreso moral va a introducir el problema de establecer
criterios de racionalidad para que una acción política presente contribuya al progreso racional
de la especie en el futuro.

Por su parte, además de constituir una confrontación de intereses materiales, el conflicto


político será también una “lucha por el reconocimiento de la autonomía del individuo en su
relación con los otros”. Así, y en tanto aplicación de la teoría del derecho, como anota Serrano
Gómez, “la política representa la actividad encargada de perfeccionar el orden civil, y esta
función la puede realizar porque, antes de ser una técnica de gobierno, la política es un
conflicto entre los que pretenden obtener y mantener el monopolio del poder, para su provecho
particular, y los que tratan de liberarse de ese dominio.” (Serrano Gómez, 2004: 193)

En este sentido, como señala Sevilla, pensar la política como parte de la filosofía de la historia
va a demandar algunos supuestos específicos que enumeramos a continuación: a) que la
política tiende a la perfección de la especie, aunque sea de forma regulativa; b) que debe,
además, apoyarse en una ciencia del pasado histórico; c) que, en consecuencia, ha de ser
inseparable de una teoría general de la evolución social de la especie; d) que esta última no ha
de limitarse a “lo que es”, sino que ha de referirse a lo que “debe ser", para cumplir con el
mandato de la primera crítica; e) que todo ello ha de ser convertible con una teoría general de
la racionalidad, que dé cuenta de la estructura global de la misma, de sus condiciones de
validez, y de sus intereses últimos. (Sevilla, 1989: 263)

En este sentido, si bien la idea de historia es un supuesto, no es estrictamente un postulado.


Efectivamente, las normas morales postulan la existencia de la libertad en la medida en que
regulan acciones realizadas por un sujeto responsable bien delimitado. Pero este sujeto no se
corresponde con la noción de especie humana, a menos que lo entendamos a partir de la idea
de un sujeto universal hegeliano “a la vez necesario y libre, que el sistema crítico como tal no
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está en condiciones de postular”. (Ibid. 255) No obstante, a partir de este idea de progreso
histórico podemos examinar la relación entre teleología y derecho, tal y como la anota Yovel en
Kant and the Philosophy of History. Según el filósofo israelí, la historia es el sustrato donde se
asume que la acción humana crea una síntesis progresiva entre las exigencias morales de la
razón y el mundo de la experiencia. Debe, así entendida, servir como un principio de
totalización, transformando gradualmente las formas básicas del mundo político, moral y
cultural. Kant, afirma Yovel, entenderá ese principio totalizante como el bien supremo (summun
bonum), un ideal racional que constituye el principio regulativo de la historia. Así, el llamado
imperativo especial kantiano, “actúa de manera que promuevas el bien supremo en mundo”
puede ser llamado propiamente un “imperativo histórico”, el cual además manifiesta el fin moral
de toda la humanidad.

Bibliografía

Flores, M.- Espejel, J. (2008) Corrupción y transparencia: una aproximación desde la filosofía
política de Immanuel Kant. En Espacios Públicos, vol. 11, núm. 21, pp. 44-63

Kant, I. (2007) Hacia la paz perpetua. Un proyecto filosófico. Buenos Aires: Universidad
Nacional de Quilmes

Muguerza, J.-Rodriguez, R. (Eds.) (1989) Kant después de Kant. Madrid: Tecnos.

Pérez, A. (1989) Moral y política en Kant. En Revista de Filosofía, Universidad de Zulia, Num.
13, pp. 147-159

Serrano Gómez, E. (2004) La insociable sociabilidad. Madrid: Tecnos

Yovel, Y. (1980). Kant and the Philosophy of History. Princeton University Press

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