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Llamados a una vida nueva

Tiempo de amor y de gracia

Vicente Borragán Mata

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Introducción

La mayoría de nosotros somos cristianos desde niños, pero, ¿cómo vivimos nuestra
relación con el Señor? ¿Quién ocupa el primer lugar en nuestras preferencias? ¿Qué es lo
capital, es decir, lo que nos trae de cabeza? ¿Qué es, ahora mismo, lo más importante de
nuestra vida? ¿Qué es lo que más valoramos? ¿Qué es aquello a lo que no
renunciaríamos por nada del mundo? ¿La salud, la familia, el trabajo, la posición social,
el bienestar, el dinero, el pasarlo bien? ¿Dejamos alguna rendija por donde infiltrarse en
nosotros? ¿Estamos tan contentos de ser como somos? ¿No sentimos la necesidad de
vivir una vida nueva y mejor? ¿No nos hace estremecer esa voz misteriosa que nos llama
en lo más profundo de nuestro ser? ¿Qué nos ha pasado a la mayoría de los cristianos?
¿Por qué más del ochenta por ciento ha abandonado toda práctica religiosa? ¿Ya no atrae
a nadie el Resucitado? ¿Ya no nos dice nada su triunfo sobre la muerte? ¿Nos hemos
resignado a vivir y a morir sin esperanza alguna? ¿No habrá posibilidad de vivir una vida
nueva y mejor?
Muchos de nosotros hemos vivido en un ambiente donde el cristianismo ha tenido un
cierto influjo. Pero la cultura cristiana no es el cristianismo. Hace unos años, Fernando
Fernán Gómez decía algo parecido a esto en unas declaraciones: «No percibo que haya
cristianos cerca de mí. No veo que haya muchos que crean y que sigan en verdad a Jesús.
Veo a hombres que van a la iglesia, que practican algunos ritos y que cumplen algunas
normas, pero nada más». La mayoría de los bautizados viven ajenos a toda práctica
religiosa, alejados de Aquel que puede dar un sentido pleno a su vida. El enemigo está
dentro, disfrazado de indiferencia, de ignorancia, de desgana o de apatía. Pero incluso
los que se mantienen en contacto con la Iglesia viven su vida cristiana únicamente en lo
que se refiere a la misa y a la práctica de los sacramentos, más que en lo que se refiere a
Jesús. Cumplen una serie de ritos religiosos y con eso se dan por satisfechos. Pero Jesús
no es el eje en torno al cual gira su existencia. Muchos no saben ni quién es ni lo que ha
hecho por nosotros, ni qué es la gracia ni los sacramentos, ni la oración ni la entrega a
los demás, sino que viven encerrados en su mundo, ajenos casi por completo a Dios.
¿Qué tendrá que hacer el Señor para despertarlos del letargo en que viven?
Santa Catalina de Siena escribió un día una carta a un cardenal de su tiempo y en ella
le decía que sobre el cuerpo de la santa Iglesia habría que emitir «un bramido tal» que
despertara a todos los hijos que yacen muertos dentro de ella. Según la creencia popular
de su tiempo, el león tenía el poder de resucitar con un rugido poderoso a los leoncillos
que habían nacido muertos. ¿Qué bramido tendría que dar el Señor para sacar a tantos
hombres de su apatía y de su lejanía? ¿Qué palabra podría conmoverlos hasta los
cimientos mismos de su ser? ¿Perdón, amor, gracia, salvación, eternidad, vida sin fin?
Sí, todas juntas, una tras otra y, por encima de todas, su Palabra hecha carne, Jesús,
Señor y Salvador.

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Pero mis ojos se dirigen también a esa legión de hombres y mujeres (sacerdotes,
monjes, religiosos, religiosas y fieles laicos) que se esfuerzan por conquistar la
perfección y conseguir su salvación a base de obras y de méritos, de ascesis y de
renuncias. Seguramente el Señor los mira con una misericordia infinita, pero habría que
obligarles a hacer un alto en su camino. Porque en el mundo sobrenatural en el que nos
movemos, el hombre no puede conseguir nada con sus esfuerzos, sino que todo es
regalado gratuitamente. Hemos querido comprar la gracia y la santidad a base de
méritos y de obras humanas, pero esa perfección no se consigue a base de ascesis ni de
renuncias, sino por pura gratuidad. En la vida cristiana el don precede a la exigencia, la
gracia al esfuerzo humano, la obra de Dios a las obras del hombre. Antes de que nosotros
podamos hacer nada por él, él ya lo ha hecho todo por nosotros. Entonces, ¿qué bramido
debería dar el Señor a esos hombres generosos y entregados para pararles en su camino y
orientarles definitivamente hacia Él? ¿Qué palabra sería esa? Una palabra que agarra al
alma por entero: gratuidad. Todo es gracia derramada, gracia inmerecida.
Todos estamos llamados a vivir una vida nueva. De los escombros del hombre
antiguo tiene que nacer un hombre nuevo. Pero, ¿es posible recomenzar después de
haber vivido tan alejados del Señor? ¿Es posible enderezar el camino por el que hemos
marchado? ¿Es posible encontrar a alguien que nos acompañe y nos anime, un grupo o
una comunidad con la que hacer camino en esa marcha hacia la tierra de la promesa? Sí,
lo hay. Entre los numerosos movimientos que han surgido en la Iglesia después del
concilio Vaticano II aparece una flor callada y humilde que, sin hacer mucho ruido, está
transformando la vida de millones de hombres y mujeres de nuestros días. Se trata de
una corriente de gracia que conocemos con el nombre de Renovación Carismática, que
está pasando como un vendaval sobre esta inmensa llanura del mundo, llena de huesos
calcinados y resecos, inundándolo todo de vida. Estas páginas son una sencilla
introducción a esa nueva vida en el Espíritu, vivida en el amor de Dios, bajo el señorío
de Jesús y la guía del Espíritu Santo, en la acción de gracias, en la alabanza y en la
gratuidad. Sólo el Señor puede llevarnos de lo bueno a lo mejor, y de lo mejor a lo
sublime. Si quieres vivir una vida nueva, ven, que te esperamos.

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Capítulo 1
Hacia una vida nueva

Seguramente no ha existido ni un solo hombre que, antes o después, en un momento o en


otro, no se haya preguntado: ¿quién soy yo? ¿Qué soy yo? ¿De dónde vengo? ¿Adónde
voy? ¿Soy un ser venido a la Tierra por puro azar o alguien me ha creado? ¿Terminará
todo con la muerte? ¿Se acabará todo con el último suspiro? ¿O hay todavía alguna
esperanza?
1. El hombre, una criatura de Dios
Un día, el filósofo Arthur Schopenhauer caminaba por la calle, absorto en sus
pensamientos, cuando, de repente, tropezó con un hombre. Y aquel buen hombre,
bastante enfadado, le preguntó: «Y después de todo, ¿quién es usted?». Y el filósofo,
sumido todavía en sus meditaciones, le respondió: «¿Que quién soy yo? ¡Daría cualquier
cosa por saberlo!».
Los autores sagrados contemplaron con ojos de asombro a esta pequeña criatura
humana, imagen y semejanza de Dios, pero hecha del polvo de la tierra. El hombre es
como una flor que brota y se marchita, como un rocío que se evapora, como una hoja
que cae, como un vestido roído por la polilla; carne que gime y se estremece, carne débil
y caduca. Su vida es como un suspiro; su vigor, si lo tiene, es pasajero. Es un vaso
maravilloso, pero hecho de arcilla; sus días, apenas iniciados, se encaminan hacia la
muerte. Se va y no retorna. Muere, se descompone y se mineraliza[1].
Si todo terminara con la muerte no habría nada más que decir. Pero el hombre de
todos los tiempos «no se ha resignado a su desaparición», sino que ha soñado con un
más allá dichoso y sin fin, como si en su código genético hubiera recuerdos de otras
tierras. Y aunque la muerte sea una experiencia lacerante e hiriente, todavía hay algo que
susurra en su interior: «Si hay sed, tiene que haber una Fuente».
Todo hombre es un eterno buscador de felicidad. Como un animal de presa, la rastrea
por doquier. Pero, después de tantos siglos de historia, el hombre no es feliz. La
humanidad ha sido un campo de experimentación, «un conejillo de indias». Hemos
probado las religiones y la filosofía, la ciencia y la técnica, el poder y la riqueza, pero el
perfume que buscamos no está en nada de aquello que investigamos o sometemos a
prueba. Nada colma nuestra hambre y nuestra sed. La brújula de felicidad humana está
desquiciada, girando locamente. Tenemos que hacer un alto en nuestro camino y mirar
en otra dirección. ¿Qué sucedería si pusiéramos nuestros ojos en Dios?
Podemos tener la impresión de que Dios nos ha dejado abandonados en esta pampa
infinita. Pero Él se ha dirigido a nosotros con palabras amables, como una madre a sus
hijos. No todos los caminos acaban en la tumba. Desde hace ya dos mil años el

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cristianismo proclama a voz en grito que Jesús ha vencido a la muerte. Ahí están sus
palabras, y ahí está, aunque sea muy difuminado, todo lo que él hizo y todo lo que él ha
puesto en marcha. Alguien nos espera al final de nuestra peregrinación. Una vida nueva
y eternamente feliz será nuestro destino. Allí, el cansancio dejará paso al reposo, la
soledad a la compañía, el hambre a la saciedad, lo pasajero a lo eterno, la muerte a la
vida. Ese es el único rayo de luz que se filtra por el túnel de nuestras tinieblas. Un grito
de aliento en medio de la noche: «Yo soy el camino, la verdad y la vida». Y tras él
caminamos, con la mochila cargada de muchas cosas, con nuestros dolores y miedos,
pero también con un ansia infinita de verle un día cara a cara, tal cual es.
2. Jesús, origen de la vida nueva
Cuando nos presentan a un hombre cualquiera, nos fijamos en su aspecto exterior, en sus
modales y en su manera de expresarse. Nos enteramos de su nombre y de su
procedencia, de lo que es y de lo que hace. Pero, más allá de esa presentación externa,
nos gustaría echar una mirada a su interior para saber quién es realmente el hombre que
tenemos delante y llegar a un conocimiento profundo de él. Eso es exactamente lo que
tenemos que hacer con Jesús. No basta con conocer algunos de sus dichos y hechos, su
pasión y su muerte. Hay que mirarle a fondo y entrar en su intimidad. Hay que llegar a
un cara a cara con él.
Pero los evangelios están llenos de lagunas informativas: no sabemos exactamente en
qué año nació, ni cuándo comenzó su ministerio público, ni cuánto duró, ni cuándo
murió; no sabemos cómo era físicamente, si era alto o bajo, rubio o moreno, fuerte o
débil. Lo único que podemos decir es que era uno de tantos, un judío de aquella época:
hablaba y vestía, comía y bebía, se cansaba y se fatigaba, tenía hambre y sed como todos
los demás. Nadie pudo sospechar que fuera más que un hombre, «nacido de mujer,
nacido bajo la ley».
Pero, ¿quién es, en realidad, Jesús? ¿Cuál es su documento de identidad? ¿Cuáles son
sus credenciales? ¿Cómo se vería él mismo?
Jesús no pudo hacer una afirmación clara y rotunda sobre su divinidad, sino que tuvo
que hacer su presentación muy lentamente, paso a paso, gesto a gesto, manifestándose y
ocultándose al mismo tiempo, porque nadie podía entender por entero el misterio de su
persona. Pero, a lo largo de su ministerio, fue haciendo algunas afirmaciones
escandalosas para los hombres de su tiempo: se presentó como superior a los patriarcas,
a los reyes y a los profetas, al sábado, a la ley y al templo; se atrevió, incluso, a perdonar
los pecados y a dirigirse a Dios con una palabra que debía sobrecoger a los que se la oían
pronunciar: abba (término arameo que significa algo semejante a nuestro papa o papá en
labios de un niño). ¿Quién podía ser aquel que era más grande que los patriarcas, que los
reyes, que los profetas, que el sábado, que la ley y que el mismo templo de Dios? ¿Quién
era aquel que se atrevía a perdonar los pecados y a llamar papá a Dios? ¿Quién era aquel
que dominaba a los elementos de la naturaleza y a los espíritus, a la enfermedad y a la
muerte? ¿Quién era aquel que se atrevió a presentarse como el camino, la verdad y la
vida? ¿Quién era aquel de quien sus discípulos proclamaron que había resucitado y había

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vencido a la muerte?
¿Quién es ese sencillo judío, llamado Yeshúa, que vivió, hombre entre los hombres,
como un artesano, trabajando con sus propias manos o caminando por los caminos de
Palestina, comiendo su pan y su pescado y, llegada la tarde, descansando en una estera
de juncos, envuelto en su manto, tan parecido en todo a cada uno de nosotros? ¿Quién es
ese hombre, cuya voz ha sonado más fuerte que la de todos los poderosos de la tierra?
¿Quién es ese hombre, alrededor del cual se han reñido las más duras batallas de la
historia? ¿Quién es ese hombre que se ha convertido en la piedra angular de la
humanidad, de tal manera que arrancarlo de la historia sería conmoverla hasta sus
cimientos?
Estando un día en la región de Cesarea de Felipe, Jesús preguntó a sus discípulos:
«¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre? Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?»
(Mt 16,13-15).
Los discípulos debieron quitarse la palabra unos a otros para decirle lo que la gente
pensaba de él: «¿Sabes? Unos dicen que eres Juan el Bautista, otros que Elías, otros que
Jeremías, otros que alguno de los profetas antiguos». Pero a Jesús no le importaba
mucho lo que la gente pudiera pensar de él. Los miró a los ojos y les preguntó: «Y
vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Seguramente hubo un silencio tenso durante
algunos momentos. Nadie se atrevía a responder. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo decir en una
palabra quién era Jesús? Finalmente Pedro, inspirado por el Espíritu, le respondió,
diciendo: «Tú no eres un hombre, ni un superhombre, ni siquiera el más grande de los
hombres. Tú no eres un profeta, ni siquiera el más grande de los profetas. Tú eres el
Cristo, el Ungido de Dios, el Sí de Dios a todas sus promesas, el Amén a todos sus
juramentos. Y el hecho de que tú estés aquí lo cambia todo. Ya no hay nadie a quien
esperar. Sólo tú tienes palabras de vida eterna. Sólo tú eres nuestro Señor y nuestro
Salvador».
San Juan expresó de una manera extraordinaria lo que se ocultaba detrás de aquel
carpintero: «Al principio ya existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios, y la
Palabra era Dios... Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,1.14).
Eso es lo que nos dice en la primera página de su evangelio. Antes de que las estrellas
comenzaran su andadura, junto a Dios había alguien, vuelto cara a cara hacia Él: era su
Palabra. Todo lo que ha existido, existe y existirá ha recibido su ser de ella. Pues bien, en
un momento determinado de nuestra historia y en un punto concreto de nuestra
geografía, la Palabra atravesó todos los umbrales, rompió todas las barreras, dio un salto
infinito desde la eternidad al tiempo, se metió en nuestra tierra y en nuestra naturaleza
humana, y se hizo un puñado de músculos, un hombre como cualquiera de nosotros. En
Jesús se han juntado para siempre el cielo y la tierra, la divinidad y la humanidad, Dios y
el hombre, lo eterno y lo contingente. Aquel chiquillo a quien todos veían, aquel joven
con quien todos hablaban y cuyos servicios utilizaban... era Dios con nosotros. Nadie
había visto a Dios hasta que se hizo visible en Jesús. Esa ha sido la experiencia cristiana
desde el principio. En Jesús descubrimos el verdadero rostro de Dios. Ese es el secreto
de todo.

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Pero Jesús murió colgado en una cruz, como un vulgar esclavo del Imperio romano.
Cuando la piedra fue rodada sobre su sepulcro, todos debieron de pensar que su historia
había terminado para siempre. ¿Por qué las tinieblas ganaron la partida a la luz? ¿Por qué
aquella historia de amor tuvo que terminar tan trágicamente? Por una sencilla razón:
porque él tenía que entrar personalmente en ese castillo infernal, desde donde la muerte
dominaba y esclavizaba al hombre. Ya no eran suficientes palabras y promesas por parte
de Dios. El hombre necesitaba una prueba de que la muerte era vencible. Quería ver con
sus ojos, tocar con sus manos. Pero, ¿qué sucedió al tercer día? El cielo poderoso bajó a
la tierra, el Espíritu sopló sobre aquel cuerpo y la vida retornó a él. Gritos de victoria se
oyeron en la mañana de Pascua en nuestra tierra: «Muerte, ¿dónde está tu victoria?
Muerte, ¿dónde está tu aguijón?» (1Cor 15,55). «Tú te creías la reina. Picabas y no había
remedio contra tu veneno. Pero, ahora, alguien te ha vencido, alguien te ha derrotado
para siempre». Por eso, si Jesús ha sido capaz de vencer a la muerte es que nada ni nadie
se le puede resistir. Todo lo que ha dicho y prometido es creíble hasta en sus más
mínimos detalles, todos los sueños pueden convertirse en realidad. Porque si la muerte
ha sido derrotada, ¿quién podrá poner fin a nuestra esperanza? ¿Qué se puede esperar
más allá de un triunfo sobre la muerte? ¿En qué se convertiría el cristianismo si
quitáramos la resurrección de Jesús? ¿Qué sería nuestra fe si Cristo no fuera más que un
cuerpo muerto para siempre? Un desastre inimaginable. Pero ese es precisamente el
aspecto más glorioso del cristianismo. Con la resurrección de Cristo ha comenzado una
movida impresionante para el hombre: hemos pasado del reino del pecado al reino de la
gracia, del dominio de la muerte al señorío de la vida. Más allá de la nada está la vida,
está el Todo, está el poder de Dios. ¿Cuándo? ¿Cómo? No lo sabemos. Al final de los
tiempos, el día que Dios haya decidido, el último día, el día de la venida del Señor.
El cristianismo no se mueve en el terreno de las ideas, sino en el de los hechos de
Dios en la historia. Eso es lo que la razón humana no puede aceptar: que el Trascendente
se haya hecho condescendiente, que el Altísimo se haya rebajado, que el Eterno se haya
hecho tiempo, que Dios se haya hecho una carne como la nuestra. Por eso son
comprensibles todos los esfuerzos por reducirle o por rebajarle, por hacer de él un simple
maestro o un gran hombre, con tal de no dar ese salto que resultaría tan peligroso: ¿Y si
de verdad fuera hijo de Dios? Si sólo fuera un hombre en el que Dios hubiera actuado, el
cristianismo saltaría hecho pedazos y se reduciría a un montón de escombros. Pero Jesús
no es un hombre en el que Dios haya actuado, sino Dios mismo actuando sobre el
hombre. La fe cristiana de todos los tiempos lo ha proclamado a una sola voz: «Dios de
Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma
naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho. Que por nosotros los hombres y por
nuestra salvación bajó del cielo».
Por eso, hablar de una vida nueva sin referencia a Jesús y a su resurrección sería
emprender una aventura destinada al fracaso. Hablamos de una vida nueva, precisamente
porque Jesús ha vencido a la muerte y nos ha hecho partícipes de su triunfo. Lo sepamos
o no, lo admitamos o no, estamos ya resucitados: el pecado ha sido derrotado, la muerte
ha sido vencida, las puertas del cielo han sido abiertas de par en par. A partir de ahí

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todos los caminos y todas las posibilidades se abren ante el hombre.
3. El kerygma o la predicación
Si los discípulos de Jesús no «hubieran visto con sus ojos y tocado con sus manos» su
triunfo sobre la muerte, todo podría haber terminado con una cruz en el fondo. Pero la
resurrección cambió su vida por entero. ¿Cómo callar lo que habían visto? ¿Cómo no
compartirlo con todos los hombres? ¿Cómo no correr por todo el mundo con aquella
alegre noticia? Pero, por otra parte, ¿cómo hablar de él?, ¿cómo presentarle?, ¿cómo
proclamar lo que había sucedido?
En el libro de los Hechos de los apóstoles, san Lucas ha conservado cuatro pequeños
discursos de san Pedro, pronunciados en los primeros días después de la Resurrección. Si
los leyéramos ahora en alta voz, la duración del más largo de ellos, el primero, no
sobrepasaría los tres o cuatro minutos, y la del más corto apenas llegaría a un minuto.
Tenemos que suponer que la duración de esos discursos debió de ser bastante más larga.
Pero todos los especialistas están de acuerdo en que en ellos está contenido el corazón
mismo de la primitiva predicación cristiana. San Pedro lo expresó en unos cuantos
puntos: Jesús pasó por la tierra haciendo el bien, proclamando el reino de Dios y
anunciando la salvación para todos; pero los hombres de su pueblo lo colgaron de un
madero como a un maldito; mas Dios no le dejó reposar en el sepulcro, sino que le
resucitó de entre los muertos... También san Pablo nos ha dejado en sus cartas las huellas
de esa predicación primitiva, tal como podemos ver de una manera muy clara en la
primera carta a los corintios: «Os recuerdo, hermanos, el evangelio que os prediqué, que
habéis recibido y en el que permanecéis firmes, por el cual seréis también salvos, si lo
guardáis tal como os lo prediqué... Si no, habríais creído en vano. Porque os trasmití, en
primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las
Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se
apareció a Cefas y luego a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos a
la vez, de los cuales todavía la mayor parte viven y otros murieron. Luego se apareció a
Santiago, más tarde a todos los apóstoles. Y en último término se me apareció también a
mí... Pues bien, tanto ellos como yo, esto es lo que predicamos, esto es lo que habéis
creído» (1Cor 15,1-8.11)[2].
Ese era el contenido de la primera predicación cristiana: que Cristo murió por
nuestros pecados, que fue sepultado, que resucitó de entre los muertos, que se apareció a
sus discípulos, que subió al cielo, que está sentado a la derecha del Padre, que vendrá, al
final de los tiempos, como Juez y Señor de todos. Y de ahí la necesidad de convertirse a
Jesús, de bautizarse en su nombre, de recibir el Espíritu Santo y de entrar a formar parte
de una comunidad para comenzar a vivir una vida nueva (He 2,37-41).
Todo eso debía parecer una auténtica locura para los que lo oían por primera vez.
¿Cómo podía ser posible que un carpintero de Nazaret, muerto en una cruz, hubiera
vencido a la muerte? ¿Quién podía aceptar que aquel crucificado fuera el Señor y el
Salvador de todos los hombres? Pero los que sintieron su alma tocada por la Palabra
dieron su adhesión a Jesús y le entregaron su vida. El Espíritu se apoderó de sus

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corazones, los inundó con su gracia e hizo de ellos unas criaturas nuevas. Si Jesús era
realmente el Señor y el Salvador, los hombres ya no podían permanecer neutrales ante
ese acontecimiento. Si Dios había ofrecido su gracia y su salvación por medio de su
Hijo, eso significaba que ya no podían esperar la salvación ni de la ley ni del templo, ni
de los sacrificios ni de los propios esfuerzos, sino sólo de Jesús. Él era el Mesías
prometido que había realizado todas las promesas. Ya no había nada ni nadie a quien
esperar. ¿Qué se podía esperar más allá de una victoria sobre la muerte?
El anuncio de las buenas noticias traídas por Jesús a los hombres fue designado, pues,
desde el principio, con los términos predicar, evangelizar, testimoniar, enseñar, hablar
la Palabra, etc., que fueron utilizados en más de 700 ocasiones en los escritos del Nuevo
Testamento. Pero, ¿qué se esconde detrás de esos términos? ¿Sabemos exactamente lo
que significan? ¿Sabemos cuál es el contenido de esa buena noticia o supernoticia?
El verbo predicar no tiene buenas implicaciones para nosotros. Nos suena a sermón y
a denuncias, a normas y a leyes y, en todo caso, a algo demasiado aburrido como para
tener que prestar atención a su contenido.
El verbo predicar es la trascripción casi literal del verbo latino praedicare (de prae,
que significa «delante», y dicere, que significa «decir»). Predicar significa «decir
públicamente o ante el público, proclamar, pregonar, anunciar». En griego era utilizado
el verbo keryssein, que significa «anunciar o proclamar en voz alta un acontecimiento,
una noticia o una información que todos debían de conocer»; el keryx era el heraldo, el
pregonero o el alguacil que anunciaba la noticia, y el kerygma era el contenido del bando
o del pregón. Por tanto, predicar o proclamar (keryssein) era «el anuncio público, hecho
en alta voz, de un suceso o acontecimiento que afectaba a todos». Por eso, cuando un
heraldo aparecía en escena nadie se preguntaba si hablaba bien o mal, sino, ¿qué va a
suceder?, ¿qué está sucediendo?, ¿qué está pasando? Porque el heraldo no era un
pregonero de ideas, sino de hechos y de acontecimientos, de algo que había pasado o que
iba a pasar y que afectaba, de una manera u otra, a la vida de una comunidad, de un
pueblo o de una nación. Por eso, nadie debía quedarse sin conocer el contenido de su
pregón o de su bando.
Esa fue la palabra escogida por los autores sagrados para presentar públicamente a
Jesús. El kerygma anunciaba algo que removía todas las esperanzas del hombre. En él se
proclamaba un hecho inimaginable: que Jesús había vencido a la muerte y que las
puertas de la vida habían sido abiertas de par en par. De ahí la necesidad de convertirse a
él y de aceptarle como Señor y como Salvador, porque fuera de él nadie puede salvar al
hombre. ¿A quién no le interesa saber que la muerte ha sido vencida y que hay esperanza
de una vida sin fin? Eso es predicar: pregonar esa buena noticia a todos los hombres.
Nadie puede quedarse sin enterarse de lo que ha pasado en nuestra tierra. Alguien ha
vencido a la muerte y ha llenado de esperanza a esta caravana humana. Esa fue la misión
confiada a los heraldos o mensajeros. Por tanto, la predicación es un fenómeno
explosivo que está destinado, por su misma naturaleza, a conquistar el mundo entero. El
heraldo está siempre en movimiento, de unos hombres a otros, de un pueblo a otro
pueblo. El heraldo urge a todos a cambiar la dirección de su vida. No es un profesor ni

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un propagandista, sino alguien que habla en nombre del Gran Rey. Ha sucedido lo que ni
siquiera habríamos podido imaginar: que los cielos se han rasgado y que Dios ha
intervenido prodigiosamente en nuestra historia. En Jesús, Dios nos ha regalado el amor
y el perdón, la gracia y la vida sin fin.
El verbo evangelizar es casi sinónimo de predicar. Evangelio es un término griego
que está formado por dos palabras: el prefijo eu, que puede ser traducido por «bien,
bueno» o «muy bueno», y el verbo angello, que significa «anunciar o proclamar».
Evangelio, por tanto, significa «una noticia buena o muy buena, un mensaje grande e
importante, una supernoticia». Lo que los heraldos cristianos anunciaron a los cuatro
vientos no fue sólo una noticia, ni siquiera la más grande de las noticias, sino la noticia
decisiva para el hombre, la única que le afecta en su interior y en su exterior, en su
presente y en su futuro, en esta vida y en la otra, ahora y por siempre. El evangelio es
Dios mismo a velas desplegadas, a rostro descubierto, que se ha ofrecido y entregado por
entero a los hombres en Jesús. Todo lo anterior a él fue una sencilla preparación de lo
que había de venir; todo lo que ha seguido una consecuencia de su llegada. Sólo tenemos
necesidad de una cosa: Jesús. Él es el camino, la verdad y la vida. En él, Dios ha
inaugurado un año de gracia. La palabra del perdón y de la reconciliación ha sido
pronunciada, todo ha vuelto a su situación original, el presente del hombre está lleno de
gracia y de amor. Por eso era tan importante que los heraldos entraran en acción, porque
nadie podía quedarse sin conocer una noticia tan asombrosa. El mensaje que se les había
encomendado era tan decisivo que sentían en su alma el aguijón de proclamarlo en todo
tiempo y lugar: tenían que llevarlo a todos los hombres y orientarlos hacia el Resucitado.
Por tanto, lo que nosotros llamamos tan lánguidamente predicación es el anuncio de
un Evangelio, es decir, la proclamación de las cosas más bellas e inauditas, de algo tan
nuevo y novedoso que todo lo que tenemos entre las manos se convierte en viejo y
aburrido. El Evangelio nos agita interiormente y nos urge a girar hacia Aquel que ha
vencido a la muerte. La fe cristiana no reposa en la historia de un hombre que vivió y
murió, sino en su triunfo sobre la muerte y sobre su poder para darnos una vida sin fin.
Por tanto, en el kerygma no se anuncia una doctrina ni una serie de ideas dirigidas al
entendimiento para ser comprendidas, sino una persona que debe ser aceptada libremente
por la fe; en él no se habla de algo, sino de Alguien: de Jesús. Sólo él entra en cuestión.
Por eso, nadie puede permanecer neutral, frío o apático ante esa proclamación que
pretende penetrar como una cuña en el tejido mismo de nuestra vida. El anuncio del
kerygma nos lleva hacia Aquel que ha vencido a la muerte y nos ha dado la posibilidad
de vivir una vida nueva, llena de amor y de esperanza[3].
4. La catequesis o enseñanza
Pero la evangelización no terminaba cuando alguien había abrazado la fe, sino que se
prolongaba durante toda la vida. Después de la conversión entraba en escena la
enseñanza (didaché) o, para entendernos todavía mejor, la catequesis, un término que
procede del verbo griego katechein, y que significa, en su sentido más original, resonar,
es decir, hacer eco de algo. Entonces el heraldo se convertía en maestro, porque los

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fieles tenían que conocer más a fondo todas las cosas referentes a Jesús: sus dichos y sus
hechos, sus parábolas y sus milagros, su pasión, su muerte, su resurrección, su ascensión
gloriosa al cielo..., y el estilo de vida que él esperaba de ellos. Así, todos entraban en
contacto con Jesús por medio del corazón, de los afectos y de la vida entera. Se trataba,
en una palabra, de conocerle para amarle, de conocerle más y más para amarle más y
más. Porque puede haber conocimiento sin amor, pero no amor sin conocimiento.
¿Cómo se puede vivir una relación personal y amistosa con una persona a quien se
desconoce totalmente? Por eso, todo lo que se refería a Jesús hacía palpitar su corazón.
En todas las reuniones de la comunidad había un tiempo especial para la enseñanza.
Algo se removía poderosamente en el corazón de aquellos fieles: «Vosotros que le
visteis y le escuchasteis, le tocasteis y le palpasteis, decidnos cómo era, cómo oraba,
cómo se comportaba en las diversas circunstancias de la vida, cómo fue su pasión, su
muerte, su resurrección; contádnoslo todo, una y otra vez; decidnos cómo tenemos que
vivir, orientadnos por su camino». Se diría, por expresarlo de una manera muy concreta,
«que el kerygma ponía los cimientos y la catequesis construía sobre ellos, que el
kerygma metía a Jesús como una cuña en el corazón y la catequesis le actualizaba sin
cesar». Así, kerygma y catequesis, catequesis y kerygma estaban inseparablemente
unidos. Porque una catequesis o enseñanza que no se fundamentara en el kerygma podía
convertirse en ideas y en prácticas religiosas; pero el kerygma, sin la catequesis, habría
corrido el peligro de morirse sin remedio: la explosión inicial se habría apagado si la
enseñanza no hubiera mantenido el fuego sagrado día a día. Por eso, nunca deberíamos
separar el kerygma de la enseñanza, ni la enseñanza del kerygma. La comunidad
cristiana necesita oír la voz del heraldo que le urge a la conversión, y la palabra del
maestro que arraiga en su corazón la buena noticia proclamada por el heraldo. No hay
más que un Evangelio, sencillo y profundo, predicado y enseñado. De la fusión íntima
del kerygma y de la enseñanza nacieron las primeras comunidades cristianas.
5. El nacimiento de las primeras comunidades cristianas
La fe en Jesús marcó a los bautizados con un estilo de vida admirable. Cuando san Lucas
escribió el libro de los Hechos de los apóstoles, allá por los años 80-85 de nuestra era,
contempló a la primera comunidad cristiana con ojos llenos de asombro y de admiración,
y la describió con rasgos un poco idealizados, pero muy reales. La vida de aquella
comunidad estuvo marcada por cuatro perseverancias, asiduidades o fidelidades, como
se las quiera llamar, que la configuraron como una comunidad tipo para todos los
tiempos: «Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la
fracción del pan y a las oraciones» (He 2,42). Esa era la base de toda su vida: la Palabra,
el Amor, la Eucaristía, la Oración. Así vivían nuestros hermanos en los primeros días,
cuando el rostro del Señor resucitado brillaba sobre ellos. Vivían unidos por la misma fe
y por el mismo alimento, congregados por la Palabra y por la oración; tenían un solo
corazón y una sola alma, no había indigentes entre ellos, partían el pan de la Eucaristía
por las casas, tomaban el alimento con alegría y sencillez, gozaban de la simpatía del
pueblo, alababan a Dios, y el Señor aumentaba el número de los que se adherían a la

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comunidad[4]. Esa fue la revolución que se produjo en los que se encontraron con Jesús
como Señor y como Salvador e hicieron la experiencia de un bautismo en el Espíritu: sus
vidas se vieron cambiadas profundamente, como jamás hubieran podido imaginar.
Las comunidades fueron naciendo entre grandes alegrías y no pequeñas dificultades.
El avance del cristianismo fue rápido. Se propagó como una peste, por contagio, como
un fuego por el cañaveral. Los convertidos no esperaron a que nadie les invitase ni a que
se hicieran planes y proyectos de evangelización, porque llevaban Pentecostés en sus
labios. No podían guardar en el pecho lo que había brillado ante sus ojos. Todos se
sintieron responsables de llevar el peso de la Palabra, porque sabían que el Evangelio les
pertenecía y que el avance del reino de Dios dependía de ellos. La mayoría de ellos
hicieron una predicación sencilla, de boca a boca, de esclavo a amo, de ama a esclava, de
comerciante a cliente, de marinero a pasajero, de mujer a esposo, de madre a hijos. Allí,
en la intimidad de la tienda o de la casa, en la plaza o en el campo, en el puerto o en los
caminos, los fieles cristianos anunciaron a Jesús: «¿Sabes, señor?, ¿sabes, señora?,
¿sabes, hijo?, ¿sabes, mujer?, ¿sabes, amigo? He encontrado a Aquel que ha vencido a la
muerte y que nos ha abierto de par en par las puertas de una vida sin fin. ¿Sabes?
¿Sabes?». Así debió de conseguir el cristianismo la mayoría de sus fieles. No contó con
el apoyo de las legiones romanas ni con la fuerza de las armas, sino sólo con una Palabra
que fue ganando el corazón de los hombres. Los convertidos tuvieron que aprender a
vivir de una manera nueva, pero lo hicieron llenos de gozo, porque lo que habían
encontrado era mucho mejor que lo que habían dejado. A los veinte años de la muerte de
Jesús ya había comunidades cristianas en las grandes ciudades del Imperio romano:
Corinto, Éfeso, Filipos, Tesalónica, Antioquía, Alejandría, Roma. Hombres y mujeres de
todas las clases sociales y de todas las edades, judíos y griegos, esclavos y libres,
ancianos, jóvenes y niños dieron su adhesión al mensaje cristiano. La mayoría era gente
humilde, pero no faltaron hombres bien acomodados que pusieron sus casas al servicio
de todos los hermanos. La casa facilitó a los primeros cristianos la conciencia de su
identidad: en ella se reunían, en ella se veían y se conocían, en ella se enseñaba, se
celebraba la fracción del pan, se oraba y se distribuía lo que se recogía para los
necesitados; en ella fueron tomando conciencia de lo que les separaba del judaísmo y de
las otras religiones. La comunidad cristiana era una Iglesia doméstica. Durante cerca de
trescientos años no hubo iglesias, tal como las conocemos ahora.
Las primeras comunidades cristianas no fueron perfectas. Pronto aparecieron también
las primeras sombras: grupos, divisiones, el cansancio, la rutina y los abandonos. Pero
todo eso fue nada en comparación con la vida nueva que experimentaron la mayoría de
los convertidos. Los que contemplaron a los cristianos de las primeras generaciones lo
hicieron llenos de admiración y de asombro. ¿Qué tenían? ¿Por qué vivían así? ¿Por qué
se amaban y se perdonaban? Vivían en Jesús, unidos a él como los sarmientos a la vid,
vivían una vida nueva, de recién resucitados. Algo muy hermoso se cruzó por la vida de
aquellos hombres y mujeres que la cambió por completo: «En vez del odio, el amor; en
vez de la lujuria, la castidad; la dulzura en lugar de la ira, la paciencia en lugar de la
violencia, el Dios verdadero en lugar de los ídolos, Jesús salvador en lugar del

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emperador».
Durante los primeros años, la mayoría de los convertidos al cristianismo eran adultos,
aunque no debieron de faltar familias enteras que fueron bautizadas en el Señor. Pero,
por lo general, todos sabían lo que hacían. El bautismo era un paso decisivo en su vida,
ya que suponía no sólo una consagración por entero a Jesús, sino como un desgarrón con
respecto al entorno familiar y social en el que vivían. Los judíos tenían que romper con
la ley y sus tradiciones, con el culto y con el templo que tanto amaban; los gentiles con
sus dioses y sus prácticas religiosas y, con frecuencia, con su propia familia. Además, al
aceptar a Jesús como Señor y como Salvador, eran conscientes de que se jugaban la vida.
Desde san Agustín se ha hablado de diez persecuciones del Imperio romano contra los
cristianos. Ya en los días de Nerón, a poco más de 30 años de la muerte de Jesús,
muchos ardieron como teas vivas en los jardines de su palacio, antes que abandonarle.
Ser cristiano era correr el riesgo de perder la vida, ya que el cristianismo era una religión
ilícita en el Imperio romano. ¿Cuántos sellaron con su sangre su fe en Jesús como
Señor?
¿Qué tenían aquellas comunidades primitivas que no tienen las nuestras? ¿Dónde se
ha quedado aquel poder, aquellas alabanzas, aquellos dones y carismas, aquella ansia de
conquista, aquel fuego de Pentecostés? ¿Cómo recuperar el encanto y el atractivo de los
primeros días? ¿Cómo llevar a todos los hombres a un encuentro personal con Jesús? Si
queremos tener comunidades cristianas poderosas y testimoniales tendremos que rehacer
ahora el camino que ellas hicieron entonces y volver a recuperar esas cuatro
perseverancias, es decir, volver a arroparnos en torno a la palabra, al amor, a la
Eucaristía y a la oración[5].
6. El catecumenado cristiano
El cristianismo se fue organizando con el paso del tiempo. Lo que conocemos con el
término de iniciación es «el método catequético utilizado por los santos Padres para
introducir a los catecúmenos en las verdades de la fe, en los sacramentos y en los
caminos del Señor», porque, como dice Tertuliano, «uno no nace cristiano, sino que
(tiene que) hacerse cristiano». Por eso, en la iniciación cristiana el primer paso era la
evangelización, es decir, el anuncio de Jesús como Señor y como Salvador. Pero, a
continuación, la catequesis ocupaba el espacio para la preparación de los catecúmenos
que se disponían para recibir el bautismo. Los catequistas no sólo les instruían, sino que
les enseñaban a vivir; no sólo les mostraban una serie de verdades, sino que los llevaban
a Jesús, el Camino, la Verdad y la Vida. La iniciación, por tanto, no iba dirigida sólo a la
inteligencia, sino al hombre total: cuerpo y alma, corazón y vida, sentimientos y afectos,
carne y sangre. El hombre entero se sometía a un proceso de transformación radical de
su vida. La iniciación era un itinerario, un camino que había que recorrer, un tiempo de
aprendizaje que podía comportar idas y venidas, avances y retrocesos, luces y
oscuridades. Pero al final de ese proceso el catecúmeno era una criatura nueva, como
una planta recién sembrada. El tiempo de catecumenado podía variar de un lugar a otro,
pero en muchas iglesias duraba tres años, en otras varios meses o semanas, según los

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tiempos y las circunstancias. Todos se preparaban intensamente para la celebración del
bautismo con oraciones, ayunos, limosnas, vigilias y exorcismos... El bautismo se
celebraba en la noche más bella y especial del año: en la vigilia de la Pascua; después se
introdujo también la costumbre de hacerlo en la vigilia de Pentecostés. La comunidad
acompañaba a los catecúmenos hasta la fuente bautismal, «santuario de la regeneración».
El bautismo se hacía por inmersión. El catecúmeno descendía completamente desnudo
los tres escalones que le llevaban al fondo del baptisterio (una especie de piscina
pequeña), entraba en el agua (¿hasta las rodillas o hasta el pecho?) y el celebrante le
bautizaba poniendo la mano sobre su cabeza y sumergiéndole tres veces, mientras le
preguntaba: «¿Crees en Dios Padre omnipotente? ¿Crees en Cristo Jesús, Hijo de Dios,
que nació de María por medio del Espíritu Santo y fue crucificado bajo Poncio Pilato, y
murió, y fue sepultado, y resucitó al tercer día de entre los muertos, y ascendió a los
cielos, y está sentado a la derecha del Padre, y que vendrá a juzgar a los vivos y a los
muertos?... ¿Crees en el Espíritu Santo y en la santa Madre Iglesia, y en la resurrección
de la carne?». Después de ser bautizados subían las escaleras por la parte opuesta, eran
vestidos con un vestido blanco y ungidos de pies a cabeza con aceite o con el santo
crisma, el obispo les imponía las manos y hacía la señal de la cruz sobre sus frentes;
finalmente, rezaban el padrenuestro y recibían la Eucaristía por primera vez con la
asamblea cristiana. Era la noche pascual, es decir, «la noche del paso del Señor, la noche
de la resurrección, la noche de la victoria de la vida sobre la muerte, la noche de la nube
luminosa, la noche santa que los mantenía en vela, esperando el triunfo de Jesús». Los
bautizados eran como hombres recién nacidos. Era su entrada en una comunidad de
hermanos y en el reino de la vida y del amor[6].
Los santos Padres no cesaron de reflexionar sobre los efectos que el bautismo
producía en el alma de los bautizados. Era como un renacimiento o un baño de
regeneración, un paso de la muerte a la vida, de las tinieblas a la luz, del pecado a la
gracia, de la esclavitud a la filiación. Por eso, hablaron tanto de «guardar el bautismo, de
mantener intacto el sello, de conservar la vida, la santidad, la blancura, el brillo y el
esplendor de la vestidura bautismal, de mantener limpio el templo de Dios, de no perder
el Espíritu, de perseverar en la santificación y de conservar la inocencia; en una palabra,
de poner el mismo empeño en conservar el don recibido que el que se había puesto para
alcanzarlo». La filiación divina regalada en el bautismo urgía a todos a vivir como hijos
de Dios.
7. El cristianismo a partir de la época de Constantino
Pero, a partir del siglo IV, se produjo un cambio radical en la vida de la Iglesia. En unos
pocos años, el cristianismo pasó de ser una religión ilícita y perseguida a ser la religión
oficial de todo el Imperio. Desde entonces se inauguró una política que ha tenido
consecuencias muy graves. Hasta ese momento había sido más bien un cristianismo
urbano. Pero entonces comenzó a extenderse por las ciudades pequeñas y por los
campos. Muchos lo abrazaron, pero sin convertirse realmente y sin entender casi nada de
lo que hacían. Cambiaron de religión, pero no de vida; se hicieron cristianos, pero

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siguieron siendo paganos. La Iglesia comenzó a bautizar a muchos casi sin ninguna
preparación. Así, lo que ganó en extensión lo perdió en calidad. Poco a poco se fue
instaurando lo que se ha llamado un régimen de cristiandad, en el cual ya nadie
necesitaba de conversión, porque todos nacían cristianos. Por eso el kerygma, es decir, el
anuncio solemne de Jesús, muerto y resucitado por nosotros, fue languideciendo poco a
poco, y la catequesis se fue convirtiendo en una serie de ideas religiosas que tenían muy
poco que ver con el encuentro personal con Jesús como Señor y como Salvador. Pero la
decisión más importante que ha tomado la Iglesia a lo largo de los veinte siglos de
existencia ha sido, tal vez, la de bautizar a los niños desde los primeros días de su vida,
ya que todos creían que sin el bautismo nadie podía salvarse. Pero hasta nuestros días no
ha sabido encontrar una salida airosa a esa situación. Ha sido precisamente en el mundo
de los bautizados desde niños donde se ha producido, como todos podemos ver con
nuestros ojos, «esa apostasía silenciosa o esa espantada masiva del cristianismo, una
prueba evidente de que el bautismo y la catequesis de primera comunión no han sido
suficientes para llevarlos a Jesús». El hecho generalizado del bautismo de los niños ha
dado como resultado una «sociedad cristiana, pero prácticamente pagana». Muchos
teólogos y pastoralistas se preguntan: «¿Qué sería preferible: un puñado de hombres
bautizados, convertidos de corazón al Señor, o una masa de bautizados donde la mayoría
no creen realmente en él?». No, no se trata de negar el bautismo a los niños, sino de
tomar conciencia de la situación que se ha creado en la Iglesia desde hace muchos siglos.
Porque si con el bautismo de los niños la Iglesia solucionó algunos problemas, la
realidad es que no ha sabido hacer frente al problema de su evangelización al llegar a la
edad adulta. Toda la gracia bautismal se ha quedado en ideas, en prácticas y en ritos, en
un cristianismo de nombre, pero carente de un encuentro personal con Jesús. La mayoría
de los cristianos han sido bautizados en la fe de sus padres y de la Iglesia, pero el Señor
no ha irrumpido poderoso en sus vidas por medio del Espíritu.
8. La situación en nuestros días
¿Cuál es la situación del cristianismo en nuestros días? ¿Cómo podemos contemplarlo a
dos mil años del nacimiento y de la muerte de Jesús? ¿Qué hemos hecho de él? ¿Está
vivo o languidece?
8.1. Un proceso de degeneración
La mayoría de nosotros somos cristianos desde nuestro nacimiento. Hemos sido
bautizados en la Iglesia, hemos recibido la Primera Comunión, hemos sido catequizados,
pero, ¿qué Dios hemos recibido de nuestros padres, de nuestros catequistas, de nuestros
maestros, de nuestros sacerdotes? ¿Nos han llevado por el camino del seguimiento de
Jesús? ¿Nos han llevado a un encuentro personal con él como Señor y como Salvador?
El cristianismo, como ya he insinuado, ha seguido un proceso degenerativo. La
proclamación del Evangelio fue una buena noticia. Cuando Jesús resucitó de entre los
muertos, la historia del hombre sufrió un vuelco como jamás hubiéramos podido
imaginar. La relación con Dios ya no se efectuaba a través de una ley, por más santa que

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fuera, sino a través del Señor resucitado. Pero la experiencia grandiosa de los primeros
días se ha desvirtuado, el Señor resucitado ha perdido sus contornos y ha sido suplantado
por leyes y normas. Durante muchos siglos, en efecto, la aceptación de la enseñanza de
la Iglesia y la participación en la misa y en los sacramentos ha sido suficiente para que
alguien fuera considerado cristiano, sin que el acento cayera, en modo alguno, sobre la
aceptación personal e íntima de esa fe. Los fieles cristianos han aceptado los dogmas
como verdades abstractas, pero sin llegar a los mecanismos más profundos que mueven
su existencia. Las verdades han ido por un camino, la vida por otro. Así hemos tenido, y
tenemos, muchos cristianos de nombre, pero muy pocos de vida. Y así hemos ido dando
pasos hacia un camino sin retorno. El cristianismo ha sido desquiciado, es decir, ha sido
sacado de su quicio, que es Jesús, y se ha disuelto como un azucarillo. Hemos desligado
la catequesis del kerygma y nos hemos quedado únicamente con algunas ideas en torno a
Jesús. El resultado no ha podido ser más desastroso. Se ha dado por supuesto lo que
nunca debería haberse dado por supuesto: que los cristianos bautizados creen en Jesús,
vivo y resucitado, Señor y Salvador. «Pero sin fundamentos no hay edificio que se
sostenga; sin Jesús hay ideas, dogmas, verdades, pero no vida. La falta de evangelización
ha sido la muerte del cristianismo. La vida cristiana ha ido languideciendo hasta tal
punto que está en agonía en la mayoría de los bautizados». Lo que predicamos y
enseñamos no agarra el corazón de los hombres. No es, en realidad, un Evangelio, sino
una serie de noticias que no afectan en lo más mínimo a su vida.
8.2. Necesidad de una nueva orientación
La Iglesia está ahí como un estandarte alzado ante el mundo entero, proclamando sin
cesar el triunfo de la vida sobre la muerte y de la esperanza sobre la desesperación,
anunciando que el futuro será mejor que el presente y que todo acabará bien para esta
raza de hijos pródigos que un día abandonaron la casa del Padre.
En la actualidad somos unos seis mil cuarenta millones de hombres. Pero más de dos
terceras partes de la humanidad, es decir, más de cuatro mil millones, no conocen a Jesús
o sólo le conocen de oídas, como pueden conocer a Mahoma. De cada tres niños que
nacen sólo uno recibirá el bautismo. Por tanto, millones de niños se abrirán a la vida sin
saber nada de lo que ha pasado en este pequeño planeta azul y morirán, con toda
probabilidad, sin saberlo. La Iglesia debería sentir un aguijón en sus mismas entrañas
que la llevara a anunciar al mundo entero lo que ha sucedido en nuestra tierra. Deberá
hacerlo con un respeto profundo, pero con entera libertad; sin imponerse a nadie, pero
sin temor alguno. No deberíamos poder vivir hasta que el nombre del Señor fuera
conocido por todos. No podemos ocultar la luz que ha brillado sobre el mundo ni
silenciar lo que Dios ha hecho por nosotros en el Hijo de su amor. Tendremos que seguir
proclamando, como los primeros cristianos, no sólo que Jesús salva, sino que sólo él es
el Salvador. La necesidad de predicar es absoluta. Tenemos que llevar la buena noticia a
los que todavía no han oído hablar de Jesús.
Pero lo más grave se ha producido en el corazón mismo de la Iglesia. Somos unos dos
mil millones de cristianos entre católicos, ortodoxos y protestantes. Pero según las

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estadísticas, de los mil setenta millones de católicos que hay en el mundo, sólo cumplen
el precepto dominical entre un quince y un veinte por ciento, lo que significa que más de
un ochenta por ciento viven al margen y alejados de la Iglesia. Lo que en ella se dice o se
hace, se proyecta o se planifica no les afecta en absoluto en su vida. Sencillamente pasan
de ella. Viven un ateísmo práctico, como el de la mayoría de los no creyentes. No saben
quién es Jesús, ni le confiesan como Señor y como Salvador. No saben nada de la vida
en el Espíritu, ni de los sacramentos, ni de la gracia, ni de las virtudes. Muchos de ellos
no creen ni en su resurrección ni en su divinidad y viven en una ignorancia religiosa casi
total. Jesús no les dice nada. Es un nombre, una idea, un personaje del pasado, una figura
de yeso o de madera, una cruz que llevan colgada en el cuello. No se han encontrado
nunca con él como Señor y como Salvador, sino con una serie de ideas o de verdades
religiosas, aprendidas de memoria cuando eran niños, pero que no han tenido ninguna
incidencia en su vida. Por eso, el aspecto que presenta el cristianismo es bastante
sombrío. Se ha perdido el anuncio primero o kerygma, se ha debilitado la catequesis, se
ha enfriado el amor, se ha abandonado la Eucaristía y la oración ha desaparecido de la
vida de muchos cristianos.
La Iglesia primitiva estuvo compuesta por hombres que llegaron al bautismo en edad
adulta y después de un largo catecumenado en el que eran introducidos en el misterio de
la figura de Jesús. Pero, en nuestros días, se calcula que el noventa y dos por ciento de
los bautismos son administrados a menores de siete años, es decir, una mayoría
abrumadora. Hemos sido bautizados en la fe de la Iglesia, pero en nuestro bautismo no
pudimos aportar nada nuestro, ni siquiera dar nuestro asentimiento. La fe fue plantada en
nuestro corazón como una semilla en un semillero. Pero esa fe se ha quedado en
mantillas. Seguramente la mayoría ha llegado a la edad adulta sin haber asumido lo que
sus padres hicieron por ellos el día de su bautismo, sin haber hecho un acto de fe en
Jesús como Señor y como Salvador, y sin saber en realidad lo que eso significa. La fe no
se ha hecho adulta con el paso del tiempo, ni ha despertado al llegar a la mayoría de
edad. Al contrario, si algo les quedaba de la niñez, se ha evaporado como una gota de
rocío ante la llegada del sol. Muchos de los que se llaman cristianos creen en cualquier
cosa menos en Jesús.
Nos queda menos de un veinte por ciento de hombres que creen, más o menos, en
Jesús, aunque la mayoría de ellos no se ha encontrado personalmente con él. Practican
una religión de ritos y costumbres, pero casi vacía de contenido. Dios no es el eje en
torno al cual gira su existencia. Así ha sucedido que la mayoría de los cristianos que van
a misa, como dijo el predicador de la Casa Pontificia ante el papa Benedicto XVI, nunca
han oído el anuncio de la salvación gratuita en Cristo Jesús. Han oído hablar de todo lo
que tienen que hacer para salvarse, pero nunca de que ya están salvados. Saben qué
tienen que hacer para salvarse, pero no saben que la salvación ya ha sido realizada, con
lo cual todo lo que hacemos para salvarnos es como nada. Las obras que hacemos van
por un camino y Dios viene por otro, sin que haya, en realidad, un punto de encuentro.
Y queda un grupo reducido de los que practican, creen en Jesús, tratan de ser buenos
y de seguirle en sus caminos, de poner en práctica sus leyes, de cumplir su voluntad. Se

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trata de hombres buenos y religiosos, que viven con una entereza admirable el
cristianismo que han recibido de sus padres y de una larga tradición cristiana. Son los
que tratan de salvarse por sus propias fuerzas y por sus méritos, los que se sacrifican y
hacen esfuerzos desesperados por ser buenos. Se les ha enseñado lo que tienen que hacer
para conseguir su salvación y se les ha exhortado a conseguir su propia santificación.
Pero casi nunca se les ha enseñado lo fundamental, es decir, a estar con Jesús, a vivir
junto a él, a vivir de su vida, a caminar a su lado. Lo accidental ha pasado a primer
plano, desplazando a lo esencial. No, no se trata de condenar a nadie, sino de tomar
conciencia de algo que nos ha alejado casi por completo del Dios vivo y del Señor
Resucitado. El cristianismo se ha fugado del centro hacia la periferia. Lo secundario ha
pasado a ser principal, lo esencial a ser accesorio. Tenemos que volver a Jesús: él es lo
único diferencial y distintivo del cristianismo. En él hemos de creer, en él hemos de
esperar, a él hemos de amar, a él tenemos que anunciar, en él tenemos que vivir, por él
tenemos que morir. Sin Jesús nada de lo que hagamos tiene sentido alguno.
Por eso, ese cristianismo de prácticas y de ritos, de normas y de leyes, de esfuerzos y
de obras para tratar de hacernos agradables a sus ojos tiene que morir, para que el Señor
pueda hacer en nosotros una nueva creación. Él nos está haciendo ver la urgencia de
regresar a los orígenes, a aquella pequeña sala donde los suyos hicieron la experiencia de
una efusión formidable de su Espíritu. Porque al punto que hemos llegado ya no
necesitamos sólo de hombres buenos y honrados, sino de hombres nuevos y renovados;
no de héroes esforzados que puedan presentarse ante Dios con sus manos llenas de obras
y de realizaciones, sino de hombres con las manos vacías, para que el Señor pueda
depositar en ellas el tesoro de su amor y de su misericordia. Por eso es absolutamente
necesario despertar a todos los fieles cristianos a un bautismo en el Espíritu, que los
introduzca en esa atmósfera de gracia y de vida que nunca han respirado. «Es necesario
que surjan nuevos hombres que hayan conocido un segundo nacimiento y que hayan sido
sumergidos en el inmenso mar de la gracia y del poder del Espíritu». En el corazón de
los fieles hay que plantar una nueva semilla o un nuevo principio de vida que los
transforme por entero. Porque nosotros no hablamos de alguien que fue, sino de Alguien
que es; no de alguien que vivió, sino de Alguien que vive; no de alguien del pasado, sino
de Alguien del presente. Hablamos de Jesús, Dios con nosotros, el Camino, la Verdad y
la Vida.
Los nuevos movimientos y las nuevas realidades de la Iglesia están sacando de su
letargo a muchos cristianos y los están llevando a un seguimiento radical de Jesús. La
Iglesia tiene que ser la comunidad de esos fieles cristianos que han sentido el paso del
Señor resucitado por su vida, que han visto, tocado y palpado, que han metido sus dedos
en las llagas de sus manos y de su costado; de esos hombres que viven con frescura su
encuentro con el Absoluto y que lo contagian a los demás. Así debería ser en todo
momento, porque Dios, como dijo tan acertadamente David du Plessis, «no tiene nietos».
«En efecto, Dios no tiene nietos, sino hijos; no es abuelo, sino Padre. La primera Iglesia
fue una creación del Espíritu Santo. Pero el Espíritu quiere repetir en cada generación lo
que hizo en la primera Iglesia cristiana. Al principio, cada cristiano tuvo su encuentro

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con el Señor y recibió el Espíritu Santo. Pero surgieron otras generaciones y los hijos de
aquellos padres ya no conocieron esa experiencia. Nacieron dentro de la Iglesia, pero sin
haber recibido el Espíritu, sin haber hecho su Pentecostés particular. Se les enseñó la
doctrina cristiana, pero ya no fueron bautizados en el Espíritu. Así nacieron los hijos de
los hijos de Dios, es decir, los nietos de Dios. Ya no tienen a Dios por Padre, sino por
abuelo. Dios ya no tiene hijos, sino nietos. La Iglesia está compuesta por fieles a quienes
se les han enseñado una serie de ideas en torno al cristianismo. Los bancos de las iglesias
están llenos de hombres y mujeres que han sido bautizados, pero que nunca jamás han
tenido un encuentro personal con el Señor. Por eso, ya no es la casa de los hijos, sino de
los nietos y de los bisnietos de Dios, cada vez más alejados de él. Por eso la Iglesia está
tan terriblemente fría. Es el momento para que el Señor nos despierte con un bramido
poderoso»[7].
9. El hoy de Dios
El hombre va y viene, entra y sale, trabaja y descansa, ríe y llora, sufre y se alegra.
Muchos valores le atraen y llevan de una parte para otra: el trabajo, la familia, la salud,
el dinero, el bienestar, el deporte, la política, los amigos, la posición social, el prestigio,
el ser más, el tener más, el pasarlo bien. El Señor queda fuera de su horizonte, en una
oscura penumbra, de la que apenas sale en algunos momentos.
Pero Dios tiene una noción muy exacta del tiempo y del espacio. Casi nunca tiene
prisa. Controla la vida del hombre con amor y misericordia. Su pedagogía nos resulta
desconcertante: nos deja entrar y salir, trabajar y descansar, y vivir nuestra propia vida.
Nunca se queja de nada: si pecamos, calla; si vivimos lejos de Él, espera como el padre
al hijo que se fue. La puerta de su casa siempre está abierta, por si acaso decidimos
volver. Porque él sabe que algún día llegará su oportunidad. La muerte de un ser querido,
un accidente aparentemente estúpido, una enfermedad larga, un trabajo perdido, una
familia rota..., o un amor que llena de repente la vida pueden ser el pretexto que Dios
utilice para entrar en nuestro corazón.
Hasta ayer, por decirlo de algún modo, hemos caminado por la vida con ojos para ver
y no hemos visto nada. Nuestro corazón ha estado embotado durante ese largo trayecto
del camino. Pero eso fue ayer. El hoy es ya de Dios. Él está a nuestro lado, con una
palabra de perdón, de gracia y de vida para nosotros. En ese hoy quiere inaugurar una
nueva vida y una nueva historia con nosotros, en la que los ojos vean, los oídos oigan y
el corazón sepa, por fin, lo que es el amor. Tu páramo puede convertirse en una vega, tu
desierto en un vergel, tu pecado en santidad, tu pobreza en una riqueza infinita. Siempre
hay un hoy de Dios. Este es tu día. Dios te habla aquí y ahora. Él quiere iniciar hoy un
diálogo contigo, hoy te ofrece su gracia y su amistad, hoy quiere saciar tu hambre y tu
sed de felicidad, hoy quiere colmar todos tus sueños e ilusiones, hoy quiere hacer
realidad todas tus esperanzas, hoy quiere darte la vida definitiva. No lo dejes pasar. Es el
hoy de Dios para ti, el hombre concreto que eres, alto o bajo, rico o pobre, sabio o
ignorante, santo o pecador. Desde toda la eternidad has sido concebido, creado y querido
por Él. Eso es así y va por delante de todo lo que tú puedas pensar, creer o imaginar. Hoy

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es el día en que sopla el aliento del Dios vivo sobre ti. Pase lo que pase en tu vida
siempre hay un hoy de Dios. Viene galopando, pasa a toda velocidad, tienes que cogerlo
al vuelo. Una nueva historia puede comenzar a partir de este momento, cargada de
promesas y de gracias.
10. Yo lo hago todo nuevo
A lo largo de la Escritura la palabra nuevo no cesa de resonar. Los hombres de Israel
admiraban la renovación constante de la naturaleza con el paso de las estaciones. El sol
es nuevo cada día, la luna es nueva cada noche, cada día la creación entera se reviste de
una nueva luz y de una nueva armonía. Todo está en marcha hacia Aquel que lo puso
todo en movimiento. Él es el que infunde nuevas energías a todas las cosas, el que hace
germinar las plantas y llena de vigor a todos los seres.
Pero también la vida y la historia del hombre están en manos de Dios. Los hombres
del pueblo elegido conocieron el estallido de una vida nueva en su relación con él. ¿Qué
pasó, se preguntaba el profeta Jeremías, para que aquella bella historia de amor hubiera
terminado tan trágicamente? ¿Por qué los hijos de Israel prefirieron las aguas de una
cisterna inmunda al Manantial de aguas vivas? ¿Por qué se echaron a la espalda la
palabra de Dios? ¿Por qué quebrantaron la alianza? ¿Por qué adoraron a otros dioses?
¿Por qué un espíritu de prostitución se había apoderado de su corazón? ¡Había sido todo
tan bonito, pero todo se vino abajo por tanta infidelidad a la alianza! Así llegaron para
ellos el hambre, la espada y el destierro. En el año 586 a.C., Jerusalén fue salvajemente
destruida por el rey Nabucodonosor: el templo fue demolido hasta sus mismos
cimientos, las murallas arrasadas y los hombres de Israel llevados como cautivos a
Babilonia. El pueblo de Dios estaba clínicamente muerto. Unos a otros se decían: «Ya
todo se acabó, ya nuestra esperanza es vana, estamos agotados» (Ez 37,11). Pero
justamente en ese momento los profetas comenzaron a anunciar que Dios estaba
«haciendo una cosa nueva»: «Mirad que realizo algo nuevo, que ya está brotando. ¿No lo
veis? ¿No lo oís? ¿No lo notáis?». «¿No os acordáis de lo pasado, ni caéis en la cuenta
de lo antiguo? Pues bien, he aquí que yo lo renuevo todo, ya está en marcha, ¿no lo
reconocéis?» (Is 43,18-19). El poder que Dios estaba desplegando en el momento en el
que todo parecía acabado fue contemplado como una nueva creación. Por eso, el pueblo
de Dios comenzó a esperar un nuevo éxodo, un nuevo templo, una nueva alianza, un
espíritu nuevo, un corazón nuevo, unos sentimientos nuevos, un cántico nuevo, unos
cielos y una nueva tierra. Cuando el hombre no puede colgarse medallas, entonces es
cuando Dios puede hacer su obra en nosotros: de la nada puede crear un mundo nuevo y
maravilloso. Y eso es lo que ha sucedido, de una manera definitiva, en Jesús. Por medio
de él lo ha restaurado todo. Por eso, «el que está en Cristo, es una nueva creación; lo
viejo pasó, todo es nuevo». Dios puede hacerte nuevo hoy, aquí y ahora.
11. ¿Es posible vivir una vida nueva?
Pero, ¿qué podemos hacer para ser introducidos en ese mundo que habla de promesas y
de bendiciones, de amor, de gracia y de vida sin fin?

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Las parroquias, lo digo con un respeto inmenso, no ofrecen el marco más adecuado
para un desarrollo de la vida en el Espíritu. La pastoral de mantenimiento que se hace en
ellas no garantiza el crecimiento de la vida cristiana. En las grandes ciudades, los fieles
se desconocen unos a otros y no hay cercanía ni calor humano. Muchos pueden haberse
encontrado durante toda la vida en la misma Iglesia y no haberse dirigido ni una sola
palabra. Los sacerdotes no pueden mantener relaciones personales con la mayoría de sus
feligreses. La parroquia no logra integrar a sus fieles en un proyecto, porque realmente
no hay un verdadero proyecto parroquial. Muchas parroquias tienen muchísimas
actividades, pero ninguna destinada en especial a la formación, al crecimiento y a la
maduración de la fe de los fieles. Lo que en ellas se hace se queda en un plano bastante
exterior, sin llegar al corazón. Pero, con toda seguridad, muchos fieles aspiran a algo
más que a asistir a misa los domingos y a cumplir con el Señor... Por eso, sería necesario
que entraran a formar parte de algún grupo cristiano de los muchos que existen en la
actualidad, que les garantizase un acompañamiento y un crecimiento en su vida
espiritual. Ese sería el último paso antes de comenzar a vivir una vida nueva en toda su
plenitud.
Algunos podrán pensar que esa vida nueva es para una élite, es decir, para cristianos
de primera clase. Y, sin embargo, no es así. Ya no es necesario ir a los monasterios ni a
los conventos para encontrar hombres y mujeres que viven una vida renovada. Algo ha
pasado que ha conmocionado a la Iglesia. Durante varios años sólo oímos hablar de la
muerte de Dios. Parecía que los así llamados maestros de la sospecha lo habían matado.
«Dios ha muerto –había declarado triunfante F. Nietzsche–, viva el hombre». Los fieles
cristianos fueron abandonando la práctica religiosa, muchos sacerdotes abandonaron sus
parroquias y los frailes sus conventos; parecía que la religión había sido suplantada por
la ciencia, que los valores tradicionales se habían evaporado y que la Iglesia había
entrado en un túnel del que no iba a ser capaz de salir nunca. Pero el Espíritu Santo se ha
movido en medio de ese caos aparente, pasando por esta vega inmensa llena de huesos
resecos y calcinados y devolviéndolos a la vida.
11.1. Los nuevos movimientos y las nuevas realidades en la Iglesia
El concilio Vaticano II ha sido el acontecimiento más grande de los últimos siglos de la
vida de la Iglesia. Y el florecimiento de nuevos movimientos y de nuevas comunidades y
realidades ha sido uno de los resultados más llamativos, como si se hubiera producido
un nuevo Pentecostés en su mismo seno. En ellos, los fieles cristianos pueden encontrar
las formas más variadas y preciosas de vivir su comunión con Dios.
No me resisto a transcribir unas líneas, tomadas del Informe sobre la fe, del entonces
cardenal Ratzinger, el papa actual, en las que dijo a propósito de los nuevos movimientos
de la Iglesia:
«Lo que a lo largo y ancho de la Iglesia universal resuena con tonos de esperanza, y esto sucede en el corazón
de la crisis de la Iglesia, en el mundo occidental, es la floración de nuevos movimientos que nadie planea ni
convoca y surgen de la intrínseca vitalidad de la fe. En ellos se manifiesta muy tenuemente, es cierto, algo así
como una primavera pentecostal en la Iglesia... Pienso, por ejemplo, en el Movimiento carismático, en las
Comunidades neocatecumenales, en los Cursillos, en el Movimiento de los Focolari, en Comunión y

22
Liberación, etc. Todos estos movimientos plantean algunos problemas y comportan mayores o menores
peligros. Pero esto es connatural a toda realidad viva. Cada vez encuentro más grupos de jóvenes resueltos y
sin inhibiciones para vivir plenamente la fe de la Iglesia y dotados de un gran impulso misionero. La intensa
vida de oración presente en estos movimientos no implica un refugiarse en el intimismo o un encerrarse en una
vida “privada”. En ellos se ve simplemente una catolicidad total e indivisa. La alegría de la fe que manifiestan
es algo contagioso y resulta un genuino y espontáneo vivero de vocaciones para el sacerdocio ministerial y la
vida religiosa... Lo asombroso es que todo este fervor no es el resultado de planes pastorales oficiales ni
oficiosos, sino que en cierto modo aparece por generación espontánea. La consecuencia de todo ello es que las
oficinas de programación, por más progresistas que sean, no atinan con estos movimientos, no concuerdan con
sus ideas. Surgen tensiones a la hora de insertarlos en las actuales formas de las instituciones, pero no son
tensiones propiamente con la Iglesia jerárquica como tal. Está forjándose una nueva generación de la Iglesia,
que contemplo esperanzado. Encuentro maravilloso que el Espíritu sea, una vez más, más poderoso que
nuestros proyectos y juzgue de manera muy distinta a como nos imaginábamos. En este sentido, la renovación
es callada, pero avanza con eficacia. Se abandonan las formas antiguas, encalladas en su propia contradicción y
en el regusto de la negación, y está llegando lo nuevo...»[8].

Ese juicio, emitido en el año 1985, sería todavía mucho más positivo si el Papa lo
hiciera en nuestros días. En el año 1988, el papa Juan Pablo II convocó a todos los
movimientos y nuevas realidades en el corazón mismo de la Iglesia. Pero Benedicto XVI
volvió a convocarlos en el año 2006. Yo estuve presente en esa reunión en la plaza de
San Pedro de Roma. El espectáculo era impresionante: las banderas y las pancartas
flotaban a millares por el aire. Allí había hombres de todas las lenguas, de todas las razas
y colores, blancos y negros, asiáticos y americanos, europeos del este y del oeste. Fue
una explosión de vitalidad. Allí estaba una Iglesia joven y viva, sin grandes obras ni
estructuras, sin grandes proyectos y sin hacer mucho ruido, pero llena de dones, de
gracias y carismas. No se trataba de una Iglesia marginal ni paralela, sino de la Iglesia de
Jesús, convocada y guiada por su Espíritu. Estábamos asistiendo a un nuevo Pentecostés.
11.2. La Renovación Carismática
Pero entre todos esos movimientos que ofrecen a todos los fieles cristianos la
oportunidad de vivir una vida nueva, me gustaría destacar de una manera muy especial a
la Renovación Carismática, en la que he caminado desde hace más de treinta años. Ya
antes de entrar a formar parte de un grupo, tres de mis discípulos me habían hablado
mucho de ella. Y yo no cesaba de hacerles preguntas. «¿Qué es? ¿De qué se trata? ¿Qué
hacéis durante las dos horas que estáis reunidos? ¿Qué hacéis durante los días de retiro?
¿Qué es eso del bautismo en el Espíritu? ¿Qué es el canto en lenguas? ¿Qué se esconde
detrás de ese lenguaje tan extraño? ¿Qué hay de misterioso en lo que llamáis
Renovación?». Y ellos me respondían siempre de la misma manera: «Ven y ve. Ven un
día con nosotros y así verás lo que hacemos». Un día fui y vi. No pude incorporarme de
inmediato al grupo, pero su recuerdo nunca me abandonó. Sin embargo, algún tiempo
después tuve la oportunidad de asistir a unos ejercicios espirituales para sacerdotes,
organizados por los servidores de la Renovación Carismática. El Señor me tenía
reservada una gran sorpresa. Allí recibí el bautismo en el Espíritu y mi vida comenzó a
cambiar. Era yo mismo, hablaba y pensaba del mismo modo, pero, poco a poco, se fue
produciendo una transformación interior, que no ha cesado de hacer su obra en mí hasta
el día de hoy. El Señor me introdujo en el reino de la gratuidad, haciéndome descubrir

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que en él no se entra ni por esfuerzos, ni por méritos, ni por títulos académicos, sino que
todo es gracia derramada, gracia inmerecida. Y comencé a sentirme a gusto en aquel
reino maravilloso, que me rompía en mi propia justicia, pero que me abría a una vida
nueva. A partir de ese momento, la alabanza fue brotando de mi corazón y de mis labios
hasta tal punto que se ha convertido en mí como en una «segunda naturaleza», de tal
manera que ya no puedo entenderme fuera de ella. Ha sido algo realmente maravilloso.
En el año 1998 escribí un libro titulado Como un vendaval. La Renovación
Carismática[9]. Es como un pequeño manual acerca de todo lo que se refiere a ella: su
prehistoria, sus orígenes y su expansión, lo que no es y lo que es, el bautismo en el
Espíritu y sus efectos, lo que es un grupo de oración, los peligros y esperanzas que
suscita... A él me remito desde este momento. Pero, por encima de todo, me atrevería a
decir a todos, como mis discípulos a mí: «Ven y ve, ven y verás». Algo ha pasado en la
vida de la Iglesia que nos urge a acercarnos para ver y tocar. No podemos dejar pasar a
nuestro lado esa gracia que puede cambiar por completo nuestras vidas.
a) Orígenes de la Renovación Carismática
Pero, ¿cómo ha nacido la Renovación Carismática? ¿De dónde procede? ¿Qué se
esconde detrás de ese nombre?[10].
A lo largo de los siglos ha habido numerosos movimientos de tipo carismático,
suscitados por el Espíritu, cuando la Iglesia tendía a instalarse en el mundo y a perder la
gracia de los orígenes. El monaquismo, las órdenes y las congregaciones religiosas han
sido verdaderos movimientos de renovación. También las Iglesias hermanas han
conocido lo que han designado con el nombre de revivals, avivamientos o despertares.
La Renovación Carismática tiene sus orígenes remotos en los movimientos de
santidad. Sólo quiero recordar, de paso, aquella pequeña Escuela Bíblica, fundada en
Topeka (Estados Unidos) por el pastor Charles Fox Parham, en la que sus miembros no
sólo estudiaron apasionadamente la palabra de Dios, sino que, día tras día, pidieron al
Señor un bautismo en el Espíritu Santo como el de los apóstoles el día de Pentecostés.
Lo que sucedió el 1 de enero de 1901 es bien conocido. El día había transcurrido en
tensa espera. Al anochecer, una muchacha, llamada Agnes Ozzman, pidió al pastor que
rezara por ella, con imposición de manos sobre su cabeza. Casi al instante, por la
garganta de Agnes comenzaron a brotar unas sílabas que ni ella ni el pastor podían
entender. «En aquel momento, escribió después, me sentí como arrastrada por un río en
crecida y como si un fuego ardiese en toda mi persona, mientras que palabras extrañas de
una lengua que jamás había estudiado me venían espontáneamente a los labios y se me
llenaba el alma de una alegría indescriptible... Fue como si brotaran de lo más profundo
de mi ser ríos de agua viva». Así surgió lo que se ha conocido desde entonces con el
nombre de pentecostalismo. Carismas como el don de lenguas, de profecía y de
sanación, que parecía que habían desaparecido de la vida de la Iglesia, comenzaron a
inundarla de nuevo desde ese momento. Todos los que se sintieron tocados por la gracia
de ese nuevo Pentecostés comenzaron a reunirse en grupos. Sus reuniones llamaban
mucho la atención porque la alabanza brotaba en ellos como un torrente y era expresada

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con los brazos levantados hacia el cielo, con cantos, con palmadas y revolcones por el
suelo. Eso produjo un rechazo general. Los pentecostales fueron acosados y expulsados
de sus respectivas Iglesias, y algunos locales donde se reunían fueron destruidos. Sin
embargo, la semilla pentecostal fue madurando a lo largo de los años y sus rebrotes
terminaron por estallar. Muchos fieles de diversas Iglesias fueron tocados por la
experiencia carismática. Algunos pastores comenzaron a participar en grupos de oración
y experimentaron un cambio profundo en sus vidas. Y las Iglesias terminaron por dar su
aprobación a la corriente pentecostal. La Iglesia episcopaliana lo hizo a partir del año
1958, la Luterana y la Presbiteriana a partir de 1962. Lo mismo ha sucedido en algunas
comunidades ortodoxas. Así brotó lo que se conoce con el nombre de
Neopentecostalismo o movimiento neopentecostal.
En la Iglesia católica sus orígenes más inmediatos podrían remontar al papa Juan
XXIII. ¿Cómo surgió en él el deseo de convocar un concilio universal y de pedir para la
Iglesia un nuevo pentecostés? La idea de un concilio parece que surgió en la mente del
Papa con una naturalidad sorprendente. El día 20 de enero de 1959, Juan XXIII estaba
sentado en su escritorio en la biblioteca pontificia. Delante de él, el cardenal Tardini,
secretario de Estado, a quien recibía cada mañana. Aquel día examinaron la situación
crítica de la Iglesia en algunos países. El Papa se hacía a sí mismo un montón de
preguntas. El cardenal Tardini escuchaba con respeto. De repente susurró una palabra:
«¡Un concilio!». Y el día 25 de enero de 1959 fue anunciado solemnemente el concilio
Vaticano II, el número 21 en la historia de la Iglesia, que fue inaugurado el 11 de octubre
de 1962. En él se reunieron unos 2.500 obispos del mundo entero. Para preparar el
Concilio, el Papa compuso una oración en la que pedía al Espíritu Santo que renovara en
nuestro tiempo los prodigios como en un nuevo Pentecostés...
¿Qué imaginábamos que podía suceder? Lo que sucedió en el primer Pentecostés lo
sabemos: fuego, lenguas, alabanzas, proclamación, dones, carismas, vidas cambiadas,
nacimiento de una nueva comunidad... Eso fue lo que pedimos en los meses anteriores al
Concilio: «Renueva todo eso en nuestros días: renueva el fuego y el poder, las lenguas y
la alabanza, la alegría y el testimonio, los dones y los carismas, es decir, todas las gracias
del principio». ¡Un nuevo Pentecostés! Eso era lo que necesitaba la Iglesia y cada uno de
nosotros. Una efusión formidable del Espíritu que renovara nuestras vidas, nuestras
parroquias, nuestras comunidades, nuestras instituciones, nuestras congregaciones
religiosas, nuestros conventos y monasterios, nuestros sacerdotes, nuestra jerarquía; una
efusión impetuosa que suscitara profetas y doctores, testigos y anunciadores, dones y
carismas... Lo único que necesitábamos era ser bautizados en ese mar de fuego que es el
Espíritu, porque sin él nos morimos sin remedio.
Pero mientras la Iglesia suplicaba por un nuevo Pentecostés y comenzaba a vivirlo a
nivel de la jerarquía, una chispita insignificante comenzó a encenderse en los Estados
Unidos. La Renovación Carismática está vinculada con la Universidad católica de
Duquesne, en Pittsburg (Pennsylvania). Algunos de sus profesores entraron en contacto
con un grupo de oración pentecostal y en él recibieron la efusión o bautismo en el
Espíritu Santo. Y, a partir de ese momento, los sucesos se precipitaron. Organizaron un

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retiro de fin de semana, los días 17-19 de febrero de 1967, en una pequeña mansión,
llamada El Arca y la Paloma. A él asistieron unos veinticinco estudiantes, la mayoría de
los cuales viven todavía, y han testimoniado en diversas ocasiones sobre lo que allí pasó.
Profesores y estudiantes experimentaron una profunda transformación de sus vidas y
pudieron contemplar el despertar de los carismas: la alabanza, el hablar en lenguas, la
profecía, el don de curaciones. Ese retiro fue para ellos como un bautismo en el Espíritu,
semejante al que recibieron los apóstoles el día de Pentecostés. Se ha dicho que en el
Retiro de Duquesne no hubo más que un protagonista: el espíritu de Dios. Allí sólo se
hizo una obra: la suya; de allí sólo ha quedado lo que tenía que quedar: una llama para el
mundo. Allí sólo hubo unos veinticinco muchachos universitarios, que fueron
sorprendidos por la acción poderosa del Espíritu. Nadie pudo prever lo que allí pasó,
nadie pudo imaginar que aquello sería como una bomba de relojería que habría de
estallar en el mundo entero. Lo que allí sucedió no tuvo aires de grandeza. Sólo fue un
retiro de fin de semana. Sólo eso. No se hicieron grandes planes y proyectos. Si alguien
hubiera dicho a aquel grupo de jóvenes lo que iba a pasar no lo habrían podido imaginar
ni en el mejor de sus sueños. Pero así son las cosas de Dios. De lo que no cuenta, de lo
insignificante, hace maravillas. Así nació, de un modo sorprendente, lo que conocemos
con el nombre de Renovación Carismática católica.
La noticia de lo que había pasado en aquel Retiro fue divulgada por cartas, por
teléfono y por contactos personales. Muchos quedaron impresionados por lo que oían
decir. Desde entonces comenzaron a funcionar los primeros grupos de oración, donde se
oyeron cantos de alabanza y donde los carismas comenzaron a florecer. Desde entonces
la Renovación se ha extendido por unos 125 países y ha llegado al corazón de varios
millones de hombres, cuya vida ha sido cambiada por el poder del Espíritu. Nadie sabe
exactamente cómo ha sido posible un despliegue tan rápido y tan extraordinario. Los
grupos de oración fueron naciendo y desarrollándose sin cesar: de una ciudad a otra, de
un pueblo a otro, de un país a otro. La Renovación Carismática se ha introducido en
todos los estratos sociales y en todos los estamentos. ¿Cuántos han recibido el bautismo
en el Espíritu? ¿Cuántos grupos hay en el mundo entero? ¿Cuántos han participado o
participan en ellos? ¿A cuántos ha llegado el influjo de este nuevo Pentecostés de la
Iglesia? Es muy difícil dar un número aproximado. Se habla de 30, 40, 50 y hasta más de
80 millones, pero esas cifras pueden ser demasiado exageradas. Más fiable me parece la
última estadística que he visto. En ella se habla de la existencia de 147.570 grupos, en
los que participarían habitualmente unos 14 millones, aunque el número de los que están
implicados en ella, de una manera u otra, podría ascender hasta los 45 millones. En todo
caso, la Renovación Carismática ha sido la fuerza más explosiva de la Iglesia en nuestros
días. Se ha esparcido como una peste que nadie ha podido parar. El tiempo nos dirá su
alcance e importancia. Ha suscitado reacciones de rechazo y de oposición por parte de
muchos y ha recibido críticas de todo tipo. Los carismáticos han sido ridiculizados en
numerosas ocasiones, pero han seguido su camino con sosiego.
b) ¿Qué es la Renovación Carismática?

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Pero, ¿qué es la Renovación Carismática? ¿Cuál es su identidad? ¿Cómo definirla?
No es fácil dar una respuesta, porque la Renovación no es definible. Lo único que
podemos constatar, con una claridad absoluta, es que ha sido una gracia derramada por
Dios, sin que nosotros hayamos podido hacer nada ni por merecerla ni por forzarla. La
mano de los hombres no ha intervenido para nada en su origen, es decir, que Dios no se
ha servido de nosotros para inaugurar esta corriente de gracia. Estamos en el reino de la
gratuidad más absoluta. La Renovación Carismática, en efecto, no es algo creado,
proyectado o planificado por el hombre. No ha procedido de una iniciativa del papa, ni
de la curia romana, ni de las conferencias episcopales, ni de los obispos; no ha sido
programada por ninguna comisión teológica ni pastoral; no es ni una orden religiosa, ni
una nueva congregación, ni una asociación ni un movimiento; no ha tenido un fundador
humano, ni tiene reglas ni constituciones, ni superiores ni autoridad propiamente dicha,
ni votos ni compromisos; en ella no hay lista de miembros, ni programas de acción, ni
objetivos a conseguir, ni medios para conseguir esos objetivos. Sus miembros no están
unidos por lazos jurídicos de ningún tipo, sino por una común experiencia del Espíritu.
La Renovación es una corriente de gracia, un tsunami de gracias, si se me permite la
palabra, derramado sobre la Iglesia y sobre el corazón de los hombres. Cuando todo
parecía indicar que Dios había muerto, que la ciencia había ocupado su lugar, que la
secularización había invadido el campo de la religión, que los abandonos masivos iban a
hacer atravesar a la Iglesia por una noche oscura, el espíritu del Señor se ha abatido con
sus grandes alas sobre el mundo para renovarlo y para ir ganando el corazón de los
hombres. Por eso, si me viera forzado a describirla en unas palabras, lo haría de este
modo:
«La Renovación Carismática es como un nuevo Pentecostés, una corriente de gracia, una irrupción poderosa
del Espíritu para renovar por entero la vida de la Iglesia, para sumergir a los hombres en el mar infinito de su
vida y de su amor, para conducirlos a un encuentro personal con Jesús, como Señor y como Salvador, para
hacerlos vivir en la gratuidad y en la alabanza, y para hacerlos recorrer los caminos del mundo con la fuerza de
su gracia, de sus dones y de sus carismas».

La Renovación Carismática sólo puede ser entendida como un nuevo Pentecostés para
la Iglesia. De eso se trata únicamente: de hacer hoy, en nosotros, la experiencia que
tuvieron ayer los apóstoles de revivir y actualizar lo que ellos vivieron, de meternos en
aquel acontecimiento, de ser bautizados por el mismo Espíritu, con el mismo fuego y el
mismo poder que ellos. Se trata de experimentar que aquel día no fue un día más, de
veinticuatro horas de duración, sino un día sin ocaso, y de que todos tenemos necesidad
de entrar en él, porque de otro modo la Iglesia seguirá cerrada en el cenáculo y cada uno
de nosotros estaremos como muertos, sin alabanza y sin testimonio. Esa es la
oportunidad que nos ofrece a todos el Espíritu en esta corriente de gracia. No haríamos
un buen negocio si la dejáramos pasar de largo.
Los grupos de la Renovación Carismática están abiertos a todos. Nadie les pide su
documento de identidad, ni se les exige condición alguna para su ingreso. Algunos se
acercan por curiosidad y se alejan enseguida, otros se quedan por una temporada, otros,
finalmente, para siempre. Cada grupo se reúne en el día de la semana que le viene mejor.

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La duración de la reunión suele ser de dos horas, pero hay grupos que la hacen más
breve, por unas o por otras razones. Ese tiempo está dedicado fundamentalmente a alabar
al Señor por medio de canciones, de oraciones espontáneas, de clamores y aclamaciones,
de cantos en lenguas, de la lectura de algún texto de la palabra de Dios, de una
exhortación o de un silencio de adoración, todo ello expresado con una gran
espontaneidad: se alzan los brazos, se aplaude, se aclama. En cada reunión hay también
un tiempo dedicado a la enseñanza, para guiar al grupo por los caminos del Señor, y para
dar testimonio de la acción de Dios en la vida de los miembros del grupo. Los grupos
también se reúnen periódicamente para hacer algún retiro de fin de semana, en
asambleas regionales y en asambleas nacionales[11].
Los que entran en contacto con algún grupo se sienten afectados por su manera de ser
y de expresarse. Sienten que entran en un mundo nuevo, donde no se habla de exigencias
ni de sacrificios, ni de esfuerzos ni de méritos, sino el lenguaje de la acción de gracias,
de la alabanza, de la gratuidad de la acción de Dios y de la necesidad de nacer de nuevo,
es decir, de arriba, de lo alto. Todos son invitados a hacer un Seminario de la vida en el
Espíritu, de siete semanas de duración, durante las cuales preparan su corazón para
recibir una efusión o un bautismo en el Espíritu. Pero es evidente que no se trata de un
nuevo sacramento, sino, por decirlo de una manera muy clara, de una actualización de
todo aquello que ya nos fue regalado el día de nuestro bautismo, pero que no se ha
desarrollado ni manifestado en nuestra vida. Se diría que el bautismo en el Espíritu es
«la actualización del milagro de Pentecostés para cada uno de nosotros». Por eso, ese
bautismo no es algo opcional, es decir, algo que podamos recibir o no recibir, sino algo
tan necesario para nosotros como el respirar. Ese es el punto de partida de todo. Eso es
lo que se hace en la Renovación Carismática, en el marco de una ceremonia muy
sencilla. En ese momento, Dios y el hombre están frente a frente. No importa lo que
haya pasado antes, si ha sido un pecador o un santo, si ha vivido o no la vida cristiana.
Mientras él entrega su vida al Señor, el grupo entero pide para que el Espíritu le llene de
su gracia y de su amor. Y, para muchos, ese momento señala como un antes y un
después en su vida. Una savia nueva comienza a correr por sus venas. Es como un nuevo
Pentecostés o un nuevo nacimiento. De ahí que, antes o después, de una manera u otra,
con una mayor o menor intensidad, comiencen a aparecer los signos o las señales de esa
vida nueva que han recibido: la alabanza comienza a brotar de sus labios, se sienten
inundados de una paz que nunca antes habían conocido, se sanan algunas de sus heridas
más profundas, comienzan a experimentar un gran amor por la palabra de Dios, por la
Iglesia, por los sacramentos. La gratuidad de la acción de Dios comienza a resplandecer
ante sus ojos... Evidentemente se trata de un proceso, y de un proceso que puede ser muy
largo, pero esa sencilla ceremonia les ha llevado a una transformación completa de la
vida.
Por eso hay que sembrar, ya desde ahora, las semillas de esa nueva vida que se abre
ante nosotros como una esperanza infinita y aprender a vivir envueltos en el amor de
Dios, bajo el señorío de Jesús, bajo la guía del Espíritu Santo, en la gratuidad y en la
alabanza por todo lo que él ha hecho por nosotros. A esa vida nueva es a la que estamos

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llamados por el Señor.

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Capítulo 2
Vivir en el amor

Se ha dicho mil veces que la palabra amor es la más bella del lenguaje humano. ¿Qué
sería el mundo sin el amor? «Si nadie me conociera, si nadie me llamara por mi nombre,
si nadie me amara, sería como un perro callejero, y la muerte sería preferible a la vida».
Si nos arrancaran el amor del corazón, el mundo sería un infierno donde la ley del más
fuerte sería la mejor, una jungla donde vivirían un número incalculable de animales
humanos, luchando por devorarse los unos a los otros. Pero el amor es la meta más
grande a la que puede aspirar el hombre. Por eso, aunque estuviera desposeído de todo,
si tiene amor lo tiene casi todo; pero si no tiene amor, aunque lo tenga todo, carece de
casi todo. Nada se puede comparar con el amor, nada que se apodere tan completamente
de él, nada que le pueda hacer la competencia. El amor es el nervio de la vida. Se diría
que «el que no haya hecho la experiencia del amor, no sabe en realidad lo que es vivir».
1. Una aproximación al amor
Pero, ¿qué nos dice la palabra amor? ¿Qué evoca en nosotros cuando la pronunciamos?
¿Cuál es su significado original? ¿Qué se esconde detrás de ella?
La palabra amor es la más usada de nuestro vocabulario, pero también la peor usada,
la más manoseada de todas. Se habla del amor propio, del amor a otra persona, del amor
a un animal o a un objeto, del amor pasional, del amor espiritual, del amor familiar, del
amor de los padres por los hijos y de los hijos por los padres, del amor de los amigos, del
amor por la patria, del amor por el estudio, del amor por las artes, del amor por el dinero,
de hacer el amor, del amor que se entrega, del amor que se recibe, del amor por Dios, del
amor de Dios por nosotros... Esas diversas clases de amor fueron expresadas en griego y
en latín con varias palabras, pero el cristianismo necesitaba de una que las incluyera y las
superara a todas. En la palabra ágape encontró la única capaz de abarcar el campo entero
del amor, de ese amor que tiene su fuente en Dios y que se extiende a todos los hombres,
sin distinción de raza ni de color. Los especialistas fluctúan entre la palabra amor y
caridad a la hora de traducir la palabra griega ágape. Pero, sea cual sea la traducción que
se prefiera, en ella está contenida en toda su profundidad la revelación de Dios en favor
de los hombres.
2. Dios es amor
Pero, ¿cómo es ese Dios en quien creemos? ¿Cómo es el Dios que se ha revelado a los
hombres? ¿Qué realidad se esconde detrás de esas cuatro letras? Si Dios fuera tal como
lo imagina la mayoría de los hombres, todo estaría dicho sobre Él. Ese Dios podría
doblegarnos y vencernos, humillarnos y castigarnos, pero no tendría ningún atractivo

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como para entregarle toda nuestra vida. Tal vez por eso ha sido abandonado casi por
completo. Pero yo entiendo por qué. Porque a mí tampoco me gusta ese Dios de ritos y
de costumbres, de prohibiciones y de castigos, en cuyo nombre se ha amenazado y
condenado a la mayoría de los hombres. A ese Dios hay que buscarle, cuanto antes, la
puerta de salida. Sólo algunos nostálgicos del orden y de la moral le echarán de menos.
Ese Dios no es el verdadero, sino una caricatura de Él. Porque el Dios que se ha revelado
en nuestra historia es clemente y compasivo, lento a la cólera y rico en piedad; un Dios
que no se complace en acusar ni se querella eternamente, que siente una ternura inmensa
por sus criaturas, que cuando piensa en el castigo se le revuelven las entrañas; un Dios
que lleva tatuado al hombre en las palmas de sus manos y que lo considera como algo
precioso a sus ojos; un Dios que todo lo perdona y todo lo olvida, que arroja al fondo del
mar los pecados y las rebeldías de sus hijos; un Dios fiel y leal, que mantiene
eternamente su palabra, que nunca se desdice de sus promesas ni se contradice en lo que
ha prometido; un Dios que podría destruir a la criatura con el soplo de su boca, pero que
prefiere amarla y darle vida. Por eso, cuando Dios se reveló definitivamente nos
encontramos con un Dios cercano y accesible, entrañable y misericordioso, que nos ha
amado tanto, que nos ha enviado a su propio Hijo para salvarnos del pecado y de la
muerte eterna.
Por eso «la palabra amor es la más rica y sugerente para poder hacernos una idea de
lo que es Dios». San Juan lo expresó en tres palabras: «Dios es amor». «Queridos:
amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios
y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor» (1Jn 4,7-
8). «Y nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él. Dios
es amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1Jn 4,16).
Sólo san Juan se atrevió a hacer esa identificación entre Dios y el amor; sólo él unió
esas dos palabras, Dios y amor. Dios es amor. Si pusiéramos la frase en sus labios,
sonaría de esta manera: «Yo soy amor», o «Yo soy el amor». Eso lo dice todo. No es que
tenga mucho o muchísimo amor o que en él haya mucho o muchísimo amor, sino que
Dios es amor. Dios es igual a amor. Amor es igual a Dios. No hay más que añadir. ¿Qué
es Dios? Dios es amor. La afirmación es solemne. Y eso quiere decir que el amor no es
una propiedad entre otras, ni un rasgo entre otros rasgos, sino su identidad más profunda.
Dios no sólo ama, sino que es el Amor. Por tanto, se puede decir, sin temor alguno a
equivocarnos, que Dios no puede hacer otra cosa más que amar, es decir, que ama
necesariamente. Y eso quiere decir «que toda su actividad está regida por el amor: si
crea, lo hace por amor; si gobierna, lo hace con amor; si corrige, lo hace por amor; si
juzga, juzga con amor; si salva, lo hace por amor». Dios es amor, amor eterno, amor
substancial, amor desbordante, amor que todo lo envuelve, amor que todo lo ama. No
podemos decir más. Nos quedamos sin palabras. El último eslabón al que llegamos es
precisamente a ese: Dios es amor. A partir de ahí entramos en el misterio y en la
adoración.
Dios es amor. Ese es el secreto de todo. Por ahí hay que comenzar y terminar. La
historia de la salvación sólo tiene una explicación: Dios es amor. Si Dios no amara a sus

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criaturas no las habría creado; si las odiara las destruiría sin remedio (Sab 11,24). Por
tanto, el amor es como la atmósfera en la que vivimos, como el aire que respiramos,
como el fuego que nos calienta, como la manta que nos cubre o como el perfume que nos
embriaga. El amor es como una onda expansiva que fluye y refluye sin cesar, que va de
una parte a otra y lo llena todo con su presencia.
3. Dios nos ama
El mensaje cristiano parte siempre de un hecho grandioso: que Dios nos ama porque
somos sus hijos. Esa es la realidad que está en la base de todo. El primer paso hacia la
nueva vida que anunciamos es precisamente el encuentro con el Amor, es decir, saber y
experimentar que Dios nos ama, que Dios te ama y me ama. ¡Él, a mí! ¡Dios, a mí! Dios
me ama con un amor eterno e incondicional, que jamás se debilita ni se enfría a pesar de
mis fallos, con un amor que lo da todo a cambio de nada, que se entrega sin exigencias y
se da sin esperar recompensas. Por más insignificante que yo sea a los ojos de los demás
y a mis propios ojos, soy objeto de su amor. El Altísimo se abaja hasta mi pequeñez. Y
lo que resulta más fascinante es saber que Dios no sabe cambiar. Por eso, si en algún
momento nos ha amado, ya nunca dejará de amarnos. Así es como estamos confrontados
para siempre con el amor. El amor de Dios nos apresa y nos envuelve sin dejarnos
respirar. Por eso, puede amar lo mismo a los débiles que a los fuertes, a los ignorantes
que a los sabios, a los pecadores que a los justos, a los enemigos que los amigos; por eso
no exige condiciones para amarnos y no puede dejar de amarnos. Nosotros no podemos
imaginar ni la anchura ni la longitud, ni la altura ni la profundidad de ese amor de Dios,
que supera todo conocimiento (Ef 3,18-19). Si el hombre ha sobrevivido a todas las
calamidades es porque hay una mano amorosa que todo lo ha conducido para su bien.
El amor de Dios surge de Él mismo, como de una fuente. No es provocado por
ninguna cualidad o propiedad del hombre, sino que es gratuito, es decir, que no depende
de las acciones ni de los méritos del hombre. No sólo es un amor inmerecido e
inmotivado, sino completamente desmotivado, es decir, que Dios tendría todas las
razones para no amarnos. Pero Dios es amor. Entonces, ¿qué tendría que pasar para que
dejara de amarnos? Nosotros podemos amarle o no, vivir en su casa o alejarnos de ella,
pero el amor del Padre nos persigue sin cesar. Los hijos no tienen que hacer grandes
cosas para ser amados por sus padres: son amados precisamente por ser hijos. Sí, Dios
me ama. No tengo que esperar a otro momento, sino que en este mismo momento ya soy
amado, esté como esté, sea como sea, por más pobre y andrajoso que me encuentre; he
sido amado, soy amado y nunca dejaré de ser amado, porque su amor no conoce ni
vicisitudes ni ocasos. Antes de que la Tierra comenzase su andadura, cuando nada
existía, yo era ya amado por Dios. Antes de que yo pudiera decirle una palabra ya fui
amado, desde toda la eternidad he sido gratuitamente amado. Nada de lo nuestro tiene
demasiada importancia, porque el amor de Dios va por delante de nuestra pobreza y de
nuestro pecado. Lo aceptemos o no, eso no cambia para nada la situación, si se me
permite hablar así. Dios no nos pide el curriculum antes de amarnos, ni ha puesto
condiciones a su amor. Es Él quien, al mirarnos, nos hace amables a sus ojos. «Porque

32
me amaste –dice san Agustín– me hiciste amable».
Un día, al concluir un retiro de fin de semana, un amigo me acompañó hasta mi
convento y me fue contando la historia de uno de sus hijos, que le había hecho sufrir
enormemente y a quien, en algunos momentos, había llegado casi hasta a odiar. Pero el
Señor le había dado la gracia de aceptarle y de amarle tal como era. Dios le decía en su
corazón: «Ese hijo tuyo también es mi hijo. Yo te lo he encomendado. Todo lo tuyo es
suyo; si tú comes, él debe comer; lo que tú comas lo debe comer él también». Me contó
cómo vivía a su costa por entero, porque no quería trabajar. Le pagaba la seguridad
social y una mensualidad bastante elevada para que pudiera vivir decentemente. Pero el
hijo siempre le decía: «Papá, no creas que porque me das este dinero voy a quererte». Y
él le respondía siempre de la misma manera: «Pero hijo, es que no te lo doy para que me
quieras, sino porque yo te quiero a ti». Ese es el estilo de Dios. El problema no es que
nosotros le queramos o no; lo extraordinario es que, aunque nosotros no le queramos, Él
sí nos quiere a nosotros. Eso es lo que alimenta hasta el infinito nuestra esperanza. Pero,
¿es posible que Dios nos ame sin haber hecho nada para ganar su amor? Sí, por una
razón muy sencilla: porque Dios es amor y es nuestro Padre. Por eso tenemos que recibir
ese amor como un niño acepta el cariño de sus padres. El ejemplo que acabo de
mencionar nos hace entender a la perfección que el amor de Dios es del todo gratuito.
Por eso todos deberíamos experimentar en algún momento la alegría de sentirnos
amados y envueltos en su amor. Porque de eso se trata precisamente: no sólo de creer
que Dios nos ama, sino de saber que nos ama, de sentirnos abrazados y apretujados
contra su pecho hasta quedarnos sin respiración. Porque «cuando el hombre se sabe
amado ya nada es como antes, pero cuando se sabe divinamente amado está salvado».
Esa es la buena noticia para el hombre: «Alguien te mira, alguien te quiere, alguien te
ama, para alguien eres importante, alguien te echa de menos si tú no estás, alguien te
espera todos los días para conversar contigo, alguien tiene cosas maravillosas que
contarte, alguien te perdona cuando nadie te perdona, cuando ni tú mismo te perdonas».
4. La prueba de que Dios nos ama
Pero en la plenitud de los tiempos Dios nos lo dijo todo en una sola palabra: Jesús. Esa
fue la exhibición más grandiosa de su amor: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su
Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna.
Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el
mundo se salve por él» (Jn 3,16-17). «En esto se ha manifestado el amor de Dios por
nosotros: en que ha mandado a su Hijo único al mundo para que nosotros vivamos por
él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que
Dios nos ha amado a nosotros y ha enviado a su Hijo como víctima expiatoria por
nuestros pecados» (1Jn 4,9-10).
Dios no sólo amó al mundo, sino que lo amó tanto que envió a su Hijo para salvarlo.
Cuando éramos unos bastardos, ya nos adoptó como hijos en su casa; cuando éramos
pecadores, ya nos perdonó; cuando no había nada que pudiera poner en nuestra cuenta
corriente, ya se hizo nuestra justicia; cuando estábamos muertos, ya nos dio una nueva

33
vida. ¿Qué más pruebas queremos del amor de Dios? ¿Cómo tendrá que decirnos que
nos ama? Dios no ha bajado hacia los hombres con su espada en la mano, sino con su
amor; no se ha acercado hacia nosotros para destruirnos y aniquilarnos, sino para
amarnos y para salvarnos. Al darnos a su Hijo, nos ha dado lo que más quería. Jesús nos
ha puesto ante el Padre en situación de hijos y no de enemigos.
Un día vino a hablar conmigo un señor. Lo recibí en la portería de mi convento. Olía
a tabaco de una manera insoportable. Apenas podía hablar. Tenía la cara escondida entre
sus manos. Pasaron más de cinco minutos sin mirarme, balbuceando alguna palabra, que
apenas podía entender. Poco a poco se fue serenando y me contó su vida. Y terminó
diciéndome unas palabras terribles: «He perdido toda la dignidad humana. No soy digno
de ser hombre. ¿Quién podría querer a un hombre así?». Y yo sólo acerté a decirle estas
palabras: «Usted tiene toda la dignidad de un hijo de Dios». Y añadí: «Usted me
pregunta: ¿quién podrá querer a un hombre así? Y yo le respondo: ¿Quién no amará a un
hombre así? Si alguien no ha dejado de amarle nunca es precisamente Dios. Él le ha
querido así, le quiere así y le querrá siempre así, esté como esté. Por uno o por muchos
pecados que haya cometido, Dios no le va a retirar nunca la dignidad de ser su hijo». Por
mucho que nos empeñemos, por mucho que nos alejemos, por mucho que le neguemos,
no hay nada ni nadie que pueda romper su amor por nosotros. Toda nuestra vida está
envuelta en un manto de amor. Unos brazos amorosos nos rodean sin cesar. Por eso nada
podrá separarnos de su amor, porque Dios nos amó primero.
Eso es lo que deberíamos llevar grabado profundamente en el corazón: «Dios nos
amó primero». Al levantarnos y al acostarnos, cuando trabajamos o cuando
descansamos, deberíamos tenerlo presente: «Pero Dios nos amó primero». Cuando
estemos tristes o felices, cuando la vida presente su lado más oscuro o su rostro más
agradable, en todas las circunstancias deberíamos recordarlo: «Pero Dios nos amó
primero». Antes de que la Tierra comenzara su andadura, antes de que las estrellas
existieran ya fuimos amados, y por toda la eternidad seremos amados. ¿Qué tendría que
pasar para que Dios dejara de amarnos? Sólo una cosa: dejar de ser Dios. Pero como eso
es imposible, es imposible que dejemos de ser amados. Por eso estamos seguros de que
ni la vida ni la muerte, ni el pasado, ni el presente ni el futuro podrán separarnos del
amor infinito de Dios. De la misma manera que no pudimos hacer nada para ganar su
amor, así tampoco nada de lo que hagamos podrá separarnos de Él. El amor de Dios por
nosotros no ha tenido principio ni tendrá fin, es tan eterno como el mismo Dios. Él nos
amó primero, sin poner condiciones a su amor. Dios nos ama porque somos lo que
somos, unas pobres criaturas. Por eso, siempre estamos en su gracia, porque Él nos ve y
nos mira con amor. Dios no puede cambiar. Una madre puede olvidarse de su hijo, pero
Dios jamás. Nos lleva tatuados en la palma de sus manos, y en cada momento renueva su
amor por nosotros. Pero, ¿si pecamos, si le abandonamos, si nos vamos de su casa? Él
nunca nos abandonará. Nosotros podemos alejarnos de Él, pero Él no se aleja de
nosotros. Él espera y espera con las puertas de su casa abiertas de par en par. Su amor es
inquebrantable, su fe en nosotros también.
5. Dios está por nosotros

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«Ante esto, ¿qué diremos? Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no
perdonó ni a su propio Hijo, antes bien lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará
con él graciosamente todas las cosas? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es
quien justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, el que murió; más aún el que
resucitó, el que está a la diestra de Dios, y que intercede por nosotros? ¿Quién nos
separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el
hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?... Pero en todo esto salimos
vencedores gracias a aquel que nos amó. Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la
vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni las potestades, ni la
altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios
manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rom 8,31-35.37-39).
¿Qué podemos añadir a lo ya dicho? Sólo una cosa más: que Dios está por nosotros.
Por más que nos remontemos en el tiempo millones y millones de años, siempre hemos
sido amados, amados desde la eternidad como punto de partida y como punto de llegada.
Por eso, si Dios es nuestro Padre y nos ama, si es todopoderoso y está de nuestra parte,
¿quién podrá estar contra nosotros? ¿Quién podrá hacernos daño? ¿Quién podrá
condenarnos? ¿Quién se levantará para acusarnos? ¿Quién aportará pruebas de
culpabilidad contra nosotros? ¿Quién se convertirá en nuestro fiscal? Dios ya nos ha
justificado; entonces, ¿quién nos condenará? ¿Lo hará Cristo? El que murió por todos
nosotros, ¿se va a convertir ahora en nuestro verdugo? El que resucitó por nosotros, ¿nos
va a condenar a una muerte sin fin? El que está a la derecha del Padre para interceder por
nosotros, ¿se va a alzar ahora como nuestro acusador? ¿Quién se atreverá a poner un
pleito contra los elegidos de Dios? ¿Quién tendrá valor para hacerlo? ¿Quién podrá
apartarnos de su amor? ¿Quién? Cuando se hace ese tipo de preguntas, la respuesta que
se espera es siempre negativa: nadie. Nadie podrá separarnos del amor de Dios. Acusar a
los hijos es una empresa destinada al fracaso, porque el que la emprende tiene que
vérselas con el mismo Dios. Pero nadie osará levantar su voz para que nos condene. Si
Él está por nosotros, todo el mundo permanece callado. Dios se ha puesto
descaradamente de nuestra parte al enviarnos a su Hijo. Entonces, ¿por qué temer su
cólera y su castigo? ¿Nos ama o no nos ama? ¿Nos ama sin condiciones o está
condicionado su amor por nuestra respuesta?
Que el hombre sea bueno o malo es algo relativo. Lo único absoluto es que Dios está
de nuestra parte. A los hijos se los puede reprender y castigar, pero no rechazar. Dios no
es un fiscal que acusa, sino el Padre que perdona. En Jesús estamos asegurados contra
todo riesgo. Nada podrá separarnos del amor de Dios: ninguna catástrofe, angustia o
enfermedad, disgusto o desgracia, ni la vida ni la muerte, ni el presente ni el futuro, ni lo
grande ni lo pequeño, ni todos nuestros pecados juntos podrán arrancarnos de las garras
de ese amor formidable. Los pecados pueden herirlo, pero no destruirlo. ¿Qué tendría
que suceder para que Dios dejara de amarnos? El amor de Dios es la roca firme en la que
apoyamos nuestra esperanza.
6. Un derroche de gracias

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«Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la
persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales (...). Él nos eligió en
la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables
ante Él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya,
a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido
en su querido Hijo, redunde en alabanza suya. Por este Hijo, por su sangre, hemos
recibido la redención, el perdón de los pecados. El tesoro de su gracia, sabiduría y
prudencia ha sido un derroche para con nosotros, dándonos a conocer el misterio de su
voluntad. Este es el plan que había proyectado realizar por Cristo cuando llegase el
momento culminante: recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra» (Ef
1,3-10).
¡Bendito sea Dios que, en Jesús, nuestro Señor, nos ha bendecido con toda clase de
bienes espirituales y celestiales! En él hemos sido elegidos y amados desde toda la
eternidad. Yo, el hombre concreto que soy, con todo lo que tengo por naturaleza y por
adquisición, con todo lo que he sido, con todo lo que soy y con todo lo que seré, he sido
elegido por Dios desde el origen de todo; yo, este hombre, sano o enfermo, alto o bajo,
rico o pobre, sabio o ignorante, blanco o negro, he sido amado desde siempre. Él me ha
hecho santo e irreprochable ante sus ojos. Apenas lo puedo creer. Porque, ¿cómo es
posible que yo sea santo e inmaculado ante Dios? ¿Soy yo ese de quien se habla ahí? Me
miro y no me identifico. Alguien está equivocado: o Dios o yo. Yo soy un pecador,
merecedor de todos los reproches; no soy inocente, sino culpable. Pero, por más vueltas
que le demos, el hecho real e inmutable es ese: el hombre es santo e inmaculado ante los
ojos de Dios, no por sus propios méritos, sino por puro amor, por el amor que Él nos ha
regalado en Cristo Jesús. Y eso quiere decir que Dios ha hecho de la santidad de Jesús
nuestra propia santidad, que sus méritos son nuestros méritos, que su justicia es nuestra
justicia, que todo lo suyo es nuestro, que somos hijos en el Hijo, que en él nos ha
regalado amor tras amor y gracia tras gracia. ¿Con qué ojos podrá mirar Dios al hombre
después de haber asumido Él mismo la carne humana? ¿Con qué ojos mirará al Hijo
resucitado y glorioso, que está sentado a su derecha en los cielos? Pues con esos mismos
ojos nos mira a nosotros. ¿Podrá olvidarnos o despreciarnos? Ese es el milagro que se ha
producido en nosotros desde toda la eternidad. El precio de nuestro pecado ha sido
pagado con la sangre del Hijo. Él murió para que nosotros viviéramos. ¡Su sangre a
cambio de nuestra vida! La gracia ha ocupado el lugar del pecado y la vida el lugar de la
muerte. Hemos sido elevados a la categoría de hijos de Dios. No somos los incluseros de
Dios, sino su propia familia, sus hijos queridos. Eso significa que todos los derechos y
todos los privilegios de los hijos son nuestros: el cielo es nuestro y la vida sin fin es
nuestra. Yo, el hombre que soy, con mi pasado, mi presente y mi futuro, he sido elegido
por Dios. Él me mira y me ama. Todo lo demás es relativo. Mi peregrinación no puede
terminar más que en la visión cara a cara del Señor por toda la eternidad[12].
7. ¿Cómo será el amor de Dios por nosotros?
¿Cómo nos amará el Señor? ¿Qué podríamos decir acerca de ese amor? ¿Cuáles serán

36
sus características? Yo me atrevería a expresarlas en unas cuantas palabras.
El amor de Dios es eterno, es decir, sin principio por delante, sin fin por detrás, de
siempre y para siempre. Por más que nos remontemos en el tiempo millones y millones
de años, siempre hemos sido amados. Antes de poder pensar, decir o hacer algo bueno
por Dios ya fuimos amados. Por tanto, es un amor que no conoce ni vicisitudes ni
ocasos, que se mantendrá en todos los momentos, pase lo que pase, suceda lo que
suceda, hagamos lo que hagamos en nuestra vida. No tiene fecha de caducidad. Pero ese
amor no es sólo eterno, sino que es gratuito e incondicional, es decir, no ganado ni
merecido, ni condicionado por nada ni por nadie. Si no hemos podido hacer nada por
ganarlo, tampoco podremos hacer nada para darlo por terminado. Dios quiere porque
quiere y ama porque ama. Dios te quiere «te portes bien o te portes mal», no es un «te
quiero si me quieres», «te quiero si eres bueno», sino que se trata de un amor gratuito,
que ningún mérito o esfuerzo por nuestra parte puede robarle. Si fuera posible ganarlo o
perderlo, entonces conocería todos los vaivenes y altibajos del amor humano y estaría
siempre a expensas del hombre. Pero su amor no exige condiciones ni reclama ninguna
disposición especial. Dios no le pide al hombre que sea amable para amarle. Vivamos
como vivamos, seamos como seamos, estemos como estemos, hayamos hecho lo que
hayamos hecho, somos amados por el Señor. Por tanto, ese amor de Dios por nosotros es
un amor infinito e ilimitado, es decir, que no tiene fin: ni por delante ni por detrás, ni por
la derecha ni por la izquierda, ni por arriba ni por abajo. Es un amor inmenso, sin
cálculos ni medidas. Y, finalmente, el amor de Dios es un amor personal, un amor por
cada uno de nosotros. Dios me ama. Él, a mí. El Dios del cielo y de la tierra me ama a
mí. Su amor hacia mí es intransferible e incomunicable. No me siento uno entre la masa,
no soy uno más entre la multitud, sino que me siento amado en mí mismo y por mí
mismo, como si no hubiera otro en el mundo más que yo, como si Él no compartiera
amor con nadie más que conmigo.
Dios te ama, Dios me ama. Eso es lo único que no es negociable. Su amor no depende
del comportamiento del hombre. Su amor no se muda ni cambia de actitud ante el
pecado de sus criaturas. Si no fuera así, su amor no sería gratuito, sino merecido; no
regalado, sino ganado; no infinito, sino finito. Pero un amor que no fuera personal y
gratuito, eterno e infinito no sería digno de Dios. Cuando Dios ama lo hace sin
posibilidad de arrepentimiento. Su amistad es definitiva. No habrá cambios en las
disposiciones de Dios para con nosotros. Eso es lo que tenemos que poner en evidencia
antes de dar un solo paso hacia delante. Si eso no fuera verdad, todo se vendría abajo.
Pero si es verdad entonces estamos asegurados contra todo riesgo: nuestras son las
promesas, nuestras las bendiciones, nuestra la filiación divina, nuestra la gracia, nuestro
el Reino, nuestra la vida sin fin... No hay nada que temer. Estamos envueltos para
siempre en un manto de amor. Nada nos podrá hacer daño, porque Dios está con
nosotros y nos ama.
8. También nosotros debemos amar
Los apóstoles grabaron en el alma de los fieles cristianos la verdad que está por encima

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de todas las verdades: que Dios es amor, que nos ha amado hasta el extremo en su Hijo y
que nosotros debemos amarnos como él nos ha amado a nosotros.
8.1. Amaos
Ese fue precisamente el testamento de Jesús: «Os doy un mandamiento nuevo: que os
améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los
unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos, si os tenéis amor los
unos a los otros» (Jn 13,34-35). «Esto os mando: que os améis los unos a los otros como
yo os he amado» (Jn 15,12).
Amar, sí, pero, ¿cómo amar? Jesús nos señaló el camino. «Como el Padre me ha
amado, así también os he amado yo a vosotros» (Jn 15,9)... El amor es la base de la
relación entre el Padre y el Hijo, y entre el Hijo y nosotros. ¿Es posible que hayamos
entendido bien? ¿Cómo amará el Padre a su propio Hijo? ¿Cómo le amará? ¿Qué
palabras tendríamos que utilizar para describir ese amor? Apenas lo podemos imaginar.
No podemos asomarnos a ese abismo de amor que del Padre pasa al Hijo y del Hijo al
Padre. Amor eterno, amor infinito, amor sin medida, amor de inmensidad, de intensidad,
de cercanía. Pues de la misma manera que el Padre ama al Hijo, así Jesús nos ama a
nosotros. Pero, ¿cómo puede amarnos Jesús a nosotros como el Padre le ha amado a él?
¿Cómo puede amarnos hasta ese punto? No lo sabemos. Nosotros no podemos imaginar
ni la anchura ni la longitud, ni la altura ni la profundidad de ese amor de Cristo, que
supera todo conocimiento (Ef 3,18-19). Pues como él nos ama, «así tenemos que
amarnos los unos a los otros». Por tanto, no sólo se trata de que nos amemos mucho, sino
de que nos amemos como somos amados por Jesús. Esa es la medida y la norma, es
decir, un amor que no tiene ni norma ni medida. El amor gira locamente de una parte
para otra: de Dios hacia su Hijo, de Jesús hacia nosotros, de nosotros hacia los demás, de
los demás hacia nosotros, de todos hacia Dios. La lógica del amor es implacable: el
Padre ama al Hijo, el Hijo nos ama a nosotros, nosotros debemos amarnos los unos a los
otros. Nos perdemos en ese mar de amor.
8.2. Dos amores inseparables
«Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida si amamos a nuestros hermanos»
(1Jn 3,14). «Si alguno dice: “Amo a Dios” y aborrece a su hermano, es un mentiroso;
pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y
hemos recibido de Él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano»
(1Jn 4,20-21). «Este es el mensaje que habéis oído desde el principio: que nos amemos
los unos a los otros» (1Jn 3,11). «Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es
de Dios y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha
conocido a Dios, porque Dios es amor» (1Jn 4,7-8). «Queridos, si Dios nos amó de esta
manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (1Jn 4,11).
Como tú te amas tienes que amar a los demás, como tú te preocupas por ti mismo
tienes que preocuparte por los demás, como te quieres tienes que querer, como te
gustaría que los demás te quisieran tienes que quererlos a ellos. La esencia del amor

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cristiano es que se dirige a todos: a los que son amables y a los que no lo son, a los
cercanos y a los lejanos, a los amigos y a los enemigos. El amor no hace distinciones:
«En él, el noble se abaja hacia el plebeyo y el pobre se alza hasta el rico. El amor iguala
todos los hombres y elimina todas las diferencias raciales y sociales: no importa que uno
sea de un pueblo o de otro, de una raza o de otra, de un color o de otro, sano o enfermo,
hombre o mujer, sabio o ignorante, bueno o malo, rico o pobre, alto o bajo, justo o
pecador». Ante Dios todos somos iguales. No hay ningún hombre que sea más hombre
que otro. Puede ser más alto y más rico, más sano y más sabio, pero nadie es más
hombre que los demás. Lo único que nos separa es el color de la piel, unas ideas, unos
centímetros de altura, unos miles de dólares, unas fronteras imaginarias. No hay ni un
solo argumento que pueda ser utilizado para dividir o separar a los hombres en castas o
en razas, en partidos o en naciones, en colores o en religiones. Vistos desde el amor,
todos los hombres tienen igual rango y dignidad. No podemos amar a unos y excluir a
otros. En el comportamiento con los demás mostramos cuál es nuestra actitud con
respecto a Dios. No es posible disociar el amor de Dios del amor al prójimo. Si Dios es
amor y nos ama, nosotros debemos amarnos los unos a los otros. Porque Dios ama a
todos los hombres, nosotros los amamos también; porque los ama sin distinción,
nosotros hacemos lo mismo. Si Dios nos amó cuando éramos enemigos e indignos de su
amor, también nosotros amamos a los no tienen nada de amable para nosotros, los
amamos sin razones que justifiquen ese amor, los amamos porque Dios nos ama a
nosotros, los amamos como hemos aprendido a amar de Él, los amamos a la manera
divina.
En el atardecer de la vida nos examinarán en el amor. Dios querrá saber de nosotros si
esa palabra ha sido la más fundamental de nuestro paso por la tierra: «¿Amaste?, ¿amaste
a los demás?, ¿los amaste de verdad? Los hombres que puse a tu lado, ¿fueron tus
hermanos?, ¿los viste como hermanos?, ¿los trataste como a hermanos?, ¿los amaste
como a hermanos?». Algo ha sucedido en nuestra historia que la ha revolucionado por
entero: el amor como norma y como estilo de vida. Las relaciones en el Reino son
relaciones fraternas. Dios es nuestro padre, tu padre y mi padre: tu padre es mi padre, mi
padre es tu padre, tú y yo somos hijos del mismo Padre, tú y yo somos hermanos. Por
eso, el amor crea unas relaciones de gratuidad, que no se dejan atrapar por ningún tipo de
diferencia: ni de simpatía ni de antipatía, ni de cercanía ni de lejanía. Porque Dios es
amor, sólo el amor es el vínculo o el lazo que puede unirnos o atarnos a todos[13].
8.3. Un canto al amor
Ese es el amor que los apóstoles enseñaron a las primeras comunidades cristianas:
tenemos que amarnos cordialmente, acogernos benignamente y ser agradables los unos
a los otros; tenemos que ser bondadosos con todos, trabajar por su bien, revestirnos de
una ternura entrañable, perdonarnos de todo corazón y llevar los unos las cargas de los
otros. «Con nadie tengáis más deuda que la del amor mutuo» (Rom 13,8). Esa es la única
deuda que debemos tener y, por consiguiente, la única que tenemos que pagar[14].
Cuando san Pablo escribió la primera Carta a los corintios se dirigió a una comunidad

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muy rica en dones y en carismas. Pero el Apóstol quiso que pusieran sus ojos en lo que
él llamó «el camino más excelente», es decir, el camino del amor, del que hizo un bello
canto que todos deberíamos conocer de memoria: «El amor es paciente, es amable; el
amor no es envidioso, no es jactancioso, no se engríe; es decoroso; no busca su interés;
no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la
verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta» (1Cor 13,4-7).
Hemos sido amados gratuitamente y gratuitamente debemos amar a los demás. El
amor no busca lo que le agrada o lo que le aprovecha, no lleva cuentas del mal, no se
irrita, es paciente, es magnánimo, es constante, no siente celos, se alegra con todo, todo
lo acepta, todo lo soporta, todo lo espera, todo lo ama... El amor carga sobre sí el ansia y
los gozos, las angustias y la felicidad de todos. Ninguna desilusión o fallo humano puede
matarle. ¿Qué sentido podría tener nuestra vida si no nos amáramos? Todo lo que no
vaya revestido de ese manto amoroso es como nada. Si no llegamos a descubrir que lo
único realmente importante en la vida es el amor, es como si no hubiéramos vivido.
Podemos presentarnos ante Dios con un montón de obras y de realizaciones, pero si allí
no aparece el amor, no podrá reconocernos como a sus hijos.
La única ley que Dios aplica en sus relaciones con los hombres es el amor. Si Él ha
establecido con nosotros relaciones filiales, es decir, de padre a hijo, nosotros tenemos
que establecer con los demás relaciones fraternales, es decir, de hermano a hermano.
Todos los hombres, sean como sean, estén como estén, son hijos de Dios y merecen
nuestro cariño. Ninguna causa, por sagrada que nos parezca, justifica el odio, el rechazo
o la muerte de ningún hombre.
Dicen que san Juan, cuando era ya muy anciano, solía repetir constantemente a sus
discípulos: «Hijitos míos, amaos los unos a los otros». Y cuando ellos le preguntaban:
«Maestro, ¿por qué insistes siempre en lo mismo?», él les respondía: «Ese es el precepto
del Señor, y si se cumple eso, todo está cumplido». Los santos Padres nos han recordado
muchas veces lo que los paganos decían de los primeros cristianos: «Mirad cómo se
aman». «Ved cómo se aman los unos a los otros. Ved cómo están dispuestos a morir los
unos por los otros» (Tertuliano).
De eso se trata únicamente: de vivir envueltos en el amor de Dios y en al amor a los
hombres. Ese es el punto de partida de todo. Porque si el hombre no ha experimentado
de alguna manera que Dios le ama, todo lo que digamos caerá en el vacío y se perderá
para siempre; si no se siente querido por Dios, nunca sabrá lo que es vivir realmente.
Pero si algún día se siente divinamente amado, su vida será transformada por completo y
ya no podrá vivir sino de Dios y para Dios. «Me basta saber que Dios me ama –decía san
Francisco– para que se me traspase el corazón». Sentir y experimentar el amor de Dios
Padre, de Jesús, el Señor, y del Espíritu Santo es el comienzo de una aventura
inimaginable para el hombre.

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Capítulo 3
Vivir bajo el señorío de Jesús

La semilla del amor ya está plantada en nuestro corazón. Pero hay que seguir dando
pasos hacia delante. Porque el amor de Dios no es algo abstracto, sino que se ha
encarnado en la figura de su propio Hijo. Por eso, ahora todo apunta directamente hacia
Jesús. Encontrarnos con él es darnos de cara con el amor salvador. Ya no hay tráfico de
influencias para llegar a Dios. O llegamos por Jesús o nunca llegaremos. Él es el
Camino, la Verdad y la Vida.
Hace ya algunos años, el cardenal Suenens pidió a un grupo de sus colaboradores que
rastreasen las páginas del Nuevo Testamento para detectar los elementos esenciales de lo
que pudiera llamarse una vida cristiana normal. La conclusión a la que llegaron no pudo
ser más clara y sencilla: el primer rasgo de lo que constituye una vida cristiana normal es
el conocimiento y el reconocimiento, la aceptación y el sometimiento a Jesús como
Señor y como Salvador.
1. Jesús es el Señor
¿Qué queremos decir cuando hablamos de Jesús como Señor? La palabra señor (en
hebreo adón, en arameo mar, en griego kyrios) aparece cientos de veces en las páginas
de la Sagrada Escritura, aunque no siempre en el mismo sentido. Evoca la idea general
de dominio y de superioridad, de mando y de pertenencia. Era aplicada al señor con
respecto a sus esclavos, al amo con respecto a sus criados, al marido con respecto a su
mujer y, en general, a cualquiera que tuviera un rango superior. Era utilizada también
como fórmula de cortesía para dirigirse a alguien y, en grado sumo, a Dios, ya que Él es
el Creador de todo cuanto existe. Él es el único ante quien tiene que doblarse toda
rodilla, el único al que el hombre puede entregar toda su vida y servir por entero. Por eso
resulta vana cualquier pretensión humana de querer construir su destino de espaldas a
Dios.
1.1. El señorío de Jesús
En su paso por la tierra, Jesús se designó con el título de Hijo del hombre. Pero, ¿qué
pasó cuando los discípulos le contemplaron resucitado de entre los muertos? ¿Cómo
dirigirse a él? ¿Cómo expresar lo que él era en realidad? ¿Cuándo comenzaron a hablar
de Jesús como Señor? ¿Cómo fue posible ese salto casi infinito? Porque aplicar el título
de Señor a Jesús era algo verdaderamente impresionante. El nombre de Yavé, con el que
Dios se reveló en el Antiguo Testamento, aparece unas 6.800 veces en los libros
inspirados. Cuando la Biblia fue traducida del hebreo al griego, los traductores
tradujeron el nombre de Yavé por Kyrios, que significa Señor. Por tanto, Señor era el

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nombre propio de Dios. Pues bien, ese es el título que los escritos del Nuevo Testamento
aplicaron a Jesús. Por tanto, hablar de Jesús como Señor era equivalente a confesarle
como Dios. Pero, además del título de Señor, sus discípulos utilizaron otros muchos para
tratar de expresar su verdadera identidad: Hijo de Dios, Salvador, Cristo, Mediador,
Príncipe de la vida, el Santo, el Justo, el Unigénito del Padre, el Sumo Sacerdote, el
Primogénito de entre los muertos, el Primero en todo... Pero los títulos que más nos
afectan son precisamente los de Señor y Salvador. El primero nos dice quién es Jesús; el
segundo, lo que él ha hecho por nosotros. Los dos están tan íntimamente unidos que es
imposible separar uno del otro. Si Jesús fuera el Señor pero no fuera nuestro Salvador no
tendría ninguna relevancia para nosotros; pero, por otra parte, no podría ser nuestro
Salvador si no fuera, al mismo tiempo, el Señor.
La comunidad cristiana de lengua aramea expresó su fe en Jesús como Señor en una
sola palabra: Maranatha (1Cor 16,22), un término que significa «el Señor viene» o,
quizá más exactamente: «Ven, Señor; ven, Señor nuestro». La expresión debió de correr
como la pólvora de una comunidad a otra. Desde Palestina hasta Roma, los cristianos,
recordando el modo de hablar de los discípulos del Señor, se dirigían a él con esta
palabra: Maranatha, es decir, ven, Señor. La Didaché, un escrito de finales del siglo I de
nuestra era, nos muestra que esa palabra era utilizada en el contexto de la celebración de
la Eucaristía. Cuando la comunidad se reunía para la fracción del pan no sólo pedía al
Señor su regreso final, sino que se hiciera presente en medio de ella, como el domingo
de Pascua, para consolarla y dirigirla: «Maranatha: ven, Señor, ven ahora, mientras
nosotros estamos reunidos para celebrar tu muerte y tu resurrección; ven ahora, hazte
presente en medio de nosotros, y ven también al final de los tiempos para establecer tu
soberanía absoluta en todo el mundo». Esa fe y esa experiencia es lo que se plasmó en
esta confesión de fe: Jesús es el Señor, el único Señor. Así fue desde el principio. Todas
las confesiones de fe del cristianismo primitivo apuntan en esa misma dirección. En
todas ellas sólo se oye una aclamación: Jesús es el Señor. Se anuncia al Señor, se
proclama el evangelio del Señor, los fieles son bautizados en el Señor, se cree en el
Señor, se celebra la cena del Señor, se vive y se muere en el Señor. Jesús, exaltado por
Dios, es el único Señor de la comunidad. «Si vivimos, vivimos para el Señor; y si
morimos, morimos para el Señor. Así pues, tanto si vivimos como si morimos, somos del
Señor. Para eso murió y resucitó Jesús: para ser Señor de vivos y de muertos» (Rom
14,8-9). Las primeras comunidades cristianas vivieron siempre así: celebrando la cena
del Señor, esperando el día del Señor, invocándole sin cesar: Maranatha, «ven, Señor
Jesús» (1Cor 16,22).
Pero fue sobre todo en las comunidades cristianas nacidas fuera de Palestina donde el
título de Señor adquirió toda su densidad y desarrollo. Al extenderse por todo el Imperio
romano, el cristianismo se encontró con el hecho de que el título de señor era también
aplicado a los dioses paganos y al emperador romano. Pues bien, frente a ese mundo,
lleno de dioses y señores, el cristianismo proclamó abiertamente que el único Dios era el
Dios Padre, y que el único Señor del mundo era Jesús. «Pues aun cuando se les dé el
nombre de dioses, bien en el cielo, bien en la tierra, de forma que hay multitud de dioses

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y señores, para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas
las cosas y para el cual somos, y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas
y por el cual somos nosotros» (1Cor 8,5-6). «Porque si confiesas con tu boca que Jesús
es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo.
Pues con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se confiesa para
conseguir la salvación» (Rom 10,9-10). Confesar con la boca, creer con el corazón.
Cuando se trataba de confesar con la boca lo primero que venía a ella, como un reflejo
espontáneo, era esto: «Jesús es el Señor». Por eso, el cristianismo tuvo que tomar
posiciones muy claras frente al empleo de ese título, porque cuando en el lenguaje de
cada día se empleaba la fórmula Señor-César (Kyrios-Caesar), todos los paganos
entendían las palabras en su sentido religioso más absoluto, es decir, el César es Dios.
Los romanos no entendieron jamás por qué los cristianos se dejaban matar antes que
ceder en reconocer al César como señor. Pero para ellos era muy claro, porque su
confesión de fe en Jesús como Señor no habría tenido sentido si al lado de Jesús o por
encima de él se hubiera puesto a otro señor. Pero Jesús no sólo era un señor al lado de
los otros, sino el único Señor.
1.2. Toda rodilla se doble
El himno de la Carta a los filipenses es estremecedor: «Cristo, a pesar de su condición
divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y
tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un
hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz.
Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de
modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo,
y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre» (Flp 2,6-11).
Ahí está dicho todo. Cristo existía desde toda la eternidad. Era de condición divina,
no llegó a ser de condición divina. Pero, siendo de condición divina, no entró en la tierra
con la gloria que correspondía a su rango, sino que se despojó de todo: de infinito se hizo
finito, de Creador se hizo criatura, sin dejar de ser Dios se hizo hombre. Era el Señor,
pero vino como un siervo o como un esclavo. Para entrar en la tierra tuvo que vaciarse,
porque, de otra manera, no habría podido entrar. «Dicho en términos de riqueza, tuvo
que quedarse con las manos vacías; dicho en términos de honor, tuvo que despojarse de
todos los honores que le eran debidos; dicho en términos de poder, tuvo que renunciar a
todo». Sólo así, vaciado de honor, de poder y de riquezas, entró en esta tierra por la
puerta común de todos los mortales, «nacido de mujer, nacido bajo la ley, uno de tantos»
(Gál 4,4). Y el que había hecho todas las cosas entró en la muerte como un hombre
cualquiera. No pudo rebajarse más.
Pero su existencia no terminó en un madero. A su humillación y a su muerte Dios
respondió con una acción singular: a la noche de la cruz sucedió el alba de la
resurrección. Dios exaltó a Aquel que se había anonadado y le concedió el Nombre sobre
todo nombre, es decir, el nombre de Señor (Kyrios), lo que quiere decir que le otorgó
una dignidad superior a la de todos los seres del mundo, y eso significa que Jesús recibió

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del Padre «gloria por encima de toda gloria, poder por encima de todo poder, majestad
por encima de toda majestad, rango por encima de todo rango». Eso es lo que obliga a la
Creación entera a rendirle homenaje, es decir, a doblar su rodilla ante él, y a confesar con
su boca que Jesús es el Señor. Todas las potencias del cielo y de la tierra, de los mares y
de los abismos, de antes, de ahora y de siempre tienen que doblar las rodillas en una
grandiosa liturgia cósmica y proclamar a una voz que él es el Señor. Por tanto, en el
mundo se ha producido un cambio de amo. El Resucitado ha ocupado el puesto de Señor
y de Salvador. Ya no hay nadie más que él. Eso es lo que todas las potestades tienen que
reconocer: que Jesucristo es Señor. Ese es el Nombre por encima de todo nombre que
Dios le ha dado. Sólo él es el Señor.
1.3. Señor de todo
San Pablo aplicó el título de Señor a Jesús en más de cien ocasiones, designándole como
el Señor Jesucristo, el Señor Jesús, el Señor, Nuestro Señor, Nuestro Señor Jesucristo,
Jesucristo nuestro Señor, Señor nuestro, Cristo Jesús el Señor. Pero es preciso notar,
además, esas confesiones de fe en las que Jesús aparece situado en la cima de todo, como
coronación de todo: «Él es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura;
porque por medio de él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e
invisibles, tronos, dominaciones, principados, potestades; todo fue creado por él y para
él. Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él. Él es también la cabeza del cuerpo: de
la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en
todo. Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él quiso reconciliar
consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su
cruz» (Col 1,15-20). «Porque en él reside toda la plenitud de la divinidad corporalmente,
y vosotros alcanzáis la plenitud en él, que es la cabeza de todo principado y de toda
potestad» (Col 2,9-10). «Este es el plan que había proyectado realizar por Cristo cuando
llegase el momento culminante: recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la
tierra» (Ef 1,9b-10). «Que desplegó en Cristo, resucitándole de entre los muertos y
sentándole a su diestra en los cielos, por encima de todo principado, potestad, virtud,
dominación y de todo cuanto tiene nombre, no sólo en este mundo, sino también en el
venidero. Bajo sus pies sometió todas las cosas y le constituyó Cabeza suprema de la
Iglesia, que es su Cuerpo, la plenitud del que lo llena todo en todo» (Ef 1,20-23).
¿Qué más se puede decir? Él es el primogénito de toda criatura, él es anterior a todo,
está por encima de todo, todo fue creado por él y para él, él es el primero en todo, en él
habita la plenitud de la divinidad, todo subsiste en él, todo está bajo su control. Su figura
es engrandecida por encima de todas las palabras. Ninguna potencia se le puede
comparar, ni en los cielos ni en la tierra. Él es el Rey de reyes y el Señor de los señores;
a él le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; él es el Cordero degollado a
quien aclaman todos los pueblos y todas las razas.
La soberanía universal de Jesús es puesta de manifiesto como a través de círculos
concéntricos, que van de lo más a lo menos, de lo general a lo particular, de la Iglesia a
cada uno de los fieles. De ahí se deducen unas consecuencias extraordinarias. La

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Creación entera le está sometida, pero como no tiene una conciencia plena de su señorío,
no puede aclamarle como tal. Por eso la Iglesia se convierte en el lugar privilegiado
donde se acepta, se experimenta y se proclama a Jesús como Señor. Pero esa
proclamación lleva consigo un compromiso vital para cada uno de los que creen en él.
De tal manera que Jesús no es sólo Señor del mundo, ni sólo Señor de su Iglesia, sino
también mi Señor. Eso es lo que revoluciona por completo nuestra vida.
1.4. Jesús, mi Señor
La mayoría de nosotros hemos sido bautizados desde niños. Nuestros padres y nuestros
sacerdotes, nuestros maestros y nuestros catequistas nos enseñaron a rezar. Pero, ¿nos
hemos preocupado por formarnos en nuestra fe a medida que han ido pasando los años, o
nos hemos quedado en una fe infantil que no dice nada al adulto que somos hoy?
Aquello que nos enseñaron y que aprendimos, ¿lo hemos convertido en algo nuestro?
¿Hemos aceptado a Jesús desde el fondo de nuestro corazón? ¿Somos cristianos de
verdad o sólo de nombre? ¿Queremos y amamos a Jesús? ¿Vive en nuestro corazón?
¿Quién es Jesús para ti? ¿Quién es Jesús para mí? ¿Forma parte de tu vida? ¿Qué piensas
de él? ¿Qué dices de él?
Pero, ¿en qué consiste ser cristiano? ¿Qué es lo específico del cristianismo? ¿Qué es
lo que nos identifica y lo que nos distingue de los que no lo son?
La respuesta a esos interrogantes es muy sencilla: lo específico y lo diferencial del
cristianismo no son las normas ni las leyes, ni las prácticas ni los ritos que hagamos o
dejemos de hacer, ni siquiera la enseñanza y los mandatos que Jesús nos dio. No somos
cristianos porque hagamos todo lo que él nos ha mandado, sino porque hemos entrado en
una relación personal con él. Eso es lo que nos distingue de los demás. Esa es nuestra
identidad. No es cristiano el que sigue la doctrina de Jesús, sino el que le sigue a él. Uno
podría cumplir, al menos en teoría, todas las enseñanzas de Jesús y no ser cristiano. Sólo
es cristiano el que se ha encontrado personalmente con él. Sólo en ese encuentro
personal comienza una historia de amor y de seducción. San Pablo lo expresó en seis
palabras: «Para mí la vida es Cristo». Él es lo definitivo. Todo lo que pensemos, digamos
o hagamos tiene que proceder de ese encuentro con Jesús.
Por eso no basta con creer que Jesucristo es el Hijo de Dios, ni con estar bautizados,
ni con ir a la iglesia y cumplir con una serie de obligaciones. «Un hombre no es cristiano
hasta que, por un acto de fe de todo su ser, acepta a Jesús como su Señor y su Salvador».
Eso es lo que provoca un aluvión de interrogantes, a los que tú y yo deberíamos
responder con el corazón en la mano: «¿Es Jesús tu Señor? ¿Lo es de verdad? ¿Lo es
hasta el fondo de tu alma? ¿Lo es de toda tu vida? ¿Es el Señor de tus afectos, de tus
pasiones, de tus emociones, de tu memoria, de tu entendimiento, de tu voluntad, de tu
libertad, de tus motivaciones más profundas? ¿Es Jesús el Señor de tu vida profesional,
de tu trabajo, de tu familia, de tus proyectos, de tus amistades, de tu dinero, de tu
posición, de tu honra y de tu fama, de tu enfermedad, de tus debilidades, de tu vida y de
tu muerte? ¿Es Jesús lo capital de tu vida, es decir, aquello que te trae de cabeza? ¿Es el
eje alrededor del cual gira toda tu existencia? ¿Quién manda en ti, quién reina en ti?

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¿Hasta dónde llega su señorío? ¿Crees realmente en él? ¿Has puesto tu vida en sus
manos? ¿Crees que puede salvarte y darte una vida sin fin? ¿Crees que está a tu lado?
¿Crees que vive en ti y que te acompaña? ¿Crees que te perdona y te ama? ¿Crees que se
preocupa por lo que te preocupa? ¿Crees que puedes vivir una relación personal e íntima
con él? Si él está vivo, ¿oirá los latidos de tu corazón? Si le dices que le amas, ¿se
alegrará? Si le abandonas, ¿se sentirá afectado? Si lloras, ¿se entristecerá? Si sufres,
¿sufrirá? Si eres culpable, ¿te perdonará? Si caminas, ¿marchará a tu lado? Y si te quedas
en el camino, ¿te esperará un momento? ¿Sabrá de tus tormentos y de tus males? ¿Lo
sabrá? Y, a pesar de todo, ¿te amará? A pesar de los pesares, ¿te perdonará? Más allá de
la muerte, ¿te dará una vida con él?
Todos deberíamos enfrentarnos, antes o después, a esos interrogantes. Porque si Jesús
fue lo que dijo que era y lo que sus discípulos dijeron que era, entonces ser hombre es
algo verdaderamente glorioso. La vida cambia por completo desde el momento en que
uno se encuentra con el Señor y comienza a vivir bajo su señorío. Todo lo que era mío es
ahora del Señor, lo pongo a sus pies. Ya no podemos dejarle en casa en ningún
momento, porque nos acompaña en nuestro trabajo y en nuestro descanso, en nuestras
idas y venidas, en todos los momentos y circunstancias, felices o desdichadas, de nuestra
existencia. En cada respiración, en cada latido del corazón, él está allí, cercano, amoroso.
Nada debería escapar a su control. No sería suficiente con decir que Jesús es el Señor del
cincuenta, del setenta o del noventa por ciento de nuestra vida, porque la reclama por
entero. Es la hora de la decisión: o Jesús o las cosas de este mundo.
Raniero Cantalamessa dice que el descubrimiento del señorío de Jesús fue para él
como el cambio que se produjo en la concepción de la tierra con la llegada del sistema
tolemaico. Hasta ese momento todos creían que la tierra estaba bien asentada sobre sus
bases y que todo giraba en torno a ella. Pero entonces se descubrió que era la tierra la
que giraba alrededor del sol y que no era un astro rey, sino un planeta vasallo. Pues
mucho mayor es la revolución que se produce cuando el hombre reconoce que él no es el
centro del sistema en torno al cual todo gira, sino sólo un planeta de segundo orden. La
llegada del señorío de Jesús remueve al yo de su centro, lo baja de su pedestal, le quita el
altar donde era adorado y su lugar va siendo ocupado lentamente por el espíritu del
Resucitado.
Paul Claudel exclamó en la tarde de su conversión: «He aquí que, de pronto, Tú eres
Alguien para mí». Esa es la impresión más sorprendente y agradable del encuentro con
Jesús. De repente, él comienza a ser Alguien. Antes habíamos oído hablar de él, pero
sólo desde la distancia, no le conocíamos personalmente. Pero, ahora, «tú no eres para
mí un personaje que vivió hace casi dos mil años; tú no eres Aquel de quien me habían
hablado tantas veces desde la lejanía, aquel a quien yo trataba de encontrar, en vano, en
los rostros de los hombres; tú no eres el Cristo por quien tantos han muerto y a quien
tantos han amado hasta la locura. Tú eres Jesús para mí, tú eres mi Dios y Señor».
Un día viajaban en el mismo tren un joven y un señor mayor. El joven era un
universitario recién graduado, que hablaba de todo con desparpajo. En un momento del
viaje entró en conversación con el anciano que iba a su lado y le preguntó:

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—¿Conoce usted a Hauptman, el célebre poeta?
—No, no lo conozco.
—¿Conoce usted a Einstein, el célebre físico?
—No, no lo conozco.
—¿Conoce usted a Mozart, el célebre músico?
—No, no lo conozco.
—Entonces, ¿a quién conoce usted?
—Cuando yo era joven, le respondió, estudié en la universidad, hice tres carreras, y conocí a la gente más
importante. Y a lo largo de mi vida he tenido trato con gente muy influyente de la sociedad. Pero ahora sólo
conozco a Jesucristo, el Señor, el Salvador, el que me da una vida sin fin. A ese es a quien usted debe conocer
por encima de todo. A mí me sobran todos los demás.

Si Jesús no es todavía el Señor de toda tu vida, ahora es el momento de someterla por


entero. Entrégasela ahora mismo, estés como estés, estés donde estés. Déjalo todo en sus
manos. ¿Por qué esperar más tiempo? ¿Con quién irás mejor acompañado? ¿Quién se
preocupará más por ti que él? Quédate solo con Jesús. Sólo él vale la pena. Con Jesús
eliges la vida, con los otros señores eliges la nada. Porque ser cristiano es, en definitiva,
hacer acontecer a Jesús en nuestra vida, es decir, hacer que sea un acontecimiento capaz
de transformarla. Tenemos que llegar el encuentro personal con él. Un encuentro cara a
cara, de tú a tú. No se trata de saber muchas cosas sobre Jesús, sino de entrar en una
relación de amistad y de amor con él. La relación verdadera sólo se da en esa corriente
vital que va del yo al tú. Pero si no hay encuentro cara a cara, todo se queda en
conceptos e ideas vacías, que no afectan para nada a la vida.
Un día llegará en que, a través de una oración o de un acto de servicio, de un libro que
estás leyendo, de una palabra que ha calado en tus oídos o de una imagen que ha entrado
por tus ojos, conseguirás experimentar que él está ahí y que tu vida ha sido envuelta en
un manto de amor. Y entonces sabrás distinguir su voz entre todas las voces y su rostro
entre todos los rostros que has encontrado en tu camino. Y entonces sabrás que es él es
verdaderamente el Señor, como sabes lo que dices cuando hablas de tu padre o de tu
madre, de tus hermanos o de tus amigos. Jesús ocupará el centro de tu vida y será el
punto de partida de todo. Su llamada resonará en tus oídos y te sentirás feliz cada vez
que escuches su voz. Y estarás siempre despierto para recibirle y acogerle.
Eso es, sin duda, lo ideal. Hacia ahí tenemos que caminar. Pero el sometimiento a su
señorío puede ser un proceso lento, muy lento, que puede durar toda la vida. Por eso, no
conviene desanimarse en ningún momento. ¿No decimos que a una persona no se la
termina de conocer nunca, aunque vivamos toda la vida a su lado? Si eso sucede con
alguien como nosotros, ¿qué no sucederá con el Señor? Seguramente, lo digo con mucha
tristeza, nunca terminaremos de someternos por completo a su señorío, pero podemos
permitirle que vaya llenando de luz y de gracia nuestra andadura, que haga y deshaga,
sane y cure todo lo que está enfermo y enderece todo lo que está torcido; en una palabra,
dejarle que vaya llevando las riendas de nuestra vida y que se vaya adueñando de nuestro

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pequeño ser.
2. Jesús es el Salvador
Envueltos ya en el amor de Dios y cobijados bajo el señorío de Jesús comenzamos a
vivir una vida nueva. El hombre viejo comienza a quedarse atrás, en una penumbra en la
que apenas se le puede reconocer. Pero vivir una vida nueva no tendría ningún sentido si
sólo fuera para un tiempo o para unos años. Si todo terminara a dos metros debajo de la
tierra, el señorío de Jesús no tendría ninguna relevancia para nosotros. Pero la
comunidad cristiana de todos los tiempos no se ha conformado con proclamar que Jesús
es el Señor, sino que lo ha proclamado también como el Salvador. Eso es lo que nos
llena por entero. Jesús no sería un buen Señor si nos dejara morir como a los animales.
Por eso no podemos separar al Señor del Salvador. El Señor es el Salvador, el Salvador
es el Señor. Pero, ¿sabemos lo que decimos? ¿Un hombre muerto en una cruz puede ser
el salvador del mundo?
2.1. ¿Qué es la salvación?
Pero, ¿qué quiere decir salvación? El verbo salvar significa liberar a alguien de algún
peligro que le amenaza. En hebreo, la raíz yasá, que traducimos por «salvar», expresaba
la idea de espacio y amplitud, de estar a sus anchas, de poder respirar con entera libertad.
A ella se asociaban términos como salud, auxilio, liberación, victoria, socorro, ayuda,
protección, prosperidad, ventura, bienestar. La salvación es, por tanto, la liberación de
todos los peligros, esclavitudes y enfermedades que afectan al hombre; salvador es el
que protege y libera al hombre de todos esos peligros que le destruyen y le matan. Por
consiguiente, la salvación implica que aquel que está en peligro no es capaz de salvarse
por sí mismo, porque si pudiera hacerlo no necesitaría la ayuda de nadie.
Pues bien, en la Biblia, el sujeto del verbo salvar es Dios. Él es el que salva. El verbo
nunca es empleado en forma reflexiva, con lo que se indica claramente que uno «no
puede salvarse a sí mismo». La salvación no es algo que se consiga, sino que se recibe.
Ese es el punto de partida en torno al cual no puede hacerse ninguna concesión. La
gratuidad de la salvación, como la de la creación, es absoluta. Por eso lo que el hombre
puede hacer por sí mismo no entra en el campo bíblico de la salvación. Si el hombre
pudiera salvarse del pecado, de la enfermedad y de la muerte, no necesitaría nada de
Dios. Pero todos nuestros esfuerzos chocan contra esa fría realidad: la muerte. Ella pone
fin a todos nuestros planes y proyectos. Por eso la salvación es la palabra clave para
comprender toda nuestra historia humana. Porque si no hay salvación, y salvación
eterna, nuestra vida no tendría sentido alguno. El gran asunto para el hombre es su
salvación. Esa es la madre de todas las causas, la empresa de todas las empresas. La
muerte nos amenaza en cada instante, pero las perspectivas que se abren ante nosotros
son grandiosas. La historia humana es, por esencia, una historia de rescate. Su fin está
más allá del tiempo y del espacio.
2.2. El Dios que nos salva

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El hombre ha sido creado por Dios. Por consiguiente, no ha llegado a la Tierra por puro
azar, sino que ha sido pensado y amado desde toda la eternidad. Pero desde el principio
la criatura quiso ser igual que el Creador, la arcilla igual que el Alfarero. Dios debería
haberle abandonado, pero no lo hizo, porque su proyecto era darle una vida sin fin. Del
perdón de Dios nació la esperanza de una salvación universal, porque para Dios no hay
nada imposible. ¿Cómo podría haber algo imposible para Él? Él crea y recrea, sana y
salva. El hombre no tenía ningún derecho a ser salvado, ni Dios ninguna obligación de
hacerlo. Por eso el tema de la salvación y de la liberación es el tema estrella en la
historia de la revelación. Para llevar adelante su plan de salvación Dios escogió a un
pueblo insignificante y se unió a él, y en él a nosotros, como un padre con su hijo, como
el esposo con la esposa. Así entró en nuestra historia dolorosa para convertirla en algo
maravilloso.
La Biblia está llena de episodios en los que el Señor se manifestó poderoso: Él abrió
el mar de par en par para salvar a su pueblo, le dio pan para su hambre, agua para su sed,
calzado para sus pies desnudos, le condujo en sus batallas, le liberó de sus enemigos,
curó sus enfermedades y le hizo una promesa de estar siempre a su lado: «Yo soy tu
médico, yo te curo, yo te sano, yo te salvo»[15]. En el libro de los Salmos oímos los gritos
y los clamores, las quejas y los dolores de los pobres y de los humildes, y su acción de
gracias por todos los beneficios recibidos de sus manos. Israel plasmó su experiencia de
salvación en una confesión de fe: «Nuestro Dios es un Dios que salva». Él era el goel, es
decir, su pariente más próximo, el que tenía que rescatar a su pueblo cuando estaba en
peligro. Nadie podía hacerlo por él. La salvación de los suyos era su asunto personal y
privado.
2.3. Jesús vino para salvarnos
A lo largo de los siglos la humanidad ha sido como un campo de experimentación, un
«conejillo de indias». Hemos probado la ferocidad y la violencia y el mundo se ha
llenado de montañas de cadáveres; hemos probado la fuerza y cada día somos más
débiles; el dinero y cada día somos más pobres. El corazón humano anda buscando,
inquieto y desesperado, porque en ningún bien creado ha encontrado su felicidad y
sosiego. Y, sin embargo, para los hombres la salvación no está asociada a Jesús, sino a la
salud, al dinero, al bienestar, al disfrute de todas las cosas, al éxito profesional, a la
familia... La salvación ya no viene de Dios, sino que es una empresa humana; no hay que
esperarla de nadie, sino conquistarla a base de una lucha contra la adversidad y la
finitud. Pero la realidad es que no acabamos de encontrar la solución a nuestros males en
ninguna de las cosas que gozamos, manejamos o experimentamos. El hombre ha caído
en un vacío casi total. Lo admita o no, necesita, hoy más que nunca, un salvador. En el
fondo de cada humillación, de cada suspiro o de cada desencanto hay una secreta
llamada a Aquel que puede salvarnos. Por él suspiramos en lo más profundo del corazón:
¿quién podrá salvarme? ¿Quién romperá las cadenas que me atan? ¿Quién me ayudará a
vencer al pecado? ¿Alguien tendrá piedad de mí y me salvará? ¿Alguien me querrá con
un amor tal que sea capaz de vencer a la muerte? La respuesta a todos esos interrogantes

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es Jesús: «Pero cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de
mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a todos los que vivían bajo la ley y para que
recibiéramos la filiación adoptiva» (Gál 4,4-5). En el momento prefijado desde toda la
eternidad, Dios envió su Hijo al mundo con una misión de rescate para todos los que
gemían bajo el yugo de la ley, del pecado y de la muerte, y para convertir a estos
incluseros en sus propios hijos: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo
único» (Jn 3,16). Tanto, tanto nos amó, que le envió con la misión de salvarnos a todos
del pecado y de la muerte. Esa fue la manifestación más grandiosa de su amor por los
hombres. No envió a un mensajero cualquiera, ni siquiera a un ángel, sino a su único
Hijo. Hasta ahí llegó su amor y su condescendencia. Aunque sólo fuera un sueño, sería
un sueño maravilloso. Pero ese ha sido el milagro de todos los milagros, lo que ha
cambiado la suerte del hombre. Jesús es la llave del proyecto divino para la salvación del
mundo entero. En él todo se ha hecho realidad. El designio amoroso de Dios en favor
nuestro ha sido desvelado. Los plazos se han cumplido.
Ese es el corazón de nuestra fe: «Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que
fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, que nació de santa María Virgen..., y
que por nosotros y por nuestra salvación bajó del cielo». Por nosotros, es decir, por los
hombres, por todos y cada uno de los hombres, no por los ángeles ni por otras criaturas
que puedan poblar los espacios; y por nuestra salvación, lo que significa que algún mal
muy grave debía de acecharnos como para obligar a Dios a enviar a su propio Hijo a la
tierra. Nadie se lo pidió, nadie le obligó a hacerlo, no nos preguntó si queríamos ser
salvados o no, si necesitábamos de salvación o no; no vino para unos sí y para otros no,
sino para salvarnos a todos de los tres grandes enemigos que nos rematan: la
enfermedad, el pecado y la muerte.
La salvación del hombre fue el objetivo único de la venida de Jesús al mundo. Su
nacimiento fue anunciado a los pastores con estas palabras: «No temáis, pues os anuncio
una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de
David, un salvador, que es el Cristo Señor» (Lc 2,10-11; 1,69-71; 2,29-32). Jesús mismo
definió su misión con estas palabras: «El Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar
lo que estaba perdido» (Lc 19,10). «No son los sanos los que tienen necesidad de
médico, sino los que están enfermos..., pues no he venido para llamar a justos, sino a
pecadores» (Mc 2,17; Lc 5,32; Mt 9,13). «Esta es la voluntad del que me ha enviado:
que no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite el último día» (Jn 6,39).
La causa de Jesús está ligada por siempre a la nuestra. Ni nosotros sin él, ni él sin
nosotros.
San Mateo resumió en una sola frase el ministerio de Jesús: «Recorría los caminos de
Palestina enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva y sanando toda
enfermedad y toda dolencia» (Mt 4,23)[16]. De las calles, de las plazas y de los caminos
avanzaba hacia Jesús el ejército de los doloridos. Unos iban por sí mismos, otros eran
llevados en brazos o en camillas. Jesús no esquivó el dolor ni lo pasó por alto. Si
hiciéramos una lista de las enfermedades curadas por Jesús, en ella aparecerían la
ceguera, la sordera, la hidropesía, la mudez, las fiebres, las hemorragias, la cojera, la

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lepra, la parálisis... Pero sus milagros no tuvieron como fin llamar la atención sobre él,
sino sobre el Reino que anunciaba: la enfermedad era curada, el pecado perdonado, la
muerte vencida, el Fuerte era derrotado por el Más Fuerte. El Salvador había llegado.
Todas las promesas se habían hecho realidad. Jesús dedicó una buena parte de su
ministerio a su actividad sanadora, de tal manera que si elimináramos de los evangelios
todos sus milagros, quedarían mutilados por completo. El médico divino estaba ya a la
obra, cargando con todas las miserias del hombre.
Pero Jesús no fue sólo el sanador de los cuerpos enfermos, sino que su salvación
llegó hasta las profundidades del alma. Jesús vino en busca de los pecadores: «He venido
a buscar lo que estaba perdido»; «No son los sanos los que necesitan médico, sino los
enfermos»; «No he venido a llamar a justos, sino a pecadores». Ellos eran, en verdad, los
que tenían necesidad de un médico salvador. Eso es lo que sucedió con el paralítico y
con Zaqueo, con la mujer sorprendida en adulterio y con la pecadora anónima de la que
habla san Lucas. Lo que a Jesús le importaba era el hombre perdido y marginado, pobre
y pecador. Dios es así, como ese pastor que ha perdido una de sus ovejas y no descansa
hasta encontrarla, como esa ama de casa que ha extraviado una moneda de su dote y
revuelve la casa entera hasta hallarla, como ese padre un poco loco que abraza al hijo
que se fue y le restituye en todos sus derechos (Lc 15,1-32). Dios no se complace en
castigar, sino en perdonar.
2.4. Jesús nos ha salvado
Tenemos contraída una gran deuda con todos aquellos que han trabajado
apasionadamente por construir un mundo más sano y mejor. Pero ni todos ellos en
conjunto, ni cada uno en particular, nos han dado razones para aceptar el dolor, la
enfermedad y la muerte. Todo parece terminar cuando una mano piadosa cierra nuestros
ojos para siempre. Por eso, el hombre necesita algo más que de un puñado de euros:
necesita de un salvador y de una vida sin fin. Al resucitar de entre los muertos, Jesús ha
roto las losas de todos los sepulcros. Gritos de victoria se han oído en nuestra tierra:
«Muerte, ¿dónde está tu victoria? Muerte, ¿dónde está tu aguijón?». Esa es nuestra
esperanza. Jesús es nuestro salvador: «No hay bajo el cielo otro nombre dado a los
hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (He 4,12). Él es el Jefe que conduce a
la vida. Jesús no es un salvador entre los salvadores, ni el mejor de los salvadores, ni el
más grande entre ellos, sino el único Salvador, fuera del cual no puede haber nadie más.
Ninguno de los que han muerto, ninguno de los que viven o vivirán podrá dar al hombre
el bien que salva, la vida eterna, el perdón de sus pecados, la gracia y la vida sin fin. Ni
el dinero, ni el poder, ni la fuerza, ni la técnica, ni la razón, ni las religiones, ni las
filosofías, ni las ideologías podrán hacer la competencia al Señor. Sólo él, muriendo en
una cruz, ha clavado nuestro pecado para siempre; sólo él, resucitando de entre los
muertos, nos ha dado la esperanza de una vida sin fin.
Dios no ha dejado en nuestras manos el asunto más decisivo de nuestra vida, sino que
se lo ha encomendado a su Hijo. Él ha asumido la responsabilidad de llevar adelante esta
historia de salvación. Si la salvación fuera un asunto nuestro, sería como para echarnos a

51
temblar. Pero, en ese caso, ¿qué habría hecho Jesús por nosotros? ¿Podría ser
considerado verdaderamente nuestro Salvador? ¿A quién habrían llegado los efectos de
su obra? Pero Jesús no sólo nos ha dejado un capital inmenso para que nosotros podamos
disponer de él: él es nuestro capital. Su victoria sobre la muerte no se limitó a un triunfo
personal, sino que fue el triunfo de toda la raza humana. Así como estuvimos asociados
al pecado y a sus consecuencias en Adán, ahora estamos asociados a Jesús en la gracia y
en la vida. Lo que en uno se perdió para todos, en Uno ha sido recuperado
superabundantemente para todos. En Jesús el cielo y la tierra, la divinidad y la
humanidad se han unido con un lazo de amor eterno e indestructible. Su destino es
nuestro destino. Él es la cabeza de este cuerpo inmenso que formamos la humanidad. Ni
la Cabeza sin el cuerpo, ni el cuerpo sin la Cabeza. Donde esté la Cabeza tienen que estar
también los miembros. ¿Qué clase de salvador sería si la mayoría se condenara? ¿Qué
puede esperar Dios de estos seres, hechos de tierra y de agua, es decir, de barro?
¿Hicimos méritos para ser creados? ¿Tendremos que hacerlos para ser salvados? Si la
Creación fue un gesto de su poder, la salvación lo es de su amor y de su misericordia. Si
Dios nos exigiera lo que nosotros pensamos que nos exige, nadie llegaría a su Reino. Si
el cristianismo fuera sólo una ética o una moral, es decir, una manera de vivir y de obrar,
entonces sería una religión entre otras. Pero el cristianismo no es una idea, sino Dios
hecho hombre. Eso es lo que lo cambia todo. Jesús no nos dio una serie de consejos para
conseguir la salvación, sino que nos salvó. En él, la humanidad sólo tiene una meta: la
vida sin fin. «No necesitamos luchar hasta el agotamiento para salvarnos, porque
Alguien nos ha salvado ya; no tenemos que bregar desesperadamente para conseguir la
vida, porque Alguien nos la ha regalado; no tenemos que desfallecer por encontrar a ese
Alguien, porque él mismo ha venido hacia nosotros y nos ha dado la mano». De una
masa condenada hemos pasado a ser una masa redimida. Eso es lo que hizo Jesús por
nosotros, independientemente de nuestros méritos y de nuestras obras, por puro amor. La
deuda de nuestro pecado quedó clavada para siempre en la cruz. Eso es lo que sus
discípulos proclamaron ante el mundo entero. No sólo se atrevieron a decir que Jesús
salva, sino que sólo Jesús salva. Él vino para salvarnos y darnos la vida de Dios. Si el
pecado y la muerte estaban contemplados en el proyecto de Dios, también estaba
prevista la solución: Jesús, su Hijo, el Salvador universal[17].
Si no hubiera salvación eterna, la aventura humana estaría abocada al fracaso más
rotundo. ¿Qué sería el hombre? Nada. ¿De dónde procedería? De la nada. ¿Adónde
estaría destinado? A la nada más absoluta. Pero si está destinado a una vida sin fin,
¿cómo conseguirla?
Es verdad que nosotros hemos hecho lo posible y lo imposible por romper el amor
pactado y por quebrantar todos los juramentos, pero Dios no nos ha abandonado. Sus
promesas no han sido revocadas, su amor jamás ha sido vencido por ninguna infidelidad.
Entre Él y nosotros existe un lazo indestructible. Dios se ha comprometido de tal manera
con nosotros en su Hijo que ya no puede pronunciar una palabra de condena contra esta
naturaleza humana que Él mismo ha asumido. Miremos hacia donde miremos, nos
volvamos hacia donde nos volvamos, siempre nos encontraremos con el rostro

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misericordioso de Dios. Mereceríamos una condenación eterna, pero su ternura se alza
sobre sí misma para perdonar más allá de todo lo imaginable. Lo normal sería que Dios
exigiera una paga del que le ha ofendido; lo anormal es que cierre los ojos sobre todos
sus pecados. Dios sabe que somos culpables, pero no puede olvidar que somos sus hijos.
Por eso, no es la estricta justicia la que dicta la última palabra, sino la misericordia. Entre
castigo y amor, la balanza se inclina de parte del amor. Dios es así: pasa siempre de un
amor despechado a un amor compasivo y generoso. Se salta todas las reglas y todas las
normas de la justicia, para que el amor triunfe en todo momento. Un castigo destructor y
aniquilador no entra en sus planes. Lo impresionante no es el pecado, sino la gracia. La
historia del hombre es, por encima de todo, una historia de salvación, porque la voluntad
de Dios es que todos los hombres se salven. Dios, al enviar a su Hijo al mundo, ha dado
un paso tan decisivo a favor de su salvación que ya no puede desdecirse sin perder toda
su credibilidad. En Jesús se ha atado las manos para siempre; en él se ha solidarizado
con nosotros hasta tal punto que se ha hecho uno de nuestra carne y de nuestra sangre,
uno de nuestra familia. La sangre de Jesús ha sido derramada por todos los hombres: por
los buenos y por los malos, por los cercanos y por los alejados, por los que le han
aceptado y por los que no le han aceptado, por los que le conocen y por los que viven sin
conocerle, por los que le aman y por los que nunca le amarán, por los que hacen
esfuerzos por seguir sus caminos y por los que nadan a contracorriente de esa gracia. «Es
como si Dios –dice san Bernardo– hubiera vaciado sobre la tierra un saco lleno de su
misericordia».
Lo que Dios ha hecho va por delante de todo lo que el hombre pueda hacer por Él. En
eso consiste la gratuidad. No pudimos hacer nada por merecer la salvación, ni podemos
hacer nada por ganarla. Sólo aceptarla como un regalo que se nos ofrece y tratar de vivir
en una acción de gracias y en una alabanza sin fin. El único que salva es Jesús. La
salvación definitiva es totalmente gratuita. Por eso, nada de lo que haga el hombre es
demasiado importante. «Busca méritos, busca justicia, busca motivos; y a ver si
encuentras algo que no sea gracia»[18]. La esperanza de nuestra salvación no se apoya en
nuestros méritos ni en nuestra virtud, sino en el amor de Dios. Él ya lo ha hecho todo
para salvarnos. Lo queramos o no, lo aceptemos o no, Jesús ya ha pagado la deuda del
pecado. Lo ridículo sería que el hombre creyera que con sus obras puede conseguir la
salvación eterna y que lo poco que hace le diera derecho a tanto. ¿Cuántas obras buenas
tendríamos que hacer para ganar nuestra salvación? Ninguno de nosotros hace ni la
centésima parte de obras que podría hacer. ¿Por qué nos empeñamos en depender de
nosotros mismos, cuando tenemos asegurada la salvación en Él? Si Él no nos salvara,
todos nuestros esfuerzos, por más desesperados que fueran, estarían destinados al
fracaso. La salvación es la coronación de su obra en nosotros. Todo ha sido creado para
ser salvado. No sabemos muy bien cómo Dios va llevando día a día, paso a paso, toda
esta historia de pecado y de infidelidad. Pero ha apostado tan descaradamente por el
hombre en la encarnación de su Hijo, que todas nuestras razones y todos nuestros peros
se diluyen como un azucarillo ante la realidad del hecho de que Jesús vino «por nosotros
y por nuestra salvación». En la cruz, Jesús ya ha tomado sobre sí las consecuencias del

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pecado. La relación de justicia ha sido convertida en una relación de gracia y de perdón.
Hemos sido justificados, no en virtud de nuestras obras, sino por la obra que Dios ha
hecho por nosotros. Todo es gracia. Entonces, ¿podemos soñar con una salvación
universal? Sí, no sólo soñar, sino esperarla confiados. Los sueños se mueven en el
mundo de lo irreal, pero la esperanza hunde sus raíces en el amor y en la misericordia de
Dios. Hablar de gratuidad es proclamar abiertamente que Dios nos ama sin ningún
motivo y que nos ha salvado sin mérito alguno por nuestra parte. Por eso, la gratuidad
significa una cosa grandiosa: que Dios se ha puesto de nuestra parte y que su apuesta
vale más que todas nuestras obras y méritos. En el reino de la gratuidad el hombre
«acoge lo que no puede ganar ni conseguir con sus esfuerzos».
2.5. Jesús nos está salvando
Jesús nos ha salvado, pero no sólo de una manera general, sino que nos está salvando en
cada momento. Lo hizo de una vez para siempre en la cruz, pero quiere hacerlo actual
para nosotros aquí y ahora. No en otro tiempo ni en otro lugar, sino aquí y ahora. ¿A qué
esperar? Hoy es el día en el que la salvación pasa por nuestra casa y por nuestra vida.
Hoy tengo que aceptar a Jesús como mi Salvador. Él está aquí. Esa es la gran noticia. Si
eso no fuera cierto, nada de lo que hemos dicho sería real, sólo el recuerdo de un hecho
que pasó. Pero la gran afirmación de nuestra fe es precisamente esta: «Ayer como hoy,
Jesucristo es el mismo, y lo será para siempre» (Heb 13,8). Jesús no ha pasado ni puede
pasar. No ha perdido ni su actualidad ni su poder. Está aquí como cuando curaba a los
enfermos en los días de su paso por la tierra. Por eso, si hoy no nos sentimos salvados,
nunca sabremos lo que es ser salvados. Podremos hablar de Jesús como historiadores de
lo que él hizo, pero no como testigos de lo que él ha hecho y está haciendo en nosotros.
Todos necesitamos de una sanación física, pero, por encima de todo, de una liberación
interior, es decir, de una sanación de lo más profundo de nuestro ser. Porque la realidad
de nuestra enfermedad interior podría ser muy desagradable si no la contempláramos a la
luz de la salvación traída por Jesús. Por eso, en cada momento de nuestra vida debemos
ponernos ante su mirada para que nos sane por entero. Podemos acercarnos a él, como lo
hacían los hombres de su tiempo, con la seguridad de que puede y de que quiere
sanarnos. Podemos ir recorriendo nuestra vida, paso a paso, acompañados de Jesús,
poniendo delante de él cada recuerdo doloroso, y pedirle que ponga amor allí donde no
fuimos amados, consuelo donde sufrimos desconsuelo, abrazos donde se nos negaron,
sonrisas donde sólo encontramos caras despectivas, palabras amables donde sólo oímos
palabras de desprecio, bálsamo sobre todas las heridas que hemos recibido. Todos
sentimos necesidad de ser salvados de una cosa o de otra: de nuestro orgullo, de nuestros
odios y rencores, de nuestras envidias, de nuestra sexualidad, de nuestros miedos, de
nuestras ambiciones inconfesadas, de nuestra incapacidad radical para entregarnos a él,
de todo aquello que nos domina y esclaviza, que nos vence y nos sume en tinieblas.
Nosotros no podemos salvarnos de todos los males que nos aquejan. Si pudiéramos
romper las cadenas que nos atan, no necesitaríamos nada de Dios. Pero la liberación de
todos nuestros males sólo puede ser obra de Jesús. Sólo él puede hacer añicos ese cerco

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terrible que nos oprime y nos sofoca. Cuando el Señor desnuda su brazo, lo que parecía
imposible se hace posible. Estábamos allí hace unos momentos, cargados de cadenas;
ahora estamos aquí, libres y liberados. Sólo así comenzaremos a experimentar que Jesús
es verdaderamente el salvador de nuestras vidas. Y entonces ya no será para nosotros
sólo un Jesús de «segunda mano», sino Aquel que se ha metido hasta lo más hondo de
nuestro ser para amarnos y salvarnos. Si Dios no se hubiera hecho carne, tal vez
podríamos pensar que desconoce cómo somos. Pero Él sabe perfectamente de qué pasta
nos ha hecho. Por eso, ¿qué le vamos a contar que Él no sepa? No tenemos que
disculparnos ante Dios de ser como somos, sino dar un paso hacia el Médico divino que
ha venido a curarnos de todos nuestros males y a darnos la salvación y la vida sin fin.
Por eso, la vida de los que se han encontrado con Jesús como Señor y como
Salvador ya no puede ser lo mismo que antes. Hasta ese momento éramos nosotros los
que conducíamos el coche de nuestra existencia. Todo lo teníamos atado y bien atado.
Pero ahora Jesús nos ha parado en seco. Nos dejó vivir por algún tiempo «a nuestro
aire», pero ahora ha comenzado a vivir su vida en nosotros. Ahora le toca a él pasar a
primer plano y a nosotros vivir cobijados a la sombra de sus alas. Así como estuvimos
asociados al pecado y a sus consecuencias en Adán, ahora estamos asociados a Jesús en
la gracia y en la vida. Es como si en Cristo se hubiera formado una nueva persona.
Estábamos condenados y hemos sido perdonados, éramos esclavos y hemos sido
liberados, estábamos como muertos y hemos recibido una nueva vida; o, dicho con otras
palabras, hemos pasado de la esclavitud a la libertad, de la enemistad a la amistad, del
pecado y de la muerte a la gracia y a la vida. Ya no somos de nadie, sino de él; ya nadie
puede poner su mano sobre nosotros, porque somos su propiedad personal. Así
comenzamos a vivir una vida de resucitados y salvados, en una acción de gracias y en
una alabanza sin fin, en la espera y en la esperanza de verle un día por toda la eternidad.

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Capítulo 4
Vivir en conversión

Las semillas del amor de Dios y del señorío de Jesús ya están plantadas. A partir de ese
momento comienza para el hombre un proceso que conocemos con el nombre de
conversión, con el que se inaugura una vida nueva.
1. ¿Qué es la conversión?
Si vivimos alejados del Señor, lo normal es que volvamos hacia Él. Esa vuelta es lo que
conocemos con el nombre de conversión. La palabra no tiene buenas implicaciones para
la mayoría de los hombres, porque todos sospechamos que ese camino de regreso está
lleno de penitencias, de sacrificios y privaciones, de cosas que nos repugnan y
desagradan.
Pero, ¿qué significa la palabra conversión? El verbo convertir o convertirse procede
del latín convertere, que expresa la idea de «mudar» o de «volver una cosa en otra». Los
griegos utilizaban el verbo metanoein, cuyo significado primero es «cambiar de
opinión». De ahí se deriva el sentido de lamentarse, sentir arrepentimiento o pesar por
haber hecho mal una cosa o por haber dejado de hacerla. Pero el verbo metanoein no se
quedaba en lo exterior, sino que ponía el acento en el cambio de mente o de mentalidad
que debe producirse en el hombre. Los profetas del Antiguo Testamento utilizaron el
verbo hebreo shub, que significa «dar la vuelta», «girarse», «abandonar los propios
planes», «regresar o volver al Señor». Por tanto, la conversión supone siempre un punto
de partida y un punto de llegada. Convertirse es apartarse de para encaminarse hacia,
alejarse de para ir hacia, abandonar las cosas que alejan de Dios para volverse hacia Él.
Por consiguiente, no se trata de una vuelta del hombre hacia sí mismo, para reconocer su
propio pecado o para arrepentirse de él, sino de una vuelta hacia Dios. Esa es la entraña
misma de la conversión: en ella, el hombre no se encuentra consigo mismo, sino con el
Señor. La conversión implica un cambio de dirección de la propia vida. Pero, en nuestro
caso, es Dios mismo quien nos hace ver que nos hemos extraviado y alejado de las
fuentes de agua viva. Él es el que incita, excita y urge al hombre a volver. El hombre
nunca podría volver si no sintiera que Alguien le busca y le llama por su nombre, que
Alguien está ahí y quiere entrar en una nueva relación con él. «Haznos volver y
volveremos a ti», decían ya los hombres del Antiguo Testamento. La conversión es una
gracia preparada por la iniciativa divina. Él es el que sale al encuentro del hombre, le
abraza, le besa y le perdona.
2. Convertíos, porque está cerca el reino de Dios
Las primeras palabras de la vida pública de Jesús fueron una llamada a la conversión:

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«Convertíos, porque el reino de los cielos está cerca» (Mt 3,2; 4,17; Mc 1,15).
En esa frase hay cuatro palabras decisivas: el Reino está cerca. El Rey estaba
llegando, pero no con la vara del castigo en la mano, sino lleno de amor y de vida. Por
eso la conversión que Jesús pedía sólo podía entenderse como una respuesta a ese año de
gracia que proclamó desde el principio. Porque lo primero no era la conversión, sino la
oferta de la gracia y de la salvación. Los hombres no eran urgidos a convertirse hacia la
nada, sino hacia el amor gratuito de Dios. Sólo por eso la predicación de Jesús adquirió
un carácter urgente. No se podía dejar escapar la ocasión de entrar en ese Reino. El Rey
se estaba acercando y quería entablar relaciones personales con los hombres, no sólo
desde el cielo lejano, sino desde la cercanía y la inmediatez. Eso era precisamente lo que
situaba a los hombres en la necesidad de una conversión o de una vuelta hacia Él. Por
eso, la llamada de Jesús a la conversión sólo tenía una finalidad: quebrantar el corazón
del hombre y convencerle de que todo lo que tiene y por todo lo que se afana es una pura
baratija comparado con lo que se le ofrece. Dios quería llegar hasta lo más profundo de
su corazón y clavarse en él como un punzón. Pero el Rey no llegaba para matarle, sino
para regenerarle; no para condenarle, sino para concederle el perdón y la vida[19].
3. ¿Qué tenemos que hacer?
Pero hay que dar un paso más, un paso decisivo. No basta con volverse o convertirse
hacia Dios. Hay que convertirse a Jesús.
El día de Pentecostés, Pedro presentó abiertamente a Jesús a los hombres de su
pueblo, y terminó pronunciando estas palabras: «Sepa con certeza toda la casa de Israel
que Dios ha constituido Señor y Cristo, es decir, Mesías, a este Jesús a quien vosotros
habéis crucificado» (He 2,36). La reacción de los que le escucharon no se hizo esperar:
«Al oír esto, dijeron con el corazón compungido: ¿qué hemos de hacer, hermanos? Pedro
les contestó: convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de
Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo; pues
la Promesa es para vosotros y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos, para
cuantos llame el Señor Dios nuestro» (He 2,37-39).
Apenas podemos imaginar la conmoción que esas palabras pudieron producir en
aquellos cuyo corazón fue tocado por el Espíritu. El verbo griego katanysso significa
«agujerear», «taladrar». Las palabras de Pedro entraron como un taladro en su corazón,
atravesándolo de parte a parte. «¿Qué hemos hecho?». Habían estado esperando al
Mesías durante varios siglos, pero «vino a los suyos y los suyos no sólo no le
recibieron», sino que lo colgaron en una cruz, como a un vulgar esclavo del Imperio
romano. ¡Habían matado al Mesías que estaban esperando! Debían de estar horrorizados
sólo con pensarlo. ¿Qué tenían que hacer ahora? San Pedro se lo dijo en cuatro palabras:
convertirse a Jesús, bautizarse en él, aceptarle como Señor y como Salvador, recibir la
plenitud de su gracia y de su vida por medio de una efusión desbordante del Espíritu
Santo y entrar a formar parte de una comunidad reunida en su nombre y guiada por su
Espíritu. Así comenzaría para todos una vida nueva.
Por eso la conversión que Pedro pidió a sus oyentes el día de Pentecostés no fue la de

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un pecador que regresara a la gracia, ni la de un gentil que se convirtiera al Dios
verdadero. Entre los que le escuchaban había muchos judíos piadosos, cuya vida estaba
perfectamente orientada. Pero en la relación de Dios con los hombres había sucedido
algo extraordinario que lo trastocaba todo: Jesús. Hacia él había que volverse por entero.
Hasta esos momentos la muerte había sido la reina del mundo, pero Jesús la había
derrotado para siempre. Ahora la vida corría por todos los valles y llenaba de esperanza
el corazón de los hombres. El Dueño de la vida tenía las llaves para entrar en el reino de
la muerte y sacar de él a todos los estaban allí sin esperanza de retorno. Pedro situó a sus
oyentes ante Jesús muerto y resucitado, Señor y Salvador del mundo entero. No se
trataba, pues, de una ligera corrección de detalle, como la de un barco que endereza su
rumbo, sino de girar por entero hacia aquel que había vencido a la muerte y de hacerse, a
toda costa, con la vida del que era la Vida. Esa fue la conversión que Pedro pidió a sus
oyentes.
4. La conversión: una exigencia en la vida del hombre
El hombre es una criatura maravillosa. Sin embargo, cortó desde el principio el cordón
umbilical que le unía a Dios como criatura. Así se quedó desnudo y desprovisto de todo.
Pero Dios no le abandonó, sino que siguió siempre a su lado: se reveló a él, le habló con
palabras amables y consoladoras, hizo una alianza con él y le fue mostrando poco a poco
su rostro, sus planes y sus designios. Por eso el hombre de todos los tiempos debe hacer
un alto en el camino para preguntarse: «¿Dónde estoy? ¿Por dónde voy? ¿Hacia dónde
me dirijo? ¿Voy a alguna parte? ¿Estoy bien orientado? ¿No me habré equivocado de
camino? ¿No tendré que rehacerlo por entero? ¿Aparece Dios en mi horizonte? ¿Me
dirijo hacia Él? Lo que proyecto y realizo, ¿me hace feliz? Creía que en el placer, en la
familia, en el trabajo, en mis estudios, en mis aficiones, en mis amigos, en el dinero, en
el poder, en el bienestar, en la salud y en la riqueza iba a encontrar la felicidad, pero no
soy feliz. Mi vida tiene un sabor agridulce, más agrio que dulce. Soy como un caballo
desbocado, siempre en busca de sensaciones nuevas. Nada me llena por entero, nada me
satisface del todo. ¿Dónde se ha quedado Dios? ¿No tengo necesidad de un salvador?».
Muchos hombres jamás han oído hablar de Jesús, otros han oído hablar de él pero lo
han olvidado, otros han recibido algunos sacramentos y asisten a misa, pero su
cristianismo es rutinario. No ha nacido de la fascinación de un encuentro cara a cara con
el Señor y el Salvador. Se hacen llamar cristianos, pero sólo lo son de nombre. Jesús no
ha sido nunca el eje en torno al cual ha girado su vida. Se les ha inculcado una doctrina o
una serie de ideas religiosas, pero no al Jesús vivo, resucitado y glorioso, vencedor del
pecado y de la muerte. Por eso jamás han tenido una relación personal con él, porque con
las ideas no puede haber un trato personal e íntimo. La mayoría son hombres buenos,
pero viven sin una referencia vital hacia el Señor. La mayor parte de su tiempo lo
dedican a sus asuntos, a sus entradas y a sus salidas, a su familia y a su trabajo, sin que
Dios influya en lo más mínimo ni en su trabajo, ni en su familia, ni en su relación con los
demás. «Estrujando ahora mismo mi vida, ¿qué quedaría? ¿Qué jugos de bien, de
justicia, de bondad, de semillas de amor hay en mis entrañas? ¿Qué lugar ocuparía Dios

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en ella? ¿Qué lugar en mis preferencias?». Convertirse, por tanto, no es sólo dejar un
hueco de nuestro corazón para Jesús, sino dejar que él lo llene por entero; es como
empezar una vida nueva, como si volviéramos a nacer. El cristianismo no es una serie de
ideas ni de dogmas, ni de ritos y prácticas religiosas, sino una persona, unos ojos que nos
miran. De lo que se trata es de encontrarnos con esos ojos y de ser fascinados por ellos,
de sentirnos mirados y amados por Jesús.
Un hombre que muere en una cruz y que resucita, que nos quiere, nos llama y nos
invita a seguirle cambia por completo la orientación de nuestra vida. Por eso, si el
anuncio del kerygma no terminara en un llamamiento a la conversión, «dejaría de ser un
Evangelio para convertirse en una charla o en una conferencia». La Palabra que
proclamamos tiene que taladrar el corazón. El que la oye tiene que verse situado ante
Jesús, muerto y resucitado, Señor y Salvador. Por eso todos tenemos que entrar en esa
tierra que lleva por nombre conversión y llegar a experimentar que Dios nos ama de
verdad, que no es «un atracador que nos pide la vida, sino alguien que nos la da». Y por
eso, «convertirse no es dejar todo por nada, sino conseguirlo todo por casi nada. El valor
no está en lo que dejamos, sino en lo que se nos regala». Cuando san Pablo fue
alcanzado por Jesús todo lo que él quería fue considerado como basura: «Por Cristo, mi
Señor, todo lo perdí». La conversión es como un cambio de la muerte a la vida, de las
tinieblas a la luz, del no ser al ser; no es empobrecimiento, sino enriquecimiento. Es
preciso que el hombre se sienta cogido por un Amor que le abraza y le envuelve sin
cesar. La vida entera del hombre tiene que girar en torno al Señor. Si Jesús es Dios con
nosotros, su Palabra tiene que convertirse en el punto de apoyo, en la norma y en el
criterio de todas las cosas. Se trata de optar por Jesús o por la nada, por la vida o por la
muerte, de ser o no ser. El Evangelio es portador de una palabra de vida, de un secreto de
inmortalidad que arrastra por entero al hombre, y de una esperanza inquebrantable en el
triunfo de la vida sobre la muerte. La vida presente no es más que un esbozo de aquella
vida sin fin, en la que veremos, amaremos y alabaremos al Señor por toda la eternidad.
Ese será el triunfo de la Palabra que proclamamos, hacia él nos lleva la conversión[20].
Convertirse es verterse con, es decir, es como derramar por tierra un líquido que
tenemos en una jarra. Pero si yo me vierto o me derramo en el Señor, tengo la impresión
de que desaparezco. Ese es uno de los grandes miedos que tienen muchos hombres para
ponerse en camino: el temor a desaparecer, el pánico a diluirse en un mar infinito, sin
que quede nada de ellos. Pero, ¿será eso la conversión? ¿Será eso lo que Dios quiere de
nosotros? ¿Querrá que perdamos nuestra personalidad? Pero Dios no nos anula, sino que
nos potencia; no nos hace
menos, sino mucho más; no nos despersonaliza, sino que nos da una nueva personalidad;
no nos aniquila, sino que nos hace renacer por entero. Por eso la conversión está unida
de una manera indisoluble a un regreso al Señor, a un verter todo nuestro ser en él. Eso
es lo que lo cambia todo. A partir de ese momento todo sigue igual, pero todo es distinto.
Por ahí nos lleva la conversión: más de Dios en mi vida, más de su amor en mi vida,
más de su gracia en mi vida, más de Él en mis ilusiones y esperanzas, en mi trabajo y en
mi familia. Y más de nosotros en Él, más minutos, más horas, todo el día, todos los días,

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toda la vida... Eso es lo que el Señor va haciendo poco a poco en nuestra vida. Nos va
llevando a verter nuestras aguas en Él, mientras Él se vierte por entero en nosotros; nos
va llevando a descubrirle como la fuente de todos los amores y de todas las gracias, de
todo el perdón y de toda la vida, y a experimentar que nos ama y que se preocupa en
todo momento de nosotros. Dios va transformando poco a poco nuestro corazón de una
manera callada, sin hacer mucho ruido para no asustarnos con su grandeza. Como decía
anteriormente, Él tiene una noción muy exacta del tiempo y del espacio. Cuando, tal vez,
menos lo esperamos, nos agarra en medio de nuestro camino, de la manera más casual o
inesperada: una enfermedad, un accidente, una gran alegría, un gran amor, la
conversación con un amigo, una visita, un libro que ha caído en nuestras manos, una
palabra amable que recibimos, una sonrisa que nos han regalado... Tal vez todos
esperamos que el Señor baje de los cielos y nos transforme en una criatura nueva en un
instante. Pero Dios suele entrar en nuestra vida de la manera más sencilla, sin prisas y sin
sobresaltos, modelando tranquilamente nuestro barro, como un alfarero su cacharro. La
conversión es un proceso que puede durar mucho tiempo, pero que va produciendo una
vida nueva en nuestro corazón, proyectándonos hacia una esperanza sin límites,
garantizada por el triunfo real y definitivo de Jesús sobre la muerte.

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Capítulo 5
Vivir bajo la guía del Espíritu Santo

Así vamos poniendo las semillas de esta vida nueva por la que andamos suspirando.
Alguien tira de nosotros, nos arrastra y nos conduce: el Espíritu del resucitado. Desde
que Jesús perdió su visibilidad, el Espíritu ha ocupado su lugar. Y desde ese día, el
Espíritu Santo es el encargado de llevar la vida de la Iglesia y de cada uno de nosotros en
particular. Sólo Él puede conducirnos a los pies de Jesús como Señor y como Salvador y
hacernos vivir una vida nueva, inundados de su gracia, de sus dones y de sus carismas.
Pero, ¿quién es el Espíritu? San Pablo llegó un día a la ciudad de Éfeso, se encontró a
un grupo de discípulos y les preguntó: «¿Recibisteis el Espíritu cuando abrazasteis la
fe?». Ellos le contestaron: «Pero si nosotros no hemos oído decir siquiera que exista el
Espíritu Santo» (He 19,2). Si saliéramos a la calle con un micrófono en mano y
preguntáramos a la mayoría de los bautizados: «¿Quién es el Espíritu?, ¿qué significa en
tu vida?, ¿lo conoces?», la mayoría levantaría los hombros. Casi nadie sería capaz de
balbucear ni una sola palabra. Pero si no sabemos quién es, si no le conocemos, ¿cómo
vamos a vivir de Él? Así ha sucedido desde el principio y así sigue sucediendo en
nuestros días. El Espíritu es, en verdad, el Gran Desconocido.
Este es el momento de abrir los ojos a su acción y de sentirnos tocados por ese
Aliento divino, que nos ha sacado de la nada a la vida. El Desconocido quiere salir, por
decirlo de algún modo, de la clandestinidad y del olvido. Podemos vivir como si Él no
existiera o podemos convertir nuestra alma en un pedazo de cielo donde Él esté
animando nuestra marcha hasta que lleguemos a la casa del Padre. Por eso, vamos a
rastrear su presencia y su acción, arriba y abajo, a lo largo del Antiguo y del Nuevo
Testamento: en la creación, en los jueces, en los reyes, en los sabios, en los profetas, en
la encarnación y en la vida de Jesús, en los orígenes de la Iglesia, en la vida de los fieles,
en los carismas que distribuye, en los frutos que produce. Vamos a sorprenderlo en todos
esos momentos y a cogerlo con las manos en la masa, porque de su presencia en nosotros
depende que vivamos una vida nueva[21].
1. ¿Quién es el Espíritu Santo?
La palabra espíritu (ruah en hebreo, pneuma en griego, spiritus en latín) aparece unas
389 veces en el Antiguo Testamento y unas 369 en el Nuevo Testamento. Aunque no
fuera más que por pura curiosidad, valdría la pena rastrear esa palabra para ver lo que se
esconde detrás de ella. Pero se trata de un término que recubre un vasto campo de
sentidos y significados. Con él se designa, en primer lugar, el aire, el soplo o el viento en
general; en segundo lugar, el aliento del hombre, es decir, lo que le anima y le hace
vivir; en tercer lugar, su espíritu más íntimo, sede de la razón y de la inteligencia, de la

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voluntad y de la libertad, de los sentimientos, afectos y emociones. Pero con esa misma
palabra los autores sagrados designaron al espíritu de Dios, es decir, el aliento, la
respiración y la fuerza de Dios. Todos vivimos de ese Aire divino que nos agita, nos
refresca y nos renueva sin cesar.
Pero, ¿quién es en realidad el Espíritu Santo? Tenemos que hacernos esa pregunta,
porque en la Biblia no se habla jamás de su identidad. Por eso se ha podido decir que el
Espíritu es «una persona muy celosa de su intimidad». Su nombre no evoca nada en
nosotros. Nunca se ha revelado en primera persona, nunca ha dado la cara ni ha salido al
encuentro de los hombres con un yo por delante. De Dios podemos hablar con cierta
naturalidad, porque se ha revelado en palabras y en imágenes humanas. Jesús asumió
una naturaleza como la nuestra y vivió en una tierra concreta. Conocemos sus palabras y
sus hechos, su pasión, su muerte y su resurrección. El Espíritu Santo, en cambio, es una
tercera persona. No tiene ojos, ni manos, ni voz, ni rostro; no se le ve, ni se le toca, ni se
le puede apresar. Su vaciamiento es casi total. Va y viene, entra y sale, sube y baja, agita
y vivifica, pasa, cae, irrumpe, se oye su voz, se reconoce su paso por la vida de los
hombres, sabemos que ha estado allí, que allí se ha manifestado, pero de Él no tenemos,
por decirlo de algún modo, ni rastro. Por donde Él pasa corre la vida, las cosas se
renuevan, lo torcido se endereza, lo enfermo es sanado, lo oculto se hace manifiesto. Con
un gran sentido del humor se ha dicho de Él que es un maleducado, porque tiene la
pésima costumbre de no dejar las cosas como las encuentra. Las imágenes que sirven
para describirlo son hermosas, pero desconcertantes: es como un susurro de paloma o
como una suave brisa, como un viento huracanado o como un vendaval, como un fuego
que abrasa o como un torrente de agua viva, como un líquido que se derrama, como una
lluvia que riega o como un sello que marca a los elegidos con el signo de la propiedad.
Pero ni la paloma ni la brisa, ni el fuego ni el viento ni el agua son el Espíritu. Las
imágenes evocan su presencia, pero no nos dicen nada de su personalidad. Pero ese Dios
sin rostro, a quien hemos relegado al olvido, es el amor derramado del Padre que habita
en nuestra alma y nos hace vivir una vida divina. Él es el que cala más hondamente en
nuestro interior. Él es la fuerza que mueve la historia y el impulso que la alienta. Su
imagen no nos entra por los ojos, sino por todo nuestro ser.
2. El Espíritu en el Antiguo Testamento
El Espíritu aparece en acción desde la primera página de la Biblia. Cuando todo era algo
caótico y vacío, el espíritu de Dios ya aleteaba sobre la superficie de las aguas (Gén 1,1-
2). Era como un águila que bate sus alas o que planea sobre sus polluelos; se movía, se
agitaba, retemblaba sobre el abismo. El Espíritu despertó a las cosas de su sueño eterno
e hizo brotar la vida con su aliento, de tal manera que si Dios lo retirara, la Creación
regresaría al caos inicial. Todas las cosas viven de su aliento y por su aliento.
Pero la acción del Espíritu aparece, de una manera muy especial, en la historia del
pueblo elegido. Dios escogió a un pueblo insignificante para que fuera su testigo en el
mundo. Se reveló a los patriarcas, se manifestó a Moisés, hizo con él una alianza de
amor y de sangre, lo llevó «como sobre alas de águila» por el desierto, le dio una tierra

62
de bendiciones y de promesas. Pero aquel pueblo prefirió las aguas de una cisterna
fangosa al Manantial de aguas vivas. Un espíritu de prostitución lo llevó de infidelidad
en infidelidad. Parecía que no había ninguna esperanza para él. ¿Quién podría convertir
aquella historia tan negra en una historia de amor y de gracia? ¿Quién podría efectuar ese
milagro?
Pero el Espíritu no permitió que aquel romance de amor se rompiera definitivamente
y entró en acción. El Espíritu suscitó a los jueces y a los profetas, y los llenó de coraje y
de bravura para salir al encuentro de su pueblo con una palabra de reproche o de
salvación. Sólo Él podía cambiar el corazón de aquellos hombres. Cuando el hombre no
puede apuntarse tantos ni colgarse entorchados, entonces el Espíritu entra en esa región
de muerte, donde no hay nada más que huesos calcinados, y en ellos siembra la vida.
«Os tomaré de entre las naciones, os recogeré de todos los países y os llevaré a vuestro
suelo. Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras manchas y de
todos vuestros ídolos os purificaré. Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un
espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de
carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y
observéis y practiquéis mis normas. Habitaréis la tierra que yo di a vuestros padres.
Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios» (Ez 36,24-28). El Espíritu lavará
todas las manchas, restañará todas las heridas y hará en el hombre una operación a vida o
muerte: quitará el corazón duro e insensible y en su lugar pondrá un corazón de carne, es
decir, sensible a la palabra de Dios. La vida llegará a los miembros muertos, la esperanza
a los corazones abatidos, el consuelo a los descorazonados, la alegría a los tristes. En el
páramo de nuestra vida será derramado el aliento de Dios y todo será rehecho (Jl 3,1-3).
Será una efusión tan desbordante, que sobre el terreno baldío del hombre brotarán ríos de
agua viva. «¡Ah, si rasgaras los cielos y descendieses!» (Is 63,19).
3. El Espíritu en el Nuevo Testamento
Después de muchos siglos de promesas y de esperas, el Espíritu se ofreció, por
expresarlo de algún modo, a realizar el designio divino de la encarnación del Hijo. Él
tomó la Palabra del seno del Padre y la llevó al seno de una doncella de Nazaret llamada
María; Él sopló sobre aquella doncella y la fecundó con su poder. Allí estaba Dios,
hecho un puñado de músculos, un poco de carne dolorida. Por obra del Espíritu, el que
era Dios se hizo hombre. Nadie pudo imaginar que Jesús fuera más que un hombre,
nacido de mujer, nacido bajo la ley, uno de tantos. Nadie pudo sospechar que aquel
hombre con quien hablaban, cuyos servicios utilizaban, fuera la segunda persona de la
Santísima Trinidad.
Jesús permaneció callado la mayor parte de su vida. Hasta que un día se calzó sus
sandalias, dijo adiós a su madre y se fue hacia el río Jordán para recibir el bautismo de
Juan. Allí estaba la Palabra hecha carne, esperando su turno como uno más para entrar en
el agua del río. Pero entonces sucedió algo extraordinario: los cielos se rasgaron y el
Espíritu vino sobre él y le comunicó la palabra de complacencia del Padre: «Tú eres mi
Hijo amado». Fue el paso de las promesas a la realidad, de la carne al Espíritu, de la ley

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a la gracia, del precursor al Mesías. Desde entonces el Espíritu lo llevó de pueblo en
pueblo, de sinagoga en sinagoga, de los sanos a los enfermos, de los pobres a los ricos,
de Galilea a Jerusalén. Pero sólo en la última cena Jesús abrió su corazón para hablar del
que iba a venir a tomar su relevo, de Aquel a quien designó como el Paráclito[22].
La palabra paráclito es desconocida para nosotros. Y lo peor es que ninguna palabra
de nuestras lenguas expresa o incluye la totalidad de significados que tiene el término
griego. El paráclito es un ayudador, un valedor, uno que conforta y auxilia, un abogado,
un procurador, un mediador, un consejero, un consolador, un intercesor. El paráclito es
llamado para servir, para auxiliar, para prestar un servicio a una persona que está en una
situación de la que no puede salir airosa por sí misma y que necesita la ayuda de otro. En
el griego clásico, el paráclito era también el jefe que se dirigía a los soldados antes de
entrar en la batalla para infundir valor en el ánimo de los apocados y dar vigor a los
débiles. Pues bien, todo eso es el Espíritu Santo: el que ayuda y defiende, el que
consuela, conforta y anima a los hombres. Esa fue la promesa de Jesús: «Él estará
siempre con nosotros, morará en nosotros, será nuestro abogado y nos guiará en todo
momento». Lo que Jesús perdía en visibilidad lo ganaba en interioridad; lo que perdían
nuestros ojos, lo ganaba nuestro corazón. Lo que el Espíritu tenía que hacer se resumía
en una palabra: Jesús. Esa era la palabra que tenía que susurrar, el misterio que tenía que
revelar, el rostro querido que tenía que desvelar, la verdad total que tenía que anunciar,
la vida que tenía que ofrecer. Por eso Él se encargará, por los siglos de los siglos, de que
su figura no caiga en el olvido ni pueda ser confundida con la de cualquier otro personaje
de la tierra. Día a día nos irá llevando a penetrar en su misterio insondable y a hacernos
vivir de su misma vida[23].
Pero antes de subir al cielo, Jesús anunció a los suyos un bautismo en el Espíritu, un
baño de fuego y de poder, de amor y de vida. La promesa se hizo realidad el día de
Pentecostés. El Espíritu bajó sobre ellos como una fuerza dinámica y estremecedora y
los llenó hasta rebosar. Y así experimentaron que Jesús estaba vivo y glorioso y que
estaba dentro de ellos, porque vivían de su misma vida.
Lo que allí pasó está ante nuestros ojos: alabanzas, testimonio, vidas cambiadas,
miedos vencidos, puertas abiertas de par en par. Ese día marcó un antes y un después en
su vida. Fue la primera efusión del Espíritu, de sus dones y de sus carismas. Fue la
mañana más gloriosa desde la creación del mundo. Pues bien, lo que sucedió con los
discípulos el día de Pentecostés se fue repitiendo constantemente en las pequeñas
comunidades cristianas que iban surgiendo a lo largo del Imperio romano, porque la
promesa era para todos: los presentes y los ausentes, los próximos y los lejanos, para
hombres y mujeres, niños y ancianos, amos y esclavos[24]. «Nadie vio su rostro, nadie oyó
su voz, pero en este mundo se sintió su poder, se experimentó su fuerza, se supo de su
guía».
Pero el Espíritu Santo es, por encima de todo, el gran regalo que Dios ha hecho al
hombre. San Pablo lo dice de todas las maneras: el Espíritu Santo ha sido dado, enviado,
derramado; está, habita, mora, guía, gime, ora, intercede por nosotros; es principio de fe,
de esperanza y de intrepidez apostólica; es la fuente de todos los dones y de todos los

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carismas; es abogado, intérprete y consolador; Él convierte nuestro cuerpo mortal en un
templo del Dios vivo; Él es el sello, las arras, las primicias de la herencia prometida a los
hijos de Dios. Nada ni nadie podrá hacernos perder esa condición de hijos a la que
hemos sido elevados. Somos herederos de todas las promesas y de todos los privilegios
que corresponden a los hijos.
4. Vivir bajo los dones del Espíritu
Por donde pasa el Espíritu florece el amor y la vida; donde Él se hace presente deja un
rastro inconfundible. Se diría, por comenzar a dar un paso hacia delante, que su
presencia se bifurca en una doble dirección: hacia el interior del hombre en dones; hacia
el exterior en frutos y carismas. El hombre en quien habita el Espíritu comienza a vivir
una vida nueva, que ya no se mueve al compás de la razón ni de los sentimientos, ni
siquiera «a golpe de virtudes y de hábitos adquiridos», sino por dones o por impulsos que
proceden de Él. «Los dones son, en efecto, una moción divina del Espíritu en lo más
íntimo de las facultades del hombre para hacerle obrar divinamente». Aparentemente
todo sigue igual, seguimos teniendo los mismos gustos y aficiones, nos movemos y
hablamos de la misma manera que antes. Pero en lo más hondo del alma se agita una
presencia poderosa que nos hace vivir una vida que jamás habríamos podido imaginar.
En el texto hebreo del profeta Isaías aparecen seis dones, repartidos de dos en dos:
don de sabiduría e inteligencia, de consejo y de fortaleza, de ciencia y de temor de Dios.
Pero en la tradición cristiana se habla de siete dones. Ese número proviene de la versión
griega de los Setenta (LXX), en la que el don de temor de Dios fue desdoblado en dos
partes: don de piedad y don de temor (Is 11,1-2), dando así lugar al número de siete. Los
santos Padres y los teólogos hicieron popular ese número y la Iglesia lo ha incorporado
en su magisterio ordinario. Con ese número se quiere expresar la totalidad de la gracia y
de los dones que el hombre necesita. Ese es su equipo para marchar por los caminos del
Señor y seguir sus instrucciones.
Pero, ¿qué son en realidad los dones? ¿Qué le aportan al hombre? ¿Lo podríamos
expresar en unas cuantas palabras? Sí, los dones aportan al hombre una seguridad y una
certeza absoluta de que en ellos se hace presente y se manifiesta el Espíritu, iluminando
su inteligencia y haciéndole entrar en ese mundo divino al que no puede llegar con su
razón ni con todos sus esfuerzos. Así, el don sabiduría es un conocimiento sabroso y
amoroso, por medio del cual el hombre contempla el mundo entero como si lo estuviera
viendo con los ojos de Dios. Todo lo que vivimos y experimentamos, todas las tragedias
y dolores, todo el mal que nos azota y toda la belleza que nos rodea lo contemplamos
con esos ojos iluminados por su presencia. El don de inteligencia, por su parte, nos abre
al mundo de las maravillas de Dios y nos da el sentido de lo divino. El Espíritu lo utiliza
para hablarnos al corazón y para hacernos entender el proyecto de Dios en nuestra vida.
El don de consejo nos descubre las sendas de Dios y nos señala el camino por donde
debemos avanzar. El don de fortaleza nos capacita para las grandes empresas, para
soportar las condiciones más adversas y los sufrimientos más duros. El don de ciencia
tiene como objeto los acontecimientos de la vida de cada día. Si por el don de sabiduría

65
vamos desde Dios hacia las cosas, por el don de ciencia el Espíritu nos eleva desde las
cosas a Dios. Las cosas que vemos se convierten, como tantas veces han dicho los
santos, en escalera para remontar hasta el cielo. El don de piedad nos lleva a sentir un
afecto enteramente filial para con Dios y a mostrar hacia Él todas las pruebas de cariño y
devoción que un hijo debe tener para con sus padres. El don de temor nos sitúa en la
conciencia de nuestra nada ante Dios. Él es el que es, nosotros los que no somos. Existe
un temor servil, es decir, el de los siervos, pero existe también el temor filial, es decir, el
de los hijos, por el cual el Espíritu nos infunde el sentido de la majestad de Dios y nos
recuerda nuestra condición de criaturas pecadoras. Pero nosotros hablamos de temor, no
de miedo. Si tenemos miedo es que no hemos encontrado todavía al Dios verdadero, sino
a un ídolo que se impone brutalmente a nosotros.
La vida nueva que andamos buscando es algo que el Espíritu suscita, mantiene y nos
regala sin cesar. Por eso hablamos de dones, es decir, de algo que no podemos adquirir
con nuestras fuerzas. Es Él quien nos regala unos ojos nuevos para contemplar las cosas
desde Dios y a Dios desde las cosas, un regusto por las cosas de Dios, una piedad para
con Él y para con los hombres, un santo temor de su nombre; es Él quien nos equipa para
hacer frente a las diversas situaciones de la vida. Sin la presencia de esos dones el
hombre no sería jamás una criatura nueva, sino que seguiría como muerto.
5. Vivir bajo sus frutos
«El alma del hombre es como un huerto en el que el Espíritu ha derramado una semilla
preciosa. No lo sentimos y apenas lo experimentamos. Pero cuando esa semilla llega a
cierta madurez, estalla en frutos. Este hombre, roto y dolorido, se convierte en un campo
donde el Espíritu Santo puede hacer una sementera preciosa».
«Por mi parte os digo: si vivís según el Espíritu, no daréis satisfacción a las apetencias
de la carne. Pues la carne tiene apetencias contrarias al espíritu y el espíritu contrarias a
la carne, como que son entre sí antagónicos, de forma que no hacéis lo que quisierais.
Pero si sois conducidos por el Espíritu, no estáis bajo la ley. Ahora bien, las obras de la
carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios,
discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y
cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo, como ya os previne, que quienes hacen
tales cosas no heredarán el reino de Dios. En cambio, el fruto del Espíritu es amor,
alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza» (Gál
5,16-23).
El texto de san Pablo es un verdadero catálogo de lo que produce la carne, es decir, el
hombre abandonado a sí mismo. Pero sobre ese telón negro resalta esplendoroso el fruto
del Espíritu, expresado en nueve de sus manifestaciones. Si el Espíritu lleva las riendas
de la vida del hombre, las obras de la carne desaparecen; si, por el contrario, son las
obras de la carne las que aparecen en primer lugar, eso significa que el Espíritu no es el
principio motor de aquella vida. Si las obras de la carne producen un caos en la vida del
hombre, el fruto del Espíritu se desborda en amor y en alegría, en paz y en paciencia, en
afabilidad y en mansedumbre, en bondad y en fidelidad, en templanza, continencia y

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castidad. Así debería ser el hombre nuevo: amoroso, alegre y afable, pacífico y paciente,
bondadoso y fiel, manso y templado. Todo un espectáculo para el mundo[25].
6. Vivir bajo sus carismas
El Nuevo Testamento designa al Espíritu Santo como el don de Dios para los hombres.
Pero se ha dicho, con razón, que no se puede tener la luz sin el sol, ni el agua sin la
fuente, ni el calor sin la llama. Los dones afectan directamente a nuestra alma y le dan el
gusto por lo divino, los frutos se traducen al exterior en amor y alegría, en paz y en
bondad... Pero el Espíritu Santo también se derrama en una serie de gracias especiales
que construyen y edifican a la Iglesia, la arropan y la alientan, la sostienen y la
rejuvenecen en todo momento. Eso es lo que llamamos carismas.
Carisma es un término transcrito literalmente del griego que significa regalo, don,
donación, merced, obsequio, presente, donativo... Aparece 17 veces en el Nuevo
Testamento, de las cuales 16 en san Pablo y una en san Pedro. San Pablo describió los
carismas con estas palabras: «Una manifestación del Espíritu Santo para el bien común»
(1Cor 12,7). Se trata, por consiguiente, de una serie de gracias especiales que el Espíritu
concede a algunos y que están destinadas para la «edificación y la construcción de la
Iglesia», más que para la santificación personal de los que las reciben. Por tanto, los
carismas pueden ser dados a cualquier hombre, en cualquier circunstancia, en cualquier
momento, sea pecador o santo, hombre o mujer, sabio o ignorante, creyente o no
creyente. Los carismas son una manifestación del Espíritu. Él es el que los distribuye con
entera libertad. No todos, en efecto, poseen el don de curar, ni el don de hablar en
lenguas, ni el don de interpretar, ni son maestros, ni profetas, ni doctores. Cada uno ha
recibido su don, pero todos están al servicio de la comunidad y bajo la ley del amor. La
finalidad de los carismas es, por tanto, la de servir, construir y edificar dinámicamente a
la Iglesia. Ese es el criterio para juzgar de su autenticidad y validez. Cuanto más ayuden
a crecer a la Iglesia, a las comunidades y a los grupos, tanto mejor serán. Carisma que
destruya, divida o desanime no es un verdadero carisma[26].
Según san Pablo, «a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para
provecho común. Porque a uno se le da por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro,
palabra de ciencia según el mismo Espíritu; a otro, fe en el mismo Espíritu; a otro,
carisma de curaciones en el mismo Espíritu; a otro, poder de milagros; a otro, profecía; a
otro, discernimiento de espíritus; a otro, diversidad de lenguas; a otro, don de
interpretarlas. Pero todas estas cosas las obra un mismo y único Espíritu,
distribuyéndolas a cada uno en particular según su voluntad» (1Cor 12,7-11). «Y así los
puso Dios en la Iglesia, primeramente como apóstoles; en segundo lugar como profetas;
en tercer lugar como maestros; luego, el poder de los milagros; luego, el don de
curaciones, de asistencia, de gobierno, diversidad de lenguas. ¿Acaso todos son
apóstoles? O, ¿todos profetas? ¿Todos maestros? ¿Todos con poder de milagros? ¿Todos
con carisma de curaciones? ¿Hablan todos en lenguas? ¿Interpretan todos?» (1Cor
12,28-30; cf Rom 12,6-8; Ef 4,7-8.11-13).
Algunos especialistas clasifican todos esos carismas en tres grandes grupos: poder

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para decir (don de lenguas, don de interpretación, don de profecía); poder para hacer
(don de curaciones, don de obrar milagros, don de fe); poder para conocer
(discernimiento de espíritus, palabra de ciencia, palabra de sabiduría). Lo cierto es que
esos carismas recubren prácticamente la totalidad de las necesidades de este cuerpo de
Cristo que es la Iglesia: la jerarquía, la predicación y la enseñanza de la Palabra, el
servicio, la ayuda a los necesitados, la sanación de los enfermos... Por eso, cada uno de
ellos es una parte muy importante de la vida, de la salud y del bienestar de la Iglesia.
Una comunidad estará más o menos viva, será más o menos dinámica, más o menos
pujante, en la medida en que existan, crezcan y maduren los carismas. Por tanto, los
carismas no son adornos de la Iglesia, sino gracias necesarias para construirla. Cuando
llegue el final de todo, los carismas desaparecerán. Para entonces ya habrán cumplido su
misión. Pero mientras estemos de camino son absolutamente necesarios, porque la
Iglesia siempre estará necesitada de una palabra de aliento.
Los santos Padres hablaron frecuentemente de los carismas que se manifestaban en la
vida de la Iglesia. San Ireneo escribió hacia el año 180: «Es imposible decir el número
de carismas que recibe la Iglesia cada día, donados por Dios en nombre de Cristo, que
fue crucificado bajo Poncio Pilato»[27]. «Él –escribió Novaciano– suscita profetas en la
Iglesia, instruye los doctores, anima las lenguas, procura fuerzas y salud, realiza
maravillas, otorga el discernimiento de los espíritus, asiste a los que dirigen, inspira los
consejos, dispone los restantes dones de la gracia. De esta manera perfecciona y
consuma la Iglesia del Señor por doquier y en todo»[28]. Pero, a partir del siglo IV, los
carismas comenzaron a declinar. San Gregorio escribió: «Por una disposición terrible y
secreta de Dios, antes de que el Leviatán aparezca en ese hombre reprobado, los
prodigios de los carismas han sido como retirados de la santa Iglesia: la profecía no
brilla más, la gracia de las curaciones ha desaparecido, la virtud de las grandes
abstinencias ha disminuido, las palabras doctrinales callan, los prodigios milagrosos
cesan de estallar. No es que la providencia haya suprimido todas estas manifestaciones,
pero no las hace aparecer abiertamente y corrientemente como en los tiempos
primitivos»[29].
Poco a poco, los carismas comenzaron a caer en el olvido e incluso fueron temidos y
menospreciados. La teoría oficial sostenida por los teólogos y los escritores eclesiásticos
podría ser resumida en estas palabras: «Los carismas no pertenecen a la esencia de la
Iglesia. Esta no es en primer lugar carismática, sino institucional, es decir, edificada
sobre los apóstoles y su autoridad». La Iglesia, una, santa, católica y apostólica era el
signo más evidente de la presencia y de la actuación del Espíritu Santo.
Sin embargo, los últimos años han sido testigo del acontecimiento grandioso del
concilio Vaticano II. El Espíritu nos ha sorprendido con una lluvia de carismas. La
Iglesia, en efecto, tiene necesidad de oír a los profetas, de ver curaciones, de explayarse
en lenguas para alabar al Señor. Es verdad que una insistencia desmesurada sobre ellos
podría llevarnos a una teología triunfalista y al olvido de la cruz. Pero los carismas son
algo que la embellecen y animan. ¿Quién puede asegurar que aquellas gracias fueron
dadas sólo para el comienzo de la Iglesia? ¿Acaso nuestro mundo necesita menos del

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Espíritu Santo que en los primeros días? No, los carismas no son un elemento marginal,
sino un elemento constitutivo y esencial de la vida de la Iglesia.
El resultado de la presencia y de la acción del Espíritu, en una palabra, no puede ser
más impresionante: crea, agita, impulsa, invade, suscita, unge, está, mora, habita, gime,
ora, consuela, conforta, intercede, enseña, grita, clama, sella, llena de dones, de frutos y
carismas, hace nacer o renacer, bautiza, enardece. Por donde Él pasa florece la vida y el
amor, la gracia y las virtudes, la alabanza y el testimonio, endereza lo torcido, sana lo
enfermo, lava manchas, resucita lo que está muerto, cambia la vida, renueva los
sentimientos y los afectos, todo lo rejuvenece, todo lo conforta. El Espíritu es fuego que
abrasa, brisa que refresca, luz que ilumina, beso y caricia, perfume y unción, impulso y
éxtasis. Apenas lo dejamos entrar en nuestra vida convierte nuestro desierto en un fértil
oasis. ¿Cómo no desearlo? ¿Cómo no pedirlo sin cesar? Todo eso es para ti y para mí,
para todos nosotros. Por eso hay que abrir las puertas de par en par a ese Gran
Desconocido, para que todo sea renovado por su aliento poderoso. De Él hay que nacer o
renacer.
7. Nacer de nuevo
El evangelio de san Juan relata un episodio precioso, que ilustra la necesidad que todos
tenemos de un nuevo nacimiento (Jn 3,1-10). En él aparece un hombre llamado
Nicodemo, miembro del Sanedrín o Gran Consejo de la nación judía, del que formaban
parte los sumos sacerdotes, algunas de las familias laicas nobles y algunos miembros del
partido de los fariseos. Los fariseos se distinguían por su adhesión escrupulosa y por su
fidelidad a la ley y a las tradiciones de los antepasados. La gente admiraba su integridad
y la rectitud de su vida. Pues bien, Nicodemo era un hombre de la ley y del gobierno.
Seguramente había oído hablar a Jesús en los pórticos del templo de Salomón y había
quedado impresionado por su enseñanza. Y un buen día se decidió a visitar a Jesús, al
amparo de la noche, para evitar cualquier mirada indiscreta. El mundo de la ley se
encontró, por decirlo de alguna manera, con el mundo de la gracia. San Juan nos hace
asistir a un diálogo profundo y divertido. Jesús comenzó desconcertándole desde el
primer momento: «Te lo aseguro –le dice– que si uno no nace de nuevo, no puede ver el
reino de Dios» (en griego el término anothen significa al mismo tiempo de nuevo y de
arriba). Nicodemo entendió las palabras de Jesús en su sentido más literal. «¿Cómo –le
dice a Jesús– puede uno nacer siendo ya viejo?». Pero Jesús no hizo demasiado caso a su
pregunta y siguió haciendo nuevas afirmaciones: «Si uno no nace de agua y Espíritu, no
puede entrar en el reino de Dios». No se trataba sólo de nacer de arriba-de nuevo, sino
de nacer de agua y de Espíritu, porque él es la fuerza divina que hace nuevas todas las
cosas. Para entrar en el Reino no era suficiente una observancia estricta de la ley, sino
que era necesario recibir un nuevo ser, un nuevo nacimiento, una nueva identidad. Se
diría que hay como dos principios de vida: la carne y el Espíritu. Cada uno transmite lo
que posee. La carne denota la condición humana, débil y mortal; el Espíritu, la fuerza
explosiva de Dios. Por tanto sólo existen dos posibilidades para el hombre: o bien nacer
del Espíritu y ser hijo de Dios, o quedarse en la esfera de la carne, es decir, de la

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debilidad y de la impotencia. Hay que elegir: o la carne o el Espíritu, o la ley o la gracia,
o el esfuerzo o la gratuidad, o las obras del hombre o la obra de Dios en él. Para entrar en
la nueva vida es necesario un nuevo nacimiento o un renacimiento. «Jesús llevó a
Nicodemo de una vida a otra, de un nacimiento a otro, de un reino a otro, de la carne al
Espíritu. Le hizo enfrentarse con el hecho de que si una vida nueva ha de ser vivida tiene
que haber una nueva criatura, y para que haya una nueva criatura tiene que haber una
nueva creación o un nuevo nacimiento»[30]. Ese es el milagro de la presencia del Espíritu:
nos hace nuevos, nos hace renacer. Nuestra vida termina por ser irreconocible para
nosotros mismos.

70
Capítulo 6
Vivir en crecimiento

Las semillas están plantadas. Se trata, en definitiva, de vivir una vida nueva envuelta en
el amor de Dios, bajo el señorío de Jesús y la guía del Espíritu Santo. Y aunque todo eso
sea vivido entre sombras y en medio de dificultades, sabemos ya por dónde marchamos.
El hombre viejo se queda definitivamente atrás. Todo es nuevo. Todo es gracia.
Pero el proceso de crecimiento es inseparable del proceso de nacimiento. La vida
nueva que nos ha sido regalada no puede quedarse en un estado de quietud y de
inmovilidad, sino que debe crecer y desarrollarse sin cesar, hasta su plena expansión. Se
podría decir que si no aumenta, decrece. Pero el problema radica en saber quién es el
responsable y el agente de ese crecimiento. ¿Es Dios o el hombre? ¿Es el hombre el que
labora y Dios el que colabora? ¿O es exactamente lo contrario? Es evidente que el
hombre no es un sujeto puramente pasivo, pero hay que acentuar por encima de todo la
iniciativa de Dios, que precede y acompaña al trabajo humano. Ese crecimiento no está
en manos del hombre, como si él fuera el encargado de la marcha de todo ese proceso. Si
nos convirtiéramos en autónomos y tratáramos de trabajar por cuenta propia, lo
echaríamos todo a perder. Si el nacimiento ha sido obra del Espíritu, el crecimiento
también lo será. La vida que nos ha sido regalada no es nuestra, sino de Él. Por eso Él es
el responsable de cuidarla, de acompañarnos en todo momento y de procurarnos los
medios necesarios para que esa planta crezca fuerte y vigorosa y dé los frutos que se
espera de ella. Pero el crecimiento es un proceso que dura toda la vida. Para ello el Señor
pone a nuestra disposición muchos elementos: su palabra, la oración, los sacramentos, la
comunidad... Dicho con otras palabras: no puede haber crecimiento en la vida cristiana si
no hay seguimiento de Jesús, si no hay escucha de la Palabra, si no hay oración, si no
hay participación en los sacramentos, si no hay entrega y servicio a los hermanos, si no
hay una buena formación cristiana... y si todo ese proceso no se vive en comunidad, bajo
las alas del Espíritu.
Todos esos lugares de cita y de encuentro con el Señor podrían llevarnos a hacer un
verdadero tratado de la vida cristiana, pero no es este el momento para hacerlo. Por eso
sólo voy a ofrecer una pista de por dónde deben caminar los que han iniciado una vida
nueva bajo la guía del Espíritu Santo.
1. El seguimiento de Jesús
En la Edad media, el abad Joaquín de Fiore propuso una división de la historia humana
como en tres partes. La primera habría estado dominada por la figura del Padre y
correspondería, de una manera general, al Antiguo Testamento; la segunda habría
correspondido a la figura de Jesús y habría llegado hasta sus días; la tercera sería la del

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Espíritu, que ocuparía la historia humana hasta el final. Según él, se avecinaba una época
en la que todos serían llevados y traídos por Él.
Muchos se sintieron fascinados por esa división tripartita de la historia. Pero la
realidad es que estaba destinada al fracaso más absoluto. Porque el Espíritu no vino a
inaugurar una nueva época, sino a llevarnos sin cesar hacia Jesús. «Recibirá de lo mío y
os lo comunicará». El Espíritu no tenía la misión de aportar una nueva revelación, sino la
de hacernos descubrir en aquel carpintero de Nazaret, que nació en un pesebre y murió
en una cruz, al Señor resucitado y glorioso, vencedor del pecado y de la muerte. Ese era
el nombre que tenía que susurrar, el misterio que tenía que revelar, el rostro querido que
tenía que desvelar, el camino que tenía que proponer, la verdad que tenía que anunciar,
la vida que tenía que ofrecer. Si el Espíritu Santo atrajera la atención sobre Él,
perderíamos a Jesús. Pero su misión es la de recordarnos, sin cesar, sus palabras y sus
gestos, lo que hizo y lo que dijo, para que su figura nunca caiga en el olvido ni sea
confundida con la de cualquier otro personaje de la tierra. Por eso resultaría muy
peligroso un culto al Espíritu que ensombreciera los rasgos de Jesús y lo redujera a un
personaje de segundo orden. Por esa razón, todos los que inician una vida nueva tienen
que hacerlo en el seguimiento de Jesús. Para crecer en ella es imprescindible estar con él,
seguirle en todo momento, vivir a su lado, verle de cerca, oír el timbre de su voz, saber
dónde vive y mantener una relación amorosa con él. Pero seguirle exige estar siempre
disponibles y con las sandalias calzadas. El que se para, le pierde de vista. Él es lo
definitivo. Todo lo demás es como nada comparado con él.
El seguimiento de Jesús es el eje del cristianismo. Pero la mayoría de los cristianos no
saben lo que eso significa. Seguir a Jesús no forma parte del vocabulario que les han
enseñado o que han recibido. Entienden la vida cristiana sólo por referencia a la misa o a
la práctica de los sacramentos, pero no por el seguimiento de Jesús. Cumplen una serie
de prácticas que la Iglesia les manda y con ellas se dan por satisfechos, aunque no sepan
nada de lo que significa seguir a Jesús. Pero una vida nueva sólo es posible cuando uno
está injertado y revestido de él, es decir, cuando vivimos de su misma vida[31].
2. La palabra de Dios
Hoy no podemos oír a Jesús ni seguirle como lo hicieron los primeros discípulos, pero
su voz nos llega de muchas maneras. Dios ha sido, en efecto, un dialogante
empedernido. Por medio de su palabra nos ha revelado sus planes y sus designios, nos ha
hablado de amores y de perdones, de gracia, de amor y de vida. Dios podría haber
permanecido en un silencio eterno y nada le habríamos podido reprochar. Podría haber
utilizado también otros medios para relacionarse con el hombre, pero ninguno tan
adecuado como la palabra. Si Dios no hubiera hablado sería para nosotros un enigma sin
rostro, como una esfinge impenetrable. Pero el hombre necesita de un Dios que le entre
por los oídos, a quien pueda dirigirse como a un tú, con quien pueda conversar. Sin
palabra, Dios no sería Dios. Con ella se ha incrustado en el tejido de nuestra vida, corta y
pasajera, y lo ha hecho de una manera muy discreta, como de puntillas, sin
atemorizarnos, sin imponerse brutalmente. Lo ha hecho en una palabra sencilla, con

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frecuencia muy pobre, desprovista de atractivo y de belleza. Dios se ha ofrecido en ella,
sin hacer ostentación de sus atributos. Se ha regalado y solicita nuestra acogida y nuestra
respuesta[32].
La voz que oyeron los patriarcas y los profetas, los sacerdotes y los sabios, los
apóstoles, los evangelistas y los escritores sagrados la tenemos consignada por escrito en
la Sagrada Escritura. En esa palabra, escrita bajo el aliento y el influjo del Espíritu Santo,
tenemos una cita con Dios. Los autores bíblicos nos han contagiado la fascinación por
esa palabra eterna y poderosa, grande y eficaz, que dice y hace, promete y cumple,
anuncia y realiza, que no conoce cambios ni vicisitudes, ni auroras ni ocasos, sino que
conserva siempre su lozanía y su juventud; palabra de amor y de gracia, más dulce que la
miel, más preciosa que el oro, que anima y consuela, sana y resucita. Por eso deberíamos
conocerla como la palma de las manos, como el camino que nos conduce cada día al
trabajo, como el rostro de las personas a las que amamos.
Los rabinos de Israel se preguntaban: «¿Qué habría sucedido si Dios sólo nos hubiera
dirigido una palabra o hubiera hecho un solo gesto por nosotros? ¿Habría sido
suficiente?». Y respondían: «Suficiente». Una sola palabra salida de sus labios, unos
buenos días, un qué tal habrían sido suficientes. Lo terrible habría sido su silencio, es
decir, que no nos hubiera dado ni un solo signo de su presencia. Si nos dijeran ahora por
primera vez que Dios nos está hablando, apenas lo podríamos creer. ¿Me estás diciendo
que el Dios infinito y eterno, todopoderoso, indecible e inexpresable me está hablando?
¿Dios, a mí? ¿Él, a mí? Sí, eso es lo que estoy diciendo: que Dios te ha hablado, que te
está hablando, que nos ha hablado, que nos está hablando como una madre a sus hijos,
como el esposo a la esposa, como el amante a la amada, con palabras dulces y amorosas,
ardientes y consoladoras. Dios se ha hecho presente en nuestra tierra y en nuestros
corazones por medio de su palabra: el Oculto se ha manifestado, el Inmensamente
alejado se ha hecho asombrosamente cercano, el Altísimo se ha rebajado. Eso es lo que
cientos de veces nos dijeron los profetas: «Así habla el Señor»; «Esto dice el Señor»;
«Me fue dirigida la palabra del Señor»; «Escuchad la palabra del Señor». Es la palabra
de un tú a un yo, de Dios al hombre. Sin ningún derecho por nuestra parte hemos sido
elevados a la categoría de interlocutores en un diálogo con Él. Por medio de su palabra
se ha hecho presente entre nosotros y se ha metido hasta lo más profundo de nuestro
corazón, sin avasallarnos con su grandeza. En ella nos ha salido al encuentro y nos ha
envuelto en un manto de amor y de gracia. Dios está ahí, cercano y maravilloso, hecho
palabra humana para mí. La voz que oyeron los grandes profetas la vuelvo a escuchar yo
ahora, como si fuera dirigida directamente a mí.
¡Qué descortesía sería negarse al diálogo o pasar indiferente ante la palabra del Señor!
Porque si Él ha decidido hablar, yo tengo que determinarme a escuchar; si Él se dirige a
mí, yo tengo que estar pendiente de Él y guardar su Palabra en mi corazón, para que
alimente todos mis deseos y pensamientos. La palabra es guía y consejera, enseña e
ilumina, da juicio y discreción; es preciosa, amable, buena, dulce, eterna, estable. El
hombre inclina su oído hacia ella, la escucha, la acoge, la custodia, la medita, la busca, la
anhela, la ama, la recita, la lleva en sus entrañas. La escucha atentamente, de verdad, con

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cuidado, con todo el corazón; la cumple con diligencia, sin tardanza, puntualmente,
cabalmente, día y noche. Ella le aconseja en todo momento, en ella confía, cree y espera
(Sal 119). Así, la palabra se mete hasta el hondón del alma y se convierte en vida para el
hombre. El hombre es su morada y su casa para siempre. Decía san Bernardo: «Excítese
el oído, ejercítese el oído, el oído reciba la verdad. Que el oído esté despierto, que el
oído esté acostumbrado, que el oído oiga y acoja la verdad».
Según las encuestas realizadas, la Biblia está presente en millones de hogares del
mundo entero. Pero, ¿cuántos la leen? ¿Para cuántos cristianos es el pan de cada día?
«Los cristianos –decía Paul Claudel– muestran un gran respeto por la Biblia, que se
manifiesta en lo alejados que se mantienen de ella».
Pero los que han iniciado una vida nueva bajo el señorío de Jesús y bajo la guía del
Espíritu deberían encontrar un tiempo especial para dialogar con Dios. San Gregorio
escribió estas palabras a Teodoro, médico del emperador, para exhortarle a una lectura
asidua de la Palabra: «Se quiere más al amigo del que se está más seguro. Tengo que
dirigirte una queja, ilustre hijo Teodoro. Recibiste gratuitamente de la Santísima
Trinidad la inteligencia y los bienes temporales, la misericordia y el amor, pero estás
constantemente inmerso en los asuntos temporales, obligado a frecuentes viajes, y dejas
de leer diariamente las palabras de tu redentor. ¿No es la Sagrada Escritura una carta del
Dios todopoderoso a su criatura? Si te alejaras por un tiempo del emperador y recibieras
de él una carta, no descansarías ni te dormirías hasta no haber leído lo que te ha escrito
un emperador de la tierra. El emperador del cielo, el Señor de los hombres y de los
ángeles, te ha dirigido una carta en la que se refiere a tu vida y tú no te ocupas de leerla
con fervor. Aplícate, te lo ruego, a meditar cada día la palabra de tu creador. Aprende a
conocer el corazón de Dios para que tiendas con mayor ardor a las cosas eternas, para
que tu mente se encienda en mayores deseos de esos goces celestiales. Porque sólo
entonces alcanzaremos el máximo descanso si ahora no nos damos, por amor de nuestro
creador, reposo alguno... Que el Dios todopoderoso derrame sobre ti el Espíritu
consolador para que puedas poner esto en práctica. Que Él mismo colme tu espíritu con
su presencia y que, colmándolo, lo eleve»[33]. San Jerónimo aconsejaba: «Sé muy asiduo
en la lectura y aprende lo más posible. Que te coja el sueño con el libro en las manos y
que tu rostro, al rendirse, caiga sobre la página escrita... Porque ignorar las Escrituras es
ignorar a Cristo»[34]. Eso es lo que todos deberíamos hacer: leer la Palabra de día y de
noche. La última palabra de cada una de nuestras jornadas debería pronunciarla ella. Si
recibiéramos una carta de amor no reposaríamos hasta haberla leído. Dios nos habla y
nos escribe. Por eso, tenemos que encontrar ese tiempo dedicado en exclusividad a leer y
a alimentarnos con su Palabra. Una santa pasión debería llevarnos sin cesar hacia ella.
Dios no sólo se ha hecho carne, ni sólo pan: se ha hecho palabra escrita. En ella nos
habla de amor y de vida. La Palabra es su regalo de cada día.
En mis numerosos cursos de Biblia siempre he tenido esta frase como lema: «¡Ni un
solo día sin palabra de Dios! Ni un solo día sin ponerse a los pies del Señor para decirle:
Habla, Señor, tu siervo escucha». Tenemos que entregar ese tiempo de nuestra vida para
que el Espíritu, que hizo hablar a los profetas y escribir a los autores sagrados, reescriba

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ahora esa palabra en nuestros corazones. La palabra de Dios debería convertirse en
compañera inseparable de nuestro camino y en la fuente del crecimiento espiritual de los
hombres renovados por el amor de Dios y por la presencia de Jesús y del Espíritu. El
libro de Dios está ahí, al alcance de todas las manos, de todas las inteligencias y de todas
las economías. Por eso debería ser para todo fiel cristiano su libro de bolsillo y de viaje,
de estudio y de texto, el más amado y manejado. «La Escritura –decía el P. Alberione–
es la carta que el Padre eterno nos ha enviado. No acudamos al tribunal de Dios sin haber
leído toda la carta del Padre del cielo, porque nos dirá: No has demostrado respeto ni
amor hacia lo que te he escrito». Dondequiera que uno esté o vaya, cualquiera que sea la
ocupación que tenga, en todo tiempo y lugar, la palabra de Dios debería ser su
compañera de camino.
La palabra de Dios, dicen los santos Padres, es un hacha que corta las piedras, una
fuerza que libera a los hombres de las cadenas del mal, una medicina contra todas las
enfermedades. La Palabra purifica el alma de toda culpa, la salva de la ira, la libera de
las impurezas, la ilumina para que crea, la fortalece en los momentos de debilidad, la
enciende en el amor, la deleita en la devoción, la consuela con la esperanza de la
inmortalidad. La Palabra es la luz que nos ilumina, el pan que nos alimenta, el agua que
nos refresca, el abrigo que nos cubre, la nube que nos protege, el mar por donde
navegamos y el puerto hacia el que nos dirigimos.
Ahora es tiempo de leer y de meditar, de orar y de contemplar; tiempo de escucha y
de paciencia, de atención y de esperanza; de estar ahí, a los pies del libro sagrado,
dejando que la palabra de Dios nos hable, aunque no entendamos muchas cosas; es
tiempo de arrullar, de tocar y de besar la Palabra y de estar cerca de ella; de que no sólo
nos entre por los oídos por la escucha, ni por los ojos por la lectura, sino también por el
tacto, por el contacto y por todos los sentidos de nuestro cuerpo. «Él me ha garantizado
su protección, no es en mis fuerzas en las que me apoyo. Tengo en mis manos su palabra
escrita. Este es mi báculo, esta es mi seguridad, este es mi puerto tranquilo. Aunque se
turbe el mundo entero, yo leo esta palabra escrita que llevo conmigo, porque ella es mi
muro y mi defensa»[35]. «Pasado el gusto de la miel no queda en la boca ningún otro
sabor; pero tus palabras, oh Señor, en el arcano secreto del pecho, son siempre dulces
para aquel que las medita»[36].
3. La oración
La vida nueva que nos ha sido regalada se alimenta del seguimiento de Jesús, de la
escucha y de la acogida de su Palabra y de la oración, que mantiene siempre vivo el
encuentro y el diálogo con el Señor. Pero es el Espíritu el que nos lleva en todo momento
a tratar de amor con aquel que nos ama, a entrar en esa zarza ardiente que nos abrasa y a
convertir nuestra vida en una conversación ininterrumpida con el Dios vivo y con el
Señor Jesús. Ese es el secreto de todo crecimiento. Todos los que saben de oración la
describen como «un trato íntimo con Dios», «como un coloquio, una conversación, un
encuentro casi terrorífico entre la nada y el Todo, el finito y el Infinito»; orar «es hablar
con Dios, de cualquier modo, de cualquier manera que sea, en cualquier tono, en

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cualquier medida y cantidad»; orar «es entrar en un intercambio de ojos y de miradas, de
gestos y de palabras, de presencia y de entrega, de amor y de cariño». Él es para mí y yo
soy para Él. Alguien está ahí y me avanza proposiciones de diálogo; Alguien que no
necesita de mí, pero que no puede pasarse sin mí. Ahí estamos los dos, cada uno a su
manera: Dios, con su presencia, oculta o manifiesta, ofreciendo su amor, su gracia y su
vida; el hombre, con su cuerpo y con su alma, con su inteligencia y voluntad, con sus
sentimientos y con sus afectos, con todo lo que es y con todo lo que tiene, hasta con su
desgana y apatía, ofreciéndose al Señor. Ahí estamos los dos, en un cara a cara,
conversando y amándonos. «La tierra que nos sustenta, el aire que respiramos, el pan
que nos alimenta, el corazón que late en nuestro pecho no son tan necesarios al hombre
para vivir humanamente como lo es la oración a un cristiano para vivir
cristianamente»[37].
El Espíritu Santo es el que hace posible ese encuentro en la cumbre entre Dios y el
hombre. Desde el momento en que establece su morada en el corazón, el hombre ya no
puede dejar de orar: duerma o vigile, trabaje o descanse, la oración ya no se separa de su
alma. Sólo Él puede hacer estallar en nosotros la oración y mantenernos en ella en todo
momento. Él está dentro de nosotros, santos o pecadores, gozosos o tristes, fuertes o
débiles, y todo lo que toca lo convierte en oración. Es como un soplo misterioso, ya
dulce, ya violento, que llena de amor la vida de los hombres. Cada vez que vamos a orar
deberíamos tomar conciencia de esa presencia inefable del Espíritu en nuestra alma y
saber que Él está allí, y que nos precede en nuestra oración y que continúa orando
incluso cuando nosotros pasamos a hacer otras cosas. El Espíritu gime por nosotros con
gemidos inefables, es decir, indecibles, inenarrables, imposibles de expresar. Nunca se
cansa de orar. Por eso nuestra vida es una oración sin fin, aunque no tengamos
conciencia de ello.
Es necesario orar sin desfallecimientos ni interrupciones. Eso es lo que hemos
aprendido del Señor; eso es lo que san Pablo inculcó a sus comunidades: «Sed constantes
en la oración», «sed perseverantes en la oración», «orad constantemente»; eso es lo que
la tradición cristiana ha repetido sin cesar: hay que orar en todo tiempo y lugar, en
público y en privado, con la boca, con los labios y con el corazón; hay que tener siempre
la mente «adherida a Dios y a las cosas divinas». La oración es amor, se basa en el amor,
se expresa con amor, vive del amor. «De la misma manera que una fuente mana sin
interrupción, así también la verdadera plegaria, siguiendo una pendiente natural, tiende a
durar siempre».
En el relato de El peregrino ruso se cuenta una leyenda sobre un santo lego que
quería entender lo que significaba orar sin cesar y fue a preguntárselo a los monjes de
un monasterio, y estos le dijeron con mucha humildad:
—Nosotros no sabemos lo que quiere decir orar sin cesar, pero hemos oído decir que en el corazón del bosque
hay un leñador y todos dicen que es un gran orante. Quién sabe si él conoce lo que significa orar sin cesar.
El peregrino fue a buscar al leñador y lo encontró sumergido en su trabajo. Le preguntó:
—Amigo, ¿qué quiere decir orar sin cesar?

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El leñador, enjugándose su rostro, le dijo:
—Nada hay más fácil que orar sin cesar. Es comenzar a orar y no dejar nunca de orar.

Los santos Padres y los escritores eclesiásticos hablaron del tema del deseo como uno
de los grandes medios para asegurar una oración sin cesar. El deseo llega más allá que la
realidad de la oración en nuestra vida. Con frecuencia andamos ocupados en mil
pequeñas cosas, «pero el deseo no merma, el deseo no desaparece, el deseo se alimenta
de sí mismo, se regenera en cada instante, nace y renace sin cesar en el corazón. Si no
quieres dejar de orar, nunca dejes de desear... Si deseas siempre, tu oración es continua»
(san Agustín). El deseo es lo que inicia, alimenta y sostiene la oración. No podemos orar
sin cesar ni estar todo el día orando, pero sí podemos tener en el corazón ese deseo
infinito de querer comunicarnos con el Señor, de estar con Él, de amarle, de alabarle y de
adorarle. Por ahí nos lleva el Espíritu, renovando sin cesar esa vida nueva que hemos
recibido[38].
4. Los sacramentos
Pero no sólo tenemos a nuestra disposición la palabra y la oración, sino que el Señor se
hace maravillosamente presente en los sacramentos que ha instituido para nosotros. Es
una pena que los hayamos convertido en un rito o en una práctica piadosa y así los
hayamos vaciado casi por completo de su sentido. ¿Qué hacer para que los fieles
cristianos vuelvan sin cesar a ese manantial de vida? ¿Cómo despertarlos a tanta gracia
como el Señor derrama en ellos?
La palabra sacramento procede del verbo latino sacrare y su equivalente consecrare,
que significan «hacer o realizar algo sagrado». Cuando se celebra un sacramento sucede
algo muy importante: Dios está ahí, revoloteando en torno al hombre, provocándole a un
encuentro personal e íntimo. Ahí están los dos, cara a cara, cerca uno del otro, dentro el
uno del otro. El hombre es invitado a una cita de amor. Los sacramentos son los
símbolos de esa presencia divina. El término símbolo procede del griego sym-ballo, que
significa «amontonar, poner con, reunir»; sym-bolon, por tanto, significa «lo que une, lo
que establece un puente, lo que junta». Cuando dos reinos, dos ciudades o dos pueblos
hacían un pacto o una alianza utilizaban el procedimiento de romper en dos partes una
tablilla de tierra cocida y cada una de las dos ciudades conservaba su propia mitad.
Cuando tenían que comunicarse alguna noticia importante, el mensajero iba con la mitad
de su tablilla y la acoplaba con la otra mitad que tenía la ciudad aliada. Así estaban todos
seguros de que no había engaño alguno. Pues algo parecido a eso es lo que se produce en
los sacramentos. En ellos, Dios se ensambla perfectamente con el hombre y el hombre
con Dios; en ellos, Dios y el hombre se abrazan y se aman. Por eso los sacramentos son
el lugar privilegiado del encuentro del Señor con nosotros, allí donde Él nos da cita y se
hace presente en nuestras vidas. Por el Bautismo, en efecto, el hombre nace a una nueva
vida, por la Confirmación se robustece, por la Eucaristía se alimenta, por la Penitencia
se restaura la amistad perdida, por la Unción se fortalecen los miembros enfermos, por el
Matrimonio es santificada la unión de los esposos y por el Orden son consagrados los

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ministros para actuar en nombre del Señor. Jesús nos sale al encuentro en los momentos
fundamentales de la vida: al nacer y al morir, en la salud y en la enfermedad, en el
pecado y en el amor. Las manos de los sacerdotes están siempre levantadas para bautizar
y para ungir, para perdonar y para distribuir la Eucaristía. Por los sacramentos entramos
en esa corriente de gracias que el Señor ha derramado a manos llenas para todos los
hombres[39].
El Bautismo ha sido un acontecimiento único en nuestra vida, pero sus efectos
permanecerán hasta el final. Por medio de él hemos sido renovados y santificados,
despojados del pecado, revestidos de Jesús e injertados en él. El hombre viejo murió
ahogado en aquella agua que vertieron sobre nosotros y de ella brotó una vida nueva. El
Bautismo es como un renacimiento, como un paso de la muerte a la vida, de las tinieblas
a la luz, del no ser al ser, del pecado a la gracia, de la esclavitud a la filiación; por él
morimos y resucitamos, entramos en el sepulcro y salimos de él; al nacimiento según la
carne sigue un nacimiento «en el agua y en el Espíritu». El Bautismo transforma al fiel
cristiano en una nueva criatura, lo convierte en hijo de Dios y le da derecho a la herencia
y a la vida eterna. Los santos Padres, como ya hemos visto, hablaron de «guardar el
Bautismo, de mantener intacto el sello, de conservar la vida, la santidad, la blancura, el
brillo y el esplendor de la vestidura bautismal, de mantener limpio el templo de Dios, de
no perder el Espíritu, de perseverar en la santificación y de conservar la inocencia». El
que ha sido introducido en las aguas no ha sido para ahogarse en ellas, sino para salir de
ellas lleno de vida.
También el sacramento de la Confirmación se recibe una sola vez en la vida, pero
marca al cristiano con un sello inconfundible: el sello del Espíritu. De hecho, en la
tradición cristiana se ha hablado siempre de una relación especial entre el sacramento de
la Confirmación y el Espíritu Santo; por eso ha sido llamado el «sacramento del
Espíritu». En las oraciones más antiguas se pedía al Señor que colmara del Espíritu a los
bautizados. Los santos Padres hablaron de una nueva efusión del Espíritu en la
Confirmación, semejante a la de los apóstoles el día de Pentecostés, como un baño en su
amor y en su gracia, en sus dones y en sus carismas. Se ha dicho que la Confirmación es
el sacramento de la virilidad o de la madurez cristiana. La vida nueva llega con él a una
cierta plenitud.
Pero la Eucaristía es el sacramento por excelencia. El Señor entra en nosotros y nos
une vitalmente a Él. Cuando comemos el alimento ordinario lo transformamos en
nuestro ser; al tomar el cuerpo del Señor somos transformados en Él. «No eres tú –dice
san Agustín poniendo estas palabras en boca de Jesús– quien me cambiarás en ti, como
alimento de tu carne, sino que tú serás cambiado en mí». San León dijo: «Nos
convertimos en lo que comemos». Al recibir la Eucaristía recibimos de una manera
misteriosa, pero real, su cuerpo en nuestro cuerpo, su sangre en nuestra sangre, su
espíritu en nuestro espíritu, su divinidad en nuestra humanidad. Ya no hay más pan ni
vino, sino su cuerpo y su sangre. Ahí es donde se produce el cara a cara, el tú a tú; ahí es
donde el Todopoderoso se encuentra con el débil, el Rico con el indigente, el que todo lo
tiene y todo lo da, con el que no tiene nada y todo lo recibe; ahí es donde Él está en mí y

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yo estoy en Él, anonadado y perdido para siempre en un mar de amor, de gracia y de
vida.
Por el sacramento de la Penitencia se efectúa una resurrección espiritual. Pase lo que
pase en nuestras vidas, Dios está siempre con las manos abiertas para perdonar: «De ti
procede el perdón y así infundes respeto». Dios no se impone por la amenaza o la
violencia, sino por el perdón. Podría hacer ostentación de su vara castigadora, pero
siempre nos encontramos con el rostro del amor, del Padre que todo lo olvida y todo lo
pasa por alto. La penitencia es el comienzo de una nueva andadura en la amistad y en el
amor. Por eso, cuando el sacerdote levanta sus manos sobre el hombre pecador, las
palabras que pronuncia no son palabras vacías, sino llenas de poder, que absuelven
realmente al pecador, le desatan las cadenas del pecado y le devuelven la amistad de
Dios: se produce la reconciliación, el Padre besa al hijo que ha regresado a su casa. Así,
la vida nueva, que siempre está expuesta al peligro de convertirse en algo viejo y usado,
se re-nueva por este sacramento.
En el sacramento de la Unción el Señor nos sale al encuentro en nuestra debilidad,
nos envuelve en su amor y nos conforta para que podamos convertir la enfermedad en un
acto de amor y de entrega. Nadie es inmune ante la enfermedad y, antes o después, todos
somos afectados por ella. Algunos la viven con paz y serenidad; otros, dominados por la
angustia y la desesperación. Por eso Dios no puede permanecer indiferente ante esa
situación fundamental de la vida del hombre. Así es como la enfermedad puede iniciar,
en lo más profundo del corazón, un proceso de transformación que nos lleve a un
encuentro amoroso con el Señor. La vida nueva, que puede verse amenazada y debilitada
por la enfermedad, es reavivada por este sacramento.
También el sacramento del Matrimonio es una fuente de bendiciones para el hombre
y para la mujer. A ese momento corresponde una gracia especial de Dios, es decir, «la
gracia para amar más que para ser amado, para entregarse antes que para recibir». Esa
gracia es la llave de tesoros ocultos y la fuente de la felicidad, un don especial para
fortificar y hacer dulce la compañía que se inicia en el día de la boda. La gracia del
sacramento no se ve, ni se toca, ni sirve para aumentar los bienes de la tierra, pero es
como un capital que llena la vida de amor y de cariño, de ternura y compasión, de
abnegación y de entrega generosa. Esa es la gracia que resiste al paso del tiempo y que
rechaza, casi como por instinto, todo aquello que puede perturbar la paz del amor. Esa es
la gracia que se vive en esta vida nueva que el Señor nos ha regalado. Con ella los
esposos crecen en el amor y en la intimidad con el Señor.
La palabra, la oración y los sacramentos son como las fuentes donde vamos a beber la
vida que el Señor nos ha regalado. Están ahí, manando sin cesar. El Espíritu nos lleva sin
cesar de la palabra a la oración, de la oración a los sacramentos, del pan de la palabra al
pan de la Eucaristía, de la oración que musitan nuestros labios al pan que alimenta
nuestra alma. Todo está ahí, al alcance de nuestra mano, a nuestra total disposición. Dios
se ha hecho para nosotros asombrosamente cercano. Vive en nosotros como en un
templo y nos renueva sin cesar.
5. El servicio a los hermanos

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Pero el servicio a los hombres como hermanos es uno de los caminos más seguros en el
proceso de crecimiento de la vida en el Espíritu. Si Dios nos ama, si Jesús nos ha salvado
y liberado, si el Espíritu se ha derramado sobre nosotros, lo normal sería que ese amor
que hemos recibido lo proyectáramos sobre los demás. «Amado y amante, liberado y
liberador, salvado y salvador, hijo de Dios y hermano de los hombres: así es el hombre
que ha comenzado a vivir una vida nueva». El amor, como ya hemos visto, es dinámico
y explosivo. Lo que hemos recibido debemos repartirlo a manos llenas entre todos los
que viven a nuestro lado. El amor es generoso, se da y se entrega sin pedir nada a
cambio. Por eso debemos ponernos al servicio de los demás, lavar sus pies y
acompañarlos en todas sus necesidades. Los renovados por el Espíritu deben estar cerca
de todos los hombres, cada uno en su lugar, cada uno con sus fuerzas y sus posibilidades.
Políticos, abogados, médicos, maestros, empresarios, simples fieles deben estar cerca de
los pobres y de los más desvalidos, de los oprimidos y explotados, defendiendo sus
derechos: derecho a la vida, derecho a la educación, derecho a la salud, derecho a la
sanidad, derecho a los bienes de la tierra, derecho a vivir y a morir con dignidad. Los que
han sido renovados tienen que evitar, a toda costa, hacer compartimentos estancos en la
vida cristiana. Fe y vida no pueden ser dos líneas paralelas que no se junten nunca. Ser y
vivir, amar y servir. Se trata de una manera de ser, de estar y de comportarnos con todos,
según la generosidad que el Señor haya puesto en nuestro corazón.
6. La formación cristiana
El Espíritu Santo nos va llevando hacia una vida nueva. Pero la formación de los fieles
cristianos es un apartado muy importante en el crecimiento de la vida en el Espíritu.
¿Qué sabemos en realidad de todo lo que se refiere al Señor?
Cuando hablo de este tema no puedo menos de recordar la pasión por el estudio y el
aprendizaje de la palabra de Dios que sintieron los grandes maestros de Israel. Ellos
dedicaron su vida y sus energías a estudiarla para conocerla, a conocerla para vivirla y a
vivirla para enseñarla. Su ideal era que todos los israelitas, o al menos el mayor número
de ellos, adquirieran un conocimiento profundo de la palabra de Dios. Eso es lo que
quisieron grabar en el alma de su pueblo: «Que el conocimiento de la ley era el bien más
alto de toda la vida y que la adquisición de ese conocimiento merecía los mayores
esfuerzos». Así se explica ese afán de educar a los niños desde su más temprana edad.
«El aliento de los niños que frecuentan las escuelas es el más seguro sostén de la
ciudad... Perezca el santuario, pero que los niños vayan a la escuela». En ella, los niños
estudiaban y aprendían de memoria largos párrafos de la Ley y los repetían sin cesar.
Los escribas insistieron en que el estudio de la palabra y de la ley de Dios no conocía
límites: había que hacerlo de día y de noche. Son conocidos los dichos de algunos
rabinos famosos: «Fija un tiempo regular para el estudio de la Ley» (Shammai). «Un
hombre ignorante no puede ser piadoso» (Hillel). «Tómate el trabajo de aprender la Ley,
pues no se adquiere por herencia» (R. Yosé ha-Cohen)[40]. Se dice que Simón ben Azzaí
renunció a cumplir el importante deber de casarse, justificándose de esta manera: «Mi
alma está enamorada de la Ley. ¡Que sean otros los que continúen el mundo!» (Jabamot

80
63b). El rabino Ben Bag Bag acostumbraba a decir: «Voltéala [la Ley] una y otra vez,
voltea sus páginas, porque todo se halla en ella. Estúdiala y envejece sobre ella y no te
muevas de ella, porque no encontrarás mejor regla de vida». El estudio de la ley era un
mandamiento capital que todos los israelitas, desde el más grande hasta el más pequeño,
tenían que cumplir. Los esenios del Qumrán dedicaban una tercera parte de la noche al
estudio de la Ley. La conocían de memoria, la amaban con pasión[41]. Estudiar la Palabra
era más importante que la oración y que el cumplimiento de los mandamientos, «porque
sólo el que la conoce puede caminar por los caminos del Señor». Los rabinos decían que
«los mandamientos del Señor y su palabra protegían a Israel como las alas protegen a la
paloma».
San Lucas describió a la primera comunidad cristiana con estas palabras: «Eran
asiduos a la enseñanza de los apóstoles, al compartir, a la fracción del pan y a las
oraciones» (He 2,42). Era un ansia por saber cosas en torno a Jesús lo que llevaba a
aquellos sencillos fieles a los pies de los apóstoles, un día y otro día, como si al oír la
voz de sus discípulos estuvieran oyendo su misma voz. Los hombres que formaron la
primera comunidad cristiana no fueron un grupo apasionado por la cultura, sino por tener
un conocimiento amoroso del Señor. A la perseverancia de los apóstoles en enseñar
correspondía la perseverancia de los fieles en la escucha y en la acogida de su palabra.
La vida cristiana no era posible sin ese apego a la predicación y a la enseñanza recibida.
Se trataba de lograr un conocimiento experimental de Jesús, de entrar en contacto con él
por medio del corazón, de los afectos y de la vida entera; de conocerle para amarle, de
conocerle más y más para amarle más y más. Porque puede haber conocimiento sin
amor, pero no puede haber amor sin conocimiento. Nadie ama lo que no conoce. Por eso,
todo lo que se refería a Jesús hacía palpitar el corazón de los fieles de la primera
comunidad.
Conocer a Jesús, saber lo que él ha hecho por nosotros, tener una relación personal y
amorosa con él: esa es una de las asignaturas pendientes del cristianismo. «La mancha de
las naciones católicas –dijo Pío XI– es la ignorancia religiosa». Y Pío XII completó su
pensamiento, diciendo: «El mundo sufre de males dolorosísimos, pero pocos tan
trascendentales como la ignorancia religiosa en todas sus formas». Porque de la
ignorancia a la irreligiosidad no hay más que un paso y de la irreligiosidad al ateísmo
medio paso. ¿Cómo se puede vivir una relación personal y amistosa con una persona a la
que se desconoce totalmente? ¿Cómo confesar y aceptar a Jesús como Señor si no nos
hemos encontrado personalmente con él? Hemos formado gigantes en todas las áreas de
la vida: en la ciencia, en la técnica, en las artes, en la medicina, en el deporte, pero nos
hemos quedado enanos en el conocimiento de las cosas esenciales de nuestra fe y en la
experiencia del Espíritu; hemos desarrollado todas nuestras potencialidades en la
investigación de las cosas de este mundo, pero nos hemos olvidado del Dios que lo hizo.
La mayoría de los fieles cristianos se han quedado en mantillas en su formación
religiosa. ¿Dónde ha quedado la sagrada pasión que embargó a los primeros discípulos, a
las primeras comunidades cristianas, a los primeros monjes y a tantos hombres a lo largo
de los siglos cristianos? ¡Cuántos esfuerzos por hacer una carrera, por conseguir un

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puesto de trabajo mejor remunerado, por estar en forma o por estar al día en todo, pero
casi nadie ha dado un paso adelante para conocer y amar a Jesús, el Señor y el Salvador!
El profeta Oseas ya se quejó amargamente: «Mi pueblo se muere por falta de
conocimiento». «¿Sabes, tío? –me decía un sobrino días antes de hacer la Primera
Comunión–, Juanito no sabe quién es Jesús». Y yo me decía a mí mismo: «¡Cuántos
juanitos hay ahora, que no saben nada de él!».
Los fieles cristianos tienen hoy miles de oportunidades para formarse. Por todas
partes hay cursos de Biblia y de teología, y grupos donde la palabra es leída, comentada
y amada. Hay que aprovecharlo todo para adquirir una buena formación. «La formación
de los fieles laicos se ha de colocar entre las prioridades de la diócesis y se ha de incluir
en los programas de acción pastoral, de modo que todos los esfuerzos de la comunidad
(sacerdotes, laicos y religiosos) concurran a este fin» (Christifideles laici, 57).
Sí, el hombre necesita adquirir conocimientos para poder ordenar su vida
correctamente con respecto a Dios y con respecto a los hombres. El medio más normal
para adquirirlos es la enseñanza y el aprendizaje. Por eso, la necesidad de la preparación
hay que acentuarla una y otra vez. Por ahí lleva el Espíritu a todos los que han
comenzado a vivir una vida nueva.
7. La comunidad
Cuando estudiaba en Jerusalén, allá por el año 1966, hicimos un viaje desde El Cairo al
Sinaí. Pero las autoridades egipcias nos advirtieron que tendríamos que formar una
pequeña caravana. La razón era muy sencilla: el que se arriesga a caminar solo por el
desierto se pierde y se muere sin remedio.
Eso es exactamente lo que sucede en la vida cristiana. No podemos emprender ese
camino en soledad, sino que tenemos que ir bien acompañados de una comunidad. Dios
nunca nos llama como individuos, sino como miembros de un pueblo que Él ha
convocado. La vida que nos ha regalado tenemos que vivirla en una comunidad. En ella
se va desarrollando y creciendo poco a poco. Los que comienzan a vivir en el amor de
Dios, bajo el señorío de Jesús, bajo la guía del Espíritu Santo, en la gratuidad y en la
alabanza, tienen que ser introducidos por el Espíritu en el seno de un grupo o de una
comunidad. El nacimiento a la nueva vida se hace en comunidad y se vive en
comunidad. El que se separa de la gran caravana se muere en el desierto de la vida. En
comunidad todos somos fuertes y todos somos débiles. Hoy tú, con tu fuerza, me
arrastras a mí, que estoy débil y enfermo; pero tal vez mañana yo tenga que tirar de ti,
porque se han agotado todas tus energías. En comunidad nos sostenemos y nos
animamos para hacer frente a todos los peligros de la marcha. No somos un grupo de
solitarios, sino una comunidad de hermanos que compartimos la fe y el amor que hemos
recibido gratuitamente del Señor. Todos somos hijos del mismo Padre, todos hemos sido
salvados por Jesús, todos somos guiados por su Espíritu, todos formamos un solo cuerpo,
en el que todos nos necesitamos. Sólo en comunidad podemos estar seguros de que todo
lo que hemos experimentado viene del Señor. Si lo viviéramos en soledad siempre nos
quedaría la duda de que pudiera tratarse de una ilusión o de una quimera.

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En Jesús todos estamos unidos, como si estuviéramos injertados en él. Por tanto, no
son los lazos de la carne y de la sangre, ni los de la lengua o de la cultura, ni los intereses
económicos y políticos, sociales o culturales los que nos unen, sino el Señor, que nos ha
llamado a participar de su vida divina. Jesús hizo saltar todas las barreras que separaban
a los hombres. Casi todo nos separa: la lengua, la cultura, la formación, el estado social,
los gustos, los modos de vivir, de pensar o de vestir..., pero en la Iglesia todos estamos
hermanados, todos somos iguales, todos creemos en el mismo Señor, todos hemos sido
bautizados en Él, todos comemos el mismo pan y escuchamos la misma palabra, todos
esperamos la vida sin fin. Estamos unidos con los de antes y con los de ahora, con los
cercanos y con los alejados. Jesús nos une a todos en esta inmensa familia de los hijos de
Dios. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre. Muchos
granos de trigo, un solo pan; muchos a comer, pero un solo cuerpo. En la comunidad no
estamos como tú y como yo, sino como nosotros, íntimamente unidos en Jesús,
formando un cuerpo con él. No estamos allí como extraños que se unen por casualidad,
sino como hermanos reunidos en torno al Padre común.
Por eso, vivir el proceso de crecimiento en una comunidad es algo necesario. En
comunidad todos vamos haciendo el mismo camino, aunque no todos lo hagamos al
mismo ritmo. Algunos pueden ir por delante, ayudando a los que vienen, confortándoles
si están débiles, orientándoles cuando corren peligro de extraviarse, aconsejándoles
cuando tengan que tomar alguna decisión importante para el sentido de su vida... El
ejercicio de la fraternidad es un componente esencial de la vida de los seguidores de
Jesús. Nadie camina por libre, sino que debemos hacerlo como hermanos, compartiendo
y poniendo en común todo lo que tenemos. Pero sólo el Espíritu puede crear una
comunidad en la que Jesús sea verdaderamente el Señor de todos. Él es el que lleva la
comunidad e integra todos los dones y todas las experiencias.
Desde el momento de su resurrección Jesús se ha hecho contemporáneo de todos y de
cada uno de los hombres. Por eso, puede dejarse sentir con toda su fuerza, como lo hacía
en los días de su paso por la tierra, pero con mayor profundidad e intensidad. El
encuentro con él tiene ahora lugar en la vida de la Iglesia: en el bautismo, en la
Eucaristía, en la oración, en la lectura de la Palabra, en el servicio a los hombres, sobre
todo a los más pobres y necesitados, en la fe, en la esperanza y en el amor que le
tributamos y que él nos regala en abundancia.
8. Hasta el final
Pero tenemos que aprender a vivir todo este proceso de crecimiento desde la paciencia.
Los caminantes de ahora vivimos en la misma situación que los israelitas que salieron de
Egipto y marcharon por el desierto hacia la tierra de la promesa. Por eso es normal que
aparezcan todas las dificultades de los que caminan: las fuerzas se agotan y la fatiga hace
acto de presencia, pesa el viaje, las desilusiones y los fracasos, las personas y el
ambiente en que vivimos. Todo se acumula para entorpecer la marcha. Si la vida humana
fuera como una carrera de cien metros lisos sería fácil soportar el esfuerzo. Pero la
largura del camino pone en evidencia nuestra fe y nuestra esperanza, nuestra fortaleza y

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perseverancia. El desánimo nos acecha como un ave de presa a su víctima. Miles de
voces nos dicen que no vale la pena seguir, que es mejor echarse a la sombra del primer
árbol que encontremos. Sólo el Espíritu impide que todo termine mal. Él nos obliga a
levantar los ojos y a mirar hacia delante. Allí, al frente de la caravana, marcha Jesús. Si
caminamos con los ojos a ras de tierra sólo vemos un desierto pedregoso. Pero Jesús nos
indica con su dedo la dirección en la que tenemos que marchar. Desde su desgana y
cansancio el caminante mira hacia él y renueva su esperanza y su amor hasta el final.

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Capítulo 7
Vivir en gratuidad

La semilla de la nueva vida ha sido plantada en el alma. Ya sólo espera que nosotros
seamos la tierra buena que la acoge, la guarda y le da calor y vida. Si Dios nos ama, si
Jesús es nuestro Señor y Salvador, si el Espíritu Santo nos ha llenado con su vida, con su
amor y con su gracia, ¿qué más podremos decir?
Y, sin embargo, hay que seguir adelante y sacar todas las conclusiones que se
desprenden de esa vida nueva que hemos comenzado a vivir. Porque lo que hemos visto
ha sido realmente maravilloso, pero podría dejarnos a merced de nuestras propias
fuerzas. Todo estaría ahí como un tesoro por el que tendríamos que luchar
desesperadamente para apoderarnos de él. Pero esa ha sido precisamente la sorpresa: que
todo nos ha llegado como un regalo, que el amor de Dios ya ha sido derramado en
nuestros corazones, que Jesús ya nos ha salvado, justificado y santificado, que el Espíritu
Santo ya nos ha sido dado y que no cesa de poner en nuestros labios un clamor filial:
¡Abba! Papá querido, mi Padre querido. Somos como criaturas recién salidas de sus
manos. Todo es nuevo. Ahora sólo nos queda entrar en el secreto de esa vida, que no
hemos ganado ni merecido, sino que nos ha sido regalada por pura gracia de Dios. Por
tanto, ya desde ahora debemos vivir en la gratuidad más absoluta. Y el eco más sonoro
de esa vida, vivida en la gratuidad, es la acción de gracias y la alabanza. Eso es lo que da
a la vida cristiana un aspecto tan seductor y atractivo, que centellea como una luz
poderosa ante los ojos del mundo entero.
1. ¿Qué es la gracia?
Gratuidad es un término emparentado con la gracia. Para entender lo que es la gratuidad
debemos saber lo que es la gracia. Pero, ¿qué evoca esa palabra en nosotros? ¿Qué nos
sugiere cuando la pronunciamos? Es importante hacernos esas preguntas, porque la
palabra gracia ha sido recubierta de tanto polvo, que apenas podemos reconocer lo que
se oculta detrás de ella. Escritores, predicadores y fieles la hemos manipulado hasta tal
punto que ya no somos capaces de identificarla en su verdadera realidad.
Pero, ¿qué es en realidad la gracia? ¿Qué se esconde detrás de esa palabra? Algunos
teólogos la definen con estas palabras: «Una cualidad sobrenatural que nos da una
participación física y formal de la naturaleza divina». Las palabras son impresionantes,
pero difíciles de entender para la mayoría. Decimos que la gracia es una cualidad, una
cualidad sobrenatural. Pero, ¿qué entendemos por la palabra cualidad? ¿Qué decimos de
la gracia al describirla como una cualidad sobrenatural? El lenguaje que hemos utilizado
ha sido tan confuso y sospechoso, que hemos hecho casi irreconocible su verdadero
rostro. Hemos hablado, con la mayor naturalidad, de ganar la gracia, de merecer la

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gracia, de perder la gracia, de recuperar la gracia, de aumentar la gracia, de vivir en
gracia, de morir en gracia; se la hemos quitado a unos y dado a otros, la hemos
repartido con generosidad o la hemos reservado con tacañería según nos ha parecido.
Pero ese lenguaje es totalmente inadecuado. Porque la gracia es, ante todo y por encima
de todo, algo que Dios nos da gratuitamente. Si se pudiera merecer, ya no sería gratuita;
si se pudiera ganar, sería debida como un salario; si se pudiera perder, dependería por
entero de nosotros y no de Dios. ¿Quiénes somos nosotros para negar a nadie lo que
Dios da gratuitamente? La gracia no es algo que esté en exposición en el mercado: ni se
compra ni se vende, sino que se recibe y se acepta. Desde su primer uso, la palabra
gracia dice relación o hace referencia a lo que es libre, a lo imprevisible, a lo que no se
puede ganar ni merecer, a lo gratuito, a lo que es dado como un regalo. Por tanto, la
gratuidad es la disposición generosa del que da por pura generosidad, sin que esté
condicionado por nada, sin ninguna obligación que le fuerce a ello, sin que nadie se lo
exija o se lo imponga desde fuera. San Agustín lo expresó con palabras muy bellas: «La
gratuidad es la acción de Dios por la que, en su inescrutable sabiduría, visita a los
hombres con independencia de sus esfuerzos y sus méritos y les impulsa amorosamente
hacia el bien».
El término gracia (cháris) aparece unas 150 veces en el Nuevo Testamento, de las
cuales unas 100 en san Pablo, y 50 en el resto de los libros. Fue, desde el principio, el
término consagrado para expresar la gratuidad del don divino. La gracia es un favor, una
condescendencia gratuita y misericordiosa, Dios mismo dándose y entregándose a los
hombres y penetrando hasta lo más profundo de su ser. Eso es lo que nos hace temblar.
¿Cómo será todo eso? ¿Qué pasará cuando Dios entra en el hombre? Por ahí camina todo
el misterio y todo el asombro de la gracia[42].
Ese es el reino en el que tenemos que entrar: en el reino de lo no merecido, de lo no
ganado, es decir, de lo regalado y de lo donado. Sólo el que entre en él sabrá realmente
lo que es y lo que significa vivir en la gratuidad.
2. Gratuidad de la acción de Dios
Todo ha sido gracia desde el principio. La gracia de Dios se manifestó ya desde la
creación como un gesto de amor. ¿Qué derecho tuvimos para ser creados? ¿A qué
méritos pudimos apelar? Desde el principio hasta el final, todo lo que rodea al hombre es
gracia: gracia su creación, gracia el espíritu y el aliento divino, gracia su inteligencia, su
voluntad y su libertad, gracia todas sus capacidades, gracia sus sentimientos, afectos y
emociones, gracia la salud y el bienestar, la comida y la bebida, la amistad y el amor, la
palabra y la escucha. Hemos sido creados por amor, vivimos por amor y viviremos
eternamente en el amor.
Pero no sólo ha sido gratuita la creación, sino también la revelación que Dios ha
hecho de sí mismo. Porque Dios podía haber creado al hombre o no, haberlo hecho así o
de otra manera, haberle hablado o no, haberle salvado o no. Pero Dios ha hablado al
hombre. Ese es el hecho más constantemente repetido a lo largo de toda la Biblia. Pero
que Dios haya hablado al hombre no entra dentro de la categoría de lo normal. Podría

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haber permanecido en un silencio eterno y nada le habríamos podido reprochar. Que
hayamos oído la voz de Dios y escuchado su Palabra es algo que jamás le podremos
agradecer. Dios, al hablarnos, se ha entregado, ha descorrido el velo que ocultaba su
rostro y se ha hecho presente y accesible. En palabras humanas nos ha dicho quién es,
cómo es y cuáles son sus planes y proyectos con respecto a nosotros. Su palabra nos ha
introducido en el reino de la más pura gratuidad.
Pero el amor y la gracia de Dios por el hombre aparecen, de una manera muy
especial, en la elección y en la alianza que hizo con el pueblo de Israel. Entre los
hombres, una alianza es un asunto de justicia y de obligaciones, pero entre Dios y los
hombres es un régimen de gracia. Sólo Dios pudo tomar la iniciativa de esa alianza y
sólo Él pudo comprometerse a llevarla a cabo, porque el hombre es tan frágil y débil, que
es imposible que pueda poner en práctica lo que Dios espera de él. Pero ahí reside
precisamente su esperanza: en que la alianza es un don y una gracia que nunca podrá
fallar, porque el Señor mantendrá su palabra y sus promesas hasta el final. Si ningún
mérito por parte del hombre pudo obligarle a hacerla, ningún pecado conseguirá que sea
anulada. El hombre podrá observarla o rechazarla, podrá vivir de acuerdo o en
desacuerdo con ella, pero darla por terminada jamás estará a su alcance, porque está
fundamentada sobre una gracia y un juramento de Dios. «Por eso hay que dar mucha
mayor importancia a la alianza como amor y como gracia que como ley y como
preceptos»[43]. Un régimen de gracia no puede ser destruido por un régimen de obras.
3. La línea de la gratuidad en la vida del pueblo de Dios
¿Cómo vivió el pueblo de Dios esa corriente de gracia que había heredado desde el
principio? ¿Cómo vivieron los grandes hombres de Israel su vida de intimidad con Dios?
Los escritos del Antiguo Testamento no son muy explícitos en ese sentido, pero no
podemos olvidar que seguramente fueron muchos los que vivieron en la fe sencilla de
Abrahán, confiando siempre en el Señor, en su Palabra y en sus promesas. La línea de la
gratuidad no se perdió nunca, sino que se mantuvo siempre viva a través de los anawim,
es decir, de los humildes de la tierra, de los pobres, de los clientes de Yavé, de los rectos
de corazón, de aquellos que en todo momento se abrieron a Dios y lo esperaron todo de
Él. Su vida más íntima ha quedado reflejada de un modo admirable en el libro de los
Salmos. Ellos fueron, por expresarlo de algún modo, la cara opuesta de los orgullosos y
de los opresores. Los pobres vivieron en todo momento de la gratuidad de la acción de
Dios: «Tú eres mi bien, mi suerte está en tu mano, tengo siempre presente al Señor, mi
corazón y mi carne retozan por el Dios vivo, a la sombra de tus alas canto con júbilo,
guárdame como a la niña de tus ojos, mis ojos están fijos en el Señor, en Él estoy
esperando todo el día...». Sólo posteriormente los hijos de Israel fueron dando pasos
hacia el cumplimiento escrupuloso de la ley, olvidando el carácter de gracia que ella
tenía. Y así, poco a poco, el pueblo de Dios se fue deslizando del régimen de la gracia al
régimen de la ley.
4. Bajo el régimen de la ley

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En efecto, los sabios de Israel, al centrar su reflexión sobre la ley, inculcaron a todos la
necesidad de aprenderla y de ponerla en práctica para hacerse agradables a los ojos de
Dios. Así fueron apareciendo dos estilos distintos de vivir la relación con Dios: el de la
ley y el de la gracia, el de las obras y el de la gratuidad.
En efecto, la elección y la alianza, basadas en la gratuidad de la acción de Dios,
tuvieron su contrapartida en la observancia de la ley y en el esfuerzo del hombre por
hacerse valer ante Él. Por eso, en la misma medida que la ley fue ganando terreno, la
gracia lo fue perdiendo, y los planos fueron invertidos: el hombre pasó al primer lugar y
Dios al segundo. Y de repente, todo comenzó a tornarse oscuro. La gratuidad
desapareció poco a poco en favor del cumplimiento de la ley. Esa ley que era preciosa y
amable, buena y dulce, comenzó a adueñarse del hombre en perjuicio de la gracia y de la
soberanía de Dios sobre él. Eso fue lo que convirtió al Antiguo Testamento en una
religión de obras. Porque la ley supone siempre unas relaciones bilaterales basadas en
haberes y en deberes, en premios y en castigos, en esfuerzos y en acciones. La ley
propone al hombre una serie de normas y mandatos, pero le deja a merced de sus propias
fuerzas. La ley no conoce la gratuidad. Orientó al pueblo de Dios en su camino, pero fue
también como una mano amenazante en todo momento. El hombre se movía por puro
interés, tratando de hacer un capital aceptable de obras buenas para ser recompensado
por Dios. De una experiencia de gracia fue naciendo o surgiendo un tipo de hombre
apegado a la ley, que se convirtió en el protagonista de su propia salvación[44].
Sin embargo, en el terreno de la gratuidad, las cosas son completamente distintas.
Dios, antes de dar su ley, se comprometió en una alianza vital con el hombre. Por lo
tanto, sin esa comunión de vida en el amor, todo lo que el hombre realice estará
desconectado del río de la gracia. Antes de darnos su ley, Dios se dio a sí mismo; antes
de pedirnos nada a cambio, se entregó por entero. Esa es la declaración de principios que
hay que hacer antes de cualquier otra reflexión. El camino que conduce hacia la vida y la
felicidad y, en definitiva, hacia la salvación final, no es el de las obras, sino el de la
gracia. Cuando no existíamos nos creó; después de crearnos, se reveló y nos habló;
cuando no podíamos esperar nada, nos hizo las más bellas promesas; cuando no
teníamos ningún valor a sus ojos, nos eligió e hizo una alianza con nosotros; cuando
estábamos perdidos sin remedio, nos salvó de todas nuestras tribulaciones; cuando la
muerte nos acechaba por todas las partes, nos regaló la vida
sin fin.
El camino seguido por el pueblo de Dios no comenzó por la ley, sino por la alianza.
La alianza fue lo primero y lo diferencial. Por medio de ella el pueblo elegido se vinculó
íntimamente con el Señor, como un hijo con su padre. Sin esa experiencia de intimidad,
la ley se habría convertido en una carga insoportable para todos. La ley sirve para señalar
la senda por la que hay que caminar, pero lo importante no es la senda, sino el fin al que
hay llegar. Es verdad que en la ley Dios se hizo cercano y accesible para su pueblo. Pero
el primer compromiso de Israel no fue el de cumplir una ley o una serie de leyes, sino el
de vivir unido a su Señor. De ahí parte todo. La alianza no creó unas relaciones
jurídicas, sino filiales; no comprometió a los hombres de Israel a hacer algo, sino a ser

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algo. Israel fue elegido para glorificar a Dios, no por el cumplimiento de una ley, sino
por la belleza de su vida. Por eso, desde el momento en que la ley pasó al primer plano,
la gratuidad desapareció casi por completo. Pero sin las promesas, la elección y la
alianza, la ley no habría tenido sentido alguno. Dios e Israel eran el uno para el otro
antes de que ninguna norma viniera a tratar de ocupar el puesto de Dios.
5. La ley como camino de salvación: el fariseísmo
El fariseísmo recogió esa corriente legalista y la llevó hasta el extremo. Los fariseos
fueron un grupo de hombres piadosos que se organizaron como un partido político-
religioso en el siglo II antes de Cristo. En los días del Nuevo Testamento eran, según la
información del historiador judío Flavio Josefo, unos 6.000. Se distinguían por una
observancia escrupulosa de la ley hasta en los más mínimos detalles. La mayoría eran
laicos piadosos, pero no faltaban los sacerdotes entre ellos. El fariseísmo fue «el
supremo esfuerzo hecho por el hombre por tratar de alcanzar la perfección y la salvación
por medio de las obras».
El amor de los fariseos por la ley fue maravilloso. Pero, al centrar su atención sobre la
letra de la ley más que sobre su espíritu, su corazón se secó casi por completo. Las
relaciones con Dios fueron concebidas en términos de justicia. Cada obra buena que
hacían o cada obra mala que evitaban quedaba contabilizada para siempre en el
cuadernillo de notas de Dios, de tal manera que, en el momento de la muerte, el Señor
sólo tenía que poner en un platillo de la balanza las obras buenas y en el otro las obras
malas; si las obras buenas pesaban más que las malas, el destino era la vida sin fin; si las
obras malas pesaban más que las buenas, el destino era la condenación eterna. Dios se
limitaba a levantar acta de lo que había ocurrido en la vida y a emitir su veredicto:
premio o castigo, vida eterna o vida desgraciada. Por eso mismo, el fariseo creía que no
era él el que debía algo a Dios, sino Dios quien le debía una recompensa por todo lo que
había hecho por Él. Las obras eran su capital ante Dios, un capital que producía una vida
eterna. El fariseísmo no conoció la gratuidad, sino que fue, en grado sumo, una religión
de esfuerzos y de obras, de méritos y deméritos, de haberes y deberes, donde Dios no
estaba presente como Padre, sino como juez. De hecho, la relación entre Dios y los
fariseos era una relación de tipo jurídico: «Tú mandas, yo hago; pero si yo hago, tú debes
pagarme un precio». Por decirlo de algún modo, los fariseos amaron la ley más que al
mismo Dios. La sacralizaron hasta tal punto que llegó a ocupar el puesto reservado a Él.
La ley lo era todo. Los rabinos del tiempo de Jesús se hacían la idea de un Dios
lejanísimo, cuyo único contacto con el hombre se producía a través de la ley. Ella era la
que regulaba toda la vida. El que la cumpliera sería justificado ante Dios. No había otro
camino. La gratuidad de la alianza quedó reducida a la nada. Cuando el fariseo se miraba
sólo se veía a sí mismo, no la acción de Dios en él. Todo lo que era y tenía se lo había
ganado y merecido con su esfuerzo. Sus relaciones con Dios no fueron amorosas, sino
legales; confiaban más en su propia justicia que en la bondad y en la misericordia de
Dios. Así es como han pasado a la historia como el prototipo de una actitud espiritual
que ha desbordado el mundo judío y ha llenado muchas páginas de la historia cristiana.

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El fariseo ha personificado o encarnado a todos los que han hecho de la observancia de
la ley un fin, y de su propia santidad el objetivo de su vida[45].
6. Jesús y la ley
La aparición de Jesús trajo al mundo una verdadera revolución en las relaciones de Dios
con el hombre. La ley era como el representante de Dios en la tierra, porque Él estaba
infinitamente alejado. Pero cuando Dios mismo se hizo carne, su representante en la
tierra tuvo que retirarse para siempre. Ya no era necesaria porque Dios se había hecho
uno de nosotros y, por tanto, la relación con Dios ya no se establecía a través de una ley,
sino en un tú a tú, en un cara a cara. Si Él estaba con nosotros ya no había necesidad de
intermediarios. Por tanto, con Jesús quedó franqueado definitivamente el mundo de la
ley. Desde ese momento las relaciones del hombre con Dios entraron en una nueva
dinámica: no de haber y deber, sino de gracia y de amor. Jesús inauguró el reino de la
gratuidad más absoluta, en el que Dios asumió el papel de Padre y el hombre el de hijo.
La gracia ocupó el lugar de la acción humana. «La ley ponía al hombre ante las obras,
Jesús lo puso ante el don de Dios; la ley aspiraba al mínimo, el Evangelio al máximo. El
Evangelio no ofreció una ley para observar, sino una gracia para vivir. Jesús no dijo:
“Haz esto y vivirás”, sino “Vive, y haz esto”; no estableció unas relaciones comerciales,
es decir, de haber y deber, sino filiales, es decir, de padre a hijo; no ofreció una ley, sino
un amor desbordante»[46]. San Juan lo expresó muy bellamente: «La ley por Moisés, la
gracia y la verdad por medio de Jesús» (Jn 1,17). Jesús no trajo una ley nueva, sino un
estilo nuevo; no se preocupó demasiado por lo que el hombre tenía que hacer, sino por
lo que tenía que ser, porque sólo de una vida nueva podían brotar obras nuevas. No era
la observancia de una ley lo que salvaba al hombre, sino Dios; ya no se trataba de
encontrarse con una serie de 613 preceptos, sino con Jesús como Señor y como Salvador.
Así se abrió ante nosotros el reino de la gratuidad, en el que sólo se entra por pura
misericordia de Dios. Si la observancia de la ley hubiera podido salvar al hombre, Jesús
habría venido en vano a la tierra. Pero su aparición supuso el fin del mundo antiguo. La
gracia suplantó a la ley y a las obras del hombre. Con la llegada del Reino hizo su
aparición el amor gratuito e inmerecido de Dios, independiente de toda obra, de todo
mérito y de todos los títulos que hubiéramos podido acreditar. La justicia que se
consigue con la observancia de la ley sitúa al hombre al margen de la gracia, de la
filiación y de la fraternidad.
7. San Pablo y la ley
Pablo de Tarso fue un judío nacido en la diáspora, es decir, fuera de Palestina, pero
educado en el fariseísmo más estricto. Era un hombre lleno de celo por la ley de Dios, un
hombre irreprochable[47]. Pero, de repente, se encontró con un grupo de hombres que
afirmaban que la salvación ya no se conseguía por la observancia escrupulosa de la ley,
sino por la fe y la adhesión a Jesús como Señor y como Salvador. Pero si eso era verdad,
el judaísmo había terminado. Eso era lo que Pablo no podía aceptar, porque la palabra y
las promesas de Dios son irrevocables. Pero cuando se puso a perseguir a los discípulos

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de Jesús, él mismo fue alcanzado por Aquel a quien perseguía[48]. Ese encuentro significó
el derrumbamiento total de todo lo que él había creído y vivido. Si Jesús le había
hablado es que estaba vivo, y si estaba vivo es que había vencido a la muerte, y si había
vencido a la muerte es que había resucitado. Eso significaba que en él se habían hecho
realidad todas las promesas y que el reino de Dios ya estaba presente. La conversión de
Pablo, por tanto, no fue la de un pecador que se convierte a la gracia, sino la conversión
de un sistema de salvación, basado en la observancia y en la práctica de la ley, a otro
sistema, basado en la gracia y en la gratuidad, en el que no se gana la salvación a puños,
sino que se recibe como un don del Señor. Así fue como Pablo entró en el reino de la
gratuidad. Todos sus títulos de gloria se convirtieron en nada y basura. Toda su justicia,
de la que se sentía tan orgulloso, era una pura justicia humana, que nada tenía que ver
con la justicia que viene de Dios. Creía que el judaísmo era el único camino de salvación
y, de repente, se sintió salvado por Jesús. «Ya no soy yo el que vive, es Otro el que vive
en mí. Antes creía que me salvaba por la observancia de la ley, pero ahora se ha
producido un cambio total en mí. ¿Quién lo hizo? ¿Las obras de la ley? No, sino el
mismo a quien yo perseguía». Eso fue lo que Pablo enseñó a partir de aquel momento: lo
que a él le había pasado debía pasar a todos. Ya nadie podía hacerse agradable a los ojos
de Dios por la observancia de una ley, sino por la gracia de Dios. El cristianismo no
podía ser entendido fuera de la gratuidad. Había que hacer una elección decisiva: o la ley
o Jesús. No había posibilidad de caminar por los dos caminos al mismo tiempo: si la ley
era la que salvaba, Jesús debía retirarse; pero si era Jesús el que salvaba, la ley debía
desaparecer. La ley fue como un pedagogo que acompañó al pueblo de Dios en su
camino, pero había cumplido su misión para dejar paso a Jesús. «El hombre no es
justificado por las obras de la ley, sino sólo por medio de la fe en Jesucristo». Con el
envío de su Hijo, Dios había establecido un régimen de absoluta gratuidad. Por tanto,
volver a la ley sería como destronar a Jesús y decirle que confiamos más en nuestros
esfuerzos que en su obra. Pero san Pablo zanjó la cuestión con estas palabras: «Habéis
roto con Cristo los que buscáis la justificación por la ley».
8. Gracia y ley: el rebrote del fariseísmo
Los que abrazaron el cristianismo desde los primeros días no creyeron en una ley, sino
en Jesús como Señor y como Salvador. Pero ser cristiano fue, durante los primeros
siglos, una cosa peligrosa que podía costar la vida. Sólo con la llegada del emperador
Constantino, a principios del siglo IV, el cristianismo dejó de ser una religión ilícita y
perseguida para convertirse en la religión del estado. Desde entonces muchos dieron su
adhesión al cristianismo sin ninguna preparación y sin saber verdaderamente lo que
hacían. Cambiaron de religión, pero no de vida; aceptaron algunos ritos y algunas
prácticas cristianas, pero Jesús no penetró realmente en el tejido de su vida. El
cristianismo comenzó a hacerse una religión de masas, pero perdió su gancho. Con el
paso del tiempo el kerygma, es decir, el anuncio solemne de Jesús, fue prácticamente
sustituido por la catequesis, en la que se enseñaba una cierta manera de vivir la vida
cristiana, dando por supuesto que la gente creía en Jesús. Pero así se invirtieron los

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términos por completo. Poco a poco, el cristianismo fue convertido en una religión de
obras. Los sacerdotes denunciaron sin piedad a los que quebrantaban las leyes,
amenazando a todos con las penas del infierno. Con el paso del tiempo fueron
apareciendo en la vida de la Iglesia cientos de prácticas piadosas: ayunos y abstinencias,
procesiones, triduos y novenas que mantuvieron, es verdad, un ambiente cristiano, pero
carentes de la presencia viva de Jesús. Lo secundario pasó a ser lo principal y lo
principal a secundario. Porque comenzar por las obras, sin haber tenido una experiencia
de gracia, es hacer un camino equivocado.
El cristianismo que hemos recibido no ha conocido la gratuidad. Todos hemos
heredado de nuestros padres, de nuestros sacerdotes y catequistas y de una larga
tradición que el hombre se salva o se condena según las obras que haya realizado en su
vida. Hemos enseñado a nuestro pueblo una religión de prácticas y de obligaciones, de
obras y de esfuerzos, dejando caer en el olvido la gratuidad de la acción de Dios. La
mayoría ni siquiera ha oído hablar de ella. El resultado ha sido la aparición de un
fariseísmo cristiano o de un cristianismo farisaico, en el que la gracia ha sido sustituida
por la fuerza de voluntad. Pero si Jesús hubiera venido sólo a confirmar una moral según
la cual «si obras el bien eres recompensado y si obras el mal eres castigado», se podía
haber ahorrado el viaje. Eso ya lo sabíamos de memoria.
A lo largo de los siglos la religión ha sido concebida de dos maneras: como religión
de obras y de méritos o como religión de gracia y de gratuidad. La religión de obras
pone el acento sobre lo que el hombre tiene que hacer por Dios. Pero toda religión que
ponga el énfasis sobre el esfuerzo humano está falsamente centrada. Esa religión produce
tipos ascéticos, tal vez heroicos, pero que se rompen fácilmente en momentos de crisis.
En todos los tiempos y en todas las religiones los hombres se han esforzado por hacer lo
que Dios les ha mandado, pero lo que el Señor quiere no son nuestras obras, sino nuestro
corazón. La religión de obras no conoce la gratuidad y, por tanto, no florece en
alabanzas.
La religión de la gratuidad, por el contrario, pone el acento en la iniciativa divina, en
el don sobre la exigencia, en la gracia sobre la ley, en la mística sobre la ascética, en la
acción de Dios sobre las obras del hombre. Por eso esa religión pone cantos de alabanza
en el corazón y en los labios de los hombres. Las obras que hace el hombre no son más
que la consecuencia luminosa de la vida que ha recibido[49].
En el cristianismo, se ha dicho con razón, hay como dos corrientes distintas: una
ardiente, otra fría. La fría se identifica con los dogmas y las verdades, con las prácticas y
con las leyes, con las obras y con los méritos, con el pecado y con el miedo a la
condenación. Pero ese Dios de leyes y de ritos está en trance de desaparecer, si es que no
ha desaparecido ya, llevándose detrás de sí a todos sus adoradores. La corriente ardiente,
por el contrario, arrastra a todos los que creen en Jesús y saben que todo lo han recibido
gratuitamente de él, es decir, que han sido liberados, perdonados, amados, salvados y
elevados a la categoría de hijos y herederos antes de que hayan podido hacer nada por él.
Por eso, esa corriente está más cerca de los hombres que de las leyes, de la gracia que del
pecado, de la salvación que de la condenación. El camino de la ley y de las obras ha sido

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el dominante y se resiste, con todas sus fuerzas, a morir y a desaparecer. Pero si el
cristianismo no aprende a vivir de la gratuidad, su futuro será más que sombrío.
Esos son los dos estilos de vida que se presentan ante los hombres. ¿A cuál de los dos
damos la primacía, a las obras del hombre o a la gracia de Dios? ¿A lo que nosotros
tenemos que hacer por Dios, o a lo que Dios ya ha hecho por nosotros? Esa es la
cuestión. La gratuidad es el campo donde se libra la batalla decisiva. Apenas inclinemos
un poco la balanza hacia las obras o los méritos, el cristianismo se convierte en nada. La
gratuidad es el estilo de vida del hombre nuevo y renovado. Y eso no le ha llevado,
como algunos pueden creer o temer, a pensar que todo le está permitido, sino a una
entrega total de su vida al Señor, como respuesta a esa gracia maravillosa. La gratuidad
no sitúa al hombre ante una serie de leyes, sino ante un amor que le rompe el corazón.
Hemos creído que por hacer esto o aquello nos hacemos agradables a sus ojos. Pero Dios
no nos pide ni esto ni aquello, sino a nosotros mismos. Sólo a partir de ahí podemos
abrirle un crédito ilimitado y alabarle sin cesar. No son los lazos de la ley los que nos
atan al Señor, sino los lazos del amor. Todo tiene que moverse en la línea de la acción de
gracias, de la alabanza y de la adoración. Lo nuclear no es la ley, sino el amor.
Todo debería estar muy claro, pero el hombre no se ha resignado a vivir en un
segundo plano y quiere llamar la atención sobre lo que él hace. Se diría que nos sentimos
más seguros cuando nos apoyamos sobre nosotros que cuando confiamos en el Señor. La
gratuidad de su obra está constantemente en entredicho. Porque si el hombre tuviera que
conseguir la salvación por sus obras o por sus méritos, la gratuidad desaparecería por
completo. La última palabra la pronunciaría él y no Dios. Pero en cuanto a la gratuidad
de la salvación, no puede hacerse ninguna concesión. La salvación por las obras o por
los méritos es algo innegociable. En ese terreno, Dios no cede sus derechos ni su gloria a
nadie.
9. Vivir la gratuidad
El hombre debe aprender a vivir en todo momento en ese mar de gracia que le inunda
por entero. Apenas intente salir de él se morirá, como un pez que quisiera vivir fuera del
agua. La gracia tiene que ser el medio ambiente en el que se desarrolle su vida. De eso se
trata: de vivir como un pobre que tiene que recibirlo todo de Dios. Ninguno de nosotros
puede presentarse ante Él con sus manos llenas de buenas obras, para que vea lo bien
que nos hemos comportado. El régimen de las obras y de los esfuerzos por ganarlo todo
ha sido sustituido ya por el régimen de la gratuidad, en el que todo es regalado. La
gratuidad es la iniciativa divina que antecede por completo a lo que nosotros podemos
hacer por Él. Es Dios mismo derramado, entregándose al hombre sin medida, sin pedir,
o, en todo caso, antes de pedirle nada a cambio. Sólo por eso podemos hablar de
gratuidad. Y sólo podremos entenderla y vivirla en la misma medida en que el Señor nos
vaya abriendo los ojos del corazón, haciéndonos comprender su amor y su misericordia.
Por eso no puede ser impuesta a nadie desde fuera y nada podemos hacer para merecerla
o para forzarla de alguna manera, sólo pedirla como un mendigo pide su limosna cada
día. Dios es celoso de su gloria y nadie puede arrebatarle el privilegio de salvarnos

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gratuitamente.
Por parte de Dios todo es gracia; por parte del hombre, todo debe ser gratitud y
alabanza. Por eso el reino de la gratuidad es mucho más exigente que el de la ley. La ley
sólo requiere hacer lo que está mandado. ¿Hay que hacer esto? Pues lo hago. Pero, como
la historia nos ha demostrado, y la vida de cada día lo confirma, se puede observar la ley
entera dejando el corazón fuera de un encuentro con el Señor. La gratuidad, sin embargo,
no provoca al hombre a cumplir una ley o unas normas, sino a encontrarse con Alguien
que nos lo ha dado todo antes de que nosotros hayamos podido darle nada. Por eso, la
gratuidad nos obliga a vivir por entero en dependencia de Dios. En el reino de la ley el
hombre es el que da la cara; en el reino de la gracia se retira entre bastidores para que el
Señor ocupe el centro del escenario. Por eso la gratuidad es el estilo de vida del hombre
nuevo[50].
9.1. Un aprendizaje difícil
Una religiosidad que se base fundamentalmente en el esfuerzo humano, es decir, en lo
que el hombre puede hacer, es como el tamo de la era que se lleva el viento: está
destinada a la nada. Sin embargo, todos queremos justificarnos ante Dios, es decir,
presentarnos ante Él como justos y dignos de su amor y de su salvación. Pero su amor
por nosotros no depende de lo que hagamos por Él, sino que es anterior a todas nuestras
obras e independiente de ellas. Pero, ¿cómo aceptar que Dios pueda amarnos tal como
somos y tal como estamos? ¿Cómo aceptar la locura de que nos haya salvado a todos?
No, eso no puede ser así. Tenemos que hacer algo para merecer su favor. Por eso resulta
tan extraño hablar de gratuidad en un mundo donde todo lo conseguimos por nuestros
esfuerzos y por nuestras obras.
Pero el hombre que ha comenzado a vivir en el reino de la gratuidad deberá moverse
siempre en las coordenadas de ese reino. Apenas se deje llevar por la vertiente de las
obras, del mérito o del esfuerzo, regresará inevitablemente al viejo mundo de la ley. En
el orden sobre-natural, precisamente porque es sobre-natural, el hombre no puede hacer
nada, porque le desborda por entero. Por tanto, en ese orden vivimos de lo que Dios nos
da, no de lo que nosotros generamos o producimos. La vida de la que vivimos no es
nuestra propia vida, sino la vida de Dios en nosotros. Por tanto, en ese orden las
relaciones no pueden ser de mérito ni de justicia, sino de don y de regalo. Eso es lo que
hace que la vida cristiana sea una aventura grandiosa, en la que vamos de gracia en
gracia como en un tobogán sin fin. Y eso significa que el hombre renuncia a su
autonomía y se abre al amor y a la gracia de Dios.
Se ha dicho, con mucha razón, que la gratuidad destroza al hombre, porque nos hace
entrar en un mundo en el que no somos nosotros los protagonistas, sino Dios. Eso quiere
decir que «la gratuidad sólo puede ser vivida al precio de la muerte del propio yo», y que
sólo puede hacerse manifiesta en nuestra pobreza. «Ya no soy yo el que vive, sino Cristo
Jesús quien vive en mí; vivo de lo que él me regala, mi velero es llevado por él». Pero si
él vive su vida en mí, entonces yo tengo que echarme a un lado para que él pueda hacer
su obra en mí. Yo no puedo hacer ninguna obra grande, pero él sí puede hacer una obra

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maravillosa en mí. Ese es el aprendizaje que tenemos que hacer.
9.2. Vivir a la intemperie
Vivir de la gratuidad de la acción de Dios por nosotros es vivir gratis, es decir, vivir de
lo que Él nos regala en cada momento. Eso significa vivir con las manos tendidas o
extendidas como un mendigo que espera un trozo de pan o una moneda para alimentarse
cada día. Vivir la gratuidad es vivir a la intemperie, sin poder hacer acopio de gracia para
mañana, porque mañana tendrá su propia gracia. Vivir en la gratuidad es vivir por gracia,
de prestado, de puro regalo, no de lo que yo produzco, hago o genero. No tengo nada
propio, pero nado en la abundancia; no tengo nada que sea mío, pero tengo todo lo que
es de Jesús; estoy del todo desvalido, pero no carezco de nada. En el régimen de la
gracia vivimos de lo que recibimos, porque la gracia no se merece ni se gana. Eso quiere
decir que el hombre es una pobre criatura que depende de Dios en cada instante y que sin
Él es incapaz de vivir. Por eso, en el reino de la gratuidad no entramos con nuestro
curriculum debajo del brazo, sino por pura gracia; no entramos por las obras ni por los
servicios prestados a Dios, sino que todo se mueve en un ambiente de dones y de
regalos, sin haber dado, por decirlo de algún modo, «ni un palo al agua». El hombre que
ha nacido del Espíritu ha entrado en una nueva dimensión. Por eso, la primera obra que
Dios tiene que hacer es una operación de despojo y de derribo de todo lo nuestro, porque
sólo en la medida en que nos vacía de nosotros mismos puede llenarnos de su gracia y de
su amor. Dios sólo puede crear donde no hay nada, es decir, necesita el vacío para poder
hacer algo. Si el hombre está demasiado lleno de sí mismo no deja espacios para su
acción creadora. Tiene que ser despojado de todo lo suyo para que pueda abrirse a la
acción de su gracia. Nos sentimos más seguros en nuestras propias obras, pero la
gratuidad, como ya he dicho, sólo puede ser vivida desde la pobreza del corazón, es
decir, desde la conciencia de que no somos nada ni tenemos nada. Para que Dios pueda
ejercer la gratuidad tiene que encontrarse con hombres que le dejen hacer. «Dejando
vivir a Dios en mi propia vida, no me siento aniquilado, sino lleno hasta rebosar, no
cambio mi vida por la nada, sino la nada por el Todo». El hombre no puede ser tan necio
como para preferir su miseria a la riqueza divina. Más de Dios, menos de nosotros. Que
Él crezca sin cesar y que nosotros nos dejemos inundar por su gracia y por su vida. El
Señor nos necesita pobres y despojados para poder depositar sus tesoros en nosotros. En
ese sentido la gratuidad está siempre unida a la pobreza, de tal manera que se podría
decir «que a mayor gratuidad por parte de Dios, mayor pobreza por parte del hombre; y a
mayor pobreza por parte del hombre, mayor gratuidad por parte de Dios». La gratuidad
sólo puede realizarse en el vacío del hombre. Sólo en nuestra pobreza podemos ser
amados y colmados de su amor.
9.3. Vivir en la justicia de Jesús
Dios no envió a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para salvarlo. Eso ha sido lo
asombroso: que nos ha perdonado antes de juzgarnos. En él hemos sido amados y
elegidos desde toda la eternidad. «Dios le ha hecho para nosotros sabiduría, justicia,

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santificación y redención» (1Cor 1,30). Por tanto, «no me he ganado mi justicia, sino
que me la han regalado; no la he conseguido a base de obras y de esfuerzos, sino que me
la han dado gratuitamente, no soy santo e irreprochable a los ojos de Dios en virtud de
mis esfuerzos ni de mis méritos, sino por puro amor... en Cristo Jesús». Dios ha hecho
como un trasvase de gracia de Jesús a nosotros. Entonces, ¿cómo no hemos de ser santos
e inmaculados ante Él si vivimos de la vida de su propio Hijo? Es cierto que la vida y la
santidad de Jesús se manifiestan de un modo muy imperfecto en nuestra vida, pero el
hecho fundamental es que todos nuestros esfuerzos por conseguir la santidad no tienen
más que una importancia muy relativa en comparación con lo que Dios ya ha hecho en
nosotros. La santidad no es un negocio humano que conseguimos con la ayuda de Dios,
sino un negocio de Dios en el alma del hombre que se deja invadir por su gracia. Ya
somos santos ante Él con la santidad de su propio Hijo. Ese es el milagro. Porque en una
familia todos los bienes son comunes. Eso es lo más maravilloso que jamás habríamos
podido imaginar: su gracia es nuestra gracia, su santidad es nuestra santidad, su justicia
es nuestra justicia, sus méritos nuestros méritos. Todo lo suyo ha pasado a nuestra
cartilla, todo lo suyo nos pertenece. ¿Para qué querría yo un buen capital en mis manos,
si mi Señor es el dueño del banco? ¿Para qué quiero mi santidad y mi justicia, si tengo la
de Jesús? ¿Es que me atrevería a presentarme ante él con las manos medio vacías? La
sangre que corre por mis venas es la sangre de Jesús, la vida que me alienta es su propia
vida, la gracia que borra mi pecado es su gracia. ¿Con qué ojos mirará el Padre a los
hijos de la tierra que se presentan ante Él revestidos de la santidad y de la inocencia de
su propio Hijo? ¿Con qué ojos podrá mirar Dios al hombre después de haber asumido Él
mismo la carne humana? ¿Con qué ojos mirará al Hijo resucitado y glorioso, que está
sentado a su derecha en los cielos? Pues con los mismos ojos con que mira al Hijo nos
mira a nosotros. Estamos en el terreno de la gratuidad más absoluta, en el que nuestro
protagonismo queda reducido a la nada. Tal vez nos sentiríamos muy felices si
pudiéramos ponernos a la altura de Dios y presentarnos ante Él con las manos llenas de
buenas obras. Pero la realidad es que nadie puede sustituirle ni ocupar su puesto.
Ninguna obra nuestra puede ser salvadora. Entender eso es un milagro de la gracia. Eso
es la gratuidad.
10. Gracia y obras
El cristianismo ha sido convertido, casi insensiblemente, de una religión de gratuidad en
una religión de obras, invirtiendo completamente los planos. De una manera u otra,
todos hemos tratado de hacernos agradables a los ojos de Dios por medio de lo que
hemos hecho por Él. Nos gustaría que viera nuestros esfuerzos, que estuviera contento
con nosotros y que nos pagara con el cielo. Pero ese cristianismo ya ha dado de sí casi
todo lo que tenía que dar.
Por tanto, la pregunta es inevitable: ¿son compatibles la gracia y las obras? ¿No se
excluyen mutuamente? Si gracia, ¿para qué obras?; si obras, ¿para qué gracia?
Seguramente la mayoría de los fieles cristianos no se plantean este problema. Pero la
realidad es que todos llevamos en nuestros genes como un rescoldo de ese cristianismo

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legalista, herencia de tantos siglos, según el cual el cumplimiento estricto de los
mandamientos sería como una garantía de salvación. Si el Señor ha hecho tantas cosas
por nosotros, nosotros tenemos que hacer algo por Él; si nos ha señalado el camino a
seguir, nosotros tenemos que marchar por él; si nos ha dado una serie de leyes y de
normas, nosotros tenemos que cumplirlas. Para ser agradables a sus ojos tenemos que
poner en práctica lo que Él nos ha mandado. Consciente o inconscientemente, todos
creemos que cumpliendo los mandamientos tenemos a Dios «atado y bien atado». Ahí
reside el peligro que nunca hemos logrado evitar. Porque en ese caso, la relación con Él
ya no se establecería a través de un encuentro cara a cara, sino a través de una ley o de
una serie de preceptos o de prácticas religiosas que se yerguen como un juez terrible en
nuestro camino. Pero si eso fuera así, la gracia sería convertida en un negocio de
compraventa. Porque si todo el peso de la salvación recayera sobre nuestros hombros,
entonces no podríamos conseguirla más que a base de obras y de méritos, de sacrificios y
de renuncias. Pero, en ese caso, ¿para qué habría venido Jesús al mundo? ¿Dónde
quedaría la gratuidad de su acción por nosotros? Será preciso un auténtico milagro de
Dios para hacer desaparecer esa concepción que nos hacemos de la vida cristiana, porque
la llevamos en las mismas entrañas.
A muchos les disgusta profundamente la palabra gratuidad, porque cuando hablamos
de ella, el hombre desaparece casi por entero. Por eso, siempre hacen la misma pregunta:
Entonces, ¿no hay que hacer nada? ¿No caeremos en una pasividad absoluta? La
mayoría piensa que es mucho más fácil «vivir en la gratuidad» que «en la exigencia de
hacer obras buenas». Pero vivir en la gratuidad, como ya he dicho, exige el pago de un
gran precio por parte del hombre, ya que lleva consigo la muerte del propio yo. Y eso es
más duro que hacer muchas buenas obras, en las que el hombre aparece siempre en
primer plano.
Seguramente nadie piensa que nos salvamos sólo por nuestras buenas obras, sino que
lo conseguimos con la ayuda de la gracia. En ese caso, ya no seríamos nosotros solos los
artífices de nuestra salvación, sino que tendríamos una ayuda muy especial. Así es como
ha sido expuesta la doctrina tradicional por los teólogos y escritores de todos los
tiempos. Pero, en la práctica, ¿cuál sería la ayuda de Dios? ¿Cuál es el porcentaje de
actividad del hombre y cuál el de Dios? La obra que realizamos, ¿es más de Dios que del
hombre, o más del hombre que de Dios? ¿Quién tira de ese carro? ¿Quién es, en realidad,
el protagonista? ¿Es Dios el que labora y el hombre el que co-labora, o es el hombre el
que trabaja realmente y Dios el que trabaja-con-él? ¿Quién es el que carga con el peso
de la acción? Unos temen que si se impone la corriente de la gratuidad, se suprimiría el
esfuerzo del hombre y se eliminaría la ascesis; otros recelan que, si se acentúa el trabajo
del hombre sobre la obra de Dios, volvemos a caer en el fariseísmo, haciendo inútil por
completo la venida del Señor «por nosotros y por nuestra salvación».
La realidad es que hay que hacer una reconversión total en nuestras relaciones con el
Señor. No, no se trata de condenar a nadie, no faltaría más, sino de plantear las cosas
desde el punto de vista de Dios y no desde el nuestro. Porque cuando hablamos del
hombre y de sus obras, es él el que salta a la palestra, el que se pone a la vista de todos y

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se convierte en el protagonista de su salvación. Así le quitamos a Dios la gloria que le es
debida, porque sólo Él puede salvar al hombre. Pero en el corazón mismo del
cristianismo está anclada la absoluta gratuidad de la obra de Dios por el hombre. Todo es
gracia. Lo admitamos o no, es así. Antes de que el hombre pueda hacer algo por Dios,
Dios ya lo ha hecho todo por el hombre. Él es el que toma la iniciativa y lleva a cabo su
obra en nosotros. Entonces, ¿dónde queda la responsabilidad humana? En el lugar que le
corresponde. Pero lo seguro es que, en la gratuidad, el centro de gravedad se desplaza del
hombre a Dios. Eso es lo reconfortante. El peso de la salvación no recae sobre nosotros,
sino sobre el Señor. Él es el que nos ha salvado. El camino que conduce hacia Dios no
transita por la senda de las obras y de los méritos, sino de la acogida de la gracia. Se dirá
y se insistirá hasta la saciedad que es posible conseguir la perfección y la salvación con
la ayuda de Dios, pero en la misma medida en que acentuemos la acción del hombre, la
gratuidad irá desapareciendo casi por completo. Por eso, desde la ley y las obras, desde
los sacrificios y las renuncias, no tenemos nada que hacer. Ese camino ya ha sido muy
experimentado y lo que ha dado de sí está a la vista: un cristianismo lánguido y sombrío,
que va dando pasos hacia la muerte. Tal vez, lo digo con un respeto sumo, no haya
dejado un recuerdo demasiado bueno detrás de él.
Como ya he dicho, tenemos que hacer un aprendizaje muy lento para entrar en el
camino de la gratuidad. Pero Dios es así: antes de exigir nada nos lo ha dado todo; antes
de comprometernos en un camino de gracia, Él mismo se ha derramado en gracias. Su
acción comienza con la gracia, no con la exigencia; con el don, no con la imposición. La
acción del hombre no es más que la consecuencia de la acción de Dios en él. Dios no nos
exige lo que no podemos hacer. Ese es el secreto de todo.
En la doctrina tradicional, tal como ha sido expuesta por los teólogos, los escritores
eclesiásticos y los predicadores de todos los tiempos, la gracia y la moral han sido
separadas. La conducta y el comportamiento humano han suplantado a la gracia de Dios.
Lo que debería haber ocupado el segundo lugar ha pasado al primero, y así todo ha sido
trastocado. Porque no se va de la moral a la gracia, sino de la gracia a la moral; no se va
de las obras a la gracia, sino de la gracia a las obras. El camino es totalmente al revés de
como lo estamos haciendo. Parece que la gracia ya no es gracia, don gratuito, sino que
hay que conquistarla a todo precio, conseguirla a base de un comportamiento humano
intachable. Pero la experiencia de la vida cristiana camina exactamente en la dirección
contraria.
11. De la gratuidad a las obras
Entonces, ¿qué papel juegan las obras en la vida cristiana? ¿Qué hacemos con ellas?
¿Dónde quedan nuestros esfuerzos por ser buenos y por tratar de hacernos agradables
ante el Señor? ¿No es eso lo que nos han enseñado siempre? ¿No es eso lo que han
hecho todos los santos? ¿A qué viene ahora esto de la gratuidad? ¿No será querer ganar
el cielo sin hacer nada?
Las obras ocupan un lugar importante, pero secundario, en la vida cristiana. El
legalismo la ha acechado sin cesar y la ha envuelto como una tela de araña casi por

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entero. El espíritu farisaico ha sido una amenaza permanente, ya que el hombre ha
querido hacerse valer por todos los medios ante Dios. Pero la realidad es que no somos
agradables a los ojos de Dios en virtud de nuestras buenas obras, sino por la obra que Él
ha hecho por nosotros. Su obra en nosotros precede a todos nuestros esfuerzos, su gracia
a nuestras obras. Las obras que realizamos, antes de ser nuestras, son «hijas de su
gracia». Eso es lo que da un carácter de total gratuidad a la vida del hombre, eso es lo
que le rompe en su propia justicia y en sus propios méritos. Por eso el hombre «va de
gracia en gracia antes que de obra en obra». No vamos de las obras a la fe, sino de la fe a
las obras; no caminamos por las obras hacia la justificación, sino de la justificación a las
obras. No hay dos caminos que sean válidos al mismo tiempo: el de la ley y el de la
gracia. Sólo hay un camino: el de la acción salvadora de Jesús[51]. No son nuestras obras
las que nos llevan a vivir una vida en Cristo, sino la vida de Jesús en nosotros la que se
expresa en un estilo de vida maravilloso. Las buenas obras no son el comienzo de
nuestra aventura con Dios, sino la manifestación exterior del amor que ha abrasado el
corazón. Lo que importa no es la conducta del hombre, sino la de Dios.
Y sin embargo, habría que insistir una y otra vez en que «la fe en Jesús resucitado y
glorioso tiene que pasar del alma y del corazón a la vida». Por eso existe una relación tan
íntima entre salvación y buenas obras: a la obra de Dios en el hombre sigue la obra del
hombre por Dios, como el calor sigue a la llama. No pueden producirse cortes ni
rupturas entre lo que se cree y lo que se vive. La vida tiene que estar de acuerdo con las
obras, la acción con la palabra, el obrar con el decir, el ser con el hacer. No puede haber
divorcio entre la palabra y la vida, entre lo que se cree y lo que se vive. A vida nueva,
obras nuevas. Del corazón que vive en el amor, bajo el señorío de Jesús y conducido por
el Espíritu Santo, saldrán las obras más bellas y las acciones más llamativas. Algo tiene
que pasar en el alma cuando se siente bañada por la gracia del Señor, algo que ya no la
deja en paz, sino que la proyecta hacia fuera en obras bellas, que pueden ser vistas por
todos los hombres: «Vosotros sois la luz del mundo. No puede estar oculta una ciudad
situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara para ponerla
debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la
casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras
y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,14-16). «Tened en medio de
los gentiles una conducta ejemplar, a fin de que, en lo mismo que os calumnian como
malhechores, a la vista de vuestras buenas obras den gloria a Dios en el día de la Visita»
(1Pe 2,12). No se puede vivir de ideas ni de conceptos religiosos que no inciden para
nada en la vida. El concilio Vaticano II no ha tenido reparos en admitir que «en la
génesis del ateísmo actual pueden tener parte no pequeña los propios creyentes». No se
puede decir de una manera más suave que los cristianos hemos tenido una gran parte en
su nacimiento y desarrollo, ya que con nuestra manera de vivir y de actuar hemos
desacreditado a Dios, ofreciendo una imagen impresentable de Él. La vida de los fieles
cristianos debería ser provocativa para los que la contemplen. Alguien lo ha formulado
de una manera fantástica: «Lo que tú eres habla tan alto, que no puedo oír lo que tú
dices». Gandhi dijo: «Yo debería pasar sin ninguna predicación. Una rosa no necesita

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hablar, simplemente esparce su fragancia. La fragancia es su sermón». La vida tiene que
hablar antes que las palabras. «El Cristo nos ha dejado aquí abajo para que difundamos
la luz, para que seamos maestros de los otros, un verdadero fermento; para que nos
comportemos como ángeles en medio de los hombres, como adultos entre los niños,
como hombres espirituales entre los carnales, para poder ganarlos, para ser semilla y dar
fruto abundante. Si nuestra vida brillase así, no sería necesario exponer la doctrina: los
ejemplos tendrían la elocuencia de las palabras. No habría paganos si viviéramos como
cristianos de una pieza, si observáramos los mandamientos de Cristo, si sufriéramos con
tolerancia las injurias y los robos, si nuestras bendiciones cayeran sobre los que nos
fastidian, si devolviésemos bien por mal. No existe ningún pagano tan enemigo de la
religión, que no la abrazase si fuera esa la línea de conducta de todos nosotros... Cuando
ven que deseamos y perseguimos las mismas cosas que ellos apetecen y buscan, es decir,
el dominio y los honores, ¿cómo podrán admirar el cristianismo? Se dan cuenta de que la
vida de muchos es reprensible, enfrascada en las cosas de la tierra; advierten que
apreciamos las riquezas tanto y más que ellos, que nos aterra la muerte, la pobreza y las
enfermedades, que ambicionamos la gloria y los cargos públicos, que nos deshacemos
por tener dinero y que nos aprovechamos de las ocasiones. ¿Cómo podrán, entonces, ser
movidos a la fe?»[52]. Una vida cristiana vivida limpiamente es como un rayo de luz
proyectado sobre el mundo. El testimonio de la vida es un interrogante que se pone ante
todos los hombres: «¿Por qué son así? ¿Por qué viven de esa manera? ¿Por qué se aman?
¿Qué esperanza brota de su corazón? ¿A quién adoran y alaban?».
La fe tiene que ser encarnada en la vida. Por eso no es verdad que la gratuidad lleve al
hombre a la pasividad o a la inercia, sino que pone su vida entera bajo la mirada y la
gracia de Dios. El principio de la gratuidad no es «hacer para vivir», sino «vivir para
hacer»; no es «la acción la que engendra o produce la vida, sino la gracia la que produce
una nueva vida en el hombre». No son sus obras las que le conducen hacia Dios, sino la
gracia de Dios la que le conduce hacia unas obras dignas de Él. Él va por delante
derramando a manos llenas sus dones, nosotros vamos por detrás derramados en
alabanzas. Por tanto, no a las obras con las que pretendemos ganar nuestra salvación,
pero sí a las obras que brotan como agua limpia de la vida nueva que el Señor nos ha
regalado; sí a esas obras en las que brilla el sol de la gracia; sí a esas obras que muestran
a los ojos de todos la belleza de la vida cristiana. La gratuidad de la salvación desemboca
con la mayor naturalidad en la santidad de vida, y la santidad resplandece en vidas
provocativas y espectaculares que atraen irresistiblemente la mirada de los hombres y
los lleva a glorificar a Dios. En el encuentro con el Señor el hombre se siente solicitado
en lo más hondo de su ser para responder amorosamente a esa gracia inmerecida. Ya no
puede vivir ni actuar como si nada hubiera sucedido, ya no es posible la marcha atrás.
Puede haber, por nuestra propia debilidad, idas y venidas, pecados y distracciones, pero
hay algo que jamás se podrá olvidar. La gratuidad nos lleva hacia el encuentro más
fascinante con el Señor que nos ha salvado de la muerte y de la condenación y nos ha
regalado el reino de la vida y de la felicidad.
Por eso el que se ha encontrado con Dios se siente urgido a la santidad. Es un ansia

100
devoradora la que se apodera de él. El amor no sabe de infidelidades ni de olvidos, sino
que compromete al hombre a una aventura amorosa de la que sale siempre herido en el
alma. Dios es un abismo insondable, insaciable, insatisfecho, el que nunca dice: ¡basta
ya! Aquel que nos lleva siempre hacia aguas más profundas, hacia las cimas más altas,
hacia los espacios infinitos, hacia abismos de luz y de belleza, hacia la bodega misteriosa
en la que Él se da por entero. El espíritu del Resucitado trabaja en nosotros a unos
niveles que no podemos ni imaginar. Él nos lleva de gracia en gracia hasta diluirnos, sin
perdernos, en el Mar Infinito de Dios. Él abre de par en par nuestro ser entero para que
Dios pueda escribir, de su puño y letra, la historia más preciosa que jamás hubiéramos
podido imaginar.
«Es necesario que haya seres gratuitos que se quemen por nada, que ardan por la
belleza del mundo, por la mirada de Dios... Hoy la necesidad más urgente es la
gratuidad. En un mundo dominado por la cantidad, por la producción y el rendimiento,
los que oran han elegido la gratuidad, es decir, una actividad improductiva... Todos
quieren hacer, ser útiles: ellos han aceptado la inutilidad. No tienen otra cosa que ofrecer
más que su presencia»[53].
12. La alabanza, la obra más grande del hombre
Pero a la gratuidad de la obra de Dios corresponde la gratitud y la acción de gracias por
parte del hombre. «No hay obra más propia de Dios que la de distribuir beneficios, ni de
la criatura que la de dar gracias. Es como una deuda que tenemos contraída con Él»[54].
«¿Cómo le pagaré al Señor –se pregunta el salmista– por todo el bien que me ha
hecho?». ¿Cómo le pagaré al Señor por haberme creado, por los ojos, por los oídos, por
la palabra, por cada respiración, por cada latido del corazón, por la memoria, por la
inteligencia, por los alimentos, por el amor, por los amigos, por la ternura que he
recibido, por las sonrisas que me han regalado, por los besos que me han dado, por los
éxitos de la ciencia, por la belleza de las artes, por lo bueno y por lo malo, por lo fácil y
por lo difícil, en una palabra, por tantas gracias como ha derramado sobre mí? ¿Cómo
agradecerle su palabra, su revelación, su amor, la entrega de su Hijo, la presencia de su
Espíritu, la promesa de una vida sin fin? El corazón debería tener a flor de piel una
acción de gracias profunda e infinita, más amplia que los mares y que los espacios.
Tenemos que hacer de la gratitud y de la acción de gracias algo esencial en nuestra vida,
algo que entre en ella como el aire que oxigena nuestros pulmones. En la gratitud el
hombre sale de su pequeño círculo, se abre hacia Dios y entra en el reino de su majestad.
Al Dios que llena de bienes y de amor nuestra vida debemos responderle con nuestra
gratitud y nuestra acción de gracias.
Pero la alabanza, como ya he insinuado varias veces, es la consecuencia más
maravillosa de vivir una vida en la gratuidad de la acción de Dios. Si mi justicia no está
en mí, sino en Jesús, entonces estoy salvado y puedo estallar de contento, entonces
puedo vivir agradecido, entonces puedo alabar y bendecir a Dios. Los que han sido
renovados por la acción del Espíritu han entrado en el reino de la gratuidad total, donde
la alabanza es el medio ambiente que lo perfuma todo. Por eso, la alabanza es un estilo

101
de vida, una forma de vivir, algo que brota en todos los momentos de la vida, como un
río que fluye sin cesar. La alabanza nos hace perder en un mar que no tiene ni fin ni
confín, donde el hombre se diluye en el océano de su grandeza. La alabanza es el estilo
de vida opuesto al de la ley.
¿Qué puedo hacer por el Señor? ¿Qué será lo que más le agrada? ¿Qué esperará Dios
de cada uno de nosotros? ¿Obras? ¿Grandes obras? Pero, ¿qué obra salida de nuestras
manos podría darle la gloria que se merece? ¿Qué podemos hacer que sea digno de su
grandeza? «Todas nuestras obras –escribió el profeta– son como paños inmundos»,
como trapos que arrojamos a la basura. Él ha creado el mundo con una sola palabra
salida de su boca y podría crear millones de mundos como este con solo decirlo. ¿Y
pretendemos hacer algo digno de Dios? No, el hombre sólo puede hacer una cosa por Él:
adorarle, alabarle y bendecirle. Él lo ha hecho todo por nosotros: nos ha creado, nos ha
amado desde toda la eternidad, nos ha elegido para una vida sin fin, nos ha entregado a
su Hijo, nos ha dado su Espíritu. Por su parte todo está cumplido. A Él no le queda nada
por hacer, pero a nosotros nos queda una tarea que realizar: alabarle por los siglos de los
siglos. San Agustín lo expresó con estas palabras: «La gran obra de los hombres es
alabar a Dios». Esa es la única manera de responder, aunque sea bastante inadecuada, a
la obra maravillosa de Dios en nosotros. Por eso se trata de hacer algo más que un
puñado de buenas obras. Y ese algo más es realmente lo único importante, lo que Él
espera de nosotros: que le miremos y le adoremos, que le alabemos y le bendigamos.
Nuestra vida no es más que un ensayo general de lo que haremos por toda la eternidad:
reflejar su gloria y cantar sus alabanzas. Podemos optar por vivir nuestra propia vida o
por dejar que Dios viva en nosotros, por ser autónomos o por vivir en una alabanza sin
fin. Ese es el estilo de vida que espera de sus hijos, esa es la fibra más hermosa y secreta
del ser humano. Sólo la alabanza desplaza al hombre del centro de la escena y le reduce
a sus justas dimensiones de criatura frente al Creador. Cuando el corazón del hombre
deja de mirar hacia sí mismo y eleva definitivamente sus ojos hacia Dios, es cuando la
vida entera se convierte en un canto de gloria sin fin. Por eso la alabanza no debería
caerse en ningún momento de nuestros labios, sino que debería ser la manera más
normal de vivir nuestra vida. Si todo es gracia por parte de Dios, todo debe ser gratitud y
alabanza por parte del hombre. Esa es nuestra obra, lo único que podemos hacer por Él,
lo único en realidad que es digno de Él. Así es como comienza esa espiral de alabanza
que arrastra a la creación entera. Así es como nosotros estamos llamados a «vivir en
alabanza»[55].
El hombre que vive en el amor de Dios, bajo el señorío de Jesús e impulsado y guiado
por su Espíritu comienza a agitarse interiormente y a manifestar su gozo hacia el
exterior. Todo su ser se convierte en alabanza y en acción de gracias al Señor. Lo que ha
experimentado es demasiado grande como para guardarlo para sí, no le cabe en el pecho,
sino que le desborda. Alabar a Dios se convierte en una necesidad biológica. Eso es lo
que se repite hasta la saciedad en los textos bíblicos, esa es la aspiración del hombre:
alabar al Señor con la lengua, con los labios, con la boca, con las manos, con los brazos,
con la inteligencia y con la voluntad, con cantos, con gritos, con aclamaciones. Tenemos

102
que meternos de lleno en esa refriega y alabarle con la creación entera, en todo tiempo y
lugar, inconteniblemente, irresistiblemente, por siempre jamás[56].
El hombre que vive la vida nueva que el Señor le ha regalado ya no puede dejar de
alabar. La alabanza se convierte en una vocación, en una profesión, en un estilo de vida.
Está atrapado por ella en la totalidad de su tiempo. Los textos bíblicos lo repiten hasta la
saciedad: hay que alabar a Dios siempre, sin cesar, sin tregua, en todo tiempo, en todo
momento, en todos los momentos, día tras día, todos los días, todo el día, desde ahora y
por siempre, de edad en edad, de generación en generación, por los siglos de los siglos,
por toda la eternidad[57]. Y eso quiere decir que tenemos que alabar al Señor en todos los
momentos y en todas las circunstancias de la vida: en la salud y en la enfermedad, en las
alegrías y en las tristezas, en el éxito y en la desgracia, en lo bueno y en lo malo, en los
momentos agradables y en los desagradables. No hay situación humana, por desgraciada
y dolorosa que sea, que no pueda ser convertida en una ocasión y en un motivo para dar
gloria al Señor. La alabanza es la actitud de los que viven con sus ojos puestos en Él,
consintiendo activamente en su plan, aceptando que todo lo que Él hace lo hace para
bien de sus criaturas y que nada ocurre sin su voluntad o contra su voluntad; que Él está
presente en el sufrimiento y en la desgracia de sus hijos. Nosotros no vemos qué clase de
bien puede resultar de una enfermedad, de un accidente o de un fracaso: por eso miramos
a Dios y le alabamos. Porque si Él está con nosotros, ¿quién podrá vencernos? Alabar a
Dios en todos los momentos significa que creemos en su amor y que aceptamos que todo
lo conduce para nuestro bien. Si en lugar de la alabanza ponemos la queja, entonces
dudamos de su poder o de su bondad, le negamos como Padre o no le aceptamos como
todopoderoso. El dolor, el mal y la muerte están ahí, pero ningún problema se soluciona
negando o destronando a Dios. Precisamente porque Él está en su trono es por lo que
podemos esperar alguna luz más allá de las tinieblas.
Por eso la alabanza no brota del sentimiento, sino del consentimiento; no es una
alabanza sentida, sino consentida; no procede sólo de mis impulsos, sino de mi voluntad;
no nace de la emoción, sino de la convicción; no nace sólo de las ganas, sino también de
la desgana; no florece sólo cuando me encuentro bien, sino también cuando me parece
que todo va mal; no es flor de huerto, sino de desierto; es como el musgo que nace entre
las rocas peladas; sale de ese deseo infinito, más grande que el mundo entero, de querer
alabar al Señor; nace de las profundidades más recónditas del alma, allí donde las
fluctuaciones de las emociones no pueden afectarla en absoluto, allí donde el Espíritu
enciende esa ansia infinita. La alabanza no puede estar a expensas de mi salud o de mi
enfermedad, de mis gustos o de mis disgustos, de mis ganas o de mis desganas. Es algo
que está más allá de la piel, en lo íntimo del corazón, amarrada al alma. Si Dios no deja
nunca de ser Dios, yo nunca debo dejar de alabarle. Eso es lo que engendra en mi
corazón un deseo infinito de ser para Dios una pura alabanza de su gloria. La alabanza es
como la vida: una vez que ha comenzado ya no conoce tregua ni reposo. El que
comienza a alabar está condenado a vivir en alabanza.
Sólo en el cielo se realizará plenamente el plan creador de Dios. Allí la alabanza será
total en extensión, total en intensidad, total en duración. Allí, todos alabaremos al Señor

103
con voz de aguas caudalosas, con voz de torrentes y cascadas, como un volcán en
erupción. Allí iremos de asombro en asombro, de sorpresa en sorpresa, de gloria en
gloria, alabando más y más y todavía más y más. La alabanza es nuestra vocación en la
tierra y será nuestra profesión en el cielo. Allí sólo nos ocuparemos en ver, amar, cantar
y alabar por toda la eternidad.
Pero si eso es así, ¿qué hacer, entonces, durante los días de nuestro paso por la tierra?
¿Cuál ha de ser nuestra preocupación fundamental, sino la de aprender a alabar? ¿Cómo
no vivir ya en una alabanza permanente al Señor? Tenemos que estar preparados. Lo que
vamos a hacer por toda la eternidad no debe cogernos por sorpresa o desprevenidos. La
vida en la tierra debe ser como un ensayo general antes de la representación final.
Nuestros cuerpos y nuestras almas deben ser, ya desde ahora, instrumentos afinadísimos
para cantar la grandeza del Señor. Alabar al Señor en la tierra es tener ya la eternidad en
nuestras manos. Allí alabaremos sin fin. Sí, la alabanza será la profesión final del
hombre, su oficio por toda la eternidad.
La alabanza a Dios aparece como una espiral que involucra al cielo y a la tierra, a los
ángeles y a las estrellas, a los vientos y a las lluvias, a los montes y a los valles, a los
mares y a los ríos, a los árboles y a las flores y, por encima de todo, al ser humano por
entero, en su cuerpo y en su alma, en su espacio y en su tiempo, en todos los momentos y
en todas las circunstancias de su vida. Ese es el aspecto más deslumbrante que se
desprende de una lectura de los textos bíblicos, hecha con sencillez de corazón: que la
Creación entera debe ser un canto de gloria a su Creador; que alabar a Dios es algo más,
mucho más, que un acto, un gesto o incluso un modo de oración; que existe una manera
nueva y absolutamente revolucionaria de vivir la vida de cada día; que el hombre debe
vivir en alabanza. Así es como entre la criatura y el Creador se establece una corriente
maravillosa: cuanto más le mira, más le ama y más le alaba; y cuando Dios se siente
mirado y alabado más bendice a la criatura que, a su vez, ama, mira, admira y alaba más
y más. Así es como el hombre va de amor en amor, de alabanza en alabanza y de gloria
en gloria. Y así es como llega a un punto en el que la alabanza no da más de sí, donde las
palabras comienzan a desfallecer para dejar paso al silencio, a la adoración y a la
contemplación. No llegamos a más, no podemos llegar a más. «Ahí estamos, Señor, sin
saber ni qué decir ni qué hacer, sin saber si es preferible el silencio o la palabra. Pero
desde el silencio más profundo o con el clamor más poderoso sólo queremos decirte una
cosa: “Alabado seas, Señor, por todas tus criaturas, ahora y siempre, por los siglos de los
siglos”. Amén. Amén».
13. La gracia de la Renovación
La palabra gratuidad no es nueva en el lenguaje cristiano, pero la habíamos dejado caer
prácticamente en el olvido. Por eso, el Señor ha suscitado esta corriente de gracia que es
la Renovación Carismática para revelarnos de nuevo la absoluta gratuidad de su obra en
nosotros. Seguramente ha dejado «fuera de juego» a la mayoría de los fieles cristianos,
pero los que han sido alcanzados por esa gracia ya no podrán jamás renunciar a ella. Se
diría que la gratuidad les atrapa en la totalidad de su ser. Ella es la raíz y el fundamento

104
de todo. Eso es lo que nos hace temblar de emoción. Dios nos ha amado antes de que
nosotros hayamos podido hacer nada por Él: Él nos ha salvado y reconciliado, nos ha
convertido en hijos y herederos, nos ha abierto de par en par las puertas del cielo, nos ha
regalado la vida sin fin, nos ha dado a su Hijo, nos ha colmado de su Espíritu, nos ha
llenado de dones, gracias y carismas. La gratuidad es la palabra que mejor nos hace
comprender lo distintivo y lo diferencial de la Renovación con respecto a todos los
movimientos conocidos. La vida cristiana se ha movido siempre al vaivén de las buenas
obras, de los esfuerzos y de los méritos, como si fuera el único camino para salvarnos.
Pero en los que han hecho la experiencia de un nuevo Pentecostés en su vida se ha
producido una ruptura total con respecto a esa manera de concebir la vida cristiana. El
Espíritu Santo les ha ido descubriendo que todo es gracia. Por eso, si todo es gracia, ya
no somos nosotros los que marcamos el ritmo de la vida, sino Él. Por tanto, la
Renovación Carismática sólo puede ser entendida desde el don. No llegamos a la
perfección cristiana a base de obras, sino a base de gracia; no nos hacemos santos por
nuestros esfuerzos, sino porque el Señor mismo nos ha regalado su santidad. La
Renovación Carismática nos ha hecho retornar a las fuentes de la gracia y hacia un
nuevo estilo de vida. Dios nos lo ha dado todo sin esperar nada a cambio. Eso es lo que
debemos mantener a toda costa. Si Dios actuara mirando de reojo, la gratuidad sería una
palabra a la que tendríamos que renunciar. Pero es esa acción gratuita de Dios en el alma
lo que remueve al hombre por entero, no dejándole ya en paz ni un solo momento. La
gracia le agita y le lleva de una parte para otra como un torbellino. La gratuidad es el
alma de todo. Por eso en la vida de cada día se puede ver cómo esa gracia va
transformando su corazón: en el amor hacia todos, en la oración, en la escucha de la
Palabra, en la frecuentación de los sacramentos, en la fidelidad a la comunidad...
Y junto a la gratuidad, y totalmente inseparable de ella, aparece la alabanza. La
gratuidad se vive; la gratitud, la acción de gracias y la alabanza se expresan. La gratuidad
es la acción inmediata de Dios en el hombre; la gratitud, la acción de gracias y la
alabanza es el eco sonoro que produce su acción en él. Por eso, no hay alabanza que no
proceda de la gratuidad de la acción de Dios, pero tampoco puede haber gratuidad que
no se manifieste en alabanzas. Una alabanza que no procediera de la gratuidad se
convertiría en una palabrería absurda, pero la gratuidad que no se expresara en
alabanzas se convertiría en una idea sin contenido real. Por eso, ni gratuidad sin
alabanza, ni alabanza sin gratuidad, porque las dos están tan íntimamente unidas como el
calor y la llama. La alabanza es el termómetro de la gratuidad. Si Dios no hubiera hecho
nada por nosotros no habría nada que agradecerle ni tendríamos razón alguna para
alabarle. Es su acción gratuita, amorosa y salvadora lo que nos agita interiormente y lo
que nos hace estallar en alabanzas. De ahí que sólo podamos detectar el grado de
intensidad con el que vivimos la gratuidad por la alabanza que provoca en nosotros su
acción. Si la alabanza es poderosa, entonces la vida del grupo o de cada hombre en
particular es pujante; si es débil o languidece, la vida del grupo o del individuo está
dando pasos hacia la muerte. Apenas dejemos de alabar, se produce «un retorno
inevitable de lo gratuito a lo debido».

105
En la Renovación Carismática, finalmente, han sido renovados casi todos los carismas
mencionados por san Pablo en sus cartas[58]. No sólo el hombre interior ha sido renovado,
sino que el Espíritu ha bendecido a la Iglesia con carismas de alabanza, de profecía, de
curaciones, de milagros, de palabra de sabiduría y de conocimiento, de hablar en
lenguas, de evangelización y de pastoreo... El despertar de estos carismas ha sido una
sorpresa del Espíritu Santo para nuestros días. Aquellos carismas antiguos, que habían
caído en un estado de semiletargo, han sido renovados. Están ahí y, a través de ellos, se
está manifestando el poder y la misericordia divina. Los carismas deberían ser
considerados como algo absolutamente ordinario en la vida de la Iglesia. ¿Acaso nuestro
mundo y cada uno de nosotros no necesitamos de ellos tanto como nuestros primeros
hermanos?
Pero en esta corriente de gracia no sólo ha sido renovada la vida más íntima del
hombre, sino que también el lenguaje utilizado ha cambiado por completo. No se habla
de ascética, sino de mística; no de pecado, sino de gracia; no de ira, sino de amor; no de
exigencias, sino de dones; no de condenación, sino de salvación; no de esfuerzos, obras
y méritos, sino de gratuidad; no de lo que nosotros debemos hacer por Dios, sino de lo
que Dios ya ha hecho por nosotros. Y la figura que emerge de ese lenguaje es la de un
Dios de rostro amoroso, misericordioso y salvador, que antes de exigir algo del hombre
ya se lo ha dado todo, que prefiere el amor al castigo, el perdón a la imposición, la gracia
a la exigencia, la vida a la muerte, la salvación a la condenación. Y, por tanto, la actitud
del hombre frente a ese Dios es de amor, de confianza, de acción de gracias, de alabanza,
de adoración. Así es como ha desaparecido una presentación tan sombría del
cristianismo, que le hacía perder todo su atractivo.
La Renovación Carismática es una gracia de nacimiento o de re-nacimiento, una
gracia para ser antes que para hacer, una gracia que se remonta al origen de todas las
gracias y de todos los carismas particulares. El capital de la Renovación no son sus
obras, sino los hombres renovados. Algo estaba muerto y necesitaba ser resucitado, algo
estaba enfermo y necesitaba ser sanado, algo andaba extraviado y había que reorientarlo.
La Iglesia marchaba por el camino de las obras, de las leyes y de la salvación por la
propia justicia. Pero esta corriente de gracia le está obligando a volver sus ojos «hacia lo
gratuito más que hacia lo debido». El Señor ya ha abierto los ojos y el corazón de un
pequeño resto para hacerle entender y vivir que todo es gracia y que nadie puede
merecer lo que no se puede merecer, ni ganar lo que no se puede ganar. Se diría que la
Renovación Carismática es la «gran reserva de la gratuidad». A ella le ha encomendado
el Señor la misión de vivirla y de proclamarla al mundo entero. Sobre los escombros del
hombre viejo tiene que renacer una nueva vida. Esa es la oportunidad que nos ofrece a
todos el Espíritu en esta corriente de gracia que es la Renovación Carismática.
14. Todo es gracia
Gratuidad es la palabra clave para entender todo lo que tenemos entre manos. ¡Pero
cómo nos cuesta creer que Dios pueda ser tan generoso como para amarnos
infinitamente, sin razones y sin condiciones! Por eso nos sentimos en la obligación de

106
hacer algo que sea digno de Él y que nos haga valer ante sus ojos. Pero delante de Dios
nadie tiene derechos adquiridos. Dios no tiene deudas que pagar a nadie. A nadie le debe
nada. La gracia no es manejable ni manipulable. No es algo que se pueda ganar o perder,
sino un don que está fuera de todo comercio y de todo trueque. No podemos imponer a
Dios nuestros esquemas ni obligarle a que esté sometido a nuestras obras. La gracia no
está en venta. Dios se niega a quien quiera ponerle un precio. La gracia es gracia
precisamente porque nadie la puede merecer. No hay cambio de gracia por obras. Nada
de lo que es gratis, gratuito o regalado puede darse jamás por supuesto. Si lo damos por
supuesto, algún día terminaremos por exigirlo. La gracia hay que esperarla como el sol
que vemos nacer cada día, como el aire que nos refresca gratuitamente. Si tratamos de
hacernos justos y agradables a los ojos de Dios por el cumplimiento de la ley, hacemos
inútil la sangre de Jesús. Esa es la forma más sutil de matar la gratuidad y de despreciar
todo lo que Jesús ha hecho por nosotros. No nos salvamos mirándonos a nosotros
mismos, sino mirándole a él. En Jesús, Dios nos mira y nos ama, nos perdona y nos da la
vida sin fin.
¿Hasta dónde podrá llevarnos una afirmación tan sencilla como esa? ¿Quién se
atreverá a sacar todas las consecuencias de esa afirmación? Todo es gracia significa que
todo, absolutamente todo, es regalo de Dios. Desde el principio hasta el final todo
depende de Él, todo ha sido puesto en marcha por Él, todo se mantiene gracias a Él. Y
eso significa que todo terminará bien para el hombre. Esa es la fuente de nuestra
esperanza. Todo está en sus manos, todo está dirigido por Él, todo camina hacia su
perfecto cumplimiento. Todos estamos llamados a vivir una vida nueva en la gratuidad
más absoluta.

107
Conclusión

Estamos llamados a vivir una vida nueva en el amor de Dios, bajo el señorío de Jesús y
la guía del Espíritu Santo, sumergidos en el reino de la gratuidad y de la alabanza.
Aunque todo sea vivido entre sombras y en medio de dificultades, una luz
resplandeciente ilumina ya nuestro camino hacia la tierra de la promesa. El hombre viejo
ha quedado atrás, sepultado por un misterio de amor y de gracia.
Durante muchos siglos nuestros ojos han caído sobre lo que nosotros teníamos que
hacer por Dios, pero ahora deben volverse, de una vez para siempre, hacia lo que Dios ya
ha hecho por nosotros. Los planos se han invertido. No es el hombre el que camina hacia
Dios cargado de obras y de méritos, sino Dios el que avanza hacia el hombre, cargado de
gracia y de vida; no es el hombre el que se gana la gracia y la vida a base de obras y de
esfuerzos, sino Dios quien se la regala a base de amor. ¿Qué obras de justicia hemos
hecho para haber sido creados, salvados, resucitados, convertidos en hijos y destinados a
la vida eterna? ¿De qué podemos presumir ante Dios? Nunca habríamos venido a la vida
si Él no nos hubiera creado; nunca nos habríamos visto libres del pecado si no hubiera
tenido misericordia de nosotros; nunca habríamos conocido la salvación si Él no nos
hubiera salvado; nunca habríamos conocido el amor si Él no nos hubiera amado primero;
nunca habríamos conocido la vida sin fin si Él no nos hubiera resucitado; nos habríamos
derrumbado si Él no nos hubiera confortado; habríamos perecido si Él no hubiera venido
hacia nosotros. No dependemos de nosotros, sino de Dios. Estamos en las manos de un
Padre que nos ama. Desde el principio hasta el final, desde la Creación hasta la
salvación, todo es gracia derramada. Por eso estamos llamados a vivir una vida nueva y
maravillosa en medio de las dificultades, dolores y tensiones de este mundo. En ella no
se habla de triunfo ni de éxito, sino de vivir envueltos en la gracia y en el amor del
Señor, de vivir en la gratuidad más absoluta y en la alabanza más jubilosa, en la espera
de verle un día cara a cara por toda la eternidad. Ese es el comienzo y la trama de esta
vida nueva a la que hemos sido llamados. El final será la vida eterna y la alabanza sin
fin.

108
Índice

LLAMADOS A UNA VIDA NUEVA

Introducción
Capítulo 1Hacia una vida nueva
1. El hombre, una criatura de Dios
2. Jesús, origen de la vida nueva
3. El kerygma o la predicación
4. La catequesis o enseñanza
5. El nacimiento de las primeras comunidades cristianas
6. El catecumenado cristiano
7. El cristianismo a partir de la época de Constantino
8. La situación en nuestros días

8.1. Un proceso de degeneración


8.2. Necesidad de una nueva orientación
9. El hoy de Dios
10. Yo lo hago todo nuevo
11. ¿Es posible vivir una vida nueva?

11.1. Los nuevos movimientos y las nuevas realidades en la Iglesia


11.2. La Renovación Carismática
a) Orígenes de la Renovación Carismática
b) ¿Qué es la Renovación Carismática?
Capítulo 2Vivir en el amor
1. Una aproximación al amor
2. Dios es amor
3. Dios nos ama
4. La prueba de que Dios nos ama
5. Dios está por nosotros
6. Un derroche de gracias
7. ¿Cómo será el amor de Dios por nosotros?
8. También nosotros debemos amar

8.1. Amaos
8.2. Dos amores inseparables
8.3. Un canto al amor
Capítulo 3Vivir bajo el señorío de Jesús
1. Jesús es el Señor

1.1. El señorío de Jesús

109
1.2. Toda rodilla se doble
1.3. Señor de todo
1.4. Jesús, mi Señor
2. Jesús es el Salvador

2.1. ¿Qué es la salvación?


2.2. El Dios que nos salva
2.3. Jesús vino para salvarnos
2.4. Jesús nos ha salvado
2.5. Jesús nos está salvando
Capítulo 4Vivir en conversión
1. ¿Qué es la conversión?
2. Convertíos, porque está cerca el reino de Dios
3. ¿Qué tenemos que hacer?
4. La conversión: una exigencia en la vida del hombre
Capítulo 5Vivir bajo la guía del Espíritu Santo
1. ¿Quién es el Espíritu Santo?
2. El Espíritu en el Antiguo Testamento
3. El Espíritu en el Nuevo Testamento
4. Vivir bajo los dones del Espíritu
5. Vivir bajo sus frutos
6. Vivir bajo sus carismas
7. Nacer de nuevo
Capítulo 6Vivir en crecimiento
1. El seguimiento de Jesús
2. La palabra de Dios
3. La oración
4. Los sacramentos
5. El servicio a los hermanos
6. La formación cristiana
7. La comunidad
8. Hasta el final
Capítulo 7Vivir en gratuidad
1. ¿Qué es la gracia?
2. Gratuidad de la acción de Dios
3. La línea de la gratuidad en la vida del pueblo de Dios
4. Bajo el régimen de la ley
5. La ley como camino de salvación: el fariseísmo
6. Jesús y la ley
7. San Pablo y la ley
8. Gracia y ley: el rebrote del fariseísmo
9. Vivir la gratuidad

9.1. Un aprendizaje difícil


9.2. Vivir a la intemperie
9.3. Vivir en la justicia de Jesús

110
10. Gracia y obras
11. De la gratuidad a las obras
12. La alabanza, la obra más grande del hombre
13. La gracia de la Renovación
14. Todo es gracia
Conclusión

111
[1]
Sal 90,3-6.9-10.12; 78,39; 62,10; Job 14,1-2; 13,28; Sal 144,3-4; Job 7,6-7; Sal 103,15-16 etc.
[2]
He 2,14-39; 3,12-26; 4,8-12; 5,29-32; 10,34-43; 13,16-41.
[3]
V. BORRAGÁN MATA, Proclamar la palabra. Mensajeros de alegres noticias, Sereca, Madrid 1992, 65-75.
[4]
He 2,42-47; 4,32-35; 5,12-16; 5,42; 6,7.
[5]
V. BORRAGÁN MATA, En los orígenes del cristianismo. Así vivían nuestros primeros hermanos, San Pablo, Madrid
2005.
[6]
L. BAIGORRI Y AZANZA , Bautismo y confirmación, Verbo Divino, Estella (Navarra) 1987; I. OÑATIBIA, Bautismo y
confirmación, BAC, Madrid 2000.
[7]
D. J. DU PLESSIS, El Espíritu me ordenó que fuera, Logos International, Plainfield, Nueva York 1970, 79-81.
[8]
J. RATZINGER-V. MESSORI, Informe sobre la fe, BAC, Madrid 1985, 49-51.
[9]
V. BORRAGÁN MATA, Como un vendaval. La Renovación Carismática, Sereca, Madrid 19982.
[10]
K.-D. RANAGHAN, Pentecostales católicos, Logos International, Plainfield, Nueva York 1971; E. O’CONNOR, La
Renovación Carismática en la Iglesia católica, Lasser Press, México 1973; W. SMET, Yo hago un mundo nuevo.
Renovación Carismática de la Iglesia, Editorial Roma, Barcelona 1975; S. CARRILLO ALDAY , Renovación
Carismática en el Espíritu Santo, Instituto de Sagradas Escrituras, México 1972; ID, Carismáticos. La presencia
jubilosa del Espíritu Santo en el mundo actual, Atenas, Madrid 1986; B. JUANES, ¿Qué es la Renovación
Carismática católica y qué pretende?, Amigo del Hogar, Santo Domingo 1992; ID, ¿Qué es la Renovación en el
Espíritu Santo?, Editorial Roma, Barcelona 1979; ID, Componentes básicos de la Renovación, Amigo del Hogar,
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5,21; Col 33,9-17; Sant 4,11-12; 5,9; 1Pe 1,22-23; 4,8-9; 1Jn 3,11-12.18.23-24; 4,7-8.11-13.19.20-25, etc., etc.
[15]
Éx 15,26; Dt 7,12-15; Éx 23,25-26.
[16]
Mt 9,35; Jn 6,2; Lc 6,19; Mc 1,32-34; 3,10-11; Lc 7,22-23; 4,40; Mt 12,15; 19,2; Lc 5,15; 6,17-19, etc., etc.
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Sal 109,30; 71,8; Tob 13,6; Sal 145,21; 63,4.6; 119,171; 71,23; 35,28; 51,17; Sir 51,22; Sal 11,1; Sir 39,3; Sal
138,1; 119,7; 9,2; 28,7; 30,13; 104,35; Tob 13,15; Sal 119,175; 146,1 etc., etc.
[57]
Sal 68,20; Tob 3,11; 4,19; Dan 3,52-53; Tob 8,5; Sal 113,3; Tob 12,17; 13,18; Sal 115,18; 145,2; 146,2; 1Crón
16,36; Sal 41,14; 106,48; 71,14; 145,21; Dan 2,19; 3,52; Tob 8,25; 13,18; Dan 3,26; Sal 145,1-2.21; 113,2; 30,13;
79,13 etc., etc.
[58]
1Cor 12,8-11; 1Cor 12,28-30; Rom 12,6-8; Ef 4,11.

113
Índice
Llamados a una vida nueva 2
Introducción 3
Capítulo 1Hacia una vida nueva 5
1. El hombre, una criatura de Dios 5
2. Jesús, origen de la vida nueva 6
3. El kerygma o la predicación 9
4. La catequesis o enseñanza 11
5. El nacimiento de las primeras comunidades cristianas 12
6. El catecumenado cristiano 14
7. El cristianismo a partir de la época de Constantino 15
8. La situación en nuestros días 16
8.1. Un proceso de degeneración 16
8.2. Necesidad de una nueva orientación 17
9. El hoy de Dios 20
10. Yo lo hago todo nuevo 21
11. ¿Es posible vivir una vida nueva? 21
11.1. Los nuevos movimientos y las nuevas realidades en la Iglesia 22
11.2. La Renovación Carismática 23
a) Orígenes de la Renovación Carismática 24
b) ¿Qué es la Renovación Carismática? 26
Capítulo 2Vivir en el amor 30
1. Una aproximación al amor 30
2. Dios es amor 30
3. Dios nos ama 32
4. La prueba de que Dios nos ama 33
5. Dios está por nosotros 34
6. Un derroche de gracias 35
7. ¿Cómo será el amor de Dios por nosotros? 36
8. También nosotros debemos amar 37
8.1. Amaos 38
8.2. Dos amores inseparables 38
8.3. Un canto al amor 39

114
Capítulo 3Vivir bajo el señorío de Jesús 41
1. Jesús es el Señor 41
1.1. El señorío de Jesús 41
1.2. Toda rodilla se doble 43
1.3. Señor de todo 44
1.4. Jesús, mi Señor 45
2. Jesús es el Salvador 48
2.1. ¿Qué es la salvación? 48
2.2. El Dios que nos salva 48
2.3. Jesús vino para salvarnos 49
2.4. Jesús nos ha salvado 51
2.5. Jesús nos está salvando 54
Capítulo 4Vivir en conversión 56
1. ¿Qué es la conversión? 56
2. Convertíos, porque está cerca el reino de Dios 56
3. ¿Qué tenemos que hacer? 57
4. La conversión: una exigencia en la vida del hombre 58
Capítulo 5Vivir bajo la guía del Espíritu Santo 61
1. ¿Quién es el Espíritu Santo? 61
2. El Espíritu en el Antiguo Testamento 62
3. El Espíritu en el Nuevo Testamento 63
4. Vivir bajo los dones del Espíritu 65
5. Vivir bajo sus frutos 66
6. Vivir bajo sus carismas 67
7. Nacer de nuevo 69
Capítulo 6Vivir en crecimiento 71
1. El seguimiento de Jesús 71
2. La palabra de Dios 72
3. La oración 75
4. Los sacramentos 77
5. El servicio a los hermanos 79
6. La formación cristiana 80
7. La comunidad 82
8. Hasta el final 83
Capítulo 7Vivir en gratuidad 85
115
1. ¿Qué es la gracia? 85
2. Gratuidad de la acción de Dios 86
3. La línea de la gratuidad en la vida del pueblo de Dios 87
4. Bajo el régimen de la ley 87
5. La ley como camino de salvación: el fariseísmo 89
6. Jesús y la ley 90
7. San Pablo y la ley 90
8. Gracia y ley: el rebrote del fariseísmo 91
9. Vivir la gratuidad 93
9.1. Un aprendizaje difícil 94
9.2. Vivir a la intemperie 95
9.3. Vivir en la justicia de Jesús 95
10. Gracia y obras 96
11. De la gratuidad a las obras 98
12. La alabanza, la obra más grande del hombre 101
13. La gracia de la Renovación 104
14. Todo es gracia 106
Conclusión 108

116

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